Introducción
Colombia vive una confrontación armada sui generis respecto a las guerras contemporáneas, con una especificidad marcada por la permanencia y actualización del conflicto. La guerra de guerrillas, la violencia estatal y posteriormente la emergencia de grupos paramilitares, y su articulación con formas complejas de narcotráfico y de economías ilegales con fuerte presencia de carteles internacionales, constituyen un panorama general de la contienda. En medio de este escenario, el país también vive un proceso transicional enmarcado en la implementación del acuerdo de paz firmado en 2016 entre el Gobierno y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP). Por la permanencia de la confrontación armada en el tiempo y los procesos políticos y de intervención humanitaria que ha generado, el país se ha constituido en un referente en el mundo sobre la implementación de la perspectiva de género para explicar y atender el conflicto armado y los procesos de construcción de paz. A pesar de reconocer el efecto diferencial de la guerra en clave de género, los estudios sobre conflictos armados, construcción de paz, procesos transicionales (Currier 2010; Serrano 2013a, 2013b, 2018) e incluso sobre seguridad (Hagen 2016, 2017; Shepherd y Sjoberg 2012) han recalcado la poca -y a veces nula- incorporación de la perspectiva queer en los procesos de investigación e intervención por parte de los Estados y los organismos internacionales.
Es necesario argumentar qué entendemos por perspectiva queer/cuir y sus implicaciones en contextos de guerra. Los estudios feministas, de género y, posteriormente, los estudios queer han problematizado las construcciones sociales sobre el género y la sexualidad, y han insistido en las disparidades de poder que se constituyen a partir de estas categorías y sus consecuencias en las vidas de los sujetos. Al aludir a la perspectiva queer estamos refiriéndonos principalmente a cuatro aspectos (véanse Butler 2007; De Lauretis 1987; Preciado 2002). Primero, a una postura que problematiza la noción de sexo como una cuestión simplemente biológica y más bien la entiende como una construcción lingüística y, por tanto, social. Segundo, a una apuesta que cuestiona el binarismo sexual, es decir, que trasciende la idea de la existencia solamente de hombres y mujeres. Tercero, a una propuesta que entiende el género como una categoría performativa, que se constituye y se transforma permanentemente, que no está dada ni terminada. Y, cuarto, a un planteamiento que evidencia la configuración de la heteronormatividad, en otras palabras, de un dispositivo social en el que solo se valida la heterosexualidad para las relaciones sexuales, afectivas y familiares. Estas cuatro premisas se implican de maneras particulares en los contextos de guerra, pues intervienen en los procesos institucionales de los grupos armados-legales e ilegales- y en la vida cotidiana de los territorios en conflicto, con lo cual repercuten en los procesos de victimización y sobrevivencia de las víctimas, los combatientes y la población civil en general.
A pesar de que la guerra se ha figurado como un escenario estrictamente heterosexual en su teleología, propósitos y derroteros de heroísmo y victimización, diferentes apuestas en Colombia han resquebrajado dicho argumento -tanto iniciativas investigativas como comunitarias y de organizaciones sociales, junto con testimonios individuales de cientos de víctimas en contextos judiciales-. Hasta ahora, los acercamientos se han enfocado en la victimización de poblaciones denominadas LGBT. Los informes del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH 2015, 2017, 2018, 2019), los entregados a la Comisión de la Verdad (Caribe Afirmativo 2019, 2020, 2021a, 2021b, 2021c), el propio informe Mi cuerpo es la verdad. Experiencias de mujeres y de personas LGBTIQ+ en el conflicto armado (Comisión de la Verdad 2022) y otras iniciativas investigativas (Albarracín y Rincón 2013; Bouvier 2016; Prada et al. 2012; Serrano 2013b) han descrito y denunciado ampliamente las violencias y los procesos de sobrevivencia de aquellas poblaciones.
En medio de este panorama se ha advertido un vacío respecto a la población combatiente (CNMH 2015; Thylin 2018, 2019). Los pocos antecedentes investigativos y judiciales al respecto se concentran en tres puntos. Primero, en la situación de ins-trumentalización de los sujetos (para ciertos oficios como la peluquería, la cocina y como informantes), de desplazamiento (deserción, cambio de municipio o región, cambio de funciones -en el caso de las guerrillas, eran expulsados de los campamentos para que se sumaran a trabajos políticos clandestinos-) y de aniquilación de personas LGBTIQ+ por parte de grupos guerrilleros y paramilitares (CNMH 2015; Comisión de la Verdad 2022). Otros referentes se limitan a prácticas sexuales y aluden a ciertos sucesos homoeróticos como fugas puntuales, esporádicas o momentáneas que, en últimas, no quebrantan la heterosexualidad, sino que conviven o hacen parte de ella como parte de la cofradía y la camaradería militar (Caribe Afirmativo 2019; CNMH 2015; Giraldo-Aguirre y Gallego 2020). Por último, otros referentes exponen los procesos de reincorporación y las transformaciones de orden sexual y de género de las y los excombatientes al dejar las filas armadas (Thylin 2018, 2019). En este artículo discutiremos otros escenarios que transgreden o ponen en tensión de maneras más directas la supuesta heterosexualidad de la guerra -en especial de sus guerreros-, al describir y analizar situaciones de emparejamiento, corresidencia y luto entre hombres combatientes de grupos armados ilegales.
Para discutir sobre estos temas, presentaremos la historia de Mauricio, un miembro de las filas paramilitares del oriente de Caldas, construida con los relatos de varios pobladores, en los cuales van apareciendo otros personajes y diversos acontecimientos que van entretejiendo la cotidianidad del pueblo, la sexualidad, el amor y la guerra. Las habladurías, los chismes, los secretos, las confesiones y las anécdotas sobre Mauricio conforman una semblanza de un hombre poderoso del pueblo que, por medio de su pertenencia al grupo armado, pudo hacer "de las suyas", como bien lo relataron algunos vecinos. Entre tantas cosas, llevó una vida sexual, sentimental y habitacional con otros hombres, una situación que los mismos códigos morales de la guerra desterraron en los municipios a través de acciones de limpieza social, señalamiento y desplazamiento (Giraldo-Aguirre 2020; Giraldo-Aguirre y Gallego 2020).
La vida de Mauricio era un tanto queer, llena de fugas: por un lado, era un hombre de guerra, líder de los paramilitares en el pueblo, que enarbolaba una masculinidad hegemónica, desplegada por acciones militares; por otro, un hombre que se relacionaba erótica y afectivamente con otros hombres del pueblo. Su vida tensionaba el campo mismo de la sexualidad y el género. Esa tensión, que a primera vista aparece como un asunto contradictorio, es más compleja, pues en los contextos militares y de confrontación armada el homoerotismo, a veces, es consentido mientras mantenga unos marcadores de poder claros: virilidad, posiciones sexuales (activo) y jerarquías militares, sin olvidar el supuesto "apetito sexual" del hombre armado (CNMH 2017). Lo importante es que se cumpla con la causa armada; esa premisa crea marcos de tolerancia (Dietrich 2015). El homoerotismo, por tanto, no es un elemento antagónico de las instituciones militares, tanto legales como ilegales, sino un elemento encubierto por las políticas sexuales propias de ellas, como en los casos, principalmente, de los grupos paramilitares en Colombia.
Nuestras visitas al municipio de Samaná transcurrieron entre los años 2016 y 2018. Samaná es un municipio andino asentado en las laderas orientales de la cordillera Central, en el departamento de Caldas, Colombia. Su fundación data de finales del siglo XIX, en el marco de la colonización antioqueña. Actualmente su cabecera municipal no supera los 10 000 habitantes, con una población total cercana a las 26 000 personas, por lo cual su vida cotidiana está muy articulada al mundo rural. La economía local se basa en la explotación agropecuaria, con una fuerte dependencia del cultivo y la comercialización del café. La bonanza cafetera de los años setenta y ochenta del siglo pasado consolidó una economía agrícola local basada en la producción y comercialización del grano e impulsó un encadenamiento de otros sectores económicos como el comercio y los servicios. No obstante, la caída del Pacto Internacional del Café en 1989 y sus consecuencias, que se vivieron durante la década de los noventa y se prolongaron hasta el siglo XXI, coinciden con los primeros brotes de insurgencia guerrillera y posteriormente paramilitar (Cifuentes Patiño y Palacio Valencia 2005).
Samaná fue uno de los territorios de operación de los frentes 47 y 9 de las FARC. Su arribo implicó la aparición de los cultivos de coca y marcó el comienzo de una oleada de violencia que se acrecentó con la llegada de los paramilitares, las Autodefensas del Magdalena Medio, a partir de los años noventa, bajo el mando de Ramón Isaza. Los paramilitares se asentaron en la planicie del Magdalena Medio, y el municipio quedó en medio del control insurgente y de los grupos paramilitares. A la fecha, el 90 % de los habitantes de Samaná son víctimas reconocidas del conflicto armado por diferentes hechos victimizantes, dentro de los cuales el desplazamiento y la desaparición forzada son los principales (CNMH 2022). El conflicto se "ensañó tanto con Samaná que allí se concentra gran parte de los hechos victimizantes en el departamento de Caldas" ("En Samaná arman el rompecabezas del conflicto armado" 2017).
El trabajo de campo en el municipio nos permitió conocer varios testimonios, algunos de ellos en el marco de entrevistas, otros en conversaciones informales durante las caminatas por el pueblo o en medio de un café -o un tinto, como coloquialmente se le dice a esta bebida en esas zonas andinas productoras del grano-. También emergieron los rumores, los fragmentos de una memoria colectiva que se asomaban en las oficinas estatales, en los bares, en los prostíbulos y en las calles sobre Mauricio, un personaje que dejó huella en los pobladores en cuanto fue protagonista en ese periodo cruento del conflicto armado en el municipio, que transcurrió desde la segunda mitad de la década de los noventa del siglo XX hasta el primer quinquenio del siglo XXI.
Con el material empírico recolectado, escrito en libretas de campo con base en lo escuchado y observado, o transcrito en un texto a partir de una entrevista en profundidad, se armó un tejido de múltiples voces, entre las cuales es central la narración de Rogelio, un hombre carismático, líder del pueblo, quien conoció y compartió momentos de la vida de Mauricio, distinguió a sus amantes y sus fechorías en el pueblo. Los testimonios de Rogelio, diríamos, constituyen la base central para armar la trama biográfica de Mauricio, la cual se nutre y es interpelada por otras narraciones, comentarios y chismes propios de los pequeños poblados. Lo contado por unos y otros, así mismo, tuvo un efecto de triangulación de fuentes que le imprime a lo reconstruido cierta fiabilidad.
El artículo está compuesto por cuatro apartados y unas consideraciones finales. En el primero se reflexionará sobre el dispositivo sexual del pueblo y su manera especial de denominar a los hombres que se vinculan sexual y emocionalmente con otros hombres. Después, se introducirán algunos fragmentos de la vida de Mauricio, su protagonismo en el desenvolvimiento del conflicto armado en el municipio, su poder, su benevolencia y, a la vez, sus andanzas con otros hombres del pueblo. Luego, a partir de la historia de la relación de Mauricio con el Sardino2, se discutirá sobre el emparejamiento y la corresidencia entre hombres combatientes. Para terminar, se considerarán los afectos y los lutos entre estos hombres en medio del desarrollo de la guerra. Finalmente, se presentan a manera de conclusión unas reflexiones en torno a las perspectivas y los derroteros que iluminan estos rincones de la guerra, sobre cómo las masculinidades, la sexualidad y el homoerotismo se ensamblan en las contradicciones de la guerra misma.
Hombres guerreros "con un toque de gay"
La mañana que iniciamos nuestro trabajo de campo en Samaná, uno de los autores de este artículo se encontró por casualidad con una amiga de juventud que residía en el municipio. Durante el encuentro en la calle y mientras caminábamos hacia su lugar de trabajo, le comentamos el propósito de la visita y el tipo de investigación que adelantábamos con poblaciones LGBT y trabajadoras sexuales víctimas del conflicto armado. A lo largo de la charla, no nos auguró muchos éxitos, pues, según ella, en el municipio poco se hablaba del asunto, todo era muy tapado; además, pensaba que en el pueblo no había gais sino hombres "con un toque de gay". Esta expresión nos llamó profundamente la atención. En medio de la charla la interpelamos preguntándole qué significaba para ella "un toque", a lo cual respondió que había ciertos comportamientos y gustos que hacían que "lo gay" se notara, que se hiciera evidente ante los ojos de los otros. Según ella, existen ciertas acciones, actos o palabras que acercan a una persona a lo gay sin que sea una persona gay del todo, sin asumir dicha nominación como una identidad instalada en el sujeto, sin habitarlo o sin que le pertenezca.
Un toque también es una caricia, una fricción, algo que se acerca a otra cosa, que la roza, pero no la penetra, no la lastima; es algo que genera contacto, pero siempre queda, aparentemente, en la periferia. En otras palabras, es en las fisuras, en las rendijas de las masculinidades, donde lo gay toca y logra fijaciones momentáneas mediadas por el deseo; allí es el deseo homoerótico el que funge como termómetro que mide la intensidad del toque y su adherencia. El toque pone en tensión la masculinidad, la crispa, pero no la fractura como régimen discursivo y práctica social en el marco de un régimen sexo-genérico. El toque también tiene un componente de discreción, de no ser visible para los otros, de mímesis y performance, un régimen de privacidad de lo que se hace, de vigilancia sobre el comportamiento propio y de los otros, y tiene a la noche como escenario privilegiado. Un toque de queda del deseo, que pasa por el cuerpo y define cómo habitar el tiempo y el espacio.
En buena parte del trabajo de campo, las personas con las cuales tuvimos la oportunidad de conversar nos relataron historias de hombres que sostenían -y tal vez aún sostienen- relaciones eróticas y afectivas con otros varones, pero en las cuales la masculinidad misma no era cuestionada en público. Se trataba de hombres con un toque de gay, como decía la vecina, algunos de ellos hombres de guerra y otros "hombres de familia", como son llamados por otros pobladores, que han hecho trayectorias de vida siguiendo el patrón establecido: casarse, convivir, tener esposa y descendencia. En estas trayectorias el homoerotismo se filtra en escenas complejas de deseo que tensionan el orden familiar y social, pero sin quebrantarlo3.
El rumor, entonces, se convierte en un dispositivo que crea y regula una realidad, en este caso, sobre el orden de género y sexual de los pobladores del municipio. Veena Das (2006), justamente, argumenta que se trata de un mecanismo social y lingüístico intrínseco a los contextos de violencia. El rumor, siguiendo a la autora, presenta un aspecto enunciativo que crea una adhesión intersubjetiva y comunitaria, y otro performativo que, por medio de la difusión y la circulación, constituye un discurso que configura un orden social. Por ello, no es independiente de las formas de vida -o formas de muerte, recalca Das- en las cuales está inmerso.
Algunas autoras y autores también han reflexionado sobre el rumor en el contexto del conflicto armado en Colombia. Esta categoría, como lo recalca Estrada (2007), puede ofrecernos aspectos centrales para comprender los cálculos de poder político de los grupos armados y la dinámica del conflicto armado a nivel local; no solo respecto de la violencia, sino también de los procesos de sobrevivencia, de la configuración de procesos organizativos de construcción de paz y de atención humanitaria (Aparicio 2012). El rumor se inmiscuye en los circuitos de silencio y miedo de la vida cotidiana de los pueblos (Castaño y Ruiz 2019). Por otra parte, se puede proponer una perspectiva de género para comprenderlo, al establecer sus implicaciones en la victimización de las mujeres (Estrada, Ibarra y Sarmiento 2003; Ruta Pacífica de las Mujeres 2013) y de la población LGBT (CNMH 2015; Giraldo-Aguirre y Gallego 2020), así como su repercusión en el fenómeno de la violencia sexual (CNMH 2017).
Era muy difícil escaparse de este acecho; al fin y al cabo, como se dice: "pueblo chiquito, infierno grande". En cada conversación, en cada café, siempre había momentos de inflexión para bajar el tono de voz, acercarse un poco más, crear una atmósfera de intimidad y emitir un relato o una sentencia que no resistiría ser puesta en público. La vida del uno y de la otra era un guion del que se desprendía un sinnúmero de historias en el pueblo. Si bien el escenario de la violencia armada suscita un contexto de rumores, secretos y silencios, la sexualidad es un componente que también está inmerso en estos circuitos de sigilo y enigma, más aún cuando están relacionados con maneras abyectas de vivirla. Los maricas y las lesbianas del pueblo son personajes centrales en este tipo de intrigas; por más que se reniegue de ellos y de ellas, son figuras que, en últimas, permiten mantener un orden moral e imaginario sobre la sexualidad de los pueblos. Sus biografías no son ajenas a la historia del municipio; todo lo contrario, su presencia se instala en la memoria colectiva del pueblo.
Los estudios sobre diversidad sexual y de género en el marco del conflicto armado en Colombia, además de denunciar y caracterizar la victimización y la sobrevivencia de las poblaciones denominadas LGBT, también han permitido un acercamiento a contextos rurales en el país y una reflexión al respecto. Se ha manifestado ampliamente que este campo de estudios tiene una profunda perspectiva urbana y del norte global, y que se requiere de apuestas investigativas, teóricas y metodológicas que amplíen las nociones sobre la sexualidad y el género en territorios rurales. Apuestas en Colombia (Pazos, en prensa; Tabares 2019; Vargas 2021) y en Brasil (Passamani 2015) han advertido algunas premisas, principalmente dirigidas a confrontar el supuesto homofóbico de los contextos rurales y su menor apertura a sexualidades por fuera del marco heterosexual. Al respecto, dichos autores y autoras han resaltado que los sujetos denominados LGBT no están estrictamente ocultos o invisibilizados; enfatizan que no son personas necesariamente violentadas o desplazadas de la vida comunitaria (Pazos, en prensa), y que las comunidades organizan sus propias maneras de nombrarlas e integrarlas a la vida cotidiana de los territorios (Tabares 2019; Vargas 2021).
El hijo del pueblo y falotopías de la guerra
De todo lo escuchado, quisimos reconstruir una vida en particular: la de Mauricio, un hombre joven, paramilitar, que se relacionaba erótica y afectivamente con otros hombres. Se decía que había tenido "rollos"4 con el uno y con el otro, pero había tres historias que sobresalían: con el Mono Papitas, con Rubiel -a quien apodan el Guerrillero- y con un joven campesino de una vereda en la parte alta del pueblo. Según las habladurías, estos hombres eran "todos muy varoniles y masculinos", "no daban de qué hablar" respecto a su sexualidad; eran hombres con un toque de gay.
Era un secreto a voces que a Mauricio le gustaba la "maricada". Ese rumor, junto a sus andanzas con los grupos paramilitares de la región, hacían de él un personaje de quien hablar en el pueblo. Samaná, un municipio incrustado en la cordillera Central colombiana, era por esos años un territorio de disputa entre los diferentes ejércitos armados. La guerrilla de las FARC-EP había mantenido su poder en la zona por más de veinte años, pero desde finales de la década de los noventa habían llegado los grupos paramilitares. Se decía, entre tanto murmullo, que el propio Mauricio era uno de los que había llevado el paramilitarismo al pueblo. Por esos años, las cifras de homicidios, masacres, desapariciones y desplazamiento forzado del municipio engrosaban los balances sobre el conflicto armado en esa región.
Mauricio era un hijo del pueblo, así lo consideraban muchos, pero era un hijo que se había comenzado a descarriar. Desde muy joven se empezó a rumorar sobre su gusto por los hombres. Le gustaban los mayores y los sardinos -una ambivalencia que pocos comprendían-, pero que, en cualquier caso, fueran muy varoniles, acuerpados y gruesos -un prototipo muy común en contextos de economía rural como Samaná-. Era amigo del uno y de la otra, invitaba a unas cervezas y a botellas de aguardiente. Se sabía ganar a sus paisanos. Los sentimientos de los pobladores hacia él eran confusos, una mezcla entre cariño y miedo, pues, al fin y al cabo, era uno de los "duros" de los "paras".
La apropiación del territorio de la región por parte de Mauricio y del grupo paramilitar, junto a las relaciones empáticas y tensas con los habitantes del pueblo, permiten, justamente, apelar a la noción de falotopía propuesta por Rodrigo Parrini (2016) para analizar las situaciones de violencia extrema en México. Según el autor, se trata de un modo en el que las hipermasculinidades se adueñan de los espacios públicos y figurales. En ese sentido, la falotopía no es un espacio, sino una forma de apropiación y uso de este. El autor complementa diciendo que la noción se refiere a otras maneras de vislumbrar las genealogías de las políticas masculinas en contextos de violencia, que se constituyen en un espacio pedagógico de las éticas guerreras y viriles.
A partir de la historia que venimos narrando, podemos entrever, entonces, las tramas de esas falotopías; podemos reconocer las maneras como el poder guerrero y masculino se asienta en el territorio, en las relaciones sociales, en la cotidianidad del pueblo; cómo se inmiscuye en el compañerismo, en la solidaridad y los apoyos, pero también en el miedo y el pánico de la población. Una habitabilidad híbrida en zonas de confrontación. Con el caso de Mauricio, se evidencia que la apropiación de los territorios a veces también se realiza por medio de la empatía con la población, no solo son formas violentas; la amabilidad, las invitaciones a tomar licor, ser buena gente y llegar a ser considerado como "un hijo del pueblo" son otras maneras de implementar un poder en la región. Por medio de esta performance empática se proyecta otra faceta, contraria a la de violencia -y a la de monstruo, que entre dientes o entre rumores se conoce en el pueblo-, a través de la cual se quiere representar, si es que se puede, la "cara buena" de la guerra, unos semblantes carismáticos y benevolentes de la violencia. No podemos olvidar, por supuesto, el horror de esa misma guerra que, mientras invitaba a una botella de aguardiente, imponía un orden armado que implicaba, entre muchas cosas, el desplazamiento, el asesinato y la desaparición de cientos de cuerpos, especialmente aquellos indeseables, abyectos.
Otro componente que resulta interesante es el hecho de la implementación de un poder armado a manos de un hombre considerado marica o con un toque de gay. La falotopía no es estrictamente heterosexual, como tal vez podría pensarse; también puede implicar hipermasculinidades con deseos, prácticas, relaciones y arreglos familiares homosexuales. Jugando un poco con el concepto, se podría hablar de falotopías maricas. Sobre este tema, Núñez y Espinoza, también en el contexto de violencia en México, plantean que las disciplinas criminológicas y jurídicas -a las que sumaríamos los estudios sobre violencia armada en Colombia o sobre la guerra en general- no se imaginan que hombres con deseos homosexuales sean capaces de participar o de dirigir organizaciones criminales, ya que asumen que estas tareas exigen un despliegue "natural" y "excesivo" de "hombría", supuestamente solo presente en varones con deseos heterosexuales (2016, 104). Esta suposición tiene profundas repercusiones teóricas, epistemológicas y metodológicas, como también políticas, a la hora de reflexionar sobre las implicaciones del género y la sexualidad en los contextos armados. El caso de Mauricio evidencia, entonces, que la guerra también se puede gestionar desde sexualidades abyectas, disidentes, y no solo en escenarios de anonimato o secreto sobre la sexualidad de los combatientes, sino en casos en los cuales la población sabe y etiqueta la sexualidad de ese sujeto.
Emparejamiento y corresidencia entre hombres de guerra
El chisme sobre las andanzas sexuales de los habitantes en los municipios se vuelve cómplice del acecho y la vigilancia de los cuerpos en la guerra. Mauricio no pasaba mucho tiempo en el pueblo, pues sus responsabilidades guerreras lo tenían solo dos o tres días allí. Al comienzo se quedaba en hoteles, pero después le solicitó a un amigo, el Mono Papitas -para muchos, uno de sus amantes-, que le rentara una habitación. El acuerdo se mantuvo por varios meses. Cuando Mauricio pasaba unos días en Samaná, entre andanzas armadas, rumbas y derroche de licor y dinero, siempre terminaba su fiesta en la habitación rentada por el Mono.
Por más que se hablara de la maricada de los dos, lo que le reprocharon los habitantes del pueblo al Mono Papitas, y especialmente Rogelio, fue la vinculación de Mauricio con los paras. Le empezaron a aconsejar que se dejara de juntar con él, que le dejara de alquilar el cuarto. Al principio, el Mono hacía caso omiso a esas opiniones, "le entraban por un oído y le salían por otro". No importaba, pues "ahí tenía a su hombre". La situación de violencia se agravó y con ella el peligro de andar con Mauricio. Por ello, tal vez, el Mono por fin se decidió a dejar a su inquilino.
A las pocas semanas, Mauricio comenzó a pasearse por las calles con otra de sus conquistas. Ahora no era un hombre maduro, era un sardino, un hombre joven y atlético que venía de una de las veredas de la alta montaña con fuerte presencia de las FARC-EP. Iba para arriba y para abajo con él. Todos empezaron a inventarse historias sobre la pareja. Se decía que vivían juntos por los lados del comando de policía. No importaba qué tan cerca del comando estuviera Mauricio, pues en esos territorios, generalmente, la policía y el ejército se hacían los de la vista gorda o, directamente, resultaban ser aliados del accionar paramilitar.
Como construcción sociocultural, la cohabitación entre personas del mismo sexo en las sociedades latinoamericanas no puede ser hallada como un hecho público, colectivo y político antes de los años sesenta del siglo XX. La anterior afirmación no niega la existencia de lazos de afecto e intimidad antes de esta época, como ha sido documentado por algunas fuentes históricas (Bedoya Molina 2020); recalca, eso sí, dos características que hacen del fenómeno un hecho sociológico: por un lado, su visibilización pública y su colectivización y, por otro, el establecimiento de unidades domésticas diferenciadas, con su correspondiente regulación civil (Gallego y Vasco 2017). Es un fenómeno de época, que ha sido documentado como un hecho urbano y prototípico de las clases medias, muy aparejado al desarrollo de una identidad gay consciente, militante y política (Ruiz-Vallejo 2021). Sin embargo, una crítica adelantada a tales miradas desde una perspectiva queer y del construccionismo social hace posible afirmar el carácter construido y contextual de dichas prácticas e identidades (Estrada et al. 2007).
Tal reconocimiento permite hacer visibles otras prácticas que han estado al margen, en los rincones del análisis y la teoría misma, y que permiten pensar en la ruralidad. Los estudios sobre la guerra en Colombia también se enmarcan en discursos propios y extraños; hay literatura suficiente que explica los hechos victimizantes hacia ciertas poblaciones, pero escasea, por ejemplo, un análisis de la guerra sobre la familia como sistema y no como suma de individuos, asumiendo que una agregación de los hechos victimizantes de los sujetos nos conducirá a entender la familia como un todo. Esto involucra, por supuesto, los derroteros de victimización y resistencia recorridos por parejas del mismo sexo y otras formas de habitabilidad, como los hogares unipersonales, que son estadísticamente más significativos en contextos rurales (DANE 2020). Como lo mencionan Passamani (2015), Pazos (en prensa), Tabares (2019) y Vargas (2020), no podemos advertir un vacío en formas de convivencia o nominación de experiencias sexuales o habitacionales, en contextos rurales de nuestra América, partiendo de una supuesta heterosexualidad consustancial al mundo rural que todo lo atrapa y todo lo explica. Al respecto, dichos autores recalcan que las zonas rurales (que involucran pequeños poblados) desarrollan complejos sistemas de visibilidad, discursividad y reconocimiento frente a sujetos considerados, en principio, abyectos.
En tal sentido, los sistemas de regulación de la identidad (Estrada et al. 2007) limitan culturalmente las opciones; actúan como rejillas que filtran, bloquean, dejan pasar y permiten la emergencia de ciertos comportamientos, discursos de identidad y prácticas que en principio nos pueden sonar extraños en relación con ciertos contextos. La vida de Mauricio y su convivencia con el Sardino a pocos pasos del comando de la policía tensionaban los mismos dispositivos de género y sexualidad del poblado. Al Mono Papitas no se le censuró la convivencia con Mauricio, sino el hecho de mantener una relación afectiva o de ayuda a un paramilitar, de rentarle un cuarto y exponerse al peligro. Nunca, durante el trabajo de campo, alguien se refirió a Mauricio, al Mono o al Sardino como hombres gais, sino con un toque; tal vez alguien llegó a señalar que eran personas "raras", que se comportaban de manera extraña.
Uno de los pobladores dijo, al referirse a la convivencia de Mauricio con otros hombres, que eran "buenos amigos" y que por eso vivían juntos. El recurso lingüístico utilizado se basa en una ficción de identidad que se ha empleado históricamente y que escapa, aparentemente, a cualquier ejercicio de regulación: la amistad. Bajo el marco de la amistad se han explicado diversos vínculos de variada intensidad y reciprocidad a lo largo de la historia. En las amistades entre hombres, como Luhmann (1985) y Foucault (1999) lo advierten, existió el problema de las prácticas homoeróticas "como una oscura hipoteca del concepto de amistad" (Núñez 2007). Tal vez por ello, usar la amistad para nombrar mejores amigos o amantes visibiliza, pero pone en tensión, el campo de la sexualidad, lo hipoteca.
Es muy difícil demarcar el límite en donde el amor-amistad entre hombres y el amor fraternal se vuelven amor homoerótico, y más cuando hay convivencia de esos buenos amigos. Quizás en Samaná saber si el Mono o el Sardino eran las parejas convivientes de Mauricio no representaba un problema en sí mismo, porque sus pobladores ya habían desarrollado recursos lingüísticos, producto de su intercambio cultural, que les permitían nombrar aquello: hombres con un toque de gay, buenos amigos, gente rara. Si tenían o no relaciones sexuales, tal vez eso carecía de importancia; sus prácticas no tenían ninguna implicación social, eran toques, no fijaciones entre hombres, los unos guerreros, otros "de familia" y otros bien masculinos. La preocupación eran la guerra misma y sus derroteros, la seguridad que había que desplegar, las formas de socializar y de abordar la vida cotidiana que los actores armados habían impuesto sobre el territorio, así esos actores fueran gente rara desde el punto de vista del género y las sexualidades (y sus construcciones derivadas: pareja y familia). Era una mezcla entre militarismo, homoerotismo y guerra que complejizaba cualquier tipo de interpretación del hecho y sus actores.
Enemigos y amantes guerreros: afectos y lutos en la guerra
La vida de Mauricio se veía cada vez más cercada. Se sabía, por muchas referencias, que la vida de los "paracos" duraba poco. Sus andanzas criminales, junto a su derroche de alcohol y fiesta, comenzaron a despertar sospechas. Un día, como a las nueve de la noche, iba con su sardino por la "zona de tolerancia"5 cuando de repente salieron dos hombres de una cantina y les pegaron varios tiros. Ambos, Mauricio y el joven, salieron corriendo. Alcanzaron a correr unas cuadras, pero Mauricio no aguantó y cayó; su cuerpo se desplomó, quién sabe si por coincidencia, por los lados del Divino Niño; quizá allí encontró cierta protección espiritual para su lecho de muerte. El joven siguió corriendo y pudo resguardarse en el comando. Se dice que esa misma noche los policías lo ayudaron a volarse del pueblo.
Al velorio de Mauricio fueron muy pocas personas. A pesar de haber sido un personaje querido y odiado por los habitantes, la ida a su funeral era un riesgo que pocos se atrevieron a tomar. Las muertes de la guerra, muchas veces, se confinaban a una asombrosa soledad. Los actos fúnebres de combatientes y de las propias víctimas también eran territorios de batalla. Si el uno iba al velorio del otro, se convertía inmediatamente en enemigo de los ejércitos en contienda. A veces, ni siquiera los propios familiares podían acompañar a sus muertos. El informe ¡Basta ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad (CNMH 2013) ha documentado que en muchas situaciones los actores armados impusieron una represión sobre las manifestaciones colectivas de solidaridad, así como la prohibición de actividades importantes para tramitar el dolor y el duelo. Es decir, el dilema que afrontaban los habitantes de Samaná no era propio de este territorio, sino que obedecía a los complejos procesos de regulación social sobre la vida y la muerte impuestos en las confrontaciones armadas. Entre los pocos asistentes al velorio hubo un hombre mayor que se llevó toda la atención: lo apodaban el Guerrillero y se decía que había tenido un rollo con Mauricio. Contra todo pronóstico, no le importó hacer una algarabía y llorar a grito herido por él. En medio de su dolor gritaba: "Malparidos hijueputas, me mataron a mi muchacho".
El luto, siguiendo a Judith Butler (2010), es justamente un escenario emblemático de las sociedades contemporáneas. Según la autora, a quién se guarda luto o a quién se "duela" hacen parte de una política de reconocimiento más amplia que, en últimas, se dirige a quién reconocemos como humano y a quién no. Los análisis sobre el duelo y el luto en el marco del conflicto armado en Colombia se han concentrado en dos perspectivas: la psicológica y la artística6; sin embargo, también se encuentran algunas reflexiones desde la antropología. Autores como Vergara-Figueroa (2018) y Cagüeñas (2021), en sus estudios sobre la comunidad de Bellavista-Bojayá en Chocó, han planteado la centralidad del duelo para el trámite de la violencia y la muerte, no solo de los sobrevivientes, sino igualmente para el alma de los muertos (Cagüeñas 2021); en contextos donde el duelo, por circunstancias de la violencia misma, pareciera imposible, emergen prácticas individuales y comunitarias, como el caso de las músicas y los alabaos (Vergara-Figueroa 2018). Por otra parte, autoras como Arenas (2015) en su estudio sobre altares consideran el luto como una práctica cultural con profundas aristas políticas que integra mecanismos para destacar lo acontecido, expresar la indignación y evitar su repetición, y lo ven como un proceso de resistencia íntima, familiar y comunitaria que demanda un reconocimiento de la pérdida.
Bajo varios sentidos, los combatientes son calificados como monstruos y como animales; por otra parte, aquellos considerados como maricas también reciben etiquetas que denigran su humanidad, como rótulos de enfermedad, locura y monstruosidad. Ambos, tanto combatientes como maricas, son desplazados por fuera de la humanidad y por tanto no merecen un luto, no merecen ser dolidos; todo lo contrario, muchas veces se escucha la frase "gracias a Dios lo mataron". Ciertamente, ir al funeral de Mauricio era engorroso, se conjugaban varios elementos: ser combatiente, tener u n toque de gay y ser sujeto de resentimientos y odios debido a su accionar armado; por ello, tal vez, hubo poca asistencia. El régimen de luto propio de la guerra y del dispositivo sexual lo desplazaba a los contornos del ultraje y el escarnio público; una razón de peso para no acompañarlo en su última morada.
Podríamos preguntarnos: ¿quiénes lloran a los maricas en la guerra? A veces pareciera que solo los mismos maricas, nadie más, como el caso del Guerrillero que lloró a Mauricio. Podríamos hacer las mismas preguntas y las mismas conjeturas frente a los excombatientes. Los informes del CNMH (2015, 2017, 2018, 2019) y de las organizaciones sociales (Caribe Afirmativo 2019, 2020, 2021a, 2021b, 2021c) han relatado que la misma población LGBT y -muy pocas veces- los familiares son quienes lloran a estas víctimas, quienes les guardan luto y emprenden procesos de justicia y dignificación de sus vidas. La homofobia por parte de familiares, de la comunidad, de los grupos armados -tanto legales como ilegales- y del Estado se articulan, justamente, con el luto, la sobrevivencia y la memoria de aquellas poblaciones. Nadie los lloraba, pocos han luchado por la dignificación de sus vidas, poco se sabe de sus historias. A los maricas, a los excombatientes, así como a otras poblaciones denostadas por su género y su sexualidad, como las trabajadoras sexuales (Gallego 2020), los y las lloraban muy pocos; quizá solamente quienes estaban sumidos en las mismas etiquetas y violencias contra sus cuerpos y sexualidades.
La historia de Mauricio y el Guerrillero, a simple vista, resulta paradójica, pues los dos eran contrincantes en la guerra. Sin embargo, los unía un afecto que superaba esas rivalidades y el hecho de que habían entretejido una serie de solidaridades. Eran contrarios en ejércitos, en ideales, pero los unía otra cosa: su sexualidad, el ser maricas en medio de la guerra. Sara Ahmed (2018), justamente, alude a las vinculaciones entre los abyectos -o los sujetos en condiciones de fragilidad- como estrategia para soportar los ataques contra sus vidas y contra sus cuerpos. Los vínculos entre aquellos y aquellas denigrados por condiciones de género, sexualidad, clase, nacionalidad, corporalidad, entre otros marcadores sociales, son alianzas que pretenden preservar la vida, son cuerpos en alianza (Butler 2017) que intentan sobrevivir en medio de contextos hostiles contra sus vidas. Como el caso del Guerrillero y Mauricio que, al parecer, en medio de la hostilidad de la guerra, tuvieron la oportunidad de encontrarse y, por lo menos, llorar y guardarle luto al otro.
Reflexiones finales
¿Cómo se contextualiza lo queer/cuir en un contexto de guerra? ¿Qué potencialidades, qué limitaciones o qué repercusiones tiene adoptar una perspectiva queer/ cuir frente a los conflictos armados? ¿Qué aportes, no solo políticos sino también epistemológicos y teóricos, puede brindar esa perspectiva a los análisis sobre las guerras o la construcción de paz?
La performatividad es, sin duda, una de las nociones fundamentales de la perspectiva queer/cuir y, justamente, puede ser una arista para articular las reflexiones sobre género, sexualidad, violencia, guerra y transicionalidad. Así como el género performa, la violencia y la transicionalidad también. Ambas son producto y productoras de realidades sociales; de sujetos, relaciones sociales, instituciones y cotidianidades. A partir de los planteamientos de Das (2006), hemos comprendido el carácter productivo y cotidiano de la violencia; de la mano de autores como Núñez y Espinoza (2016), hemos esclarecido cómo esos contextos violentos son producto y producen género y sexualidad; y con autores como Serrano (2018), hemos advertido ese mismo razonamiento en relación con los escenarios transicionales.
Frente a las transiciones políticas, en específico, podemos aventurar una reflexión: los elementos centrales de la teoría de la performatividad, siguiendo a Butler (2007), son el poder, la iteración, lo ilusorio y su carácter productivo, nociones bajo las cuales también podríamos analizar los contextos transicionales. El poder de los mecanismos transicionales, bien sean estatales, de organismos internacionales o de las propias comunidades, se condensa y se vuelve repetitivo por medio de discursos jurídicos, humanitarios y comunitarios, y produce realidades (organismos, comisiones, instituciones, proyectos de intervención), así como también crea actos ilusorios, en este caso, actos ilusorios de paz, desplegados en espectros de la esperanza y del porvenir (Castillejo 2015, 2017).
En este artículo profundizamos, entonces, en la performatividad de un comandante paramilitar; en cómo sus actuaciones, a la vez que imponían un orden, lo torcían. La historia de homoerotismo, emparejamientos, corresidencia y luto así lo demuestra. La socialización tradicional en la cultura militar conlleva la creación de una "camaradería" masculina que permite la construcción de vínculos estrechos en el grupo para mantener la cohesión y la lealtad, y que sirve como escudo de sexo/género que deviene falotópico (Parrini 2016). Tal escudo es altamente poroso y frágil; de ahí su obsesiva y brutal limpieza de todo aquello que aparezca como impuro o abyecto, que no tenga lugar y deba expiarse, desterrarse, en cuanto su presencia vulnera o hace frágil la masculinidad como proyecto. No obstante, el lado opuesto de una correcta masculinidad habita en sus fisuras, entre sus ranuras, la toca, como el homoerotismo. Sexualidades desviadas, periféricas, también son murmullo, rumor, poner en entredicho, cuestionar, hacer mención de hombres que no son tan hombres, que tienen un toque de gay, hombres en un "entre" permanente, en una liminalidad, como diría Parrini (2010).
Tal vez por eso, la expulsión o la muerte de aquello que también es masculinidad se desplaza en una paradoja que se cierne sobre la masculinidad militarizada; una paradoja de efecto espejo por la cual los hombres guerreros no se atreven a proyectar su imagen, en la medida en que lo proyectado, en parte, es aquello que consideran lo no apropiado, el vicio, la desviación, lo sucio, pero que persiste allí como una imagen. En la extirpación del indeseable, del otro del deseo que habita en mí, se manifiesta así mismo una paradoja adicional, pues se trata de querer eliminar la propia sombra, la que nos habita y nos es consustancial. Las historias de Mauricio, el Mono Papitas, el Sardino y el Guerrillero, escenificadas en un poblado andino de montaña permeado por la confrontación armada, pueden parecer extrañas o insólitas. Desde nuestra perspectiva, sus vidas constituyen la sombra y el espejo de las masculinidades militarizadas; sus tramas muestran que la guerra no siempre es de antemano heterosexual, parafraseando a Judith Butler (2004).
Los relatos sobre las prácticas homoeróticas de Mauricio, tratándose de un hombre de tropa de los paramilitares, grupo al cual se le reconoce la autoría de buena parte de la violencia sexual contra la población civil del país (CNMH 2017), y otros relatos en los que se comienza a hacer evidente la presencia de prácticas homosexuales dentro de las tropas armadas (Giraldo-Aguirre, en prensa) nos advierten que asumir una noción de masculinidad militarizada asociada a la heterosexualidad, apoyada en la perspectiva de virilidad militar ( Ahlbäck y Kivimäki 2008), puede llevarnos por el camino errado de creer que lo abyecto existe en lo otro y cerrar toda posibilidad analítica. En tal sentido, podría pensarse que el homoerotismo entre hombres guerreros se configura como una sombra, al amparo de la homosociabilidad propia de la tropa (Flood 2008). Tal vez por ello, parte de sus maniobras bélicas demandan acciones tendientes a zafarse de ella, y a expiarla mediante operaciones de limpieza social, desplazamiento y muerte de aquellos considerados poco hombres, afeminados, maricas, locas. Pero la expiación no es total; quedan rastros que se traducen en deseo, ansiedad, complicidad. En efecto, como algunos autores sugieren, las prácticas homosociales parecen estar llenas de homoerotismo (Flood 2008). La noción de sombra nos permite, así mismo, reconocer que masculinidad y sexualidad se integran de formas muy variadas en el sistema de la guerra (Duncanson 2009), y que el sistema clasificatorio que opone heterosexualidad a homosexualidad es solo una expresión nominal que no tiene el mismo sentido bajo las lógicas armadas (Giraldo-Aguirre y Gallego 2020), en las que tales categorías pueden carecer de sentido, estar fisuradas permanentemente o una ser la sombra de la otra.
Lo narrado acá constituye una falotopía marica que permite un desacople entre masculinidad militarizada y deseo homoerótico; que traslada este deseo, lo desplaza, tensa la masculinidad, la bordea. Reconocer que es falotópico es reconocer la forma en que el falo se acopla y desacopla de los cuerpos, incluso de las conciencias y de las memorias, sin dejar huella. Es marica, pues es liminal, se desplaza en un "entre" permanente: entre el control y la laxitud, entre el día y la noche, entre la excitación y la tortura. Entre el anticipar la heterosexualidad de la guerra y sus prácticas y reconocer el homoerotismo como su sombra, que le coexiste. Falotopías maricas, de hombres guerreros con un toque de gay.