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Revista Colombiana de Antropología

Print version ISSN 0486-6525On-line version ISSN 2539-472X

Rev. colomb. antropol. vol.60 no.3 Bogotá Sep./Dec. 2024  Epub Sep 01, 2024

https://doi.org/10.22380/2539472x.2684 

Artículo

Parranda a dos tiempos. La muerte lenta del matachín de Capitanejo

Two-time Parranda. The Slow Death of the Matachín of Capitanejo

Parranda a dois tempos. A morte lenta do matachín de Capitanejo

María Pierina Lucco Garcíaa 
http://orcid.org/0009-0001-7295-6015

aUniversidad de Santander, Bucaramanga, Colombia. Grupo de Investigación Guane. mar.lucco@mail.udes.edu.co. https://orcid.org/0009-0001-7295-6015


Resumen

Este artículo analiza cómo la parranda de matachines en Capitanejo, Santander, es transformada a partir de la incursión guerrillera y paramilitar de la década de 1990 e inicios de los años 2000. Se propone que actualmente se encuentra un simulacro de la fiesta verdadera. Esta investigación ha sido elaborada mediante observación participante y entrevistas semiestructuradas, a partir del trabajo de campo prolongado realizado en diciembre del 2014 y la participación ininterrumpida en las parrandas de matachines de Capitanejo durante los últimos once años. Concluyo que estas celebraciones se encuentran en un momento de crisis en el que pueden tomar dos rumbos contrapuestos: fundirse en semejanza con una fiesta de disfraces genérica, con lo cual perderían su sentido y por lo tanto correrían el riesgo de desaparecer, o recuperar su vocación de mundo al revés rompiendo la dependencia institucional. Este análisis aporta a los estudios de fiestas y carnavales de Colombia comprendiendo su profundidad en las dinámicas sociales del presente.

Palabras clave: matachines; parranda; institucionalización; conflicto armado; carnaval

Abstract

This article analyzes how the parranda of matachines in Capitanejo, Santander, is transformed after the paramilitary incursion at the beginning of 2000, finding a simulation of the real party. This research has been carried out through participant observation and semi-structured interviews, from the prolonged field work carried out in December 2014 and the uninterrupted participation in the parranda of matachines of Capitanejo during the last eleven years. I conclude that the parranda of matachines are in a moment of crisis in which they can take two opposite directions: merge into a generic costume party, losing their meaning and therefore assuming the risk of disappearing, or recovering their vocation as world upside down, breaking institutional dependency. This analysis contributes to the studies of festivals and carnivals in Colombia, understanding their depth in the social dynamics of the present.

Keywords: matachines; parranda; institutionalization; armed conflict; carnival

Resumo

Este artigo analisa como a parranda (farra) de matachines em Capitanejo, Santander, foi transformada pela incursão guerrilheira e paramilitar da década de 1990 e começos dos anos 2000. Propõe-se que existe atualmente um simulacro da festa verdadeira. Esta pesquisa foi feita por meio de observação participante e entrevistas semiestruturadas, a partir do prolongado trabalho de campo realizado em dezembro de 2014 e da participação ininterrupta nas parrandas de matachines de Capitanejo durante os últimos onze anos. Concluo que estas parrandas se encontram num momento de crise em que podem tomar dois rumos opostos: fundir-se numa festa de fantasia genérica, perdendo o sentido e, portanto, assumindo o risco de desaparecer, ou recuperar a sua vocação de mundo posto de cabeça pra baixo, quebrando a dependência institucional. Esta análise contribui para os estudos das festas e carnavais na Colômbia compreendendo sua profundidade na dinâmica social do presente.

Palavras-chave: matachines; festa; institucionalização; conflito armado; carnaval

Introducción

Los matachines, personajes enmascarados que juegan a golpear a las personas con una vejiga de res inflada y seca, se encuentran en varios países de Latinoamérica y en diferentes regiones de Colombia. En algunas, como por ejemplo Boyacá, son conocidos como diablos. En Santander, región perteneciente al nororiente colombiano, la parranda de matachines es parte fundamental de las fiestas decembrinas, particularmente para algunos municipios de la provincia de García Rovira y, en especial, para Capitanejo, un pueblo que habita en lo profundo del cañón del Chicamocha y en el que estas fiestas se viven entre el olor de las vejigas secas, la brisa del río, las verbenas y los matachines, mientras los murciélagos revolotean entre la gran ceiba del parque principal.

En Capitanejo, la parranda de matachines se encuentra dividida en dos tiempos. La fiesta actual se presenta como un simulacro de la verdadera, que fue primero anulada y después reformulada por la llegada de la violencia guerrillera y paramilitar al municipio en los años 1990. Las dos parrandas guardan múltiples y profundas diferencias, directamente relacionadas con lo que significaron el matachín y la parranda antes de la violencia y lo que representan hoy. Cuáles son estas diferencias y qué implican son las preguntas de este artículo.

Sin duda, la diferencia estructural tiene que ver con la relación de la parranda con el poder: antes, era una fiesta campesina que, organizada por las veredas, bajaba al pueblo a lucir la bonanza del campo; ahora es una celebración organizada por la Administración municipal, lo que pone en tensión el componente político, de sátira, de crítica y de estatus, que parece estarse desvaneciendo: la parranda de los matachines, a simple vista, ha perdido su vocación de mundo al revés, potencia y sentido de los carnavales (Bajtín [1987] 1989). Sin embargo, este vínculo de la parranda institucionalizada con el poder resulta sumamente complejo, pues se encuentra latente en los silencios de la fiesta misma.

Las diferencias entre los dos tiempos de la parranda fueron reconocidas a partir de entrevistas semiestructuradas realizadas en el año 2014 con personas mayores del municipio, varias de ellas con más de ochenta años en ese momento y que ahora han fallecido. Los recuerdos compartidos por los abuelos y abuelas fueron contrastados con la observación participante llevada a cabo en las once parrandas de ese mismo año y permanentemente analizados sobre la base de mi participación ininterrumpida en ellas.

Este escrito es un viaje a través de los recuerdos de los abuelos y abuelas que conversaron conmigo sobre matachines, y de mis propias percepciones de los cambios de las parrandas en los últimos años. Así las cosas, empezamos con las sensaciones de ser matachín o toreador; luego, en el segundo apartado, nos ocupamos de qué es una parranda y qué es un matachín hoy en día, y esto es seguido por los recuerdos de los mayores sobre la parranda de antes, en torno a los cuales gira el tercer apartado. Posteriormente, nos adentraremos brevemente en la historia del conflicto armado reciente de Capitanejo, para aventurar finalmente unas conclusiones en el último apartado.

Sensaciones

Los pasos se tornan cada vez más difíciles. Ha sido una larga cuadra a toda velocidad coordinando de manera insospechada las piernas entre huecos, personas y motos estacionadas. El corazón se hace sentir en el pecho, casi en la garganta; las pestañas luchan por no dejar pasar el sudor de la frente. A pesar de la velocidad, no se mueve ni uno de los pelos apelmazados entre agua y maicena. La mente solo está puesta en una cosa: evitar ser alcanzado por el golpe de la vejiga del matachín.

Tras una que otra pirueta, y seguramente del acto cobarde de adentrarse en algún local o casa buscando la protección de la propiedad privada, se está a salvo. Luego de unos instantes, al asomarse, se ve a los matachines caminando despacio de regreso al parque, llevando la vejiga arrastrada por el suelo, casi como una alegoría de la derrota.

Es distinto cuando logran dar el vejigazo: regresan al parque rápido, entre risas, llevados por el vértigo del golpe, del movimiento circular del brazo y del olor de la vejiga. Del otro lado queda primero el olor, y luego un rojo contundente que se irá volviendo morado con el paso de los días y será perfecto para lucir en las verbenas de fin de año. Un putazo, risas, una cerveza y de vuelta al ruedo, al parque a torear matachines.

Así se vive durante unas horas en la parranda de matachines en Capitanejo, Santander, sobrepuesta a las fechas de las novenas, del 16 al 24 de diciembre, y durante la última tarde del año, el 31 de diciembre. Cuentan los hijos que sus padres también fueron matachines, y cuentan los padres que los abuelos también lo fueron. Sin embargo, dicen los abuelos que la parranda de matachines era diferente en sus tiempos. Quiero sugerir que nos encontramos una parranda a dos tiempos.

Ser matachín

Los matachines son unos personajes enmascarados, que dan vida en este plano terrenal a las brujas, los diablos, las josas, los indios Pielroja1. Ser matachín implica la necesidad de un atuendo: un traje, casi siempre de satín, de confección local; una máscara hecha con papel y engrudo, elaborada también localmente, y una vejiga de res inflada y seca atada a una pita. Las vacas, propietarias originales de las vejigas, son de origen variado, pues las vejigas son llevadas directamente desde el matadero de Bogotá. La vejiga debe ser inflada, cosa que es una tarea difícil, pues se corre el riesgo de que el aire se devuelva, en cuyo caso se terminaría aspirando aire de vejiga: una experiencia y un sabor inolvidables por su cercanía atmosférica a la muerte, a lo podrido; es aspirar el vaho de lo descompuesto y llevarlo por dentro. Para esta tarea se suele utilizar una especie de pitillo, que puede ser el palo de cualquier colombina y, dado que la mayoría le huye porque el olor dura varios días, a pesar del agua y el jabón, suele ser realizada por alguna persona experta, como Tirofijo (figura 1).

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 1 Tirofijo inflando vejigas, 2014 

Una vez inflada, la vejiga debe ponerse al sol para secarse (figura 2). El nivel de secado depende del gusto del matachín y del tipo de daño que se quiera priorizar: entre más seca, más duro pega, pero entre más húmeda, más feo queda oliendo el oponente. Las vejigas secas, además, corren el riesgo de reventarse más fácilmente. Pueden diferenciarse si se las observa con atención, pues, por ejemplo, las vejigas húmedas son más rosadas y con frecuencia tienen moscas encima. En cualquier caso, no suelen sobrevivir un día de parranda; si lo hacen, son puestas en remojo para ablandarlas en un balde de aspecto y olor que condensa la experiencia olfativa y sensorial de la fiesta, cierta atmósfera de “pichera” que la constituye. Es necesario ablandarlas para volver a inflarlas y secarlas, pues se desinflan de un día para otro. También, a gusto del matachín, pueden meterse una dentro de otra -hay vejigas “de a tres” o “de a cinco”-; entre más vejigas haya, más duro será el golpe.

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 2 Vejigas al sol, 2014 

Actualmente, en Capitanejo solo existe un artesano de máscaras: Nelson Archila, popularmente conocido como Drácula. Es él quien les da vida a los diablos en un juego entre mundos. Elabora los moldes en la arcilla que puede ser recolectada a orillas del río Chicamocha. Sobre los moldes se “empapela”, una tarea de paciencia que los dedos de Drácula, acostumbrados al cultivo de tabaco, no conocen, y que por lo tanto suele ser realizada por su hermana Ana Milena Archila. La primera capa debe ser con papel “de azúcar” porque hace sudar menos y porque es menos “brusco” al contacto con la piel. Una vez seca, Drácula le da vida con los más variados colores y accesorios, añade el penacho en el caso de los Pielroja, el gorro en las brujas y los cachos de chivo en los diablos (figur as 3 - 7).

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 3 Diablo y pequeño Pielroja, 2011 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 4 Diablos, 2012 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 5 Diablos, 2014 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 6 Bruja, 2022 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 7 Bruja, 2014 

Capitanejo es el único lugar en el mundo donde existe el matachín Pielroja. Por su vocación tabacalera, la Compañía Colombiana de Tabaco abrió una sede en la década de 1920 para incentivar la siembra de tabaco negro. Como la mayoría de los empleados era de “Capi” o de pueblos cercanos, decidieron unirse a la parranda de fin de año con una comparsa única en su tipo, que hacía alusión al producto estrella de “la Colombiana”: el cigarrillo Pielroja. No se sabe exactamente cuándo ocurrió, pero los Pielroja hacen parte del recuerdo de las infancias de la década de 1950. Se convirtieron en un ícono de Capitanejo que entrelaza de una manera casi mágica la bonanza tabacalera -que marcó la historia de la autonominada capital tabacalera de Colombia- y el matachín. Hoy en día, la mayoría de los matachines son Pielroja. Para satisfacer los gustos de color de los dos partidos políticos tradicionales de Colombia, existen también los Pielroja azules, para que los conservadores se pudieran disfrazar sin el escozor del color rojo propio del Partido Liberal. Hoy existen también Pielroja dorados, amarillos, blancos y verdes, lo que ofrece una amplia variedad para escoger (figuras 8 - 10).

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 8 Pequeño Pielroja, 2014 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 9 Pielroja, 2021 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 10 Pielroja verde con penacho hacia atrás, 2022 

El Pielroja es acompañado por brujas, diablos, animales y josas (figu ras 11 - 15). Las josas, también conocidas como “josas chirosas”, son unas osas enormes, la mayoría de las veces de color blanco, con un gran atuendo de pequeños flecos que anteriormente se hacía con musgo2. Llevan por garras tallos de caña brava que hacen chocar entre ellas para asustar a la gente. La josa va amarrada por un cazador; entre los dos se encargan de agarrar y enredar con el lazo a algún toreador, esperando que llegue un matachín a golpearlo (figuras 16 y 17).

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 11 Indios Pielroja y animales, 2018 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 12 Matachín gato, 2014 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 13 Matachín tradicional, 2014 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 14 Matachín cerdo, 2017 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 15 Matachines animales, 2017 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 16 Josa y cazador, 2021 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 17 Josa chocando sus garras, 2014 

La fiesta en torno al matachín: la parranda

El matachín hace parte de un ritual y de un fenómeno más amplio denominado la parranda. Sin duda, los matachines son la base de la parranda, conocida también como parranda de matachines. Sin embargo, son los otros elementos los que le dan sentido a la fiesta. Esta se compone de dos momentos claros: el desfile y la correteada o toreada. Cada día, un barrio de Capitanejo organiza la parranda, por lo que el desfile sale de lugares diferentes, de acuerdo con el barrio organizador; los quintos (voladores) lanzados al aire anuncian el comienzo. El desfile es encabezado por la banda de música del municipio, seguida por las personas disfrazadas (figuras 18 - 20). Hay disfraces de todo tipo -Mario Bros, Minnie, V de Venganza-, la mayoría traídos de San Andresito (centro de comercio en Bogotá) y hechos en China. La espectacularidad de estos disfraces y la facilidad para acceder a ellos hacen que cada vez sean menos los de matachín; cada vez es menos fácil diferenciar la parranda de matachines de Capitanejo de un día de Halloween en cualquier lugar del mundo.

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 18 Desfile, 2014 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 19 Desfile, 2014 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 20 Desfile, 2014 

El desfile recorre las principales calles del pueblo hasta llegar al parque. En las casetas se amontonan los matachines a pedir su refrigerio, refresco de cerveza Águila o Poker y jugo Hit para los niños. Todos desenmascarados toman un respiro luego del desfile, pues bajo la máscara la respiración se reduce y el intenso calor de lo que pareciera ser una olla a orillas del Chicamocha semeja la bienvenida al infierno. Y sí: en efecto, se está rodeado de diablos.

Luego de un breve descanso, inicia la correteada. Los más entusiastas vuelven a bajar las máscaras de la cabeza a la cara y empiezan a buscar a los toreadores que suelen asomarse por las esquinas del parque, aunque, a diferencia de otros momentos, en los últimos años la correteada se realiza en el parque mismo, en el que se hace una especie de círculo de matachines al que entra el toreador en un acto de auténtico masoquismo (figura 21). Los matachines con trajes más grandes se quedan sentados a la sombra de los árboles para seguir hidratándose. En algunas ocasiones el barrio organizador realiza una especie de show en la tarima del parque; estas presentaciones suelen ser las parrandas más recordadas y por lo tanto las más exitosas. El éxito consiste en divertir a la gente y hacer que se ría para que diga que la parranda estuvo buena.

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 21 Correteada en el parque principal, 2014 

A las seis de la tarde, tal vez por las altas montañas que rodean a Capitanejo, suele estar bastante oscuro. Algún miembro de la alcaldía se sube a la tarima y a través del micrófono pide el favor de devolver los trajes. Empiezan a sonar las campanas de la iglesia y en el piso comienzan a acumularse máscaras de Pielroja, animales, brujas y diablos que serán prestadas a la parranda del día siguiente (figura 22). Cuando empiezan los cantos de la misa, la fiesta está totalmente concluida, a excepción de algunos niños pequeños que siguen jugando a perseguirse y pegarse y que, por unos momentos, juntan los tiempos de los diablos y de Dios.

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 22 Caretas en el suelo del parque, 2017 

La correteada o toreada del matachín resuelve tensiones sociales de una forma controlada; es una agresión que cobra sentido en tiempos de paz. El carácter de la fiesta ha dado pie a esto; se trata de un juego que asume toda la carga emocional represada en los jóvenes por un entorno nutrido de expresiones de violencia política de los actores armados que se han asentado en el territorio en distintos momentos de la historia reciente, pero también de las rencillas labradas en el tiempo entre grupos diferentes. La fiesta exorciza y simultáneamente pone en evidencia esta situación. La acción dura escasas horas, pero contiene la fuerza de la liberación y sirve como válvula de escape. Acto seguido, las personas del pueblo vuelven a sus rituales que, como en un guion, siguen el ritmo de la celebración entre misas, bailes y verbenas que convocan a todos por igual. Los mismos que se enfrentaron, luego bailan y ríen en medio de la fiesta que cierra con el jolgorio, el encuentro y la alegría.

Las parrandas de antes

Decía Rosalbina Bermúdez, unos años antes de morir luego de un tiempo de agonía y ahogos por haber respirado el humo de los hornos de tabaco:

Antes se bailaba mucho. Cada grupo bajaba tocando tiple, echando pólvora, con tamboras… Era bonito. Ahora es aburrido, ahora no se parece en nada. No envidio nada de lo que hay, porque es gente como muerta que no hacen nada alegre ni nada, no me pesa no bajar po’allá a mirar. Dios gracias que disfruté de mi juventud, tuve un libertinaje sano, divertí a la gente, hice algo. Ahora la fiesta es de hambre. (Comunicación personal, diciembre de 2014)

Doña Rosalbina recordaba así las parrandas, sentada en una silla tejida con plásticos de colores, a la sombra de un gran mamón, rodeada de cachorros y gatos pequeños. Era un referente de los matachines de Capitanejo. Fue famosa por organizar muy buenas parrandas, montar a caballo con revólver en cinto, apostar millones en los partidos de microfútbol y por haber sido una de las grandes comerciantes de melón. Hacia el final de la vida, la lotería del trabajo en el campo no había caído a su favor (figura 23).

Fuente: fotografía tomada por Alejandro Murillo.

Figura 23 Con doña Rosalbina en su finca en la vereda El Datal, 2020. Gratitud por siempre 

Doña Rosalbina era la organizadora de la parranda de la vereda El Datal, que a veces se unía con la vecina de La Loma. Estas dos son las únicas que siguen sacando parrandas de manera permanente (figura 24). El papel de las veredas en la organización de la fiesta es uno de los puntos de quiebre. “Hace unos días” la organización estaba enteramente en sus manos; era una especie de exhibición de la riqueza del campo en el centro urbano. Se creaba una competencia por demostrar cuál vereda tenía las mejores tierras, en cuál había más riqueza. Se trataba de una especie de potlatch (Mauss [1925] 1976) en el que el prestigio no era otorgado por la destrucción, sino por la exhibición y por el hecho de compartir la cosecha. Cada vereda organizaba su grupo de música, sus disfraces y matachines, y bajaba a lucirse al pueblo. Dice doña Limbania Corredor:

Se venían a ver qué vereda era más lujosa. Entonces nosotros en el almacén vendíamos cintas para los sombreros, eran llenos de cintas, para bailar la trenza. Había días en los que no había nada, porque eran veredas más pobres, que no tenían plata; claro, tocaba comprar chocatos nuevos, cintas, la ropa. Pero la mayoría de días había, y ellos mismos tocaban, traían su flautica de caña y su tiple. (Comunicación personal, diciembre de 2014)

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 24 Gavilla de matachines bajando de la vereda El Datal, 2014 

Actualmente son los barrios los que organizan las parrandas. En el marco del fenómeno del abandono del campo por parte de los jóvenes en Colombia (Rodríguez Pinzón 2021), los campesinos parecen ser cada vez menos y son pocos los que bajan a la parranda. Como dice doña Rosalbina:

La mayoría se murieron, otros se van a estudiar, sacan una buena profesión, qué se van a estar en este pueblo, eso es lo que pasa. Ya po’aquí no habemos más sino viejos, aquí ya no hay nadie que sirva, unos son tuertos y otros son mancos, no vamos quedando más sino los que nos dejan cuidando el rancho. (Comunicación personal, diciembre de 2014)

Esta competencia veredal fue heredada por los barrios, que se esfuerzan por superar la parranda del día anterior. Cada uno busca sacar la mayor cantidad de personas disfrazadas, con estrategias entre las que está evitar la entrega de los disfraces prestados por la alcaldía para que el barrio del día siguiente no tenga con qué disfrazarse. La competencia comprende también el día de la parranda, pues entre más se acerque el 24 de diciembre, más personas habrán llegado al pueblo, por lo que todos los barrios se pelean las parrandas del 21 en adelante para tener un público numeroso ante el cual lucirse. La Secretaría de Cultura es la encargada de definir el orden. Usualmente se inicia con la parranda de La Loma y El Datal, porque sacan unas cincuenta personas disfrazadas y dejan planteado el reto para los días siguientes.

Que la parranda de matachines ya no sea organizada en el campo transforma su significado y representación. Los Pielroja dominan el paisaje (figura 25), y desaparecen casi por completo los gatos, perros, cerdos y otros animales que representaban un vínculo con la ruralidad. La parranda urbana se hace de espaldas al campo capitanejano, en el que la gente que queda está por fuera de las dinámicas comerciales de este plano: al acabarse el cultivo de tabaco por el cierre de Coltabaco en el 2019, y no hacer parte de la fiesta que interactúa con otros mundos, los habitantes rurales viven una especie de doble ausencia. La parranda de matachines organizada por el centro urbano pierde así potencia porque no dialoga con todas las dimensiones de un municipio con vocación agrícola. Ya no representa la fiesta del campo en lo urbano, ya no significa la hermandad o el desafío entre los campesinos y los comerciantes. Ahora representa y significa otra cosa. ¿Qué sentido tiene ahora ser un matachín?

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 25 Desfile dominado por indios Pielroja, 2020 

Las palabras de doña Rosalbina resumen el sentir general con respecto a los dos tiempos de la parranda: lo que se vive actualmente no es una parranda; sin música y sin baile, no hay parranda que exista.

La música de antes era la música campesina, la música de cuerdas. Las veredas bajaban con su parranda, tocando tiple, tamboras y guitarras. Esta música era fundamental en cuanto permitía el intercambio entre los matachines y el público, tanto durante el desfile como en el parque. La gente salía no solo a ver la parranda, sino a hacer parte de ella. Por el contrario, ahora “todos se amontan y no hacen nada”.

El baile y su ausencia hablan de otro elemento que ha desaparecido: las madamas. Estos personajes hacían parte del complejo de la parranda, constituida entonces por músicos, matachines y madamas. Hoy en día se encuentran los músicos de la banda, los matachines y los demás disfraces, como si las madamas hubieran sido reemplazadas por los disfraces tipo Halloween, pero su papel hubiera quedado ausente.

Madamas eran unas personas, hombres y mujeres, que se vestían con su falda y unos sombreros de jipa, y en frente les ponían un espejo; eran llenos de meras flores, de cintas de papel. Iban al parque y bailaban con las josas. Les gustaba vestir la trenza […]. Ahora es que se acabó y eso tan bonito que era. (Miguel Cótamo, comunicación personal, diciembre de 2014)

Las madamas eran una especie de portal que unía los dos mundos y permitía a los espectadores comunes entrar a la parranda. Sin ese portal, esta última parece existir hoy por la inercia del tiempo, como en una burbuja que la gente sale a mirar pasar, con la que no se relaciona y que por lo tanto no representa más que un objeto de contemplación.

Eduardo Caballero Calderón, quien se dedicó a describir el mundo a partir de su natal Tipacoque, municipio vecino de Capitanejo, decía:

Cada una de las danzas llevaba como guardia de policía una partida de diez o quince matachines con máscaras monstruosas y vestidos que los asimilaban a fieras y que eran a todas horas y donde quiera la pesadilla de los muchachos. (Caballero [1950] 2010, 256)

Los matachines eran la guardia de la danza: sin esta, ellos no eran necesarios y, sin ellos, la danza quedaba desprotegida, incompleta. Danza y matachines iban al unísono con la parranda.

La desaparición de la danza como elemento unificador de la interacción entre los matachines y el público puede ser la clave de la crisis actual de la parranda en Capitanejo, teniendo en cuenta que en otros lugares del mundo el matachín es personaje, pero también es un baile, conocido justamente como el baile del matachín, estudiado ampliamente en México (Acuña Delgado 2008; Bonfiglioni y Jáuregui 1996; Casas Mendoza 2019; Ricard 1932a y 1932b, entre otros).

Aunque los matachines de Capitanejo, de Colombia, de México y de otros lugares de Latinoamérica comparten su origen europeo, que se remonta con seguridad a la commedia dell’arte italiana y, según algunos autores, incluso a los espectáculos cómicos de la Roma imperial (Lara Huete 2019), cada manifestación responde a su propio contexto histórico y social de producción y reproducción, lo que las hace diversas e imposibles de homogeneizar (Casas Mendoza 2019). Sin embargo, es fundamental pensar en la existencia de los matachines como un baile en tierras mexicanas, en Monterrey, en el altiplano potosino, en la comunidad indígena rarámuri de la Sierra Tarahumara (Acuña Delgado 2005) e incluso en el estado de Texas, transportado y fortalecido por la comunidad mexicana migrante como una forma de darle sentido al nuevo territorio (Casas Mendoza 2019). Para los rarámuris, el baile es la forma de pedirle perdón a Onorúame; es obligación como seres humanos bailar para este dios (Acuña Delgado 2005). Al igual que en la Tarahumara, los bailes de matachines del norte de México tienen una profunda connotación religiosa: el baile es una especie de ofrenda a una divinidad, y está acompañado por una misa y una procesión.

Por el contrario, los matachines de Capitanejo no tienen el componente sagrado, pues pertenecen a la esfera terrenal, in-munda, y más bien asumen un carácter profano, antitético al de sus compañeros del norte del continente. En este caso, los matachines se distancian al no ser un baile y, sobre todo, al no ser un baile ofrecido a un dios.

El baile es, entonces, un elemento fundamental para los matachines de diferentes lugares del continente: es la posibilidad de comunicarse con un dios, para el caso de los matachines del norte de México, y era la posibilidad, ahora desaparecida, de comunicarse e interactuar con los espectadores a través de las madamas, en el caso capitanejano.

Las madamas eran también una figura que encarnaba lo femenino, representado generalmente por hombres disfrazados de mujer. Se trataba de una subversión de lo normalizado, puesto que en medio de la fiesta se legitimaban estas acciones que en el diario vivir eran imposibles de representar. Lo femenino de las madamas salía a la escena pública, en su mayor parte, personificado por hombres que bailaban con otros hombres, estos sí caracterizados con su traje masculino de campesino enfiestado. Los disfraces de matachín casi nunca eran lucidos por mujeres; aunque no era una norma, se trataba casi de un acuerdo implícito: los hombres hacían la fiesta de los matachines. La presencia de las mujeres era muy evidente y asumida con toda propiedad en relación con los demás disfraces del desfile y en el baile de las parejas que salían con los músicos, los unos y los otros completamente ataviados y caracterizados para la fiesta y la danza.

Actualmente, la presencia de las mujeres sigue siendo mayor durante el desfile y prácticamente inexistente durante la correteada. Lucen trajes variados y, cada vez más, trajes tipo carnaval de Río de Janeiro (figura 26), por lo que son muy pocos los matachines mujeres. La inversión del orden establecido por hombres vestidos de mujeres y, en algunas ocasiones, por mujeres vestidas de hombres sigue haciendo parte de la construcción de otro mundo que emerge todos los días de la fiesta (figura 27).

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 26 Traje tipo garota del carnaval de Río de Janeiro, 2019 

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 27 Hombres con trajes femeninos, 2015 

La inversión explícita en el travestismo podría estar relacionada con un componente de fertilidad de una fiesta sacrificial. En efecto, la parranda de matachines tiene los aspectos fundamentales de una celebración de este tipo: embriaguez y sangre. El alcohol consumido en grandes cantidades lleva a una especie de trance que se acentúa con un baile en espiral como el torbellino. Adicionalmente, el consumo de bebidas alcohólicas suele ser una parte fundamental de las competencias ritualizadas, en las que se establece el privilegio del líder y sus alianzas (Citro 2006), como en el caso de las parrandas. La sangre, presente en las vejigas y en las heridas, es destinada a fertilizar la tierra. Esta fertilidad es destacada a través de los elementos de travestismo que aparecen en todas las parrandas, en las vejigas y narices de las máscaras como símbolos fálicos, y en el curioso coqueteo de los chicos disfrazados de matachín que golpean principalmente a las muchachas de su misma edad, como si “untarlas” de vejiga fuera una especie de magia contaminante (Frazer [1890] 1944) que permitiría otro tipo de conversaciones una vez quitado el disfraz.

La relación del matachín con su disfraz, en específico con la máscara o careta, permite ver el cambio de sentido de lo que implica ser un matachín. Los de antes conservaban con absoluta rigurosidad su anonimato, no solo llevando la careta bien puesta, sino incluso disfrazándose en casas distintas de las suyas para evitar salir de su propia puerta. La ofensa más grande para un matachín era que le gritaran “¡Matachín conocido!”, pues perdía el poder del anonimato e inmediatamente dejaba de ser un matachín completo. Como recuerda Chejo, perteneciente a la familia Blanco, reconocida por sacar buenos disfraces y comparsas:

Anteriormente, eso a las ocho o nueve de la noche estaban por ahí molestando con los disfraces, e incluso algunos se iban a las cantinas y amanecían, con la máscara siempre. Eso antiguamente usted no quería que supieran quién era el matachín, y eso era un misterio completo; pa tomarse uno una cerveza, eso era por allá en un rincón. (Comunicación personal, diciembre de 2014)

El abandono del anonimato parece tener un origen político. En tiempos de la violencia bipartidista (de la cual Capitanejo fue un cruento escenario), el anonimato del matachín era aprovechado para saldar rencillas políticas y era frecuente que las parrandas dejaran como consecuencia un par de apuñalados. Actualmente, la cara descubierta parece ser una promesa tácita de no agresión -más allá de los golpes de la vejiga-. Ahora la careta se conserva durante la mayoría del tiempo del desfile, aunque el calor infernal que se respira debajo obliga a muchos matachines a ponérsela sobre la cabeza, como si se tratara de una cachucha (figura 28). Una vez llegados al parque, la mayoría se quitan la máscara por completo.

El matachín sin careta envuelve una contradicción porque a la vez es y no es un personaje, con lo cual da paso a la ausencia de una representación real. No se asume con la entereza que esta última requiere y eso le quita el carácter dramático que reclama un matachín que no termina por encarnarse. El rostro descubierto de la persona y la máscara puesta sobre la cabeza evitan que la gente reconozca a un personaje, y delatan la falta de intención del mismo actor; se anula, de esta forma, la posibilidad de múltiples subjetividades del matachín y su análisis como un otro dentro del yo (Amoras 2021). Nuevamente, el sentido, no solo del matachín, sino de la parranda misma, parece haberse transformado.

El abandono del anonimato como una promesa de no agresión puede estar relacionado con quiénes son los matachines. Antes, solían ser hombres adultos retados por “toreadores”, que eran hombres jóvenes. No dejarse pegar, descubrir la identidad del matachín, raparle la vejiga o, peor aún, lanzarlo a la pila del parque eran parte de una lucha generacional que se hacía evidente en las parrandas. Hoy en día la mayoría de los matachines son hombres jóvenes y niños que corretean y son retados por otros hombres jóvenes, lo que rompe con esa dinámica generacional y excluye de la fiesta a los adultos.

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 28 Careta puesta al estilo cachucha, 2023 

Las palabras mencionadas por Chejo ponen en tensión otro elemento de la parranda a dos tiempos: la duración. Chejo habla de matachines con sus caretas puestas hasta las ocho o nueve de la noche, e incluso de que amanecían sin haber perdido su anonimato. La parranda podía durar un día completo y traslaparse con la del día siguiente; el tiempo de fiesta era permanente. Hoy, en cambio, está tajantemente dividido entre lo profano y lo sagrado: a las seis de la tarde, el tercer toque de las campanas anuncia que el tiempo de Dios ha llegado y ha terminado el de los diablos, las brujas, los Pielroja, las josas y los animales. Dios y el mundo grotesco no pueden existir al mismo tiempo.

El conflicto

La mañana del sábado 31 de agosto de 1996 un niño recogía con rapidez diamantes que había encontrado regados por el suelo. Guardó lo que pudo doblando su camiseta a modo de un bolsillo gigante y se devolvió a la casa para anunciarle a la mamá que ahora eran ricos. Berta, la mamá, le explicó con dulzura que las pequeñas figuras brillantes no eran diamantes, sino trozos de los gruesos vidrios de la Caja Agraria, que había sido dinamitada la madrugada anterior para robarse la plata. Gabriel, el niño, había tenido la suerte de no despertarse con el combate; no pudieron las bombas, los fusiles y el helicóptero contra la pesadez del sueño de quien no debe nada.

La plata de la Caja Agraria se quemó por la explosión, una estrategia poco convencional para robar con éxito un banco. Quedaron también destruidas la alcaldía, el cuartel de policía y el Banco Popular Cooperativo luego de la toma organizada, como una suerte de alianza para distribuirse el territorio, por el frente Efraín Pabón del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el frente 46 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP). La toma de Capitanejo se inscribe dentro de las nuevas estrategias decididas durante la Octava Conferencia de las FARC-EP (1993) y el II Congreso del ELN (1990), en los que se ratificó la decisión de crear “corredores estratégicos” que comunicaran al Magdalena Medio con el frente oriental, pues la parte alta de Santander es un lugar de paso obligado en la conexión con Arauca (Comisión de la Verdad 2022).

Un par de años después, la guerrilla fue desplazada por los paramilitares del frente Patriotas de Málaga, una facción del Bloque Central Bolívar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) creada para operar en toda la provincia de García Rovira, a la cual pertenece Capitanejo. Los paramilitares instauraron un régimen de terror en el pueblo ajusticiando cada fin de semana a supuestos colaboradores de la guerrilla. En el municipio de Málaga, capital de la provincia, todos los días había un muerto (“Reparación colectiva” 2014). La cantidad de muertes y desplazamientos se reflejan en que hoy en día Málaga es sujeto de reparación colectiva.

Esta es la causa de los dos tiempos de la parranda de matachines de Capitanejo. Como en la mayor parte del territorio nacional, la violencia fragmentó el tejido social (Segura Escobar 2002), lo que dejó visibles consecuencias en la forma de relacionarse y, por supuesto, de divertirse. Al igual que en otros campos colombianos, obligó a los campesinos a desplazarse; solamente en Málaga hubo más de trescientos desplazados durante el 2000 y el 2001 (“Reparación colectiva” 2014). Como relatan los testimonios de Málaga, “hay veredas donde vivían treinta familias y ahora usted no encuentra más que seis. La gente no ha querido volver”. “Es difícil ver que todavía hay muchas veredas vacías. La gente no ha retornado y los daños son incalculables. Las familias quedaron incompletas y divididas” (“Reparación colectiva” 2014).

Este desplazamiento se relaciona con lo que decía doña Rosalbina: los ranchos van quedando vacíos, al cuidado de los más viejos, que probablemente nunca se fueron. Ya no hay gente para trabajar el campo, por lo que tampoco hay gente que se ponga una careta, seque una vejiga y baje tocando tiple.

Contaba don Pedro Núñez, que se le adelantó un par de años a doña Rosalbina en el encuentro con el Dios que tanto defendieron desde su Partido Conservador:

Después de que empezó a cambiar el tiempo, se acabaron las parrandas, por ahí si acaso la misa, y eso que iba uno con miedo, pero bendito mi Dios que volvió a renacer eso, pero no como antes, sino como un simulacro, por no dejar perder la tradición, porque en otros pueblos era lo mismo, pero empezó el tiempo maluco maluco, y se acabaron. La tradición es de este pueblo aquí porque a última hora no se acabó, porque lo volvieron a revivir, pero en otros pueblos sí ya no. (Comunicación personal, diciembre de 2014)

Don Pedro menciona un elemento crucial y es la parranda actual como un simulacro de la de antes, la real. Durante la violencia paramilitar se cancelaron las fiestas. Recuerdan los adultos que, en una verbena de diciembre, bajaron al parque a bailar y encontraron a los comandantes de la guerrilla, del Ejército y de los paramilitares sentados y tomando cerveza juntos; ante tal panorama y su peligrosidad potencial, el baile quedó cancelado.

Cuando empezó a vivirse una calma relativa en el municipio, finalizando la década del 2000, la parranda fue rescatada por la Administración municipal. La alcaldía asumió el rol de motivar su organización: es la plata pública la que paga la pólvora, el refrigerio, las cervezas, los disfraces, las máscaras y las vejigas (figura 29). Ante esta realidad, es posible afirmar que la parranda de antes se encuentra oficialmente extinta y que la que existe hoy en día significa y representa otras cosas.

Fuente: fotografía tomada por la autora.

Figura 29 Parranda con pancarta de la Secretaría de Cultura y Turismo, 2022 

La institucionalización de la parranda implica su total dependencia: si la alcaldía no pone la plata, la parranda no existe; no existen, en otras palabras, matachines por fuera de la institución. Este paternalismo, como lo llaman los adultos de Capitanejo, tiene múltiples consecuencias. Una de las más evidentes es que la gente ya no hace sus disfraces y ha olvidado, en un par de generaciones, cómo se hacen y qué significan. En las parrandas de antes, cada persona creaba su disfraz o se unían varios vecinos de la vereda a apoyar al más talentoso para crearlos. Como recuerda Germán Toloza, el secretario de Cultura en el 2014, el factor económico no era una limitación: se hacían disfraces poniendo a secar cáscaras de plátano, con retazos de tela, ahuyama y berenjenas para las máscaras. Había esfuerzos individuales y organización colectiva para prepararlos. Hoy en día es suficiente con acercarse al punto desde donde saldrá la parranda de ese día, sacar un traje y una máscara de las bolsas negras de plástico que ha llevado la Administración y recibir una vejiga. De la bolsa van saliendo trajes y caretas de manera aleatoria; casi nadie se fija en qué disfraz le tocó, nadie se pelea por uno en específico. Da lo mismo si se es diablo o bruja, josa o Pielroja, gato o lobo. Da lo mismo porque detrás del disfraz no hay un significado, por lo que para los adultos y para los jóvenes el matachín y la parranda representan dos realidades diferentes.

La institucionalización implica, por fuerza, un profundo cambio de sentido. La parranda se convierte en un elemento de exhibición de la alcaldía, con la que antes no tenía ninguna relación. La lucha por el prestigio, que anteriormente se daba entre las veredas, es complejizada al convertirse en un asunto de la máxima autoridad del Poder Ejecutivo en el pueblo. En este sentido, el prestigio en la parranda de matachines de Capitanejo tiene un carácter doble: por un lado, está en juego el reconocimiento del barrio, cuya parranda debe superar la del día anterior y debe dejar un reto para la del día siguiente; por el otro, está en juego la reputación del organizador, que, en este caso, es el alcalde.

Estas dos escalas de prestigio, la de los barrios y la de la alcaldía, dependen íntimamente la una de la otra. Si el alcalde tiene una mala relación con algún barrio, este no sacará parranda como un acto de protesta. Es decir que, de entrada, el alcalde debe tener una buena relación con los barrios para asegurar que todos participen, que las fiestas sean nutridas y, de esta manera, ratificar su prestigio. La ausencia de conflicto con la alcaldía es la clave para que un barrio decida participar; entre más matachines saque un barrio, más reconocimiento consigue para sí mismo y para el alcalde. En este sentido, el poder de otorgar o sustraer prestigio recae en los barrios.

De esta manera, en ocasiones puede verse que, en el primer año de mandato, todos los barrios participan con parrandas muy nutridas, entusiasmo que decae en los siguientes años de mandato, en los que empiezan a surgir conflictos con la Administración, lo que implica la ausencia de barrios enteros como símbolo contundente de su descontento con el alcalde. Como si fuera una consulta tácita, el nivel de legitimidad del mandatario de turno puede medirse a partir de la cantidad de matachines en las calles.

La fuerza política de la parranda, que subyace a toda fiesta popular, ha transformado su lenguaje: ya no son los matachines y la parranda los que representan un elemento de sátira, de burla o de contrapeso político; es su silencio. La ausencia de alguno de los barrios que históricamente ha sido organizador de parrandas es un grito de oposición política, que no puede ser escuchado por turistas, curiosos o distraídos. Las personas que no viven la cotidianidad de Capitanejo no se darán cuenta de la falta de alguno de los barrios; podrán observar el desfile, sentarse en el parque a ver a algunos matachines correr y a algunas personas recibir golpes, mientras el sol cae al otro lado del río; volverán a sus casas sin sospechar nunca que lo que no vieron era también un mensaje.

Conclusiones

La no participación se ha convertido en el único mecanismo de acción política de la parranda. En efecto, en diciembre de 2022, Drácula no sacó ninguno de sus imponentes disfraces, precisamente por estar “disgustado” con el actual alcalde. Esa fiesta quedó marcada por la ausencia de las creaciones del único artesano de máscaras de gran factura y tamaño, reconocibles para cualquier persona que alguna vez haya visto una.

En este sentido, la parranda actual de Capitanejo suma un tercer elemento a las esferas de exclusión: el campesinado, los adultos y la oposición política. Quizás por este motivo los adultos mayores se refieren a la fiesta actual como a un “simulacro” de la de antes. La parranda, como todas las fiestas populares,

necesita independencia, tanto como el individuo. Por esta razón, una fiesta dirigida, reavivada o mantenida por las instituciones, a menudo decae y se convierte en una caricatura de sí misma. Desaparece o bien transfiere su significado a otro lugar, no subvencionado, sino subversivo. Porque ¿qué crítica se puede hacer a una sociedad cuyo gobierno subvenciona la fiesta? (González 1998, 120)

“Caricatura de sí misma”, en palabras de González, o “simulacro”, en palabras de don Pedro Núñez, quien consideraba que la parranda actual es un simulacro, llevado a cabo por “pelaos”, de la parranda original y verdadera. Como sostiene González, el significado es transferido a otro lugar: son las ausencias las que contienen el mensaje político. La vocación crítica de la fiesta, su posibilidad de ser un mundo al revés, que han estudiado diversos autores (Bajtín [1987] 1989; Caro 1965; Heers 1998; Vignolo 2006), en Capitanejo se encuentra en el rechazo a la fiesta misma.

La parranda de antes, que incluía una demostración de la riqueza del campo, una lucha generacional entre jóvenes y adultos, y proveía un escenario de confrontación política, sufre un cambio de sentido. Deja de ser un espacio en el que se tejen las relaciones y tensiones urbano-rurales, generacionales y políticas, para convertirse en una fiesta institucional. La violencia acaba con esa transgresión social propia de la parranda de antes, en la que lo rural desafiaba a lo urbano, los jóvenes retaban a los adultos y los opositores políticos podían encontrarse; una parranda en la que el pueblo era el protagonista. Elimina la posibilidad de imaginar otros mundos, otras alternativas políticas. La gravedad de lo acontecido en Capitanejo es que la violencia guerrillera y paramilitar acaba con la fiesta como lugar de imaginación política, de transgresión social. De esta forma, institucionalizar la parranda es alargar y profundizar su silencio político, creado en un contexto de conflicto y ahora sostenido por la dependencia económica, casi como si la celebración sufriera un continuum de violencia: la primera, física y política; la segunda, económica.

En las parrandas de antes, la máscara permitía ser otro, vivir desde otro ser la política y la sociedad. Como entrada a un mundo subalterno, ella pierde su sentido cuando la fiesta visible legitima las jerarquías, se hace innecesaria y, por lo tanto, no interesa qué máscara se recibe en la repartición de disfraces, no importa no llevarla puesta porque el personaje del matachín está desnudo de su propósito fundamental. El rostro limpio y las caretas en el suelo simbolizan que la parranda ya no permite soñar con otro mundo posible, donde las jerarquías entre lo urbano y lo rural, los jóvenes y los adultos, el Gobierno y la oposición, se trastocan, se solapan, se desdibujan y se revierten.

La parranda de matachines de Capitanejo se encuentra en crisis. Es de las pocas que sobrevivieron a la violencia guerrillera y paramilitar en la provincia de García Rovira, donde desaparecieron en la mayoría de pueblos, de la misma manera que en España desaparecieron las mascaradas después de la Guerra Civil (Caro 1965).

Sin embargo, haber rescatado la parranda tiene el mérito incalculable de mantener una estética propia del pueblo, manifestada en las máscaras y disfraces. Preservarla, así sea como un simulacro, es un acto de resistencia, primero, contra la violencia reciente de Capitanejo y, segundo, contra la avanzada homogeneizante de las fiestas en un mundo globalizado.

La estética del matachín sigue viva. La diversión de la parranda puede complejizarse con significados más profundos, a partir de estrategias que promuevan su organización de manera independiente de la alcaldía, para devolverle su potencia de mundo al revés. Los elementos de base siguen existiendo, como a la espera de ser repensados, resignificados y resentidos, para que cada diciembre no siga siendo el escenario de la muerte lenta del matachín.

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1En este caso, el disfraz corresponde al indio de la cajetilla de cigarrillos Pielroja, por lo que la palabra se escribe aquí, invariablemente, como el nombre de la marca.

2El musgo utilizado para el disfraz de la josa es un tipo de planta blanca que crece colgada de las ramas de los árboles. Se recolectaba en el sector de Chapetón, un caserío en la vía que comunica a Capitanejo con el Cocuy. Por motivos de conservación ecosistémica, se ha abandonado la recolección de musgo natural y se ha optado por un sustituto sintético.

Recibido: 27 de Septiembre de 2023; Aprobado: 29 de Mayo de 2024; Publicado: 01 de Septiembre de 2024

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