Introducción
La palabra “bioética” no fue concebida por un filósofo, aunque un número cada vez más grande de filósofos haya invadido el campo delimitado toscamente por la creación de la palabra en 1970. ¿Por qué los filósofos tardaron tanto en darse cuenta de los problemas más contemporáneos y más cargados de interrogantes sobre el presente y el futuro de la humanidad? 1.
Para quienes, como yo, llegamos a la bioética desde la filosofía, la determinación del campo de estudio designado con este nombre resulta, con frecuencia, una tarea difícil 2-8. Una primera impresión es que la bioética, como otras éticas con apellido o prefijo (por ejemplo, la ética empresarial, la neuroética, o la ética animalista), es algún tipo de aplicación de la ética filosófica 9-12 1, o en cualquier caso un saber subordinado a esta, que se sirve de la extensa tradición conceptual de la filosofía, pero que no necesariamente impacta con sus desarrollos particulares en la dirección contraria. Con frecuencia, se asume que la bioética es idéntica a la ética biomédica, y se piensa que la distinción fundamental entre el campo teórico de la filosofía y este “nuevo saber” reside en el tipo particular de casos de los que se ocupa. Puede llegar a pensarse, incluso, que los errores, sesgos y malas interpretaciones que se encuentren en la segunda podrían ser de mejor manera corregidos desde su “ciencia madre”. Esta primera impresión hace que las filósofas, como yo, tengamos una idea inadecuada sobre la utilidad para la bioética de nuestro entrenamiento, creyendo que por mucho excede lo que se manifiesta en la experiencia de participar de discusiones propias del campo. La filosofía “no tiene el monopolio de la ética” y las discusiones, que con mucha frecuencia dependen de un conocimiento más o menos profundo de otras disciplinas e incluyen participantes no-filósofos, no pueden ser reducidas a la conceptualización filosófica 13. En muchos respectos, la bioética es un saber afín, mas no subordinado, a la ética filosófica, y los vasos comunicantes entre ambas redundan en el enriquecimiento mutuo de sus comprensiones y la delimitación de sus objetos.
Otra impresión surge al intentar emparentar a la bioética, no ya con las éticas aplicadas, sino con una manera de plantear los problemas filosóficos, sociales, políticos y médicos bajo el nombre de biopolítica. Aunque no sea sencillo (quizá ni siquiera posible) dar una definición unívoca de la biopolítica, su lugar dentro de la disciplina filosófica, como perspectiva de análisis de los fenómenos humanos que relacionan al poder político con la vida (su regulación, su determinación conceptual, su normatización), no puede ser fácilmente descartado como una filosofía o como un campo, en definitiva, filosófico 14-16. El impacto duradero de las aportaciones de filósofos como Michel Foucault y Georges Canguilhem 17-20 en la reflexión filosófica sobre la medicina, la normalización de los cuerpos, la enfermedad y el control sobre la vida no puede ser subestimado: los aportes a la epistemología de la ciencia y de la política, la historia y la aproximación crítica a las relaciones de mutua construcción de los conceptos de vida y poder han configurado una enorme cantidad de profundas discusiones disciplinares en filosofía, así como sus posibilidades de relación con el mundo y otros saberes2. La adopción de una metodología de análisis biopolítico, o de una perspectiva biopolítica de las instituciones sociales, políticas y económicas constituye un posicionamiento fundamental en debates contemporáneos. Así, las interpretaciones posibles que se abren desde la biopolítica podrían indicar que la bioética sea también una suerte de perspectiva que intercepta saberes y plantea líneas de comprensión de los fenómenos relacionados con la vida y algún o algunos conceptos éticos centrales.
Cabría preguntarse, entonces, si de manera análoga al concepto de biopoder podríamos encontrar en la bioética un concepto que nos permitiera determinar o delimitar lo particularmente “ético” de las discusiones. En más de un sentido, creo que puede afirmarse que la noción de responsabilidad, que con mucha frecuencia ha sido entendida como un equivalente de deber u obligación, ha servido para configurar muchas de las discusiones bioéticas, y ha servido como soporte central de las que aquí me ocupan, a saber, las tesis principialistas.
Las palabras con las que inicio este texto, provenientes del libro de Gilbert Hottois, ¿Qué es la bioética? 1, manifiestan que el interés por la conceptualización y revisión del campo de saber bioético no inicia con ni para la filosofía, sino que se da con reflexiones provenientes de distintos campos del saber. Entre estos, la biología y la medicina, más íntima o directamente conectadas con la vida en concreto, y sujetas al acelerado avance técnico y tecnológico del siglo XX, generan la urgencia de plantear puentes entre las escindidas preocupaciones de las “ciencias empíricas” y las “humanidades” 22-26. Tener en mente los inicios y propósitos de la bioética sirve de marco para entender por qué muchos de sus desarrollos contemporáneos enfatizan en situarla como una herramienta imprescindible para debates políticos y prácticos en múltiples niveles 27-30.
Metodología
El presente artículo hace parte de una investigación más extensa que tiene como objetivo principal ofrecer una revisión crítica de los principios de la bioética, en su formulación más ampliamente difundida, a saber, la propuesta por T. L. Beauchamp y J. F. Childress 31, a partir de algunas propuestas feministas formuladas en las últimas décadas 32. Con esto se pretende profundizar en el ya amplio campo de reflexión sobre la teoría y la práctica de la bioética, y fomentar espacios de deliberación en los que haya una consciencia clara de la necesidad de incluir voces plurales y atender a los fenómenos de opresión que configuran las circunstancias, habilidades (capacidades) y perspectivas de las personas o grupos sociales “marginalizados”.
A manera de metodología, realizo un recorrido histórico, analítico y hermenéutico de la literatura clásica y contemporánea relevante para situar la discusión. Me enfoco en el principialismo norteamericano por dos razones: en primer lugar, por su carácter casi canónico en la formación bioética de profesionales de múltiples disciplinas, particularmente en lo que tiene que ver con la ética médica y su conceptualización de la relación médico-paciente. En segundo lugar, por su amplia difusión e impacto en contextos de toma de decisiones y en la formulación de política pública en salud y ambiente. La corriente llamada principialismo tiene varias versiones, distinguibles según el número y la naturaleza de los principios asumidos como fundamentales, entre otros rasgos, pero su primera formulación es la que en general sirve como modelo para otros desarrollos posteriores y alternativos 33. Otras formulaciones del principialismo -que no agotan todas las versiones de la bioética-, como la propuesta del argentino Ricardo Maliandi 34, la aplicación a la bioética de la filosofía de Hans Jonas 35, las propuestas para un principialismo africano de Ikechukwu Anthony Kanu y Karori Mbügua 36,37, la pregunta por las condiciones para un principialismo asiático 38 y propuestas que vinculan al principialismo con distintas tradiciones religiosas no limitadas al cristianismo 39-42, aunque ofrecen opciones interesantes de discusión y análisis, no serán consideradas en este trabajo, por razones de precisión y brevedad3. El trabajo se divide en cinco partes, que pretenden dar cuenta del principialismo norteamericano de Beauchamp y Childress como una propuesta deontológica, y darán herramientas para analizar filosóficamente su concepción de lo que es un principio y las consecuencias epistemológicas, antropológicas y sociales de adoptar dicha concepción.
La bioética principialista norteamericana
Antecedentes al principal la Declaración de Helsinki
En 1964, contando con antecedentes históricos relevantes como la experimentación médica sobre prisioneros de guerra llevada a cabo por el régimen nazi, los estudios sobre hepatitis B en Willowbrook y el estudio sobre la progresión de la sífilis en Tuskegee, la Asociación Médica Mundial postuló unos principios rectores para la investigación y la práctica médica en el documento que se conoce como la Declaración de Helsinki 51, en adelante DH. Esta fue pensada como una herramienta o mecanismo para promover la protección de las personas que sirven como sujetos de investigación y tratamientos experimentales o novedosos, imprescindibles para el avance científico y la práctica médica (DH, art. 5). Con ella, se propone que la investigación médica esté orientada hacia un ejercicio que consista en “velar solícitamente y ante todo por la salud de mi paciente [...] y promover y velar por la salud, bienestar y derechos de los pacientes”. La formulación claramente remite al juramento hipocrático que deben hacer todos los médicos al terminar su formación y que se resume en la consigna “No produzcas ningún daño”. Este juramento da potestad al médico para tratar a los pacientes según su mejor conocimiento y juicio, y constituye una de las bases fundamentales de lo que posteriormente serán llamados el principio de beneficencia y el principio de no-maleficencia. Cabe anotar que el juramento sirvió tradicionalmente como un rudimentario código de ética médica y que propone unos preceptos sustantivos, y no meramente unos principios formales, del ejercicio médico. Así, además de afirmar un compromiso con el beneficio de los enfermos, prohíbe la administración de drogas mortales incluso cuando sean solicitadas, prohíbe la administración de abortivos a mujeres gestantes, prohíbe las relaciones sexuales con pacientes, y exige la confidencialidad médico-paciente. Como es evidente, algunos de los problemas centrales de la bioética médica tienen que ver, justamente, con estas explícitas prohibiciones: la eutanasia, el aborto, y la relación médico-paciente. En este sentido, propuestas principialistas como la de Beauchamp y Childress buscan reemplazar este código por un conjunto de principios rectores del pensamiento que exijan de los profesionales en salud reflexión antes que adhesión ciega.
El artículo implica poner en el centro de la actividad científica de quienes trabajan en áreas relacionadas con la salud humana y la tecnociencia asociada a los cuerpos una consciencia clara de que las personas con las que tratan no son meramente “objetos” de estudio, conjuntos de datos, cuerpos físicos manipulables, o entidades intercambiables. De igual forma, propone con claridad que, aunque la medicina tenga como objetivo principal la producción de conocimiento científico, no puede perder de vista su norte, a saber, el estar orientada a la salud concreta y viva de las y los pacientes, antes que a la promesa futura de un bienestar de “la humanidad” (DH, art. 8).
Así, este es un llamado a que la medicina no sea reducida a un campo de saber meramente técnico o teórico, y destaca su carácter humano (humanista incluso), resaltando el carácter situado social y políticamente de las relaciones que necesariamente se llevan a cabo entre tratantes y tratados. Es necesario señalar, ante esto, que no es suficiente, en términos normativos y vinculantes, con enunciar este espíritu, sino que es necesario desarrollar un conjunto específico de conceptos, normas y reglas que produzcan una ética ajustada a las características de producción de conocimiento y práctica del tardío siglo XX. En su versión actual (vigente desde 2015), que ha incluido más de diez adiciones y modificaciones desde 1964, la Declaración de Helsinki incluye catorce principios generales, que Gilbert Hottois 1 resume en los siguientes seis preceptos:
el consentimiento informado y voluntario del sujeto; 2) el respeto de la metodología científica más avanzada; 3) una finalidad benéfica (terapéutica) y una evaluación de los riesgos asumidos con respecto a los beneficios esperados; 4) la reversibilidad de daños eventuales [...] [5)] la importancia de una evaluación científica y ética colectiva de los proyectos de investigación y [6)] la protección de las personas vulnerables4.
La influencia de este documento en las distintas academias y agremiaciones médicas, particularmente en los Estados Unidos, no puede ser subestimada. A partir de él, se generaron numerosas discusiones y debates sobre cuáles deberían ser los principios que conduzcan la práctica médica e investigativa en las áreas relacionadas con la salud humana y, posteriormente, en aquellas que involucran las vidas de otros vivientes. Durante las décadas posteriores a su formulación, se generó una cantidad importante de bibliografía sobre ética médica, expandiendo considerablemente el número de preceptos, recomendaciones, guías, compromisos y normas respecto de lo que se planteaba en la DH. Esto constituyó una de las condiciones para la consolidación de la bioética médica como parte de muchos currículos en ciencias de la salud o ciencias de la vida, así como la instauración de encuentros, asambleas y espacios de discusión conformados principalmente por médicos. Además de esto, suscitó la creación de comités de ética y comités de revisión, cuerpos principalmente consultivos y constituidos por expertos, que debían asesorar e incidir sobre la toma de decisiones tanto a nivel micro (médico-paciente) como a nivel macro (estructuración de políticas públicas y declaraciones de organizaciones trasnacionales como la ONU y la OMS). Cabe decir, sin embargo, que las cuestiones bioéticas más amplias sobre ecología y consideraciones morales sobre los animales fueron dejadas de lado en las discusiones que en su momento se llamaban a sí mismas bioéticas, y que configuraron sus “propias” parcelas teóricas y políticas. No fue sino hasta los años noventa que el resurgimiento de una bioética ampliada trazó nuevamente otros puentes entre el bios y el ethos.
Me refiero aquí a los otros “dos nacimientos” de la bioética, reconocidos como el planteamiento del giro biocéntrico y el nacimiento de la bioética global, respectivamente. En 1926, el teólogo y pedagogo Fritz Jahr propone por primera vez la necesidad de construir un tipo de conocimiento que cierre las brechas entre ciencia positiva y ética, en su texto Wissenschaft vom Leben und Sittenlehre [Ciencia de la vida y la moral]. En su posterior trabajo Bio-Etik: Eine Umschau über die ethischen Beziehungen des Menschen zu Tier und Pflanzen [Bioética: un panorama sobre las relaciones éticas de los seres humanos respecto de animales y plantas] de 1927 52, Jahr propone el llamado imperativo bioético, una reformulación del imperativo categórico kantiano, que amplía el campo de obligación moral (en términos de tratarlos como un fin en sí mismos y no meramente como un medio) a todos los vivientes, a la vez que angosta el rigor de su obligatoriedad, al complementarlo con el “principio de la lucha por la vida y la supervivencia”. Para una discusión sobre los fundamentos filosóficos de la propuesta de Jahr, véase el trabajo de Ivana Zagorac 53; puede consultarse también la reconstrucción que Felipe Ramírez Gil hace de su bioética 54. Por otra parte, como segundo nacimiento de la bioética se cuenta el trabajo de Van Ressenlaer Potter de 1971, Bioethics, Bridge to the Future55 y el posterior Global Bioethics: Building on the Leopold Legacy56, en los que se encuentra la idea de la bioética global, tanto en el sentido de abordar problemas de dimensión planetaria, intergeneracional y multiespecie, como en el sentido de requerir de comprensiones multidisciplinarias, multiculturales y multiepistémicas para atender a los problemas. En “Deep and Global Bioethics for a Livable third Millenium” 57, Potter afirma que el propósito incialmente abarcador de su propuesta no tuvo mucho éxito, pues la fórmula de “vincular la ciencia con la ética” fue entendida tan solo superficialmente y reducida a un lugar común. Por este motivo, Potter propuso finalmente que la bioética no sea entendida como una ciencia o una disciplina, sino más bien como un tipo de sabiduría, un “conocimiento sobre cómo utilizar el conocimiento para la supervivencia humana y el mejoramiento de la condición humana” (57, p. 8).
En 1976, la Comisión Nacional para la Protección de los Sujetos Humanos de Investigación Biomédica y Conductual comisionó a Torn L. Beauchamp para redactar el Reporte Belmont 58, un documento dirigido a ser, más que un compendio de guías o normas, una declaración de principios filosóficos adecuados a las preguntas inevitables en la investigación sobre sujetos humanos. Beauchamp aceptó la invitación y junto a James F. Childress, con quien ya se encontraba en el proceso de construcción de Principles of Biomedical Ethics, editaron la primera versión del texto más ampliamente reconocido como imprescindible en discusiones sobre bioética médica.
El principialismo bioético de Beauchamp y Childress
Con el nombre de principialismo se recoge un conjunto de teorías o propuestas que buscan formular máximas o principios para guiar la reflexión y la deliberación sobre problemas o dilemas bioéticos. El principialismo de Beauchamp y Childress, particularmente, se propone como una alternativa a dos maneras de concebir la normatividad ética relacionada con la medicina, y requiere que, aunque esté fundada en tradiciones filosóficas y científicas especializadas, produzca un conjunto de herramientas y conceptos comprensibles para cualquier persona involucrada en la toma de decisiones biomédicas, independientemente de su nivel de formación o entrenamiento; sumado a esto, debe resultar práctica (no apenas teórica) para los casos relevantes 59,60.
El principialismo busca dar fundamentos conceptuales para las guías concretas de práctica médica, como protocolos de procedimiento para la toma de decisiones y el tratamiento de los pacientes. Esta fundamentación unitaria previene una problemática multiplicidad y variabilidad de los códigos y procedimientos, dado que, en lugar de propender por una adhesión mecánica a estos, promueve que profesionales de la salud se inserten en terrenos donde la reflexión y el juicio juegan papeles preponderantes. Ahora, esto no significa una renuncia completa a la formulación de guías, protocolos o procedimientos estandarizados, incluso si estos en algunos casos pueden ser calificados como paternalistas, pues en circunstancias como la atención a urgencias y otros espacios en los que situaciones dilemáticas de rápido desenlace se presentan, resultan útiles para la toma de decisiones ante la inviabilidad práctica de tomarse tiempo para reflexionar y deliberar. El término paternalismo hace referencia al tipo de actitud de un experto o autoridad sobre un paciente por la cual se toman decisiones, con miras al bien de este, generalmente al margen de su voluntad. El término se ancla en la capacidad de decisión del padre sobre sus propios hijos, al considerarle más capaz que estos -por su experiencia, su lugar de poder en la familia, o su relación de propiedad sobre los hijos- para elegir sobre sus propias vidas. Las discusiones sobre el lugar del paternalismo en el ejercicio del médico son múltiples y nutridas, y encuentran un lugar central en el planteamiento del principio del respeto a la autonomía de Beauchamp y Childress.
Sumado a esto, el principialismo propone que la ética biomédica no se reduzca a la aplicación de códigos legales, pues, como mostraron los precedentes puntuales mencionados en el apartado anterior, el marco limitado de la legalidad habría servido para permitir y legitimar prácticas médicas inhumanas e inmorales 61. En este sentido, el carácter deontológico no debe ser entendido como un compendio de normas vinculantes, sino como una guía para la reflexión y la toma de decisiones a partir de máximas o principios desde los que puedan derivarse las pautas concretas de acción, no por obediencia, sino por deliberación racional. El planteamiento de principios rectores, universales y basados en la noción de dignidad, se piensa como un garante similar a los principios constitutivos de los derechos humanos, que deben inspirar o informar las distintas políticas, códigos y protocolos, centrándose en un conjunto de mínimos inviolables.
Por otra parte, el principialismo de Beauchamp y Childress es formulado como una manera de contrarrestar distintas formas de subjetivismo y de casuística en el ejercicio médico 62. La tesis central del subjetivismo ético consiste en afirmar que el valor o la verdad de un juicio moral es dependiente o está anclado a una actitud subjetiva por parte de quien lo profiere, o bien de su disposición, su historia de vida o sus creencias y otros valores culturales. Esta actitud subjetiva debe ser consistente con los principios que el agente acepta como válidos, de manera que sus preferencias subjetivas y sus justificaciones racionales van de la mano. Esta teoría, aunque presenta una respuesta interesante al problema de las normas que exigen obediencia estricta al reivindicar el lugar del médico como agente moral, resulta problemática en tanto que la variabilidad axiológica entre tratante y paciente, por una parte, o entre el médico y la comunidad ampliada, puede producir brechas insalvables en la manera en que se evalúan las decisiones. En casos extremos, el subjetivismo ético, que por sí mismo no provee los mecanismos para la construcción colectiva de valores compartidos, podría llevar a un relativismo moral que haría que el ejercicio deliberativo resultara espurio. Por esto, Beauchamp y Childress proponen plantear principios rectores anclados en valores como la dignidad, la autonomía y la beneficencia como manera de conservar las virtudes del subjetivismo, sin caer en los riesgos que propone.
La preocupación sobre la casuística tiene que ver con la manera en que los problemas y dilemas médicos deben enfrentarse cotidianamente en la práctica. Se reconoce que cada paciente constituye una historia particular e irrepetible; los retos, dificultades y soluciones pueden plantearse de manera efectiva únicamente atendiendo a dicha particularidad pues, aunque la medicina, como ciencia, proponga una comprensión generalizada, universal u objetiva del cuerpo humano y su funcionamiento, esta generalidad debe siempre instanciarse en el caso en cuestión. Las excepciones, anomalías y extrañezas son el pan de cada día en una disciplina en la que las certezas pueden ser, apenas, probabilísticas. Esto hace que la medicina sea, al menos en un sentido, inevitablemente casuística, que deba hacerse “caso por caso”. Pero, aunque esto sea “el caso”, es necesario preguntar si los criterios éticos aplicados deben ser considerados válidos “solo para este caso”, si las particularidades de las necesidades de tratamiento son también particularidades éticas.
El método de la casuística propone que la manera de vincular distintos casos parta de tomar alguno como paradigma con el objeto de avanzar, por vía de analogías, hacia el planteamiento de proposiciones más generales sobre cómo tratar con casos similares. Para poder constituirlo como paradigma, es necesario seleccionar los aspectos morales sobresalientes o relevantes, y esto, afirma Beauchamp (59, pp. 160-165), solo puede hacerse a partir de las teorías o perspectivas que ya se han aceptado como válidas. Esto puede depender, o bien de una actitud subjetiva de quien describe y constituye el caso en paradigmático, o bien de un principio general presupuesto en la elección. Nuevamente, el peligro que avizoran Beauchamp y Childress es que la flexibilidad se torne en relatividad, y la posibilidad de hacer consensos, o de plantear horizontes que trasciendan los casos sea eliminada. Su propuesta es que el planteamiento de principios, la base de códigos y el cultivo de actitudes subjetivas que sean admisibles por cualquier persona racional, sirvan como ideales regulativos para los casos concretos y difíciles.
Así, el principialismo de Beauchamp y Childress propone la prioridad o carácter fundamental de los principios que han de complementar la reflexión casuística, el desarrollo de actitudes y disposiciones por parte de los deliberantes, y la construcción de códigos prácticos para la toma de decisiones.
El Reporte Belmont y sus diferencias con Principles of Biomedical Ethics
El Reporte Belmont 58 (así como Principles) parte de la asunción de una tradición cultural compartida, o una moralidad común, fundada en la idea de que existe un punto de vista universalmente aceptable por todas las personas adecuadamente informadas y comprometidas moralmente. Esta asunción se funda en la existencia de instituciones sociales y políticas constituidas por normas avaladas por los ciudadanos, y ejercidas voluntaria o razonablemente por estos. Así, todas las personas, incluidos los profesionales de la salud, serían capaces de regir sus comportamientos de maneras que fueran aceptables por el resto de los miembros de su comunidad. Dichas maneras estarían determinadas por principios racionales, universalizables y vinculantes, que podrían especificarse de manera suficiente para guiar la investigación y la práctica médica.
El Reporte Belmont proponía tres principios asociados con guías del ejercicio médico, correspondientes a los ejes determinados por la Comisión como fundamentales. Los principios son respeto por la persona, beneficencia y justicia, y las guías correspondientes a cada uno de estos son el consentimiento informado, la ponderación de riesgo-beneficio y la selección de sujetos. Así, el respeto por las personas hacía obligatoria la búsqueda de un consentimiento informado previo a cualquier estudio o tratamiento experimental, esto es, una explicación completa, comprensible, y la declaración explícita por parte del paciente de permiso para ser sujeto de investigación. El tratamiento con miras al bien del paciente requería de un cálculo de costos/beneficios que estuviera comprometido con no causar daño físico o psicológico como consecuencia del estudio. La selección de sujetos de experimentación debía regirse de tal forma que la distribución de cargas y beneficios del estudio no recayera sobre individuos particularmente vulnerables, por ejemplo, personas muy enfermas, o infantes en condición de discapacidad cognitiva.
El esquema básico de correlación entre principios y guías establecía una pauta suficientemente clara sobre qué tipo de consideraciones debía tener en cuenta un médico al tratar con un paciente. En términos generales, se buscaba con ellos aminorar el impacto de los hábitos y preceptos altamente paternalistas, fundados en la autoridad de la experticia médica, que habían producido enormes fallos morales en ocasiones previas. La generalidad de los principios, y su base en una moralidad común, afirma con reservas Beauchamp, hizo del Reporte Belmont una guía de ética de la investigación, pero no todavía una bioética.
En el texto de 2010 Standing on Principles59, Beauchamp relata las condiciones en las que fue redactado el Reporte Belmont y señala su inconformidad con las equivalencias que se han hecho con frecuencia entre este y Principles. Afirma que los intereses puntualmente prácticos que guiaron la redacción del primero por parte de la Comisión derivaron en imprecisiones filosóficas importantes que él y Childress buscaron remediar en el segundo.
Uno de los aspectos más relevantes tiene que ver con cómo se entiende la “moral común” como fundamento de la bioética; de acuerdo con Beauchamp, el objetivo del principialismo no puede reducirse a ser una expresión de lo que pueden ser prejuicios culturales, ni limitarse a un campo particular de la investigación. Por el contrario, debe formular unas normas universalmente válidas, aplicables a cualquier campo de conocimiento, en un marco multicultural y global. El alcance del Reporte era intencionalmente insuficiente para este propósito.
Por otra parte, Beauchamp afirma que los principios del Reporte Belmont carecen de una delimitación suficientemente adecuada, pues incluso parecen prestarse para hacer exigencias que resultan contradictorias. Esto tiene que ver, principalmente, con que la noción derivada de la filosofía kantiana del respeto por las personas implica simultáneamente dos actitudes que no son equivalentes: por una parte, implica el respeto a la autonomía de quienes pueden actuar autónomamente o pueden ser autónomos y, por otra, la protección beneficente (basada en la beneficencia) de aquellas personas que no pueden actuar como agentes autónomos o carecen de autonomía. Como resulta claro para Beauchamp que ambas actitudes no pueden ser entendidas como equivalentes, pues mientras que la primera vela por la protección de la condición de persona (personhood), la segunda vela por el bienestar (welfare) (59, pp. 25-26). Para dar sentido al recurso a la noción de respeto por las personas, afirma lo siguiente:
El principio del respeto por las personas parece estar funcionando para dar a las personas incompetentes un estatus moral que es funcionalmente equivalente al estatus moral que poseen las personas autónomas. Esto es, el principio funciona para la Comisión Nacional como una manera de decir que la ausencia de autonomía no puede llevar a la negligencia, desventaja, o disminución del valor de los individuos incompetentes y de aquellos en poblaciones vulnerables, y que tales personas tienen un derecho a un consentimiento de tercera-persona apropiado. En breve, la Comisión Nacional estaba intentando manejar asuntos sobre el estatus moral de individuos incompetentes a través de su interpretación del principio de respeto por las personas. (59, p. 25)
Esto muestra que proteger el bienestar de personas que carecen de autonomía5 implicaría seguir o aplicar uno de dos principios: o bien el principio de beneficencia, o bien el principio de justicia, que son los que se ocupan de delimitar y promover los distintos sentidos de bienestar. El asunto radica en que, si el concepto de respeto por la persona se compone de preocupaciones tanto en las consideraciones sobre la autonomía, como en aquellas propias de la beneficencia y de la justicia, resultaría, cuando menos, ineficiente formular tres principios diferentes, y en el peor de los casos, sería muy difícil deducir de un único principio omni-comprensivo las guías de acción necesarias para su aplicación.
La otra distancia presente es el carácter excesivamente proteccionista que se manifiesta en el Reporte Belmont, en relación con la selección de sujetos de estudio pertenecientes a grupos vulnerables, y su inconsistencia con el aparentemente utilitarista cálculo de costos/beneficios. Por ejemplo, para el caso de las personas infectadas con VIH, la restricción propuesta de no admitir a personas enfermas o que tengan grandes cargas sociales o económicas como sujetos de estudio deriva en una ausencia de investigación médica, pertinente a futuro y urgente en el momento, relacionada con el sida, y en la exclusión de entre los posibles beneficios resultantes de tratamientos experimentales a la población que más urgentemente los necesitaría. Así, no se manifiesta únicamente un problema con la aplicación del principio de justicia, sino una contradicción del principio de beneficencia, y se viola el respeto por las personas, que deberían poder elegir ser sujetos experimentales.
Sumado a esto, el escueto esquema de interrelación entre principios y guías de acción no ofrecía 5 ninguna pista sobre la relación entre los principios. Incluso si hubieran estado claramente delimitados, no hay manera de saber cómo solucionar posibles conflictos entre estos, cuando, por ejemplo, las exigencias de la beneficencia contradigan las de la justicia. Tampoco se hacía mención de reglas o criterios complementarios, dejando al Reporte como un insumo demasiado abstracto para ser realmente práctico.
Fundamentos para un principialismo bioético
Ante los reparos enunciados en la sección anterior, Beauchamp y Childress formularon una versión robustecida del principialismo en su Principles of Biomedical Ethics, proponiendo que:
Las teorías éticas basadas en principios enfatizan las obligaciones morales, pero los “principios” no deberían definirse en términos de obligaciones. Los principios morales son simplemente normas relativamente generales que describen obligaciones, acciones permisibles, e ideales de acción. Un principio es una guía regulativa que establece las condiciones de permisibilidad, obligatoriedad, corrección o calidad aspiracional de una acción que caiga dentro del alcance del principio. Si los principios se expresan adecuadamente, reglas y juicios morales más particulares o específicos se apoyarán en, aunque no se deduzcan de, los principios. (59, p. 154)
Esta caracterización deja en claro que la deontología principialista no consiste en una serie de pautas explícitas sobre qué hacer o qué no hacer en determinadas circunstancias, ni busca solucionar directamente los dilemas biomédicos, sino que pretende estructurar racional y moralmente un sistema que haga posible realizar juicios y tomar decisiones en casos concretos.
[...] los principios se entienden como estándares de conducta sobre los cuales dependen otras exigencias y juicios morales. Un principio es, entonces, una norma esencial en un sistema de pensamiento moral que es básico para el razonamiento moral. Reglas más específicas para la ética médica pueden ser formuladas con referencia a esto cuatro principios, pero ni las reglas ni los juicios prácticos pueden ser directamente deducidos de los principios. (59, p. 36)
A diferencia de lo que plantean algunas interpretaciones y críticas contemporáneas (por ejemplo, la hecha por Haliburton en Autonomy and the Situated Self63), la idea de que el principialismo ofrece un algoritmo de decisión para los profesionales de la salud, no solo no se corresponde con la propuesta aquí examinada, sino que resultaría contradictoria con ella. El centro de la propuesta, y a lo que deberían orientarse las críticas, parece ser más bien la postulación totalizante y la presunta suficiencia de los principios que se proponen. Esto se analizará más adelante.
Los cuatro principios que componen el sistema son: respeto a la autonomía (respeto por las capacidades de toma de decisiones de las personas autónomas), no-maleficencia (evitar causar daño a otros), beneficencia (ofrecer beneficios contra riesgos y costos) y justicia (distribuir los beneficios, riesgos y costos de forma imparcial). La selección de estos, y no otros, afirma Beauchamp, se basa en una larga herencia de la tradición ética de la medicina, que abarca el juramento hipocrático, la experiencia profesional de los autores como prestadores de servicios de salud, y en el concepto de moral común. Como se mencionó anteriormente, la moral común “es aplicable a todas las personas en todos los lugares, y toda conducta humana es correctamente juzgada por sus estándares” (59, p. 43). Las normas que la componen se justifican, no por el hecho (que podría ser contingente) de ser admitidas por todos, sino porque son necesarias para lograr o alcanzar los fines de la moralidad; su universalidad es, por tanto, consecuencia, y no causa de su eficiencia. Llama la atención el hecho de que Beauchamp y Childress asuman como un hecho que existe un solo conjunto de normas universalmente compartidas para promover el bienestar o la felicidad (flourishing). El argumento expuesto parece recaer sobre la “evidencia histórica” de que las normas compartidas son esenciales para la supervivencia (biológica y cultural) de la especie humana, y que no parece haber otro candidato de conjunto que sirva para reemplazarlas. No es claro si esto ha de entenderse como afirmación de que distintas prácticas sociales pueden ser subsumidas bajo una misma norma moral (siendo manifestaciones diversas), una suerte de relativismo muy moderado, o si es una afirmación enfática de la inexistencia de distintos sistemas de evaluación moral.
El fin común que persiguen todas las pautas morales, incluidos los principios propuestos, es el bien común y el florecimiento humano, lo que implica una restricción o eliminación de las formas innecesarias de sufrimiento, y el compromiso por perseguir ambos fines. En palabras de Beauchamp:
La justificación para elegir los cuatro grupos particulares de principios que Childress y yo defendemos está, por tanto, parcialmente enraizada históricamente en las tradiciones médicas de ética de la atención en salud, y parcialmente enraizada en contextos contemporáneos en los que los principios de autonomía y justicia señalan un aspecto importante de la moralidad que tradicionalmente había sido descuidado en la ética de la atención en salud. Sin embargo, la moral común en sí misma es la fuente última de estos principios básicos. (59, p. 157)
Cabe notar que aquí hay una propuesta mucho más fuerte de lo que es el fin, respecto de lo que podía verse en Jahr y en Potter. Ya no es apenas la supervivencia de la especie humana lo que concierne a la bioética, sino la buena vida, la realización o florecimiento de las potencias humanas. Esto se debe a que la “mera” supervivencia, según indican Beauchamp y Childress, sigue siendo pensada en términos puramente de competencia y no de cooperación, que es un rasgo esencial de la moralidad.
Además de los principios, el sistema acude a reglas substantivas, reglas de autoridad y reglas procedimentales, que especifican y concretan las normas más abstractas y generales o principios de la moral común. En palabras de Beuchamp:
We do not sharply distinguish between rules and principles in our analyses. Both are general action guides. In addition to substantive rules of truth telling, confidentiality, privacy, fidelity, and the like, there are authority rules regarding who may and should perform actions, including rules of surrogate authority, rules of professional authority, and rules of distributional authority that determine who should make decisions about the allocation of scarce medical resources. Procedural rules are also important in bioethics, because they establish procedures to be followed, such as procedures for determining eligibility for scarce medical resources. (59, p. 154)
Aunque los principios se postulan como universales, se admite que no sean absolutos o incondicionales, es decir, que pueden tener excepciones. Beauchamp y Childress recurren a la distinción planteada por W. D. Ross entre los deberes prima facie y los deberes de facto, estipulando que los primeros siempre deben seguirse, a menos que entren en conflicto con otro deber prima facie, mientras que el seguimiento de los segundos debe determinarse según su relación con los primeros. Los cuatro principios, entonces, tienen prevalencia sobre las demás reglas que configuran el sistema, pero “cuando los principios entren contingentemente en conflicto, no habrá un principio supremo disponible -en la aproximación de cuatro principios- para determinar una obligación moral principal. Por tanto, el juicio prudencial se convierte en una parte inescapable en nuestra aproximación” (59, p. 44).
Como los principios son muy abstractos, o formales, es necesario recurrir a un mecanismo de especificación contextual del significado de la norma, buscando que la formulación sea consistente, argumentativamente soportada, intuitivamente plausible, compatible o coherente con creencias no-morales, exhaustiva, y simple (59, pp. 44-45). Evidentemente, además de una cierta destreza prudencial y del conocimiento y la comprensión de los principios, es necesario contar con grandes cantidades de información y experiencia para poder aplicar en un caso cualquiera los principios. La dificultad aumenta, por supuesto, en casos en que dos principios entren en conflicto.
Habiendo hecho una reconstrucción resumida de la propuesta de Beauchamp y Childress, quisiera destacar, para finalizar, algunos rasgos de la propuesta antropológica de este principialismo, que serán parte importante del diálogo con las propuestas feministas en la siguiente sección de este texto. En términos generales, el principialismo de Beauchamp y Childress concibe a las personas primordialmente como seres racionales y auto-interesados, capaces de configurar nociones propias del bien (un sentido de moralidad) y buscar los medios para perseguir dichos bienes (capacidades prudenciales), así como de comunicarlas argumentativamente; además, se encuentran dispuestos para el intercambio de razones con otros seres racionales que consideran iguales en racionalidad y dignidad, y comprometidos con un fin común que las vincula con otras personas. Esta es una concepción que comparte muchos rasgos con la que propone el enfoque del liberalismo político, defendido fuertemente por filósofos y teóricos políticos de la línea de John Rawls 64,65.
La racionalidad, entendida como una capacidad estratégica y comunicativa, es compartida universalmente y cuenta como criterio para poder llamar a alguien agente. Esta incide sobre la producción de juicios morales y de decisiones, en tanto que permite la elaboración de enunciados generales, deducciones y conexiones entre experiencias, emociones, expectativas, etc. 66. Aunque es entendida como un rasgo definitorio de las personas humanas, se entiende, sobre todo, como una capacidad de los sujetos o individuos, cuya mayor relevancia se encuentra en los procesos de toma de decisiones. En este marco, el principialismo recurre a una comprensión de la persona en el que la centralidad de la elección libre o autónoma determina una prioridad moral y política de la individualidad, situando a las libertades y derechos personales como bienes fundamentales y centrales para las concepciones de dignidad y autonomía. Adicionalmente, se asume que la fuente de justificación de los juicios y las decisiones de las personas radica primordial o únicamente en las capacidades racionales y, por tanto, que las particularidades psicológicas, idiosincráticas, emocionales o vivenciales de las personas, aunque cuenten con valor explicativo, no tienen una carga normativa (moral) suficiente para servir como justificación. Esto implica que, en espacios deliberativos, particularmente relacionados con dilemas o conflictos morales, el recurso a estos elementos, cuando no sea para entender el contexto de aparición del problema, debe ser limitado o subordinado a los enunciados universalizables y las razones que puedan ser aceptadas en un marco de imparcialidad.
En términos sociales y culturales, se asume que la pluralidad y multiplicidad de perspectivas del mundo (incluyendo las variaciones axiológicas y éticas), aunque constituyen hechos innegables y deben ser defendidos por principio, pueden resumirse bajo un conjunto único y universal de normas morales que se justifican en la promoción de un mismo fin. En otras palabras, se asume que la diversidad axiológica o las diferencias morales pueden ser entendidas como maneras divergentes de aplicación o implementación de un mismo conjunto de fines o de valores universales, en la base o detrás de la diversidad existente. Por lo visto, la noción de moral común propuesta en el sistema no solamente busca aportar una base de inteligibilidad mutua para el diálogo intercultural, sino que va más lejos y plantea como fundamento de toda posibilidad de moralidad un conjunto de fines universalmente compartidos por individuos y grupos humanos. A este tipo de universalismo se refiere, por ejemplo, Martha Nussbaum 67,68, cuando propone, en el marco de la teoría de las capacidades y las discusiones sobre el desarrollo humano, que existen experiencias humanas compartidas universalmente que configuran los núcleos de significación de nuestras vidas y permiten resolver los conflictos axiológicos interculturales. En relación con la política, se asume que las normas morales y las normas políticas tienen los mismos objetivos o fines y, por tanto, los principios éticos y la normatividad jurídica pueden establecer un diálogo y una mutua influencia sobre un terreno común de comprensión.
Es importante resaltar que la propuesta principialista de Beauchamp y Childress propone un modelo sistemático y comprehensivo, universal y abstracto de la ética, es decir, busca ser una fundamentación adecuada y suficiente de la ética biomédica (muy posiblemente en el mismo sentido en que Kant propusiera la Fundamentación de la metafísica de las costumbres69), que sea un punto de partida racional para la toma de decisiones, sin sustituir con ello el ejercicio reflexivo necesario para esta. No obstante, el trabajo de Beauchamp y Childress tiene una naturaleza irrenunciablemente “aplicada” y por tanto no se agota en la fundamentación filosófica de los principios, sino que busca ofrecer los mecanismos de especificación que los atan a lo particular. Como metodologías, plantea ejercicios reflexivos, de ponderación y dialógicos, consistentes con una manera de entender la deliberación como vinculada a las ideas de imparcialidad y equilibrio reflexivo.
Entre los objetivos principales de la teoría está contrarrestar el paternalismo derivado de la prioridad tradicional adjudicada a la beneficencia, mediante el planteamiento del principio de autonomía y el principio de no-maleficencia. Asimismo, busca ampliar el campo de la ética biomédica con consideraciones sobre justicia social, distribución de recursos y esfuerzos, cargas y beneficios, mediante el principio de justicia.
Las metodologías bioéticas: deliberación y especificación de principios
Beauchamp y Childress reconocen explícitamente la influencia rawlsiana en la que basan buena parte de su teoría. Tanto su manera de entender a los agentes, como la postulación de una ética común (o ética del sentido común), hacen que el proceso de toma de decisiones, guiado por los principios que proponen, se lleve a cabo en un marco deliberativo que privilegia las nociones de juicio ponderado y equilibrio reflexivo como garantes de una decisión imparcial.
La deliberación bioética consiste, entonces, en un ejercicio discursivo y reflexivo que especifica las razones que sustentan diferentes cursos de acción, considerando, de entrada, que hay una pluralidad de perspectivas inicialmente válidas sobre un mismo problema. Esto resulta relevante, puesto que con frecuencia se asume que la experticia médica tiene un lugar de autoridad o prioridad en la toma de decisiones relativas a la salud y que las consideraciones “extra-médicas”, como las consecuencias políticas, culturales amplias, o los compromisos psicológicos, religiosos o subjetivos de las personas afectadas, no deberían incidir sobre la decisión. El carácter bio-ético del proceso deliberativo está puesto, justamente, en la asunción de trazar posibles puentes comunes éticos entre las posturas en debate. La toma de decisiones biomédicas no es apenas un asunto técnico, sino un asunto bio-ético.
En esta medida, el ejercicio se entiende como una deliberación, ponderación o negociación entre las partes deliberantes, entre quienes deben contar representantes de los expertos médicos, los pacientes, la sociedad civil, y otras partes interesadas o afectadas por la decisión. En el centro se encuentra un conflicto auténticamente moral, que involucra las concepciones del bien, de lo correcto y de lo valioso de las partes en contienda, y debe por tanto buscarse una solución común, moralmente aceptable por todas las partes. Este requisito, por supuesto, parece innecesariamente alto y prácticamente irrealizable, por lo que es necesario suponer que el terreno de deliberación consiste de una base mínima sobre la cual hay acuerdos: unos principios que expresen una moral común o una racionalidad compartida, unos criterios que puedan servir para revisar todas las perspectivas. Las partes deliberantes, por tanto, requieren de una actitud razonable frente a sus propias posturas, revisando y puliendo sus propios juicios, buscando eliminar arbitrariedades y prejuicios implícitos en ellas6.
Ahora, estos juicios ponderados que entran en la deliberación mostrarán que el conflicto, en la mayoría de los casos, será un conflicto entre principios, a los cuales no podrá simplemente apelarse para resolver la situación: esto sería circular e ineficiente. Beauchamp explica que la metodología deliberativa deberá recurrir, además, a:
1 uno o más principios externos, 2 un procedimiento, 3 una forma de autoridad, 4 un equilibrio de los principios, o 5 una especificación de los principios en conflicto. Si un procedimiento o la autoridad es el mejor recurso para la resolución de conflictos, esto estará en sí mismo determinado por principios (o reglas) que designan el procedimiento o la autoridad. Los principios estarán, por tanto, íntegramente involucrados en cada una de estas formas de apelación. (59, p. 155)
Los principios externos pueden ser las normas constitucionales, los derechos humanos, los códigos de ética médica y otros instrumentos normativos que se entiendan como abarcadores y permitan poner en diálogo los cuatro principios formulados por la teoría de Beauchamp y Childress. Los procedimientos y las formas de autoridad podrán derivar, por ejemplo, de la experiencia médica de los expertos consultados, y del estado del arte relativo al caso en cuestión. El equilibrio de principios (una versión del equilibrio reflexivo rawlsiano) y la especificación de los mismos consistirán en la continuación del ejercicio deliberativo, con el ánimo de solventar malas comprensiones y ambigüedades, así como para dotar de contenidos concretos o sustantivos los principios en conflicto. Aunque la especificación puede tomar muchas formas, el recurso a la experiencia de los deliberantes y los acuerdos previos hacen que los casos particulares sirvan como ejemplos o instancias en los que los “principios no son aplicados, sino más bien explicados y hechos aptos [suitable] para tareas específicas” (59, p. 157), de manera que pueden ser interpretados y revisados desde una nueva óptica. El propósito de la deliberación es, entonces, pulir y perfeccionar los juicios ponderados en contienda, y alcanzar un equilibrio reflexivo que procure hacerlos coherentes, solucionando, en la máxima medida posible, el conflicto bioético en cuestión.
Este sistema complejo de principios, reglas y metodologías deliberativas constituye una deontología de características particulares. En palabras de Beauchamp:
Una perspectiva basada en principios, así mismo, reniega de modelos de un único principio último de la ética, o de reglas absolutas. La aproximación de los principios apoya un método de expansión de contenido creativa [inventive content expansion] hacia normas más específicas, no un sistema estratificado por prioridades entre reglas o entre categorías éticas. Desde esta perspectiva, los principios fundados en la moral común son el marco de fondo, pero también el punto en el que debe empezar el verdadero trabajo de diseño de políticas y de juicio moral. (59, p. 159)
Una discusión muy interesante sobre epistemología y filosofía de la bioética es presentada por Rachel Haliburton en Autonomy and the Situated Self63. Tanto en la introducción, como en los capítulos que componen la primera parte del libro, Haliburton analiza algunas de las tensiones filosóficas que se encuentran en la base de la práctica bioética, dadas las adaptaciones y “sincretismos” de tradiciones filosóficas clásicas a sus propósitos y contextos particulares. Señala, por ejemplo, que la convivencia de concepciones de origen kantiano sobre el valor moral (incondicionado) de las acciones por deber, con comprensiones de la justicia que echan mano de la teoría de la elección racional del utilitarismo, parecería constituir una contradicción insalvable para quien se desenvuelva tan solo en el terreno teórico. No obstante, el hecho de que la bioética se desenvuelva en un marco de contingencia, cambio e innovación, y deba responder concretamente y no solo en teoría, implica la necesidad de revisar y robustecer filosóficamente sus conceptos como parte central de la práctica bioética. Su trabajo posterior, junto con Carol Collier 76, para presentar una introducción filosófica a la bioética desde su desarrollo en el Canadá, profundiza y amplía muchas de las discusiones previas y abre espacios para el planteamiento de diálogos desde el desarrollo de la bioética principialista y las alternativas a esta en contextos como el latinoamericano 77-79.
Conclusiones
He presentado hasta este momento una manera de entender el principialismo norteamericano, particularmente en la formulación de este que hacen Beauchamp y Childress. El objetivo de este recorrido era doble: por una parte, pretendía hacer explícitas algunas de las bases o consecuencias filosóficas de conceptos bioéticos contemporáneos y, por otra, buscaba hacer una revisión crítica de los supuestos que configuran el campo, a fin de ofrecer algunas herramientas para plantear futuros análisis y discusiones críticas sobre sus fundamentos.
Busqué mostrar cómo desde las preocupaciones por integrar las ciencias de la vida y las humanidades, particularmente desde un interés normativo de construcción de pautas para la reflexión y la deliberación (DH y Reporte Belmont), surge una comprensión de la bioética asociada a una comprensión filosófica de la fuerza normativa como principio de razón. Esto manifiesta un vínculo con la filosofía moderna racionalista, que configuró para la bioética principialista anglosajona maneras de entender a agentes y a la agencia como capacidad, centradas en la racionalidad individual (tanto instrumental y estratégica, como en su sentido plenamente moral) y en la capacidad deliberativa como base de la toma de decisiones. Si bien esta comprensión desplaza las discusiones sobre la moralidad o corrección ética de las acciones de un plano subjetivista o de relativismo cultural, supone (y exige) de todos los agentes involucrados en situaciones bioéticas relevantes diversas capacidades y posibilidades de agencia que corren el riesgo de no prestar suficiente atención a los contextos personales, sociales y políticos de personas y grupos en condiciones de vulnerabilidad especial. Esta ha sido una crítica formulada desde mucha de la literatura citada en este texto, pues las condiciones de idealidad presupuestas sobre la base de una comprensión rawlsiano-kantiana de la agencia y la deliberación proponen retos especiales para la bioética.
Como conclusión general del recorrido analítico de los fundamentos del principialismo anglosajón, desde una perspectiva filosófica planteo la idea de que el trabajo conjunto e interdisciplinario entre bioética y filosofía tiene que seguir, si se me permite ahora el juego de palabras, un principio rector de análisis crítico y fundamentado, a través del cual no solamente se tracen puentes con el pasado de ambos campos, sino que se dirijan estos a la construcción de futuros epistémicos y prácticos, conscientes de las bases que hemos aceptado como dadas.