Introducción
Desde principios del siglo XX las organizaciones de mujeres se han manifestado públicamente para denunciar las precarias condiciones de vida, la vulneración sistemática de sus derechos, además de las múltiples violencias a las que han estado sometidas históricamente. Las diferentes luchas por la reivindicación de sus derechos han visibilizado las relaciones de poder masculino, evidenciadas en formas de dominación, explotación y violaciones, en razón de ser mujeres y de estar inscritas en un lugar de subordinación e infravaloración en el sistema patriarcal. S. de Beauvoir (1949/2015), expuso que las mujeres han estado confinadas históricamente a habitar tres escenarios de dominación masculina y de configuración identitaria: el hogar, el convento y el burdel. En concomitancia, la identidad de las mujeres se ha reducido a los roles de amas de casa, esposas, madres, religiosas o monjas y prostitutas, sin lugar a otras formas de ser y estar en el mundo. Por otro lado, la minorización, (término usado por R. Segato (2003), destaca la infravaloración de las mujeres como sujetos políticos), de los temas de las mujeres se halla patentizada en los trabajos de F. Engels (1884/2006) al señalar la milenaria dependencia de las mujeres a la tutela de padres, hermanos mayores y posteriormente a la tutela del marido en el contexto del matrimonio, situación que en la actualidad aún no se ha logrado superar, más bien se han solapado bajo otras formas de relación subordinada, en las que la violencia de género es una de sus más dramáticas apariciones.
La Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer (Organización de las Naciones Unidas -ONU-, 1993), concibe que todo acto de agresión, amenazas, coacción en contra de una mujer, que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para ella, así como la privación arbitraria de su libertad, tanto si se produce en el ámbito privado o público, en razón de su pertenencia al sexo femenino, se constituye en violencia de género. Esta Declaración constituye un avance en la reivindicación de los derechos humanos de las mujeres, al exponer que la violencia contra la mujer constituye una violación de los derechos humanos y las libertades fundamentales que impide total o parcialmente a la mujer gozar de los mismos, además, reconoce que esta violencia en contra de la mujer es continua y endémica fundamentada históricamente en relaciones de poder desiguales entre hombres y mujeres, que han conducido a las relaciones de dominación, a la discriminación por parte del hombre e impedido, no sólo su libre desarrollo, sino también la igualdad jurídica, social, política y económica en la sociedad.
A pesar de los avances formales de índole internacional, nacional y local por medio de protocolos, tratados, convenciones, legislación, acuerdos y políticas públicas que contemplan derechos, protección y cuidado para las mujeres, estas siguen siendo población inadecuadamente atendida, vulnerable y polivictimizada (Finkelhor, Ormrod & Turner, 2007). La violencia de género, no solo constituye una manifestación de la perpetuación de la subordinación de lo femenino a lo masculino, sino que adopta diversas formas de daño y desvalorización de lo femenino, enmarcadas en ejercicios cotidianos de poder hacia las mujeres y las niñas, que van desde los malos tratos, la agresión física, acoso, intimidación abuso y violación sexual y violencia psicológica, hasta las prácticas tradicionales nocivas para las mujeres: mutilación genital femenina, explotación sexual, trata de mujeres, esclavitud doméstica y sexual, prostitución forzada, entre otras.
En Colombia, el padecimiento de las mujeres como grupo vulnerable y en constante estado de riesgo e indefensión, permanece en el tiempo, trasciende las acciones jurídicas y las luchas sociales. Aún siguen siendo alarmantes los índices de violencia en contra de las mujeres. El Sistema Nacional de Vigilancia en Salud Pública -Sivigila-, reportó 91.445 casos de violencia de género, de los cuales el 78,5% fueron por violencia física, sexual y psicológica, afectando en un 76,6% a las mujeres (Instituto Nacional De Salud -INS-, 2017a). La violencia física se reportó con mayor frecuencia en el grupo de mujeres de 20 a 29 años, la violencia sexual en el grupo de 10 a 14 años, y la violencia psicológica en los grupos de 15 a 19 años y de 25 a 29 años. Dentro de las características de los agresores, se observa que estos tienen vínculos familiares con las mujeres víctimas, destacándose la pareja como el agresor más frecuente de violencia física (41,7%), sexual (19,4%) y psicológica (35,2%). En el 71,7% de los casos de violencia de género notificados, el escenario de ocurrencia fue la vivienda, seguido de la vía pública en un15,8% (INS, 2017b).
Según reportes del Grupo Centro de Referencia Nacional sobre Violencia (2016/2017/2018/2019) del Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses, entre los años 2015 y 2017, las cifras oscilan entre 40.000 casos notificados, pero para el INS, 2017, se presentó un aumento de casos en un 5,8%, pasando de 93.614 en 2016, a 98.999 para el año 2017. En promedio, se notificaron 1.904 casos semanales. Esta cifra es alarmante, dado que las violencias hacia las mujeres se siguen presentando en el contexto de su relación de pareja y en el núcleo familiar, escenarios privados, que tienen como característica principal, el favorecimiento de acciones violentas cíclicas (Walker, 2012). En ellas se vinculan comportamientos violentos repetitivos, más frecuentes y graves en el tiempo, sin distinción de edad, raza, religión, estado civil o clase social (Bogantes, 2008), hasta terminar en feminicidio.
La persistencia y agudización de las violencias contra las mujeres, se manifiesta en las estadísticas de feminicidios ocurridos entre el año 2017 y 2019, con una cifra de 1.488 casos, de los cuales, 378 fueron cometidos por hombres: parejas o exparejas de las víctimas. A septiembre de 2019, se reportaron 95 casos más, lo que equivale a decir que aproximadamente cada dos días y medio, una mujer fue asesinada por su pareja o ex pareja. (Corporación Sisma Mujer, 2019). Estas cifras son perturbadoras y evidencian un contexto con poco respeto por la vida de las mujeres, en donde la ausencia de empatía se convierte en el principal síntoma de una sociedad perturbada que genera daños irreparables en sus tejidos sociales. Los departamentos con mayor frecuencia de feminicidios son: Valle del Cauca y Antioquia, y la ciudad de Bogotá D.C., tendencia que se mantiene a la fecha (Instituto Nacional De Salud- INS-, 2017a).
La cultura colombiana, como en muchos países de la región de América Latina y el Caribe, naturaliza la violencia contra la mujer, produce y reproduce estereotipos de género, refuerza prácticas de sexismo, micromachismos en escenarios cotidianos, reproduciendo así discriminación, normalización de las distintas formas de agresión y violación de los derechos de las mujeres. Aunado a ello, las investigaciones sobre violencia de género, en el contexto colombiano y latinoamericano, en su mayoría, presentan una predominante orientación empírica y estadística, con pocos o nulos fundamentos en la teoría sociológica más general, y cuando se apoyan en una teoría social, ignoran el carácter interaccional de la violencia, las mediaciones existentes entre la estructura patriarcal y la conducta específica de los agresores (Castro & Riquer, 2003). En este sentido, las estadísticas de violencia de género, reportadas en Colombia, solo corresponden a acusaciones que requieren valoraciones médico-legales, sin tener en cuenta aquellas que, aún con un grado mayor de gravedad y sin previa denuncia, no hacen parte de los registros del Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses. La falta de datos estadísticos, o la existencia de los llamados subregistros de los casos de violencias de género no denunciados o reportados como violencia de otra índole, es un obstáculo que hace difícil revelar la verdadera magnitud de este fenómeno en Colombia, además de limitar una mejor comprensión de la complejidad del problema de la violencia de género. Los datos estadísticos, presentados en este trabajo, provienen de informes de investigaciones y documentos de instituciones del gobierno colombiano y Organizaciones no Gubernamentales -ONG- defensoras de los derechos de las mujeres.
Según datos reportados por la Corporación Sisma Mujer (2019), en el año 2018 hubo 17.009 denuncias de delitos de violencia intrafamiliar, especialmente contra las mujeres. Cada 31 minutos, por lo menos una mujer es víctima de violencia intrafamiliar. También en el contexto de las relaciones de pareja, las mujeres son violentadas cada 12,3 minutos. Las estadísticas de este delito destacan que, en el año 2018, se registraron 42.753 casos y a corte del mes de septiembre de 2019, se reportaron 32.157 casos (Corporación Sisma Mujer, 2019). Este panorama demuestra que un alto porcentaje las violencias de género siguen siendo perpetradas dentro de los espacios íntimos y domésticos. En este punto cabe anotar, que dentro de la legislación colombiana no existe una ley diferenciada para tipificar los delitos de violencia de género en relaciones de pareja, estas se encuentran caracterizadas dentro de la ley de violencia intrafamiliar, lo que no permite observar la gravedad de este tipo de violación y la vulneración de los derechos de las mujeres en los escenarios cotidianos, ni favorece el estudio detallado del fenómeno con evidencia concreta, puesto que, en muchos casos, estas violencias se solapan como parte de los conflictos familiares, desconociendo las particularidades del caso. Por otro lado, cuando la legislación califica como lesiones personales los daños ocasionados a la mujer, por parte de su pareja o expareja, la conciliación es viable, se minoriza el delito, favorece al victimario, pero deja a la mujer en riesgo de feminicidio (Red Nacional De Mujeres, 2013).
Por su parte, el desempleo femenino y la concomitante feminización de la pobreza constituyen una condición de vulnerabilidad para que las mujeres desestimen la denuncia y permite al agresor mantener el ejercicio naturalizado de la violencia y la fuerza de la subordinación. Toda esta circularidad de la violencia impide, en un gran porcentaje de los casos, que las mujeres rompan con esos ciclos de daños. Tanto la naturalización de la violencia hacia la mujer en el contexto de las relaciones de pareja y de la vida del hogar, como las omisiones de acciones jurídicas preventivas y de urgente protección, facilitan la comisión de feminicidios.
Los obstáculos en el acceso a la justicia para las mujeres víctimas de violencias de género, continúa siendo un grave problema de garantía y protección de los derechos humanos de ellas, representado en grandes limitaciones jurídicas, donde pese a los avances en la legislación, aún se evidencian altos grados de impunidad e indiferencia por parte de los administradores de justicia del país, tal como lo expresa, el sexto informe de la Red Nacional de Mujeres: el estado procesal de las investigaciones por los delitos sexuales, la violencia intrafamiliar y la inasistencia alimentaria que se tramitaron entre el 2009 y 2012, demuestra que entre el 81% y 90% se encuentran en situación de impunidad (Quintero, 2013, p. 60). Esta situación de inaccesibilidad de las mujeres víctimas de violencias de género a los mecanismos de justicia, para la garantía y protección de sus derechos, es también una forma de violencia contra la mujer, manifestada en la tolerancia del Estado, mediante la impunidad y la indiferencia de su sistema de justicia, frente a las agresiones y daños hacia las mujeres denunciantes.
La impunidad en el contexto de denuncia de violencias hacia las mujeres, es una manifestación de las prerrogativas para los hombres en un sistema patriarcal, heteronormativo, que, con sus mandatos de masculinidad, facilita y perpetúa la comisión de prácticas violentas invisibles institucionalizadas, que han empezado a develarse entre los tejidos sociales, superando el carácter subjetivo que se le ha dado al tratamiento jurídico de los ataques contra las mujeres. Las violencias institucionales contra las denunciantes, se sustentan en la endémica violencia de género y se evidencian en acciones u omisiones realizadas por el Estado y sus autoridades, tomando diferentes formas en el tratamiento judicial del fenómeno: baja tasa de condenas, prácticas androcéntricas, estereotipos de género, resistencia a la conceptualización de la violencia de género, machismo y atención revictimizante a las mujeres violentadas (Bodelón, 2014).
Este texto derivado del análisis documental del proyecto de investigación: Violencia de género institucionalizada en el sistema jurídico colombiano: caso Antioquia, constituye un avance del estudio en mención, en la presentación del complejo panorama de las distintas formas en que las violencias de género están implícitas en las instituciones estatales colombianas de aplicación y acceso a la justicia y los modos en que opera su sistema penal y su respectivo tratamiento jurídico, actuando desde los mandatos del patriarcado, en los casos de denuncia de mujeres víctimas de violencia de género en sus relaciones de pareja o cuando esta termina por voluntad de la mujer. Se identifican distintas formas de violencia institucionalizada en el aparato jurídico de denuncia, que van desde la insuficiencia de recursos profesionales y administrativos en las Comisarías de Familia, pasando por una atención permeada por discursos y prácticas sustentadas en prejuicios sexistas, estereotipos de género, que conllevan a su estigmatización y su consecuente revictimización, hasta la impunidad, y en casos más graves, al feminicidio.
Método
Las elucidaciones que se presentan en este texto se configuraron mediante un diseño cualitativo de investigación de tipo hermenéutico, documental y con una mirada feminista. La revisión documental se realizó desde los postulados de Galeano (2004), para quien la exploración, la lectura y el análisis de documentos, permite ampliar la comprensión de fenómenos en su mayor profundidad y complejidad. Se realizó una búsqueda a profundidad de publicaciones científicas, reportes de investigación y datos estadísticos nacionales sobre las violencias hacia las mujeres, depurando su contenido hacia el tratamiento institucional de estos delitos y el papel ambiguo del Estado colombiano frente a este fenómeno. Vale destacar que, en el contexto colombiano, la producción científica de textos sobre violencia institucional de género no es abundante y es de reciente documentación. Asimismo, se asumió la concepción de Olesen (2012), acerca de la Investigación Cualitativa Feminista, como respuesta a la necesidad particular de construir conocimiento sobre género, desde las miradas feministas; investigaciones que permitan la compresión de las mujeres en particular, con las problemáticas que viven por el hecho de haber nacido mujeres. En este trabajo, esta mirada fue importante puesto que la violencia contra las mujeres, no están tipificadas en Colombia como violencia de género en el sistema jurídico. Esta forma de violencia se considera ya representada en los casos de violencia intrafamiliar, favoreciendo con ello su invisibilización y, por ende, al no existir formalmente como categoría jurídica en el sistema normativo, no puede ser abordada legalmente, en su aparición y características propias.
La búsqueda de las publicaciones se realizó en las bases de datos bibliográficos especializadas de textos completos, de acceso abierto y restringido: Google académico, Redalyc, Scielo, EBSCO, Scopus y Web Of Science, con una ventana temporal entre 2000 y 2019, en idioma español e inglés. Además, se realizó la revisión de informes técnicos de ONG, la legislación colombiana del sistema penal en el tratamiento a la violencia contra la mujer, libros sobre violencia de género con perspectiva feminista. Se utilizaron descriptores tales como violencia de género, violencia en relaciones de pareja, violencia institucional, sexismo, machismo, revictimización. Se encontraron alrededor de 150 artículos de esta revisión. Luego de su lectura se seleccionaron para los propósitos de este trabajo, dieciséis (17). Asimismo, se utilizaron ocho (8) informes técnicos de ONG, nueve (9) disposiciones legales: leyes, decretos y sentencias de la Corte Constitucional de Colombia y tres (3) libros sobre violencia institucional de género. En total, la revisión estuvo compuesta por treinta y seis (37) documentos analizados.
El análisis individual de los documentos se elaboró mediante fichas bibliográficas de resumen, de citación textual y de comentario personal (Chong De La Cruz, 2007). Posteriormente, se realizó la identificación de ideas y conceptos comunes entre los textos, utilizando la lógica del análisis de contenido: identificación de objetivos y contextos, unidades de análisis del fenómeno y definición de conceptos clave. Luego se procedió a la identificación de relaciones entre conceptos y análisis crítico de todos los documentos entre sí, permitiendo estructurar categorías analíticas e inferenciales entre las correlaciones establecidas: concordancias, variaciones, diferencias y relaciones concomitantes. De este proceso, emergieron las dos categorías que condensan todo el análisis, interpretación y relaciones del contenido de la revisión documental de esta investigación, a saber: 1. Complicidad entre el patriarcado y el mantenimiento de la violencia de género en el Estado y 2. Violencia de género institucionalizada y re victimización estatal.
Resultados
Complicidad entre el patriarcado y el mantenimiento de la violencia de género en el Estado
La violencia de género es considerada una de las principales dificultades que contiene factores estructurales y sociales que han conducido a actos de dominación y discriminación hacia las mujeres, impidiendo su pleno desarrollo y seguridad (Ministerio De Justicia y del Derecho, 2012). La Organización de los Estados Americanos -OEA- (1995), en la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, Convención de Belém do Pará, define la violencia de género como todo acto de violencia en contra del sexo femenino, que pueda causar sufrimiento físico, sexual o psicológico, producido en la esfera pública o privada, resaltando el contexto en donde ocurren los hechos. Estas violencias pueden darse dentro de la pareja, la familia, la comunidad, en el marco de los conflictos armados y la ejercida y tolerada por el Estado (Yugueros García, 2014).
La violencia de género es de tipo estructural, ya que sistematiza y mantiene vigentes las lógicas del patriarcado como sistema de organización social con un carácter ordenado y jerárquico, que toma forma tanto en lo público como lo privado, donde su reproducción contiene elementos de legitimación directa, cuyas prácticas pueden ser visibles o invisibles, y estas a su vez, se normalizan y convierten en un lenguaje común sobre la subordinación de las mujeres. En ese sentido, la violencia de género cuenta con el encubrimiento y la propagación de prácticas metódicas, las cuales, con la repetición diaria, solapada y sutil, logran el mantenimiento de las leyes y órdenes establecidos por las violencias estructurales. Estas, al estar suscritas en la tradición del contrato social, están atravesadas por el estatus moral de una sociedad patriarcal que desconoce que las estructuras jerárquicas que ordenan el mundo, la organizan de manera desigual en razón del género, minorizando los temas de las mujeres y acentuando las relaciones de poder que sostienen la restauración de la masculinidad por medio de la victimización de lo femenino (Segato, 2003). Esta construcción social del patriarcado se propaga y se fortalece en los principales escenarios de socialización: Familia, Escuela, Estado, Religión, logrando a través de ellas, la interiorización de patrones de la cultura que alienan y suspenden la condición de ciudadanía, a través de la privación de los derechos humanos (Galtung, 2016).
El carácter complejo de la violencia de género no solo contiene en sí misma, una violencia estructural o fundante de exterminio y dominación física de las mujeres, sino también una forma de poder y control evidenciado en el carácter circular de otras expresiones de violencia: cultural, directa y simbólica, con las que cohabita. Estas violencias se mantienen unas a otras de manera interconectada, por medio de prácticas de colonización, adoctrinamiento social, recrudecimiento y normalización de la crueldad, para ratificar así los mandatos de masculinidad (Segato, 2018). La ausencia de alteridad frente a los actos de sufrimientos y sometimiento de las mujeres, describe a una sociedad patológica que ha perdido su capacidad para vincularse empáticamente con sus semejantes. Los deseos de poder y dominación, propios de la cultura patriarcal, inevitablemente conllevan a la cosificación de las personas, especialmente de su población más vulnerable. Esto, en su nivel más deshumanizado, conduce a la tolerancia de todo tipo de crueldad hacia lo femenino, facilitando su naturalización y normalización en todos los ámbitos de la vida, lo que permite que el fenómeno de la violencia contra la mujer, sea abordado exclusivamente como un problema jurídico de fácil manipulación y direccionamiento operativo.
Es de advertir que la violencia invisible o, como lo refiere Segato (2003), la violencia moral, permite mantener a las mujeres como sujetos disciplinados y obedientes, ante los modos de control social. Esta forma de violencia incluye desde las agresiones emocionales, la desvalorización cotidiana de la mujer como persona, y todas aquellas maneras de coacción que las ubiquen en un estado de indefensión. La eficacia de la violencia moral en la reproducción de la desigualdad de género, está dada por su sutileza, su carácter difuso y su omnipresencia, su arraigo en valores morales, religiosos y familiares, permiten la justificación moral de la agresión los hombres hacia las mujeres.
Mientras las consecuencias de la violencia física son generalmente evidentes y denunciables, las consecuencias de la violencia moral no lo son. Es por esto que, a pesar del sufrimiento y del daño evidente que la violencia física causa a sus víctimas, ella no constituye la forma más eficiente ni la más habitual de reducir la autoestima, minar la autoconfianza y desestabilizar la autonomía de las mujeres (Segato, 2003, p.115).
A pesar de la presencia y fuerza de la violencia moral, como instrumento de dominación de las mujeres, la ausencia de una categoría jurídica para nombrarla, impide que ellas puedan evidenciarlas y denunciarlas, limitando la búsqueda de ayuda y su acceso a la defensa (Segato, 2003). La alienación de los derechos de las mujeres está representada socialmente en la utilización de estereotipos androcéntricos, prácticas machistas y sexistas, que, de manera invisible, se siguen reproduciendo en las principales instituciones de la sociedad y en las instituciones del Estado. La cultura patriarcal también se ha valido de las instituciones estatales y encuentra soporte en la soberanía de los legisladores, quienes determinan el uso y el destino del cuerpo de las mujeres y de los cuerpos feminizados, demostrando que su poder permite suspender la soberanía del otro, para anexarla al control de su territorio. Esta forma de violencia aniquila la voluntad de la víctima, cuya reducción es justamente significada por la pérdida de control sobre el comportamiento de su cuerpo y el agenciamiento del mismo por la voluntad del agresor (Segato, 2016, p. 38). Por otro lado, la moralización de los cuerpos femeninos, como objetos ideales de deseo masculino, comportados según el prototipo de la mujer digna, son el fundamento que autoriza los actos punitivos ejercidos sobre los cuerpos femeninos y feminizados, en tanto transgreden el orden heteronormativo, reduciendo su supervivencia al acato de la prescripción legal androcéntrica.
En concordancia con lo anterior se puede afirmar que, desde la invención de los derechos humanos con la comprensión de un Uno universal e igual, se desconoció la relación asimétrica y las condiciones de desigualdad para las mujeres, controlando todos aquellos grupos que representaran la diferencia, pasando a ser el complemento subordinado del sujeto masculino, que reencarna lo público y el Estado, y que además prescribe la ley y los órdenes políticos. Esta concepción despolitiza y margina lo femenino, transformándolo en residuo y anomalía con relación al sujeto universal (Segato, 2018, p. 69). En ese sentido, la concepción jurídica de las mujeres está generizada y por lo tanto debe ser disciplinada y regulada.
De manera que, este discurso jurídico y su jurisprudencia no ha logrado suspender la vulneración sistemática de los derechos de las mujeres, además de las múltiples violencias a las que han estado sometidas históricamente. El progreso legislativo y social no ha logrado desmontar las estructuras patriarcales dentro del Estado, toda vez que las prácticas de derecho tradicional, temático y familista, continúan disciplinando la relación víctima - agresor, de manera lineal y fragmentada, desconociendo las estructuras asimétricas y circulares que fundan las violencias de género, las cuales por medio de la regulación del cuerpo (sexualidad y reproducción) y de la identidad de las mujeres (amas de casa, esposas, madres, religiosas o monjas y prostitutas), han logrado mantenerlas en el plano de lo privado, donde son fácilmente disciplinables.
Este escenario no solo ha permanecido en la formulación de la legislación, sino que se ha transferido a toda la institucionalidad estatal, especialmente en el acceso a la justicia de las mujeres denunciantes víctimas de violencia de género, tal como lo muestran las investigaciones de Naredo, Casas & Bodelón (2014); Bodelón (2014); Rodríguez & Bodelón (2014); Heim (2014); Rodríguez & Naredo (2015); Amnistía Internacional (2016); Evangelista-García; Tinoco-Ojanguren & Tuñón-Pablos (2016); Corporación Sisma Mujer (2019), las cuales coinciden en que parte de ese ejercicio violento hacia las mujeres en las estructuras judiciales, está compuesto de prácticas androcéntricas, estereotipos de género, reproducción de conductas sexistas y machistas que discriminan, degradan, atemorizan, revictimizan y no garantizan la reparación del daño y la protección efectiva del derecho de las mujeres a vivir una vida libre de violencias. A ello se adiciona, la poca credibilidad de las víctimas denunciantes y la falta de sentencias oportunas y adecuadas contra los agresores. Asimismo, las mujeres víctimas desisten de la denuncia por sus condiciones de vulnerabilidad, la dependencia económica, los largos trámites jurídicos, el desconocimiento de la legislación que protege sus derechos, la supeditación exclusiva de las violencias psicológicas, patrimoniales, económicas, morales a la violencia física y el miedo frente a las consecuencias negativas de su denuncia al agresor. Estas situaciones, a su vez, llevan a las víctimas a tener experiencias traumáticas en el sistema judicial y penal.
El problema de la violencia de género sostenido en un sistema patriarcal, no solo ha despojado a las mujeres de la vida comunal confinándolas al ámbito privado, sino que también, en su carácter histórico, ha construido y mantenido una relación de complicidad entre las formas estructurales, culturales y fundantes de la violencia, con las prácticas del Estado, que por medio de la legislación y su operativización, siguen sustentando la violación de los derechos humanos de las mujeres, la dominación de los cuerpos, su subjetividad, y las han impedido reclamar y vivir una vida libre de violencias.
Violencia de género institucionalizada y re victimización estatal
El padecimiento de las mujeres como grupo vulnerable y en constante estado de indefensión, permanece en el tiempo, trasciende las acciones jurídicas y los procesos de lucha social, toda vez que el mantenimiento de los órdenes sociales, continúa ubicándolas en una condición de precariedad, que le suspende la dignidad ante la incapacidad de satisfacer sus necesidades físicas, materiales y adicionalmente, incluye prácticas de marginación que les enajenan su facultad de agencia. Aún en la actualidad, la mujer sigue estando relegada a lo doméstico, a la reproducción de la prole y a la satisfacción de las necesidades familiares y conyugales. Si bien, históricamente colectivos de mujeres, han iniciado luchas sociales y políticas para el reconocimiento y la reivindicación de sus derechos, se han logrado algunos avances en la legislación internacional, aún los Estados están en deuda con las mujeres en el cumplimiento de sus deberes gubernamentales de atención, garantías de protección, restablecimiento de derechos, empoderamiento y capacidad de agencia.
Tras la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, Convención de Belém do Pará (OEA, 1995), Colombia se asumió como Estado parte y tras el bloque de Constitucionalidad, se establece que los tratados internacionales sobre los derechos serán ratificados e implementados por los países. Esta Convención, expone en su capítulo III, que todos los Estados están obligados a tomar acciones por medio de sus autoridades y funcionarios para implementar lo ordenado allí, además de prohibirles abstenerse a estas directrices, estimando que cualquier acto que represente acción u omisión, también será condenado como un acto de violencia de género. No obstante, se encuentra una tensión entre el mandato jurídico y la operatividad de los actos, tratados y convenciones que a nivel internacional estipulan la implementación de protocolos facultativos para la erradicación de todas las formas de violencia contra las mujeres, toda vez que el acto administrativo no supone la operativización y el desarrollo de los marcos legales, donde no siempre, se dan cambios significativos respecto a los estereotipos androcéntricos en sus estructuras jurídicas. Esto será necesario para garantizar una atención eficiente ante las necesidades de las mujeres.
Esta inoperancia práctica de la legislación, conlleva a que la mujer violentada solo cuente con el aparataje jurídico como única vía formal para la denuncia y la reparación. Dando paso a la aparición de una nueva categoría, acuñada por Bodelón (2014) como violencia institucional de género, definida como:
Actos u omisiones de las y los servidores públicos de cualquier orden de gobierno que discriminen o tengan como fin dilatar, obstaculizar o impedir el goce y ejercicio de los derechos humanos de las mujeres, así como su acceso al disfrute de políticas públicas destinadas a prevenir, atender, investigar, sancionar y erradicar los diferentes tipos de violencia. (p. 133).
Esta noción ha servido para visibilizar un conjunto de prácticas y actitudes provenientes del patriarcado que han impedido que se realice un cambio en las estructuras institucionales, especialmente en el Estado y su aparato jurídico. Este tipo de violencia institucional hacia las mujeres y el papel ambiguo del Estado ante la evidente vulneración de sus derechos de las denunciantes víctimas de violencias de género, evidencia que la simple modificación de las estructuras procesales del sistema penal no supera las desigualdades de poder existentes entre hombres y mujeres; tampoco son suficientes las acciones de prevención y las sanciones penales para la erradicación de dichas violencias (Bodelón, 2014). Entonces se sostiene que los contratos jurídicos, al estar suscritos en la tradición del contrato social, están atravesados por el estatus moral de una sociedad inscrita en un sistema patriarcal con costumbres culturales que lo sostienen. En este sentido, siguiendo a Rita Segato (2013) ni el derecho, ni los juristas perciben que existe una relación asimétrica sobre la dimensión de género y sobre los poderes, asunto que les impide la emisión de sentencias adecuadas y justas.
Mientras en el estudio sobre las violencias contra las mujeres en los textos jurídicos de América Latina y el Caribe (Zurbano-Berenguer, Gordillo & Berenguer, 2019), Colombia es reconocida como uno de los países con una legislación amplia y avanzada, respecto a las violencias contra las mujeres, los informes anuales de ONU-Mujeres, Colombia, (2010-2011) y el Informe Sobre Desarrollo Humano (2016), del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo -PNUD, señalan altos índices de violencia fáctica en contra de las mujeres y de manera unánime resaltan toda una serie de inconsistencias en la garantía y protección de los derechos de las niñas y mujeres en Colombia. Al país, le urge adelantar acciones concretas que aceleren la implementación real de los marcos normativos, la inclusión de las mujeres en los ámbitos económicos, políticos y sociales, así como contrarrestar la continua y creciente ola de violencias en contra de las mujeres, las niñas y las jóvenes del país (ONU Mujeres Colombia, 2015).
Cabe resaltar que las violencias a las que han estado sometidas las niñas y mujeres en Colombia, asumen dimensiones más dramáticas en el contexto de un conflicto armado crónico y resistente a la superación. En los cuerpos de niñas, adolescentes y mujeres, no solo se han constatados los peores vejámenes de una guerra deshumanizada, sino también el padecimiento de las decisiones judiciales injustas de las instituciones del Estado con sus administradores de justicia, a quienes se supone protectores y garantes los derechos humanos de todos los ciudadanos, especialmente para los grupos más vulnerables, dentro de los cuales se hallan las niñas y las mujeres. Colombia aún no ha dimensionado los costos significativos sociales y económicos que supone la violencia de género. No sólo supone graves consecuencias para el sistema de salud, con la concomitante menor productividad laboral, sino también menores tasas de acumulación de capital humano y social (Banco Mundial, 2004).
La Red Nacional de Mujeres (2018), en su informe sobre los obstáculos para la implementación de la Ley 1257 diez años después de su implementación, expresó que dicha ley no estaba siendo bien aplicada por las autoridades, no solo por falta de comprensión del modelo de protección, tanto en los operadores de justicia como las comisarías de familia, sino precisamente por un ejercicio deliberado y violento en que se obstaculiza el acceso de las mujeres a la justicia. En el caso particular de las Comisarías de Familia, no se cuentan con bases de datos claras sobre las medidas de protección otorgadas y clasificadas por sexo. Por otra parte, como medio para la resolución de la violencia intrafamiliar se utiliza la figura jurídica de la conciliación, obviando en su mayoría el derecho de las mujeres a no ser confrontadas con el agresor, y lo que es aún más preocupante, es que en la generalidad de las Comisarías de Familia prevalece la utilización de las medidas del derecho de familia y no lo estipulado en la Ley 1257 de 2008 (Congreso de la República de Colombia, 2008).
Como hito histórico, tras la revisión de un fallo judicial emitido por la Comisaría de Familia 1 de Usaquén, Cundinamarca, en donde se vulneraron los derechos de una mujer por parte de su expareja y se evidencia la inoperancia de los funcionarios a cargo del caso, incurriendo en revictimización de la demandante, la Corte Constitucional de Colombia, en la Sentencia T-735 de 2017, nombra por primera vez y reconoce la existencia de la violencia institucional contra la mujer y en ella expone que el Estado puede convertirse en segundo agresor de una mujer, cuando no es diligente en atender denuncias de violencia de género. Precisó también, que las autoridades encargadas de la atención de las denuncias de las mujeres víctimas de violencia de género, incurren en violencia institucional, cuando con su acción u omisión, les causan o amenazan con ocasionarles daño psicológico, impidiendo a la mujer acceder a una protección efectiva, enviando a las víctimas, a sus familias y a la sociedad, el mensaje de que la autoridad estatal tolera la agresión hacia las mujeres (Corte Constitucional de Colombia, 2017a). En esta misma Sentencia, la Corporación Sisma Mujer se pronuncia para visibilizar por primera vez la violencia institucional en el marco de la violencia de género, señalando que existen estereotipos de género que violan los derechos y las libertades, tomando con sospecha de mentira o exageración los hechos manifestados por las mujeres denunciantes. Se reconocen dos tipos de violencia de institucional: aquella que supone obstáculos para acceder a la justicia y la que reproduce la violencia contra las mujeres, cuando los funcionarios ocasionan daños de cualquier índole. En este último aspecto, la misma Corte Constitucional colombiana, en la Sentencia T-27 de enero 23 de 2017, dictamina que la defensa ejercida por una mujer ante una agresión de género, no puede convertirse en excusa del Estado para dejar de tomar medidas adecuadas y eficaces que le garanticen su vida libre de violencia. En este sentido, la mujer víctima de violencia de género no pierde el derecho a reaccionar a la agresión del victimario, ni pierde su calidad de sujeto de especial protección constitucional (Corte Constitucional de Colombia, 2017b).
Posteriormente, en el año 2018, La Corte Constitucional de Colombia, promulga la Sentencia T-338, luego de la revisión de la decisión judicial de un caso de violencia intrafamiliar, la Corte ordenó la asistencia obligatoria de todos los jueces de la jurisdicción de familia a recibir capacitaciones sobre enfoque de género y su aplicación en la administración de justicia. Con esta medida, la entidad judicial expuso la necesidad de que los jueces, en ningún caso, los derechos del agresor sean valorados judicialmente con mayor peso que los derechos humanos de la mujer a gozar de integridad física, mental y a vivir libre de cualquier tipo de violencia (Corte Constitucional de Colombia, 2018).
Esta reciente nominación de la violencia institucional en Colombia por parte de los operadores de justicia, especialmente en la Comisarías de Familia, devela la punta de iceberg de conductas que han sido invisibilizadas durante los procesos administrativos y judiciales, que posibilitan permanentes violaciones a los derechos de las mujeres con altas tasas de impunidad y feminicidios. Ante la repetición de tales hechos, el cuestionamiento de la eficacia de la legislación y de la justicia para las niñas, adolescentes y mujeres adultas, será permanente. No obstante, el reconocimiento de la violencia institucional en el sistema jurídico colombiano, aún falta develar los vínculos existentes entre las clásicas de la justicia, que ocultan las inequidades de género, las leyes y políticas públicas fundamentadas en ellas y la violencia institucional.
Conclusiones
La naturalización de las violencias de género y la influencia del familismo como bien consagrado en la Constitución Política Colombiana, ha facilitado la propagación del patriarcado en la legislación del país. La fuerte orientación conservadora y la necesidad de confirmar el prestigio y el poder masculino, propone en la mayoría de los casos la vía conciliatoria ante los hechos de violencia contra las mujeres. Esto ha logrado mantener la jerarquización social del género, las prácticas de dominación, subordinación y altos grados de impunidad ante los delitos amparados por la legislación. Debido a este enfoque, la violencia de género se sigue relegando al plano de lo íntimo, y, por tanto, se continúan normalizando prácticas de violencia contra la mujer en los escenarios cotidianos e instituciones de socialización.
Por otra parte, es posible identificar que el problema es mucho más complejo y no se resuelve solo con la formulación de la legislación, toda vez que existe una amplia compilación de leyes, protocolos y sentencias que legitiman los derechos, exigen su protección y ordenan las sanciones que deben emplearse para la atención y el restablecimiento de los derechos vulnerados, sin embargo, aún no se garantizan una vida libre de violencias. Por el contrario, es evidente el contraste entre un modelo de proyección normativo, desarticulado y saturado que no ha logrado desmontar la violencia contra las mujeres, allí donde aún muchas de sus manifestaciones son invisibilizadas o carecen de nombre para poder ser judicializadas, asunto que además se encuentran en íntima correlación con la poca inclusión de las mujeres en la formulación de la legislación penal y la consulta democrática para su operatividad.
Con la reciente visibilización de las prácticas de violencia de los operadores de justicia del país y su reproducción de estereotipos de género, prácticas androcéntricas, conductas sexistas y misóginas, que discriminan y anulan la libertad de las mujeres, donde por medio de ejercicios abusivos del poder, presencia de corrupción y una deficiencia en el profesionalismo para la aplicación de la legislación, que han permitido omisiones en el conducto regular del debido proceso, limitando el acceso a la justicia y aumentando la vulnerabilidad y re - victimización social por parte de los funcionarios públicos hacia las mujeres víctimas de violencias de género. Este problema de orden estructural requiere de un cambio cultural, donde el Estado realice acciones concretas que trasciendan la sensibilización, donde se realice un control efectivo de las instituciones administradoras de justicia, se eduque a los operantes jurídicos en el enfoque de género para que lo operativicen en sus decisiones judiciales, especialmente en los casos de violencia intrafamiliar, cuyo fin es el logro de la eficacia simbólica de las sentencias, visibilizando y revirtiendo los efectos del patriarcado y las estructuras del poder que aun sostienen los escenarios de dominación social.
Aunque Colombia es un país avanzado en la Región, respecto a la legislación sobre violencias contra las mujeres, el hecho de no tipificarlas como violencias de género, sino incluirlas en las violencias intrafamiliares, hace que no sea posible la comprensión del fenómeno en toda su complejidad, en tanto la legislación, aunque amplia, puede terminar obstaculizando la explicación de las consecuencias de un sistema patriarcal que ha naturalizado la violación de los derechos de las mujeres. El país se caracteriza además por el poco cumplimiento de la legislación, a pesar de que existe una convicción de que los grandes problemas sociales se resuelven por la vía de la legalidad, pero sin el reconocimiento de los factores estructurales de los mismos.