INTRODUCCIÓN
La seguridad puede entenderse como un elemento intrínseco para la sociedad. El curso de los años ha cambiado la forma en que los individuos se han mantenido y promovido una vida segura en la colectividad. Los cambios en la estructura institucional y social exigieron la conformación de los ideales de seguridad desde sus propias perspectivas y adecuadas a su tiempo. El mundo contemporáneo, siguiendo ese razonamiento, requiere que el control social esté en línea con la realidad. En ese sentido, la globalización se presenta como un fenómeno actual que da lugar a novas configuraciones en la política criminal de los Estados nacionales. Ese escenario no es diferente en Brasil, esencialmente porque está establecido como una sociedad de riesgo, en la que se difunden y se crean temores, y un Estado punitivo, en el que la demanda por el recrudecimiento del ordenamiento jurídico penal es constante.
En un contexto así delineado, el presente artículo científico problematiza los efectos de la globalización como constructores de la sociedad de riesgo y, en consecuencia, la formación de una coyuntura político-social basada, casi en su totalidad, en supuestos punitivos. El resultado de eso es el surgimiento de pautas criminales más estrictas y el creciente encarcelamiento como una medida adoptada por el Estado para responder a los ciudadanos en relación con el deseo de seguridad. Brasil, que ocupa el tercer lugar en el ranking mundial en cuanto a número de presos, muestra claramente ese proceso, aliado a la mitigación y la violación de los derechos humanos fundamentales. Con 726.712 segregados y un déficit de 358.663 vacantes, el sistema penitenciario brasileño plantea un análisis cuidadoso que, en esta investigación, se orienta a discutir el monitoreo electrónico como condición de posibilidad para la reducción del encarcelamiento masivo.
El estudio surge de la hipótesis de que la globalización promovió cambios significativos en el campo económico, pero también en las esferas políticas, jurídicas, culturales y sociales. Las nuevas relaciones humanas y el continuo avance tecnocientífico han propiciado el surgimiento de la sociedad de riesgo, que, en efecto, repercute en discursos de carácter meramente punitivo. En Brasil, los centros penitenciarios son el retrato de ese fenómeno, tanto en lo que respecta al perfil de la población encarcelada (hombres, jóvenes, negros y pobres acusados o condenados por delitos que son, principalmente, patrimoniales o de tráfico de drogas) como en lo que respecta al uso excesivo de las prisiones provisionales (alrededor del 40 % de todos los presos). Para hacer frente a ese dilema, el monitoreo electrónico surge en el país como una de las medidas capaces de reducir el hacinamiento en las cárceles. Sin embargo, requiere reflexiones detalladas sobre su configuración como (bio)política criminal actuarial dentro de una sociedad de control, como la establecida en el Estado brasileño.
La investigación que aquí se propone tiene como objetivo analizar, en un primer momento, la sociedad de riesgo como algo que proviene de la globalización y sus efectos para la constitución de un Estado punitivo frente a la mentalidad punitivista simbólica. Este análisis se establece en el mundo contemporáneo, con énfasis en la realidad brasileña. En un segundo momento, tiene como objetivo discutir el encarcelamiento masivo y la inserción del monitoreo electrónico en el ordenamiento jurídico nacional como medida que puede o no hacer frente al colapso del sistema penitenciario en Brasil.
1. REPRESIÓN SANEADORA: SOCIEDAD DE RIESGO Y LA MENTALIDAD PUNITIVISTA SIMBÓLICA EN EL BRASIL CONTEMPORÁNEO
En el curso de las últimas décadas, la sociabilidad mundial ha experimentado una serie de transformaciones en sus más variadas dimensiones. De hecho, los desafíos que surgieron a finales del siglo XX y principios del siglo XXI intensificaron la efervescencia de esta nueva era que se estaba consolidando a nivel mundial, caracterizada por el fenómeno revolucionario de la globalización. Según el entendimiento de Octavio Ianni (2014), ese innovador orden social contemporáneo puede llamarse “global, globalizante o globalizado” (p. 188). Esto significa que es una realidad socioespacial en la que la globalización constituye el evento económico, político y cultural más relevante, de alcance transnacional, que ha promovido cambios significativos y permanentes dentro de los Estados nacionales. En consecuencia, como muestra claramente Wagner Menezes (2005), “ha proporcionado una mayor interrelación entre las naciones” (p. 104).
Según la perspectiva de Ana Claudia Santano (2020), “la globalización no puede ser considerada solamente como una cuestión económica”. La autora propone pensar la globalización como “algo mucho más complejo y profundo que involucra cuestiones políticas, económicas, sociales y culturales” (p. 44).
Con efecto, el fenómeno de la globalización consiste en un verdadero marco simbólico- referencial del surgimiento de una nueva etapa que se caracteriza por ser un acontecimiento intenso, complejo y de dimensiones muy amplias. Lo que resulta notable es que, en pocos años, ha terminado un ciclo de la historia de la civilización y ha comenzado otro, a medida que se modifican constantemente varios paradigmas a escala mundial. Esto ha permitido el surgimiento de una serie de nuevas perspectivas sociales, políticas, jurídicas, económicas y culturales. Para Ianni (2014), se puede decir que “toda una era terminó estruendosamente; y comenzó otra no sólo diferente, sino muy diferente, sorprendente. Ahora, [...] se está llevando a cabo un intensoproceso de globalización de las cosas, personas e ideas” (p. 190).
La verdadera novedad insertada por la globalización presenta sus raíces en el aumento crónico de las interdependencias, que se caracterizan por estar entrelazadas por fenómenos que, a menudo, escapan del control estatal. La gran paradoja de los reflejos económicos de los procesos globales en la contemporaneidad radica en que mientras hay una aproximación de civilizaciones distintas, hay también un distanciamiento significativo. Esto significa que se refuerzan los grados de exclusión, los desafíos interculturales y el surgimiento de numerosos problemas sociales que hacen que las desigualdades sean cada vez más efímeras y polimorfas.
Es verificable, entonces, que el nuevo siglo saca a la luz una intensa paradoja nunca antes vista: por un lado, es evidente el extraordinario avance modernizador de las renovadas y complejas tecnologías; por otro lado, se destaca la contradicción existente en la globalización de la vida humana, en la que se atraen inevitablemente dos opuestos: la homogeneización política, económica y cultural, así como la desagregación de los centros de referencia de la sociedad global. En ese sesgo, preocupa la inclusión de la multitud de individuos excluidos de los procesos de globalización, productora de particularismos excluyentes y antagónicos (Bauman, 2008b).
La amplia gama de transformaciones que se vislumbran en el contexto de las innovaciones mundiales condiciona, de hecho, el punto de vista de los sistemas político y económico, además de ampliar algunos aspectos positivos, como el bienestar colectivo e individual. Sin embargo, al mismo tiempo que se elevan las comodidades humanas, existen impactos negativos derivados de ese desarrollo modernizador, entre los que se destacan socialmente: la intensificación de las desigualdades, el estancamiento político y las amenazas de violaciones de los derechos humanos. En otras palabras, los contornos de la contemporaneidad, que se configuran a partir de los densos procesos de globalización, resultan, de acuerdo con el sociólogo alemán Ulrich Beck (2011) -quién acuñó el concepto de la sociedad de riesgo-, en constantes sentimientos de miedo e incertidumbre provocados por la continua aparición de nuevas formas de riesgos que resultan de la imprevisibilidad de las relaciones sociales.
En esa sociedad de riesgo, los seres humanos viven en medio de una constante ansiedad y bajo la amenaza de los peligros que impregnan la realidad, los cuales pueden, notoriamente, materializarse en cualquier lugar y en cualquier momento. Esas sensaciones, dotadas de un carácter permanente y difuso, encarnan un contexto de miedo e inseguridad en la sociedad globalizada. Esto se debe a que los riesgos se caracterizan por ser invisibles, imperceptibles, resbaladizos y de composición futura, además de que poseen proporciones inmateriales que escapan a la posibilidad de comprensión a través de la ciencia. Además, es importante subrayar que el concepto de riesgo, según Zygmunt Bauman (2008b), “capta y transmite la verdadera novedad insertada en la condición humana por la globalización” (p. 129). De esta manera, representa indirectamente y reafirma tácitamente “la suposición de la regularidad esencial del mundo”. Por lo tanto, al tratar los riesgos, la sociedad se enfrenta a sí misma, ya que estos consisten en un producto histórico de las civilizaciones o, incluso, en el reflejo de las fuerzas derivadas de las acciones y omisiones de los individuos (Beck, 2011, p. 275).
Toda la radicalidad y el ritmo de los procesos de transformación de los últimos años sacan a la luz los riesgos como una anticipación de los desastres. Estos refieren, según Beck (2016), a la “posibilidad de acontecimientos y desarrollos futuros, haciendo presente un estado del mundo que (todavía) no existe” (p. 31) y con el que las civilizaciones pueden enfrentarse debido a los avances de la industrialización, la ciencia y las tecnologías. La categoría de riesgos se refiere, por un lado, a la controvertida realidad que existe en la posibilidad especulativa y, por otro lado, al desastre que ha ocurrido. En efecto, la suma de los peligros e inseguridades, su intensificación o neutralización recíproca, constituye la dinámica social y política contemporánea. En vista de ello, la sociedad actual, llena de paradojas y desafíos globales, puede entenderse como catastrófica. En este sentido, no solo debe encontrar alternativas para soportar los diferentes riesgos, sino que también debe remodelarse para hacer frente y resolver las demandas y dilemas humanos que antes eran desconocidos.
Por consiguiente, es evidente que los riesgos adquieren dimensiones globales, pero, en varias ocasiones, pueden dar lugar a manifestaciones a nivel local, con efectos nocivos, imprevisibles e incalculables. Esos factores hacen que los mecanismos, así como los instrumentos construidos por la sociedad, se vuelvan insuficientes para la identificación y el control de las inseguridades que afligen la realidad del mundo. Por esa razón, con el reconocimiento de los riesgos como resultado histórico de las civilizaciones, el estado de bienestar social, la seguridad colectiva y los derechos humanos siguen amenazados. Eso se debe a que los riesgos, envueltos en el panorama de la sociedad globalizada, no son alternativas capaces de proporcionar una opción o un rechazo en el curso del debate sociopolítico. Además, si antes de la era contemporánea los riesgos implicaban innumerables fatalidades, en la era global empiezan a replantearse, es decir, surgen como una amenaza que, como afirma Beck (2016), “determina nuestras expectativas, ocupa nuestras cabezas y guía nuestra acción”, convirtiéndose en una “fuerza política que cambia el mundo” (p. 32).
Un escenario así constituido, donde la globalización ha provocado un conjunto de cambios estructurales, principalmente si se analiza con intención en las sensaciones difusas de inseguridad y miedo que se evidencian en el tejido social, exige que las instituciones estatales formulen respuestas con el objetivo de combatir o resolver los riesgos sociales. En particular, el Estado crea las condiciones para la modificación del ordenamiento jurídico nacional. Cumple ese propósito con la maximización del derecho penal, que aparece ahora como una simbología con capacidad para establecer la armonía social. Eso se debe al hecho de que los instrumentos instituidos por la sociedad ya no se consideran suficientes para contener el miedo y la inseguridad que asolan la realidad. Por lo tanto, precisamente porque los riesgos se conforman como una condición estructural capaz de obstaculizar la seguridad social, se requiere, sistemáticamente, debates sobre el uso y la eficacia del aparato legislativo criminal como herramienta para enfrentar los riesgos o la sensación de riesgos, así como las clases sociales seleccionadas como peligrosas (Pérez Cepeda, 2007).
Así, cabe señalar que el fenómeno de la globalización ha llegado al siglo XXI como paradigma por excelencia en el ámbito de las relaciones sociales que, según Miguel Tedesco Wedy (2016), “cualquiera que sea su grado de impacto en las sociedades, es un factor transcendente que influye decisivamente en las políticas criminales” (p. 32). Por lo tanto, el expresivo conjunto de riesgos vinculados a los sentimientos difusos de inseguridad y miedo establecidos en la contemporaneidad se acentúan, sobre todo, debido a la globalización. Según Ana Isabel Pérez Cepeda (2007), se trata de una ideología de economía mundial liberal que reduce las dimensiones económicas del tiempo versus el espacio, relativiza las fronteras territoriales de los Estados nacionales y acerca las regiones más distintas del planeta. Así, hace que la sociedad de riesgo y de incertidumbre sea cada vez más susceptible a la aplicación de una política criminal bastante severa.
En vista de eso, aunque se produzca una evolución abrupta en los campos tecnológico y científico, la sensación de seguridad por parte de los individuos avanza en sentido contrario, ya que no se crean mecanismos capaces de resolver los conflictos y reducir los miedos de la sociedad contemporánea. De ahí que el resultado sea la búsqueda de respuestas basadas en el anacrónico -y tal vez ineficiente- modelo inquisitivo del derecho penal punitivista. Esto, sin embargo, se trata de una evidencia totalmente contradictoria en el momento en que se perciben los rápidos desarrollos modificadores de la coyuntura actual y, en consecuencia, la comprensión del surgimiento de los riesgos que producen un espacio continuo de inseguridad (Wedy, 2016, p. 43). En ese contexto, la situación crítica se refiere a la incompatibilidad existente entre la percepción social colectiva del delito y, de hecho, la realidad criminal real.
Hay innumerables ocasiones en que existe una desproporción entre el riesgo que afecta efectivamente a las civilizaciones y el sentimiento de miedo que se produce de manera marcada por la dramatización de las situaciones cotidianas e incluso comunes que resultan de un enfoque mediático del delito (Wedy, 2016, p. 43). La difusión de noticias sobre casos criminales considerados significativamente crueles plantea o incluso reafirma el sentimiento de miedo, lo que fortalece el discurso socioinstitucional en busca de la máxima punibilidad que, a menudo, se ve como sinónimo de la garantía efectiva de seguridad. En las sociedades notoriamente capitalistas cabe destacar que los medios de comunicación forman parte de un espacio privilegiado que se apoya en la política del interés de mercado más rentable.
En ese panorama, los medios de comunicación de masa están fortaleciendo la llamada politización del derecho penal, ya que la opinión pública quiere ver resultados cada vez más rápidos y, con ello, los políticos están introduciendo medidas legislativas simbólicas que debilitan las garantías vinculadas a la seguridad jurídica (Pérez Cepeda, 2007). Por lo tanto, a la luz de los riesgos y del miedo establecido en la sociedad, hay un aumento real de la legislación criminal, que ahora se considera un instrumento para combatir la criminalidad. Sin embargo, esto se caracteriza como un mecanismo ilusorio para hacer frente a las causas de la inseguridad social. Aun así, el propósito de utilizar el derecho penal como un dispositivo para controlar los riesgos -aunque, por regla general, sea simbólico- se basa precisamente en la inmediatez de sus resultados, como en el caso del encarcelamiento masivo.
Fue especialmente a partir de la década de 1980 que las políticas económicas comenzaron a requerir que los instrumentos de control social se adaptaran a las transformaciones derivadas de la globalización y el neoliberalismo de mercado (Dornelles, 2008). Luego se produjo la transición del paradigma de la seguridad social al de la inseguridad colectiva, y fue precisamente por esta razón que se intensificaron las leyes penales con miras a combatir la delincuencia. De hecho, los ideales neoliberales presuponen la supremacía económica en detrimento, en varias ocasiones, de las causas sociales. Estos factores establecen un discurso paradójico, ya que, por un lado, se postula por una mínima intervención estatal en la esfera de la economía y, por otro lado, se desea la más amplia acción estatal posible en el ámbito represivopunitivo en relación con las condutas que transgreden la ley y el control de los grupos considerados como amenazadores para el orden social (Dornelles, 2008; Wedy, 2016).
El derecho penal contribuye así a la exclusión social de un enorme contingente humano, y es elevado de la condición de ultima ratio a prima ratio. Tal vez el único resultado posible sea la tranquilidad momentánea de la sociedad, porque no existe una capacidad efectiva de proporcionar derechos, ciudadanía y dignidad humana, ni de reducir considerablemente la criminalidad a partir de la aplicación de un aparato legislativo criminal punitivista. Con efectos substancialmente simbólicos, el derecho penal brasileño puede considerarse enmascarado como democrático. Pero representa, según Débora Regina Pastana (2007), “una violencia institucional ilegítima, diluida en la banalización de la desigualdad y reforzada en la selectividad del castigo y la consecuente aniquilación del agresor” (p. 212).
Dicho eso, se observa que la lucha contra la criminalidad está constituida por una diversidad de medidas que se sustentan en el ideal punitivo para reducir la violencia. Aunque la realidad social muestra lo contrario, si consideramos que el encarcelamiento masivo es cada vez más expresivo, Brasil sigue aplicando penas austeras y mitigadoras de derechos y garantías constitucionales así como en el campo procesal. Así lo entiende Pastana (2007), en el sentido de que, basado en la “propagación del miedo y la promesa de tranquilidad social a toda costa, el Estado brasileño adopta, explícitamente, medidas represivas severas, ilegales e inhumanas” (p. 219). En ese caso, aunque la situación brasileña se rige por el sistema democrático, se pueden identificar peculiaridades típicas de un Estado basado en supuestos de excepción frente a numerosos derechos humanos fundamentales, los cuales son constantemente violados en favor del castigo.
El llamado estado de excepción, según el filósofo italiano Giorgio Agamben (2004), a menudo se conforma no como una excepcionalidad, sino como una regla. En vista de eso, el estado de excepción consiste en la suspensión del ordenamiento jurídico vigente, en parte o su totalidad, de manera que se establezca un nuevo derecho basado en nociones jurídicas -aunque no tenga legalidad- y en cuestiones fácticas resultantes de las necesidades sociales. Esa circunstancia retrata el llamado Estado punitivo, porque, en el momento en que se desprecia y se deja de lado la agenda social, se fortalece el sistema criminal represivo. Sin embargo, esto no acurre en ausencia de los intereses de la sociedad, sino con su debida legitimidad. Así, según Pastana (2012), la segregación que se establece a través de la esfera carcelaria es, sobre todo, defendida por la sociabilidad humana. Esta se impregna progresivamente de los ideales del darwinismo social basado en la exclusión del prójimo, es decir, la sociedad condena sumariamente al delincuente y, en consecuencia, desea su inmediata eliminación.
Por lo tanto, se cuestiona la finalidad de la prisión porque constituye un entorno de violación extrema de derechos humanos. Frente a ese escenario, se observa que la prisión ha alterado, desde una perspectiva histórica desde su aparición, su razón existencial como mecanismo disciplinario y de formación de cuerpos o incluso de castigo y control de los individuos que infringen la ley. En ese sesgo, según la lección de David Garland (2008), “los últimos años han sido testigos de un notable cambio en los destinos de la prisión”, ya que, “en el transcurso de unas pocas décadas, ha dejado de ser una institución desacreditada y decadente para convertirse en un pilar sólido y aparentemente indispensable del orden social contemporáneo” (pp. 59-60).
A partir de ese análisis, en la sociedad contemporánea, la política criminal ya no tiene como intención primordial, según Pastana (2012), “la reforma y la intervención social para prevenir y combatir el crimen”, ya que en ese momento el sistema penal “abandona la perspectiva humanista de reinserción del delincuente para centrarse en la simple imposición de mecanismos de control” (p. 210). Por lo tanto, aunque la resocialización y la rehabilitación siguen estando formalmente prescritas en el ordenamiento jurídico de la patria, ya no son el principal objetivo del aparato político criminal. Eso significa que el aura democrática se mantiene y se externaliza en la legislación brasileña, a pesar de que, en la práctica, la aplicabilidad de las penas privativas de libertad muestra los verdaderos contornos del estado de excepción.
En ese contexto, el encarcelamiento se convierte en un instrumento eficaz para el control biopolítico (Foucault, 2005; Agamben, 2007) selectivo y excluyente. Así, en el momento en que determinados grupos sociales son reprimidos y, como consecuencia, son insertados en el campo carcelario, asumen la condición de vidas desnudas y meramente biológicas, es decir, vidas que pueden ser eliminadas del cuerpo social con impunidad porque no tienen derechos ni dignidad. Entonces, no se tienen en cuenta las pretensiones de recuperar al recluso, ya que la suprema intencionalidad confirma, en cierto modo, una exclusión selectiva y meramente punitiva. Dicho eso, es evidente que el aparato jurídico-represivo brasileño no va de la mano con el Estado democrático de derecho, sino que incluso está fuera de sintonía con los derechos humanos.
Del análisis realizado hasta ahora, es notorio que la mayoría de las medidas criminales de la sociedad contemporánea se basan en la necesidad continua de aplicar una pena severa debido a la inquietud causada por los sentimientos de miedo y de inseguridad social, hecho que atestigua el carácter represivo-punitivo del derecho penal. En el contexto de la actual sociedad de riesgo globalizada, al mismo tiempo que se observa un fuerte sentimiento de amenaza frente a la criminalidad, el Estado actúa de manera ineficaz con respecto a la resolución de los conflictos humanos. Muchas de las acciones de control social promovidas por el Estado, inherentes a la lógica de la mentalidad punitivista simbólica, son socialmente legítimas, lo que evidencia la insuficiencia democrática y da lugar a la mitigación y violación de los derechos y garantías fundamentales. Por lo tanto, es precisamente por estos factores que la política punitiva brasileña se ha visto sustancialmente agravada en los últimos años. Asimismo, ha tenido repercusiones en el aumento de las sanciones, la tipificación de nuevos delitos y, en consecuencia, en el encarcelamiento masivo que se analizará a continuación. Se establece, en este sentido, una relación entre el superencarcelamiento y el monitoreo electrónico de personas, a fin de verificar si este monitoreo ha sido utilizado como un instrumento para enfrentar la prisión masiva o como un instrumento más de control selectivo.
2. SISTEMA PENITENCIARIO, SOCIEDAD DE CONTROL Y POLÍTICA CRIMINAL ACTUARIAL: PERSPECTIVAS DEL MONITOREO ELECTRÓNICO BRASILEÑO
El mundo contemporáneo está marcado por problemas propios de su tiempo, que exigen respuestas adecuadas a su temporalidad. La sociedad de riesgo, como se ha analizado en la sección anterior, es el resultado de la globalización y, por consiguiente, de un fenómeno reciente en la historia. Las preocupaciones de este escenario, representadas por amenazas y miedos, requieren acciones estatales alineadas con el contexto actual. Por lo tanto, en el ámbito de las agendas de seguridad, no sería diferente. En vista de eso, el objetivo de esta sección es discutir la conformación del sistema penitenciario brasileño, delineado como un espacio para el cumplimiento de la pena privativa de libertad y, no pocas veces, de la prisión provisional. Esto se hace con el fin de poner de relieve rasgos de una sociedad de control, arraigada en un Estado excesivamente punitivo, pero que ve en el monitoreo electrónico -definido como un instrumento de la política criminal actuarial- una condición de posibilidad para la reducción del encarcelamiento masivo.
La prisión surge, en su dimensión de castigo, alrededor del siglo XVIII. Es, entonces, una modalidad moderna de sanción en el curso de los castigos. En su reflexión sobre el espectáculo del martirio, que correspondía a la condena impuesta por el Estado hasta los siglos XVII y XVIII, Michel Foucault (2013) afirma que, como resultado de las críticas y de los movimientos institucionales y sociales de la época, la privación de la libertad surgió con la intención de humanizar las sentencias públicas. En efecto, se ha convertido en el castigo por excelencia de los Estados de derecho modernos y ahora contemporáneos como es el caso de Brasil. Además, en Brasil, con la tercera población carcelaria más grande del mundo, el documento estadístico oficial más actualizado, que se refiere a la fecha límite de junio de 2016, señala a un contingente de 726.712 presos, según los términos de la Encuesta Nacional de Informaciones Penitenciarias (Departamento Penitenciario Nacional y Ministerio de Justicia y Seguridad Pública, 2017).
Es posible percibir, a la luz de eso, que la privación de libertad se establece en el país como una respuesta penal utilizada intensamente por el Estado-juez, principalmente a partir del florecimiento del tercer milenio. En 1990, Brasil registró la marca de noventa mil personas privadas de la libertad; en 2000, el número aumentó para 232,8 mil; y, en 2010, alcanzó los 496,3 mil (Departamento Penitenciario Nacional y Ministerio de Justicia y Seguridad Pública, 2017). A pesar de que ha aumentado considerablemente la segregación, no hubo, por otro lado, un aumento suficiente de las vacantes en el sistema penitenciario. El resultado es un déficit de 358.663 vacantes. Por lo tanto, la tasa de ocupación es del 197,4 %, es decir, casi dos reclusos por vacante, sin tener en cuenta la disparidad de los reclusos en las celdas que, en algunas prisiones, supera los cuatro reclusos por vacante (Departamento Penitenciario Nacional y Ministerio de Justicia y Seguridad Pública, 2017).
Es importante enfatizar oportunamente que la situación penitenciaria nacional, presentada por el Supremo Tribunal Federal (STF) como estado de cosas inconstitucionales ante la violación sistemática, continua y generalizada de los derechos fundamentales, está íntimamente influenciada por el discurso punitivo, tanto institucional como socialmente difundido. Eso se debe a que el 40,03 % de los individuos tras las rejas están en prisión preventiva, es decir, sin una condena definitiva por parte del Poder Judicial. Según el Banco Nacional de Monitoreo Penitenciario (2018), 241.090 personas están en prisión preventiva. Esto demuestra que casi la mitad de la población carcelaria no tiene formalmente el decreto criminal condenatorio, sino solo una medida cautelar que, sin embargo, mantiene en teoría la presunción de inocencia.
El contexto identificado más arriba tiende a revelar el deseo popular -y por qué no decir de las propias instituciones públicas- por la acción rápida -preferentemente represiva-punitiva- del Estado en la lucha contra el criminal. La “razón de ser” de la privación de libertad, en su perspectiva de recuperar al delincuente para posteriormente devolverlo a la sociedad, se ve obstaculizada ante la mera exclusión de individuos o grupos del cuerpo social y la inclusión en la esfera penitenciaria. Por lo tanto, la estructura penitenciaria no logra cumplir sus supuestos formalmente funcionales si se considera, entre otras cosas, la escasa atención que se presta a la educación y al trabajo en el medio carcelario. Solo el 12 % de las prisiones tienen acceso a la educación y solo el 15 % ofrece oportunidades de trabajo (Departamento Penitenciario Nacional y Ministerio de Justicia y Seguridad Pública, 2017).
El alto nivel de encarcelamiento en Brasil está influenciado -y es una consecuencia de ello- por las políticas criminales importadas de los Estados Unidos, como los programas de “tolerancia cero” y de “ley y orden”. Aunque fueron implantados en territorio estadounidense, sus efectos se extendieron por todo el mundo -incluso en el Estado brasileño- debido a la creación de un aura ilusorio y simbólico de seguridad para los ciudadanos, sin condicionar, sin embargo, la eficiencia de la lucha contra la criminalidad y la resocialización de los presos (Pastanta, 2017).
Es comprensible, a la luz de esa percepción, que la pasada funcionalidad de la prisión como un entorno destinado a la docilidad y utilidad de los cuerpos (Foucault, 2013), así como a la manifestación de la anatopolítica o de las técnicas disciplinarias, no vislumbra la facticidad en Brasil porque no se evidencia la intención de recuperar al prisionero. Lo que vemos es la configuración de una sociedad y de un Estado basada en directrices biopolíticas, ya que la prisión denota una función de control sobre una masa específica del tejido social al que no se pretende resocializar, sino solo excluir de la convivencia en colectividad, como es el caso del perfil del preso brasileño, encarnado como hombre (95 %), joven (55 %), negro (64 %), educación primaria incompleta (61 %), acusado o condenado por delitos de robo y hurto (37 %) y tráfico de drogas (28 %) (Departamento Penitenciario Nacional y Ministerio de Justicia y Seguridad Pública, 2017).
En vista de los datos de encarcelamiento masivo, la fragilidad estructural y la ineficacia de la resocialización e identificación del público objetivo, es posible comprender, en la estela de Foucault (2015), el mantenimiento de la disfuncionalidad de la prisión, porque desde su surgimiento, “en primer lugar, ese nuevo sistema de sanciones no redujo en absoluto el número de delincuentes y, en segundo lugar, que condujo a la reincidencia; que reforzó de manera muy perceptible la cohesión del grupo formado por delincuentes” (p. 216). En un contexto así delineado, se sugiere, según Zygmunt Bauman (2008a), que “la principal y, quizás, única finalidad explícita de las prisiones es la eliminación de los seres humanos residuales”, ya que, “una vez desechados, son ya desechados para siempre” (p. 64).
La prisión suscita, además, una crítica en cuanto a su contradictoria exteriorización porque, según la comprensión de Lola Aniyar de Castro (1990), no es posible aprender a vivir en libertad sino por la libertad. La segregación del individuo puede, hasta cierto punto, evidenciar su carácter punitivo, lo que no está por sí mismo en contradicción con el derecho penal. Pero, en el momento en que no es el centro de un Estado democrático de derecho, como Brasil, se postula formalmente el sesgo de la resocialización, sin que se ofrezca educación y trabajo; por ejemplo, no se está logrando la integralidad funcional de la privación de libertad. Por lo tanto, los supuestos del encarcelamiento carecen de sentido, pero la prisión se sigue perpetuando como la respuesta penal por excelencia en la actualidad.
Para hacer frente a la calamitosa situación del sistema penitenciario brasileño, surge el debate sobre el monitoreo electrónico de las personas privadas de la libertad. En ese tono se publica la Ley 12.258 (2010), que prevé la posibilidad de que el convicto utilice equipos de vigilancia indirecta en los casos especificados por la legislación, y, posteriormente, se regula su uso con el Decreto 7.627 (2011). En el ámbito legislativo brasileño, también es importante destacar la edición de la Ley 12.403 (2011), que incluye el monitoreo electrónico en la lista de medidas cautelares previstas en el artículo 319 del Código Procesal Penal (1941). Como resultado, la vigilancia se volvió susceptible de aplicación en casos de salida temporal de presos del régimen semiabierto, arresto domiciliario y en casos de detención procesal (Morais, 2012, pp. 20-21).
El monitoreo electrónico, según Aury Lopes Júnior (2017), fue desarrollado en la década de 1960 por el psicólogo Robert Schwitzgebel. El propósito de este es controlar a las personas involucradas en delitos y consiste en un dispositivo compuesto por un bloque de baterías y un transmisor que emite una señal a un receptor. La primera determinación judicial para utilizar el instrumento se produjo en 1983, en Albuquerque, Nuevo México, Estados Unidos. El mecanismo se hizo popular en la década de 1990.
El monitoreo electrónico en el territorio brasileño surge como una condición de posibilidad a la excarcelación, esencialmente porque se presenta como una alternativa a la propia prisión, en la que los números son todavía simplistas para provocar, de hecho, un cambio substancial en el ámbito penitenciario. Eso se debe a que, en 2017, había 51.515 individuos monitoreados, de los cuales el 89 % eran hombres y el 11 % mujeres, aunque la capacidad de monitoreo contractual era de 111.815 individuos. En cuanto a las modalidades de uso de la “tobillera electrónica”, el 27,92 % se refiere a la salida temporal; el 21,99 %, al régimen semiabierto bajo arresto domiciliario; el 17,19 %, a medidas cautelares diversas de la prisión; el 16,05 %, al régimen semiabierto en trabajo externo; el 6,06 %, al régimen abierto en arresto domiciliario; el 5,92 %, a otros; el 2,83 %, a medidas cautelares de urgencia de la Ley Maria da Penha; y el 1,94 %, a régimen cerrado en arresto domiciliario (Ministerio de Seguridad Pública, 2018).
En una encuesta realizada sobre el tema de monitoreo electrónico en América Latina, César Barros Leal (2011) señala que el incumplimiento demostrado por la aplicación de la pena privativa de libertad con respecto a sus funciones declaradas, así como los grandes gastos económicos que genera el mantenimiento del sistema penitenciario, fomentan la aplicación de nuevas sanciones. Estas no privan los sujetos de libertad y favorecen, con un costo económico considerablemente menor, la reinserción social de los presos, como la experiencia del monitoreo electrónico. En este sentido, si bien se trata de una medida de vigilancia, cabe señalar que en Brasil el debate sobre el monitoreo electrónico de personas surge a raíz de debates sobre la necesidad de “liberación” del sistema penitenciario. Por otro lado, independientemente de la finalidad del monitoreo electrónico, se entiende que la medida contribuye a la efectividad de los principios constitucionales de dignidad humana -ya que representa una forma de humanizar la pena- de razonabilidad y presunción de inocencia. Aun así, en la perspectiva de Bruno César Azevedo Isidro (2017), el monitoreo electrónico “trae ventajas tanto en la economía del erario público, por la reducción de costos por preso, como también en la reducción del hacinamiento carcelario”, además de la “posibilidad mayor readaptación social del preso, ya que no lo priva, por completo, de vivir en sociedad” (p. 354).
Los datos estadísticos muestran una simple, pero importante aplicabilidad del monitoreo electrónico en el país. Sin embargo, es necesario ser consciente de que el instrumento en análisis, como herramienta destinada a minimizar el colapso del sistema penitenciario nacional, no está fuera de las directrices de la sociedad biopolítica de control, sino que forma parte del aparato disciplinario, ya que el usuario de la llamada “tobillera electrónica”, que permite el monitoreo permanente, debe observar ciertas restricciones emitidas por la autoridad judicial. De hecho, se trata de un dispositivo de seguridad que agrega tanto la biopolítica como la anatopolítica. Según João Paulo Ayub (2015), aunque estas son expresiones de poder diferentes, no colisionan, sino que se complementan.
Un dispositivo de seguridad, según Castor Mari Martín Bartolomé Ruiz (2018), se configura como una técnica de normalización y, dentro de la estructura institucional y social de la biopolítica, tiene como objetivo administrar la libertad de los individuos; no la niega, pero sí la delimita estratégicamente. El dispositivo de seguridad, en la lección de Foucault (2008), solo funcionará bien si se garantiza la libertad en su sentido moderno, es decir, la libertad de movimiento, desplazamiento, circulación de personas y cosas. Se trata, por lo tanto, de la conformación, en esencia, del monitoreo electrónico, ya que representa un verdadero mecanismo de normalización de los cuerpos sometidos al monitoreo y, al mismo tiempo, no se obstaculiza la libertad de ir y venir, sino que solo se definen límites para su ejercicio.
Ante eso, el monitoreo electrónico se presenta con una supuesta libertad, ya que el individuo permanece en la sociedad interactuando con sus miembros, a pesar de estar en constante vigilancia. En aras de la verdad, en la conformación de la sociedad de riesgo instituida actualmente, la aceptación de la “tobillera electrónica” como alternativa a la reducción de la masa carcelaria, responde a los postulados de la política criminal actuarial que, a diferencia de la perspectiva retributiva, intimidatoria y rehabilitadora del castigo, se basa en la ambición de controlar calculada y sistemáticamente ciertos grupos sociales considerados “en riesgo”. Esto quiere decir, según Maurício Stegemann Dieter (2013), que el objetivo no es castigar a los delincuentes, sino identificar, clasificar y administrar las poblaciones consideradas indeseables. La política criminal actuarial, de la que forma parte integrante el monitoreo electrónico, se consustancia especialmente en la lógica contemporánea, ya que tiene por objeto el control de los riesgos sociales mediante acciones económicamente viables, es decir, centradas en la relación costo-beneficio. Según Wermuth (2017), “se basa en la premisa de que siempre es posible identificar, en un contexto social determinado, un número relativamente pequeño de delincuentes, pero que son invariablemente responsables de la mayoría de los delitos cometidos” (p. 2049). Al detectar el grupo de población prioritario de la atención represiva-punitiva del Estado, se supone, sobre la base de datos estadísticos, que sus miembros “seguirán delinquiendo, de modo que su neutralización o incapacitación durante el mayor tiempo posible provocará, reflexivamente, una reducción considerable de los índices de criminalidad” (Wermuth,2017, p. 2049).
Por lo tanto, en el tono de esa discusión es posible establecer algunas perspectivas con respecto al monitoreo electrónico. Al mismo tiempo que asciende como alternativa a la reducción de la caótica escena carcelaria brasileña representada por el encarcelamiento masivo y, por consiguiente, por la violación de los derechos humanos, la herramienta, intrínseca a la política criminal actuarial, mantiene rasgos selectivos de la biopolítica. De esta manera, define, como se hace tradicionalmente, los grupos a controlar en las veinticuatro horas del día y crear, en efecto, un aura de seguridad para los ciudadanos en general. Sin embargo, si no se percibe como viable aprender a vivir en libertad salvo a través del ejercicio de esa libertad, la “tobillera electrónica” evidencia una condición de posibilidad de alteración de esta paradoja carcelaria, en particular porque ofrece la oportunidad de mantener los vínculos personales y profesionales del usuario con el tejido social.
El monitoreo electrónico, adoptado en Brasil en la última década, constituye un dispositivo de seguridad inherente a la conformación biopolítica, institucional y socialmente establecida, sin perder la connotación disciplinaria. Por un lado, la herramienta vinculada a la política penal actuarial tiende a constituir una alternativa al estado de cosas inconstitucional del sistema carcelario brasileño. Pero, por otro lado, su aplicabilidad parece ser una invitación a pensar en la funcionalidad de este control como elemento neurálgico de la sociedad actual ante la posibilidad de mantener la histórica actuación represiva-punitiva del Estado al público objetivo del derecho penal que corresponde en Brasil al hombre joven, negro y pobre.
CONCLUSIONES
Este artículo tuvo como objetivo analizar la sociedad de riesgo globalizada y el papel desempeñado por el Estado, especialmente en relación con los contornos simbólicos punitivos establecidos frente a los deseos de las civilizaciones del mundo contemporáneo, con especial énfasis en la realidad brasileña. A partir de estos aspectos sociológicos, se problematizaron los efectos derivados de los procesos de globalización como fundadores de las sensaciones difusas de miedo e inseguridad y, en consecuencia, de la constitución de un panorama basado en el poder sociopolítico de carácter represivo-punitivo. De esta manera, las acciones estatales, casi en su totalidad punitivistas, contribuyen a la consolidación de un sistema criminal cada vez más severo que mitiga/viola los derechos y las garantías fundamentales a la dignidad humana, mientras que no luchan políticamente contra las desigualdades sociales, sino que las enfrentan a través de un aparato legal y severo. Por lo tanto, los diversos actos punitivos del Estado, incluso si son violentos, son instrumentos legítimos para hacer frente a la criminalidad. En este sentido, son aceptados y alegados en el centro de la sociedad contemporánea.
En ese escenario de cambios, derivados de los procesos de globalización, surge la necesidad de encontrar otras formas de contemplar los acontecimientos actuales, ya que los nuevos conflictos y riesgos pasan a formar parte de la vida cotidiana de los individuos e, incluso, de las estructuras de gobierno política y social. En diferentes contextos, el conjunto de relaciones históricas y culturales que intervienen en los diversos procesos de la sociedad global ha demostrado que estas ya no pueden considerarse suficientes para explicar la complejidad de las interacciones entre los actores políticos, económicos y sociales que cristalizan en los albores del nuevo milenio. En el sesgo de las interconexiones que se instituyen frente a paradigmas y paradojas que provienen del fenómeno de la globalización, destaca la incidencia contundente de una mentalidad punitivista. Esta mentalidad se observa expresivamente en los discursos sociales y en las fuerzas ideológicas del poder político-económico, los cuales se basan especialmente en el interés de la maximización del derecho penal para promover la idea de la armonía y la pacificación social.
En Brasil, las penitenciarías retratan el uso de la mentalidad punitivista para combatir la criminalidad a cualquier costo. Eso se puede verificar en el hecho de que la sociedad brasileña presenta un vertiginoso aumento en el número de presos. Si en 1990 había noventa mil personas privadas de la libertad, en 2016 la cifra alcanzó los 726.712 segregados. A pesar del aumento voluptuoso de individuos tras las rejas, el número de vacantes no aumentó de manera satisfactoria, de tal manera que la tasa de ocupación alcanza el nivel del 197,4 % o -lo que es lo mismo- un déficit de 358.663 vacantes. El superencarcelamiento se debe en gran medida al uso excesivo de las prisiones provisionales, que representan aproximadamente el 40 % de los reclusos. Este hecho evidencia la selectividad punitiva, ya que hay un público bien definido en las celdas: hombre, joven, negro, pobre. De esa manera, el recrudecimiento del derecho penal, además de entrar en conflicto con los derechos y garantías fundamentales, se exterioriza también en un aparato represivo-punitivo de emergencia, excepción y exclusión.
En una situación así establecida, se refuerza que las normas penales son cada vez más severas y particularizadas. De esta manera, se estructura un derecho penal sin resultados efectivos que se basa únicamente en segmentos simbólicos elevados a la categoría de protección. De hecho, el monitoreo electrónico se introdujo en el orden jurídico brasileño con la Ley 12.258 (2010) y se reglamentó con el Decreto 7.627 (2011). En el año 2017 había 51.515 individuos que utilizaban “tobillera electrónica”, de los cuales el 89 % eran hombres y el 11 % mujeres. La aplicación de la herramienta, como lo demuestran las estadísticas del diagnóstico de la política de monitoreo electrónico en Brasil, representa una medida sencilla e importante para minimizar los efectos del encarcelamiento masivo en el sistema penitenciario nacional. Sin embargo, es necesario tener en cuenta que este instrumento de seguridad no se sitúa fuera de la (bio) política actuarial de la sociedad de control ni del aparato disciplinario. Antes bien, a través de este se realiza una vigilancia constante, como alternativa al estado de cosas inconstitucional y al mantenimiento de la mentalidad punitivista simbólica histórica.