Introducción
No hay un perfil específico para ser reclutado por la delincuencia organizada (Chacón, 2020a; Moreno & Urteaga, 2019); sin embargo, la disponibilidad de ingreso a las organizaciones delincuenciales suele amplificarse por trayectorias parcialmente identificables: ser joven pandillero, usuario de drogas, víctima de violencia en el hogar o con poca atención por parte de las instituciones escolares (Azaola, 2019; Cruz, 2019; Domínguez & Zafra, 2019). Pero, insistimos, estas son algunas trayectorias, no destinos definidos, pues existen muchas otras circunstancias que influyen en el ingreso a dichas organizaciones (Chacón, 2020a; Medina, 2019; Ramírez, 2019; Reyes, 2019).
En México, la presencia de organizaciones delincuenciales en el contexto inmediato de los jóvenes ejerce presión para su incorporación. Zamudio (2009) documentó que, en Iztapalapa, algunos jóvenes han comenzado a involucrarse a través de los puntos de venta de droga que administran sus familias (Zamudio, 2009); mientras que, en otros contextos, las redes sociales, la búsqueda de reconocimiento, pertenencia, respeto y poder han influido en la disposición para ingresar a las filas de la delincuencia organizada, como se ha documentado en la región de Tierra Caliente (Medina, 2019).
Para los jóvenes que viven en zonas pauperizadas, como en las colonias marginadas de Ciudad Juárez, Morelia, Veracruz, Monterrey y la Ciudad de México, la calle es el espacio donde construyen territorios de socialidad autónoma, compartidos y disputados con las organizaciones delincuenciales, interesadas en el control territorial (Moreno & Urteaga, 2019)
Por otro lado, Guevara (2015) ha estudiado las vicisitudes que enfrentan los jóvenes que emigraron y se hicieron pandilleros en los Estados Unidos, quienes, al volver a sus lugares de origen en Morelia y Michoacán, viven bajo asedio de los grupos delictivos. A fines de los noventa, algunas «clicas» y «homies»1 de retorno se dedicaban al narcomenudeo; algunos de sus miembros trabajaban como halcones, en las filas más bajas del narcotráfico. Para el año 2010, ocurre un recrudecimiento de la situación:
Su trato con la comunidad se teje entre la desconfianza de los unos con los otros, con la muerte y con la desaparición de los miembros de las clicas a manos, según testimonios de vecinos y testigos, del crimen organizado que entró en las zonas de estudio sometiendo y subordinado a su poder a grupos juveniles que en su momento gozaban de cierta autoridad y respeto. (Guevara, 2015, p. 71)
En el caso de los «cholombianos» en Monterrey -que se abordará más adelante- este fenómeno de asedio de los grupos delictivos va de la mano con la destrucción sus expresiones culturales.
La complejidad del panorama no es reductible a una fórmula tal como «es recluta debido a la pobreza»; por eso la pregunta que detonó la investigación que llevamos a cabo es: ¿cómo se integran los jóvenes a las organizaciones delincuenciales y cómo se les vincula a ellas apelando a estigmas territoriales y expresiones culturales relacionadas con sectores populares y marginados? Para este artículo, el interés central es ofrecer argumentos para responder a la segunda parte de la pregunta general de investigación: ¿cómo se vincula a las juventudes a las organizaciones delincuenciales apelando a estigmas territoriales y expresiones culturales relacionadas con sectores populares y marginados?
Uno de los principales objetivos de este esfuerzo es reconocer que los jóvenes que participan en la delincuencia organizada lo hacen como una alternativa válida de trabajo; no solo para afrontar la falta de acreditaciones para el mercado laboral formal, sino también ante la ausencia de oportunidades reales para desempeñarse en actividades que les procuren reconocimiento, respeto e identidad. Además, este abordaje permite observar la pulsión adultocéntrica en los grupos delincuenciales, que se manifiesta en el choque con las expresiones culturales juveniles autónomas y en la imposición de una institución que forja otras fuentes de pertenencia, respeto e identidad, a través de una lógica de la oferta de trabajo, el salario y el riesgo.
La recolección y análisis de la información se llevó a cabo seleccionando notas periodísticas y casos documentados en investigaciones de campo por diversos investigadores, en diferentes regiones de México. Con el objetivo de abonar a la comprensión del término juvenicidio, se tomó el caso de los llamados «cholombianos» como una cultura juvenil estigmatizada que sufrió su disolución tras una fuerte criminalización tanto de sus formas estilísticas como de su pertenencia territorial, atendiendo a lo que originalmente presentó José Manuel Valenzuela (2015):
El juvenicidio posee varios elementos constitutivos que incluyen precarización, pobreza, desigualdad, estigmatización y estereotipamiento de conductas juveniles (…). El juvenicidio inicia con la precarización de la vida de las y los jóvenes, la ampliación de su vulnerabilidad económica y social, el aumento de su indefensión ciudadana y la disminución de opciones disponibles para que puedan desarrollar proyectos viables de vida. (p. 12)
Todos los elementos presentados en la definición de Valenzuela son observados en el caso de los cholombianos: 1) se trata de jóvenes en situación de desigualdad, precarizados y estigmatizados tanto por su estética como por su pertenencia territorial; 2) dicha estigmatización los colocó en situación de vulnerabilidad tanto en lo que refiere a sus relaciones con la acción policiaca como con las acciones de la delincuencia organizada; 3) la criminalización de su estilo y la acción de las organizaciones delincuenciales les desciudadanizaron al restringir brutalmente la posibilidad de desarrollar proyectos de vida. El caso se reconstruyó a través de una revisión documental de trabajos académicos (artículos y tesis de grado), así como de una revisión de artículos periodísticos sobre el acontecimiento ubicado como el momento crucial para la disolución de la cultura juvenil cholombiana (el asesinato de los músicos de la agrupación Kombo Kolombia), lo que comprendemos como una forma ejemplar de juvenicidio.
Método
El diseño de la investigación se plantea desde una perspectiva cualitativa a nivel exploratorio, mediante el método de caso (Neiman & Quaranta, 2007) y la técnica textual de repeticiones (Hernández-Sampieri & Mendoza, 2018).
La técnica de repetición nos permitió, inicialmente, identificar categorías y conceptos cuando en las referencias y notas se repite frecuentemente una idea, lo cual puede significar que representa una categoría regularmente recurrente. Una vez realizada la categorización, observamos cómo se comportan estos conceptos, temas y patrones presentes en las fuentes en el contexto de estudio -el caso cholombiano- en relación con el problema y preguntas de investigación, vinculando el caso y los datos con el conocimiento disponible.
Para integrar el corpus de fuentes, realizamos un muestreo teórico. El material seleccionado está vinculado a los estudios sobre juvenicidio; también tomamos fuentes secundarias como notas de periódicos y citas de otras investigaciones que emplearon fuentes directas.
Con el fin de identificar la repetición en la identificación de los jóvenes regiomontanos entusiastas de la cumbia, se consultaron fuentes periodísticas y académicas con las palabras clave cholombianos, colombias y kolombias, en primera instancia con una delimitación temporal entre el año 2000 al 2012, con el fin de observar cómo se trató el tema antes de los acontecimientos de 2013 (el asesinato de los músicos de la agrupación Kombo Kolombia); en ese sentido, se realizó la misma búsqueda en el periodo 2013-2022. Es preciso señalar que antes de estas búsquedas se tenía contemplado un antes y un después del acontecimiento señalado, por ello se procedió de esta manera.
En cuanto a la naturaleza de las fuentes consultadas, se hizo una primera búsqueda en el diario de circulación nacional La jornada y de medios internacionales como los diarios El País y El Mundo, así como la revisión de diversos medios locales y digitales que solo reproducían información de otros medios con algunas variantes. Se eligieron citas donde se relacionaba a los colombianos, los lugares que habitaban o la presencia de la cumbia en bailes y sitios de esparcimiento con los asesinatos ya referidos. Se revisaron 25 notas periodísticas en su versión digital.
Los resultados de búsqueda permitieron distinguir tres periodos (2013 [16], 2014 [5] y 2022 [4]), cada uno con su propia narrativa. Las notas de 2013 se dividen entre las meramente informativas y otras que vinculan con la delincuencia organizada con titulares como: «¿Por qué asesinan a músicos en México como a los de Kombo Kolombia?» (Muñoz, 2013); «Vinculan a Los Zetas con caso de Kombo Kolombia» (Vinculan a Los Zetas…, 2013); «La última nota del Kombo Kolombia» (Cascante, 2013). Las notas de 2014 redundan en la relación con un grupo delincuencial: «Los Zetas mataron a los integrantes de Kombo Kolombia por venganza» (Los Zetas mataron…, 2014); «Kombo Kolombia tocó 2 horas para Los Zetas, antes de que los asesinaran» (Redacción AN, 2014); «Kombo Kolombia tocó para Los Zetas antes de ser asesinados» (Redacción Excelsior, 2014). Por su parte, las notas del 2022 buscan reconstruir los hechos afirmando la relación con la delincuencia organizada: «La masacre de El Kombo Kolombia: así fue como el grupo encontró la muerte tras tocar dos horas para Los Zetas» (La masacre…, 2022); «Kombo Kolombia, el grupo que Los Zetas masacraron por ir a fiestas del Cártel del Golfo «(Kombo Kolombia…, 2022); «A 9 años del crimen del "Kombo Kolombia"» (Redacción ABC Noticias, 2022).
Al distinguir en la información de los dos periodos, encontramos en el primero una presencia limitada de la cultura juvenil de los colombianos y una débil vinculación con la delincuencia organizada. En el segundo momento, sobre todo después de la edición del libro Cholombianos de Amanda Watkins (2013) y sus exposiciones, apareció con mayor volumen esta cultura juvenil, así como su vinculación con la delincuencia organizada tras los hechos que envolvieron al grupo de cumbia Kombo Kolombia. Igualmente, se notó un aumento de información sobre esta cultura, tras la aparición de la película Ya no estoy aquí.
Al mismo tiempo, se recuperaron artículos e investigaciones de corte académico (en revistas y repositorios de tesis de grado) teniendo dos resultados en términos de la delimitación temporal. Para el primer periodo, los artículos buscan describir y comprender cómo se formó esta cultura (Arboleda, 2005; Feixa, 2006; Guerrero, 1999; Kollyadem & Saucedo, 2007; Torres, 2014; Olvera, 2005; Watkins, 2012); para el segundo periodo, se nota ya una relación con la violencia y la delincuencia organizada (Robledo, 2017; Rubio et al., 2017; Villarreal, 2015;), sin profundizar en la cultura juvenil de los cholombianos. De esta manera, los relatos sobre los cholombianos van en tres sentidos: 1) la apreciación del estilo por ellos creado; 2) el lamento por su desaparición; y 3) el desdibujamiento de la cultura juvenil en el análisis de la violencia producida por la delincuencia organizada y la economía, material y simbólica de las drogas ilegales.
Desarrollo
Juventudes mexicanas en las tramas del narcotráfico
En la película Ya no estoy aquí (Frías, 2019) se narra, a través de las experiencias de Ulises, joven habitante de una colonia popular en Monterrey, capital de Nuevo León, México, cómo la llegada de facciones de organizaciones delincuenciales va eliminando la cultura juvenil de la que es miembro: los kolombias o cholombianos. En el filme se observa cómo se asesina a miembros de pandillas de cholos para ganar territorio, y cómo se amedrenta a quienes ostentan los elementos culturales de los colombianos: peinados, vestimenta y diversos accesorios. El acoso contra jóvenes varones pertenecientes a esta cultura juvenil por parte de la delincuencia organizada tiene el objetivo de reclutarlos para combatir por el territorio, según se observa en la película.
Con el fin de comprender mejor cómo se llegan a articular culturas juveniles que se expresan en colectivos, en este apartado abordaremos la incorporación a grupos delincuenciales y distintas formas en que las culturas juveniles se relacionan con las organizaciones delincuenciales y la economía simbólica del narcotráfico, con el objetivo de presentar un marco amplio para entender la magnitud de la desaparición de una cultura juvenil como los cholombianos.
Ingresar a una organización delincuencial brinda a los jóvenes un estilo de vida e identificación, un sentido de pertenencia y lealtad con una claridad atronadora: si no funcionas, la muerte es la salida más probable (Estrada, 2021). Sin embargo, tampoco se trata de una fórmula absoluta. Según los contextos, la entrada y salida en las labores para grupos de este tipo no implica jugarse la vida, sino aceptar un tipo de trabajo que supone una vida corta y, la mayoría de las ocasiones, sin el lujo del que cantan los corridos.2
La violencia ejercida por los jóvenes inscritos en organizaciones delincuenciales no se ejecuta de manera absoluta o indeterminada; es selectiva, dirigida contra el enemigo, el rival, la competencia o amenaza, comprendiendo dentro de las amenazas a las expresiones culturales autónomas de las juventudes pauperizadas (Cruz, 2019; Domínguez & Zafra, 2019; Reyes, 2019). En ese sentido, agrupaciones juveniles como las pandillas acuerpadas según principios culturales, como los cholos, donde la territorialización es esencial para enarbolar su pertenencia, se convierten en rivales o posibles reclutas y, al mismo tiempo, también en replicantes de las formas de ejercer violencia de la delincuencia organizada.
Los ataques directos y el uso de armas de fuego son estrategias recurrentes para dirimir conflictos entre algunos de estos grupos. Marcial y Vizcarra (2017) observan que los pobladores de los contextos afectados por ataques selectivos han interiorizado la violencia como parte de la vida cotidiana y perciben que este es «de todos los males, el menos peor», porque se sienten menos expuestos a ser víctimas colaterales, no perjudica su patrimonio y hay menos alteración del orden público.
Así pues, se reducen las probabilidades de estar expuestos a agresiones por equivocación, accidente o por estar en medio de algún enfrentamiento entre grupos rivales. Lo que consideramos un nuevo «foco rojo» con relación al incremento de las violencias sociales y de la inseguridad pública, específicamente en las colonias y sectores urbanos en los que la presencia del crimen organizado complejiza la realidad de las pandillas que, como en estos polígonos y otros muchos de la ZMG, afecta directamente a la población joven masculina sea como víctimas o victimarios. (Marcial & Vizcarra, 2017, p. 69)
En México, la economía simbólica asociada al narcotráfico (donde se desarrolla la llamada «narcocultura»), a través de sus producciones culturales (desde canciones hasta producciones multimedia circulando por redes sociodigitales) ha promovido una especie de personaje insignia: el sicario3 (Chacón, 2020a; Chacón & Aguirre, 2019; Núñez, 2017). 3 La violencia que ejerce un sicario, en su formulación y confección, tiene una identifficación identitaria a través de la cual se señala al contrario y se definen los límites que contienen formas de vida: una válida, otra que no merece existir. Situarse en una forma de vida que puede decidir sobre la de otros ofrece también un marco simbólico que define un entramado cultural complejo (Agudelo, 2019; Barragán, 2015; Valdez, 2019).
En el estado de Guerrero, donde la condición rural implica de manera fuerte a los jóvenes con la tierra, la tensión entre lo rural y lo foráneo se maximiza con la obtención de prestigio social otorgado por la migración o por la posibilidad de desempeñar trabajos alejados de la condición campesina, y son los grupos delincuenciales, formados por familias y vecinos de las localidades, quienes ofrecen esas salidas (Medina, 2019). En Veracruz, implicarse con Los Zetas4 significa, más que un empleo bien pagado, que un colectivo reconozca el trabajo y el esfuerzo (Reyes, 2017). Esto sucede en otras latitudes, como Sinaloa, Ciudad Juárez o Guadalajara (Moreno & Urteaga, 2019), donde los implicados alcanzan algo más que un mejor salario (más alto que si trabajaran en el campo o una maquila), consiguen respeto y poder.
Cabe cuestionar la centralidad que se ha dado a la pobreza (como falta de oportunidades de desarrollo económico) al explicar las motivaciones de los jóvenes que participan en grupos de delincuencia organizada, pero esto solo es una dimensión del problema (Cornelio & Cornelio, 2022; Chacón, 2020a; García, 2021; Gómez et al., 2022; Moreno & Urteaga, 2019). Las filas de las organizaciones son engrosadas por jóvenes de distintas clases sociales y no únicamente por los sectores más empobrecidos (Torres, 2018). La asociación mecánica entre pobreza y delincuencia tiene un efecto represivo y se ancla en prejuicios racistas y clasistas, identificando el problema en un sector específico de la sociedad, criminalizando la pobreza, además que amplifica la persecución de expresiones juveniles consideradas desviadas (Urteaga & Moreno, 2020).
Por eso, se propugna por la centralidad de la «pobreza de sentido»; esta atraviesa a todas las clases sociales, con efectos más perniciosos en las clases pobres y empobrecidas (lo que incluye a las clases medias venidas a menos). Por «pobreza de sentido» no asumimos una devaluación de la producción de sentido por parte de los sujetos, sino que nombramos cómo, a través de la precarización de la vida social y la participación de agentes estatales (policías, fuerzas de seguridad, etc.) y no estatales (organizaciones delincuenciales), los sentidos de pertenencia, futuro, creación, etc., están empobrecidos, limitados y, a su vez, se restringen las veredas para la participación de los jóvenes de manera autónoma.
Las culturas juveniles son creadas para combatir la pobreza de sentido, constituyen una riqueza cultural que permite alejarse del canto de las sirenas orquestado por la ostentación de riqueza material que, supuestamente, confiere el trabajo en grupos delincuenciales. Bajo esta óptica, podemos inferir por qué las organizaciones delincuenciales destruyen a las culturales juveniles con las que se atraviesan, buscando empobrecer a los jóvenes, despojándolos de sus expresiones culturales, para hacer más deseable su oferta (Guevara, 2015; Sánchez & Strickland, 2021).
Este empobrecimiento no sucede solo a través de la violencia homicida y el reclutamiento; también ocurre a través de la apertura de mercados de sustancias, como el cristal (metanfetaminas), la replicación de las formas violentas usadas por la delincuencia organizada y la implicación de las corporaciones policiacas y de seguridad (Marcial & Vizcarra, 2017). Sin embargo, la potencia de la creación de las culturas juveniles también logra integrar tecnologías de la información y la comunicación, abriendo canales para la producción y distribución de sus creaciones musicales y visuales, «además permiten el acercamiento a una mayor diversidad cultural, que ahora incluye en algunos casos diversos patrones asociados a la legitimidad del ascenso económico y social por medios ilícitos» (Marcial & Vizcarra, 2017, p. 158).
Así mismo, es necesario subrayar el componente de clase en la incidencia del problema. Los riesgos se tramitan de manera distinta en función de la clase social; por ejemplo, Zamudio (2017)ha identificado dinámicas de jóvenes que comercian marihuana con la máxima reducción de riesgos, el uso de las redes sociodigitales y la oferta de productos con valor agregado (como aceites o comestibles), lo que ha generado un mercado que sigue siendo ilegal, pero más seguro para vendedores y clientes, pues evitan la pertenencia a organizaciones delictivas.
En la Ciudad de México, por ejemplo, las diferencias de clase también se perciben en las formas de distribución de drogas y quiénes lo realizan. Los jóvenes de clase media operan de forma semifija o ambulante, llevando las dosis a un lugar con poco riesgo e, incluso, a la casa del consumidor (Domínguez & Zafra, 2019; Torres, 2018; Zamudio, 2017), mientras que los jóvenes pobres laboran comúnmente en puntos de venta fijos conocidos como «tienditas», «territorios psicotrópicos» (Domínguez, 2018) peligrosos debido a la presencia de sustancias, policías y consumidores problemáticos.
Otra forma de trabajo precario
En el México contemporáneo, los sicarios son trabajadores asalariados cuyas actividades son más extensas y complejas que las de un asesino aislado con objetivos determinados. «El sicario es el rostro del nuevo orden delincuencial, la condensación de sus rasgos determinantes. Su esencia: el doble proceso de masificación y anonimato. La individualización del jefe da paso al sicario como criminal desechable y de fácil remplazo» (Suaste, 2017, pp. 32-33) y es un elemento importante para profundizar en el fenómeno de la violencia. Lo es en diversos sentidos, como el mismo Suaste refiere: el sicario se convierte en un indicador sobre las formas de reorganización de las estructuras de los otrora cárteles de la droga, donde la caída de los nombres propios que engalanaban narcocorridos dejan ver hoy que «el crimen organizado se vuelve tan vulnerable al nivel de sus miembros como autorregenerativo al nivel de sistema; el todo sobrevive mediante la aniquilación acelerada de sus partes, y el negocio del crimen prospera al ponerse en las espaldas de una juventud tan empobrecida como ávida de instantes de exuberancia aquí y ahora» (Suaste, 2017, p. 33).
Desde el sentido común, y gracias a las narrativas promovidas por la economía simbólica del narcotráfico, pareciera que toda la mano de obra enrolada en las organizaciones delincuenciales puede calificarse como sicariato: desde el centroamericano esclavizado, pasando por el pandillero cooptado, hasta el joven de secundaria que en sus ratos libres se sube a un puente para halconear. Sin duda, el riesgo es la principal cualidad ofrecida por esa fuerza de trabajo; «los jóvenes han sido para las organizaciones criminales una fuerza laboral atrevida, desechable y con disposición para realizar un amplio abanico de actividades al margen de lo legal» (Chacón, 2020b, p. 89). De halcón a matarife aumenta el riesgo, pero también el salario, el prestigio y las responsabilidades.
La guerra contra el narcotráfico, que encauzó el Estado mexicano contra los cárteles de 2006 a 2019, propició la emergencia del sicariato, ya que el escenario de guerra reforzó la figura del enemigo y su peligrosidad. Se delimitaron las características del sicario como un individuo fuera de la ley, «una vida de la que se puede disponer libremente al punto de que se le puede dar muerte sin que sea necesario cumplir con los procedimientos legales instituidos y sin que ello constituya un homicidio» (Fazio, 2016, p. 41).
La política de seguridad asociada a la guerra contra el narcotráfico incitó cambios en las estructuras criminales, dando origen a nuevas organizaciones menores que ya no pueden ser definidas como cárteles, porque su control económico sobre productos, rutas y mercados está siempre puesto en entredicho y por la diversificación de negocios que regentan, de los cuales, las drogas abarcan solo una fracción.
Para los jóvenes que ingresan al sicariato, la afiliación laboral se presenta como una opción válida que permite obtener recursos económicos negados en otros espacios, como si se tratara de cualquier empleo; a diferencia de los legales y formales, el alto riesgo precariza las condiciones de su ejercicio (Chacón, 2020a, 2020b; Moreno & Urteaga, 2019). Pero no son pocas las voces de jóvenes que ponen por encima del sentido económico la importancia de «sentirte parte de un grupo»; así, el sicariato también se presenta como una opción identitaria que les ofrece posibilidades de reconocimiento y movilidad social.
En varios casos, la aspiración juvenil de mejorar su nivel de vida les exige convertirse en victimarios (Chacón, 2020a; Medina, 2019; Ramírez, 2019; Reyes, 2019), sin dejar de ser víctimas de diversas violencias (simbólica, cotidiana y estructural). Por eso, bajo nuestra óptica, debe entenderse que estos jóvenes son sujetos de una violencia posestructural (Izcara, 2016), o asumida, que opera simultáneamente como medio económico y medio para afirmar su carácter e identidad (de ahí su forma posestructural, pues excede las características de la violencia acoplada a sistemas sociales como la política o el derecho).
Retomamos la noción de violencia posestructural de Slack y Whiteford (2010), quienes reconocen que dicho concepto se enfoca en las relaciones sociales, políticas y económicas que reproducen desigualdad y marginan sectores sociales; sin embargo, asumen que la violencia estructural es un concepto que no alcanza a vislumbrar la profundidad de situaciones de vulnerabilidad a las que se enfrentan los sujetos marginados, ni permite percibir cómo reaccionan a su situación, con efectos que recrudecen las relaciones que les marginan y la violencia que padecen (Slack & Whiteford, 2010). En ese sentido, sugieren que dicha expresión permite describir cómo las personas reaccionan a las limitaciones resultantes de la violencia estructural, para mitigar su vulnerabilidad y precariedad.
No entendemos la violencia posestructural como un fenómeno separado de la estructural; más bien representa otro nivel con el que coincide para configurar un continuo de violencia que necesita una revisión, ya que, si bien denota una relación horizontal, en realidad es más compleja, dadas las varias formas de violencia que coinciden simultáneamente creando un escenario de violencia. (Slack & Whiteford, 2010, p. 83)
El prefijo pos no implica una superación de la situación de la violencia estructural, sino un paso adelante para profundizar en las relaciones que elevan los niveles de violencia y le cambian la caligrafía; ello, para pensar con Reguillo (2012), atendiendo a la capacidad de agencia de los sujetos vulnerables, buscar desontologizar la vulnerabilidad; y lo más relevante es que «el uso de este concepto evita el velo paternalista y victimizante que puede estar implícito en las formas estructurales de violencia» (Slack & Whiteford, 2010, p. 84).
La participación de los jóvenes en las organizaciones delincuenciales, si bien está atravesada por la violencia estructural, implica la participación activa y consciente, porque frente a la vulnerabilidad impulsada por condiciones estructurales es más probable que los sujetos deriven más fácilmente hacia conductas delictivas; lo anterior, sobre todo, cuando la violencia aumenta de forma sanguinaria, impulsando el ejercicio de violencia política que criminaliza a determinados sectores sociales según especificidades socioeco-nómicas, culturales, étnicas o de edad (Fazio, 2016).
Esta elección es el resultado de un contexto de violencia estructural, en donde, de manera novedosa, las decisiones que toman los individuos -aunque limitadas- los llevan a involucrarse con el sistema de violencia. En otras palabras, la violencia postestructural es la que se genera por las decisiones que toman las personas cuando deciden enfrentarse a los efectos de las fuerzas estructurales e intentan mitigar de la mejor forma su vulnerabilidad y marginación. (Slack & Whiteford, 2010, pp. 93-94)
Sucede un juego de conversión del estigma en impulso para la deriva delictiva, pensando la deriva en el sentido utilizado por Matza (2014). Esto no significa un paso automático, sino que, ante la búsqueda por disminuir la situación de vulnerabilidad, muchos jóvenes optan por integrarse a organizaciones delincuenciales o por participar en actividades ilícitas que les vinculan de una u otra forma.
Por otro lado, es necesario tener en cuenta que no solo se trata de jóvenes precarizados; la condición de clase no es determinante para la participación en actividades ilegales (Hernández, 2021; Torres, 2018; Zamudio, 2017). Pero la condición juvenil sí llega a colocar a los sujetos en situación de vulnerabilidad, marginación y estigmatización en contextos violentos o de alto grado de presencia delincuencial y «los cárteles de la droga están invirtiendo muchos recursos para atraer a un mayor número de personas a que trabajen en un negocio altamente rentable, pero peligroso» (Slack & Whiteford, 2010, p. 94).
Desde esta postura, observamos que la violencia posestructural es más compleja dependiendo de las condiciones estructurales y los contextos sociales. El análisis realizado por Simón Pedro Izcara (2016), respecto al secuestro de migrantes para convertirlos en delincuentes, documenta una situación de vulnerabilidad extrema:
El concepto violencia posestructural describe aquellas situaciones donde la víctima se transforma en verdugo, como único mecanismo de supervivencia en un entorno violento. Este tipo de violencia ofusca el entendimiento del individuo y convierte la lucha por la propia vida en el único mecanismo rector de sus acciones; de modo que torna a pacíficos migrantes laborales en criminales sanguinarios. El elemento característico de la violencia posestructural es su capacidad para despojar a la víctima de su inocencia y cargarla de culpabilidad. (p. 16)
Aquí no asumimos esta aproximación al concepto, no porque carezca de fundamento empírico (el trabajo de Izcara es ejemplar en ese sentido), sino porque nos plegamos a la comprensión del concepto como una violencia recrudecida por la acción de los sujetos que buscan limitar los efectos de su situación marginada, vulnerable y estigmatizada, que tiene el efecto de acrecentar la violencia física, cotidiana y política al incrementarse la acción persecutoria y punitiva del Estado. No negamos que la violencia posestructural transmute «los conceptos de víctima y victimario. Quien la sufre es a la vez víctima y agresor, golpeado y golpeador, inocente y culpable» (Izcara, 2016, p. 16), pero rebatimos que sea totalmente una «violencia [que] ofrece una salida falsa a través de la traición a la solidaridad con sus semejantes» (Izcara, 2016, p. 16). Izcara utiliza el concepto para explicar cómo sujetos migrantes -en extremo vulnerables- devienen delincuentes capaces de violentar a otros migrantes como ellos, con la misma saña que sufrieron:
La víctima, cegada por el miedo, se transforma en verdugo de sus paisanos para evitar ser torturada. Pero la ausencia de violencia es intermitente. El individuo es controlado a través del miedo; es conminado a infligir un daño cada vez mayor a sus semejantes, y cuando se resiste es disciplinado de modo cada vez más severo. Se trata de un juego circular donde todo avance conduce al punto de partida, pero de manera más intensa. El propósito de la violencia postestructural es despojar a la víctima de toda capacidad de redención y dominar su psique para lograr una total sumisión. (Izcara, 2016, p. 16)
Nos parece que el concepto de violencia posestructural permite observar otros procesos sociales y culturales donde los sujetos no llegan a ser sometidos de manera absoluta, porque efectivamente prevalece su capacidad de acción y creación violenta, pero no únicamente resultado del sometimiento más abyecto; así, «no se trata simplemente del acto de involucrarse en actividades violentas y peligrosas para hacer frente a la marginación, sino de ser directa o indirectamente subversivo ante las estructuras estatales» (Slack & Whiteford, 2010, p. 98). Por eso comprendemos la violencia posestructural como el ejercicio de una violencia que responde al padecimiento de las múltiples violencias experimentadas por los sujetos. La violencia deviene en medio de respuesta y resistencia a las múltiples violencias.
Esta forma de asunción de la violencia como medio ofrece a los jóvenes enrolados en las organizaciones delincuenciales una posición por encima de aquellos que quedan bajo su férula; superioridad que solo alcanzan gracias a su capacidad de escribir la violencia con la caligrafía del horror (Moreno & Urteaga, 2019; Reguillo, 2012). Ejercen violencia, son victimarios y son víctimas de las condiciones sociales que no ofrecen alternativas reales. El hecho de que acepten que ser sicario es una oportunidad para enfrentar las dinámicas cotidianas de la vida social, es lo que nos permite observarlos dentro de la espiral de la violencia posestructural.
A los jóvenes adheridos al sicariato en todo caso se les adjudica una identidad devaluada; una identidad no ofrecida por instituciones como la familia, la escuela, las iglesias o el trabajo. Es una identidad devaluada porque, al estar profundamente criminalizada, estos jóvenes son unidimensionalizados como criminales absolutos, sujetos de castigo y exterminio, sin derechos, enemigos totales de la sociedad. La criminalización va más allá de la ley y los códigos penales, de la tipificación de ciertas conductas como delitos, sino que se convierte en sentido común y es claramente ostensible en el tratamiento que se da sobre ellos cuando son aprehendidos o sus cadáveres son levantados del pavimento. En lenguaje cotidiano se afirma que «seguro andaba en algo», como si su destino fuera el resultado merecido por sus actos, lo que se traduce en la ausencia del debido proceso para esclarecer sus asesinatos y desapariciones.
La conceptualización del sicario como un verdugo unidimensional es insostenible. A través de la noción de violencia posestructural podemos esclarecer un perfil que no precisa de una vocación psiquiátrica sádica:5 el sicario puede ser cualquiera que aparezca a los ojos de otro como alguien normal, pues está en el espacio público como parte de distintos grupos sociales y en lo íntimo logra establecer relaciones afectivas con sus parejas, hijos y familiares como cualquiera. Por ello, es apropiado repensar al joven sicario como un trabajador cuya labor es peligrosa, dañina y denigrante, con una dimensión de victimario y otra de víctima. Repensarlo de esta manera no lo indulta, pero sí pone un freno a la criminalización sistemática que se proyecta sobre los cadáveres, es decir, las víctimas, hayan sido miembros de la delincuencia organizada o no.
Criminalización, pánico moral y juvenicidio: el caso de los cholombianos
Si bien la criminalización, en estricto sentido, supone la tipificación de determinados actos como delitos, es claro que implica procesos sociales más amplios, en los cuales la percepción que se tiene de los sujetos coadyuva a la devaluación/desacreditación de quien es criminalizado. Para dar cuenta de las representaciones sociales implicadas, resulta útil la propuesta de Stanley Cohen (2015) en lo que respecta a la creación de objetos de pánico moral a través de los cuales se crean demonios populares.
Los objetos de pánico moral ofrecen la sensación de ser nuevos o se perciben recientes (porque son fenómenos en crecimiento de popularidad, por ejemplo, punks, pandillas, combos reguetoneros, para pensar cómo se asocia con culturas juveniles, pero sin restringirse solo a las producciones culturales juveniles ni a las agregaciones juveniles) y a la vez antiguos (jóvenes descarriados, delincuentes). Provocan daños en sí (robos, peleas, escándalo), pero también actúan como señales de advertencia de un trastorno real (pandillas, niños sicarios) mucho más profundo y generalizado. Son transparentes, cualquiera los puede ver, al mismo tiempo son opacos: «hay que recurrir a expertos acreditados que expliquen los peligros ocultos debajo de una superficie inocua (decodificar la letra de una canción de rock para entender cómo llevó a una masacre en una escuela)» (Cohen, 2015, p. 11).
Las culturas juveniles más estrambóticas y visibles suelen ser blanco de suspicacias, y muchas de estas culturas con sus respectivos consumos suelen florecer entre las juventudes menos favorecidas; de manera tal que «los jóvenes marginales de clases populares son los enemigos más perdurables y convenientes» (Cohen, 2015, p. 11), no solo por su visibilidad y los prejuicios que movilizan, sino también por su clara indefensión ante la movilización policiaca, instigada por un pánico moral.
Aunque las juventudes en sí no son el objeto del pánico moral, en contextos sociales donde las juventudes están precarizadas o marginadas son percibidas como el caldo de cultivo más nutritivo para que suceda la desviación, sobre todo en los sectores marginados donde los valores morales más preciados están diluidos por la miseria; o ahí donde las generaciones adultas perciben que todo parece ir mal con las generaciones jóvenes, sobre todo con sus padres. Estos últimos no tienen la autoridad debida para indicar el buen camino a sus hijos y han sido maniatados por las producciones culturales a las que sus hijos son sometidos, como si fueran consumidores inertes incapaces de interactuar creativamente con sus consumos. Esto se ha observado desde la satanización de los cómics de terror, pasando por el rock, el heavy metal a los videojuegos y hasta los jóvenes influencers.
En México, las juventudes adscritas a alguna cultura juvenil suelen ser demonizadas y encabezar pánicos morales; desde los chavos banda de los ochenta hasta los reguetoneros de principio de siglo (Feixa, 1998; Frere, 2021; Moreno & Urteaga, 2019). Demonizar y crear un pánico moral tiene efectos inmediatos, como la persecución de estilos y fenotipos, lo que significa cierto grado de criminalización práctica, sin que se llegue a cambiar leyes.
Al respecto, es necesario entender que las organizaciones delincuenciales dedicadas al narcotráfico son, en sí mismas, un agente social importante que provoca pánico moral. Más allá de sus representaciones culturales positivas y negativas, tienen los elementos centrales para provocarlo, en la medida que son generadoras de violencia por la naturaleza subterránea de su negocio. En México, desde 2008, la llamada «guerra contra el narcotráfico» se convirtió en la fuente narrativa para explicar la violencia homicida. Ese año «México bifurcó su procedimiento penal a nivel constitucional (…) creando un régimen especial aplicable al crimen organizado -definido vagamente- en que los acusados cuentan con derechos fundamentales reducidos y las autoridades con más poderes, más discrecionales» (Barreto & Madrazo, 2015, pp. 164-165). Si bien la política moral prohibicionista pretende coartar el suministro de sustancias, la demanda de consumo no baja. Un efecto no esperado es que el control regulatorio del mercado ilegal queda en manos de la delincuencia organizada.
Los pánicos morales sobre las drogas psicoactivas vienen teniendo un notable nivel de coherencia desde hace algo más de un siglo: el proveedor malvado y el consumidor vulnerable; la inevitable caída desde las drogas blandas hacia las duras; la transición de lo seguro a lo peligroso; la lógica de la prohibición. (Cohen, 2015, p. 18)
Se demoniza tanto al proveedor como al consumidor, olvidando la complejidad de una economía amplia y global que incluye producción agrícola, laboratorios, trasiego, etc. El olvido selectivo se da gracias a la espectacularización de sus efectos más dramáticos: desde imágenes de consumidores destrozados por las drogas hasta los asesinatos promovidos por la búsqueda de control de mercados y circuitos de producción.
En esa trama compleja, aparecen sujetos claramente identificables, en quienes consumo y distribución se funden en la percepción de demonios populares (Cohen, 2015) por eliminar. Los medios de comunicación han protagonizado su construcción, adecuados a las coyunturas, relacionándolos con problemáticas complejas que precisan generar la sensación de solución. Así, en vez de «una cultura popular juvenil monolítica que promueve el uso de drogas y normaliza otras acciones y actitudes antisociales, tenemos una cobertura de pánico por parte de medios monolíticos que promueven un falso consenso, alienan a los consumidores ocasionales de drogas y los marginan aún más» (Cohen, 2015, p. 19); ello recrudece estigmas y violencias contra los jóvenes, sobre todo aquellos de origen precario, como evidencian los hallazgos de Domínguez (2014, 2018) y como argumenta Gutiérrez (2021): «podría aseverarse que en las leyes y consensos recientes relativos a la seguridad en México se contiene un carácter discursivo que termina por producir corporalidades masculinas criminales a partir de una estigmatización social de los hombres jóvenes y pobres como "peligrosos", "enemigos"» (pp. 121-122).
La criminalización del tráfico de drogas y su consumo, la asociación de sectores específicos con la economía global de las drogas y la identificación de expresiones culturales como fuentes de peligrosidad debido a supuestos vínculos directos con la delincuencia organizada favorecen la devaluación de ciertas juventudes consideradas dañinas para el resto de la sociedad. La demonización de culturas juveniles ha dado pie a procesos de desciudadanización, que posibilitan acciones juvenicidas ejercidas por el Estado y sus agentes, tal como sucedió con el caso de los jóvenes entusiastas de la cumbia en Monterrey.
Por desciudadanización entendemos el tramado de mecanismos de legislación que posibilita la distinción entre ciudadanos plenos y entidades biológicas, es decir, sujetos desciudadanizados, despojados de los derechos elementales a través de procesos básicos de criminalización (legislaciones) y complejos de sujeción criminal (Misse, 2018). Aquellos a quienes «para su tratamiento se les aplica un estado de excepción particularizado que los singulariza distinguiéndolos y separándolos. El llamado derecho penal del enemigo permite esta operación» (Moreno, 2014a, p. 134). Separar y segregar a ciertos sujetos con leyes diseñadas según la doctrina del derecho penal del enemigo ejecuta estados de excepción particularizados.
Dentro de la ley, pero encima de esta, es posible generar espacios vacíos de juridicidad para combatir al enemigo: espacios de derecho para quienes no se merecen estar en él: estados de excepción (…). En México, la legislación para combatir al crimen organizado modela unos sujetos que pueden ser sometidos a tratamientos vejatorios. (Moreno, 2014a, p. 137)
Aunado a esto, la desciudadanización es posible también gracias a la selección preventiva de «supuestos sujetos que compondrán un tipo social cuyo carácter es socialmente considerado como "pasible de cometer un delito"» (Misse, 2018, p. 37). La cultura juvenil de los cholombianos como sujeción criminal implica tanto los prejuicios sociales que estigmatizan a las juventudes habitantes de barrios populares, como actos delictivos asociados a los territorios; pero ello no significa que necesariamente son más peligrosos que el resto de la ciudad, aunque incluso sus habitantes los perciben como tal (Rubio et al., 2017). A esto se suma la expresión cultural de esta manifestación que, regularmente, se asociaba con el espacio y la proclividad a cometer delitos.
Como explica Misse (2018), «cuando la transgresión, cuya criminalización es socialmente justificable, se desliza hacia la subjetividad del transgresor y hacia su individualidad, reificándose socialmente como carácter o encuadrándolo en un tipo social negativo, se constituye lo que proponemos denominar sujeción criminal» (p. 50). No solo se trata de la comisión de delitos en sí, sino de una deriva hacia actitudes asociables con lo delictivo que son criminalizadas y sujetan a los habitantes de determinados territorios a una supuesta capacidad para lo criminal. Así, la estigmatización de las juventudes habitantes de zonas populares consideradas peligrosas debido a una percepción de alta ocurrencia de actos delictivos (desde asaltos, narcomenudeo y trifulcas hasta asesinatos múltiples ocasionados por tiroteos) conlleva una sujeción criminal de los habitantes de esas zonas. Allí, los jóvenes entusiastas de las cumbias permitían «la adecuación de la incriminación a un individuo y de construirlo como perteneciente a un tipo social. Se amplía así la sujeción criminal como una potencialidad de todos los individuos que posean atributos próximos o afines al tipo social acusado» (Misse, 2018, p. 50).
Los cholombianos presentaban elementos para ser estigmatizados y criminalizados: jóvenes pobres, portadores de estilo estridente para los demás y habitantes de un espacio estigmatizado (Wacquant et al., 2014). Ese estigma de vivir en una zona empobrecida promueve un trato diferenciado a sus habitantes (Wacquant et al., 2014). Los cholombianos, gracias a su presencia constante en la calle y la territorialización de espacios para el disfrute de la cumbia y el baile, añadieron al horizonte sonoro la cumbia rebajada, entre otras de sus producciones estéticas y simbólicas. Su deriva subcultural arreció la sujeción criminal que permitió su persecución.
De esta manera, comprendemos la desciudadanización como la disminución o, incluso, la supresión de los derechos políticos fundamentales para ser considerado un ciudadano pleno, donde los procesos legislativos crean leyes para este fin, es decir, se desciudadaniza desde la ley. Y también consideramos que la desciudadanización no solo pasa por dichos procesos, pues la criminalización y la sujeción criminal, así como diversos procesos estigmatizadores, son operadores necesarios para concretar un proceso de desciudadanización, entendiendo esto como un proceso en el que no se logra activar medidas desde la sociedad civil para contrarrestarlo.
Cuando pensamos en la noción de deriva, apoyándonos en Matza (2014), pretendemos establecer que no consideramos el origen como destino, pero que sí es importante comprender cómo la estigmatización y la criminalización operan en la sujeción criminal y desciudadanización de sectores juveniles habitantes de zonas asociadas con diferentes acciones delictivas. La manera en que se representan hacia afuera y hacia adentro amplifica la sensación de peligrosidad, sin que esto esté definido por situaciones realmente constatables, pero que sí identifica tipos afines a una supuesta conducta delictiva.
De ahí que, no obstante los límites para constatarlo, nos percatamos de «la construcción mediática del joven pandillero como un sicario, como un asesino, como un peligro, aunque sea o no sea pandillero, aunque siendo pandillero ni él ni su grupo de esquina sean delincuentes» (Marcial & Vizcarra, 2017, p. 168). La condición juvenil y de pobreza bastan para generar un fuerte estigma social del que no es sencillo escapar.
Los Kolombias y la cumbia
Desde la década de los ochentas, en la ciudad de Monterrey, estado de Nuevo León, México, aparecieron «adolescentes de sectores populares, que se organizaron en grupos juveniles, autodenominados colombianos que, de igual manera, llamaron Colombia a su elección musical transformando así el gentilicio en su sustantivo» (Arboleda, 2005, pp. 32-33). A los kolombias o cholombianos, provenientes de colonias populares y marginales, se les identificó como pandilleros, drogadictos y delincuentes.
Las juventudes regiomontanas de principios de siglo son hijos de trabajadores migrantes, habitantes de territorios marginados y estigmatizados, donde las carencias los someten a la total ausencia de espacios propios de socialidad y esparcimiento. Su realidad hace eco de la juventud de los años sesenta en Inglaterra:
Lo único que tenía el adolescente de clase trabajadora era su ciudad (…), escenarios que ofrecen pocas oportunidades de diversión, autonomía y sensación de acción [pero] en vez de aceptar la situación, en vez de no hacer nada al respecto, se fabricó sus propias emociones, hizo que de la nada surgiera algo. (Cohen, 2015, p. 257)
Las juventudes regiomontanas precarizadas fabricaron espacios, emociones, estéticas, éticas y territorialidades desde el cuerpo hasta la esquina reclamada como propia. La cumbia permitió la expansión de la territorialidad limitada por la carencia y el estigma hasta consolidar «una comunidad simbólica desterritorializada (…); los habitantes de las colonias populares urbanas [hicieron] suyo el escenario para bailar cumbia o vallenato» (Guerrero, 1999, p. 87).
El género musical de la cumbia llegó a Monterrey en los sesenta, sonorizando las faldas del cerro Loma Larga y la colonia Independencia. Los kolombias formaron un sistema de comunicación e identificación a través de la fusión de diversas expresiones de otras culturas juveniles como el grafiti, que desde los ochenta se plasmaba utilizando títulos de canciones de cumbia o nombres de grupos exponentes del género, en lugar de nombres de pandillas o consignas políticas (Kollyadem & Saucedo, 2007). De esa manera, se creó una estética bien definida, capaz de traspasar los límites expresivos de las culturas juveniles que confluyeron, como los cholos (identificados por hablar spanglish y retomar rasgos pachucos en su vestimenta).
Los Kolombias articularon una cultura juvenil. En colectivo tenían la capacidad de crear objetos simbólicos y materiales desbordando los límites y expresiones de los objetos consumidos: manipulaban la música haciendo «cumbia rebajada», el baile haciendo el «paso del gavilán» y mostraban sincretismos amplios, desde lo religioso en los escapularios hipertrofiados que vestían, hasta lo subcultural como las señas con las manos (principalmente el signo Star o el Uno, muy similares a los tiros de pandillas angelinas). Todo esto, mostrando el cuerpo como un estruendo con su estilo, baile, vestimenta, accesorios, peinados, posturas, gestos, formas de caminar y moverse (Olvera, 2005). La desaparición de esta cultura juvenil, en tan solo una década, es un caso de juvenicidio.
La construcción del pánico moral
Los cholombianos presentaban todos los elementos para ser demonizados: jóvenes, pobres, creadores de un estilo estrambótico imposible de pasar desapercibido y estigmatizados territorialmente (Wacquant et al., 2014), lo que fácilmente los colocó del lado del mal. Ante el aumento de la violencia, sobre todo acaecida en los barrios populares donde estos jóvenes vivían, fácilmente fueron asumidos como posibles miembros de la delincuencia organizada y, por tanto, blanco de persecución con el fin de eliminar el peligro. Al respecto, Robledo (2017) elaboró una cronología y análisis detallado del periodo 2006- 2016, explicando los eventos causales del ascenso de organizaciones criminales y sus efectos en el capital social.
La búsqueda de sentido y de causas no es siempre, desde luego, espuria, simplista o mítica. La opinión pública, las teorías de las ciencias sociales y la imaginación poética [tienen] que esforzarse para entender un hecho de semejantes características. Pero cuando se produce un pánico moral o un escándalo mediático, se comprime el caso atípico para adaptarlo a las categorías del control del delito (tales como violencia juvenil). La cantidad de casos en los que se basa la teoría explicativa es insuficiente; el resultado de apuntar contra demasiados casos es la injusticia. (Cohen, 2015, p. 13)
En el caso de los cholombianos, al identificarlos como generadores de violencia sumados a las filas del narcotráfico, una injusticia, entre muchas otras, radicó en la destrucción de una cultura juvenil espléndida, rica en objetos simbólicos y materiales. Ofrecía una orientación estética a los jóvenes que, en algunos momentos de la breve historia de esta cultura juvenil, significó una fuerza social/comunitaria para disminuir la violencia.
En la década de 1990 comienza a llegar la música de nuevas agrupaciones, pero ya no tanto de cumbia como de vallenato. Se crean espacios dentro de los gobiernos municipales para esta música. Se establecen programas en los que participan trabajadores sociales que buscan disminuir el fenómeno de las bandas, la violencia y los robos en las colonias populares, entre otros. Al trabajar con los jóvenes de los barrios se dan cuenta de que una de las pocas maneras viables y realmente efectivas de establecer relación con ellos es por medio de la música. Se crean talleres para enseñarles a construir y a tocar sus propios instrumentos con el fin de alejarlos de las calles y con la esperanza de que crearan grupos musicales que se convertirían en una fuente de ingresos para ellos. De igual manera, se crean espacios para bailes colombianos multitudinarios auspiciados por los gobiernos, se hacen concursos de música colombiana y de composición con una gran recepción por parte de los jóvenes. (Arboleda, 2005, pp. 21-22)
De igual manera, gracias a la película Ya no estoy aquí (2019), se suscitó un resurgimiento del estilo cholombiano, recuperando, sobre todo, el baile y la vestimenta. Oganizaciones como Corazón de Barrio o Reyes de la Cumbia convocaron a duelos de baile para limar asperezas y evitar riñas entre pandillas, haciendo de las retas de baile una forma de desbancar la violencia física entre ellos (Noticias Telemundo, 2020).
Sin embargo, la cultura juvenil cholombiana devino en objeto de pánico moral porque era sencillo convertirlos en enemigos sin necesidad de recurrir a poderes mediáticos; hubo víctimas adecuadas, de fácil identificación (los músicos asesinados y todas las víctimas de la violencia producida por la delincuencia organizada); se volatilizó el pánico y estableció un consenso sobre el deber de hacer algo para impedir que los crímenes se intensificaran; se persiguió a la cultura juvenil Kolombia debido a la exageración sobre su involucramiento en los grupos delincuenciales, lo que detonó su eliminación por parte tanto de estos mismos grupos como por las autoridades públicas.
La destrucción de una cultura juvenil
A principios del 2013, los integrantes del grupo de cumbia Kombo Kolombia, músicos y personal, fueron secuestrados y ultimados. De las 18 personas secuestradas, 17 fueron asesinadas, uno sobrevivió y denunció los hechos.
«Como es habitual cada vez que es asesinado un músico, un adolescente o un periodista surge el rumor que corre de boca en boca y de portada en portada: "estaba metido en algo"» (García, 2013). El comentario del periodista refleja dos procesos importantes que suceden en México cuando florecen los cadáveres: criminalización y desciudadanización. «Metidos en algo» significa que son percibidos como delincuentes, carne sin el derecho a que su asesinato sea investigado conforme a la ley; verlos como delincuentes. La sujeción criminal los despoja de sus derechos ciudadanos.
El análisis de notas de prensa deja al descubierto elementos que invitaron al pánico moral. En la descripción de los hechos se remarca una actitud condenatoria al superviviente y en lo que refiere a la carrera musical del grupo se deja notar el estigma territorial: «tocaron largas temporadas en locales y bares de Monterrey como El Sabino Gordo, que fue atacado por el cártel del Golfo en 2011 y donde murieron 21 personas o el Bar Internacional también atacado en distintas ocasiones por estar vinculado al cártel de los Zetas» (García, 2013). Lo anterior se replica en otra nota:
Kombo Kolombia había actuado en locales de Monterrey y de su área metropolitana relacionados con los Zetas, que han sido atacados por grupos rivales por considerarlos parte de su red de financiación. Uno de ellos, el bar Sabino Gordo, fue el objeto de un ataque del cartel del Golfo en julio de 2011 que causó 21 muertos. También se investigan sus actuaciones en fiestas privadas de los Zetas e incluso en el penal Topo Chico de la ciudad. (Prados & Camarena, 2013)
La estigmatización territorial es un elemento que se suma al proceso de producción de un demonio popular que da volumen al pánico moral. Se identifica y aísla, aunque sea simbólicamente, el espacio peligroso. Se trata de la marca de vivir en un área precaria y observada como purgatorio sociomoral, que tiene la capacidad de esparcir los efectos de deterioro al resto de la ciudad. Este estigma permite el trato diferenciado a la población que ahí habita, pues promueve el desprecio y temor hacia sus habitantes (Wacquant et al., 2014), sobre todo si son incapaces de pasar desapercibidos -como los cholombianos- aun cuando poco salieran de los límites territorialmente estigmatizados.
Por otro lado, es claro que las notas no vinculan directamente a los cholombianos como colectivo con el narcotráfico, sino al grupo de cumbias:
Según la prensa local, los músicos de Kombo Kolombia habrían sido asesinados por un grupo rival para enviar un mensaje y recordaban que el grupo solía tocar en lugares «calientes», algo que en México puede significar dos cosas: hacerlo en un club de alterne o hacerlo ante los «narcos». (García, 2013)
Otra nota va más lejos con esta vinculación: «Una fuente extraoficial incluso reveló que los líderes del grupo delictivo de Los Zetas en Monterrey apoyaban a los músicos del Kombo Kolombia consiguiéndoles presentaciones y contratos en los bares que pagaban piso y protección al grupo delictivo» (Ligan a músicos…, 2013).
La estigmatización territorial permitió vincular al grupo, la cumbia y sus entusiastas. Realmente había una relación territorial, lo cual no implicaba una inexorable relación con la delincuencia organizada. Pero si se lee: «la mayoría de los integrantes del grupo (…) residían en la colonia Independencia de Monterrey, cuna de la música colombiana y el vallenato en México. Un barrio también donde el narcotráfico recluta sicarios, sobre todo para Los Zetas» (Prados & Camarena, 2013), el elemento delincuencial se suma como ejemplifica este fragmento periodístico:
El universo cholombiano, por la mezcla de cholos y la música colombiana, sigue vigente mediante la piratería y las producciones caseras. En alrededor de 200 colonias populares con más de 30 mil pandilleros, Los Zetas encontraron un «semillero de sicarios, adictos y narcomenudistas y controlaron el negocio de la piratería y la informalidad musical: No era la primera vez que ellos tocaban en esos lugares. Su música gusta a este tipo de grupos de la delincuencia organizada. Y aunque la música es de todos, puede ser una línea de investigación». (Martínez, 2013)
Si bien la expresión no lleva en sí la intención de demonizar a los jóvenes cholombianos, lo hace por la relación de clase, territorio y cultura juvenil, dando anuencia para la persecución policiaca que, aunque no era nueva para los jóvenes, se amplificó tras los asesinatos de los músicos. La vigilancia y hostigamiento parecían soluciones naturales, pues los encuentros de socialidad de la juventud sucedían en espacios claramente delincuenciales:
Los bailes entre semana, sábados y domingos se realizan en salones de San Nicolás, Escobedo, Santa Catarina, San Bernabé, Guadalupe o Apodaca... lugares convertidos en auténticos quemaderos de mariguana y donde abunda todo tipo de droga de calidad y bajo costo: «Ciertamente la droga es una especie de violencia simbólica. Ellos han sufrido desatención del Estado. No hay política pública en materia juvenil ni específicamente para la diversión. La hegemonía social es una fiesta y ellos no han sido invitados, siempre han estado marginados, lo mismo su música que permanece en el ámbito subcultural, underground. Y aunque mueve a millones de personas de todo tipo, sigue siendo considerada como música de pandilleros o drogos» [citando a Lorenzo Encinas]. (Martínez, 2013)
La cita del juvenólogo y reconocido periodista, Lorenzo Encinas, es un recurso que exacerba los elementos a través de los cuales se estableció la representación social de los cholombianos como delincuentes, reales o potenciales. Desde los años noventa, esta cultura juvenil fue estigmatizada en los medios de comunicación: «ser colombiano es de nacos, pues agentes de la política pública comienzan a utilizar esta música en sus labores hacia los sectores juveniles agrupados en pandillas» (Valenzuela, 2019, p. 111). No obstante, perduró más de una década hasta la rápida escalada de violencia en Monterrey, documentada por un informe especial del proyecto Justice in Mexico (Molzahn et al., 2013). Sin dejar de lado las operaciones de la delincuencia organizada para destruir la cultura juvenil de los cholombianos, cabe subrayar cómo la criminalización aceleró el proceso.
Juvenicidio
Como sucede con otras culturas juveniles y subculturas, el cambio generacional, debilitamiento, transformación y desaparición se debe, en muchas ocasiones, a la presión social que exige adoptar estilos y actitudes adecuados o asumidos como normales. Sucede con punks, darks, pandilleros, cholos, etc., como lo han documentado Cruz (2019) y Nateras (2015) con distintos actores. Por su parte, Torres (2014) registró entrevistas a cholombianos que fueron abandonando la vestimenta, otros objetos materiales y simbólicos propios de su cultura juvenil, sin perder el gusto por la cumbia como «estrategia de invisibilidad, de ocultamiento de la identidad frente a la policía» (p. 87).
Quienes se mantuvieron dentro, dando continuidad a los usos y consumos que los identificaban, tuvieron que hacer frente a la violencia provocada por la disputa entre organizaciones delincuenciales, «porque pasaban de repente y nomas [sic] tiraban plomazos de las trocas» (Torres, 2014, p. 98); además, tras los asesinatos de Kombo Kolombia, la persecución policiaca aumentó, incluyendo la participación del ejército. Esto obligó a los jóvenes entusiastas de las colombias a guardar su indumentaria, las camisas extragrandes, los escapularios hipertrofiados y evitar los cortes de cabello súper estilizados «para mimetizarse con el resto de los jóvenes. Ser normal es ser invisible, no sujeto a una revisión corporal o alguna detención por parte de la policía, es no dar el perfil. Esa estrategia se usa para ocultarse, un disfraz para ocultar lo ilegal» (Torres, 2014, p. 87).
Tácticas semejantes han sido empleadas por otros sujetos juveniles, como los pandilleros centroamericanos, quienes dejaron de utilizar la vestimenta al estilo cholo y los tatuajes tras la criminalización extrema sufrida desde la década del 2000 (Moreno, 2014b). Este movimiento tiene un efecto de disolución de la cultura juvenil. La autocontención de los colombianos condujo a un proceso de desintegración; «es que ya no somos colombias, verdad, cada quien su forma de ser», lo que llevó al olvido de los principales elementos creativos que, al ser considerados desviaciones, les marcaron como objeto de persecución, fortaleciendo los prejuicios del sistema contra las juventudes creativas.
Un acto inicial de desviación o diversidad normativa (por ejemplo, en la vestimenta) se define como digno de atención, tras lo cual se produce una reacción punitiva. El sujeto desviado o el grupo de sujetos desviados es segregado o aislado de modo tal de alienarlo de la sociedad convencional. Los individuos segregados se perciben a sí mismos como más desviados, se agrupan con otros que se encuentran en una situación similar y, de este modo, se produce una mayor desviación. La situación, a su vez, expone al grupo a mayores sanciones punitivas y otras acciones coercitivas por parte de los conformistas; de ese modo, el sistema vuelve a empezar. (Cohen, 2015, p. 62)
Torres (2014) recabó testimonios de cholombianos entre finales de 2013 y los primeros meses de 2014, es decir, en el momento de ocultamiento de los colombias. En las entrevistas realizadas se corrobora cómo el aumento de la persecución policial fue el golpe mortal:
Pos porque tenía broncas con la policía porque te veían así y era báscula. Era una báscula de rutina, y pos como andaba mal, siempre traía, pues broncas, drogas, y por eso, eso, exactamente eso fue porque, yo también empecé a mover y, y, y, yo veía a la raza, te la topabas en redadas y nada, no pos, era un disfraz, este es normal y no me hacen nada, pos llevo la carga y no hay nada, y así, pos de hecho me topaba acá, con la carga, me topaba la granadera y al revés, no me decían nada, pero veían a un brother, veían a un colombias y a la báscula de volada y eso también, eso fue una de las cosas de que me empecé a vestir normal para no tener broncas con la ley, estaba muy dura la ley antes. (Torres, 2014, p. 87)
En dichos testimonios se comenta la participación del ejército realizando actividades policiacas, una de las acciones más repudiada de la guerra contra las drogas en México, debido a que, si bien logró neutralizar algunos cárteles, produjo el denominado «efecto cucaracha»: la dispersión y desplazamiento de redes criminales hacia territorios más seguros o con autoridades más débiles. Su participación, más que coadyuvar en el debilitamiento de las organizaciones delincuenciales, fue percibida por los colombianos como una forma de amedrentamiento que les forzó a dejar sus expresiones culturales:
Sí, una vez vi a un morro, estaba en la secundaria, vi a un morro, pero no lo traía patilludo, lo traía largo y traía trenzas y se lo cortaron a él fuera de la secundaria, los soldados. Si allá arriba, pa’l depósito también, pararon a dos chavos que traían patillas y se las mocharon, los soldados, era cuando andaban chequiando [sic] las casas, no te acuerdas que iban a las casas y chequeaban, llegaron y nomás les cortaron las patillas. (Torres, 2014, p. 89)
Por su parte, las organizaciones delincuenciales acorralaron a la juventud regiomontana más vulnerable, aquella que habita las colonias populares de la ciudad. Para comprender el juvenicidio es preciso tener en cuenta la manera en que las organizaciones delincuenciales se relacionan con las juventudes, en específico con aquellas pertenecientes a sectores sociales populares:
Porque pasaban de repente y nomás tiraban plomazos de las trocas. Casi también todo eso lo de, de los malitos y todo eso calmó lo de las bandas, calmó eso del símbolo Star y símbolo Uno, porque todos se desafanaron, ya todos prefieren estar en su casa encerrados que estar en la calle arriesgándose de, los policías todos estaban comprados en ese tiempo, ya casi ya, ya nadie quería andar en la calle. (Torres, 2014, p. 89)
La delincuencia organizada operó de dos formas en la desaparición de los cholombianos: como presión directa a través del reclutamiento y el terror y como elemento de amplificación usando pánico moral y demonización que avaló la persecución policial:
Si te subían, te subías y te ibas de tendero, o de estaca6 o te pegaban de todas formas te pegaban y a varios de aquí se los llevaron, los subían a las trocas y les pegaban, «órale vámonos » y se los llevaban y después ya no se volvían a ver y uno decía «no, ya están muertos o algo», verdá. No a los dos tres años ya venían de Matamoros o de allá. «No venimos de, andábamos en la guerra» que no sé qué. Ya venían ya más fresillas con trocas chidas y todo. Y luego ya también empezaron como a hacer limpia aquí y todo eso, los mataron también. Pero todo empezó porque los subían, no querían jalar y los subían, por eso, se los llevaban, ya estando allá tenían que jalar a huevo o si no los mataban. (Torres, 2014, p. 89)
La desaparición de la cultura juvenil de los colombias, kolombias o cholombianos, resulta un ejemplo paradigmático para comprender al juvenicidio más allá de un supuesto asesinato sistemático de jóvenes. Es así porque elimina espacios de socialidad autónomos y articuladores de diversos colectivos afines a una expresión cultural.
Primero apareció un sujeto juvenil demonizable, por su procedencia y desviación estética, sobre todo por su gran visibilidad; el estigma territorial los predispone como delincuentes potenciales para la percepción pública. Las representaciones estereotipadas de los cholombianos como demonios populares los hacía más fácilmente identificables que los sujetos generadores de violencia enrolados en grupos delincuenciales, quienes nunca se mostraron como colombianos.
A raíz del caso de Kombo Kolombia, la asociación de la cumbia con las organizaciones delincuenciales es un indicio para comprender la construcción de un pánico moral que incentivó acciones punitivas -a veces extremas- que derivaron en la persecución de cualquiera que ostentara los elementos visibles de su identidad cultural juvenil. Al eliminar las expresiones simbólicas y materiales de los cholombianos, se dio por hecho que había control de la violencia que supuestamente generaban.
Reflexiones finales
Repensar el eclipsamiento de una cultura juvenil, adoptando la noción de juvenicidio, permite interpretar el fenómeno del control social destructivo, dirigido hacia expresiones juveniles estigmatizadas. En el contexto latinoamericano, existen operaciones que claramente pueden observarse como procesos de juvenicidio (Moreno, 2014b; Nateras, 2015). La propuesta teórico-metodológica de Cohen (2015) es sugerente para comprender cómo se llevan a cabo en la esfera cultural, sin reducirlos al asesinato sistemático de jóvenes.
Las iniciativas de pánicos morales y demonización se originan en diversas fuentes; como en los medios de comunicación. Los hallazgos de investigación indican que para el caso mexicano hay que sumar en las fuentes a la delincuencia organizada como origen, actor y ganador de estos fenómenos.
Los grupos delincuenciales emprenden dos líneas de acción que posibilitan el juvenicidio: por un lado, en lo que respecta al trabajo asalariado dentro de sus organizaciones, hemos identificado al sicariato como opción laboral e identitaria para juventudes precarizadas; por otro lado, propician la demonización de culturas juveniles, como ocurrió con los cholombianos a raíz de los asesinatos de miembros del grupo Kombo Kolombia. Así, «el foco se desplaza del delito a los autores y el proceso judicial hacia una cosmología centrada en la víctima. Si se resta relevancia a los orígenes, la motivación y el contexto de los delincuentes, entonces resulta más fácil demonizarlos» (Cohen, 2015, p. 35).
La condición de posibilidad del juvenicidio es el debilitamiento de la consistencia ontológica de los sujetos, que acaece cuando se les disminuye a una dimensión definida por el delito -cometido o no- lo que apura su criminalización, sujeción criminal y desciudadanización por parte de las autoridades gubernamentales, aceptada sin críticas por el resto de la sociedad.
Cohen consideró que la instalación en el sentido común de las simbolizaciones negativas requería de la exageración de los acontecimientos. La exageración permite lo que dicho autor llama «innovación», que significa ampliar, romper y exceder los límites institucionales/ legales para combatir el fenómeno y controlarlo. La violencia en México da lugar a la innovación, mediante acciones de desciudadanización: intervención de legislaciones para expandir un régimen penal especial, dar penas más severas, permisividad al ejército para obrar como policía y violar sistemáticamente los derechos humanos (Barreto & Madrazo, 2015; Juárez et al., 2018; Patrón, 2021), hasta la creación de nuevas fuerzas policiacas como la Guardia Nacional. Estos son actos que alargan la ley para dirigirla en específico a los sujetos involucrados en el crimen organizado y a aquellos identificados como sujetos que ameritan vigilancia especial (Barreto & Madrazo, 2015), especialmente ciertas juventudes que, por la estigmatización de sus expresiones culturales como fuentes de peligrosidad, son señalados como enemigos totales de la sociedad.
El control social tiene un alcance mucho más vasto puesto que incluye, por un lado, mecanismos informales tales como la opinión pública, y por el otro, las instituciones del Estado, de un alto grado de formalización… La reacción informal de la sociedad puede ampliarse y formalizarse: el grado máximo de formalización se alcanza cuando se sancionan nuevas leyes. (Cohen, 2015, p. 174)
Finalmente, concluimos que este grado de formalización se alcanza también con cooperación del silencio con el que se atestigua la destrucción una cultura juvenil rica en expresiones materiales y simbólicas que funcionaba como contención al reclutamiento de jóvenes por parte de la delincuencia organizada.
El combate a expresiones juveniles como los Kolombia, agudiza el empobrecimiento de las juventudes que han sido capaces de crear algo ahí donde nada se les ofrece. Aniquilar una cultura juvenil es una forma de juvenicidio que amplía los portales de entrada a las organizaciones delincuenciales, sobre todo, de aquellas juventudes más pauperizadas y vulnerables.