Heraldos blancos, escribas y traductores: los dioses negros no podían hablar
A Henrieta, por señalar y desbrozar el camino,
desde la recepción de la Fundación Fernando Ortiz.
A Julio Martín, Otruppo Melli, hijo blanco
La construcción discursiva de lo afrocubano o, en términos de Fernando Ortiz, de la «africanía» en la cubanidad —entendida esta última como «ajiaco», hibridación y síntesis inacabada del proceso de transculturación— se ha realizado desde el relato hegemónico de la blanquitud sobre sujetos negros subalternizados.
Esta blanquitud remite, en primera instancia, a un orden civilizatorio y funcional que es constitutivo y fundante de la modernidad, y por ello inescindible de la colonialidad del poder, del saber y del ser (Quijano, 1992, Mignolo, 2003, Maldonado, 2007). La blanquitud —en su dimensión simbólica y material— es expresión étnica de una jerarquía civilizatoria y concreción identitaria del ser moderno (Echeverría, 2011).
Las narrativas de la cubanidad y las descripciones del eje afrocubano de la construcción nacional —donde la africanía (herencia cultural africana) predomina sobre lo criollo (Castellanos & Castellanos, 1988)— participan en los discursos y praxis de la blanquitud. No sólo en lo atinente al orden de las cosas —estructura societal, lógica del poder— sino también al orden del discurso —hegemonía en la producción de sentidos, epistemes dominantes— que sedimenta y legitima la troncalidad/superioridad cultural del polo europeo de la cubanidad.
Lo anterior no niega el carácter transculturativo (Ortiz, 1940) de los procesos de contacto e interacción cultural, ni de las fluencias etnogénicas que constituyen el fundamento de la identidad nacional. La cubanidad se entiende, entonces, como una amalgama compleja, realidad de lo incompleto (Torres Cuevas, 2006), condición distintiva y genérica de lo cubano, su individuación dentro de lo universal, y como señala Ortiz (1949) conviene distinguirla de la cubanía, acto volitivo, «cubanidad consciente y deseada».
Existe consenso en que no hay cubanidad sin hibridación y sincretismo, y es tanto así, fundamentalmente, cuando nos referimos a los sistemas mágico-religiosos cubanos: la santería o Regla de Ocha, el Palo Monte o Regla Conga, el espiritismo de Cordón y el vodú, de singular aporte a la cultura popular tradicional. La expresión más elocuente del carácter sincrético de lo nacional, lo popular y lo religioso en Cuba es la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de la nación. Síntesis de potencias místicas, fluviales y femeninas, de origen arauaco, congo, hispano y yoruba, que se sincretizan para dar lugar a mucho más que una advocación mulata de la Virgen María. Se trata de una entidad otra, concreción y entelequia de la cubanidad.
Consideramos que, a pesar de su pertinencia y funcionalidad para explicar la complejidad de tales fenómenos, «hibridación», «transculturación», «simbiosis» y el cubanismo metafórico del «ajiaco criollo» operan como construcciones de sentido traslúcidas que solo permiten atisbar, desde la opacidad, las relaciones de dominación y los conflictos y dilemas ontológicos latentes en la sociedad transcultural.
Los trabajos de los antropólogos cubanos Fernando Ortiz y Lydia Cabrera fueron pioneros en acotar la centralidad de los elementos africanos en la música cubana y en esbozar como «esas cosas de negros» interactuaban, en un marco más amplio de significaciones, con la incipiente cultura nacional. En ambos estudiosos asistimos a un especial interés por las prácticas mágico-religiosas y cosmogonías de los africanos —y sus descendientes— llevados a Cuba para ser esclavizados durante cuatro siglos de trata trasatlántica. Sin embargo, en la narrativa histórica sobre el canon fundacional de la etnografía criolla, se olvida con demasiada frecuencia —como bien señala Castellanos (2003)— un tercer pilar: Rómulo Lachatañeré Crombet[2], de ascendencia mulata y mambisa, con importantes contribuciones al conocimiento del corpus mitológico (patakies) que sustenta la Regla de Ocha (santería), de sustrato yoruba.
Estas primeras investigaciones no solo aportan herramientas heurísticas y contribuciones sustantivas al saber etnográfico, constituyen una exégesis de lo negro —de su fuerza, de su misterio— que para la sociedad criolla de la época era críptico e ignoto, situándolo en la cubanidad. Se instituyen, así, desde la blanquitud —la burguesía blanca dominante— las claves discursivas e interpretativas de lo afro en Cuba. Y si bien estas aproximaciones estarán marcadas por el posicionamiento epistemológico y el marco cultural de referencia de sus investigadores, los sujetos negros —en su búsqueda de afirmación identitaria— encontrarán en libros como El monte, de Lidia Cabrera, o el Manual de santería, de Lachatañeré, herramientas para la reivindicación de su propia espiritualidad, de su singularidad histórico-cultural en la sociedad cubana.
En los últimos años, desde una postura de insurgencia epistémica, diversos estudios han problematizado los presupuestos gnoseológicos racistas de Fernando Ortiz en sus primeros trabajos. Sirva de ejemplo la noción del «atavismo moral del negro» que lo asimila al prototipo criminal, postura que preconiza en sus libros sobre el hampa cubana: Los negros brujos (1906) y Los negros esclavos (1916). Autores como Edna Rodríguez-Mangual (2004) en Lydia Cabrera and the Construction of an Afro-Cuban Cultural Identity critican el proyecto nacionalista hegemónico de Ortiz y advierten que dichas premisas persistieron, de manera más o menos tácita o solapada, en investigaciones posteriores.
En El engaño de las razas (1946), considerado su trabajo teórico más significativo, desde una concepción crítica de la historia y de la antropología el investigador cubano deconstruye la «raza» como un concepto arbitrario y reivindica la diversidad de esencias lingüísticas, sociales y culturales que se acrisolan en el ser latinoamericano. No obstante, el abandono de la noción equívoca, «redundante y divisiva» y la asunción por las élites intelectuales y políticas cubanas de la propuesta orticiana —ya anticipada por José Martí[3]— no anulan ni presuponen la corrección de los discursos y prácticas, jerarquías y representaciones constituidas en torno a la raza y todavía actuantes en nuestras sociedades mestizas.
Si bien Lydia Cabrera en su legendario El monte (1954) anticipa prácticas discursivas que dan cuenta de una nueva escritura antropológica (Rodríguez-Mangual, 2004), acogiendo una polifonía de voces negras (sacerdotes, practicantes, iniciados); y Rómulo Lachatañeré en El sistema religioso de los lucumís y otras influencias africanas en Cuba preconiza una refundición semántica de la etnografía afrocubana a partir de la supresión de voces —abiertamente peyorativas— como «brujos» o «feticheros»; lo cierto es que tanto el negro cubano sujeto antropológico como el negro antillano ser transcultural representan una alteridad definida por constructos discursivos y representaciones significantes desde una blanquitud instaurada en la cúspide de la jerarquía etnoracial.
Herederos de una economía-sociedad de plantación la etnoracialidad es un elemento estructurador/diferenciador desde el período colonial y punto de articulación del imaginario social constituido. La sociedad «sin razas», «mestiza», «ajiaco», «melting pot» se ha construido sobre interpretaciones fragmentadas y monotópicas, y consecuentemente sobre la opacidad y silenciamiento de las voces negras y la anulación del afrocubano como sujeto cognoscente y productor de significados.
En términos de impacto en la subjetividad —racializada— individual y colectiva, lo anterior remite a un fenómeno de “doble consciousnes”, tal como ha sido descrito por el sociólogo y activista afroamericano W.E.B. Du Bois (1903/1989) y que reenvía a la conformación de una autoconciencia en constante negociación y resignificación de constructos significantes impuestos desde fuera: “this sense of always looking at one’s self through the eyes of others, of measuring one’s soul by the tape of a world that looks on in amused contempt and pity” (1989, p.8).
Es bien conocido el enorme reto de traducibilidad y transcripción que suponen los rezos, cantos y ritos de la santería cubana. Sustentada —sobre todo en sus inicios— en una pronunciada oralidad[4], los conocimientos eran arcanos, un saber-hacer que se transmitía de persona a persona: de padrino a iniciado, de padres a hijos, de mayores a menores en la jerarquía religiosa. Del contacto que impuso la servidumbre, de la fascinación por el folclore negro, de la reivindicación (intelectual) de la raíz africana en la cultura cubana nacen, en absoluta connivencia, los primeros hijos blancos.
En la vasta y sistemática producción cultural sobre la santería en Cuba —la develación de sus misterios— pudiéramos encontrar (en estado seminal) uno de los factores explicativos del conocimiento, interés y creciente adscripción a la Regla de Ocha de cubanos de diversos fenotípicos biológicos. Lo anterior está estrechamente ligado a fenómenos más recientes de institucionalización e internacionalización de este sistema mágico-religioso. En efecto, de las religiones de sustrato africano presentes en Cuba es la santería, de enorme plasticidad y sincretismo, el epicentro de complejos procesos de nacionalización y circulación transnacional de sus símbolos y prácticas.
Consideramos que la promoción de la santería —otrora tácita y denostada «religión de negros pobres»— a nuevo estandarte de la cubanidad y la asunción de la consagración religiosa como indicador de estatus socio-económico exige un enfoque centrado en los sujetos practicantes y las significaciones que atribuyen a tales fenómenos. Nos interrogamos, entonces, por cómo se reconfigura y se sitúa la blanquitud en un contexto de prácticas religiosas que históricamente han estado asociadas a comunidades negras y cómo perciben dicho fenómeno practicantes que se reconocen a sí mismos como negros o afrocubanos. Asumimos el enfoque de Rómulo Lachatañeré sobre la santería cubana como un sistema de cultos locales, en referencia a diversas familias religiosas que no siempre se reconocen entre sí. Esta aseveración es de pertinencia no sólo para la Regla de Ocha sino para todos los cultos sincréticos afrocubanos (James Figuerola, 2008).
Nuestras reflexiones se sustentan en una indagación empírica realizada en 6 familias religiosas de las ciudades de La Habana y Santiago de Cuba, con el recurso de entrevistas y de observación participante en sus casas-templo, en el período comprendido entre noviembre de 2019 y agosto de 2021. En tres de ellas —ubicadas en Centro Habana, Marianao y San Antonio de los Baños— los mayores (autoridades religiosas) se identificaban a sí mismos como blancos, y en las tres restantes —situadas en las barriadas santiagueras del Tivolí, Los Hoyos y San Pedrito— como afrocubanos o negros y mulatos. En el marco de la investigación dialogamos con babalawos, obas oriates[5], santeros, espiritistas y tata ngangas —una misma persona puede tener más de una categoría religiosa, de Ocha o del Palo— lo que da cuenta del enorme sincretismo de los sistemas mágico-religiosos cubanos.
La blanquitud y lo afrocubano operan, aquí, como categorías analíticas claves que se estructuran a partir de la ancestralidad, la identificación cultural y la variable color de la piel, que diversos investigadores (Romay, 2014; Rodríguez, Carrazana & García Dally, 2011) identifican como el núcleo significante de la noción de raza en Cuba. Consideramos importante destacar la gran diversidad de casas religiosas y de prosélitos (en cuanto a origen, fenotipo, posición socio-económica) que caracteriza la santería cubana, por lo que nuestro abordaje lejos de ser concluyente constituye una de las aproximaciones posibles al fenómeno que se investiga.
La santería, expresión religiosa de una nación
En la década de los 90 del siglo pasado, asistimos a una explosión cultural y religiosa del elemento africano en la cubanidad. Lo anterior puede explicarse desde las políticas culturales y de patrimonialización dirigidas a la captación de divisas, y a la inserción de la isla en el mercado internacional del turismo —religioso y cultural—, a partir de la exotización/folclorización de su herencia africana. Estas acciones se inscriben en un marco más amplio de valorización turística de las culturas afro-americanas[6] (Fitó, 2009) y de desarrollo de programas internacionales[7] que interpelaban a la lucha contra la discriminación racial.
Pero la valorización cultural, aunque no religiosa —con intencionalidad política— del legado africano en Cuba es de más larga data y se articula con la búsqueda de reconocimiento internacional de la Revolución cubana (1959). El internacionalismo proletario, los nexos con el Tercer Mundo y el protagonismo en el Movimiento de Países no Alineados constituirán ejes esenciales de la política exterior del Gobierno revolucionario. En este contexto, los vínculos con el continente africano adquirirán carácter estratégico. Muestra de ello es la participación militar de Cuba en conflictos —apoyo a movimientos de liberación nacional— en el Congo (1965), Etiopía (1977) y Angola (1975-1991), con un aporte significativo de la población cubana afrodescendiente. La ponderación de los lazos culturales e históricos no se traduce en reconocimiento oficial de las religiones afrocubanas dado el carácter socialista de la Revolución, es decir, su adhesión ideológica al marxismo-leninismo.
A partir de los años 90, el denominado período especial en tiempos de paz —situación socio-económica excepcional que vivió Cuba tras la implosión del campo socialista— no sólo conducirá a la valorización turística del folclore afrocubano, sino que revelará las complejidades de la ecuación: raza-pobreza-racismo-oportunidades que el proyecto revolucionario no había podido solventar. El debate público sobre estas problemáticas y la emergencia en la agenda política nacional de acciones de posicionamiento y visibilidad de sujetos negros y mulatos, estimulará el empoderamiento y la afirmación cultural y religiosa de los afrocubanos. Asistimos a la eclosión de diversas narrativas sobre la africanía en Cuba y a la exposición pública —por primera vez desde el triunfo de la Revolución— de símbolos religiosos (iddes: collares de los orishas en la santería, manos de Orula, macutos en el palo monte) sin perjuicio (político, social, económico) para sus portadores, quienes eran considerados, hasta entonces, brujos y hechiceros.
Se configura, así, lo que se ha denominado «movimiento cultural afrocubano» (de la Fuente, 2008), pero las principales reivindicaciones de escritores, artistas, intelectuales y otros actores sociales de la afrodescendencia no se constriñen al ámbito religioso, sino que se focalizan en las tensiones y diferencias raciales presentes en la sociedad cubana. El eje central de estos esfuerzos conducirá a la emergencia en la esfera política y académica de reflexiones en torno al racismo como una problemática social. De este movimiento surgirán voces críticas ante la comercialización y fetichización de lo afrocubano, y las representaciones racistas y distorsionadas de lo negro en Cuba.
La consagración de la santería como significante de la cubanidad se inscribe en las estrategias de marketing territorial exotizantes de lo afrocubano, y remite a la troncalidad cultural de la raíz blanca-europea en la construcción nacional. Para entender este fenómeno es imprescindible tener en cuenta la relación histórica de la Regla de Ocha con las estructuras de poder, lo cual le garantiza un tratamiento oficial más benévolo y constituye el fundamento político de su atractivo y permeabilidad. Ello se explica por el carácter menos violento de su liturgia, frente a otros sistemas mágico-religiosos como el Palo Monte, su vinculación —desde el período colonial— con los cabildos y cofradías, y la iniciación religiosa de blancos, de ascendencia social, padrinos de cabildos (James Figuerola, 2008).
Sobre la santería, y en menor medida sobre otros sistemas mágico-religiosos cubanos, gravitan procesos —en curso— de nacionalización (apropiación de las élites) y politización (instrumentalización política), así como de internacionalización y circulación transnacional. Íntimamente relacionadas, las distintas dimensiones del fenómeno son exacerbadas por el turismo religioso y por los movimientos diaspóricos de los cubanos alrededor del mundo.
La Regla de Ocha, en su nuevo estatus nacional-transnacional, devino escenario emergente de posibilidades económicas —captación de divisas— y de representación internacional de la cubanidad. Como se entenderá, este ascenso no se produce, ni simbólica ni materialmente, sin la pérdida u opacidad del prefijo afro, es decir, sin su desplazamiento del polo afrocubano de lo nacional a una centralidad criolla blanco-europea. Esta religión ya no es africana, queda muy poco de lo original, ahora es una nueva fe que todos profesamos. Es una cosa criolla. Aquí mismo, a mi casa, vienen extranjeros de muchos países a hacerse sus cosas religiosas. Ese es mi trabajo. Y les va bien porque si no, no vendrían. Nos confiesa un santero y oba que se identifica como blanco.
Se impone establecer que la comercialización de la Regla de Ocha no es un fenómeno que concierna, de manera exclusiva, a familias religiosas y santeros blancos. No obstante, la proliferación en Cuba de los hijos blancos de los dioses negros, su promoción a las más altas jerarquías religiosas (babalawos, obas, tata nganga) responde a estrategias de apropiación simbólica de una blanquitud que recupera la denostada religión sincrética, alienándola de su genealogía, y la instituye como un nuevo espacio de poder. Por lo que existen asimetrías en cuanto al estatus socio-económico, el confort de las casas-templo y las conexiones internacionales de las familias religiosas —afrodescendientes y blancas— estudiadas, observándose una mayor acentuación de los fenómenos descritos en la capital cubana.
Los blancos son los que más poder adquisitivo tienen dentro de la sociedad cubana, por eso se difunden y se expanden por el mundo, entonces las personas de otros países, en su mayoría, vienen a consagrarse aquí en Cuba con ellos. (José Giró Eli, santero, espiritista y tata nganga, afrocubano)
Diversos autores han profundizado en la inserción de la santería cubana en los paisajes religiosos de México, Tenerife, Madrid, Miami, Alemania, Bolivia, Venezuela, un fenómeno que no puede entenderse sin las migraciones, el turismo religioso, la globalización, las nuevas tecnologías y la capacidad intrínseca de la Regla de Ocha de ganar adeptos, en virtud de su plasticidad y la posibilidad de multiadscripción.
Los efectos de la transnacionalización de la Regla de Ocha son ostensibles —hacia adentro— no sólo en la erosión de la credibilidad y el prestigio de la santería y sus líderes religiosos, sino en el encarecimiento de sus rituales y ceremonias. Hacer santo se convierte —para el santero— en una práctica lucrativa y para el iniciado en un indicador de ascendencia social y poder económico. Surge, entonces, a modo de resistencia, la conjugación de santos: el acto de iniciación, encuentro privado del aleyo[8] con la deidad, deviene un acto compartido entre varios creyentes que se consagran al mismo tiempo para compartir gastos.
Otras de las esferas de impacto de estos procesos transnacionales es el mercado de artículos religiosos. Los artesanos han incorporado nuevas formas de confección a los objetos ceremoniales, resultado, por una parte, de las carencias y/o disponibilidad de determinados recursos ornamentales, y por otra, de un mayor énfasis en la dimensión figurativa, estética para potenciar los elementos de atractividad. Platos con decorados mexicanos o andinos, vestidos con motivos foráneos y vistosas ceremonias —transmitidas por internet— con limitado anclaje en la tradición, son algunas de las expresiones de este fenómeno.
Consideramos que los cambios en lo representacional e iconográfico en la Regla de Ocha se explican sólo parcialmente desde la circulación transnacional. En ello incide de manera sustantiva el desplazamiento de la santería del polo afrocubano a la centralidad blanca criolla. Las representaciones de Yemayá, Shangó, Oshún como dioses blancos y mestizos —aunque con finalidad cultural, no religiosa— instituyen nuevos imaginarios. Los dioses de la santería criolla ya no quieren ser negros porque la sociedad donde operan tampoco quiere serlo.
En Cuba no sorprende que los máximos representantes de las principales instituciones culturales y religiosas avocadas al estudio y preservación del legado africano —Asociación Yoruba de Cuba, Museo Casa de África, Fundación Fernando Ortiz, Casa del Caribe— sean de la raza blanca, porque a fin de cuentas en el ajiaco criollo el que no tiene de congo tiene de carabalí.
En Cuba el que no tiene de congo tiene de carabalí
Es una expresión de acervo popular que da cuenta de la conciencia del mestizaje étnico que caracteriza a la población cubana y de lo ilusorias que pueden llegar a ser categorías como el color de piel o el fenotipo biológico. No obstante, la etnoracialidad es un elemento diferenciador y estructurador de la realidad social cubana, y «negro» y «blanco» son categorías actuantes y cargadas de significados.
Sobre la creciente adscripción de cubanos y extranjeros blancos a la Regla de Ocha-Ifá se advierten dos tipos de posicionamientos en los practicantes, sustentados en el conocimiento de la conformación y desarrollo histórico de los sistemas religiosos afrocubanos. El primero de ellos remite a las estrategias de asimilación, contaminación y convivencia forzada impuestas por la esclavitud: «La inserción del blanco ha sido una parte fundamental. El sincretismo fue una forma de resistencia, la única alternativa que le quedaba al negro para quitarse de arriba el látigo. Desde que nació la religión afrocubana el blanco nunca ha estado desligado de ella.». Rafael Cisnero Lescay, Manolo el Duque, santero, Omo añá[9] y cantante principal del Conjunto Folclórico Cutumba. Se identifica como negro.
La reivindicación de lo negro en la cultura cubana se articula sin perjuicio de lo blanco porque ni siquiera el más purista o acérrimo de los practicantes afrodescendientes se atrevería a negar el carácter sincrético de los cultos afrocubanos. Pero la religión es algo visceral, eso va en tu sangre, en tus ancestros, en las creencias ancestrales de tu familia (Amalia Moya, santera, 62 años en Ocha).
La cuestión de la ancestralidad se configura aquí como una forma de resistencia al blanqueamiento en curso de la Regla de Ocha. La ancestralidad remite a la tierra y a la relación con los ancestros, a la memoria, a la oralidad, a lo familiar y comunitario, y en última instancia a África como espacio geográfico y cultural de referencia. La movilización de lo ancestral se vincula estrechamente a la afirmación, en términos religiosos, de lo que podríamos denominar como el canon negro de la santería.
Los blancos tienen su forma de expresar un poco diferente por sus mejores condiciones de vida, pero en la religión tienen que dar los mismos pasos que el negro, para preparar un Elegguá, tiene que prepararlo igualito que el negro. Ahí no puede haber ningún tipo de diferencia. (santero y babalao)
El problema no es el color. El problema es que ellos lo entiendan y lo lleven como lo podemos llevar nosotros los que tenemos el color negro y lo tenemos de herencia, de sangre, que para nosotros no es una religión, es un modo de vida. (Ledislai Palacio, santero, 10 años de Ocha, Oshosi)
Esta cosmovisión no reconoce diferencias raciales en el terreno de lo místico y el argumento de la raíz negra invisible —el que no tiene de congo tiene de carabalí— cede el paso a la reflexión sobre los egguns, santeros desencarnados, los espíritus de los ancestros que vuelven y que se expresan en el fenotipo energético (Fitó, 2009), con independencia del color de la piel o rasgos físicos. En el trance todas las entidades que son objeto de posesión son iguales.
Los blancos que estamos en esta religión es por los egguns. La gente se pone a esto primeramente por pruebas y segundo por tu eggun, porque si existe algo. Eso se siente. Es el eggun tuyo que te impulsa a eso. (Bárbara Márquez Jiménez, Omiya Nace, Omo Yemayá, 7 años en el santo. Se identifica como blanca)
De los egguns y la cuestión energética pasamos a un Olofi ecuménico y cosmopolita, que no advierte las diferentes pigmentaciones de la piel, orígenes, nacionalidades o adscripciones religiosas prexistentes o concomitantes. La razón argumental que encontramos en la mayoría de los practicantes que se identifican como blancos remite a un desvanecimiento del contenido negro de lo afrocubano. De manera que las prácticas son alienadas de su genealogía para inscribirse de lleno en los registros de la cubanidad, revindicando su carácter sincrético.
Ante Olofi[10], ante el que está allá arriba, no existe raza ni color. Todo el mundo es igual. Lo mismo le da un negro, que un chino, que un blanco, cualquiera. Así que esta religión la puede practicar cualquiera que sea escogido por Olodumare[11]. (Julio Martín, Otruppo Melli, 27 años en Ifa, 600 ahijados de mano de Orula y 10 de Ifa [se reconoce como blanco, de padre español])
A manera de conclusión
La transnacionalización y comercialización de las religiones afrocubanas, otrora «religiones de negros pobres», y su promoción a bien cultural nacional posibilitan que se configuren como un nuevo espacio de poder —simbólico, económico— y de representación. Lo afrocubano se ha construido desde contornos marginales, donde lo críptico consustancial a estas prácticas mágico-religiosas garantizaba su especificidad y su condición de patrimonio de los afrodescendientes.
En los últimos años asistimos a un desplazamiento de las narrativas de lo afrocubano: de la negación a la exotización de la alteridad y de allí a su asunción/apropiación como nuevo estandarte de la cubanidad. Lo anterior supone un cambio significativo del estatus y de las representaciones imperantes sobre estas prácticas. Se explica, entonces, aunque parcialmente, la creciente adscripción de diversas blanquidades a la santería.
Las religiones afrocubanas se instituyen como un nuevo espacio de expresión y negociación de —negadas— tensiones etnoraciales. Se advierte la alienación u opacidad de su genealogía, y transformaciones en las prácticas religiosas en sí mismas —que deberán ser estudiadas en profundidad— y que apuntan hacia un enfoque más estético, atractivo y ceremonial, de énfasis en la «cientificidad» de los sistemas adivinatorios y de cierta relegación del trance y de los muertos.
Solo queda la costumbre, las maneras de hacer [nos confiesa un Oba que se identifica como blanco] ya nadie sabe por qué se hacen las cosas, cada uno hace lo que puede, los negros viejos se llevaron a la tumba los secretos.
Quizás el último predio sean los tambores. El repique de los batá[12] que induce al trance. Aunque cada vez más turistas viajan a Cuba para consagrarse Añá, iniciación religiosa imprescindible para tocar los tambores ceremoniales: «Se sabe cuándo un tambor llama o no llama», nos dice uno de los mayores, «eso es visceral, el tambor hala a los ancestros». Es por ello, que aún en casas religiosas de mayoría blanca o de iniciados extranjeros, los batá los siguen tocando, generalmente, afrodescendientes.
¿Cuánto queda de África en la religión afrocubana? Es una pregunta que formulamos a todos los practicantes entrevistados y obtuvimos dos tipologías de respuestas.
-Poco o casi nada, ya es una religión criolla.
-Todo, nos viene de los ancestros. Sin África no hay nada.