Introducción
Decirle la verdad a la gente: la negridad casa adentro, es una reflexión crítica y sentida en la que intento repensar la política de negridad en Colombia a partir de mi experiencia en el movimiento afroestudiantil y mis interpretaciones de las políticas de representación desarrolladas en el marco del giro multicultural. Las ideas que aquí se presentan constituyen una invitación a compartir un riesgo intelectual. De ninguna manera se pretende establecer verdades absolutas que definan el mundo y su funcionamiento de manera estática, preconcebida desde mi perspectiva sentipensante. Más bien, el interés radica en proponer un análisis que aborde los debates presentes en los espacios privados del proceso afrocolombiano, y que planeo destacar mediante este escrito que concibo como una intervención política.
Desde mi posición intelectual y política, decir la verdad al poder: decir la verdad a la gente, representa una oportunidad para socavar las bases normativas que cohesionan las dinámicas sociopolíticas en diversos contextos. Es una propuesta contradictoria y en constante disputa que posiblemente pueda generar reconfiguraciones en pos del fortalecimiento de la lucha histórica por la transformación social. Consciente de ello, expresar la verdad, aunque no sea absoluta, se basa en las ideas que he podido construir al teorizar la política y politizar la teoría (Hall, 2010). Esta acción provocará incomodidades y angustias, pero también puede proporcionar alguna sensación de tranquilidad. Aquellos que lean mis palabras podrán extraer sus propias interpretaciones a partir de las fuerzas y articulaciones que los atraviesen. Pero, sin lugar a dudas, mi propósito se centra en develar las certezas y cimientos que impiden trascender más allá de las configuraciones establecidas.
En este contexto, adopto la autoetnografía como práctica metodológica y de escritura, para reflexionar sobre cómo las experiencias de vida nos proporcionan herramientas para comprender las estructuras de poder en los procesos de formación social estructural, disciplinante y cultural que influyen en las dinámicas de las realidades sociales. Para comenzar, propongo analizar a través de mi propia trayectoria cómo se producen y reproducen los discursos que definen la identidad de un «nosotros afrocolombiano». Esto implica explorar cómo se construye un sujeto negro esencial que sirve como referente sociopolítico. También, abordaré la perspectiva biológica que actúa como patrones de filtración y reconocimiento de quiénes son considerados «buenos» y quiénes «malos» en esta dinámica. Finalmente, abordaré cuestiones relacionadas con el discurso multicultural e inclusivo y su influencia en la generación de nuevas subjetividades políticas, especialmente en lo que Claudia Mosquera ha denominado «afroprivilegiados».
Repensando casa adentro
Las primeras provocaciones para profundizar en la comprensión del devenir sociopolítico de las poblaciones afrocolombianas surgieron para mí durante una clase de ética en el trabajo social en el 2013-2. El profesor, de apellido Gómez, planteó una pregunta crucial: ¿cuál es el significado y el sentido de las poblaciones afrocolombianas2 en nuestro país? Este interrogante me generó una profunda inquietud al darme cuenta de que no contaba con argumentos claros al respecto; ¿Por qué no tenía claridad, si yo mismo soy afrocolombiano? ¿Por qué dudaba al hablar sobre mi propia gente? Fue entonces cuando se encendió en mí la chispa de la búsqueda de respuestas a las preguntas que me atormentaban, todas dirigidas hacia la comprensión de las realidades sociales.
Para llevar a cabo la misión que me había propuesto, realicé una amplia variedad de ejercicios, algunos de los cuales resultaron exitosos mientras que otros no. Por ejemplo, me acerqué a mis profesores del programa con la esperanza de obtener literatura sobre el tema afrocolombiano o de que abordaran el tema en sus clases, pero lamentablemente este intento resultó infructuoso, ya que los profesores carecían de conocimiento en profundidad sobre estos procesos. Dada mi limitada habilidad para la lectura, comencé a buscar documentales, cortometrajes, videos y otras producciones audiovisuales que me instaran a reflexionar más allá de los estereotipos racistas que presentan a los afrocolombianos como sinónimo de baile, diversión y felicidad. De esta manera, llegué a conectar con el Colectivo de Estudiantes Afrocolombianos de la Universidad del Quindío - Benkunafru. Experiencia que describo como un espacio en el que debatimos y problematizamos las coyunturas del racismo estructural que persisten tanto en la academia como en el país. Este paso ha sido de gran significado en mi proyecto político-intelectual.
Durante mi permanencia en el colectivo, que se extendió por casi cuatro años y medio, tuve la oportunidad de adquirir herramientas epistémicas que me llevaron a replantearme como un sujeto político inmerso en un contexto de profundas desigualdades, y a comprometerme con la lucha contra el racismo. Nuestra principal fuente de inspiración siempre fue el Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos, dado que representó una lucha radical que contribuyó a la reconfiguración de la sociedad estadounidense. Durante ese tiempo, encontramos referencia en las Panteras Negras, Malcolm X, Angela Davis y Martin Luther King, quienes fueron algunos de los que admirábamos y cuyas ideas y acciones nos guiaron.
El colectivo forma parte de una red de diversos procesos estudiantiles afrocolombianos que nos permitió interactuar con una amplia gama de perspectivas desarrolladas en Colombia, incluyendo las apuestas políticas afro-estudiantiles de universidades en Cali, Bogotá, Pasto, Medellín y Popayán, entre otros. Cabe destacar que el proceso en Cali se erige como uno de los más significativos, debido a su influencia en las estructuras burocráticas tanto dentro de las universidades como en el ámbito exterior, así como por su destacada producción académica. Dentro de este contexto, mi participación en actividades, encuentros y marchas contra la violencia racial en todas sus dimensiones era frecuente. Recuerdo especialmente los 21 de mayo, en el marco de la conmemoración de la abolición de la esclavitud, cuando se realizaba La Comunión Afrocolombiana. Este evento representaba un ejercicio de reflexión y una forma de interrupción de las desigualdades normalizadas en Cali. También viene a mi mente el año 2015, cuando viajamos en varios buses a Bogotá para denunciar el racismo que reproduce el Canal Caracol a través de su personaje «El soldado Micolta», una representación que los afroestadounidenses teorizan como “blackface”.
Adentrarme en el activismo afroestudiantil ha representado uno de mis primeros pasos en los diálogos dentro de los estudios afrocolombianos. Cuando hablo de activismo, no me refiero a acciones simplistas ni a disputas sin un entendimiento de las complejidades de las situaciones específicas. Más bien, me refiero a un activismo intelectual, a la reflexión y la acción con una vocación política consciente y deliberada. Durante mi participación activa en las aulas y en las calles a través de la lucha afroestudiantil, he aprendido a conocerme y a reconocer los vejámenes que la raza y el racismo han gestado en Colombia. Sin embargo, este proceso no ha sido un ejercicio puro e inocente en el que todo esté medianamente establecido; en cambio, son muchas las preguntas y desafíos que requieren ser abordados y planteados.
En Cali, mientras colaboraba con el movimiento de estudiantes afrocolombianos, pude observar aspectos del modo cómo funcionan las políticas de representación en relación con la población, especialmente en el ámbito académico. Me encontré con personas que se autodenominaban «eruditos afro-radicales» y que se posicionaban como autoridades omnipresentes en el conocimiento y la acción política de las poblaciones afrocolombianas. Estas personas a menudo exhibían una actitud de arrogancia, definiendo lo que se considera correcto o adecuado. En lugar de integrarse, mantenían una distancia con quienes percibían como subalternos debido a su falta de trayectoria. Sus años de experiencia y estudio les otorgaban una sensación de superioridad sobre aquellos de nosotros que buscábamos respuestas a los interrogantes que nos atravesaban.
Ahora bien, soy consciente de que abrirse paso en la educación superior en Colombia como afrocolombiano representa un desafío significativo debido a la estructura social desigual en términos de clase, raza, género y sexualidad. Aunque es cierto que muchos afrocolombianos con privilegios económicos no experimentan las mismas dificultades, la mayoría de nosotros enfrentamos obstáculos considerables. Las universidades generan diversas formas de violencia que no solo obstaculizan las oportunidades para acceder al ámbito académico, sino que también dificultan las discusiones epistémicas desde una perspectiva crítica sobre cuestiones raciales. Las investigaciones de Anny Ocoró Loango (2017) sobre el caso de la Universidad del Valle plantean interrogantes cruciales acerca de las persistentes inequidades raciales y de género en el acceso y la permanencia de las personas afrocolombianas en las universidades, a pesar de los esfuerzos realizados en la era multicultural (ver Ocoró Loango, 2017).
No obstante, el privilegio de avanzar tanto en el ámbito social como académico de referentes afrocolombianos, ya sea con dificultades o sin ellas, no debería eclipsar nuestra empatía y la importancia de inspirar, debatir y colaborar de manera colectiva con aquellos de nosotros que estamos inmersos en distintos procesos sociopolíticos, en aras de comprender en profundidad las complejidades que influyen en las dinámicas sociales que configuran la diversidad de la población afrocolombiana. Frecuentemente, se escuchan afirmaciones como «a ti te falta proceso, trayectoria», «yo soy fundador, conozco cómo funciona» o «a ustedes les falta capacidad», las cuales desvalorizan e infantilizan las preocupaciones de los jóvenes que, con un gran compromiso, nos acercamos a los estudios afrocolombianos.
Es importante destacar que, cuando los intelectuales afrocolombianos logran acceder a las estructuras legítimas de la ciencia de manera sin precedentes, no son pocos quienes pierden el contacto diario con las poblaciones afrocolombianas. Algunos, en su mayoría hombres, se han convertido en académicos destacados y figuras reconocidas. Esto, paradójicamente, contribuye a mantener la ilusión de que la sociedad colombiana es inclusiva y democráticamente participativa. En este contexto, las distintas formas de conocimiento arraigadas en la perspectiva del mundo afrocolombiano han sido históricamente despreciadas, violentadas y minimizadas a través del legado normativo de la razón, el darwinismo social y cientificismo de bases racistas. Por lo tanto, no es el avance de intelectuales afrocolombianos como figuras destacadas en el ámbito académico lo que me causa molestia o incomodidad, sino más bien la forma en que su discurso se posiciona como una estrategia para el desarrollo individual. Abordaremos el tema sobre afroprivilegio más adelante, en detrimento de los objetivos colectivos de la lucha por la dignidad.
En muchas ocasiones, llegué a pensar que no pertenecía a ese espacio debido a la falta de cumplimiento de los criterios establecidos. Me encontraba inmerso en un entorno marcado por fuerzas sociales y contextos culturales radicalmente diferentes, iba en contravía del orden validado por los eruditos afroradicales. Siendo un joven nativo del río Tapaje y víctima del conflicto, me enfrentaba a las complejas dinámicas urbanas de Cali, donde desconocía por completo las profundas estructuras de desigualdad racial que la configuraban. Por esta razón, concebía que, al interactuar con otros afrocolombianos, podría enriquecer mi perspectiva del mundo. Este enriquecimiento ocurrió, pero a través de procesos con los cuales no me sentía plenamente identificado, ya que mis luchas se desarrollaban en contextos en su mayoría desconocidos o que nunca habían sido tenidos en cuenta en los debates.
La lógica eurocéntrica imperante en el sistema educativo colombiano, que nos obliga a sumergirnos en los procesos políticos y epistémicos de geografías marcadas por el privilegio blanco, patriarcal y clasista, la cual en su mayoría resulta inadecuada para abordar y transformar la realidad en Colombia. Nos vemos constreñidos a limitarnos a la comprensión de la producción de conocimiento derivada de las luchas y procesos de la diáspora africana en Estados Unidos y otras latitudes. Si bien considero que estos aspectos son fundamentales para guiar nuestro proceso, mi crítica radica en que se pasa por alto la necesidad de analizar de manera contextual las realidades sociales, ya que todos los afrodescendientes no compartimos las mismas circunstancias ni siquiera dentro de un mismo país. Los eruditos afroradicales rivalizan por su dominio en cuanto a la obras, por ejemplo, las Panteras Negras y Malcolm X, mientras que me di cuenta de que conocía más sobre los debates de otros países en términos raciales que sobre los eventos que han condenado a mi pueblo al desprecio y la violencia.
La concepción de una uniformidad racial en la población afrodescendiente, que parece ignorar las fuerzas sociales que moldean a los sujetos y sus subjetividades, podría estar profundamente arraigada en los múltiples discursos del movimiento afrocolombiano. A pesar de que las idealizaciones basadas en enfoques biologicistas y eugenésicos han sido históricamente responsables de la desigualdad y la violencia, continúan influyendo en nuestra percepción de la raza. Es decir, aunque los discursos científicos y religiosos que alguna vez violentaron a las personas a través de la lente de la diferencia aparentemente quedaron atrás, digo «aparentemente», porque mi experiencia en los debates dentro de los estudios afrocolombianos a veces revela que recurrimos a construcciones biológicas para respaldar nuestros discursos y acciones políticas. Por ejemplo, el grado de melanina como un criterio explícito para definir lo bueno y lo malo, los héroes y los enemigos.
Es importante aclarar que no estoy desacreditando los aportes de un campo de estudio que busca la transformación en la generación de conocimiento y el modelo de desigualdad en el que vivimos. En cambio, quiero destacar la forma en que se están formulando reflexiones que en ciertos casos podrían no reflejar de manera adecuada las complejas realidades sociopolíticas que afectan a la diversidad en la población. En este contexto, mis inquietudes con respecto a zonas específicas, como Sanquianga y El Charco, no siempre encontraron espacio en la lucha, ya que a menudo se priorizaban enfoques más universales que contribuyen al análisis de cualquier proceso.
Con respecto a esto, la noción del cuerpo afrohomogéneo tiene sus raíces en el proceso de esclavización, durante el cual personas procedentes del continente africano fueron subyugadas y explotadas por un modelo civilizatorio cruel y violento, bajo las idealizaciones de cuerpos sin almas, sin inteligibilidad y animalizados3. Se cosificaba a las personas, relegándolas a una esencia substancialmente uniforme. Por ello, a lo largo de la historia, la lucha y el esfuerzo por la liberación y dignificación de las poblaciones afrodiaspóricas han contribuido a cambiar el discurso en espacios públicos, desafiando la cosificación y homogenización de los cuerpos y experiencias afro. Sin embargo, es importante reconocer que, estratégicamente, algunos discursos que caen en el esencialismo en relación a las poblaciones afrocolombianas han contribuido al fortalecimiento del proceso. No obstante, no debemos perder de vista que la configuración esencial de sujetos y subjetividades absolutamente buenas o malas desde una perspectiva biológica no existen.
Nos vemos inmersos en procesos sociohistóricos de desigualdad que fundamentan la jerarquía de la realidad social que enfrentamos. Somos producidos por las estructuras de poder, y aunque tenemos la capacidad de reaccionar y ejercer nuestra agencia, es fundamental comprender que nuestras identidades son moldeadas tanto social como culturalmente por el entorno y las estructuras que dinamizan nuestras vidas. Estas estructuras son cruciales para entender las tensiones y contradicciones en las relaciones de poder contextual que nos habitúan. Por lo tanto, aunque es posible que compartamos ciertas circunstancias, momentos o situaciones, la manera en que vivimos y enfrentamos estos aspectos es significativamente diferente. Esto se debe a factores como la geografía, la clase social, el género, la sexualidad, la región, la edad y otros, que configuran nuestras existencias en el mundo de manera única.
Las personalidades que admiraba y consideraba modelos a seguir durante mi participación en el movimiento afroestudiantil, se destacaban por su capacidad para comprender a las poblaciones afrocolombianas desde la perspectiva de una comunidad universal a la que todos pertenecemos. Su enfoque respecto a las realidades de las poblaciones afrocolombianas se basaba en discursos que otorgaban sentido y significado a la idea de que todos compartimos las mismas situaciones, momentos y circunstancias, lo que nos permite vernos como una unidad absoluta. Este planteamiento me lleva a recordar al estudioso indonesio del nacionalismo, Benedict Anderson (1983), quien hace referencia a la «comunidad imaginada» para describir cómo se forman representaciones idealizadas en la creación de una nación. En este sentido, cabe preguntarnos si estamos contribuyendo a la formación de una «comunidad imaginada» afrocolombiana, donde compartimos experiencias, desafíos comunes y estáticos. Posteriormente, profundizaré en esta cuestión.
Indudablemente, las acciones políticas que llevamos a cabo desde el movimiento afroestudiantil en contra del racismo aportan al diálogo en torno a la jerarquía racial, la cual coloca a la mayoría de las poblaciones en los escalones más bajos de la balanza. Esto es válido tanto para aquellos que enfrentan de forma intensa las transgresiones raciales como para quienes las experimentan de manera más sutil. Pero, a lo largo de este proceso, me di cuenta de que, en mi caso, no encontraba elementos contextuales que me permitieran analizar plenamente la coyuntura presente de El Charco y Sanquianga4, con todas sus complejidades. Los eventos que motivaban la reflexión y la intervención no se centraban en estas zonas, que, en la retórica afrocolombiana sobre el Pacífico, a menudo parecen relegadas o marginadas. Podría contar con los dedos de mis manos los espacios en los que estos lugares al menos sean mencionados.
De manera similar, notaba que los recursos académicos que explorábamos en nuestras sesiones de reflexión se centraban en perspectivas compartidas por personas que, al igual que nosotros, tenían un marcado nivel de melanina en su piel, es decir, gentes racializadas como inferiores. Esto podría deberse a la conexión visceral que experimentábamos con esas perspectivas. Considero que esta práctica es valiosa, dado que la academia y las instituciones de conocimiento a menudo excluyen a autores afrodescendientes desde una perspectiva puramente biológica, permeada por prejuicios y estereotipos arraigados en el discurso racial del saber y el poder. Esta construcción, en sus diversas manifestaciones situadas, promueve la clandestinización intelectual en varios ámbitos.
A partir de ello, desarrollé una resistencia firme hacia cualquier texto o proceso en los que la blanquidad estuviera involucrada. Algunas personas me aconsejaban: «Debes conocer al enemigo para adquirir las herramientas necesarias para desafiarlo». Por obligación, leí algunos materiales con el fin de cumplir con los requisitos de evaluación de las asignaturas que estaba cursando durante mi estancia en la universidad. Sin embargo, en aquel momento, no me interesaba en absoluto conocer la perspectiva de personas inherentemente racistas y violentas, o sea, todo aquel marcado racialmente como «blanco»5. Mi objetivo siempre fue reivindicar las contribuciones afrocentradas como apuesta de disrupción de la estructura eurocéntrica. Pese a ello, me enfrenté a un dilema estructural al llevar a cabo mi tesis de pregrado, en la que intenté desentrañar la función social de la música de marimba en contextos de violencia armada. Encontré que era escasa la cantidad de trabajos etnográficos desde una perspectiva propia de las poblaciones afrocolombianas inscrita en los marcos de las improntas de la africanía, la tradición y lucha que abordaran de manera contextual las dinámicas en El Charco, Nariño. Sin embargo, esta falta de investigación puede vincularse a la violencia histórica y epistémica dirigida hacia las poblaciones racializadas.
Preocupado por la situación, me dirigí a los espacios de discusión en Cali en busca de aclaraciones sobre este dilema espinoso. Recuerdo haber conversado con un historiador que se considera un experto en los estudios y luchas afrocolombianas. Le expresé mi inquietud acerca de la mayoría de los materiales que mencionaban y trataban las realidades que convergen en El Charco, los cuales parecían estar elaborados por personas que encarnaban características asociadas a la blanquidad. Su respuesta fue tajante: «Estos individuos son racistas y usurpadores de conocimiento que aprovechan las estructuras burocráticas de la academia y el sistema de conocimiento para avanzar». Seguido sentenció, «centra tu atención en los estudios realizados por nuestros hermanos afrodescendientes, ya que nosotros sí entendemos lo que nos pasa». En consecuencia, llevé a cabo mi investigación de pregrado sin contar principalmente con los aportes de la antropología, dada la complicidad del legado colonial en el registro y validación de las estructuras de poder.
Con base en lo anterior, se ha suscitado un extenso debate en los estudios afrocolombianos, especialmente entre los propios afros, en relación a la manera en que individuos marcados racialmente como blancos han ejercido sus privilegios al investigar a aquellos que han sido racializados como subalternos. He escuchado que, «los académicos blancos viven de hablar sobre los afrodescendientes», «establecen maestrías y centros de investigación para legitimar su racismo», o «he notado grupos de investigación y estudios afro en los que no veo a personas afros, ¿cuál es su propósito, si no es por ganancias económicas?». Es un tema que ha generado una amplia discusión, dado que los sujetos blancos a menudo parten de un privilegio racial, a veces también de clase, que los sitúa en la hybris del punto cero en el ecosistema del conocimiento. Estas marcaciones son aspectos que provocan un rechazo radical, dejando de lado el debate epistémico que podría o no servir en la lucha. Da la impresión de que el paradigma racial ha experimentado un giro, pero funciona igual.
Aunque es válido cuestionar esta situación en muchos casos, ya que conozco las comodidades en las que viven muchos de los que dicen hacer estudios afrocolombianos y los altos cargos que ostentan como expertos en el tema, considero que la censura radical como estrategia políticamente correcta es limitada. Es decir, si nuestra lucha se enmarca en desestimar todo conocimiento asociado a personas catalogadas como blancas, estamos cayendo en lo mismo desde otra perspectiva, pero al final es lo mismo. En su lugar, debemos explorar y examinar las perspectivas en sus conjuntos para identificar los aspectos racistas que puedan subyacer y comprender cómo operan en la instrumentalización de las experiencias de las poblaciones afrodescendientes. En última instancia, llegado el caso, es posible tomar lo que consideremos que nos sirva para nuestro proceso político e intelectual a través del diálogo simétrico y contradictorio. En este contrapunto, quizás podemos alcanzar una comprensión más sólida y definir acciones efectivas.
Durante el transcurso de mi vida profesional, después de mi participación en el movimiento afroestudiantil y de haberme inspirado en los eruditos afroradicales que poseían un profundo conocimiento sobre las comunidades afro, a menudo atribuido a la intensidad de la melanina en su piel, me opuse con firmeza a reconocer las discusiones que posicionaran a personas marcadas racialmente como blancas. No fue sino hasta que cursé mi maestría que comencé a reflexionar sobre la necesidad de ampliar mi perspectiva para fomentar una comprensión más profunda de las complejidades, contradicciones y simetrías en este tema. Mientras cursé la maestría en estudios culturales, me enfrenté a un desafío particularmente complicado, ya que el antropólogo que a menudo citábamos como un referente de la blancura y la reproducción del privilegio de clase y raza fue asignado como mi director de tesis. Una encrucijada que me generó muchas desveladas, dado que no encontraba solución, preferiría un afrocolombiano como director.
No obstante, con mucha resistencia y angustia, inicié mi colaboración con aquel director, a quien referiré como «guaicito»6. La investigación tenía como objetivo analizar las articulaciones entre el racismo estructural y la violencia armada que afecta a los jóvenes afros en El Charco, Nariño. A partir de ese punto, avancé en mi tesis, delineando una descripción que destacaba la producción de relaciones desiguales, exponiendo cómo las gentes de mi pueblo se veían obligadas a vivir en condiciones de infra-vida administrada por las estructuras de poder. Tras revisar mis avances, el «guaicito» me convocó a una reunión en la que expresó su acuerdo con algunos aspectos del trabajo. También debatimos sobre algunos puntos cruciales relacionados con la concepción homogenizante de comunidad, la forma en que la violencia se perpetúa implicándonos también a nosotros y la necesidad de considerar el contexto específico, entre otros aspectos.
Esa conversación me dejó profundamente inquieto. Me planteé preguntas sobre por qué a menudo recaemos en el esencialismo que coloca a nuestra gente en la categoría de víctimas absolutas, pasando por alto que muchos de nosotros también podemos involucrarnos en la perpetuación de la violencia. Es cierto que seguimos siendo víctimas, pero no solo eso. Se tiende a olvidar por completo cómo las subjetividades en entornos violentos se moldean bajo el peso del poder, agravando aún más la realidad violenta.
El «guaicito» había suscitado interrogantes en mí, instándome a ir más allá de las bases que había establecido en mis estudios sobre la violencia y el racismo. A pesar de ello, no me inspiraba mucha confianza, ya que era una persona privilegiada en términos de raza, en contraste con alguien que estaba inmerso en procesos de opresión significativos. Cuando discutimos investigaciones que podrían servir como antecedentes para abordar el tema de manera situada y contextual, resaltaron las referencias que había evitado durante mi pregrado. En cambio, en esta ocasión, decidí adentrarme en ellas y explorar lo que la perspectiva de los marcados como blancos y hacen estudios afrocolombianos habían propuesto. En este contexto, por ejemplo, me adentré en la obra del geógrafo alemán Ulrich Oslender, quien realizó su trabajo de campo en el Pacífico caucano y teoriza sobre la comprensión de los debates del movimiento social afrocolombiano, las configuraciones socioespaciales y territoriales, y la gestión geográfica en relación con la intervención de la violencia armada en el territorio del Pacífico a principios del siglo XXI. Además, exploré las contribuciones de otros académicos, como Arturo Escobar, Oscar Almario, María Camila Díaz, entre otros.
En este orden, a raíz de mis conversaciones con el «guaicito», emprendí un proceso de tesis en el que pude dialogar de manera contextual con categorías y propuestas epistémicas que me ayudaron a comprender y alcanzar el objetivo establecido, sin depender de una correspondencia racial necesaria que determine lo que es apropiado o no. Esta postura, es leída por muchos afrocolombianos como una traición a la política de negridad en Colombia que tiene un horizonte definido. Explícitamente se me ha manifestado una supuesta alienación porque, en sus palabras, «me he arrodillado ante el privilegio de la blanquidad», por el hecho de leer o citar alguno de los autores etiquetados como académicos extractivistas de lo afro. Se me han cerrado puertas, dado que supuestamente represento la blanquidad.
Por ejemplo, me involucré de manera muy comprometida en una propuesta de comunicación popular afrocolombiana durante casi un año. En este proyecto, escribía constantemente columnas de opinión en las que abordaba críticamente los acontecimientos sociopolíticos en el Pacífico sur colombiano, mi lugar de enunciación. Fue una experiencia sumamente enriquecedora para mí, que me permitió adquirir valiosas habilidades en cuanto a la escritura y la síntesis de ideas en pocas palabras. Además, establecí conexiones significativas con otros colegas. Sin embargo, en mi última participación, escribí una columna que examinaba la producción de espacialidades geopolíticas relacionadas con la precarización y la violencia en el contexto del Pacífico. En esta columna, cité a un guaicito que se dedica a los estudios afrocolombianos, ya que encontré relevante su perspectiva para profundizar en el tema. La respuesta de dos de los colegas fundadores del medio fue desalentadora. Uno de ellos comentó: «La última columna que publicaron es una verborrea de racistas blancos». Otra agregó: «Había compartido esa columna en mis redes sociales, pero ahora la borraré». Leí sus reacciones y, al final, opté por no responder. Lo único que pasaba por mi mente era: «Tal vez tengan razón». En ese momento, recibí una llamada de uno de mis colegas, quien expresó su solidaridad y me animó a no prestar atención a ese tipo de comentarios. Me recordó la importancia de mantener mi compromiso con la escritura.
Oirán decir que este escrito fortalecerá la tesis de que quien les habla es un negro blanqueado. Supongo que será una excusa para consolidar el discurso de lo que no deben hacer los afrocolombianos, pero aceptaré sus posturas y reflexiones. Para eso estamos, para debatir. Antes de desplegar sus fuerzas hacia mí, quiero contarles que la hegemonía se ha pensado exclusivamente como un orden que se desarrolla de arriba hacia abajo, de gentes malas contra gentes buenas. Es decir, las estructuras dominantes son los únicos agentes que podrían abrir el consentimiento y el control social sin la ejecución de la fuerza. A pesar de eso, desde mi perspectiva, esto no es tan así, ya que los procesos de hegemonización que subyacen en la disputa específica y activa involucran la gestión de sentidos comunes que no son inocentes, sino que tienen una intención política en la formación social de la organización. Por ende, espero que mi texto se conciba como una interrupción a los sentidos comunes asentados cómodamente en la política de la negridad colombiana, con el fin de transformar estos sentidos comunes y los patrones dominantes que la habitúan.
En este sentido, la apuesta consiste en desafiar las retóricas violentas que persisten en evaluar la inteligibilidad y la violencia a través de categorías como clase, raza, género y sexualidad. En este caso, los niveles de melanina se utilizan como referencia para disputar la legitimidad en ciertos contextos. Y enfatizo «ciertos contextos», porque, en estas circunstancias, la legitimidad se vincula no solo al color de piel, sino también a la clase, la orientación sexual y la región de origen. Por ejemplo, se tiende a considerar más «negro» y, por lo tanto, con mayor legitimidad, a quienes nacen en la región del Pacífico que a quienes nacen en áreas urbanas. Además, aquellos que ocupan posiciones destacadas en las clases altas son percibidos como más legítimos.
Nos enfrentamos a un sistema de poder atravesado por dominios estructurales, culturales y disciplinarios que configuran a individuos afros y blancos para mantener y perpetuar las desigualdades. Debemos repensarnos y cuestionarnos incluso a nosotros mismos. Con esto, no estoy sugiriendo que la realidad jerárquica entre las personas privilegiadas y las subalternizadas sea una mentira. Debo subrayar que no estoy usando el término «subalternidad» como sinónimo de afrocolombiano, ya que existen personas afros con amplios privilegios que se benefician de ellos. Más bien, estoy invitando a comprender el debate desde una perspectiva contextual que va más allá de las aseveraciones pigmentocráticas.
La dicotomía de considerar a algunos como necesariamente buenos (afro) y a otros como necesariamente malos (blancos) es una cuestión sumamente compleja. Hemos subrayado previamente que no todos somos iguales, ya que el compromiso y la conciencia racial no se miden por el color de la piel. Por ejemplo, en lo que respecta a las políticas de representación, como resultado de los logros obtenidos a través de la lucha histórica de los afrocolombianos desde la política multicultural, hemos visto un aumento significativo en la presencia de personas afrocolombianas en diversos espacios de toma de decisiones. Esto es un paso adelante en la lucha contra las estructuras de dominación y opresión que han persistido durante años, y es claro que, enfrentamos desafíos estructurales que no pueden resolverse únicamente con la presencia en estos espacios. Sin embargo, algunas partes utilizan el discurso antirracista y las contribuciones de los afrocolombianos como una metodología para avanzar en la consecución de sus objetivos. Por lo tanto, me uno a la petición, al igual que Stuart Hall, de poner fin al discurso del sujeto negro esencial. A continuación, abordaremos algunas ideas críticas.
«Hay negros de negros» La construcción social de una política del sujeto negro esencial se ha traducido principalmente en dos efectos. Por un lado, ha dado lugar al establecimiento del discurso del sufrimiento social de un sujeto homogéneo como representación de toda la complejidad que constituye el mundo de la población afro, lo cual se refleja en la praxis del movimiento social negro en la conquista de objetivos colectivos, pero también personales y particulares. Por otro lado, contribuye a la creación de una narrativa nacionalista que simplifica la experiencia negra en términos de referencias reduccionistas sobre los modos celebratorios y folclóricos de ser, estar y vivir de las poblaciones afrocolombianas.
La visión del sujeto negro esencial, constante en diversos espacios sociales, institucionales y colectivos en tiempos de multiculturalismo, implica estratégicamente oportunidades para las estructuras de poder que configuran de manera desigual las realidades sociales. Ya que, mientras reproduce contextualmente las violencias, capitaliza la identidad negra como muestra de un supuesto compromiso de igualdad racial. En mi trayectoria de vida, he observado cómo crece la «profunda admiración» no solo por parte de la población blanca privilegiada, sino también entre las propias comunidades negras, que se sumergen en el mundo festivo y folclórico del sujeto negro esencial. Hoy en día, gran parte de la población colombiana afirma admirar muchos de los aspectos característicos de la «cultura negra», como la música, el vestuario de las mujeres negras, la figura, entre otros. Este debate ha sido ampliamente discutido en los análisis sobre la aculturación.
La posición del sujeto negro esencial plantea un desafío a la política de la negridad en Colombia, ya que conlleva garantías que tienden a minimizar o pasar por alto procesos sociopolíticos significativos en el ámbito de la acción política e intelectual. En relación a esta cuestión, Stuart Hall sostiene que:
Lo que está en juego aquí es el reconocimiento de la extraordinaria diversidad de las posiciones subjetivas, experiencias sociales e identidades culturales que componen la categoría «negro»; esto es, el reconocimiento de que «negro» es esencialmente una categoría política y culturalmente construida que no puede estar basada en una serie de categorías raciales fijas transculturales o trascendentales y que por ende no tiene garantías en la naturaleza. Lo que esto implica es el reconocimiento de la inmensa diversidad y diferenciación de la experiencia histórica y cultural de los sujetos negros. (Hall, 2010, p. 307 )
Reducir la idea de las poblaciones negras a un único mundo de sentido mediado por las estructuras de poder es muy problemático, ya que esto conduce a un vaciamiento de las heterogeneidades de procesos sociopolíticos e históricos que configuran las poblaciones afrocolombianas. Aunque el discurso homogéneo ha sido fundamental para muchos logros políticos en el movimiento, al mismo tiempo perpetúa la desigualdad frente a experiencias afrocolombianas que siguen siendo invisibilizadas y marginadas en el ámbito del poder. En él existen muchas controversias, ya que asumir la posición del sujeto negro esencial reproduce las jerarquías raciales que históricamente han configurado el hecho de que todos los negros somos iguales; hasta hoy persiste esta idea. Sin embargo, es menester destacar los aportes de Mara Viveros (2021), quien, desde una perspectiva interseccional, teoriza sobre las clases medias negras, intentado desmontar las retóricas sobre la gente negra como inevitablemente pobre y de «clase baja».
Las posiciones del sujeto negro esencial suponen la configuración de sentidos comunes como orden políticamente correcto para pensarse y ser afrocolombiano. Este marco político que pasa por lo estético, lo cultural, lo social y ontológico, se traduce en la producción concreta de sujetos y subjetividades afrocolombianas. Es decir, no existen una única forma homogénea, sino que se articula y rearticula a través de las fuerzas sociales que interpelan al sujeto o colectividad. Por ejemplo, las subjetividades afrocolombianas de la región del Pacífico están imbricadas en su mayoría por los discursos culturalistas de comunidad y tradición, muy en respuesta a lo dictaminado en la Ley 70. Las subjetividades corporizadas producidas por las relaciones de discriminación y marginalización derivados del racismo. Las subjetividades performativas afrodiaspóricas. Las subjetividades afroprivilegiadas, entre otras.
Recuerdo mis días en El Charco, donde compartíamos entre compañeros y reconocíamos que todos no éramos iguales o, mejor dicho, que no vivíamos las situaciones de la misma manera. Cuando sonaba la alarma7 de desocupar el pueblo debido a posibles enfrentamientos, los primeros en protegerse eran los hijos de funcionarios, políticos, profesores y personas que, contextualmente, vivían en condiciones radicalmente distintas a las nuestras. Quienes no teníamos esa oportunidad muchas veces debimos quedarnos vivenciando hechos truculentos. De igual manera, se observa una diferencia entre quienes viven en la zona rural y nosotros, que habitamos en la zona urbana. Al llegar a la ciudad, la idea de «hay negros de negros», como alguna vez me lo manifestó un profesor afro de un colegio en Cali, se hace muy evidente. Las jerarquías de clase son concretas y la forma en que enfrentamos y nos relacionamos con el mundo es muy diferente. Ahora, pienso que esta fue una cuestión con la que no me sentía tan cómodo en los procesos en los que estuve vinculado.
Las feministas negras estadounidenses han proporcionado un valioso legado para el análisis de las dinámicas de poder en sus diversas manifestaciones, así como para comprender la formación social de los cuerpos y las experiencias concretas. Marcos como interseccionalidad, simultaneidad de opresiones, matriz de dominación y articulación de opresiones son algunas de las perspectivas teóricas que nos ayudan a examinar las realidades sociales y las divergencias en las experiencias de las personas. En este sentido, hay múltiples factores de poder que influyen en la forma en que las personas viven, se relacionan, existen y se expresan, y estos factores están moldeados por procesos sociohistóricos que se ven mediados por el contexto y la coyuntura en la que las personas desarrollan su vida cotidiana. Esto nos lleva a plantearnos preguntas fundamentales: ¿Serán las experiencias de sufrimiento social de una persona afrocolombiana las mismas que las de otra, como en el caso de mi amigo Alexis Belalcázar, un afrocolombiano gay que vive en El Charco? ¿Tendrán las mismas oportunidades de movilidad social mis amigos que viven en las orillas del río Tapaje, en comparación con mi situación como becario que me pagan por leer, escribir y participar en discusiones en clases? ¿De qué manera estamos abordando el clasismo, el sexismo, la homofobia y otros factores en nuestras reflexiones? Estos son solo algunos de los interrogantes que surgen en el desarrollo de estas ideas, y que requieren un debate más amplio, por lo cual no se abordarán en detalle en este pasaje.
En estos términos, la política multicultural en Colombia demanda sistemáticamente intervenciones que pongan de relieve las expresiones del sujeto negro esencial como actos de reivindicación. El interés por entender y solucionar los problemas de las poblaciones negras se está consolidando cada vez más, tanto por parte de las blanquidades salvacionistas (pueden profundizar sobre el tema en Santana-Perlaza, 2023), como por parte de personas negras que ven una oportunidad de ascenso social y acumulación de capital a través del discurso sobre el sufrimiento social imbricado en las posiciones del sujeto negro esencial. No estoy desconociendo la lucha histórica y colectiva por la dignidad y la transformación de Colombia asumida por gran parte de las poblaciones afrocolombianas, pero se plantea una discusión sobre los malestares e incomodidades que abundan en la gestión social y política de la negridad en Colombia.
¿Es posible vender la negridad? ¿Cómo funciona este proceso? ¿Quiénes son los beneficiados? Frente a estos interrogantes, se puede plantear que las conquistas gestadas por las luchas de las poblaciones negras a través del multiculturalismo han significado un avance y una apertura de espacios importantes. En este sentido, la formación social en la nación colombiana de una «cultura negra», en singular, en tiempos de la inclusión y reconocimiento superficial, ha propiciado el nacimiento de un grupo de personas afrocolombianas que asumen la lucha contra el racismo y la dignidad como una estrategia política de ascenso social. Es decir, visualizan el proceso de las poblaciones negras como una oportunidad para cumplir sus objetivos particulares en concordancia con el mercado neoliberal, y en contravía de la lucha colectiva por la transformación social.
El caso viral de Miguel Polo Polo es un ejemplo evidente, aunque no único, de cómo se vende la negridad. Miguel es un carismático joven afrocolombiano de clase media que proviene del Caribe y que, desde una edad temprana, ha abrazado el discurso ideológico de la extrema derecha. De manera explícita, manifiesta en las redes sociales su respaldo al modelo neoliberal y a las complejas estructuras capitalistas que lo sustentan. Además, apoya las lógicas punitivas y la intervención militar, y muestra admiración por individuos que han sido condenados tanto social como legalmente por cometer atrocidades contra la humanidad en Colombia. Miguel Polo Polo encarna una forma extrema de afroderechismo, desde la cual socava los discursos predominantes sobre las experiencias de las personas negras en Colombia.
En las elecciones al Congreso de 2022, tras su afiliación a partidos de tendencia conservadora y de derecha como el Centro Democrático y Colombia Justa y Libre, Miguel se postuló para competir por una de las dos curules reservadas para afrocolombianos en el Congreso de la República, logradas gracias a la histórica lucha de la población afrocolombiana. Este hecho resulta altamente contradictorio, dado que Miguel se ha destacado por cuestionar y desestimar la agenda política de las comunidades afrocolombianas. Públicamente, ha chocado con la mayoría de la población.
En este contexto, se destacan dos aspectos fundamentales. En primer lugar, Miguel Polo Polo realiza un uso estratégico de su negridad para acceder a un espacio de poder que originalmente fue concebido para personas afrocolombianas comprometidas con la causa. Aunque en ocasiones anteriores, estas curules han sido disputadas y obtenidas por individuos que no pertenecen a las poblaciones afrocolombianas, en este caso la situación es peculiar debido a que Miguel es negro, de derecha, pero negro. Para la mayoría de líderes afrocolombianos, Miguel Polo Polo es percibido como un usurpador, alguien que se ha alienado y ha cedido ante las estructuras de poder de la derecha, aprovechando los beneficios que se le ofrecen a expensas de la lucha de los antepasados. Resalta constantemente su color de piel como método para reclamar inscripción como sujeto negro, a pesar de negar y deslegitimar la lucha histórica.
Por otro lado, la posición política e ideológica de Miguel Polo Polo cuestiona públicamente la concepción idealizada de que la identidad negra debe necesariamente estar vinculada a la izquierda o al progresismo. Siempre ha habido personas afrocolombianas con inclinaciones de derecha; sin embargo, Polo Polo introduce en el espacio público colombiano un debate sobre el rol que se espera que desempeñen las personas negras. En este diálogo, participaron tanto afros como no afros como una fuerza social que cuestiona el discurso de Miguel. Esto se debe a que su perspectiva no se ajusta a las expectativas convencionales acerca de lo que debe representar un afrocolombiano en esa posición. Por ello, considero la intervención de Polo Polo en el espacio público como una llamada de atención para que reconsideremos los supuestos comunes y, además, la forma en que desplegamos nuestras fuerzas para cumplir un mandato descontextualizado, porque, repito, no todos somos iguales ni pensamos igual.
En 2013, la profesora Claudia Mosquera Rosero-Labbé publica un texto abordando de manera crítica la cuestión de la inclusión de la población negra en Colombia. Este tema resulta sumamente complejo ya que, para una parte de la población, la inclusión se presenta como un objetivo principal, sin embargo, este enfoque a menudo pasa por alto las complejidades que están arraigadas en la perpetuación de las desigualdades sociales y raciales en Colombia, que en algunos casos pueden resultar beneficiosas. En su trabajo, Mosquera Rosero-Labbé (2013) propone el término «afroprivilegiados», para definir a aquel grupo de personas que mientras se benefician de los avances logrados por el movimiento social negro, obstaculizan el trabajo de lucha histórica.
Este es el grupo de «afro-privilegiados», usufructuarían del trabajo y de las luchas de reivindicación social y jurídica que ha sido adelantado por una miríada de activistas desde hace varias décadas unos son llamados a ocupar cargos públicos altos o medianos en el gobierno nacional o en las administraciones locales, y otros residen en barrios donde no ven a otras personas negras. Su vida parecería transcurrir en un mundo de conmovedora inocencia en materia de relaciones socio-raciales. (Mosquera Rosero-Labbé, 2013)
Desde la perspectiva de Mosquera Rosero-Labbé (2013), comprender a los afroprivilegiados demanda una lectura en términos de clase y raza, ya que su propuesta alude al grupo de personas negras que, debido a su poder adquisitivo, han logrado conquistar espacios de poder en complicidad con el sistema de poder racista de desigualdad y aprovechándose desproporcionadamente de los resultados colectivos.
Frantz Fanon (2009) insistía en que el colonialismo y su despliegue de violencia producían explícitamente sujetos y subjetividades en articulación para mantener la desigualdad, por lo tanto, el colonizado se proyecta a través del colonizador. En el caso de los «afroprivilegiados», para algunos, los mundos de las «blanquidades» capitalistas se convierten en su modelo de referencia. Se proyectan y posicionan frente a las realidades siguiendo un mandato de jerarquía racial. Mientras que otros se posicionan desafiando el orden establecido por la «blanquidad». Sin embargo, su intervención rara vez cuestionará el orden social de desigualdad racial, ya que su propio beneficio económico y social a menudo depende de mantener ese status quo.
Pese a lo anterior, decirle a un afrocolombiano que es privilegiado no es políticamente correcto, y mucho menos si se trata de una mujer, y aún menos si proviene de la región del Pacífico colombiano. Durante conversaciones con líderes y estudiantes afrocolombianos sobre este tema, me encontré con la insistencia de que, aunque hay afros que disfrutan de ventajas, el término «privilegio» resulta problemático ya que implica un beneficio proveniente de las opresiones. En otras palabras, mientras la mayoría se enfrenta a la carga de sufrimiento social, hay grupos de personas que se benefician de esta situación. En cierta medida, acepté sus observaciones, y, además, por el momento, preferí evitar abordar esa discusión.
La noción de los «afroprivilegiados», propuesta por Mosquera Rosero-Labbé, si bien identifica eficazmente a un grupo específico de personas negras de clase alta que ocupan puestos de poder, representación y liderazgo de manera beneficiosa, considero que resulta limitada para comprender plenamente cómo operan en las personas afros y no afros las diversas dinámicas surgidas de la idea del «sujeto negro esencial» y la forma en que venden la negridad.
Hoy, cada vez más, la gente reivindica y reproduce las lógicas del «sujeto negro esencial» como un estilo de vida. Esto plantea la pregunta: ¿por qué el concepto de estilo de vida? Interpreto el estilo de vida como el conjunto de comportamientos, actitudes y actividades de las personas afrocolombianas que buscan cumplir idealizaciones contextualmente arraigadas que definen el deber ser afrocolombiano en beneficio propio. En otras palabras, se trata de cómo se define lo afro y cómo se emplean todos los esfuerzos para cumplir con ese propósito.
Algunas personas podrían argumentar que los procesos de empoderamiento se centran en la lucha por reafirmar la identidad. Si bien estoy de acuerdo en que los discursos colectivos sobre los elementos compartidos en nuestra diáspora son válidos, mi crítica se dirige a aquellos que seleccionan estratégicamente referencias estáticas y las utilizan en su propio beneficio. Aunque esto puede ser aceptable, lo que considero negativo es que algunos individuos se camuflan como representantes, cuando en realidad están promoviendo sus propios intereses de manera exclusiva. La pregunta que surge es: ¿a quiénes me estoy refiriendo? ¿Dónde podemos encontrar a estas personas a las que hago alusión? Estas personas no solo se encuentran en las clases privilegiadas, como mencionaría la profesora Mosquera, sino que están presentes en todas las estructuras sociales. A continuación, proporcionaré algunos casos que ejemplifican cómo estos individuos posicionan el sujeto negro esencial y la afrocolombianidad como un mero estilo de vida.
Conozco a varios líderes y lideresas de las poblaciones afrocolombianas; algunos residen en la región del Pacífico, mientras que otros viven en áreas urbanas. Son personas comunes y corrientes, como cualquier afrocolombiano, pero tienen la oportunidad de dialogar con las autoridades. En ocasiones, cuando son convocados por el poder para participar en reuniones o actividades, optan por producirse estéticamente en aras de posicionar los marcos ceñidos al sujeto negro esencial. Recuerdo una vez que una funcionaria afrocolombiana de la registraduría compartió conmigo la frase «vestirse afro». Esto me llevó a cuestionarme: ¿qué significa exactamente «vestirse afro»? Inmediatamente le pregunté y su respuesta fue: «Manito cuando uno se va a reunir con autoridades tienen que ponerse su ropa africana8 porque eso le da fuerza al discurso, es muestra de empoderamiento». Una interesante manifestación de la imaginación diaspórica que, sin embargo, no siempre se ajusta a las realidades de las poblaciones afro en Colombia. Con esto, quiero destacar que tanto personas afro como no afro recurren a tácticas similares para demostrar su compromiso y credibilidad.
En lo que respecta a la perspectiva académica para retomar las reflexiones planteadas en los primeros párrafos del texto, se hacen evidentes numerosas contradicciones en relación a la reproducción de los ideales comunalistas, tradicionalistas, culturalistas, africanizados, entre otros. Un ejemplo claro de esto es la tendencia a caer en reduccionismos al teorizar de manera universal sobre el cuerpo afrocolombiano, definiéndolo en función de criterios esencialistas. Este enfoque es una característica común tanto entre académicos afros como no afros, gentes que desde sus comodidades definen el mundo. Esto no es necesariamente negativo, pero da forma a percepciones simplistas sobre la diversidad de experiencias. En su mayoría, estas personas no han experimentado ni comprendido completamente las realidades y contextos a los que hacen referencia. Por otro lado, me intriga profundamente cómo el sentido común gubernamental y los académicos a menudo reducen el Pacífico a cuatro poblaciones: Guapi, Buenaventura, Tumaco y Quibdó. Es importante señalar que somos mucho más que esto, y en la retórica sobre lo afro, a menudo se invisibilizan otros lugares y comunidades, a veces incluso por parte de los propios afrocolombianos.
Por otro lado, el Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez se presenta conscientemente como un ejemplo del esencialismo negro, que es reproducido por las estructuras de poder y en el que las poblaciones afrocolombianas tendemos a ser cómplices conscientes e inconscientemente. Es una manifestación explícita de cómo se reproducen los marcos de posiciones que se expresan desde las idealizaciones del sujeto negro esencial y los entramados en su venta y proyección. Es importante reconocer que este espacio contribuye a la economía de muchas familias y fomenta la difusión de la música afrocolombiana, entre otros aspectos positivos. Sin embargo, llama la atención la dualidad presente en este contexto. Por un lado, algunos participantes que se autoproclaman líderes critican la manera en que las «gentes blancas» exotizan y folclorizan a las personas afros, al tiempo que, por otro lado, les venden productos y prendas que han sido obtenidas a bajos costos de productores de las cuencas de los ríos del Pacífico para comercializarlos en su mayoría a la «gente blanca» en altas sumas de dinero. Quiero enfatizar que no estoy diciendo que esto sea incorrecto, pero me parece contradictorio cuestionar prácticas en las que también estoy contribuyendo.
Por último, el discurso sobre el sufrimiento social de las poblaciones afrocolombianas ha sido empleado por líderes y representantes afros en las altas esferas, aparentemente con el propósito de contribuir a la solución de los problemas sociales que afectan a la mayoría de la población. Pero, la realidad parece indicar que la gente continúa viviendo en condiciones cada vez más precarias en sus territorios. ¿Por qué lo afirmo? Como afrocolombiano, he celebrado junto a mi familia y seres queridos los logros y avances de personas afrocolombianas que han alcanzado altos cargos, lo cual considero un importante avance en la reafirmación de la justicia racial. Es realmente gratificante ver a personas como yo ocupar posiciones que nunca imaginamos que podríamos alcanzar. Por ejemplo, yo mismo estoy cursando un doctorado en este momento, lo cual es maravilloso. Sin embargo, mi preocupación radica en cómo se utiliza de manera efectiva el discurso sobre los problemas de la población para la movilidad social de personas o familias concretas, y en que estas representaciones no se traduzcan en políticas y acciones que realmente alivien o mejoren la vida de la gente.
Desde 2007, he celebrado con entusiasmo los avances de afrocolombianos en ministerios, viceministerios, embajadas, direcciones y rectorías universitarias, entre otros cargos importantes. Esto marca un hito histórico tanto para el país en general como para las poblaciones afrocolombianas, y encarna la esperanza de una transformación y dignificación de nuestra población. Lo arbitrario es cuando los sujetos de la esperanza afro se suman en la apuesta administrativa de las desigualdades sociales y raciales. La transformación de los problemas estructurales que han afectado a la mayoría de la población durante siglos es una tarea formidable, pero sigo creyendo firmemente que pueden lograr avances significativos a través de intervenciones políticas de bienestar. No obstante, para lograrlo, es necesario desafiar el statu quo que ofrece garantías, y como bien dice Yurany Olaya-Yurita en el río Tapaje, pocos están dispuestos a arriesgar su comodidad.
Mientras redactaba estas líneas, el joven activista afrocolombiano de El Charco, Nariño, Lali Fernando Riascos, profundamente consternado por las reacciones contradictorias de la afrocolombiana Diana Mina que invalidan los procesos de autodesprecio racial que experimentó la señorita Buenaventura Lina Hurtado en su niñez. Expresó lo siguiente:
Los negros exitosos en todo; la política, en los medios de comunicación en este país son negros blanqueados a los que no le importa la gente negra, y Diana es la muestra, los políticos ; La mayoría de los negros y negras, por no decir todos, que terminan triunfando en los medios de comunicación, en la política de este país, son eso. Y trato de entenderlos porque es su posición, están dentro de su burbuja, y es su forma de llegar a hacer parte de esos grupos. Pero siguen siendo algo que afecta a la gente. Miguel Polo Polo, Luis Alberto Murillo, Piedad Córdoba, son gente que sí, que son negros, pero que al final, no pasan de ahí, no les prestan atención a las problemáticas como el racismo estructural, el racismo diario que vive la gente negra de a pie que está en los barrios, en las calles, en los pueblos. No viven eso, por tanto, no les importa. Ellos no representan una amenaza para el statu quo blanco de este país, y por eso les permiten llegar donde están (video del perfil de Instagram de Lali Fernando Riascos, septiembre 2023)9.
Conclusión
La interpretación de este texto será variada y polémica, ya que cuestiona hechos y discursos que rodean las comodidades en las que la mayoría de las personas negras se desenvuelven desde las percepciones comunes idealizadas del sujeto negro esencial. Por lo tanto, quiero enfatizar que de ninguna manera estoy negando la persistente jerarquía racial que sustenta a Colombia y los intrincados patrones del racismo estructural que moldean los fundamentos políticos, sociales y económicos que afectan nuestra vida. Además, no estoy respaldando el mandato de la blanquidad como un sistema disciplinario y moral para mantener a la población afrocolombiana en condiciones de desventaja en la sociedad.
Que si estoy desviado, que si soy un negro blanqueado o alienado, que si soy un negro light o, simplemente, un mal negro. No creo que ninguna de estas etiquetas me defina. Si al plantear ciertos elementos que considero cruciales para discutir y redirigir nuestro rumbo hacia una transformación social, me condenan con alguna de estas etiquetas, asumo que, efectivamente, lo soy. Me presento, soy un «mal negro», alguien dispuesto a cuestionar tanto hacia afuera como hacia adentro, una persona que, desde lo más profundo, intenta socavar los cimientos de la desigualdad social y racial. Reflexionando sobre ello, admito que quizás soy un «mal negro», ya que nací y crecí en un hogar de padres negros uribistas que respiran ideológicamente la extrema derecha. Pueden imaginar cómo pudo haber sido mi infancia, pero para tranquilidad de todos, no me identifico con la derecha.
En este texto, he plasmado algunas reflexiones que giran en torno al debate interno dentro de ciertos sectores organizados afrocolombianos y he compartido algunas experiencias que he vivido a lo largo de mi vida. Poniendo en relieve la manera en cómo el discurso biológico y genético en ciertos contextos no ha sido superado en la lucha contra el racismo, sino que se establecen como patrones de filtración que posicionan universalidades buenas y malas. Un giro discursivo del sistema de clasificación racial que mantiene los paradigmas de desigualdad y la guerra de representaciones. El enfoque en aspectos biológicos y genéticos tiene una influencia predominante en la forma en que nos percibimos y nos proyectamos en el mundo, lo que resulta estratégico para la construcción de discursos colectivos en los que todos participamos. Sin embargo, es un enfoque complejo, ya que implica un juego político en la reproducción de las opresiones.
Según Stuart Hall, «es sorprendente que la política de oposición a los sistemas de clasificación racistas funcione tan a menudo exactamente igual en lo discursivo que los sistemas a los que se enfrenta: a través de una concepción esencializadora de la raza» (Hall, 2019, p. 76). En estos términos, el discurso del movimiento en contra del racismo parece asumir, en algunos contextos, las esencias raciales desde lo biológico y genético como una garantía positiva en la agenda política. Aquellos aspectos de los sujetos negros que para muchos racistas están cargados de negatividad, al ser fijados por la raza biológica y genéticamente, pasan a establecerse como positivos y relevantes para la identidad negra en Colombia. Estos aspectos se transmiten por herencia biológica y genética, y es desde allí como se define el «deber ser» de la lucha política y epistémica.
En este contexto, al igual que las feministas negras han afirmado que no hay una única representación de todas las mujeres, de la misma manera no existen esencias raciales que definan el deber ser de las personas negras en Colombia. Así como diversas feministas han subrayado que nuestros adversarios no son los hombres, sino el sistema de poder que crea patrones de masculinidad, debemos entender que el racismo es una estructura o sistema de poder que nos produce a todos. De la misma forma en que pensadores de la teoría queer insisten en que no todos los hombres y mujeres son sus enemigos, sino más bien el patrón heteronormativo que los produce, debemos reconsiderar con profundidad nuestra estrategia para abordar el racismo. No estoy pasando por alto que personas blancas pueden ser racistas; más bien, estoy cuestionando la forma en que la negridad se ha construido como una pureza absoluta y buena, olvidando que todos hemos sido moldeados por el mismo sistema de opresión y que, en ocasiones, como personas negras, también contribuimos al mantenimiento de la jerarquía racial.
¿Qué quiero expresar al afirmar que es necesario reconsiderar con profundidad nuestra estrategia para abordar el racismo?, En primer lugar, es innegable la existencia del racismo en Colombia, y, por ende, debemos estar preparados política e intelectualmente para enfrentarlo con determinación. Segundo, el racismo ha permeado de manera evidente los marcos de inteligibilidad y la política social, económica y cultural del país, dando forma contextualmente a las desigualdades que afectan a unos y benefician a otros. Por lo tanto, considero que las perspectivas que abogan como misión del movimiento la censura radical hacia los individuos blancos, me parece limitada. Pienso que podríamos considerar realizar análisis complejos y contextuales que reconozcan el racismo como un constructo social en el que todos participamos, dejando de ignorar que hay personas negras que se benefician del racismo y se convierten en un obstáculo incluso más perjudicial que la propia blanquidad. Por último, propongo poner fin al discurso de un «nosotros» esencial que no responde a las realidades sociopolíticas y diversas de las poblaciones afrocolombianas. No lo digo por mera retórica, sino porque «fundar un movimiento político y políticas culturales en un tropo racial esencialista, en cualquier extremo del espectro político, tiene efectos políticos reales, serios y profundos que no podemos pasar por alto» (Hall, 2019, p. 76 ).
En conclusión, las perspectivas subjetivas desde los discursos del sujeto negro esencial han marcado avances significativos y logros importantes en términos de inclusión y reconocimiento superficial de la población afrocolombiana como parte de la colectividad. No obstante, es innegable que la situación de sufrimiento social en gran parte de las poblaciones afros en la región del Pacífico continúa empeorando con el tiempo, a pesar de contar con múltiples representantes en espacios de poder en la actualidad. Da la impresión de que los principios de la lucha colectiva emergen en busca de satisfacer necesidades específicas que rara vez se traducen en intervenciones concretas. Esto me lleva a considerar los discursos del sujeto negro esencial como un estilo de vida basado en certezas y garantías, que resultan útiles para un grupo de negros privilegiados que se autoproclaman la representación absoluta de la población, a menudo sin conocer ni experimentar las circunstancias o hechos sociales. Esto se convierte en una estrategia de vida para ellos.