Introducción
La evidencia producida a nivel internacional ha mostrado cómo las vidas de muchos jóvenes de pueblos originarios están atravesadas por movilidades socio-espaciales, vinculadas a la búsqueda de oportunidades para proseguir estudios o laborales, entre otras. Se observan distintas dinámicas de tránsito y movilidad: entre las comunidades rurales y los espacios urbanos, nacionales y transnacionales. En estos recorridos los y las jóvenes gestionan significados, y articulan «mundos distintos» (Oteíza & Merino, 2012; Parkes, Mc Rae-Williams & Tedmanson, 2015; Serrano Santos, 2015; Murrup-Stewart et al., 2020; Salusky et al., 2021). Estas juventudes experimentan estados de tensión entre la necesidad de encontrar un lugar de definición identitaria estable, y la necesidad de su flexibilidad y transformación (Garcés & Alarcón, 2022).
En este trabajo se analiza la relación entre la dimensión socio-espacial y la configuración de las identidades étnico-culturales2. El propósito es fundamentar el papel y potencialidad que tiene la categoría de espacio social en la investigación biográfica-narrativa para comprender procesos de formación identitaria. Las preguntas que orientaron esta reflexión se orientan a dilucidar ¿qué papel tiene el espacio social en la significación y sentido que los jóvenes otorgan a sus vivencias? ¿Cómo se implica el espacio social en las dinámicas de formación de su identidad étnica-cultural? Para responder estos interrogantes, en un primer momento, se discuten los planteamientos posestructuralistas de la geografía humana y la psicología medioambiental sobre el espacio y la identidad de lugar en el marco de dinámicas contemporáneas de globalización, para luego desde las ciencias socio-antropológicas integrar la conceptualización sobre cultura e identidad étnica-cultural. Finalmente, desde la fenomenología hermenéutica de Ricoeur -identidad narrativa y la ontología del hombre actuante-, se fundamenta la articulación narrativa y vivencial-encarnada del espacio social en los procesos de formación de la identidad étnico-cultural, como perspectiva que permite profundizar la comprensión de estas dinámicas en la indagación de trayectorias biográficas.
Espacio e identidad
El estudio de las identidades socioculturales en su desarrollo histórico, ha seguido un derrotero de imbricación y cruce con la dimensión espacial, considerado al espacio social desde distintos ángulos: fiscalista-geométrico, normativo y subjetivo-emocional, ello desde conceptualizaciones y categorías arraigadas a paradigmas y enfoques teóricos diferentes. Desde una visión clásica de las ciencias sociales y desde el pensamiento positivista moderno, los procesos socioculturales y socioespaciales de tránsito, movilidad y migración han sido analizados, desde un dualismo dicotómico que divide y opone sujeto/objeto; materia/idea; razón/emoción; naturaleza/cultura. Este dualismo epistemológico, en el análisis de procesos socio-espaciales se ha expresado en las categorías binarias: de lo rural-urbano, centro-periferia, colonia-metrópolis, las cuales fundan un isomorfismo entre espacio/territorio y sociedad/cultura (Gupta & Ferguson, 2008), en tanto, presuponen una relación especular y de correlación directa entre el espacio y las formas sociales que en este se asientan3.
En este contexto, articulamos un marco analítico y metodológico que permita profundizar en la relación entre espacio e identidad, desdibujando las distinciones clásicas amparadas en paradigmas que tienden a reducir este campo fenoménico. A este respecto, Lefebvre (2013) propuso que, en el análisis social, el espacio debe dejar de ser concebido como una unidad física, carente de sentido y aprehensible desde mediciones geométricas, sino por el contrario, cada sociedad produce su espacio social de manera dinámica y creativa. Este autor introduce una concepción crítica y dialéctica de la sociedad y del espacio social, la cual está conformada y es transformada por dinámicas de poder y fuerzas en conflicto; concepción que quiebra el isomorfismo espacio-cultura propio de los estudios de área, fundamentados en un enfoque naturalista-positivista y acrítico, para dar paso a una mirada que admite la complejidad y el componente de poder e incertidumbre que los procesos sociales comportan.
A modo general podemos identificar tres ámbitos disciplinarios donde se ha problematizado y desarrollado de forma más nítida la relación de la identidad y el espacio social: desde la teoría y práctica de la geografía, desde la psicología social y medioambiental, y desde la teoría sociocultural. Campos disciplinarios que, si bien han tenido desarrollos históricos diferenciados, tienden a acercarse e incluso converger en la conceptualización de fenómenos socio-espaciales, luego del giro epistemológico fenomenológico-interpretativo y postestructuralista acogido por la geografía humana y las ciencias sociales. Este aspecto ha sido abordado por Giménez (1995, 2005) quien señala que las ciencias sociales tienden a definirse como ciencias empíricas de observación del mundo histórico, el cual por definición es indisociable de un determinado contexto espacio temporal (Giménez, 1995) destacando la necesidad de hacer dialogar y articular campos disciplinarios.
En una dimensión filosófica, este tránsito hacia campos inter y transdisciplinarios, requiere de un posicionamiento y de un pensar dialogante fundados en una ontología-fenomenología del fenómeno observado (Merleau-Ponty, 1976; Yory, 2006). De esta forma se advierte que esta entrada de la dimensión simbólica cultural en el espacio, y del espacio en las construcciones de significado, asumiendo su imbricación; se realiza en la noción de espacio social (Harvey, 1990). A este respecto y desde una reflexión meta-teórica y delimitante, podemos afirmar que el espacio sideral o cósmico no es experienciado como tal, tampoco el microscópico. El espacio a escala humana, en tanto espacio social es donde transcurre y practica la experiencia. Los espacios a escalas supra e infrahumana sólo pueden ser imaginados y/o accedidos mediante el pensamiento mágico o la fantasía. El espacio a escala humana, en tanto espacio social, incluye los niveles o escalas geográficas: local, regional, nacional, supranacional, global, desde cuya experienciación, emergen los niveles analíticos socio-espaciales propuestos por distintas tradiciones teóricas y disciplinarias: espacio, lugar, territorio, paisaje, pertenencia-apego al lugar, apropiación del espacio, entre otros. Sin embargo, y como ya se ha insinuado, la capacidad de representar se escapa del determinismo del lugar, aunque siempre se sitúa y activa desde aquél, como señalan diversos autores (Tuan, 1977; Nogué, 2014). Esta reflexión no tiene otro sentido que circunscribir el análisis del espacio social en la esfera de lo experienciado, lo vivido por los sujetos individuales y colectivos, en este caso, de los y las jóvenes con quienes cocontruimos sus biografías.
Espacio social
Desde la geografía y la teoría crítica, Lefebvre (2013) introduce una concepción dialéctica de la sociedad y del espacio social, la cual está conformada y es transformada por dinámicas de poder y fuerzas en conflicto; concepción que problematiza la dicotomía naturaleza-cultura, fundada en un enfoque naturalista-positivista y acrítico de las ciencias físicas-geográficas, para dar paso a una mirada que admite la complejidad, el componente de subjetividad de las prácticas socio-espaciales y de poder e incertidumbre que estas dinámicas comportan.
Lefebvre (2013) propuso una grilla de análisis de las prácticas sociales, la cual fue complementada por Harvey (1990), a través de las categorías: prácticas espaciales, representaciones del espacio y espacios de representación. Donde las primeras aluden a las interacciones físicas y materiales que ocurren y atraviesan el espacio para asegurar la producción y reproducción social. Las segundas abarcan todos los signos y significaciones, códigos y saberes que permiten que esas prácticas materiales se comprendan y socialicen (donde suelen primar discursos normativos, y hegemónicos sobre el espacio), y las terceras corresponden a los espacios de representación; invenciones mentales, códigos, signos, discursos espaciales, proyectos utópicos, paisajes imaginarios y obras artísticas materiales (cuadros, museos, espacios simbólicos). Estas categorías se fundamentan en las dimensiones que conforman «la tríada de lo percibido, lo concebido y lo vivido» (Lefebvre, 2013, p. 98), mediante la cual se integra, a través de una concepción dialéctica de la realidad, la dimensión del cambio y del movimiento, y de la experiencia vivida por los actores cotidianos. De los planteamientos de estos autores se desprende de forma performativa4 una noción de identidad social que se articula desde los distintos niveles de las prácticas espaciales. Esto es, una intersección siempre dilemática de dinámicas de poder entre: los espacios de representación, la práctica cotidiana de los actores sociales y las imaginaciones que estos performan (la cual emerge desde la experiencia vivida). De estos planteamientos podemos entender que los y las jóvenes, por un lado, reproducen prácticas socio-espaciales, dado su carácter de coercitivas y enmarcadas en lógicas de poder, y a su vez, ellos y ellas imaginan y producen, usos y significados innovadores que emergen de sus experiencias y trayectorias de vida. Estas distintas prácticas socio-espaciales, son entonces producidas desde la intersección de relaciones de poder anidadas en sus trayectorias experienciales, y anudadas en sus biografías.
Identidad de lugar
En el ámbito de la investigación socio-espacial, la identidad ha sido abordada principalmente desde la conceptualización de la identidad de lugar, noción que ha sido acuñada desde la psicología social ambiental. En esta línea, Proshansky, Fabian & Kaminoff (1983) plantean, que la identidad personal del individuo se construye en relación con su entorno físico, al igual que su identidad social se construye en relación con su pertenencia a otras categorías sociales como el sexo, la raza o la clase social. A este respecto consideran que la identidad de lugar es una dimensión del self, que define la identidad en relación con el entorno físico. Graumann (1983), por su parte, aborda este concepto desde una triple división, que funciona como distinción analítica-metodológica: en primer lugar, la identificación del lugar; en segundo lugar, la identificación de uno mismo con el lugar; y, por último, la identificación por el lugar, es decir, la categorización social como perteneciente a un determinado grupo en función del entorno.
Sedkowski (2020) realiza una revisión teórico-conceptual de autores que desde la psicología social han abordado la identidad de lugar enfocándola esta vez desde un enfoque narrativo y desde las nuevas materialidades. Comienza considerando los planteamientos de Proshansky, Fabian & Kaminoff (1983), de los cuales rescata que la base de la «identidad del lugar» se encontraría el «pasado ambiental» del individuo, es decir, la experiencia ambiental acumulada con determinados tipos de lugares que configuran las preferencias y sentimientos presentes y futuros hacia ambientes concretos. Esta característica definitoria es lo que permitiría la evolución y cambio de la «identidad del lugar» personal con el transcurso del tiempo. Por otro lado, Tuan (1977, 1991) desde un enfoque fenomenológico, subraya la importancia del lugar para el desarrollo de un sentido de pertenencia y de apego, los que serían creados y manifestados a través del lenguaje discursivo. En esta línea, Sarbin (1983), concibe a la «identidad del lugar» como un componente de la identidad personal, pero desde una perspectiva discursiva. Así, la narración sería el proceso, a través del cual, una persona se describe a sí misma como perteneciente a determinado lugar formando un relato identitario coherente a través de actos epistémicos dirigidos a ubicarse a uno mismo en el espacio. En este proceso de narrar, el actor cotidiano «rinde su experiencia» (Sarbin, 1983, p. 340); esto es, en la elaboración de la trama de su vida adecua su relato ante su audiencia. En tanto Sedkowski plantea «El “yo” se carga de significado a través de ese proceso, de los significados que se le atribuyen -por el propio narrador y por el público destinado a recibirla- en el mismo acto narratológico» (Sedkowski, 2020, p. 5). De este modo se supera, el acercamiento eminentemente individualista, pues los discursos que utiliza el individuo para construir su narrativa identitaria provienen de discursos socialmente compartidos, creados y disputados (Sedkowski, 2020).
Estos desarrollos conceptuales han influido y/o dialogan con los planteamientos de la geografía humanista, donde prima la construcción subjetiva del espacio. Al respecto diversos autores plantean que la identidad de lugar y el «sentido del lugar» se refieren a más que los sentimientos de una persona sobre un lugar específico; éstos no solo son individuales sino también sociales, de manera que todos los lugares se explican desde determinadas posiciones sociales y motivos sociales (Tuan, 1977; Rose, 1995; Massey, 2004, 2012). Estas distintas conceptualizaciones convergen en definir la noción de identidad de lugar desde un enfoque constructivista, intersubjetivo y crítico. Revisaremos ahora la noción de espacio social, refigurada a la luz de los procesos de globalización.
Espacio social, lugar y dinámicas globales contemporáneas
Massey (2005) propone de un análisis relacional del espacio, planteando que este es producto de interrelaciones y está siempre en construcción. Para esta autora pensar en los lugares implica que «no son tanto áreas delimitadas como redes abiertas y porosas de relaciones sociales. Sus “identidades” se construyen a través de la especificidad de su interacción con otros lugares más que por contraposición a ellos» (Massey, 1994, p. 121). Ello refuerza la idea, además, de que esas identidades serán múltiples (ya que los diversos grupos sociales en un lugar estarán ubicados de manera diferente en relación a la complejidad general de las relaciones sociales y desde su lectura de esas relaciones, por tanto, lo que hacen de ellas también será distinto). De esta forma la autora enfatiza en la contingencia y precariedad de la articulación de un lugar. En tanto la especificidad de cada lugar es el resultado de la mezcla distinta de todas las relaciones, prácticas, intercambios, etc. que se entrelazan dentro de este nodo y es producto también de lo que se desarrolle como resultado de este entrelazamiento. Al respecto, ella plantea «un sentido global de lugar», dado que la identidad de un lugar, cualquiera este sea, no está arraigada simplemente dentro del lugar, sino que está compuesta también por relaciones externas.
Respecto de la preocupación por la globalización y la compresión espacio-temporal, que refiere Harvey (1990), Massey (1994) modula la forma en que estos conceptos pueden ser formulados. Enfatiza que es necesario ir más allá de la caracterización en términos de aceleración, comunicación instantánea y flujos globales constantes, para imaginar el proceso en términos del espacio y reorganización de las relaciones sociales:
Donde esas relaciones sociales están llenas de poder y significado, y donde los grupos sociales están colocados de manera muy diferente en relación con esta reorganización. Lo que les ocurre a los «lugares» es que están atrapados en la reconstitución y creciente extensión de esas relaciones. (Massey, 1994, p. 121 )
En este marco de análisis, Massey añade un nivel de complejidad analítica al considerar los procesos de globalización que atraviesan las prácticas espaciales en sus distintos niveles. Desde donde se construyen nuevas prácticas, nuevas hegemonías identitarias (representaciones del espacio) y contraposiciones de resistencia con marco de referencia global localizadas en territorios específicos (espacios de representación).
Massey (1994) aporta unidades de análisis desde la práctica social misma, en tanto señala la necesidad de reconocer y visibilizar cómo los distintos grupos sociales están organizados en la emergente reorganización y redistribución de la hegemonía global5.
La autora conceptualiza el espacio social inmerso en procesos de globalización y por tanto brinda coherencia a sus planteamientos al reformular las distintas unidades socio-espaciales:
Si el espacio se conceptualiza en términos de una estructura de cuatro dimensiones «espacio-tiempo», como tomando la forma no de alguna dimensión abstracta sino de la coexistencia simultánea de interrelaciones sociales en todas las escalas geográficas, desde la intimidad del hogar hasta el amplio espacio de conexiones transglobales, el lugar puede reconceptualizarse también. (Massey, 1994, p. 168)
Al respecto, señala que la realidad de nuestras vidas cotidianas tiene una geografía de vínculos y contactos, con extensiones diversas, algunas de las cuales posiblemente sean globales. A su vez, plantea que los recursos (materiales y discursivos), y las repercusiones de nuestras vidas «cotidianas» pueden extenderse hacia el mundo entero. «No creo que podamos proponer el “espacio” como simplemente algo exterior del lugar vivido» (Massey, 1994, p. 169). La autora incorpora dinámicas espaciales de distintas escalas en la vivencia, en el sentido de lugar de los actores cotidianos, que se construye de forma social y colectiva. A este respecto nos brinda luces de una potencial multiplicidad espacial contenida en las vivencias de los y las jóvenes quienes, a través del uso de tecnologías digitales, viven en un mundo interconectado. En este marco acogemos esta reconceptualización de lugar y de identidad de lugar, que se configura y afecta por dinámicas sistémicas socioespaciales en distintas escalas. A su vez, interesa poder mantener la distinción entre espacio y lugar, según propone Lefebvre:
Como toda práctica social, la práctica espacial es vivida antes que conceptualizada: pero la primacía especulativa de lo concebido sobre lo vivido, hace desaparecer con la vida la misma práctica, y eso hace poca justicia al inconsciente de la experiencia vivida per sé. (Lefebvre, 2013, p. 94)
La definición que realiza el autor de práctica espacial en su dimensión vivida y conceptualizada (lugar) se conecta con la definición enunciada por De Certeau, quien de igual forma distingue entre espacio y lugar:
Un lugar es el orden (cualquiera que sea) según el cual los elementos se distribuyen en relaciones de coexistencia. De esta forma excluye la posibilidad de que dos cosas se encuentren en el mismo sitio. Ahí impera la ley de lo «propio». (De Certeau, 1996, p. 129)
Para este autor, un lugar es una configuración instantánea de posiciones. Implica una indicación de estabilidad. En cambio, hay espacio en cuanto que se toman en consideración los vectores de dirección, las cantidades de velocidad y la variable del tiempo. Por lo cual el «espacio es un cruzamiento de movilidades. Está de alguna manera animado por el conjunto de movimientos que ahí se despliegan» (De Certeau, 1996 , p. 129 ). Y continúa señalando: «El espacio es al lugar lo que se vuelve la palabra al ser articulada, es decir cuando queda atrapado en la ambigüedad de una realización, transformado en un término pertinente de múltiples convenciones». A diferencia del lugar, el espacio «carece de la univocidad y de la estabilidad de un sitio propio» (De Certeau, 1996, p. 129).
En síntesis, de los planteamientos citados, para el análisis socioespacial de las biografías de los y las jóvenes, se acoge la noción de lugar acontecido por distintos niveles escalares sub y supranacionales, y globales (Massey, 1994), y como unidad que fija estabilidad: una localización en coordenadas específicas (De Certeau, 1996). Los que no son excluyentes por cuanto en ambos el lugar implica una definición, que detiene el movimiento, independiente de la dinámica local-global de la cual forma parte. A la vez, respecto de la noción de espacio en De Certeau (1996), este es concebido como una intersección de relaciones, multiplicidad, movimiento, temporalidad y práctica. En este punto considero relevante integrar los tres niveles de análisis propuestos por Lefebvre (2013): lo vivido, lo concebido y lo representado, a partir de la posición siempre dilemática del sujeto, y su acceso y producción del espacio social a través de la experiencia vivida, y su enraizamiento más o menos estable a un lugar que localiza a partir de referentes socioculturales anclados a escalas socio-espaciales más amplias y globales.
En este contexto analítico, proponemos que es posible abordar estas unidades socio-espaciales en sus distintos niveles de complejidad, a partir de la narrativa de los sujetos.
Experienciación narrativa del espacio
La perspectiva narrativa, es abordada desde las formulaciones de la psicología ambiental (Proshansky, Fabian & Kaminoff, 1983; Sarbin, 1983) y la geografía humana (Tuan, 1977, 1991), resulta apropiado citar aquí la reflexión propuesta por Massey (2005), donde expone de manera gráfica la relación de espacialidad y temporalidad, y la transición paradigmática que se asume en la narratividad como posibilidad de aprehender el movimiento de la realidad:
Los estructuralistas argumentaron contra el dominio de la narratividad, que se interpretó como temporalidad (diacronía). En su afán por hacer esto (manifestarse contra un supuesto dominio de la temporalidad) han equipado sus estructuras atemporales como espacio. Si estas estructuras no son temporales, deben ser espaciales. La estructura y el proceso se interpretaron como espacio y tiempo. El espacio fue concebido (o quizás este verbo es demasiado fuerte -simplemente se suponía-) como la negación absoluta del tiempo. (Massey, 2005, p. 37 )
Respecto de las narrativas socio-espaciales, De Certeau señala que los relatos efectúan un trabajo que «incesantemente transforma a los lugares en espacios o los espacios en lugares, organizando también los repertorios de relaciones cambiantes que mantienen unos con otros» (De Certeau, 1996, p. 130). Distingue entre los relatos de mapa (coordenadas predefinidas, lugar y territorio) y los de recorrido (espacio, espacializantes, desterritorializantes/reterritorializantes). El acto enunciativo que ocurre en el hacer de los sujetos, que refiere este autor abre la posibilidad del espacio como dimensión del movimiento y del cambio, a la cual también alude Lefebvre al referir los espacios de representación (lo imaginado, performativo), y la práctica social en tanto vivida antes que conceptualizada. Ello desde representaciones discursivas individuales o colectivas, grupales y societales.
Los planteamientos de De Certeau y Massey, problematizan la noción de espacio como estructura, y validan a la narratividad como la manifestación del movimiento del tiempo y las relaciones que despliega espacializadas. Como mencionamos en el inicio, las trayectorias de configuración identitaria de jóvenes de pueblos originarios, comportan tránsitos entre mundos socioculturales y socio-espaciales diferenciados, un salir y entrar, latencias y acogidas, adaptaciones y resignificaciones, promesas y rupturas, como procesos vividos de manera simultánea que anidan, se producen y encarnan los sujetos, a través de sus relaciones sociales y prácticas socio-espaciales.
Narratividad y apropiación del espacio social
Las categorías socio-espaciales de lo rural y lo urbano desde un enfoque crítico e interpretativo, aluden a significados como cúmulos de interacciones implantadas en espacios más o menos determinados (Gupta & Ferguson, 2008), cognoscibles desde las narrativas de los propios sujetos. Desde este ángulo es posible identificar territorializaciones y territorialidades, lugarizaciones como resultado de apropiaciones simbólicas y materiales (Bello, 2011) y afectivas (Tuan, 1991; Nogué, 2014) contenidas en sus experiencias.
En este punto es importante considerar aspectos relativos a la apropiación que realizan los y las jóvenes de los lugares donde han transcurrido sus mundos de la vida, el apego al lugar y los afectos implicados. Nogué (2010) señala que los lugares, a cualquier escala, son esenciales para la estabilidad emocional porque se vinculan a una lógica histórica y porque actúan como un vínculo, como un punto de contacto e interacción entre los fenómenos globales y la experiencia individual.
Relacionado con lo anterior, Bello (2016) da cuenta de dos niveles de apropiación del espacio social: instrumental y simbólica, a lo cual agregamos un tercer nivel concerniente a la apropiación afectiva o emocional, basándonos en los planteamientos de Tuan (1977) y Nogué (2014). Respecto de la apropiación material o instrumental del territorio, Bello (2016) relata que se manifiesta a través del uso, control y propiedad de porciones determinadas de espacio, y se produce a partir de representaciones euclidianas. Las formas de apropiación simbólica, se representan en función de las especificidades culturales de los sujetos colectivos e individuales, a través de la elaboración de designaciones, límites, ritualidades y simbolismos. Y, la apropiación emocional, se refiere al ambiente que rodea las añoranzas, las identificaciones y las crisis existenciales (Ricoeur, 2004) que fueron vivenciadas y/o refiguradas en la experiencia. Estas apropiaciones pueden ser lugarizadas, a través de los relatos de mapa, y espacializadas en tanto, resignificadas a través de los relatos de recorrido (De Certeau, 1996).
En síntesis, podemos afirmar que la narratividad permite evidenciar sentidos y significados que los sujetos atribuyen al espacio social y que al mismo tiempo emanan de su experienciación. En este marco de análisis, iniciamos el diálogo con las ciencias sociales y antropológicas, y los planteamientos sobre la identidad étnica-cultural para luego articular estos elementos a través de la integración de las nociones de identidad narrativa, la iniciativa y la promesa, propias de la fenomenología hermenéutica de Ricoeur.
Identidad étnico-cultural y espacio social
En antropología, el espacio ha sido concebido como parte de los esquemas que organizan la cultura (Bello, 2011); desde Boas en adelante, la tradición cultural funcionalista norteamericana circunscribió la cultura como un todo interdependiente, diferenciado y situado geográficamente. Desde el materialismo cultural se correlacionaron las condiciones físicas, el medio ambiente con el desarrollo de patrones de comportamiento de los grupos culturales (Harris, 1985). El estructuralismo de Levi-Strauss (1964) asoció las características materiales y elementos espaciales donde se localizaban las sociedades primitivas con categorías lingüísticas y de pensamiento. Es decir, desde estos enfoques si bien se reconoce la relación espacio-cultura e identidad; esta relación estaba dada por factores «objetivos» de la realidad que operaban de manera independiente de la voluntad de los sujetos que los experimentaban. En tanto cultura, identidad y espacio eran extrapolables a variables propias de un análisis postpositivista.
El giro epistemológico y ontológico del lenguaje que supera el dualismo dicotómico de la ciencia positiva, significó un nuevo modo de comprender el espacio social desde la interpretación y significación narrativa de los sujetos, las cuales emergen desde sus mundos de la vida, configurando particularidades identitarias.
La identidad étnica-cultural desde enfoques postestructuralistas e interpretativos, se concibe como una construcción narrativa, en constante trasformación, auto adscrita y enunciada como formas de diferenciación de otros; con valor posicional y estratégico, y sujeta a una historización radical (Hall, 2003; Grossberg, 1996). Se han distinguido distintos niveles que inciden en su configuración: macrosocial-estructural; mesosocial-colectivo; microsocial-individual; en relación a distintos procesos societales que influyen y tensionan sus articulaciones (Giménez, 2010; Aravena, 1999; Markstrom, 2010; Bello, 2016). Al respecto están las dinámicas de globalización y la creciente transacción de símbolos culturales, así como la emergencia de los movimientos sociales transnacionales como fuerzas en pugna que evidencian diversas formas de vivenciar lo global (Robertson, 2015; Castells, 2012; Tilly & Wood, 2009; Zárate, 2015). La mercantilización de las identidades y de elementos culturales (Bello, 2016), a partir de industrias como el turismo. Por otro lado, las relaciones entre los Estados nacionales y los pueblos originarios, marcadas históricamente por el conflicto (Segato, 2002), y en la actualidad atravesadas por dinámicas globales de resistencia; y activación de procesos de esencialización estratégica de las identidades (Spivak, 2003), en tanto movimientos colectivos de revitalización en respuesta a políticas neocoloniales de asimilación y homogenización identitaria. A nivel local, se reconocen procesos tales como demandas territoriales y reivindicativas culturales; la histórica expansión de las iglesias cristianas evangélicas (Zavala, 2008; Corvalán, 2009), y la forma como estas múltiples representaciones culturales e identitarias configuran formas de identificación y diferenciadores étnico-culturales y son traspasadas de forma transgeneracional.
En síntesis, las identidades culturales son dinámicas y se encuentran afectas a procesos locales y globales, que confluyen en los sujetos instituyendo subjetividades, y conformando clivajes de diferenciación actualizados y redefinidos por los propios sujetos individuales y colectivos. Estos planteamientos dialogan con las perspectivas de la geografía humana, en tanto las prácticas socio-espaciales comportan múltiples niveles de influencia. Como aspecto transversal vemos en la narratividad una puerta de acceso para dilucidar cómo estas dinámicas en las cuales los sujetos; se encuentran inmersos, influyen en su experiencia y procesos de formación identitaria. A este respecto profundizaremos en los planteamientos sobre la identidad narrativa de Ricoeur, que desde la ontología del sujeto actuante brinda elementos para complementar el análisis hasta aquí desarrollado.
Articulación del espacio social desde el sí mismo -identidad personal- en tanto narrativa y cuerpo propio
Ricoeur (2017) formula una noción de identidad personal (ipse o sí mismo) compuesta de una dimensión narrativa -devenir textual- mediante la cual es posible acceder a las memorias mediante el relato de las vivencias pasadas y la configuración de la trama; en tanto «la memoria es incorporada a la constitución de la identidad a través de la función narrativa» (Prada-Londoño, 2006, p. 349). De esta forma, el sujeto actuante elabora y se apropia de su experiencia en la narración, figuración y refiguración de la trama de su vida (Ricoeur, 2004).
En esta línea, la narratividad posibilita, la conexión de una vida a través de la mediación del relato; y a la vez, la trama configura la identidad del personaje, y es puesta al servicio de la transformación del mismo.
A su vez, desde la ontología del acto y la potencia (Ricoeur, 2006), el sujeto en tanto ser capaz y actuante se proyecta en una continuidad y mantención del sí mismo a través de la iniciativa y la promesa; esto es, en acciones motivadas por la palabra empeñada, en tanto reflejan compromiso/s contraído/s con sí mismo y los otros (Ricoeur, 2017). La iniciativa, en tanto acción, tiene como lugar propio la carne, el cuerpo propio (Ricoeur, 2000), desde esta perspectiva se realza entonces al acto mismo y la narrativa en tanto acto, que emerge en un presente vivo y desde donde se configura y refigura la trama de su historia de vida. Considerando los planteamientos de la fenomenología hermenéutica de Ricoeur y las nociones propuestas por De Certeau, y Massey, respecto del espacio y el lugar, planteamos que, a través de las narrativas y desde el cuerpo propio de los sujetos, es posible lugarizar y espacializar la historia de vida; a partir de los relatos de mapa y de recorrido (De Certeau, 1996). Esto es, identificar las formas cómo cada participante reproduce y produce el espacio y el lugar, como conjunto de movimientos y definiciones que en el estar ahí se despliegan. Los planteamientos de estos autores brindan al movimiento un fundamento metodológico, desde el cual se derivan procedimientos y acciones tales como concurrir y movilizar el locus de enunciación a los distintos lugares (contextos) de socialización que forman parte de las trayectorias biográficas de los jóvenes, para estar ahí en inmersión socio-espacializada.
Desde esta perspectiva nos hemos orientado a identificar y comprender en sus relatos, el significado, organización y relevancia que tiene el espacio social; lugares, paisajes, en tanto contextos de significado y sentido donde ha transcurrido la experiencia de los jóvenes. De qué forma se organizan las categorías socio-espaciales en sus narrativas, y si el espacio y el lugar emergen como categorías provocadoras y relevantes en sus iniciativas, en tanto acciones y obras que tienen como lugar el cuerpo propio, y se proyectan como compromisos (palabra empeñada a sí mismos y a los otros), es decir, cómo se visualizan estas categorías socio-espaciales en las promesas y la mantención de las mismas (Ricoeur, 2017) en un proyecto de vida a futuro que se realiza y produce desde el presente vivo y que está en la base del proceso de formación del sí mismo. A este respecto, el autor refiere cuatro fases que atraviesa el análisis de la iniciativa:
El yo puedo (potencialidad, potencia, poder); yo hago (mi ser es mi acto); yo intervengo (inscribo mi acto en el curso del mundo: el presente y el instante coinciden); y mantengo mi promesa (continúo en el hacer, persevero, duro). (Ricoeur, 2000, p. 251 )
En esta línea, el análisis narrativo de la iniciativa, implica el ejercicio dilucidante de lugarizar estas fases, a partir de la rememoración de hitos relevantes de sus vidas.
Abordaje socio-espacial de la identidad étnica-cultural
Las trayectorias de vida de los y las jóvenes están modeladas por el tránsito entre espacios sociales diferenciados, los que a su vez, reproducen y producen a través de sus prácticas y usos cotidianos del espacio, en tanto la triada que propone Lefebvre: lo percibido (ocupaciones, modos de vida); lo representado, (en que priman discursos normativos y hegemónicos asociados a una concepción euclidiana y mercantilizada del espacio social) y lo vivido (formas de vivenciar e imaginar el espacio social, experimentaciones creativas). Estas representaciones y prácticas diferenciadas producen y reproducen un espacio específico, y son portadoras de contenidos en tanto significados y sentidos socioculturales particulares. Es en este escenario complejo donde los actores cotidianos, se desenvuelven e interactúan.
En este marco analítico, proponemos a las narrativas socio espaciales, y el cuerpo propio como anclajes analíticos principales que permiten articular un abordaje del espacio social y las configuraciones identitarias en el contexto de la investigación biográfica.
Respecto de ello, citamos el paradigma y enfoque de la movilidad desde el cual se observan con especial interés las prácticas sociales por medio del movimiento, esto es, cuestionando concepciones estáticas y reconociendo los múltiples tiempo-espacios en los que se desarrolla la vida social (Latham et al., 2009). Ello se asocia a que las experiencias son incorporadas y producidas a través del cuerpo que articula distintas escalas, abordando su multidimensionalidad como un ensamblaje en movimiento, tanto de personas, objetos, ideas, emociones e imaginarios, entre otros (Jirón & Imilán, 2018), accesibles como propone De Certeau (1996) mediante los relatos de recorrido.
Como síntesis en este proceso estarían implicados de forma procedimental tres ejes de análisis:
1.- La reconstrucción secuencial de los contextos/lugares de socialización y formación identitaria, para abordar su imbricación en las trayectorias biográficas de los sujetos (Rosenthal, 2006, 2018).
2.- La identificación de categorías socio-espaciales en las narrativas del pasado ambiental. En este nivel se producen e identifican nociones asociadas a paisajes imaginarios, representaciones narrativas y visuales, metáforas, entre otras (Sarbin, 1983; Zusman, 2008, 2013).
3.- La incorporación de metodologías del caminar, el recorrido sobre los lugares y la inmersión socio-espacial que instiga la lugarización y espacialización de las vivencias que forman parte de la memoria y pasado ambiental del sí mismo.
Respecto de este último eje, el relato de recorrido que surge en la inmersión socio espacial, estimula las narrativas del pasado ambiental; las formas de producción del espacio social: lo percibido, lo representado y lo vivido de Lefebvre-, planteamos que la enunciación de esta última dimensión «lo vivido» desde el presente vivo lugarizado -(estando ahí)-, activa la memoria de una creatividad latente, o dormida (que emerge de la encarnación sensitiva del estar/ser ahí en inmersión), y que es menos fácil de rememorar en un ejercicio nemotécnico realizado a la distancia tanto temporal como espacial.
De modo que, como plantea Sarbin, (1983) el contexto de interacción investigativa implicativa entre investigador/a y participante, constituye una experiencia en sí misma. Agregamos aquí que en la inmersión socio-espacial en la investigación biográfica, y el ejercicio de la memoria ambiental, a partir de las narrativas del pasado, abre espacios para desandar lo caminado, rememorar antiguas rutas trazadas como posibles en la vivencia, permite recordar direcciones y retomar rutas desdibujadas, activar y reencontrar un mapa nemotécnico extraviado. En definitiva, posibilita la liberación de potencialidades del sí mismo y la resignificación de la propia historia.
El espacio social tiene entonces una potencialidad que trasciende a la palabra, en esta línea (Ricoeur, 2000) reconoce un nivel prelingüístico de la experiencia, refiere que habría un elemento fáctico propio del ser-en-el-mundo que no es capturado de forma inmediata por el lenguaje y postula una «remisión del orden lingüístico a la estructura de la experiencia» (2000, p. 58). En este contexto de análisis, el espacio social vivido, desde el presente vivo en la investigación biográfica, es un experiencial potenciador que al avizorar posibilidades pasadas, lo que no fue o lo que pudo ser, resignifica y proyecta como nuevos posibles.
Conclusiones
La reflexión desarrollada tuvo como propósito dilucidar un marco analítico que permite comprender la imbricación entre el espacio social en tanto prácticas y experiencias socio espaciales, y la formación de la identidad étnica-cultural de jóvenes de pueblos originarios, desde la investigación biográfica-narrativa. La complejidad de los cambios y tránsitos en que ellos y ellas se ven inmersos, requiere robustecer el abordaje de la dimensión socioespacial, visibilizar e integrar las prácticas espaciales en la comprensión de los procesos de configuración identitaria, lo cual no ha sido lo suficientemente abordado en este tipo de investigaciones.
A este respecto, pudimos reconocer en las tradiciones disciplinarias que fueron puestas en diálogo, elementos teórico-conceptuales que amplían las posibilidades comprensivas de estas dinámicas. Se analizó la imbricación entre el espacio social y la identidad desde la narratividad, que contiene los significados y sentidos de la historia pasada, presente y proyecciones futuras de los sujetos, así también se analizó el espacio social, la narratividad y la aproximación metodológica en el curso de la indagación biográfica y coconstrucción de biografías. En este contexto cobran relevancia las posibilidades comprensivas que ofrecen las metodologías de inmersión y movilidades, ya que activan desde el cuerpo propio, y del presente vivido, la rememoración y experienciación del espacio en sus distintas dimensiones tanto representacionales como vividas, del pasado, del presente vivido y de futuros potenciales. Es decir, desde la inmersión socio-espacial (desde el cuerpo propio) y de los relatos de recorrido que emergen en los distintos contextos socio-espaciales de socialización, se logra dilucidar significados y sentidos que tienen las prácticas y experiencias socio-espaciales en sus iniciativas y proyecciones de vida. Podemos afirmar que a través de la vivencia aparece lo vivido, lo imaginado, en un tiempo anterior, pudiendo multiplicar los accesos a los mundos de la vida del recorrido experiencial de los y las jóvenes.
La reflexión proyecta contribuir a la discusión sobre el papel que tiene el espacio social en las actuales dinámicas de configuración identitaria en general y étnico-cultural en específico. En esta línea, la discusión y propuesta de análisis desarrollada, brinda criterios analíticos para comprender las actuales dinámicas socio-espaciales, procesos de desterritorialización y reterritorialización que forman parte de la configuración de las identidades étnico-culturales en Chile y América Latina.