Introducción
El trauma craneoencefálico (TCE), corresponde a la denominación otorgada al conjunto de signos y síntomas producidos por una alteración mecánica sobre el encéfalo, en la cual ciertas variables cinemáticas (velocidad, aceleración y energía) determinan los efectos fisiopatológicos derivados, medidos a través del estado de conciencia, complicaciones, secuelas y mortalidad (Guzmán, 2008). Los mecanismos fisiopatológicos iniciales pueden derivarse del impacto o jalón mecánico sobre el cráneo (deltas de aceleración positivos y negativos) inducido por un objeto contundente, mientras éste se halla en estado de reposo, con lesión secuencial desde el cuero cabelludo hasta la masa encefálica. Además, la gravedad de las lesiones se incrementa debido a alteraciones dinámicas sobre la barrera hematoencefálica y aumento de la presión intracraneal (con o sin compromiso de tallo cerebral o pares craneales) (Mantilla, 2008). Otro mecanismo corresponde a las lesiones por conversión de energía cinética a hidráulica, con expansión de la onda de choque en sentido lineal y rotacional sobre la masa cerebral, ocasionando daño difuso o incluso estallido craneal (Aso-Escario, 1999).
En general, el TCE incluye dos noxas principales: una de tipo primario, inmediata a la lesión traumática y que induce disfuncionalidad reversible o no, y otra secundaria, referente a los efectos en el organismo, inducidos por el daño primario, entre los que se destacan la aparición de hematomas dentro de la bóveda craneal con el consecuente aumento de la presión intracraneal (Guzmán, 2008; Aso-Escario, 1999). Las lesiones cerebrales primarias se clasifican en dos tipos (ver tabla 1)
Se entienden como lesiones cerebrales secundarias: hipertermia tisular, edema (vasogénico, característico junto a la hipertermia en el TCE por HPAF), hiperemia, trombosis, hematomas, hipoxia e isquemia cerebrales. Así como la concentración elevada de radicales libres neurotóxicos, hipertensión endocraneana e infecciones (American Association of Neurological Surgery, 2011; Guzmán, 2008). Desde una perspectiva neuropatológica, además de la lesión primaria y secundaria, la literatura incluye la existencia de lesiones terciarias como efectos tardíos. Entre estas se incluye la leucomalacia y neurodegeneración, producidas por anoikis, apoptosis o necrosis (Guzmán, 2008). La correspondencia entre el TCE y la severidad del cuadro está dada por la Escala de Coma de Glasgow (GCS) (Casas-Fernández, 2008; Guzmán, F., Moreno, M.C., Montoya, A., 2008; Peña-Quiñonez, 2003).
Con relación a la epidemiología, en España se calcula una incidencia de 150-250 por cada 100.000 habitantes, de los cuales 75-125 corresponden a menores de 15 años (Casas-Fernández, 2008). A su vez, en Estados Unidos, ocurren al año unos 17 millones de casos de lesiones craneoencefálicas traumáticas (American Association of Neurological Surgery, 2011). Entre los mecanismos que pueden ocasionar estas lesiones traumáticas, se incluyen: traumatismos por accidente de tránsito, caídas a diversas alturas, accidentes laborales o deportivos (Karasu et al., 2009), violencia doméstica y violencia interpersonal con objetos contundentes (armas negras) (Muñoz et al., 2013), elementos cortantes, punzantes o cortopunzantes (armas blancas), proyectiles por arma de fuego, o lesiones por explosivos (Hussain & Ehsan, 2013).
En países con historial de conflictos internos como Colombia, El Salvador, Guatemala, Jamaica y Sudáfrica, existe una prevalencia significativa de lesiones letales y no letales por proyectil de arma de fuego (Aguirre y Restrepo, 2010), de acuerdo con el Informe de la Carga Global de Violencia Armada (GBAV, por sus siglas en inglés) propuesto por la Oficina de Desarrollo de la Organización de las Naciones Unidas. De tal manera, las pérdidas económicas anuales producto de las muertes prematuras por conflictos armados pueden ser de hasta US$163.000 millones (Organización de Naciones Unidas, 2008).
En Colombia, según las cifras del GBAV, es el segundo del mundo en donde su población aumentaría de manera significativa la expectativa de vida, si los homicidios no existieran. Cifras recientes en Colombia revelan que existen alrededor de 560.000 armas con salvoconducto, lo que se relaciona además con la existencia de 1’240.000 armas que pertenecen a los organismos del Estado. Según el ODIYA (Observatorio de Drogas Ilícitas y Armas) de la Universidad del Rosario y la Fundación Ideas para la Paz en Colombia, por cada arma legal existen cuatro armas ilegales. En síntesis, existen alrededor de 9 millones de armas en Colombia, muchas de las cuáles fueron disparadas causando el 76,8% (10.508) de los casos de homicidios y el 16,3% (275) de los suicidios (ODIYA, 2012). En cuanto a la clasificación topográfica, una región predilecta como blanco del proyectil de arma de fuego es la región craneofacial, en virtud de la conocida severidad que representan las lesiones en este territorio anatómico.
El objetivo de este artículo es hacer una revisión narrativa de los aspectos fundamentales del trauma craneoencefálico (epidemiológicos, forenses y clínicos) producido por proyectiles de arma de fuego, contextualizándolo al medio colombiano con base en literatura nacional y en las cifras del año 2013 del instituto de medicina legal y ciencia forenses.
Metodología
Este es un artículo de revisión narrativa de la literatura, realizado por medio de búsqueda en bases de datos tales como Medline (PubMed), Scopus, Scielo y Latindex, usando como palabras clave en español e inglés, los términos Herida por Proyectil de Arma de Fuego (Gunshot Wound), Trauma Cráneo Encefálico (Traumatic Brain Injury) y Cabeza (Head), en sus diferentes combinaciones. La mayor proporción de artículos se obtuvo de bases de datos no latinoamericanas, incluyendo en la revisión aquellos que respondían al objetivo principal de la misma, y que fueron publicados predominantemente desde el año 2000. Tras un ejercicio de búsqueda tipo “bola de nieve”, se incluyeron aquellas fuentes antiguas que fueron repetidamente citadas en la literatura. Aquellas publicaciones escritas en otros idiomas, distintos a español e inglés, fueron excluidos en caso de no presentar resumen en dichas lenguas. Los datos estadísticos para Colombia fueron extraídos de las publicaciones Forensis y aquellos correspondientes a la caracterización del evento se obtuvieron del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses (INMLCF).
Epidemiología
A nivel histórico, estudios de antropología forense en fosas comunes producto de la Segunda Guerra Mundial, han reportado la presencia de herida por proyectil de arma de fuego (HPAF) múltiple en región occipital (Boric et al., 2011; Gojanovic & Sutlovic, 2007). En otros conflictos como el de la Guerra de Irak (2006), una serie del Hospital Militar Británico reportó TCE penetrante en el 7,3% de las HPAF y en el 5% de las heridas por arma blanca (Ramasamy et al., 2009), mientras que, en Israel, producto del Conflicto Religioso, el 39,21% de los niños lesionados presentó TCE por HPAF y el 6,5% asociado a explosiones (Amir et al., 2005).
En Estados Unidos (USA), se reportan al año alrededor de 33.000 muertes por HPAF, de las cuales la mitad corresponde a disparos en el cráneo, esto equivale a 8.5-18 por cada 100.000 habitantes (Coronado et al., 2011; Palorno et al., 2008). En cuanto a lesiones personales, en la armada del mismo país, el 17% corresponden a lesiones balísticas en el polo cefálico, lo que ocasiona una disminución de 0,8 días en la expectativa de vida (Richmond & Lemaire, 2008). Respecto al TCE, en esta región se originan entre el 14-35% de las muertes causadas por PAF entre los civiles, pero entre los militares es de hasta el 50%. Datos de Reino Unido ubican esta proporción en el 33,3% (Maguire et al., 2007), mientras en India es del 20% (Saraswat, 2009) y en Nigeria del 14,3% (Babatunde et al., 2013).
En Turquía, la HPAF corresponde a la segunda causa más frecuente de TCE entre los 16-35 años (13.5%) (Isik et al., 2011), después de los accidentes de tránsito; mientras en Nigeria, las HPAF corresponden en un 10,2% a heridas en cráneo y cuello (Udosen et al., 2006). En 1920, en el Hospital de la Armada de USA se propusieron cifras de mortalidad del 4,5% para heridas del cuero cabelludo, 9,1% para fracturas con duramadre intacta y 53,6% en heridas lacerantes de la duramadre con herida intracerebral. Lo anterior correspondía a una mortalidad general de 27,9% para el TCE por PAF (Towne & Goethals, 1980). De otro lado, datos de autopsias realizadas en jóvenes brasileros revelan una tendencia a HPAF múltiples, siendo la mandíbula la región facial de mayor compromiso (Leite et al., 2012). Lo anterior no descarta la posibilidad de otros compromisos faciales como la destrucción de los globos oculares (Desal & Mahon, 2011) o la fractura de la porción petrosa del hueso temporal con laceración de la arteria carótida interna (Abad et al., 2009).
Con relación a cifras recientes reportadas para Colombia, sólo el 12% de los pacientes con trauma del estudio CRASH2 presentaron TCE (Mejía et. al., 2009), en un contexto donde, además, hasta el 50% de la mortalidad por trauma de guerra ocurre en pacientes con TEC severo (Arias et. al., 2011). Según cifras oficiales, para el 2013 se presentaron 13.683 homicidios, de los cuales el 76,79% (10.508) fueron causados por PAF y, a su vez, el 19,03% (2.605) por lesión directa en cráneo (INMLCF, 2013). Además, los casos de suicidios aportan 1.685 casos, donde el 16,32% (275) se produjeron por PAF; entre estos casos, el 69,45% (191) presentaron como causa primaria de muerte el TCE penetrante (INMLCF, 2013). Complementariamente, se presentaron 155.507 lesiones no fatales, dato que incluyó 2.674 casos (1,71%) de HPAF, y en 20 (0,75%) el blanco fue la región cráneo facial (INMLCF, 2013). En cuanto a los grupos etarios, para homicidios y suicidios el pico de incidencia se registró entre los 20 y los 35 años, mientras en lesiones personales, fue entre 35-54 años. A nivel departamental, los casos incidentes de homicidios y suicidios fueron mayores en los departamentos de Valle del Cauca, Antioquia y Bogotá D.C.; y para las lesiones no letales, en Antioquia, Valle del Cauca, Huila y Cauca (INMLCF, 2013).
A nivel general, en el departamento del Cesar, el TCE por agresión física se reportó en el 7,9% (Alvis-Miranda et. al., 2013), mientras que en el municipio de Sogamoso (Boyacá), la violencia intrafamiliar generó el 5,6% de los casos (Montaña et. al., 2018), sin que se especificara el tipo de arma en ninguna de las dos fuentes. Para el caso práctico del Hospital Universitario de Santander (centro de referencia regional del nororiente colombiano), la proporción de TCE por PAF en una serie pequeña de neuro-imágenes fue del 2,12% (Vásquez & Franco, 2014), lo que no difiere significativamente del 2,1% referido en un estudio del Hospital Hernando Moncaleano de Neiva (Alarcón et. al., 2004) o del 3,4% reportado por el Hospital San José de Bogotá (Quiroga et al. 2009). Sobre la severidad del cuadro, según datos del Hospital Universitario del Valle, el PAF como mecanismo de trauma corresponde al 30,97% de los TCE severos (Guzmán et al., 2008). En población pediátrica, la serie de 63 casos con TCE severo en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCIP) del Hospital de la Misericordia, incluyó un 1,6% asociado con PAF (Páez-Gaitán, 2016).
En cuanto a la epidemiología forense del TCE, la referencia más cercana al contexto colombiano es una cohorte de 1.032 autopsias, realizadas durante un año en el INMLCF sede Bucaramanga (Pérez & Mantilla, 1997), donde a 353 (34,2%) cadáveres se les anotó como causa de muerte TCE. De esta muestra, 141 (40%), tuvieron como mecanismo de muerte los PAF únicos (23,61%) y múltiples (16,38%). Al cruzar algunas variables de interés con el sexo, se evidenció que el 87,7% los casos de heridas por PAF único y el 90,9% de PAF múltiples, se presentaron en cadáveres de sexo masculino y conformaban el 49,3% de los casos de muerte por TCE en la segunda década de la vida (Pérez & Mantilla, 1997). Esto concuerda con hallazgos en otras regiones de Latinoamérica, como Honduras, donde las víctimas de TCE por PAF fueron en un 91% hombres (Bienst-Castillo & Valle-Pérez, 2000).
Debido a la severidad de las HPAF, resulta de importancia la caracterización de las secuelas derivadas. No obstante, los Estudios Neuroepidemiológicos realizados en Colombia, y particularmente, en el Valle del Cauca, Aratoca y Piedecuesta (Santander), reportaron una prevalencia de secuelas de 6,4 (IC95% 5,0-7,8) (Pradilla et. al., 2003), 3,7 (IC95% 0,0-7,4) (Takeuchi & Guevara, 1999), 9,2 (Pradilla et. al., 2002) y 17,7 (IC95% 16,7-18,6) por mil habitantes (Pradilla et. al., 2002), respectivamente, sin especificar el mecanismo causante de las mismas. De igual forma sucede con la investigación neuropsicológica llevada a cabo por Quijano y colaboradores (2010), que demuestra alteraciones en la atención, concentración, memoria y lenguaje, en pacientes con TEC a comparación de los controles (p=0,01).
Conceptualización desde la patología forense
El TCE penetrante más frecuente se debe a PAF; sin embargo, la fisiopatología de su accionar es similar a otros elementos penetrantes tales como armas blancas, cucharas, dientes (Singh et al., 2010), puntillas (Hussain & Ehsan, 2013) u otros instrumentos exóticos (Lingamfelter et al., 2009; Cardoso et al., 2004), causantes de hemorragias subaracnoideas por lesión de diversos territorios arteriales. De tal manera, en las HPAF, la caracterización de la lesión es interdependiente de la velocidad, deformación, rotación y fragmentación del proyectil. Las regiones del sistema nervioso central que pueden verse afectadas por los PAF incluyen: la médula espinal (pudiendo generar fístulas subaracnoido-pleurales y neumoencéfalo) (Kairinos et al., 2009), el tallo cerebral, el tálamo óptico, la cápsula interna con sus fibras, y la corteza cerebral (Bury, 1921).
La fisiopatología natural del TCE por PAF ha sido estudiada en ratas, donde se ha identificado por medio de RT-PCR (reacción en cadena de la polimerasa en tiempo real), un aumento en la expresión (durante las primeras 3-6 horas pos herida) de los genes del Factor de Necrosis Tumoral α, Interleucinas (1β y 6) y moléculas de adhesión celular (V-CAM, I-CAM y E-Selectina) (Williams et al., 2007). Subsecuentemente, se produce infiltración de sangre periférica con abundantes neutrófilos a las 24 horas y macrófagos a las 72 horas. En la inmunohistoquímica, se ha observado reactividad de los astrocitos (GFAP) a las 6 horas, y de la microglia (OX-18) a las 72 horas, siendo ésta revertida de la corteza cerebral a las 108 horas. En este periodo, la activación celular favorece inflamación talámica retardada y degeneración estromal. Existen investigaciones realizadas en conejos en donde se ha evidenciado un aumento de la expresión de la proteína kinasa estimuladora de mitógeno P38, la cual favorece la apoptosis, diferenciación celular y autofagia (Huang et al., 2005); mientras que en gatos se han evidenciado alteraciones de la microcirculación cerebral, disfunción vasomotora (Zhu et al., 2004), ruptura de las estructuras de las células neurales periféricas con fuga de los organelos y degeneración vacuolar de la vaina de mielina (Ma et al., 2004).
A nivel médico forense, la clasificación del TCE por PAF ha sido propuesta desde 1918 por el padre de la neurocirugía, Harvey Cushing (Cushing, 1918) y ratificada en la década de 1940 tras la segunda guerra mundial. Esta consideración divide la entidad en herida acanalada (gutter wound), en donde el proyectil entra a través del cuero cabelludo insinuando una especie de canal en el cráneo y es finalmente desviado, favoreciendo el desplazamiento de algunos fragmentos óseos en dirección al tejido cerebral; y herida propiamente penetrante (penetrating proper wound), donde la munición pasa a través de la bóveda craneana y se aloja en el tejido cerebral en compañía de los fragmentos óseos que arrastra (Cushing, 1917).
Según Cushing, la herida acanalada genera contusión local y extrusión cerebral inevitable, facilitando la aparición de complicaciones como el fungus cerebri (con sintomatología ocular) (Ferreira & Moura, 2008) y la encefalitis, con mortalidad de hasta el 24% (Keen & Thomson, 1871). Por el contrario, la herida propiamente penetrante produce grave extrusión cerebral y su sintomatología depende de las características de la lesión, la cual generalmente es severa (16,3% mueren antes de llegar al Hospital) (Bienst-Castillo & Valle-Peréz, 2000). Las principales complicaciones de esta herida son tempranas, como la compresión del tejido, y tardías, como el absceso cerebral (Peña-Quiñonez & Hakim-Daccach, 2014), con una mortalidad de hasta el 36,6%. Ambos tipos se consideraron especialmente peligrosos si existe compromiso de los ventrículos laterales (Cushing, 1918; Horrax, 1919).
Desde el punto de vista forense, se han encontrado diferencias entre hombres y mujeres, respecto al orificio de entrada del proyectil en los suicidios. Los hombres prefieren jalar del gatillo a nivel intraoral o sobre la región orbital izquierda, mientras las mujeres prefieren la región temporal derecha y el entrecejo. No existen aparentes diferencias significativas en la preferencia por la región craneoencefálica como blanco según grupo etario (Asirdizer et al., 2010). Sin embargo, de acuerdo con el rango de disparo, se observa mayor predilección en las heridas por contacto firme por la región temporal derecha; en las dadas por contacto suave por la región del entrecejo; y en las que ocurren por semicontacto angulado, por la modalidad intraoral (Asiridizer et al., 2010). También, la literatura ha reportado la presencia de mayor mortalidad asociada a la herida en trayectoria latero lateral (83%), a comparación de aquellas en sentido anteroposterior (25%) (Iza et al., 2005).
Sobre los hallazgos evidentes, es frecuente observar el agujero de entrada de un tamaño proporcional al de la boca del arma, pero el defecto interno es mucho mayor debido a las deciduas óseas que se convierten en instrumentos penetrantes, arrastrando pelo y piel a la cavidad permanente. Dependiendo del rango de disparo, entre más cerca se hale el gatillo, mayor será el tatuaje y más evidente el anillo de Fish (externo o de conjugamiento, interno o cintilla de contusión) (Mantilla, 2008).
En heridas por contacto firme, donde el cuero cabelludo entra al cañón, se observa el orificio de entrada ennegrecido y con residuos de pólvora, los cuáles son expelidos con presión, atravesando la piel y el cuero cabelludo (para lo que se requiere una velocidad de 150-170 pies por segundo) (Mantilla, 2008). Posteriormente, colisionan con el mineral óseo y producen disección de la piel con morfología estrellada de bordes evertidos (golpe de mina de Hoffman) (Algieri et al., 2013). Tras dicho desgarro, los residuos se depositan en la galea subaponeurótica y sobre el periostio, conformando un tatuaje conocido como signo de Benassi, que permanece en los restos óseos (Siboni, 2009; Mantilla, 2008). Otros signos médicos forenses observables son los de Puppe Werkgartner (marca del contorno de la boca del arma en la piel del cuero cabelludo), Shusskannal (ahumamiento entre las tablas óseas), Fraenckel (ahumamiento de la tabla interna) y Bonnet (el orificio en la tabla interna es mayor e irregular con forma de cono truncado) (Vadra, 1997; Mantilla, 2008; Sibón et al., 2009).
En la serie de autopsias del INMLCF, las HPAF únicas y múltiples, comprometieron el rostro en el 95,1% y 89,4% respectivamente (Pérez y Mantilla, 1997). En todos los casos de interés, se presentaron fracturas de la tabla ósea del cráneo, desgarro de meninges y laceración de estructuras intracerebrales. Con respecto a las lesiones secundarias, los hematomas se produjeron en el 14,8% para PAF único y el 7,6% para múltiple, con predominancia subdural (69,3% y 100%), o subaracnoideo (30,7% y 0%). Por el contrario, cambios inflamatorios como el edema sólo fueron observados en el 25%, el cual tuvo tendencia a ser generalizado. Aún más, la proporción para fractura conminuta fue del 97,5% para PAF único y 98,5% para PAF múltiple, así como del 32,1% y 30,3% para compromiso óseo de la base del cráneo respectivamente (Pérez & Mantilla, 1997).
Sobre las fracturas, estas pueden clasificarse como lineales (con superficie de impacto >5 cm2) o deprimidas (<5 cm2) (Delgado et al., 2011), y se producen al superar el módulo de elasticidad craneal, por lo que la energía calórica de los proyectiles deberá ser de al menos 64,69 joules en la región frontal, 5,85 en la occipital, 95,50 en la temporal y 79,93 en el vértice para provocar la lesión (Font, 1982).
En el análisis del TCE por PAF múltiple, el signo de Chavigney permite establecer el orden de producción de las lesiones, teniendo en cuenta la trayectoria de las fisuras (Vadra, 1997). En general, para identificar las diferencias entre el orificio de entrada y el de salida se debe reconocer que: si hay disparo con cañón tocante, el orificio de entrada es estrellado y más grande, de lo contrario, es redondo; las lesiones en tabla interna son mayores que en la tabla externa en el orificio de entrada, para el de salida esta condición es invertida; los remanentes óseos están invertidos en el orificio de salida, el cual es más grande siempre y cuando la lesión no corresponda a un disparo a contacto; y, que en los casos de suicidio a nivel temporal, el orificio de salida se encuentra más arriba del de entrada (Aso-Escario, 1999).
Finalmente, el porcentaje de muerte en los pacientes con TCE por PAF se relaciona con la localización de la lesión así: lóbulo frontal (2,7%), temporal (9,2%), parietal (5,4%), occipital (4,3%), fosa posterior y tallo cerebral (93,3%), región orbitocraneal (9,5%), y múltiple (27,9%) (Solmaz et al., 2009). Dentro de las causas intermedias de muerte, en orden de frecuencia, se encuentran el daño cerebral difuso, la infección, la lesión de tallo cerebral y el tromboembolismo pulmonar (Solmaz et al., 2009).
Aspectos de las armas y los proyectiles
La clasificación médico legal para el traumatismo penetrante de cráneo por PAF, es establecida en relación con la velocidad de entrada y de salida. Estos traumatismos pueden ser de baja velocidad (250-450 mg/seg) por armas cortas, o de alta velocidad (>450 mg/seg) por armas largas (Mantilla, 2008). El método de Pollak permite determinar el arma a partir del proyectil recuperado y con ello el ángulo entre los conductos de salida gaseosa y el perno, y la distancia entre la porción central del tatuaje y la herida. Así, es factible identificar el ángulo de entrada anteroposterior del proyectil (Aso-Escario, 1999).
Los casos de HPAF de alta velocidad son en un 60% por misiles y 40% con subametralladora, la herida de mayor prevalencia en estos casos es en la región frontotemporal (Bakir et al., 2005). Si las armas utilizadas son armas de aire comprimido (Dalgic et al., 2010), las regiones de entrada predominantes son el hueso temporal, la escama occipital y la órbita (Mushtaque et al., 2012). De tal manera que, a pesar de parecer menos dañinas en comparación con el resto de las armas, pueden acceder al tejido cerebral y comprometer ambos ventrículos. Aún más, el principal compromiso en el TCE por proyectil de armas de aire comprimido es la fuga de líquido cefalorraquídeo, aunque también pueden producir abscesos cerebrales (Ransohoff, 1909) y, en otros sistemas, compromiso de los vasos cervicales. Este tipo de proyectiles son de particular prevalencia en víctimas adolescentes (Bethune et al., 2004).
En un reporte de caso de Uganda, se refiere el compromiso por balas de rifle tipo AK-47 con alojamiento del proyectil en la vaina carotídea derecha a nivel de las vértebras C6-C7, observándose orificio de entrada en cuero cabelludo, fractura conminuta de mandíbula y compromiso de los nervios facial y trigémino, así como del oído medio (Ongom et al., 2014). En estos casos las heridas de entrada son amplias y anteceden heridas estructurales severas, por lo que configuran gran dificultad para identificar la trayectoria, requiriendo estudios radiológicos adicionales (Ongom et al., 2014; Aderet, 2009). En los casos de heridas por proyectil de pistola de perno cautivo (Oikonomou et al., 2011), se encuentra al final de la herida un pequeño fragmento óseo, sin residuos metálicos ni orificio de salida (Santín-Amo et al., 2010).
Sobre los suicidios planeados, un reporte de caso relaciona el disparo de rifle M-16 como causante TCE por PAF (Aderet, 2009). Es importante diferenciar las tentativas de suicidio o suicidios consumados, con aquellas lesiones, letales o no, de tipo accidental (como disparar el arma mientras se le realiza limpieza), ya que pueden acompañarse de condiciones atípicas como el atasco del proyectil en el cañón y la penetración de éste en el cráneo (Agrawal et al., 2008).
Con relación a los tipos de balas, algunas simulaciones de la proliferación bacteriana han concluido que el riesgo de infección en la cavidad permanente es el mismo tanto en los proyectiles encamisados (fusil) como en los semi-encamisados o de punta blanda (revolver), pero mayor en la cavidad temporal para estos últimos, incluso cuando la significancia de esta cavidad sea mayor para heridas por proyectiles de alta velocidad (Von See et al., 2011). La cavidad temporal es de 30 veces el tamaño del proyectil y colapsa 20 µ segundos tras haberse formado (Mantilla, 2008). De igual manera, se ha propuesto que aquellos proyectiles cuyo orificio de ingreso es los senos paranasales o la orofaringe tienen mayor probabilidad de infectarse (Streinbruner et al., 2007). En cuanto a la hemorragia, la velocidad y temperatura del proyectil parecen disminuir la probabilidad de que esta ocurra (Aso-Escario, 1999).
Peritaje desde la clínica forense
La valoración clínica que realiza el perito sobre el daño cerebral traumático por PAF confluye con la del resto de etiologías para TCE por lo que se deben evaluar los antecedentes patológicos previos que puedan influir de manera adversa en la aparición de secuelas, además de consignar en la historia clínica forense los valores de la GCS en las diferentes evaluaciones, los valores de presión intracraneal, resultados de estudios de imágenes, reanimación cardiopulmonar, prescripción de antibióticos y manejo antitetánico, detalles principales de la intervención quirúrgica, electroencefalograma, pruebas de función auditiva, pruebas psicométricas y actividades de rehabilitación (Romero et al., 2001).
Para la valoración médico legal del TCE se recomienda definir a cabalidad las siguientes características: integridad anterior (antecedentes patológicos), caracterización topográfica (ubicación de la lesión y causalidad de la lesión), cuantificación del estado de conciencia (clasificación por GCS), concordancia etiológica (relación entre el trauma y las secuelas), cronología (orden de aparición de los síntomas), continuidad sintomática (ausencia de remisión total) y exclusión de patologías alternas (ausencia de otras causas para dicha sintomatología) (Romero et al., 2001). Posterior a ello, se deberán detallar las concausas anteriores (antecedente de patología neurológica), concurrentes (complicaciones de la herida producida) o posteriores (derivadas de la hospitalización o rehabilitación), así como el tiempo de reparación de la lesión primaria (incapacidad médico legal), el tiempo de incapacidad para realizar sus actividades cotidianas (incapacidad laboral dada por médico tratante) y la duración de la hospitalización (incluyendo todas las modalidades hospitalarias y extrayéndola de la historia clínica allegada) (Palorno et al., 2008; Romero et al., 2001).
Al examen físico se debe evaluar, con suficiente tiempo, la existencia de grafoestesia, esterognosia, sensibilidad facial (Palorno et al., 2008; Romero et al., 2001; Aso-Escario, 1999), alteraciones olfativas mayores a tres meses (anosmia, parosmia y cacosmia), equimosis periorbitaria bilateral (signo de los ojos de mapache) o mastoidea retroauricular (signo de Battle) (Mantilla, 2008), diplopía, amaurosis, afasia, deformidades óseas, hidrorreas y cicatrices.
Tras el manejo médico-quirúrgico, los pacientes que sufren TCE por PAF, presentan secuelas como carencias (1,8%) o perturbaciones funcionales del sistema neurológico y del sistema de la locomoción, moderadas (26,8%) o severas (3,6%), además de alteraciones estéticas en la cabeza. Se han descrito como predictores de recuperación satisfactoria posoperatoria y, en consecuencia, de reducción de secuelas: el tiempo entre la noxa y la intervención quirúrgica menor a una hora, lesión en cerebro no elocuente y ausencia de lesión en mesencéfalo, tallo cerebral o vasos mayores (Lin et al., 2012). Asimismo, la valoración psiquiátrica forense destacará la presencia o no de secuelas psíquicas como delirios, amnesia, psicosis, depresión, ansiedad, estrés postraumático, somatomorfias, disociaciones, comportamientos maladaptativos, alteraciones sexuales, de la conducta alimentaria y/o del sueño (Palorno et al., 2008; Romero et al. 2001; Aso-Escario, 1999).
Con relación a pacientes especiales, se identificó el reporte de caso de una paciente de 41 años quien recibió una HPAF en su vientre a las 27 semanas de gestación, ubicándose el proyectil en el lóbulo frontal del feto. Sorprendentemente, la condición obstétrica y hemodinámica de la madre se controló, llevando a término la gestación. Sin embargo, debido a la lesión en el lóbulo frontal, el infante mostró durante sus primeros 4 años de vida, signos comportamentales patológicos compatibles con trastorno por déficit de atención e hiperactividad (Gundogmus et al., 2013).
Diagnóstico y Manifestaciones Clínicas
Debido una menor prevalencia de daño a comparación de otros territorios anatómicos y la dificultad clínica para el estudio de las lesiones cerebrales por PAF, no existe abundante literatura al respecto. Así pues, para la evaluación del HPAF en cráneo se considera el sistema de clasificación clínica de Raimondi y Samuelson (tabla 3) (Sherman et al., 1980).
Para el diagnóstico imagenológico del TCE por PAF, anteriormente se recomendaba tomar una radiografía de cráneo que permitiera planear la intervención en profundidad y trayectoria. Actualmente, una tomografía computarizada (TC) resulta obligatoria (Palorno et al., 2008), teniendo en cuenta las configuraciones técnicas para atenuar los artefactos metálicos. En ésta, se podrán observar alteraciones de la tabla ósea interna y/o un canal hiperdenso por la hemorragia y las deciduas óseas; además, será posible reconocer el edema cerebral, usando la clasificación de Marshall para evaluar los hallazgos tomográficos (Tabla 4) (Cruz-Benites & Ramírez-Amezcua, 2007).
La angiografía cerebral está indicada si hay sospecha de lesión en senos venosos y hemorragia intracraneal, por lo cual es importante ordenar pruebas de hemoglobina y hematocrito, como también tiempos de protrombina y tromboplastina, por el posible desarrollo de alteraciones en la coagulación. Otras pruebas como la microdiálisis cerebral y la presión tisular cerebral de oxígeno, pueden ser de utilidad en pacientes críticamente enfermos (Henry et al., 2012). No obstante, la afectación macrovascular en este tipo de heridas es infrecuente. A manera de ejemplo, en un metaanálisis realizado sobre traumas vasculares ocasionados en Kosovo (Jaha et al., 2012), se identificó que, si bien la hemorragia profusa, los hematomas y la isquemia constituían las presentaciones clínicas más frecuentes, sólo el 24,2% de los casos presentaba compromiso vascular cerebral. En contraste, los territorios vasculares más afectados en pacientes politraumatizados son las arterias femoral superior, braquial, crural, antebraquial, iliaca, aorta abdominal, femoral común y poplítea.
Es de recalcar que en estos casos la sintomatología puede ser diversa y depende de las variables mecánicas y dinámicas del proyectil, como la ubicación de la lesión y el estado del paciente. De tal manera, el TCE con HPAF puede generar compromiso neurológico en pares craneales cuando la trayectoria y los restos se ubican a nivel mandibular (nervio facial), o infratemporal (nervio oftálmico) (Sonkhya et al., 2005). A su vez, si bien es menos frecuente que en las lesiones contundentes, las lesiones traumáticas penetrantes como causa de TCE, pueden producir oculorrea por fístulas cráneo-orbitales (Pease et al., 2013), además de hematomas palpebrales, pérdida de la visión, oftalmoplejía y/o disfunción pupilar de los reflejos fotomotor y consensual (Ferreira & Moura, 2008).
En contraposición a la complejidad de la lesión cerebral traumática por estos proyectiles, existen casos aislados de pacientes adultos mayores o adolescentes que accidentalmente han sido heridos por PAF, siendo su superficie de entrada el macizo facial, el hueso parietal derecho, el hueso palatino o el arco cigomático, y la estructura en la que se alojan, la base del cráneo, la fosa posterior, el cuerpo calloso (Shea et al., 2011), el arco anterior del atlas (Park et al., 2012) o el lóbulo frontal (Newington, 1881). Si bien en estos casos se genera pérdida de conciencia transitoria sin compromiso neurológico posterior, los proyectiles retenidos pueden producir a largo plazo convulsiones, cefalea intensa, estado de coma, abscesos cerebrales, o intoxicación por metales pesados, o migración del proyectil (Thompson, 1957).
La intoxicación por metales es factible cuando hay contacto del proyectil con el líquido cefalorraquídeo a nivel ventricular y puede expresarse con anemia, cólico abdominal, nefropatía, encefalopatía y/o neuropatía motora. Si se observan dichos síntomas, es posible que el paciente presente un cuadro de intoxicación por metales pesados, a pesar de que no exista acumulación de estos en el cabello. Por tanto, es pertinente la realización de pruebas de espectrometría de absorción atómica de Zeeman que permita detectar las concentraciones reales en los tejidos (Ryselis et al., 2005). La acumulación de metales pesados puede darse, por ejemplo, en el vientre frontal del músculo occipitofrontal (Ryselis et al., 2005).
Asimismo, la migración de la bala (Arslan et al., 2012) puede favorecerse por la presencia de un absceso cerebral. Existen casos extremos en los que el proyectil ha migrado desde el tejido cerebral hacia los ventrículos, el tronco braquiocefálico (Greaves, 2010) o la médula espinal (Castillo-Rangel et al., 2010). En estos casos, el diagnóstico puede fundamentarse en la secuencia FLAIR de la resonancia magnética nuclear para evidenciar la trayectoria que ha seguido la bala, aunque en general no es recomendada. Si el proyectil migra al raquis, la complicación más temida es el shock medular.
Otras complicaciones de esta entidad clínico-patológica y forense son la coagulación intravascular diseminada, hidrocefalia refleja, retención de fragmentos óseos, rinorrea, otorrea, meningitis, cerebritis, convulsiones y/o síncope vago-glosofaríngeo (por irritación en el foramen yugular) (Link et al., 2010). En los casos en los que se confirma muerte cerebral, y tras la consecución del consentimiento informado para trasplante de órganos (Dokmak et al., 2013; Sutter et al., 2010), son de vital importancia los estudios que descarten concentraciones sanguíneas peligrosas de fármacos o tóxicos específicos. Lo anterior, teniendo en cuenta la prevalencia de consumo de sustancias y tentativas de suicidio con intoxicación en aquellos pacientes que deciden suicidarse causando TCE por PAF (Sutter et al., 2010).
En el estudio de los desenlaces a corto plazo en adultos críticamente heridos (5% por HPAF), usualmente se descartan aquellos con compromiso del sistema nervioso central (Richmond, 2006). De otro lado, no han sido ampliamente estudiados los factores predictores de la morbimortalidad secundaria a hematomas subdurales agudos producidos por PAF, ya que este tipo de heridas son generalmente excluidas de los estudios observacionales. Dichas investigaciones tienen en cuenta factores como: puntuación de la GCS al ingreso al servicio de urgencias, anormalidades de la reacción pupilar, tiempo de intervención quirúrgica y edad del paciente (Karasu et al., 2010).
De otro lado, la escasa literatura con relación a las HPAF en cráneo refiere los siguientes predictores: aumento de la presión intracraneal, presencia de hemorragias intraventriculares o subaracnoideas, hematomas mayores de 15 mL y daño secundario por efecto de masa con desplazamiento de la línea media (American Association of Neurological Surgery, 2011; Santín-Amo et al., 2010). En población pediátrica, la mortalidad pareciera estar asociada con la GCS prehospitalaria y al ingreso, el examen pupilar, el puntaje ISS (Injury Severity Score), la clasificación de Marshall, el cierre de las cisternas basales, la presencia de hemorragia subaracnoidea, el puntaje de APACHE II, el uso de ventilación mecánica, y la prescripción profiláctica de antibióticos (Parrado et. al., 2017).
Evolución histórica
La intervención quirúrgica planteada por Cushing correspondió inicialmente a la escisión de la porción de la herida en el cuero cabelludo hasta el hueso, con posteriores incisiones radiadas sobre los bordes de esta, que permitieran la retracción del tejido blando con una buena exposición de la fractura y el área circundante. Se realizaba la apertura de Burr penetrando el hueso y extrayendo en bloque la porción deseada. La duramadre no era retirada para evitar la exposición continua postoperatoria del espacio subaracnoideo, y, en dichas circunstancias, se le solicitaba al paciente, previamente anestesiado con novocaína, que tosiera, lo que facilitaba que el tejido cerebral disgregado, coágulos y fragmentos óseos emergieran por medio de la solapa de duramadre (Cushing, 1918).
Tras dicha extrusión, se procedía a usar un catéter que permitía identificar el lugar donde se encontraban los restos tisulares, los cuales eran retirados por medio de un fórceps, o en el caso de residuos metálicos del proyectil, con un electroimán. Dicha intervención tenía una duración de 10 a 12 horas y el cierre primario sin drenaje era usualmente suficiente en la mayoría de los pacientes. En casos donde la intervención se realizaba de 18 a 60 horas tras el impacto, el drenaje era necesario debido al alto riesgo de infección, principalmente fúngica; dicha infección era menos prevalente al usar gutapercha como recubrimiento, pues se facilitaba la granulación con posterior proliferación del tejido y reducción del agente infeccioso. Las intervenciones de Cushing lograron reducir la mortalidad del 54,5% al 28,8% (Cushing, 1918; Horrax 1919).
Posteriormente, en 1940 se sugirió la renovación del procedimiento estableciendo distintas etapas. La primera etapa correspondía a la profilaxis, en la que se aplicaba un refuerzo de toxoide tetánico profiláctico o, de no haberse aplicado anteriormente, administración de antitoxina tetánica en dos dosis de 1500 unidades, una lo más pronto tras la herida y otra en el posoperatorio. La preparación posoperatoria como segundo momento correspondía al rasurado del cuero cabelludo completo, lo cual evitaba que el neurocirujano subvalorara lesiones pequeñas potencialmente peligrosas, y despejaba el campo para así mantenerlo estéril. En esa etapa, se requerían a su vez neuro-imágenes y examen neurológico detallado. Finalmente, la intervención quirúrgica implicaba el desbridamiento cuidadoso del cuero cabelludo, periostio y hueso. Se sugería a su vez, retirar una porción de la duramadre que permitiera visualizar claramente al menos 3 cm, si la herida se encontraba en áreas consideradas silentes, tales como el lóbulo frontal o temporal derecho. Si el proyectil había ingresado al ventrículo lateral, la ventana realizada en la duramadre permitiría extraer con mayor facilidad los restos de interés. Finalmente se sugería la realización de estudios de control con neuro-imágenes. El resultado final se correspondió con una mortalidad del 46.5% (Horrax, 1918; Horrax 1940).
Manejo médico integral
En la actualidad, hay tres puntos fundamentales en la atención inicial de un paciente con TCE por PAF que son: asegurar la vía aérea si GCS<8 (Hardcastle & Goff, 2007), controlar la hemorragia e identificar otras posibles lesiones que pongan en riesgo la vida. Es importante mencionar que no se deben usar sondas nasofaríngeas por la posibilidad de que estas se ubiquen intracranealmente en caso de lesiones de base de cráneo (Steinbruner et al., 2007). Desde el punto de vista médico, se sugiere realizar la reposición de líquidos con cristaloides (dextrosa 5% o solución salina normal al 0,9%). El plan farmacológico intrahospitalario referidos en la literatura incluye, entre otros, metilprednisolona (500 mg/100 mL cada 12 horas), fenitoína sódica (100 mg cada 8 horas), cefaperazona sulbactam (0,5 g cada 12 horas), linezolida (200 mg/100 mL cada 12 horas) y metronidazol (500 mg cada 8 horas) (Arunkumar et al., 2012).
Igualmente, se considera que, si pasan más de dos horas entre la herida y la intervención quirúrgica, y existe a su vez una hemorragia subdural, la mortalidad se eleva del 47% al 80%. Por tanto, la intervención temprana puede implicar una mejoría significativa en la recuperación, evaluada con el puntaje de la Escala de Desenlace de Glasgow (GOS, por sus siglas en inglés) (Guzmán et al., 2008). A pesar de esto, y debido a los riesgos que implica la craniectomía, ciertos autores recomiendan mantener el manejo médico y maximizarlo según parámetros de neuro-monitoreo focal (Mezue et al., 2012), ordenando la intervención quirúrgica cuando la presión intracerebral es inestable, con estigmas isquémicos sugeridos por la PtiO2 y alteraciones de la glucosa en la microdiálisis sugerentes de hiperglicolisis sin alteración en la relación lactato:piruvato (Henry et al., 2012).
Las intervenciones quirúrgicas se basan en la técnica de Friedrich, elevación y remoción de la fractura, las meninges y la porción cerebral afectada, con posterior lavado de la herida con solución salina normal (Asa, 1999). El cierre de la duramadre puede ser realizado con parches pericraneales, además de posicionar la herida del proyectil en la porción central de una incisión lineal o crear un colgajo óseo mínimo, en compañía del desbridamiento anteriormente mencionado. A pesar de lo anterior, no existe un abordaje quirúrgico único para las HPAF en TCE, pudiéndose hacer uso de neuro-navegadores, marcos estereotáxicos, o simplemente la técnica quirúrgica tradicional (Elserry et al., 2013). Cuando el proyectil persiste en base de cráneo y se trata de pacientes frágiles, es posible realizar abordaje endoscópico endocraneal transnasal con craniectomía unilateral (Bolzoni et al., 2012). Si la herida se ubica nivel temporal, se puede definir un abordaje transótico para retirar el proyectil y ejecutar anastomosis microquirúrgica (neurorafia) entre el nervio masetero y el nervio facial, en caso de parálisis de los músculos del rostro (Donnarumma et al., 2013).
Ciertas escuelas de neurocirugía han propuesto, específicamente para población en riesgo como los miembros de las fuerzas armadas, el uso de implantes de cráneo cuando no es posible reutilizar la porción de hueso extraída inicialmente, por destrucción del tejido o infección ósea. Los materiales recomendados son el titanio de 2-3 mm o 4-6 mm, capaz de resistir proyectiles encamisados tanto de revolver como de rifle, no siendo de utilidad los implantes de material sintético para estos casos (Lemcke et al., 2013).
El tratamiento para los casos de TCE por proyectil de arma de aire comprimido, se debe realizar intervención con urgencia basada en duroplastia con colgajo del tendón de la fascia lata o material sintético (Duragen Dural®), además de prescribir medicación antiedema, antiepiléptica y antibiótica profiláctica que prevenga la formación de abscesos cerebrales (Arunkumar et al., 2012). Para los casos extraños de herida con pistola de bala cautiva se han utilizado como abordajes la craneotomía fronto-temporal derecha con esquirlectomía, polectomía temporal y reconstrucción dural, ósea y cutánea (Santín et al., 2010). En caso de que el proyectil se aloje finalmente en la médula espinal, se puede proponer la realización de laminectomía posterior y mielotomía dorsal de la línea media (Castillo-Rangel et al., 2010). Finalmente, la reparación de las secuelas faciales, de existir, pueden repararse con ayuda de colgajos del sistema subescapular (Kalavrezos, 2005).
En este tipo de pacientes, es común que no sea posible retirar el o los proyectiles en su totalidad. En un estudio prospectivo realizado en el Hospital General de Fuzhou (China), se intervinieron 43 pacientes de los cuales 40 fueron intervenidos para remoción completa del proyectil, 2 para remoción parcial y en 1 se consideró inaccesible la bala. La mortalidad se produjo en el 3,6% (Wei et al., 2013). Por tanto, revisiones de la literatura mencionan que en caso de no ser fácilmente accesible el proyectil (Arslan et al., 2012), no se recomienda retirarlo, ya que con el régimen antibiótico profiláctico se reduce la posibilidad de infección, y de hacerlo, se podría aumentar la lesión neurológica. Desde otra perspectiva, si el paciente presenta signos y síntomas de intoxicación por metales y esta se confirma, se debe realizar intervención quirúrgica para remover los restos del proyectil, teniendo en cuenta que parte del metal ya ha podido ser reabsorbido en el mineral óseo.
En el posoperatorio algunos autores sugieren controles con tomografía computarizada y la prescripción de antibióticos y anticonvulsivantes (Peña-Quiñonez & Hakim-Dacchah, 2014; Aso-Escario, 1999). En cuanto a la evolución clínica, una serie de 442 pacientes evaluados en Turquía evidenció la existencia de complicaciones postoperatorias en un 29,8% de los pacientes, dentro de las que se encuentran la infección local o sistémica (6,1%), fístula de líquido cefalorraquídeo (4,5%), hidrocefalia (2%), hematoma intracraneal (3,6%), alteraciones en la cicatrización de la herida (1,8%) y/o reacciones medicamentosas (11,7%) (Karasu et al. 2009). A diferencia de la mortalidad encontrada en el estudio chino de Wei, en la serie turca fue del 10,6% (Solmaz et al., 2009).
Discusión y Conclusión
Breve contextualización del conflicto armado en Colombia
El uso de armas de fuego en Colombia ha estado ligado de manera estrecha al conflicto armado del país, por lo cual es importante contextualizarlo. Éste tiene sus raíces en la violencia bipartidista de la primera mitad del siglo pasado (Sánchez, 2013), recrudecida posteriormente con el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 en el evento conocido como El Bogotazo; como consecuencia, ocurrió la conformación de guerrillas afines al Partido Liberal durante los años 50 con el propósito de combatir las políticas conservadoras del presidente Laureano Gómez. Tras el golpe de estado propinado por el General Rojas Pinilla en 1953, se otorgó amnistía a los guerrilleros, muchos de los cuales regresaron a la clandestinidad (Montalvo-Velásquez, 2010).
En 1964, el gobierno de turno bombardeó la, autodenominada, República Independiente de Marquetalia, en la que los insurgentes pretendían tener un Estado paralelo. Entre otras circunstancias, lo anterior favoreció la conformación de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) de ideología marxista-leninista, grupo al que se le fueron sumando otros actores al margen de la ley como el Ejército de Liberación Nacional (ELN), el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Movimiento 19 de abril (M-19) (Niño-Gonzalez, 2017; Trejos-Rosero, 2010). Posteriormente, se adiciona en los años 80 la violencia armada asociada con los carteles del narcotráfico de Medellín y Cali (Atehortua-Cruz, 2008), y es en la década de 1990 cuando ocurre la puesta en marcha de grupos paramilitares (Niño-Gonzalez, 2017). Luego del proceso de desmovilización de las Autodefensas en 2006 y de las FARC en 2017, han aparecido actores armados como las bandas criminales (BACRIM), así como facciones disidentes de las FARC, grupos terroristas que intimidan a la sociedad y al Estado.
La anterior evolución histórica de la violencia en Colombia es coherente con las tasas de homicidios en las que se evidencia un aumento desde finales de la década de 1940 hasta 1964 (Bello-Montes, 2008), con un seguido descenso, y desde mediados de los años 70, asociado con el fenómeno creciente de violencia e inseguridad en las ciudades colombiana. Por lo anterior, mientras en 1974 la tasa de homicidios era de 25 por cada 100.000 habitantes, en 1991 (tan solo 17 años después), se triplicó hasta 79 por cada 100.000 habitantes, la cifra más alta en la historia del país (Bello-Montes, 2008). Desde aquel año se ha dado una disminución constante en el indicador hasta alcanzar 24 por cada 100.000 habitantes en 2016 (INMLF, 2016). A partir de las negociaciones y la posterior firma del Acuerdo de Paz con las FARC, se ha observado un desescalamiento del conflicto con una reducción de la tasa de homicidios del 8.5% entre 2012 y 2015 (Peñalosa, 2017). No obstante, la violencia derivada de la delincuencia en las ciudades es aún sustancial, aunque con una clara disminución de la tasa de homicidios a expensas del aumento en la tasa de hurtos y lesiones personales, como posible consecuencia de las medidas implementadas para el control y reducción de la circulación de armas de fuego (Aguirre, 2010).
En Colombia, está reglamentado el uso de armas de fuego mediante el Decreto Ley 2535, el cual determina los procedimientos a seguir para poseer un arma de fuego, dando potestad a las Fuerzas Armadas para conceder los permisos de tenencia, porte y venta y provisión de munición, lo que le da al Estado el monopolio sobre las mismas (Organización de Naciones Unidas, 2006). Esto es contrario a lo reglamentado en Estados Unidos (E.E.U.U.), donde que poseer un arma de fuego es un derecho constitucional avalado por la Segunda Enmienda y sustentado en el fin de la protección (Hernández-Pinzón, 2010). Por supuesto, la normatividad y dinámica social de los E.E.U.U. son diferentes a las de Colombia, y aunque no corresponden a la temática principal de este artículo, si justifican el alto porcentaje de armas que circulan en la legalidad. En Colombia, esta tendencia se invierte: con solo un 25% de armas de fuego legales, la proporción restante pertenece a armas sin salvoconducto, que son usadas para delinquir en la ciudad y el campo. Esta situación es facilitada por el tráfico de armas ejercido por grupos armados ilegales previamente mencionados, a través de las fronteras geográficas (Organización de Naciones Unidas, 2006).
Sobre el TCE por HPAF
En general, el trauma craneoencefálico por proyectil de arma de fuego corresponde a un mecanismo de trauma infrecuente en la mayoría de las series reportadas, aún en escenarios de conflicto armado. No obstante, dentro de la mortalidad asociada a proyectiles por arma de fuego, el TEC es una de las condiciones más frecuentes, independientemente de la región geográfica estudiada (Babatunde et al., 2013; Saraswat, 2009; Richmond & Lemaire, 2008; Maguire et al., 2007), especialmente entre los actores armados (Maguire et al., 2007). Aún más, la literatura es coherente con las altas tasas de mortalidad asociadas a esta condición, así como en el compromiso traumático concomitante de otras regiones anatómicas (Leite et al., 2012; Desal & Mahon, 2011; Abad et al., 2009).
En Colombia, a pesar de que pareciera existir una menor prevalencia relativa de trauma craneoencefálico (Mejía et. al., 2009), este sigue siendo una entidad frecuente entre los casos de homicidios reportados por el INMLCF; ello resulta preocupante teniendo en cuenta el alto porcentaje de muertes asociadas con HPAF, especialmente en ciudades como Cali o Palmira, pertenecientes a las 50 ciudades más peligrosas del mundo (The Economist, 2017). Particularmente, en el caso de los suicidios asociados con HPAF, el trauma craneoencefálico penetrante pareciera ser la causa primaria de muerte más prevalente (INMLCF, 2013). La infrecuencia de lesiones no fatales asociadas con TEC por HPAF reportadas en el país, es además consistente con la referida por la literatura internacional. Esta coincidencia se expande al grupo etario y sexo predominante, correspondiente a hombres entre la tercera y cuarta décadas de la vida.
Lamentablemente, múltiples publicaciones colombianas relacionadas con TEC, no especifican los proyectiles de arma de fuego como mecanismo causal traumático, y en el mejor de lo casos lo agrupan dentro de aquellos asociados con conductas violentas (Alvis-Miranda et. al., 2013; Montaña et. al., 2018). Dentro del espectro de TEC, la HPAF mantiene una escasa prevalencia, pero alta severidad, lo que ha sido constatado en las diversas series llevadas a cabo en Bucaramanga (Vázquez & Franco, 2014), Bogotá D.C. (Quiroga et. al., 2009; Páez-Gaitán, 2016), Neiva (Alarcón et. al., 2004) y Cali (Guzmán et. al., 2008). Con excepción de esta última, la mayoría de los artículos referenciados cuentan con un tamaño de muestra limitado, lo que perjudica la realización de análisis bivariados debido al pobre poder estadístico.
Desde la patología forense, es necesario analizar las lesiones de acuerdo con las particularidades del sujeto, las características del proyectil, el tipo de arma, las estructuras comprometidas del sistema nervioso central, entre otras. Así pues, los modelos animales reafirman la existencia de múltiples mecanismos patogénicos incluyendo la activación de la inmunidad celular y humoral, procesos de apoptosis, degeneración, y disfunción que involucran no sólo a las neuronas, sino también a las células de la glía y la microcirculación (Zhu et. al., 2004; Ma et. al. 2004; Huang et. al., 2005). Lo anterior explica las altas tasas de mortalidad y la aparición de lesiones secundarias y complicaciones severas en la mayoría de los casos. A nivel macroscópico, el médico encargado de la autopsia debe considerar los diversos estigmas evidentes en los tejidos (anillo de Fish, golpe de mina de Hoffman, signos de Benassi, Puppe Wekgartner, Shusskannal, Fraenckel, Bonnet y Chavigney) (Vadra, 1997; Aso-Escario, 1999; Mantilla, 2008; Sibón et al., 2009).
De otro lado, los casos reportados en la literatura resultan bastante diversos. Por tanto, en aquellos escenarios infrecuentes de lesión no mortal, es fundamental que el perito realice una exhaustiva evaluación de los antecedentes médicos, los medios diagnósticos implementados e intervenciones realizadas tras el trauma (pruebas de laboratorio, imágenes, medicamentos, procedimientos quirúrgicos, protocolos de rehabilitación, etc.), las características topográficas y clínicas de la lesión, las potenciales complicaciones, así como el estado actual del paciente (examen físico neurológico); de lo contrario, se llegará a conclusiones médico-legales inadecuadas que pudieran entorpecer el esclarecimiento de los hechos y cualquier proceso judicial derivado de los mismos. Tras el peritaje, el profesional podrá determinar las secuelas (carencias, perturbaciones y/o alteraciones) tanto orgánicas, como psíquicas (Palorno et al., 2008; Romero et al., 2001; Aso-Escario, 1999).
En la literatura revisada sobre adultos críticamente heridos, aquellos con compromiso neurológico fueron ocasionalmente excluidos (Richmond, 2006), lo que, aunado a la ausencia de estudios sobre factores predictores de la morbimortaldiad, dificultan la definición de un pronóstico certero. A pesar de ello, las escasas investigaciones que han estudiado este desenlace refieren como variables asociadas con el pronóstico: la trayectoria del proyectil, ubicación de la lesión, hallazgos en el examen físico y en las imágenes diagnósticas, lesiones secundarias severas, puntajes en escalas de severidad (GCS, GOS, ISS, APACHE II), presión intracraneal, tiempo a la intervención quirúrgica y el requerimiento de ventilación mecánica (Parrado et. al., 2017, American Association of Neurological Surgery, 2011; Santín-Amo et al., 2010; Guzmán et. al., 2008).
En conclusión, en este artículo se realizó una revisión de la literatura sobre TCE por HPAF, abarcando aspectos históricos, conceptos aplicados de balística, cinemática del trauma, mecanismos fisiopatológicos de la lesión, y hallazgos forenses, que son claves para un adecuado abordaje médico-legal. Aún más, se describen aspectos clínicos y quirúrgicos concernientes a esta entidad, que permiten dimensionar la gravedad de la misma. Lo anterior podrá ser de utilidad para médicos legistas, patólogos forenses, y demás integrantes del personal de salud, involucrados en el manejo de estos casos.