Introducción
Latinoamérica se constituye en la región con más homicidios en el mundo, al alcanzar tasas de 21 homicidios por cada 100.000 habitantes en el rango de 15-17 años; 46 en el rango de 18-19 años y 52 en el de 20-24 años, con una relación promedio de nueve hombres por cada mujer en todas las edades (UNODC, 2019). En la región, además, la mayoría de estos homicidios es producto de violencia interpersonal, no de guerras ni conflictos armados, sino de la violencia cotidiana que tiene lugar principalmente en las ciudades (Terán, 2016). Al buscar factores comunes que permitan comprender esta realidad, Latinoamérica emerge con la mayor concentración de baja escolaridad en quienes se involucran en estas conductas violentas, inequidad social de base, como desempleo y segregación urbana, donde se diferencia claramente la riqueza de la pobreza extrema. Además, el crecimiento del narcotráfico y el crimen organizado contribuyen al aumento de la violencia en la región (OPS, 2003; UNODC, 2019).
Así, podemos observar que la violencia en Latinoamérica no es algo azaroso, se configura como parte de una cultura de conflictos familiares, sociales, económicos y políticos, como una estrategia más para afrontar las necesidades sociales que se originan en el sistema económico y desigual que impera en la región. Esto ha naturalizado la falta de oportunidades en diversos ámbitos, como educación, empleo, salud o cultura, imponiendo un contexto desigual en que los jóvenes deben crecer y buscar oportunidades de desarrollo, y muchos solo las encuentran por medio del ejercicio de la violencia y la vida antisocial (Terán, 2016). Chile no se queda atrás: de un total de 35.082 delitos cometidos por adolescentes imputables y que fueron ingresados a fiscalía en Chile durante el año 2019, al menos 6151 tenían relación con la comisión de conductas violentas, tales como homicidio o lesiones (Ministerio público, 2020); y del total de los delitos del año 2018 en Chile cometidos por adolescentes, 15.667 recibieron algún tipo atención bajo medidas o sanciones acompañadas por el área de Justicia Juvenil del Servicio Nacional de Menores (Sename, 2020), principal agente de control, intervención y reinserción de las conductas violencia en adolescentes chilenos. Los factores asociados a la aparición de conductas violentas en general en Chile son similares a los descritos para el resto de Latinoamérica; sin embargo, a continuación, buscaremos describir aquellos que se relacionan específicamente con la construcción de identidad delictiva y su vinculación a la persistencia en dichas conductas. Para ello se presenta una reflexión a partir de los resultados de una serie de trabajos de investigación con población adolescentes infractora de ley desarrollados en el centro sur de Chile, con abordajes metodológicos cualitativos y cuantitativos. Esta reflexión busca profundizar en la comprensión de los procesos de desadaptación social, su vínculo con la construcción de identidad en la etapa adolescente y los efectos que estos procesos tienen en la persistencia o desistencia del comportamiento desadaptativo.
Acerca del proceso de desadaptación social en jóvenes infractores de ley
Proponemos que la delincuencia constituye una forma de desadaptación social que surge como proceso multidimensional y multica usado, en donde concurren condiciones de vida, características familiares, formas de enfrentar los eventos vitales, actuación de instituciones educativas y de control social, y características y acción de los grupos de pares (Chacón, 2014; Tocornal et al., 2014; Valdés & Amador, 2013, Avello et al., 2018).
Un aspecto mediador de este proceso es la identidad psicosocial, que, en el caso de algunos jóvenes infractores de ley, se constituye sobre la base de experiencias comunes y representaciones sociales particulares. Proponemos, además, que no todos los adolescentes que infringen la ley de modo persistente construyen una identidad delictiva, puesto que habría un conjunto de variables que definen trayectorias de otra naturaleza, en cuyo caso pesan con mayor fuerza las variables psicológicas en el mantenimiento de la conducta delictiva (Pérez-Luco et al., 2014).
Para contextualizar el tema abordado expondremos algunos antecedentes acerca de la delincuencia juvenil en el contexto del proceso de desadaptación social, el rol de las representaciones sociales y la construcción de identidad. Así mismo, señalaremos algunos elementos del modelo multidimensional de intervención diferenciada con adolescentes (MMIDA) (Pérez-Luco et al., 2014), que nos alertan acerca de la necesidad de diferenciar entre los adolescentes que realizan infracciones a la ley. Finalmente, se abordan aquellos hallazgos destacados en la investigación acerca del desistimiento delictivo, que ponen el acento en aquellos aspectos de la identidad que deben ser atendidos en un proceso de intervención efectiva para la disminución del comportamiento delictivo.
Delincuencia juvenil
Existe consenso en que la delincuencia durante la adolescencia se asocia en gran medida a las características de esta etapa evolutiva, pues en este periodo hay mayor vulnerabilidad para presentar comportamiento de riesgo y eventualmente cometer delitos (Pérez-Luco et al., 2012; Quintana & Villagra, 2014; Salazar et al., 2011; Muñoz et al., 2017). Estos comportamientos son en su gran mayoría transitorios, por lo cual es necesario diferenciarlos de comportamientos persistentes en los adolescentes que cometen delitos.
En cuanto a los hechos delictuales protagonizados por jóvenes, la preocupación nacional y la percepción no se corresponden a las cifras oficiales (Fundación Paz Ciudadana, 2014), puesto que la población juvenil no supera el 4% de los delitos totales. La sobreexposición de la delincuencia en los medios de comunicación ha generado una percepción de temor y un sentimiento de inseguridad que refuerzan discursos que apuntan al castigo, a la inhibición y al control social más que a la comprensión y reflexión del fenómeno, y se deja en segundo plano los métodos de rehabilitación y la reinserción social (Fundación Paz Ciudadana, 2015; Fundación Paz Ciudadana, 2010; Quintana & Villagra, 2014).
A pesar de lo anterior, en el caso chileno una preocupación central para quienes se dedican a este tema es la alta tasa de reincidencia delictiva general en adolescentes. Evidencia para las cohortes 2009 a 2012 muestra una tasa del 38% a los 12 meses del egreso de la sanción, que aumenta al 54% cuando se extiende el seguimiento a 24 meses. Por otro lado, los jóvenes multi-reincidentes (con cuatro o más nuevas condenas a los 24 meses) representan entre el 20% y el 25% (Sename, 2015). Análisis realizados en conjunto por Fundación Paz Ciudadana y Carabineros de Chile establecen que el 10% de los jóvenes aprehendidos por infracción de ley era responsable de más del 30% de los hechos (Blanco & Varela, 2011). Estos datos apoyan la existencia de un grupo reducido de adolescentes que infringen la ley y que muestran un comportamiento delictivo altamente complejo.
Los delitos más frecuentes entre jóvenes son los denominados “contra la propiedad”, que representan el 34,22% de todas las causas ingresadas a fiscalía, y el mayor porcentaje de ellos son los hurtos, con el 12,24% del total (Ministerio Público, 2020). Ahora bien: el nivel de complejidad que puede presentar este grupo varía significativamente.
Factores de riesgo que influyen en las trayectorias delictivas
Nos detendremos a continuación a analizar qué factores inciden en la constitución de trayectorias delictivas que se configuran como procesos de larga data. Éstas, de acuerdo con la literatura, comienzan en la infancia, y adquieren con los años características particulares pudiendo llegar a consolidar un estilo de vida delictivo. Si bien algunas de estas trayectorias pueden sufrir modificaciones en la adolescencia en dirección a una integración social armoniosa, en otros casos se intensifican hasta consolidar un estilo de vida marginal y criminal, que persistirá durante la vida adulta (Bosick et al., 2015; Fréchette & Le Blanc, 1998; Moffitt, 2018; Pérez-Luco et al., 2012). A la base de estas trayectorias pueden identificarse factores de riesgo del entorno social y familiar, y también características individuales (Andrews et al., 2011; Bosick et al., 2015; Dionne & Zambrano, 2008; Morizot, 2015); en los factores del entorno aparece la pobreza, que, si bien posee una influencia relevante en la delincuencia, no tiene una relación simple y directa, como lo argumentaremos en este artículo.
En el plano familiar pueden ser referidas, entre otros aspectos, la pobreza en las relaciones de apego con el hijo, supervisión parental deficiente, disciplina inconsistente, así como la presencia en alguno o en ambos padres de problemas de salud mental o consumo de alcohol o drogas (Herrera et al., 2013). A nivel individual se han identificado como factores de riesgo durante la infancia un temperamento difícil, conductas agresivas crónicas, hiperactividad e impulsividad (Herrera et al., 2013; Moffitt, 2018; Morizot, 2015).
En el plano comunitario se refieren los contextos que facilitan el comportamiento delictivo como disponibilidad de armas y droga, altos niveles de violencia, baja cohesión social, entre otros (Herrera et al., 2013; Zambrano et al., 2012).
Si bien ciertos que niños o niñas pueden presentar características o vulnerabilidades personales, cabe destacar que éstas pueden verse amplificadas por las respuestas inadecuadas de los entornos sociales en que se desarrollan. En un contexto comunitario con una convivencia caracterizada por presencia de variables criminógenas y con una actuación institucional deficiente, veremos potenciado un funcionamiento que dificultará la adaptación prosocial (Zambrano et al., 2014).
Se ha determinado que la precocidad de los primeros delitos es un indicador clave en la previsión de delincuencia grave en la adolescencia; ello junto a resultados académicos débiles, abandono escolar, supervisión parental pobre, asociación con pares delincuentes, consumo abusivo de drogas y alcohol, y ausencia de ocupaciones prosociales para organizar el tiempo libre y valoración del estilo de vida delictual, son factores que contribuyen a aumentar y agravar la actividad delictual en la adolescencia e incluso a su persistencia en la edad adulta (Andrews et al., 2011; Herrera et al., 2013; Pérez-Luco, et al., 2012). Estos factores de riesgo consolidarán la trayectoria delictiva en el adolescente, y más intensamente si se completa con un proceso de construcción de identidad personal delictual.
Surgimiento de la delincuencia en contextos de pobreza
Las condiciones de vida precarias en lo material y afectivo constituyen un obstáculo para el desarrollo infantil, y pueden en ciertas condiciones dificultar el aprendizaje oportuno de normas sociales convencionales, habilidades y competencias que permitan una integración social adecuada, usando la noción de “adecuado” para referir los estándares establecidos como deseables para la convivencia social (Dionne & Altamirano, 2012). Estos vacíos tienen implicancias en la construcción de identidad, ya que el niño, al tener dificultades para presentar las conductas esperadas para su edad y para interactuar apropiadamente con los otros, experimentará la tensión de no responder a las expectativas sociales.
Así, el niño vivencia dificultades para responder a las demandas sociales por no contar con las competencias y habilidades requeridas, especialmente en el ámbito de la educación formal, exponiéndose a la crítica y el rechazo, que derivan en sentimientos de minusvalía, inadecuación o fracaso (Dionne & Zambrano, 2008).
En esta perspectiva, se puede sostener que la pobreza material se transforma en vivencias, relaciones y experiencias tempranas de carencia que van estructurando en los niños y jóvenes que crecen allí una dinámica psicológica particular. Este proceso se inicia en la niñez temprana y continúa en las siguientes etapas de vida, generando adaptación a un contexto que no provee condiciones saludables para el desarrollo, lo que produce que algunos niños se inadapten socialmente para cumplir su tarea evolutiva (Zambrano & Pérez-Luco, 2004; Pérez-Luco, et al., 2014).
Para un grupo importante de estos niños el colegio no constituye una experiencia gratificante en la medida que en él se exigen competencias y habilidades que no han logrado desarrollar. Ello sumado a la calidad del clima social de los entornos educativos (LeBlanc et al., 2008), que en el caso de niños y adolescentes que viven en entornos de vida adversos puede favorecer el desenganche o la deserción escolar (Muñoz et al., 2017). Con el grupo de pares, en tanto, se enfrentan a las exigencias de exhibir una serie de comportamientos que demuestren su valentía, agresividad, lealtad, etc., para ser aceptados como parte del grupo (Scandroglio & López, 2013). En el intento de “proteger”, “resocializar” o “readaptar”, actúan diversas instituciones sociales, lo cual para un alto número de jóvenes resulta una experiencia que refuerza una identidad personal de “problemático”, “infractor” e incluso “delincuente” (Pérez-Luco et al., 2006; Sepúlveda, 2011, Zambrano et al., 2014).
Desde esta perspectiva, suponemos que en la niñez y posteriormente en la adolescencia los sujetos, al compartir ciertas condiciones de vida, determinadas experiencias vitales y ciertas normativas sociales, construirían representaciones particulares del mundo, de sí mismos y de la sociedad; la recurrencia de determinadas representaciones sociales ayudaría a constituir su identidad personal y social. Proponemos que en el caso de algunos jóvenes que comparten las circunstancias y relaciones descritas construirían cierto tipo de representaciones sociales que configura- rían una identidad psicosocial delictiva, que presenta diferencias con aquellas que manifiestan otros jóvenes que no llegan a presentar problemas con la justicia.
Las representaciones sociales y su aporte a la construcción de identidad
Actualmente muchos investigadores, desde diferentes posiciones teóricas, comparten la idea de que los seres humanos disponemos de ciertos esquemas que podemos denominar modelos mentales, representaciones, teorías implícitas, teorías ingenuas, sistemas de creencias, entre otros, a partir de los cuales realizamos nuestras acciones e interpretamos la realidad (Castro, 2013; Groome, 2013; Ríos et al., 2014, Andrade et al., 2018).
Conceptualmente, representación social se refiere a la “actividad mental que despliegan los individuos y grupos con el fin de fijar su posición en relación con situaciones, acontecimientos, objetos y comunicaciones que les conciernen de la vida cotidiana, y que se encuentran a la base de la construcción de una realidad social de orden consensual” (Jodelet, 1993, p. 473). Son, además, teorías basadas en el sentido común, que buscan describir, clasificar y explicar. A diferencia del conocimiento generado a partir de la ciencia, las representaciones rápidamente traducen explicaciones acerca de los eventos de la vida cotidiana; estas explicaciones se arraigan fuertemente al minuto de contactarse con la realidad social (Rateau & Lo Monaco, 2013) y participan en la construcción de nuestra realidad dando sentido a los elementos que emanan de diversas fuentes (medios de comunicación masivos, conversación o encuentros con otras personas) que están en continuo movimiento social y cambio, transformando lo nuevo en habitual.
Proponemos que la conducta delictiva llevada a cabo por jóvenes debiera relacionarse con representaciones sociales particulares, influidas por un contexto específico, cuyos rasgos predominantes son la pobreza, familias con múltiples dificultades y un ambiente criminógeno; pero fundamentalmente construidas de un modo activo por el joven. Por otro lado, si consideramos que en la adolescencia se produce un cuestionamiento y redefinición de lo adquirido y construido previamente (especialmente las pautas familiares, sociales y culturales), se puede sostener que este es un momento definitorio especialmente crítico para desafiar en los jóvenes las representaciones sociales ligadas a la delincuencia.
Construcción de identidad
Las ideas que los individuos tienen acerca de sí mismos y de su medio social, aspectos centrales de la construcción de identidad, determinan en gran medida su conducta social. Es así que delimitar el tipo de representaciones sociales que subyacen a la construcción de la identidad delictiva permitiría comprender aquellos aspectos simbólicos que conectan y ubican a un individuo como delincuente en el espacio personal y social.
Identidad es la imagen y el concepto que tenemos de nosotros mismos. Cada persona tiene una imagen consciente o inconsciente de sí mismo que va formando a lo largo de la propia historia vital. Si bien cada persona va construyendo esa imagen de sí, este proceso no ocurre en solitario, es una tarea que efectúa junto a otros, la familia, el grupo, la comunidad e incluso con base en imágenes provistas por los medios de comunicación de masas acerca de su grupo social de pertenencia (Delalbre, 2012; Vera & Valenzuela, 2012). En consecuencia, se puede sostener que la construcción de identidad es un proceso ecológico en tanto se desarrolla en interacción con diversos espacios sociales.
La construcción de identidad cobra mayor relevancia en la adolescencia, es el principal desafío evolutivo de la etapa (Eddy, 2014). El proceso de individuación es básico en la formación de la identidad; en la medida en que avanzan en su desarrollo, los adolescentes deben lograr separarse del grupo familiar, transfiriendo parte de sus afectos al grupo de amigos y pareja.
Entenderemos por identidad delictiva al sentido de sí mismo, conformado con base en valores que le alejan del orden social establecido en la cultura global, pero que comparte con su grupo social de referencia, validando y promoviendo pautas sociales que les sitúan en una condición de contracultura (Zambrano & Pérez-Luco, 2004).
En el caso de los jóvenes con identidad delictiva pertenecientes al estrato social bajo, se vinculan a una contracultura habitualmente organizada y con cierto nivel de complejidad en las relaciones sociales, caracterizada por valores que buscan una redistribución individual y o grupal violenta de los bienes que se concentran en las clases dominantes. De tal modo, se valoriza lo propio y se asume como negativo lo que existe en el resto de la sociedad, especialmente de aquellos que tienen más recursos (Pérez-Luco, et al., 2012; Zambrano & Pérez-Luco, 2004).
Con base en lo expuesto, sostenemos que los jóvenes que presentan conductas delictivas comparten representaciones sociales que les proporcionarían identidad. En el interior del grupo familiar se constituirían las primeras representaciones sociales, aspecto relevante para el surgimiento de la identidad delictiva, que se vería confirmada a través de los grupos de pares y posterior o paralelamente por las instituciones de control social (Zambrano & Pérez-Luco, 2004).
Al analizar los procesos de desistimiento de adultos que han mantenido un comportamiento delictivo persistente, es posible apreciar el rol central de la redefinición identitaria. La evidencia empírica sostiene que el desistimiento sería el resultado de un cambio en la identidad, siendo ésta el principal factor que repercute en la toma de decisiones y preferencias de la persona. La teoría de la identidad se enfoca en el individuo y le otorga la intencionalidad de cambio hacia lo convencional, lo cual se daría mediante transformaciones individuales y se extendería hacia el cambio de vínculos sociales, obtención de trabajo y vocaciones; que a su vez serían reforzadores de una nueva identidad. Cualquier otro tipo de cambio que no la aborde no tendría efectos perdurables en el comportamiento (Bushway & Paternoster, 2013; 2014; Giordano et al., 2002; Rocque et al., 2016).
A continuación, se presentan los principales resultados de una serie de estudios desarrollados desde fines de los años noventa en adelante, poniendo acento en las reflexiones que surgen a partir de este conjunto de trabajos.
Estudios en torno a los procesos de construcción de identidad delictiva en contextos de pobreza (1998-2002)
En este primer ciclo de investigaciones se destacan cuatro estudios cualitativos que emplean un diseño de análisis de casos, y como técnica de producción de datos la entrevista en profundidad en el formato de entrevista clínica piagetana. Estos estudios se realizan en la ciudad de Temuco, en la región de La Araucanía (zona sur de Chile), entre los años 1998 y 2002.
El diseño de casos se diseñó de modo de comparar dos grupos, pareados cautelando características estables en los participantes de ambos grupos, salvo en la dimensión en estudio (compromiso delictivo o problemas conductuales) en la que cada grupo presenta un valor distinto (presencia o ausencia).
La entrevista piagetana (Piaget, 1978) es una modalidad de entrevista que permite poner en práctica las teorías implícitas de los sujetos acerca de los tópicos en estudio confrontado, focalizando y profundizando aspectos relevantes. La técnica, en términos muy generales, consiste en conversar con el entrevistado en torno de ciertos tópicos previamente definidos, intentando seguir sus respuestas de manera de rescatar al máximo los elementos relacionados con sus representaciones sociales. Luego la entrevista se conduce paulatinamente hacia aquellas zonas definidas como críticas (qué haría si le roban a él, por qué hay familias pobres que no delinquen, etc.). Durante la realización de la entrevista, el investigador se plantea problemas, hace hipótesis, hace variar condiciones que entran en juego en las respuestas, y finalmente intenta contrastar cada una de sus hipótesis con las reacciones provocadas por la conversación.
Todos estos estudios realizaron análisis de contenido construyendo categorías emergentes que luego fueron organizadas en categorías más integradoras.
Los cuatro estudios realizados fueron:
Pobreza y delincuencia: el aporte de la identidad familiar (Zambrano, 1998). Mediante muestreo intencionado, se entrevistó a cinco jóvenes recluidos en distintos centros penitenciarios de La Araucanía y a sus respectivas madres; y a otros cinco jóvenes y sus madres, similares en todo, salvo en que no presentan compromiso delictivo.
Representaciones sociales constitutivas de identidad psicosocial en jóvenes urbano-marginales: un estudio descriptivo comparativo con jóvenes que no delinquen (González, et al., 2002). Siguiendo el mismo procedimiento anterior, se entrevistó a jóvenes, diez recluidos en La Araucanía y diez sin compro- miso delictivo, todos de nivel socioeconómico bajo.
Construcción de identidad psicosocial en niños entre 8 y 12 años, de nivel socioeconómico bajo: un estudio descriptivo en la ciudad de Temuco (Rivas, et al., 2000). Se entrevistó a catorce niños de procedencia urbana, con problemas de conducta y sin ellos, que asistían a dos Centros de Atención Diurna (CAD) de la ciudad de Temuco (modalidad de intervención preventiva).
Estudio exploratorio en jóvenes urbano-marginales de la ciudad de Temuco con compromiso delictivo y sus hermanos sin compromiso delictivo: una mirada desde la resiliencia (Ballesteros et al., 2001). Se entrevistó a cinco parejas de hermanos de nivel socioeconómico bajo, donde uno de ellos presentaba delitos y el otro no.
A continuación, se revisan los principales hallazgos de las investigaciones cualitativas, siendo abordados a través de las categorías: sí mismo, delincuencia, familia e instituciones, de modo de distinguir aquellos aspectos comunes y diferenciales en los sujetos de estudio.
Sí mismo
Es de destacar que los niños atendidos en CAD no presentan problemas de conducta, que la imagen de sí se define básicamente por rasgos visibles (rendimiento, habilidades físicas, entre otros) con tendencia a incorporar una autovaloración negativa, en tanto el grupo con problemas de conducta también se define con base en aspectos objetivos y visibles, pero incorpora rasgos subjetivos (psicológicos y de personalidad). Esto implica en el primer grupo una construcción de identidad fundada en elementos más inestables, dado que los rasgos objetivos y superficiales son sensibles a modificaciones o incidencia externa; en tanto la segunda muestra una construcción de identidad más profundamente asentada (Rivas et al., 2000).
Lo anterior es consistente con el estudio que compara jóvenes infractores de ley con jóvenes sin antecedentes delictivos (Zambrano, 1998); que reporta para los infractores una representación de sí basada en rasgos más superficiales, centrados en características referidas por otros y con mayores dificultades para integrar aspectos positivos y negativos; predomina en ellos una autoevaluación poco realista que destaca esencialmente aspectos de connotación positiva, y presentan dificultades para incorporar una visión más crítica de sí.
Los estudios de Zambrano (1998) y Ballesteros et al., (2001) coinciden en que la construcción de identidad de los jóvenes con compromiso delictivo se caracteriza por una autoimagen negativa y predominio de sentimientos de insatisfacción afectiva. Cuando se compara hermanos con y sin compromiso delictivo, estudiando la resiliencia, destacan algunos mediadores experienciales que establecen diferencias relevantes para la construcción de identidad. Las carencias afectivas características de la vida familiar de estos jóvenes les exponen a vivir con mayor intensidad la violencia y otras circunstancias traumáticas, lo cual se agudiza al no aparecer un soporte psicosocial afectivo capaz de suplir tales carencias. Empero, la presencia de figuras sustitutas con las que establecer un vínculo estable y seguro, reportadas por los hermanos sin compromiso delictivo, favorece una valoración positiva de sí mismo y la experiencia de que la adversidad puede ser afrontada activamente y con resultados favorables. Se infiere que las características positivas de este vínculo y el sentimiento de haber sido querido y aceptado facilita la adopción de normas y valores adaptativos que transmiten las figuras sustitutas. Se puede hipotetizar que la calidad de los vínculos actuó como factor de riesgo para el grupo con compromiso delictual y protector para sus hermanos (Ballesteros et al., 2001).
Así, las experiencias tempranas, inciden en la construcción de una identidad psicosocial negativa o poco realista en los jóvenes infractores. Aquí desempeñan un papel central la ausencia de figuras adultas sustitutas significativas y la forma de interpretar los eventos. En contraste, los jóvenes sin compromiso delictual muestran capacidad para distanciarse de las situaciones generadoras de daño, avaluándolas en perspectiva. Ello se ve favorecido por la presencia de sentimientos positivos hacia los adultos y experiencias de valoración y consideración.
Representación de la delincuencia
La definición y delimitación de la delincuencia depende, según lo constatado en el estudio Pobreza y delincuencia: el aporte de la identidad familiar (Zambrano, 1998), del grado de cercanía que los jóvenes tienen con la experiencia delictiva. Así, los jóvenes del grupo control que han compartido con jóvenes con compromiso delictivo mantienen una actitud de menos rechazo, e incluso de comprensión de la delincuencia y de empatía con quienes viven del robo. Justifican el robo como una forma de hacer dinero fácil, como producto de la falta de oportunidades. Comentan que ellos han robado (algunos sólo una ocasión y otros como una conducta esporádica). Las razones para no robar van desde que han aprendido que es malo, pero fundamentalmente indican temor respecto de ser detenidos, causarle dolor a su familia (especialmente madre), no poder realizar sus planes personales, como también no tener valentía para hacerlo. Esta visión del robo como un acto justificable cuando faltan recursos para sobrevivir ya aparece en los niños a quienes se entrevista, los resultados allí reportan la visión del grupo caso de la conducta de robo como una trasgresión moral y social, pero válida, en el caso de existir carencias económicas (Rivas et al., 2000).
En concordancia con los estudios acerca de la delincuencia en Chile, los jóvenes-casos definen el robo como una actividad legítima en la medida en que permite la redistribución económica (en la perspectiva de la justicia social), ya que se les quitaría a los “ricos” lo que les sobra, o lo que pueden reponer con facilidad. Se valora el “delito limpio”, que implica no dañar o enfrentarse a la víctima, concentrándose sólo en extraer una especie sin ser sorprendido. El daño, no deliberado, puede ocurrir en ocasiones cuando la víctima se resiste o se producen circunstancias no planeadas con antelación, y no se asume como una responsabilidad personal sino como un accidente o circunstancia fortuita, es decir, “gajes del oficio” (Rivas et al., 2000).
En el estudio de Zambrano (1998) se puede apreciar que las madres y jóvenes del grupo control refieren una definición más amplia de delincuencia, incluyendo en ella desde el consumo de drogas, el robo y la violación, hasta el asesinato. Predominaría una connotación negativa y de rechazo en las madres, mostrando una necesidad e interés en “proteger” a sus hijos de las situaciones que, como las malas juntas, pueden exponerlos a la comisión de actos ilegales.
Las familias de los jóvenes-casos, si bien concuerdan en que el robo es un delito, en lo que respecta a sus hijos, le bajan el perfil a la situación, resituándola como una actividad menos dañina en relación con la violación y el asesinato, que desde su perspectiva sí serían realmente “delitos” (Zambrano, 1998).
Familia
En el estudio Pobreza y delincuencia: el aporte de la identidad familiar (Zambrano, 1998), las diferencias detectadas entre grupos casos y controles guardan relación básicamente con las pautas de crianza y estilo disciplinario, el grado de concordancia entre el sistema de normas establecidas por la familia y la reacción de ésta ante la trasgresión, el nivel de expresión de afectos, el grado de cohesión interna y la capacidad para diferenciarse de instancias externas y, finalmente, el nivel de control evaluado respecto de la propia injerencia en las circunstancias de vida.
El maltrato físico, como ya lo hemos mencionado, aparece como una pauta privilegiada de crianza, con variaciones en su frecuencia o intensidad, pero con una valoración que tiende a ser positiva en la mayor parte de los entrevistados. Ello en la medida en que se emplea como un medio de control disciplinario y porque se le tiende a percibir como una manifestación de preocupación por el hijo. En este sistema de creencias, el castigo físico no es maltrato, sino un acto justificable o necesario (Zambrano, 1998).
En la generalidad de los jóvenes entrevistados, es la madre quien ejerce el rol central en lo que se refiere a la generación de recursos para la subsistencia y quien tiene que ver con la crianza y satisfacción afectiva. Por su parte, las figuras masculinas aparecen lejanas, distantes, en ocasiones inhabilitadas en su rol. El alcoholismo y el abandono físico y psicológico se asociarían a esta visión negativa o periférica de los padres. Resalta la ausencia o presencia periférica de las figuras paternas, circunstancia que podría estar asociada a dificultades de identificación con la figura masculina, especialmente en el grupo casos (Zambrano, 1998).
De este modo, se aprecia que la mayor parte de las madres cuyos hijos no presentan compromiso delictivo, a diferencia de las madres con hijo con compromiso delictivo casos, logran transmitir una visión de mayor control sobre las circunstancias de vida. Esto se refleja en la presencia de capacidad de contención, supervisión y autoridad sobre los hijos; son capaces, además, de transmitirles un espíritu de superación frente a las circunstancias adversas de la vida y se constituyen en un modelo cercano y concreto. Aparentemente cuando las madres logran, a pesar del estrés permanente en que viven, asumir una actitud resuelta y de mayor activación frente a las circunstancias, sumada a la posibilidad de supervisión y preocupación por el hijo, lograrían mantener por más tiempo a los niños en el hogar, y generar en ellos una actitud de autocuidado y autocontrol. Esto alcanza mayor eficiencia cuando ambos padres están psicológicamente presentes y actúan de un modo coordinado y consistente (Zambrano, 1998).
Las familias que tienen un hijo con compromiso delictivo operan de un modo mucho más rígido, y presentan menor complejidad interna, siendo más erráticos el estilo de crianza y la satisfacción de las necesidades afectivas de los hijos. Coincidentemente, las familias con hijo sin compromiso delictivo se encontrarían, ya por eventos internos o por circunstancias externas, con menor capacidad de contención y control de sus integrantes (madre trabajando, padre hospitalizado, madre detenida, fuerte conflictiva interna, entre otros). Esto, sumado a las características anteriormente referidas y a la presencia de un ambiente familiar proclive a pautas de conductas antisociales (por ejemplo, la presencia de familiares con antecedentes delictivos), impediría que los padres (o la madre) tengan éxito en el control de los primeros problemas de conducta (Zambrano, 1998). Una diferencia significativa entre los jóvenes con compromiso delictivo y sin él es el tránsito de los primeros por diversas instituciones de control social, aspecto que se confirma en las investigaciones de González et al., (2002) y Ballesteros et al., (2001). En varias de las familias estudiadas se aprecia una excesiva permeabilidad a la influencia ejercida por las instituciones, situación que termina por invalidar el sistema parental y a la familia como globalidad, generando así indiferenciación de los límites familiares, con lo que se afecta su integridad y por tanto su sentido de identidad.
Pareciera que, en los casos estudiados, esta concurrencia de instituciones que “intentan” ayudar al niño y la familia tiene algunos efectos iatrogénicos, pues refuerza la inhabilidad de la madre y el padre para ejercer control sobre su hijo, al mismo tiempo que refuerza en el hijo el sí mismo “malo” o como “violador de normas” a través del rótulo o estigma que deviene al ser atendido en instituciones que para ellos y a ojos de la comunidad trabajan con “delincuentes”. Aparentemente, en las familias con hijo con compromiso delictivo parte de la extensión de los límites familiares se produce también con la “calle”, haciéndose cada vez más permeables a los problemas que presenta el hijo, quien se constituye en el primer puente que articula con el mundo externo, desestabilizando aún más el inestable y rígido sistema familiar. En contrapartida, las familias cuyo hijo no tiene compromiso delictivo logran mantener cohesión interna a pesar de los conflictos o presiones que viven. De modo paradójico, la forma de fortalecerse internamente radica en no vincularse con las redes externas sino en lo estrictamente necesario. Esto aparentemente mantendría a la familia más fuertemente cohesionada y con mayor sentido de identidad, y en la medida que han podido resolver sus problemas solos se ha reforzado de algún modo una mayor sensación de dominio o control sobre sus circunstancias (Zambrano, 1998).
Las familias con hijo con compromiso delictivo, ya más vulnerables por el enfrentamiento menos activo a los eventos cotidianos, y luego más expuestos al mundo externo al estar en permanente contacto con las instituciones, mantienen una actitud más pasiva frente a la relación de ayuda, no se vinculan o contactan activamente con el mundo externo, más bien aparecen invadidas por éste, a través de las instituciones y los organismos de ayuda (Zambrano, 1998).
En estas familias tiende a darse una fuerte alianza entre la madre u otra figura materna y el joven con compromiso delictivo, relación que no está exenta de tensiones, pues si bien la madre establece habitualmente un lazo afectivo significativo con su hijo, éste se ve acompañado de falta de firmeza a nivel disciplinario. En cuanto a la relación con el padre, ésta, si existe, es muy débil o se encuentra fuertemente dañada, ya sea por ausencia o incapacidad, lo cual en ambos casos significa descalificación y carencia de un modelo masculino positivo significativo que organice y dé sentido a una conducta socialmente adaptada (Zambrano, 1998).
En las familias con hijos sin compromiso delictivo habitualmente las madres logran entregar afecto, pero al mismo tiempo orientación y límites a sus hijos. A menudo los padres o parejas están también ausentes física o psicológicamente, pero la relación madre e hijos suele ser lo suficientemente resistente como para protegerse mutuamente (Zambrano, 1998).
Tránsito por instituciones
Como hemos indicado, el tránsito por instituciones de protección y control social aparece como un aspecto distintivo entre los jóvenes de cada grupo estudiado (Zambrano, 1998; Ballesteros, et al., 2001; González, et al., 2002;). Estos resultados van en la línea de estudios recientes que revelan que adolescentes infractores reincidentes muestran historia de tránsito por diversos programas del Servicio Nacional de Menores (Miranda & Zambrano, 2017).
A lo ya referido es necesario agregar la dinámica más subjetiva vivenciada por los jóvenes. En el estudio comparativo que incluye jóvenes infractores de ley y sus hermanos sin compromiso delictivo se destaca que en el grupo de hermanos con compromiso delictivo el rechazo inicialmente experimentado en la familia incide en la dificultad para incorporar normas sociales, que al no estar presentes al ingreso al mundo escolar y luego en su estadía en distintas instituciones constituyen una nueva fuente de rechazo hacia los educadores y otras figuras de autoridad. Para estos jóvenes el proceso escolar derivó en fracaso y deserción temprana. Destaca en su relato la casi ausencia de figuras significativas en estos espacios; así, la experiencia en instituciones es coherente con la experiencia de rechazo familiar inicial, lo cual se constituye en el núcleo de una identidad estigmatizada.
Esta desvinculación implica no sentirse integrado, no estar vivencialmente implicado en el mundo que les rodea (personas, situaciones, entre otros). Aun cuando el joven elabora con frecuencia mecanismos de justificación de su comportamiento desadaptado, no suele mantener vinculaciones estrechas con ningún entorno, e incluso su vínculo con los “compañeros” resulta ser más circunstancial y utilitario que de implicancia afectiva.
Luego de la deserción escolar, el preadolescente comienza a vagar, involucrándose con grupos de pares con características contraculturales. En la calle se inician en la escalada delictiva, junto a institucionalización en distintos programas que colaboran en la consolidación de la identidad delictiva, pues para ellos las instituciones presentan mayor capacidad de acogida en la medida en que responden a algunas de sus necesidades y motivaciones y en ocasiones satisfacen necesidades afectivas, siendo los únicos espacios en que aparecen adultos capaces de ofrecerles una vinculación positiva.
Grupo de pares
Para el grupo de hermanos sin compromiso delictivo el grupo de pares se constituye en un soporte afectivo; en cambio, para el grupo de jóvenes con compromiso delictivo, en los distintos estudios, es un espacio sustituto de carencias familiares, socializador de tipo contracultural, y refuerzo de la sensación de sentido de control sobre el medio. En contraste, los jóvenes sin compromiso delictivo durante la adolescencia fueron selectivos al relacionarse con sus pares, escogiendo grupos sin identidad contracultural (Ballesteros et al., 2001). Esto se asocia con los valores incorporados, el estilo de afrontamiento más activo en la toma de decisiones, la tendencia a evitar situaciones generadoras de daño y la búsqueda de relaciones gratificantes dentro de un contexto socialmente aceptable.
La necesidad de diferenciar trayectorias delictivas (2010-2013)
Entre los años 2010 y 2013 se desarrolló un estudio cuyo propósito fue generar un modelo de intervención especializado y diferenciado para atender a adolescentes infractores de ley (Pérez-Luco et al., 2014). Al ser un estudio más amplio, en este artículo se hará referencia a resultados obtenidos en una muestra de 330 adolescentes hombres que presentaban delincuencia de tipo persistente, esto definido a partir de la presencia de los siguientes indicadores: inicio precoz del comportamiento delictivo (menor o igual a 13 años), 13 o más delitos auto-reportados, tres o más delitos oficiales o judicializados y agravamiento delictivo (Pérez-Luco et al., 2017). Al momento de la recogida de datos, estos adolescentes eran atendidos en programas de cumplimiento de sanciones penales en cuatro regiones del sur de Chile; a todos ellos se les administró una batería multidimensional de evaluación que incluyó variables de personalidad, redes focales, factores de riesgo criminógenos y recursos para la intervención, entre otras dimensiones (Alarcón et al., 2014). La información fue analizada mediante un análisis factorial de tipo diplop, del cual emergieron cinco grandes conglomerados entre los jóvenes persistentes en lo delictivo. Se analiza la información de los jóvenes de cada conglomerado en detalle y se observan trayectorias delictivas diferenciadas a partir de sus estilos de funcionamiento psicológico, riesgos criminogénicos y necesidades de intervención (Alarcón et al., 2014; Alarcón et al., 2018). En dos de estas cinco trayectorias persistentes en lo delictivo se aprecia que las variables psicológicas están mayormente ajustadas a la población normativa, es decir, las variables personales no serían determinantes en el mantenimiento de la conducta delictiva, teniendo mayor peso las variables contextuales; estas dos formas se han denominado trayectoria normal desviada (TND) y trayectoria transgresora vinculada (TTV). La TND, tal como se ha reportado en otras publicaciones (Pérez-Luco et al. 2014, Zambrano et al., 2014), mostró un volumen delictivo mucho menor que las otras cuatro trayectorias persistentes (promedio de 62 delitos auto reportados), pero mayor que los adolescentes con comportamiento delictivo transitorio (comportamiento propio del proceso adolescente, quienes auto-reportan tres delitos en promedio). Aquí se observó que factores de riesgo contextuales, como el desenganche escolar o dificultades en la supervisión parental, son los que estarían influyendo con mayor fuerza en el mantenimiento de la conducta delictiva. Se ha descrito que este grupo se parece más en su estilo de funcionamiento al grupo de adolescentes normativos, por lo que no estarían presentes una construcción de identidad delictiva ni un actuar altamente delictivo (Alarcón et al., 2014; Alarcón et al., 2018; Pérez-Luco et al., 2012).
En cambio, en la TTV sí se observó una marcada tendencia a la transgresión (auto-reporte de 337 delitos en promedio), lo cual los caracteriza como un grupo muy productivo en lo delictivo, similar en cantidad de delitos a las otras tres trayectorias persistentes. Sin embargo, esta tendencia a la transgresión y la mayor rebeldía en términos de funcionamiento psicológico no se vería acompañada de otras variables de personalidad, como el abuso de poder en sus relaciones interpersonales, ni estilos impulsivos, despreciativos o depresivos, aspectos que sí se observan en las otras tres trayectorias persistentes y que influirían de manera relevante en ellas como riesgo en el mantenimiento de la conducta delictiva (Alarcón et al., 2014; Alarcón et al., 2018; Pérez-Luco et al., 2012). Lo llamativo de la TTV, entonces, es que estaríamos ante una agrupación de adolescentes persistentes en lo delictivo, que representan el 29% de la muestra en dicho estudio, con un funcionamiento psicológico ajustado a la norma, excepto por un estilo rebelde, con una marcada productividad delictiva en la que prima la especialización en delitos contra la propiedad. Además, se observa en lo afectivo preocupación por su grupo de referencia, particularmente parejas, hijos, familias y pares, así como la búsqueda de ser reconocido por su entorno. Este grupo realiza tanto conductas prosociales como antisociales, son activos en sus contactos sociales y sus círculos pueden incluir amigos y parejas que no pertenecen al ambiente delictivo, manteniendo lealtades con quienes consideran parte de su grupo de referencia, a diferencia de quienes están fuera y pueden ser foco de sus delitos (Alarcón et al., 2014; Alarcón et al., 2018). Se observó también que la familia suele validar el actuar delictivo del joven, lo cual conlleva una elevada coherencia valórica que da respaldo a su conducta desadaptativa. De forma complementaria, los datos descriptivos de la TTV indicaron que eran el grupo con menores riesgos criminogénicos totales, siendo sus riesgos más característicos la fuerte vinculación a pares con conductas desadaptativas, riesgo escolar y drogadicción, pero además es la trayectoria persistente con mayor cantidad de recursos personales y sociales (Alarcón et al., 2014; Alarcón et al., 2018). Esta trayectoria ha aparecido de forma consistente en tres estudios chilenos con muestra de adolescentes infractores, sin embargo, no se conoce una descripción similar en la literatura internacional (Alarcón, et al., 2005; Alarcón, et al., 2009; Alarcón et al., 2014; Alarcón et al., 2018). Por tanto, observamos en la TTV un grupo de adolescentes en el cual los factores que mantienen el comportamiento antisocial se asocian al contexto, con un fuerte riesgo asociado a los pares antisociales y su alta capacidad y necesidad de vinculación, así como a la presencia de coherencia valórica familiar y social relacionada al actuar antisocial (Alarcón et al., 2014; Alarcón et al., 2018). A partir de esto, podemos hipotetizar que en esta trayectoria lo que mantiene el comportamiento delictivo es la construcción de identidad en sintonía con lo delictivo, sustentada en ideologías que avalan y justifican el delito, adscribiendo a valores propios de esta subcultura que, sumado a suficientes recursos personales incrementan la productividad, efectividad y especialización delictual, reforzando y validando esta identidad en su contexto.
Conclusiones
En el presente artículo se expusieron resultados de un conjunto de estudios que pertenecen a dos generaciones de investigación, que se aproximan al fenómeno de la identidad delictiva desde metodologías distintas, pero complementarias.
Dichos estudios nos permiten sostener, primero, que algunos adolescentes que viven y se desarrollan en condiciones de riesgo psicosocial experimentan procesos de desadaptación que los desvinculan progresivamente de los espacios de socialización convencionales, realizando comportamientos de riesgo y viviendo experiencias gratificantes que contravienen lo socialmente esperado, lo cual es justificado y validado por la propia experiencia; con esto se refuerza y especializa la conducta infractora y se contribuye a la construcción de una identidad delictiva. Así, las experiencias más significativas de esta etapa ocurren en condiciones de riesgo específicas que interactúan con los recursos personales y contextuales de que disponen los jóvenes, favoreciendo que el proceso de individuación se dote de significados propios de una contracultura delictual, configurando un modo particular de sí mismo y de mundo al que llamamos identidad delictiva.
De la segunda generación de estudios, centrada en la observación de adolescentes que desarrollan trayectorias delictivas persistentes, concluimos que pese a compartir una alta productividad de delitos, no todos construyen una identidad delictiva, por tanto, es necesario atender a los complejos procesos psicosociales que derivan en que en algunos jóvenes que presentan conducta antisocial ésta se vincule fuertemente a la presencia de dimensiones psicológicas articuladoras de su conducta, mientras que en otros jóvenes las mismas conductas se aprecian mayormente influidas por la visión cultural compartida (Alarcón et al., 2014; Alarcón et al., 2018). Ante esto, el hallazgo del modelo multidimensional de intervención diferenciada con adolescentes (MMIDA) de la trayectoria transgresora vinculada o TTV en la que priman los factores de riesgo contextuales junto al desarrollo de una identidad delictiva como riesgos favorecedores del comportamiento antisocial, es coherentes con el perfil descrito por medio de los estudios cualitativos previos.
Emerge así la importancia de establecer diferenciaciones dentro de la población infractora adolescente, pues la evidencia acumulada nos muestra que no hay una sola “forma” de desarrollar comportamientos delictivos persistentes, y que no todos los adolescentes infractores de ley presentarán una construcción de identidad delictiva; sin embargo, un número importante de ellos sí, y sin duda que una mirada ecológica del fenómeno se hace particularmente relevante en estos casos (Fréchette & Le Blanc, 1998; Moffitt, 2018; Pérez-Luco et al., 2014; Avello, et al., 2018).
Con todo, pareciera que ciertos contextos culturales favorecen que la delincuencia y los valores que ella conlleva sean entendidos como formas legítimas, e incluso como una profesión, a través de la cual es posible obtener recursos válidos, aunque sea por medios que el resto de la sociedad considera ilícitos. Si bien para la TTV no tenemos información relativa a los procesos previos de desarrollo familiar ni personal (infancia), sí conocemos que en la actualidad existe una amplia aceptación por parte de las familias de la conducta delictiva de los jóvenes, lo cual se relaciona con hallazgos de los estudios previos en relación con la inconsistencia y falta de normas claras que propicia un desarrollo de normas incongruentes con las metas sociales imperantes. Además, se observa en este grupo la búsqueda de referentes externos a la familia, con una especial vinculación a pares antisociales y una alta valoración por el Endo grupo, con quienes no desaparece la presencia de conductas prosociales, dirigiendo las actividades antisociales hacia quienes considera parte del exogrupo.
Las experiencias tempranas de maltrato, negligencia o abuso sexual, siendo factores importantes y de alta prevalencia, no determinan por sí solas la posterior aparición de una identidad delictiva, compromiso delictual o trasgresión a las leyes. Resultan factores de mayor peso explicativo el estilo de afrontamiento (a nivel conductual y de construcción de significados) del joven asociado a la presencia de figuras significativas que suplan roles que en la familia no logran cumplirse apropiadamente. Sin embargo, es oportuno señalar que estas experiencias se constituyen en factores de riesgo en la medida en que sientan las bases de una frágil construcción de identidad y escasa vinculación afectiva, la que cual, ha sido indicado insistentemente desde la literatura, es fundamental para que los niños experimenten la sensación de confianza básica, la experiencia de ser atendido y entendido en sus requerimientos, fundamento para el desarrollo de la capacidad empática, la receptividad e incorporación de la normativa social (Morillo & Birkbeck, 2017; Contreras et al., 2018).
En contrapartida, la capacidad de construir una frontera entre el sí mismo y los eventos estresantes (como la violencia o abandono) de manera de mantener cierta indemnidad del yo y la presencia de figuras sustitutas significativas destacan como factores protectores en los niños y jóvenes que se desarrollan en contextos de múltiples carencias. Así la interacción entre la presencia de figuras sustitutas, la oportunidad de su presencia, el estilo de afrontamiento del niño-joven (aprovecha o no el apoyo externo), la intensidad de las demandas externas, son factores cruciales en la construcción de la identidad de los jóvenes sin compromiso delictivo.
A ello se suma la calidad de la respuesta institucional como condicionante de que la construcción de identidad refuerce o no los componentes contraculturales. La escuela según los antecedentes aportados parece también desempeñar un papel importante en la construcción de la identidad psicosocial, especialmente si allí predominan la estigmatización, refuerzo de la identidad negativa y falta de un abordaje individualizado que impida la deserción escolar temprana. Puede constituirse en un factor protector si allí actúan figuras afectivas significativas para los niños que fortalezcan la sensación de valía y competencia personal y la incorporación de normas sociales.
También según lo consignado por todas las investigaciones cualitativas, las Instituciones de protección o control social pueden actuar en dirección de confirmar la identidad delictiva y la identidad psicosocial negativa, especialmente si ellas fallan en entregar figuras de autoridad y vinculación afectiva. Por el contrario, si logran aportar figuras afectivas significativas pueden favorecer la resiliencia.
Aquí hemos complementado los principales resultados de estudios de distinta naturaleza y metodología de aproximación al fenómeno de la delincuencia, desprendiendo un diálogo interesante, que plantea preguntas y desafíos futuros. Los resultados describen una trayectoria ampliamente detectada en nuestro medio, con un fuerte componente cultural en entornos caracterizados por condiciones de vida difíciles; estudios posteriores deben poner el acento en identificar trayectorias diferenciales en los niños y adolescentes implicados en procesos de desadaptación, pues datos de otros lugares del mundo indican que sin esa diferenciación es difícil avanzar en intervenciones efectivas tanto en lo preventivo como en lo reparatorio.
Se hace necesario continuar con estudios de seguimiento, que incorporen variables de contexto y recojan las representaciones sociales de las cinco trayectorias persistentes, además de conocer sus desarrollos personales y familiares, para entender el desarrollo de los procesos de identidad y la manera en que afectan sus decisiones adultas.
Desconocemos si los procesos de construcción de identidad y su vinculación a trayectorias delictivas persistentes se dan de manera similar en mujeres. Los estudios aquí descritos se centran solo en muestras masculinas. Si bien las mujeres representan un número más bajo en la proporción del sistema de justicia juvenil y la comisión de delitos en general, son un grupo de importancia en la intervención especializada, pues son parte sustantiva de los contextos de desarrollo en que se generan los comportamientos delictivos. En el caso de mujeres, creemos relevante observar experiencias de trauma temprano y crónico, y la relación de este tipo de variables en la construcción de identidad delictiva, así como explorar los significados que tiene para ellas el comportamiento delictivo persistente y la exposición a la violencia, así como explorar la importancia de los vínculos en sus procesos de desadaptación.
Los estudios descritos ponen de manifiesto la necesidad de prevención temprana, siendo necesario adecuar la intervención a las características de la población atendida con intervenciones diferenciadas y especializadas, que incorporen como uno de sus ejes la calidad del vínculo de atención. Es fundamental evitar reforzar identidades fijas y generadoras de daño, atendiendo a la diversidad de necesidades, potenciales y dificultades que presentan los diferentes jóvenes. Para ello es imprescindible generar contextos educativos específicos capaces de responder a esas particularidades.
Por último, entendiendo la adolescencia como etapa en que se va configurando el sentido de identidad de forma dinámica, favorecer el desistimiento delictivo es mucho más posible aquí que en edades posteriores, para ello hay que reconocer la variabilidad de factores incidentes en los procesos de desadaptación, reconociendo trayectorias diferenciadas que expresan distintas necesidades y potencialidades en la expresión del comportamiento delictivo y su persistencia. Un desafío para la política pública de atención a la infancia en toda Latinoamérica será crear programas de intervención diferenciada que atiendan las necesidades específicas de los adolescentes que se desarrollan en contextos de riesgo, evitando intervenciones estandarizadas que terminan siendo iatrogénicas al perpetuar la exclusión social y favorecen procesos identitarios desadaptativos.