Introducción
A cuatro años de la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno colombiano y la guerrilla denominada Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército Popular (en adelante FARC-EP), los colombianos, entre ellos los antiguos combatientes, han experimentado sentimientos diversos que fluctúan entre el optimismo por el fin de una guerra que llevaba varias décadas y el escepticismo frente al cumplimiento de lo pactado. Estos primeros años posacuerdo han sido particulares, no solo por lo novedoso de la situación, sino, porque como lo ha afirmado el Instituto Kroc (2018), este es un periodo clave, pues es justo en los primeros 5 años después de la firma de un acuerdo de paz, que se tiene el mayor riesgo de volver a la guerra. Sin desconocer su complejidad (Fernández-Osorio y Pachón, 2019), la esperanza está anclada en la afirmación de que el acuerdo colombiano es innovador, avanzado y ejemplo para otros países en el mundo (Kroc Instituto de Estudios Internacionales de Paz, 2018; Melo, 2016).
El contexto político del país ha sido muy cambiante en estos pocos años de posacuerdo, pasando rápidamente de una narrativa de conflicto, negociación, concertación,posconflicto, justicia transicional,reconciliación, convivencia; a una de violencia, legalidad,autoridad, justicia ordinaria .estabilidad, dando cuenta de un cambio de óptica entre el gobierno de Juan Manuel Santos y del actual presidente Iván Duque (Valencia, Valencia y Banguero, 2019, p. 11). Los indicadores para dar cuenta de la calidad de los avances del cumplimiento de los acuerdos, tales como los niveles de violencia, los cambios políticos, económicos y sociales y los avances en la reconciliación nacional, no son del todo satisfactorios. Si bien los niveles de violencia han caído en forma general, se han recrudecido los asesinatos de líderes sociales y excombatientes (Indepaz, 2020); además se ha intensificado el conflicto en zonas que antes estaban ocupadas por las FARC-EP, donde el Estado no ha logrado tener control territorial, con repuntes en las cifras de desplazamiento en estos lugares en el 2018 (Valencia, Valencia y Banguero, 2019). Para el Instituto Kroc, terminado el segundo año después de la firma, solo una tercera parte de los compromisos se habían cumplido (Kroc Instituto de Estudios Internacionales de Paz, 2018), lo que dista de transformar a fondo las condiciones sociales, políticas y económicas que describió el acuerdo de La Habana.
En el tercer año, solo se avanzó en un 6 %, mucho menos que en los dos años anteriores, debido a la necesaria entrada en una etapa de implementación de medidas de mediano y largo plazo en los territorios más afectados, lo que exige mayor coordinación interinstitucional y despliegue en los territorios locales, tornando más complejas las dinámicas de implementación y poniendo en riesgo tanto los logros alcanzados, como la confianza germinal que pudiera tenerse en el momento (Kroc Instituto de Estudios Internacionales de Paz, 2019). Esta situación se extendió al cuarto año, con procesos en etapa inicial en los territorios, poniendo el acento en la necesidad de una mayor descentralización y soporte a la gestión municipal y departamental. Paradójicamente, la pandemia por covid-19 en el año 2020, más que un reto adicional, reveló y amplificó las necesidades identificadas en el acuerdo sobre los territorios rurales, priorizando la paz territorial como un asunto urgente en el país y afirmando la pertinencia y oportunidad para impulsar la implementación integral de lo acordado (Kroc Instituto de Estudios Internacionales de Paz, 2020).
Teniendo en cuenta el proyecto macro del que se derivan los resultados que se presentarán a continuación, cuyo objetivo fue comprender las subjetividades que han construido durante su trayectoria de vida las personas vinculadas al conflicto armado, como combatientes activos de grupos armados en Colombia, actualmente en proceso de desarme, desmovilización y reintegración (DDR), relacionaremos los hallazgos con la manera como se incorporan dichas subjetividades en las tramas relacionales locales, y la convivencia en el nivel familiar y local.
La investigación sobre el restablecimiento de relaciones después de conflictos violentos ha sido un tema recurrente durante las últimas dos décadas, con ejemplos tempranos que incluyen Sudáfrica, la antigua Yugoslavia, Irlanda del Norte, Bosnia, Croacia o Ruanda (Abu-Nimer, 2001; Bloomfield, 2015; Chayes y Minow, 2003; Lederach, 1997, Stover y Weinstein, 2004), y también Colombia (Fundación Social, 2009; Peralta, 2010; Rettberg y Prieto, 2010; Sánchez, 2012; Theidon y Betancourt, 2006). No obstante, siguen vigentes las preguntas por la coexistencia entre víctimas, excombatientes y comunidades receptoras, sus relacionamientos y las posibilidades para la reconciliación (Prieto, 2012). En ese orden de ideas, este artículo pretende aportar elementos empíricos y analíticos, desde la mirada, necesidades y experiencias de los actores sociales —en este caso los excombatientes y las comunidades receptoras—, quienes muchas veces son dejados de lado por análisis de tipo institucional, que no incorporan estas voces (Nussio, 2013).
El relato etnográfico se deriva del acercamiento a uno de los pocos caseríos autogestionados producto del acuerdo de paz, ubicado en la vereda San José de León, en Mutatá (Antioquia), construido por excombatientes, familiares, vecinos y amigos y con apoyo de instituciones locales, regionales y/o nacionales, producto de su capacidad de negociación.
Para comprender la importancia de esta experiencia, es importante hacer memoria sobre anteriores negociaciones con la guerrilla de las FARC-EP, que iniciaron en 1982 con el gobierno de Belisario Betancur, y que sin duda marcaron un punto de inflexión en lo que respecta al reconocimiento de las organizaciones insurgentes como actores políticos. En primer lugar, a diferencia del actual proceso de paz, en los años ochenta los reinsertados no entregaron sus armas, y los amnistiados de origen rural que volvieron al campo lo hicieron en lugares distintos a aquellos donde formaron parte de las guerrillas. Por otro lado, el mecanismo legal creado desde 1994 para conceder indulto y acceso a programas de reintegración de desertores de las guerrillas, no fue un proceso de desmovilización y desarme colectivo como el actual, con la consecuente restricción en la participación y el desarrollo de proyectos basados en una identidad colectiva (Villarraga, 2008, 2013).
Estas condiciones han hecho que la evidencia empírica de los procesos de reintegración de excombatientes sea aún limitada (Kaplan y Nussio, 2018), y de mucha pertinencia (Nussio, 2013), máxime con un acuerdo de paz al que se sumaron en forma colectiva cerca de 13000 combatientes, con una entrega de armas que según la ONU superó la de otros procesos de desarme, desmovilización y reintegración, y que además contempló la reinserción de excombatientes en territorios rurales cercanos al accionar guerrillero o sus lugares de procedencia.
Sin duda alguna, la novedad en los más recientes acuerdos de paz radica en el ideal de lo colectivo, con un referente territorial, lo que recoge la aspiración de lo planteado por los negociadores de la guerrilla en La Habana, quienes proyectaban formar Ciudadelas de Paz, para la gestión de proyectos colectivos, que congregarían a “excombatientes […], a sus familias y a comunidades campesinas y étnicas de la región, rodeadas de diversos proyectos productivos” (Valencia, Valencia y Banguero, 2019, p. 366), en pos de fortalecer un modelo de reincorporación colectiva, codirigido entre el Gobierno y los excombatientes, con los proyectos productivos como una apuesta de economía solidaria (Ríos, 2017). Según Zambrano, para las FARC-EP la desmovilización colectiva permitiría mantener la fuerza y la disciplina, favorecer la idea de las cooperativas con economías sociales, y fortalecer el trabajo político con interés electoral (Zambrano, 2019).
El relato etnográfico que presentamos sitúa el proceso de reincorporación colectiva en un contexto concreto, donde confluyen intereses y procesos previos, no solo para los excombatientes, sino para todo su entorno. Allí confluyen sus familias, vecinos, antiguos compañeros del grupo armado, pero también los recién llegados a sus familias y los que desde antes vivían en estos territorios, los locales o nativos, como prefieren que se les llame. Comprender este escenario de reconciliación territorial, implica identificar el espacio cotidiano, pero también las relaciones asociadas, bajo la intención de presentar el panorama —en todo caso provisional— de unas relaciones que están construyéndose y reinventándose, en medio del proceso de asentarse y hacer parte de la cotidianidad, de la vida civil, legal y legitimada en la zona; de las apropiaciones individuales y colectivas; de las lógicas y dinámicas espaciales, las distribuciones, los énfasis y las relaciones que se nutren de las memorias (Quispe, 2018); así como de las dinámicas relacionales de la vida guerrillera en proceso de transformación.
Metodología
Se llevó a cabo un proceso de investigación cualitativa, triangulando elementos del método biográfico narrativo y la etnografía. En el primer caso, el proceso metodológico permitió la construcción de relatos de vida bajo la modalidad de relatos de vida cruzados, convergentes en la experiencia alrededor de las trayectorias biográficas y el encuentro entre firmantes de la paz, sus familiares y vecinos locales (Bertaux, 2005; Delory-Momberger, 2015; Pujadas, 2000), considerando que esta ruta permite el acercamiento al estudio de las subjetividades y la construcción de identidades individuales y colectivas, teniendo como soporte el contexto de vida para acceder a la forma en que los aspectos sociales y colectivos emergen en el relato personal (Mallimaci y Giménez, 2006).
Teniendo en cuenta que ningún relato pretende plantearse aquí como verdad —ya que obedece a procesos selectivos que organizan la experiencia por medio de la reafirmación de algunos elementos, el rechazo de otros e incluso el silencio de otros más, todo ello como mecanismo de protección para algunas personas (Da Silva Catela, 2004; Nordstrom, 1997, p. 20-24) que podrían ser altamente sensibles en esta fase de poscuerdo—, se procedió a combinar el enfoque biográfico con el enfoque etnográfico, el cual parte de la idea de estar allí, en el terreno, (Geertz, 1989) y poder acceder a la exploración de las prácticas cotidianas y los significados de estas nuevas experiencias (Restrepo, 2016), que fueron configurando una nueva vida y el encuentro con los nuevos vecinos. Los datos derivados del acercamiento etnográfico fueron registrados en diarios de campo individuales y colectivos, inicialmente grabados y luego transcritos para su análisis. Igualmente se contó con un amplio registro fotográfico.
Articulamos a ambos enfoques estrategias de las prácticas y su correlato en expresiones creativas, específicamente narrativas textiles (Mannay, 2017). Las prácticas narrativas, promovidas por Michael White y David Epston (1990) desde la psicoterapia, suponen que, al tratar de dar sentido a sus vidas, las personas se enfrentan a la tarea de organizar sus experiencias en secuencias a lo largo del tiempo, con el propósito de construir una historia coherente de ellos mismos y del mundo a su alrededor. Los autores proponen que la vida de una persona está compuesta por muchas historias; que no hay una historia única que nos totalice a lo largo de la vida. De tal forma que es posible y necesario visibilizar aquellas que han permanecido ocultas o silenciadas, permitiéndonos reescribir la vida desde las diversas experiencias que nos atraviesan, sin necesidad de anular unas u otras (White y Epston, 1990, p. 13, 16-17). Desde esta perspectiva, los narradores son considerados expertos de sus propias experiencias, las cuales se inscriben en historias y relatos. Incluir estos planteamientos nos permitió ampliar el rango de escucha ante historias silenciosas, o silenciadas, por relatos más dominantes o hegemónicos (Gutiérrez-Peláez, 2017), abriendo un espacio para que los participantes pudieran explorar historias alternativas a las que dominan los discursos públicos (White y Epston, 1990; pp. 28-32).
Finalmente, llevamos todos estos ejercicios narrativos a la creación de textiles, con el fin de plasmar los relatos e historias a través de telas, agujas e hilos (Arias-López, 2017), constituyendo narraciones textiles que hablan de las experiencias de los participantes. Desde el proyecto marco, se había planteado incluir las narrativas textiles como estrategia de producción de datos y como memoria visual-testimonial del proceso, con un alcance pedagógico. Esta intención se articuló al reconocimiento, ya señalado anteriormente, de las limitaciones de la expresión verbal o escrita, para enunciar experiencias personales, donde estrategias alternativas han mostrado ser beneficiosas (Arias-López, Bliesemann y Coral, 2020).
El equipo de investigación estuvo conformado por ocho mujeres de distintas procedencias disciplinares: enfermería, antropología, artes plásticas, ciencias políticas, historia y educación.
Visitamos el caserío entre marzo de 2019 y febrero de 2020, con una periodicidad mensual y una permanencia promedio de 5 a 7 días en cada visita. Durante las estancias, realizamos observación participante a las dinámicas cotidianas del caserío, hicimos aproximadamente 14 talleres de narrativa textil y ejercicios de práctica narrativa colectiva, produciendo cerca de 60 piezas textiles. Realizamos 22 entrevistas abiertas, para la construcción de los relatos cruzados ya mencionados, cuyos participantes se seleccionaron en función de unos criterios de inclusión inicial, circunscritos a la mayoría de edad y la residencia en el caserío, sin importar el sexo, tanto para firmantes del acuerdo de paz como para vecinos y familiares. En el caso de los vecinos locales, se privilegiaron personas con papeles de liderazgo comunitario formal e informal. La muestra se fue conformando a conveniencia, mediante la estrategia de bola de nieve, pero también a partir del conocimiento del campo, producto de la permanencia y estancia del equipo de investigación en terreno.
El corpus de datos cualitativos, textuales y textiles se analizó con el apoyo del software NVivo 12, inicialmente orientado por los atributos de los objetivos específicos de la investigación marco, brindando la posibilidad de incluir temáticas emergentes con base en los datos. En términos generales, se hicieron agrupaciones relacionadas con:
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Subjetividades preferidas desde la voz de los excombatientes y sus experiencias asociadas.
Subjetividades alternas desde la voz de los excombatientes y sus experiencias asociadas.
Subjetividades silenciadas desde la voz de los excombatientes y sus experiencias asociadas.
Percepciones de los excombatientes desde la voz de vecinos y familiares y sus experiencias asociadas.
Subjetividades hegemónicas desde la voz de los excombatientes, desde vecinos y familiares y sus experiencias asociadas.
Relaciones sociales y convivencia en el nivel familiar de los excombatientes.
Relaciones sociales y convivencia al interior del grupo de excombatientes.
Relaciones sociales y convivencia con las comunidades vecinas y las localidades.
Relaciones sociales y convivencia en la subregión y departamento.
El proceso investigativo conservó los resguardos éticos a lo largo de todas sus fases y contó con el aval del Comité de Ética de Investigación de la Facultad de Enfermería de la Universidad de Antioquia, Acta 2017-53. Se diligenciaron consentimientos informados escritos por parte de todos los participantes; los datos fueron anonimizados mediante códigos alfanuméricos, en unos casos, y se mantuvo, en otros, el uso de seudónimos cuando las personas participantes lo prefirieron. Con relación al equipo de investigación, se concertaron protocolos básicos de cuidado y seguridad relacionados con visitas acompañadas y apoyos para la movilización, anuncios previos a los contactos del campo, revisión de condiciones de seguridad previo a las visitas y monitoreo permanente de la movilidad del equipo en campo.
Contexto de la investigación
Como ya se había señalado, en el periodo inicial después de la firma del acuerdo de paz, un objetivo central del Gobierno consistió en incidir sobre las poblaciones y territorios que estuvieron inmersos en el contexto de la guerra, esta labor se implementó con poca presencia institucional, desplegando una serie de inversiones básicas para hacer evidentes los beneficios del proceso (Valencia, Valencia y Banguero, 2019) y lograr recuperar la legitimidad y confianza en el Estado (Torrenegra, 2018). Para ello, el punto 1 del acuerdo, relacionado con la reforma rural integral, se convirtió en un punto angular, así como la propuesta de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (en adelante, PDET), en los 281 municipios priorizados en la etapa de posconflicto en Colombia.
Estos territorios priorizados, coinciden con los sitios dispuestos para el proceso de reincorporación de los excombatientes de las FARC-EP, inicialmente llamados Zonas Veredales Transitorias de Normalización (en adelante, ZVTN) y Puntos Veredales de Normalización (en adelante, PVN), ubicados en 26 lugares del territorio nacional, cuyo funcionamiento terminó en agosto de 2017, para pasar a convertirse desde ese momento en Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación (en adelante, ETCR). De los 26 ETCR iniciales, permanecen a la fecha 24. Así mismo, han emergido otros lugares denominados Nuevos Puntos de Reagrupamiento (en adelante, NPR), luego renombrados como Nuevas Áreas de Reincorporación (en adelante, NAR), correspondientes a lugares donde llegan excombatientes en busca de proyectos colectivos de subsistencia.
En Antioquia, como en otros lugares del país, la ubicación de estos espacios obedeció a la presencia histórica de las FARC-EP en ellos, favoreciendo así la concentración de distintos frentes. En la actualidad en este departamento se encuentran cuatro ETCR a saber: en la vereda Santa Lucia en Ituango, congregando personas procedentes del Frente 18, que en junio de 2020 se desplazaron, en su mayoría, hacia inmediaciones de la vereda San José de León en Mutatá, en el sector de Becuarandó; vereda Llano Grande en Dabeiba, personas procedentes de la Columna Iván Ríos, Frente 5 e integrantes del Bloque Efraín Guzmán; vereda Carrizal en Remedios, personas procedentes del Bloque Magdalena Medio y vereda La Plancha en Anorí, reuniendo miembros del antiguo Frente 36. Igualmente, la Fundación Paz y Reconciliación (Pares) identificó 7 NPR a finales de 2018, en los municipios de Apartadó y Medellín, además de zonas rurales de Mutatá, Urrao, Frontino y Dabeiba (Valencia, Valencia y Banguero, 2019). Lo que convierte a Antioquia en el departamento que concentra el mayor número de personas en proceso de reincorporación. Esta importante concentración no es un asunto del azar, ya que es un departamento cruzado por las lógicas del mercado global, donde el ordenamiento territorial ha estado al servicio de dichas lógicas, con el consecuente despliegue de estrategias de control político, jurídico y militar, legal e ilegal, además de diversas respuestas sociales de resistencia. En este marco han sido emblemáticas las subregiones del Urabá y el oriente antioqueño, donde se han vivido prolongados ciclos de violencias (Zuluaga e Insuasty, 2018).
En este artículo, específicamente, nos referiremos a la vereda San José de León, en Mutatá, que según la denominación institucional corresponde a una NAR. Actualmente este lugar congrega cerca de 50 excombatientes procedentes del Frente 58 y sus familias, quienes inicialmente estaban localizados en el ETCR de El Gallo, en Tierralta, Córdoba, el cual abandonaron en octubre de 2017, debido a los atrasos en la construcción de infraestructura, la dificultad para lograr proyectos productivos en la región y las graves amenazas de seguridad que representaban las denominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) o Clan del Golfo (Valencia, Valencia y Banguero, 2019).
El antiguo Frente 58 emergió en la década de los ochenta del Frente 5, cuya conformación se dio en 1971 en la subregión de Urabá, que ya en ese momento se reconocía por sus importantes riquezas naturales (Verdad Abierta, 2012). En la década de los noventa, el Frente 58 consolidó su presencia en el sur de Córdoba, en Tierra Alta, con presencia en el Parque Nacional de Paramillo, mientras el Frente 5 mantenía presencia activa en la región de Urabá. Entre 1988 y 2018 las acciones del Frente 58 se concentraron en Tierralta, Serranía de Paramillo, Zaiza, Dabeiba e Ituango (Bonilla, 2019).
Para algunos analistas, las FARC-EP consolidaron un importante poder militar, pero perdieron poder político en la zona, ya que para finales del siglo XX e inicios del XXI, el nuevo orden que regulaba la vida cotidiana eran las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) (Bonilla, 2019). Según los comandantes de los frentes activos en la zona, entrevistados por Verdad Abierta, las FARC-EP tenían una importante solidez militar en el Urabá antioqueño, avanzando desde el 2013 en la conformación de la denominada “área Nudo de Paramillo” (Anupa), para articular a los combatientes de los frentes 5, 18 y 58 (Verdad abierta, 2015). En el año 2016, los combatientes de estos frentes se concentraron en las zonas veredales transitorias de normalización (en adelante, ZVTN).
Según Bonilla (2019), con el acuerdo de paz, las FARC-EP han cerrado definitivamente su accionar militar en Urabá y Chocó, sin embargo, tienen un reto grande en su tránsito hacia la vida civil y política, dado su bajo grado de legitimidad entre la población y los riegos para la seguridad de los excombatientes, que en parte dependen de las relaciones y acogimientos del proceso de paz por parte de las Autodefensas Gaitanistas, hoy hegemónicas en Urabá. Estas últimas, también conocidas como “Clan del Golfo” o Urabeños, surgieron en el 2009 tras la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia, siendo su consigna la exportación de cocaína y la captura de diversas rentas en el territorio, más que una práctica contrainsurgente. Hoy su Frente Carlos Vázquez tiene presencia en Apartadó, Carepa, Mutatá y Tierralta.
Resultados
Llegando al caserío
En la carretera de doble calzada que conduce hacia Mutatá, mucho más cerca de Chigorodó, se encuentra el Paraje La Fortuna, nombre que responde a uno de los tantos ríos y fuentes de agua que vienen del Nudo del Paramillo. Allí es posible observar una vía lateral destapada que conduce al caserío, al que se accede a través de transportes informales como mototaxis o chiveros (vehículos tipo Jeep que transportan a los habitantes del caserío y las veredas cercanas hasta Chigorodó durante los fines de semana). La vía de acceso al caserío se abrió en el 2018, cuando se instalaron allí las personas que venían del ETCR El Gallo, en el municipio de Tierralta, Córdoba.
El recorrido se lleva a cabo por una vía destapada y pedregosa de 2 km, luego de los cuales se encuentra una vía amplia pavimentada, tipo placa-huella, que las personas del caserío llevan construyendo desde hace algunos meses, apoyados por un proyecto del municipio de Mutatá. Muchas personas, más hombres que mujeres, están trabajando en la construcción de la vía; midiendo, mezclando materiales, poniendo piedras en pequeños grupos de trabajo. Después de 25 minutos del recorrido se llega al caserío.
Habíamos acordado reunirnos con Rubén, el líder del caserío y antiguo comandante del Frente 58, así que preguntamos por su casa a un joven que nos sugiere que hablemos con los escoltas para saber si el hombre puede atendernos, no sin antes prevenirnos de la existencia de perros bravos a la entrada de una de las casas. Mientras avanzamos hacia el lugar de encuentro, algunas personas nos miran y saludan, mientras otras rehúyen la mirada y evitan el contacto.
Empezamos una larga conversación con Rubén, quien nos cuenta cómo se dio la salida de Gallo hacia este lugar, que previamente conocían y sobre el cual ya habían negociado una oferta de compra, reuniendo los dineros que había recibido cada uno de los excombatientes del Frente 58 que se sumaron a la iniciativa. Dice que desde el 2017 ya se veía venir la debacle de los acuerdos, así que ellos decidieron adelantarse a la difícil situación que hoy atraviesan otros ETCR; incluso a riesgo de ser señalados como disidentes, como efectivamente sucedió (García y Blanquicett, 2017). El viaje no fue fácil, con el apoyo de la Defensoría del Pueblo empacaron en algunos camiones lo que tenían, incluidos los animales, y llegaron a este lugar que no era más que un terreno pedregoso de 20 hectáreas, con un río atravesándolo lateralmente. Los primeros 6 meses fueron los más difíciles, vivieron en carpas de plástico y empezaron a organizarse en comités para ir armando este lugar para vivir que hoy agrupa a 50 familias, aproximadamente 130 personas, entre las que se encuentran algunos niños y niñas, que son sus hijos e hijas, de modo que hasta ahora están conformando sus grupos familiares. Después de año y medio en el lugar, han logrado construir poco más de 50 viviendas, un salón comunal, varios estanques para peces y un galpón para gallinas; han sembrado árboles frutales, algunas huertas familiares, construido pozos sépticos y aún tienen por resolver asuntos como el acueducto veredal, terminar la vía de entrada, prestar la atención en salud mínima en el caserío, además de construir la infraestructura para la escuela y organizar un proyecto ecoturístico. El caserío es la puerta de entrada a tres veredas, habitadas principalmente por indígenas emberá y colonos, a los cuales se les ha facilitado la movilidad con la infraestructura de la vía abierta por las personas del caserío. Los líderes de este caserío hacen parte de las juntas de acción comunal de estos lugares. Rubén es reiterativo en señalar la importancia que tiene ser propietarios de esta tierra, ya que esto posibilita emprender procesos que generen arraigos. Menciona que cuando tomaron la decisión era un momento oportuno, pues aún los excombatientes tenían esperanzas de poder hacer una vida después de los acuerdos.
Tuvimos una larga conversación sobre la importancia de mantener el proyecto colectivo, de conservar los lazos que tenían antes. Afirma Rubén que es clave “aprovechar que aún se conserva la disciplina y la obediencia que ya conocían”, que lo que han hecho lo sabían desde antes, porque hacer vías, puentes, casas y otras obras de infraestructura no es nuevo para ellos, solo que lo aprendieron empíricamente y ahora necesitan apoyo técnico para cualificar lo que están haciendo. Le preguntamos si ellos son un NPR y nos contesta: ni NPR, ni ETCR, mientras nos sigan llamando así siempre seremos estigmatizados, prefiero que nos nombren como un caserío de colombianos que queremos vivir (Diario de campo, marzo 2019).
Los habitantes del caserío y sus vecinos
El caserío de San José de León se encuentra en inmediaciones de la vereda del mismo nombre, ubicado en el corregimiento Bejuquillo en Mutatá, en la región de Urabá, Antioquia, a 230 km de Medellín. Como ya se mencionó, se encuentra en una zona de grandes contrastes, donde sobresalen proyectos agroindustriales en la región bananera de Apartadó, Chigorodó, Carepa y Turbo, en coexistencia con indicadores de pobreza multidimensional muy heterogéneos, cuya incidencia para el caso de Mutatá esta entre 80 y 89.9 % (Departamento Administrativo Nacional de Estadística, 2005). Los asentamientos de la vereda siguen patrones dispersos de poblamiento, excepto el caserío, único que tiene una organización concentrada.
De las 150 personas que habitaban el caserío, durante el desarrollo de esta investigación solo la tercera parte eran excombatientes. Otros tantos no tenían este estatus legal ante el Estado y, por tanto, no recibían los beneficios derivados del acuerdo de paz. Así, en San José de León encontramos excombatientes, hombres y mujeres, que hicieron parte de las filas armadas de las FARC-EP y que aparecen en los registros oficiales, con derecho a renta básica y demás beneficios; pero también sus familiares, entre los que se cuentan sus parejas, sus hijos, hijas, nietos, nietas u otros parientes, e incluso familiares de los familiares, que han llegado al caserío buscando una oportunidad de trabajo o subsistencia. Igualmente, encontramos antiguos guerrilleros de las FARC-EP, cuya situación en el momento del acuerdo de paz les imposibilitó entrar en los registros, razón por la cual no reciben beneficios; situación que comparten con aquellos conocidos como exmilicianos, es decir, personas que apoyaron la guerrilla pero no ingresaron a las filas armadas. Como ellos, llegaron otros, vinculados por relaciones anteriores y recibidos en el caserío como un acto de solidaridad. A este respecto, uno de los exguerrilleros afirma: “Nosotros no olvidamos a quienes nos apoyaron, si ahora les podemos devolver recibiéndolos en el caserío, lo hacemos como un acto de agradecimiento” (Conversación informal, junio de 2019).
La mayoría de firmantes proceden de familias campesinas, con redes de parentesco en la zona de Urabá y el departamento de Córdoba relacionadas con los antecedentes del accionar territorial del Frente 58, del que se desmovilizaron. Debido a la consolidación de este Frente y de su comandancia, la cual fue estable por más de una década, las personas del caserío coinciden en nombrar a sus antiguos compañeros de insurgencia como la familia que conocen, que respaldan y que les respalda, lo que sin duda constituye un soporte para el proyecto de consolidación en su tránsito hacia la vida civil. Encontramos personas muy jóvenes con estancias de 5 años en la guerrilla al momento de la firma del acuerdo, así como un gran número de hombres y mujeres que pasaron más de dos y tres décadas en la organización armada.
Aunque en el caserío coinciden personas que ya compartían espacios de vida previos, muchos son recién llegados. Esto opera incluso para familiares, con quienes hoy se produce un reencuentro, donde deben resignificarse los roles y las relaciones. Es el caso de los padres y madres que se reúnen con sus hijos e hijas, quienes estaban al cuidado de un familiar y que hoy ponen en tensión roles que deben ser aprendidos, para unos y otros. Algo similar ocurre en el caso de parejas afectivas con historias previas o de reciente composición. Con esto, lo que queremos señalar es que si bien muchos de los acentos en el tema de restablecimiento de las relaciones en periodos de posacuerdo, después de experiencias de violencia, se ponen entre los excombatientes y las personas de las comunidades, estas también toman lugar en diferentes niveles, desde sus relaciones más íntimas y familiares, hasta otras más distantes. Lo que se pone en juego comprende una serie de acomodaciones emocionales y afectivas complejas, que implican procesos de reconocimiento que pueden tener fuertes contradicciones, como nos cuenta una chica joven, quien llegó a vivir con su madre después de 13 años de distanciamiento:
Todo lo que hizo desde mi nacimiento, ella lo hizo por mí y saber que ella hizo todo eso por mí, me hizo no perder la esperanza de que iba a vivir con ella. Cuando yo la vi entrar a la casa y me dijo que aliste la maleta, que nos vamos, yo estaba muy contenta. Me sentía feliz, pero también me sentía triste, al saber de qué pasaba con mis padres de crianza, si los iba a volver a ver también... entonces... al saber eso me fui... me vine contenta para’ca pa’l caserío... Estoy viviendo ya hace dos años con ella, ella es una persona muy genial, de temperamento fuerte, pero por fin se cumplió un sueño que yo tenía desde muy pequeña, que era vivir con ella, que la tengo aquí, la puedo abrazar, le puedo decir que la quiero mucho; eso es una felicidad inexplicable. (Entrevista a L, julio 25 de 2019)
Paradójicamente, a renglón seguido nos dice:
La mayoría de veces lo oculto, porque realmente Colombia es un país que... cómo le digo... es un país donde uno no puede decir que uno tiene familiares guerri... exguerrilleros, porque de una lo tratan mal. Todavía hay esa violencia hacia ellos, entonces la mayoría de las veces lo oculto, no me atrevo a decirlo, sigo también teniendo el mismo miedo de decir eso, a pesar de que ya todo eso pasó, pero me da mucho miedo decirlo. (Entrevista a L, julio 25 de 2019)
Este relato muestra las complejidades emocionales donde el miedo permanece y la confianza se va restableciendo lentamente, no solo en la relación de una hija con su madre, sino con el entorno mismo, produciendo una suerte de subjetividades fuertemente marcadas por estas contradicciones, las mismas que encontramos en quienes les reciben como sus nuevos vecinos. A este respecto, una líder de las comunidades receptoras nos dice:
Lo que he vivido es que nos veamos lo mismo, la misma condición, y que nos podamos apoyar y tener los mismos derechos, sin importar si soy más pobre y campesina, o porque antes estaba en el monte. Hay gente que dice que el que fue no deja de ser, pero aquí se ha visto es la intención de que no se va a volver a repetir. A mí me genera confianza este grupo de personas, ellos tienen mucho conocimiento. Ahorita lo que yo he mirado es que ni ellos sean menos, ni nosotros menos, que seamos igual. El apoyo se ha visto, si necesitamos algo lo hemos hecho juntos. Ahorita con la carretera, ellos gestionan la máquina, nosotros el combustible, en pro del progreso de una comunidad. Ellos, de pronto, algunos tienen procesos jurídicos que tienen que resolver y eso nos diferencia, pero en lo personal somos iguales. Hay gente que no gusta de ellos, pero nosotros acá no decimos que no nos vamos a juntar.
Yo los conocí a ellos uniformados y para mí no eran de confiar. Ahorita ya no lo veo así, ya uno ve como una confianza. A mí antes me daba miedo, cuando decían: “Viene la guerrilla, viene la guerrilla para San José de León”, uno no sabía si en esa pasada iban a matar. Yo creo que ahorita han cambiado su forma de pensar, están trabajando y quieren es echar para adelante, independiente de que el Gobierno les ayude, eso es lo que yo veo, lo que percibo. Ya uno tiene como esa tranquilidad, porque ellos ya cambiaron. (Entrevista a M, julio 21 de 2019)
Los relatos reseñados, como otros que no aparecen aquí, muestran que el encuentro y el restablecimiento, o la creación de relaciones, no son procesos rápidos, ni sencillos, ni mucho menos pueden imponerse. En algunos casos el peso mayor está en las transacciones emocionales, como sucede en el restablecimiento de relaciones familiares, mientras en otros empiezan por transacciones pragmáticas, que luego dan lugar a modificaciones emocionales y afectivas, como sucede en el relacionamiento con los llamados nativos. En todo caso, las experiencias previas marcan ritmos particulares y siempre son procesos en transición y cambio, que no pueden instrumentalizarse, ni prescribirse.
Infraestructura del caserío
Dos elementos claves marcan la diferencia de San José de León con otros sitios de asentamiento de firmantes de la paz de las FARC-EP. En primer lugar, la titularidad sobre la tierra, lo que sin duda permite mayor viabilidad a la aspiración de un proyecto de reincorporación colectiva, con proyección de sostenibilidad en el largo plazo y, en segundo lugar, que este caserío sea un proyecto autogestionado casi en su totalidad.
A diferencia de los ETCR formalizados por el Estado, cuyos parámetros de estandarización incluyeron el diseño de la espacialidad y la arquitectura de áreas comunes y viviendas (Bolaño y Gallego, 2019), San José de León acogió desde un inicio los parámetros propios de la adecuación cultural de sus habitantes. Por ello, al llegar al caserío no se aprecia la ya clásica imagen —tan divulgada por los medios— que muestra una hilera de casas blancas, construidas con placas de fibrocemento, más cercanas a los equipamientos propios de las periferias urbanas. Tampoco se encontrará el cerramiento y control por parte de la Policía estatal, como ocurre en los ETCR. En ese sentido, el caserío de San José de León se ofrece como un espacio multicolor, abierto al acceso de cualquier visitante, sitio de tránsito para ascender hacia la serranía de Abibe. De hecho, es un sitio para la práctica de ciclomontañismo, por lo cual es frecuente encontrar grupos de deportistas que visitan la zona para la práctica de este deporte, sin ningún impedimento ni registro previo.
De acuerdo a las conversaciones sostenidas con los líderes y residentes, la planificación del caserío empezó por una distribución entre los compradores, a quienes se les entregó una porción de terreno distribuido equitativamente, no sin antes separar espacios para los que consideraron equipamientos colectivos básicos, tales como la caseta comunal, la cancha, la escuela y espacios para proyectos productivos colectivos, como estanques de peces, galpones de gallinas y una cabaña destinada al turismo. Una conjetura que emerge de estas conversaciones y de la estancia en terreno, es que la ubicación de viviendas y habitantes siguió la lógica de la organización del antiguo Frente 58, de tal forma que se conservaron dinámicas espaciales relacionadas con aquellos que fueron comandantes, hoy líderes, y sus anillos de seguridad. Esto es, la ubicación de quienes cumplían estos roles en el caserío no es una ubicación arbitraria, sino que responde a medidas de seguridad y protección aprendidas y desplegadas en la vida guerrillera. Con el paso del tiempo esta lógica se ha ido transformando, algunos de los primeros habitantes se han ido del caserío y otras personas han venido a ocupar estas viviendas, sin atender a esas primeras lógicas, mostrando nuevamente el carácter procesual y transitorio de las dinámicas de retorno a la vida civil.
La vía de acceso de 4 km fue una de las primeras obras que se emprendieron, ya que, hasta la llegada de los excombatientes, el acceso era básicamente una trocha estrecha para el paso a pie o a caballo, la cual se fue ampliando paulatinamente, permitiendo la entrada de vehículos cada vez más pesados. Durante el año de visitas periódicas al caserío, el paisaje vial fue muy cambiante. Para el mes de febrero de 2020 se habían construido 2 km de placa huella antes de la entrada del caserío, en un trabajo colaborativo entre el municipio de Mutatá y los excombatientes. La placa huella estaba siendo conectada a la vía que va de Mutatá a Chigorodó, en un mejoramiento de vías terciarias por parte de trabajadores de la gobernación de Antioquia. Así mismo, se abrió un camino, aún en tierra, para conectar el caserío con la caseta comunal de la vereda San José de León, ubicada a 30 minutos a pie desde el caserío, en una permanente lucha con las torrenciales y frecuentes lluvias en la zona. De esta forma, la presencia de los excombatientes ha contribuido a disminuir el aislamiento de las zonas rurales circundantes, favoreciendo las conexiones territoriales locales.
Para el visitante casual, el caserío es una larga calle serpenteante de placa huella, donde se distribuyen a lado y lado casas de madera, siguiendo el curso lateral al río, cuyos usos del suelo se van dinamizando, superando el mero uso residencial. Esto ha ocurrido en este caserío, pero también en otros ETCR (Bolaño y Gallego, 2019), como parte de la dinámica de reinserción en los procesos sociales y económicos locales, que imponen a los excombatientes ingresar a los circuitos comerciales. Por ello, además de la casa de habitación, el espacio residencial se acompaña, en algunos casos, de proyectos familiares o personales relacionados con la piscicultura, la cría de gallinas o la siembra de una pequeña huerta; así mismo, con tiendas de abarrotes y papelería, venta de minutos de celular o señal de Internet, venta de cosméticos por catálogo, venta de alimentos y bebidas, espacios de entretenimiento, alojamiento para visitantes, entre otros. En el transcurso del año vimos crecer y diversificar la oferta comercial, mostrando que también la reincorporación adopta la informalidad laboral de los sectores empobrecidos.
Las casas de madera, algunas levantadas sobre pilotes, después de dos años de construcción del caserío empiezan a mostrar diferencias y particularidades en la ornamentación. En la parte central del caserío, al lado de la placa huella, hay casas de uno y de dos pisos, con intervenciones frecuentes en la distribución de los espacios y con una migración hacia el cemento, considerado un material de “mejor estatus” y durabilidad. Al lado opuesto del río La Fortuna, en algunas de las partes inclinadas del terreno, el acceso a las viviendas se hace por pequeños caminos de piedra y lodo, observando precariedad y el mínimo equipamiento en algunas viviendas, en contraste con las que bordean la placa huella, donde incluso algunas cuentan con plantas de energía propias. Las casas son un referente de arraigo y por lo tanto se tornan en materialidades sobre las que se dirigen acciones de apropiación, después de tantos años de vida en tránsito. De esto da cuenta el siguiente comentario de una de las participantes: “El acuerdo de paz me permitió estar más cerca en esta casa nueva y compartir más con mi familia, antes vivía muy sola” (R1, mayo de 2019). De tal modo que la casa, junto con la familia, se tornan en los referentes centrales para arraigarse en estas tierras propias, frente a las incertidumbres y la falta de perspectivas que experimentan otros excombatientes en Colombia. El espacio residencial también ha permitido congregar a padres, madres, hijos, hijas, nietos y nietas, en una experiencia novedosa para quienes hicieron parte de las FARC-EP, pues la oportunidad de vivenciar una crianza compartida con sus familiares fue una opción vedada por la guerra. Este fenómeno genera hoy una razón para no retornar a la vida armada, pero también impone desafíos a quienes deben aprender cómo vivir con niños, niñas y adolescentes, cuyos esquemas de relación rebasan las órdenes y el disciplinamiento militar. Este, sin duda, es uno de los retos de la reincorporación a la vida civil.
En términos de infraestructura de servicios básicos domiciliarios, se ha logrado conectividad a redes de electrificación, mientras la distribución de agua potable y el desecho de aguas residuales siguen siendo precarios, lo que impone retos para el mantenimiento y cuidado del río La Fortuna, el cual se proyecta, no solo como fuente hídrica, sino también, como atractivo turístico.
Estas adecuaciones y otros soportes técnicos son necesidades prioritarias, pues debe tenerse en cuenta que la construcción del caserío se ha hecho a partir de conocimientos básicos y empíricos obtenidos durante la vida guerrillera, y que respondían a necesidades diferentes. Las construcciones bajo esta lógica de planificación, la remoción permanente de tierra para el emplazamiento de nuevos pozos piscícolas y la acelerada deforestación del terreno, pueden convertirse en riesgos potenciales. En el mes de junio de 2019 se produjo un deslizamiento de tierra sobre una de las viviendas del caserío, que puso en riesgo la vida de dos personas y dejó la edificación inservible para alojamiento.
Dinámicas cotidianas en el caserío
Entre los equipamientos colectivos sobresale el salón comunal, un amplio espacio de madera de dos pisos, centro de la vida comunitaria: allí se realizan las asambleas mensuales, las reuniones institucionales, las diversas capacitaciones, las clases para el programa escolar de los adultos, los controles a los menores de un año, se distribuyen las remesas alimentarias, se hacen bingos y celebraciones, entre otras. Es importante resaltar que en estas actividades colectivas suelen participar los vecinos de la vereda, quienes hacen parte de la mayoría de proyectos y programas desarrollados por entidades gubernamentales y no gubernamentales.
Dos de las actividades centrales son el “Restaurante comunitario”, cuya dinámica rememora lo que antes hacían en la rancha guerrillera, y las experiencias comunitarias de convite para la generación de recursos, ampliamente desplegadas por juntas de acción comunal y comités veredales. Estos conocimientos conjuntos permiten dinamizar el “Comité de género” del caserío, compuesto por hombres y mujeres que habitan en él y nativos.
Entre los espacios públicos destinados al entretenimiento y la interacción social se encuentran la cancha de fútbol, un terraplén abierto y algunos juegos infantiles instalados en el mes de agosto de 2019. Además, se cuenta con unos billares que suelen poner música a alto volumen los fines de semana, donde acuden principalmente los hombres. Cabe resaltar en este punto la importancia de la chancha, se trata de un espacio ampliamente utilizado, cuyo uso se ha distribuido según agenda y cronograma entre equipos femeninos y masculinos, en los que convergen firmantes, vecinos y también visitantes de otras veredas del municipio, para la realización de torneos deportivos. La cancha se ha convertido en un importante espacio de encuentro comunitario y de apropiación diversa, para la cual se han acordado usos que respetan la diversidad de género y etaria, siendo una excepción frente a otros lugares de ocio, pues, para las mujeres, estos tienden a reducirse a los espacios domésticos y a la recién construida Casa de la Mujer.
Sin duda, este es un punto álgido de discusión, toda vez que las lógicas patriarcales de un esquema jerárquico militar, junto con las potenciales transformaciones en términos de equidad en la experiencia guerrillera, parecen mostrar hoy grandes fracturas y contradicciones en la vida cotidiana. En ese sentido, las discusiones alrededor de los temas de género aparecen como deseos de algunos líderes y sus acompañantes, más que como una línea de pensamiento puesta en práctica en la relación entre hombres y mujeres excombatientes de base. Esta situación causa reclamos por parte de voces como las de las mujeres excombatientes del ETCR de Tierra Grata, en La Paz, Cesar, quienes ante la asesora de género de la Unión Europea señalaban: “No dejamos el fusil para dedicarnos al hogar” (Forero, 2019, párr. 1), mostrando las dificultades que han tenido en el proceso de reincorporación a la vida civil.
La vida del caserío combina las actividades personales, familiares y otras, de tipo colectivo, relacionadas especialmente con proyectos productivos como la piscicultura, a los que los excombatientes han dedicado importantes esfuerzos, y para los cuales han contado con asistencia técnica y soporte financiero por parte de distintas entidades. No sucede así con los proyectos agrícolas, con menos adeptos o interesados. Este es otro reto, ya que la remesa alimentaria que reciben del Estado tiende a desaparecer, con lo cual la seguridad alimentaria se pone en entredicho, sin mencionar que la pregunta por la soberanía alimentaria no parece hacer parte de sus inquietudes más inmediatas. La preferencia por los proyectos piscícolas como posibilidad de obtener potenciales ingresos económicos más rápidamente, aplaza el debate sobre preguntas relacionadas con la agricultura y la tierra, como aquella en torno a cómo superar los retos que implica pasar de una vida nómada y en tránsito en el monte, a una vida sedentaria y arraigada en un caserío.
Un elemento muy sensible en este caserío es el de la escuela para niños y niñas. Si bien se destinó un espacio del terreno a la misma, este no logró reunir las condiciones mínimas para su funcionamiento, lo que condujo a la implementación de una escuela ambulante, que recorrió algunas unidades residenciales y la caseta comunal durante nuestro año de estancia en la región. Aunque la escuela contaba con una maestra asignada por el municipio de Mutatá, no se había materializado la concertación entre la institucionalidad local y los líderes del caserío, para la construcción de la escuela en las condiciones idóneas; convirtiéndose así en un desafío de importancia para esta comunidad. Con relación a la educación de adultos, durante nuestra estancia pudimos observar la dinámica del proyecto auspiciado por el Gobierno de Noruega y operado por la Universidad Abierta y a Distancia (UNAD). Para una de las estudiantes de este proyecto, no excombatiente, sino esposa de uno de ellos, “esta es una de las mejores oportunidades que he tenido, y la quiero aprovechar para poder mejorar las posibilidades de crianza de mis hijos” (Entrevista a S1, julio 23 de 2019).
Durante nuestro trabajo de campo observamos cómo las formas de organización política dentro del caserío se regían, básicamente, por una estructura asamblearia de decisión colectiva que sesionaba cada mes, y la organización y delegación de responsabilidades colectivas en una serie de comités de trabajo. La participación y asistencia fue fluctuante en el tiempo, con tendencia a la disminución, de allí que los líderes expresaran inconformidad por la falta de compromiso, mientras algunas personas del caserío señalaban su disgusto con el funcionamiento jerárquico y vertical. A este respecto, para algunos: “los líderes ya no eran comandantes y no podían dar órdenes como lo hacían antes” (Diario de campo, septiembre de 2019). Todo ello evidencia la necesidad de hacer un replanteamiento acerca de las formas de organización y relacionamiento, pues, evidentemente, chocan con aquellas heredadas de las prácticas que se llevaban a cabo en el Frente 58 de las FARC-EP, lo que implica transformaciones sustanciales en el tránsito de combatiente armado a un actor civil.
Uno de los comités que permaneció activo durante nuestra permanencia en terreno fue el de género; con sus integrantes tuvimos la oportunidad de desarrollar un trabajo estrecho. Este comité, conformado por cerca de 25 personas, involucra en su gran mayoría a mujeres del caserío y otras nativas de la vereda, aunque también participan algunos hombres adultos excombatientes o jóvenes que recién llegan a vivir con sus familias. El grado de participación de los involucrados variaba constantemente, esto, desde nuestra observación. Para algunas mujeres, esto ocurre por la búsqueda de intereses individuales y la recarga de responsabilidades sobre unas pocas; para otras, en cambio, no es más que la expresión de las tensiones del contexto.
Una preocupación central para algunas de las mujeres de este comité consistía en cómo generar actividades que les permitieran obtener ingresos, ante la inminencia de la terminación de la renta básica, lo que afectaría negativamente las economías familiares y del caserío. Este es un reto que tienen especialmente las mujeres, pues, tal y como señala la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), “mujeres y hombres tienen distintas necesidades, aspiraciones y posibilidades de usar y acceder a los bienes y recursos del espacio que habitan. […]. Esto determina que el territorio no es neutro desde el punto de vista de género (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, 2019, p. 41).
La relación con el entorno
Estudios recientes realizados en territorios locales de reintegración en Colombia (Centro de Investigación y Educación Popular [CINEP], 2015; McFee, 2017; Gutiérrez-Peláez, 2017; Cristancho y Otalora, 2018; McFee, Johnson y Adarve, 2019; Mouly, Hernández y Giménez, 2019; Perilla, 2019) indican que su efectividad depende de la garantía de seguridad, la aceptación social, la participación comunitaria y los procedimientos para acompañar dicha reintegración. Siendo así, el entorno es fundamental como soporte y apoyo del proceso, este escenario incluye el contexto macro, pero también los contextos más locales. En este caso, la inmersión de campo nos muestra la importancia de las relaciones locales y la manera como expresan posibilidades y contradicciones. Una de las antiguas habitantes de la vereda relata así el encuentro con los recién llegados:
Por una parte, me daba miedo, y, por otra parte, rabia, de las acciones que a veces hacían. Ellos mataron al papá de mi hija, entonces eso me creaba como sentimientos encontrados, uno siempre espera que ellos tengan una reacción diferente a lo que nos mostraron los primeros días. Pero a pesar de todo, ya van cumpliendo... van a cumplir dos años, y uno ve que son personas que quieren trabajar, que andan luchando para tener una mejor vida, ya esos temores se cambian, ya uno tiene confianza en ellos, entonces ya las cosas son diferentes para mí en estos momentos. El acuerdo de paz es como una tranquilidad para los campesinos, porque en el acuerdo hubieron muchas cosas que nos beneficiaban a las personas que no estaban en el proceso [...] y en estos momentos lo que queremos ver es que esos beneficios se cumplan: el colegio, los proyectos productivos. Después de tanto miedo, llegamos y les dimos la mano, y les dimos la bienvenida a nuestro territorio para que podamos vivir juntos y construir paz en la vereda. (Entrevista a R, junio 20 de 2019)
A partir de este relato, se produjo la pieza textil que puede verse en la figura. 1. En ella se representa el encuentro entre un firmante, quien tira el fusil atrás de él, y una vecina de la vereda, ambos se toman de las manos enmarcados por un paisaje cálido, donde el Sol, las montañas, los árboles y las flores hacen un marco de bienvenida a este nuevo saludo.
Estos y otros relatos muestran cómo en el contexto local se transita del miedo a la confianza, a partir del encuentro y convivencia entre exguerrilleros y comunidades nativas, entre personas que estuvieron en orillas diferentes de las violencias pasadas. Se expresa a través de pequeños gestos día a día, al darse las manos, al sonreír y compartir actividades para gestionar el territorio común que habitan. En este caso, asuntos como la electrificación o la construcción de vías de acceso constituyen gestos concretos en favor de la reincorporación y la reconciliación in situ, además, hacen evidente el valor del acuerdo de paz para comunidades campesinas que habitan en zonas donde se vivió con intensidad el conflicto armado y donde la ausencia estatal ha sido una constante histórica. En este caserío, antiguos comandantes guerrilleros interactúan con lideresas locales en espacios de gestión como la Junta de Acción Comunal, a través de la cual se tramitan proyectos diversos, no solo para los excombatientes, sino también, para toda la comunidad circundante. Simultáneamente, en lo cotidiano, el equipamiento entregado a los excombatientes, como es el caso de los vehículos asignados por la Unidad de Protección Nacional (UPN), se dispone para atender, por ejemplo, la movilización de habitantes de las veredas en situaciones de urgencias de salud, siendo esta solo una de las diversas transacciones cotidianas que se surten entre recién llegados, en calidad de vecinos, y aquellos que se consideran nativos de la vereda.
Con esto podríamos afirmar que, en el contexto local, los excombatientes gozan de aceptación social y de posibilidades de participación comunitaria, dado que hasta allí también han llegado a vivir antiguos milicianos, líderes y lideresas campesinas, cuya experiencia en el trabajo comunitario ha propiciado una efectiva relación con las comunidades, no basadas en jerarquías militares, sino en procesos de acuerdo y consenso. Este es un desafío que queremos señalar, toda vez que es necesario reaprender otras formas de construcción de acuerdos.
La proyección política local, mediante la participación en organizaciones como las Juntas de Acción Comunal en condiciones de horizontalidad con otros campesinos y campesinas de la localidad, así como el pasado proceso de aspiración de tres candidatas del caserío al Concejo de Mutatá en las elecciones de 2019, son ejercicios novedosos para estos excombatientes. Sin embargo, es difícil valorar la garantía de seguridad y soporte que ofrecen las comunidades vecinas, ya que estos son territorios con un alto grado de marginación y dispersión, cuyo nivel organizativo es muy limitado. En este sentido, no disponemos de datos empíricos que den cuenta del efecto del potencial organizativo de las comunidades circundantes en lo que atañe a la reintegración efectiva de los firmantes.
Según Indepaz (2020), desde la firma del acuerdo de paz hasta junio de 2020 habían sido asesinados 211 excombatientes. Si bien es cierto que hasta el momento no se registra asesinato alguno en el caserío ni en la zona cercana, en enero de 2020 tres familiares de una de las excombatientes que vive en San José de León perdieron la vida a manos de desconocidos. Frente a estos hechos, la frase reiterada que escuchamos en esos días en el caserío fue: “para eso nos reincorporamos, para que nos maten a nosotros y a nuestras familias” (Conversación informal, febrero de 2020). Sentencia que, sin duda, trae a la memoria colectiva el asesinato de cerca de 3000 miembros de la Unión Patriótica, quienes también aparecieron en la escena pública después de la firma de un proceso de paz, y que en pocos años fueron exterminados como fuerza política. Como se señaló antes, la garantía de seguridad es, sin duda, incierta, y está relacionada, entre otras cosas, con las dinámicas de las Autodefensas Gaitanistas, cuya presencia en la zona es hegemónica, no solo por el riesgo de que los excombatientes se constituyan en su objetivo militar, sino también, por ser un fortín de potenciales miembros entrenados, susceptibles de retornar a la vida armada, ante la fragilidad e incumplimiento del acuerdo de paz. De esto da cuenta el siguiente fragmento que aparece en nuestro diario de campo:
Al final del día, camino a casa nos encontramos con una de las mujeres del caserío que iba hacia el salón comunal. “Muchachas”, nos dice con un gesto de sorpresa, “ojo que ahí vienen los de la remesa”. Vemos pasar a nuestro lado dos hombres a caballo, desconocidos para nosotras, que nos saludan. Nos orillamos para dejarlos pasar. Aunque ella no lo dijo, intuimos que eran paramilitares. (Diario de campo, agosto de 2019).
Al respecto, un informe de Álzate (2020) para Semana Rural, señala que, contrario a lo esperado, en Urabá no se han producido las deserciones que se han presentado en otros lugares como Cauca, Caquetá o Putumayo, y que al parecer las Autodefensas Gaitanistas o “Clan del Golfo”, han divulgado por diferentes medios que no les interesa atacar a los reincorporados, situación ratificada por uno de los líderes del caserío, quien señala además que han logrado construir relaciones de respeto con el Ejército y la Policía.
A pesar de las incertidumbres del contexto, podríamos afirmar que un punto de protección y de acompañamiento lo constituyen las múltiples instituciones que continuamente visitan y apoyan los proyectos adelantados en la vereda San José de León. Así, la institucionalidad nacional, materializada en la Agencia Nacional de Reintegración (ARN), la institucionalidad departamental y municipal, además de organismos internacionales como la Misión de Verificación de la Organización de Naciones Unidas o el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), sumadas a un número importante de instituciones universitarias, religiosas y organizaciones no gubernamentales, desarrollan actividades de acompañamiento —intencionado o no, directo o indirecto— para brindar protección a los excombatientes.
Discusión
Tal como se señaló en la introducción, los desafíos más importantes en la implementación del acuerdo de paz, a cuatro años de su firma, tienen que ver con la manera como se materializan en los territorios locales y el modo en que consiguen su sostenibilidad, siendo fundamental para ello la existencia de ciertas condiciones de convivencia, las cuales resultan necesarias para superar y tramitar las rupturas, en una perspectiva procesual de construcción de futuros posibles. En este caso, discutiremos los asuntos claves relacionados con los principales temas de convivencia y reconciliación que pudimos identificar y problematizar desde el territorio de San José de León, a partir de las dinámicas cotidianas que se describieron en los resultados, tanto al interior de los firmantes de la paz y sus grupos familiares, así como con los llamados nativos de las comunidades receptoras circundantes.
Un primer elemento que es importante detallar, consiste en entender los procesos de cambio, redefinición y ajuste de las relaciones, encaminados a la construcción de nuevas formas de vida (Lederach, 2001; Bloomfield, 2015); procesos en transición, que se deben analizar en términos contextuales. Como lo afirman Theidon y Betancourt (2006), dentro de los sujetos en transición se encuentran tanto los sujetos individuales como los sujetos colectivos, en los que se incluyen los excombatientes como comunidades, quienes deben ser asumidos desde la multiplicidad y la diferenciación, sin caer en “romantizaciones” ligeras, con el propósito de captar realidades distintas. Según la experiencia de Theidon y Betancourt, quienes se acercaron a excombatientes procedentes de guerrillas que se desmovilizaron por mecanismos individuales, y a paramilitares que lo hicieron mediante un mecanismo colectivo como la Ley de Justicia y Paz, las transiciones, aunque atraviesen a los sujetos, no siempre atraviesan el contexto social. Esto resulta evidente en el caso colombiano, donde los balances distan de ser positivos en términos de las trasformaciones de las causas estructurales del conflicto; hecho que se aprecia también en el caso de un territorio como el de San José de León, con indicadores de pobreza muy altos, expresión de un aspecto muy débil y sensible en el proceso.
El segundo elemento que quisiéramos destacar tiene que ver con la necesidad de entender el territorio de San José de León como un escenario político, lugar donde se presentan disputas diversas, con historias de antagonismos y confrontación, lejos de una visión idílica o romantizada de lo local. En ese sentido, fundar nuevos pactos políticos para que firmantes de la paz y comunidades receptoras puedan vivir en un mismo territorio, no borra las diferencias y particularidades de las trayectorias biográficas de cada uno de los involucrados, pues el conflicto debe entenderse también como signo de pluralidad política. Lo que podemos encontrar, en cambio, es que son las prácticas sociales compartidas, muchas ubicadas en un plano pragmático, las que lenta y paulatinamente permitirán generar transformaciones afectivo-emocionales.
Estas dinámicas operan en la relación entre firmantes y comunidades nativas, así como al interior de los grupos familiares de los primeros, donde los reencuentros se han dado en medio de fricciones y tensiones, derivadas de las dinámicas de la vida armada, aprendizajes parentales, de vida en pareja o de reagrupamientos familiares, que no responden a empatías connaturales, sino a aprendizajes y reconocimientos que reclaman cuestionar actitudes, prejuicios y estereotipos respecto al Otro. Muchas están soportadas en lógicas culturales arraigadas, que pueden limitar los procesos de convivencia y reconciliación si no se abordan directamente (Bloomfield, 2003, p. 13), brindándoles un espacio para su escucha y reconocimiento. En los procesos de reintegración se están reproduciendo atributos hegemónicos de género, que atribuyen ciertas funciones sociales a los hombres y otras a las mujeres, reproduciendo de este modo contextos familiares en donde las mujeres retornan al padecimiento de situaciones de las cuales quisieron escapar, asociadas a una sobrecarga de responsabilidades adjudicadas a su género (Theidon 2009, Esguerra, 2013). La premisa, entonces, debe ser que si todos participaron en la guerra, se espera que en la reincorporación se intensifique la lucha por la igualdad de oportunidades y por el no retorno a los roles tradicionales de la sociedad (Sandino, 2017).
Algunos autores plantean que el proceso de reconciliación, como proceso en todo caso inacabado, pasa por una ruta incremental que empieza con la coexistencia, donde se produce una suerte de acomodación, que lleva a aceptar al Otro sin involucrarse con él, a partir de acordar unos mínimos que impidan el malestar; para avanzar luego hacia la convivencia, donde aparece la comprensión y el involucramiento (Murillo, 2012), evolucionando hacía la construcción de confianza y la movilización de la empatía (Huyse, 2003). Esta ruta ayuda a comprender las distintas relaciones que se tejen al interior de San José de León y en su entorno, teniendo la precaución de entender estos procesos como transitorios.
En tercer lugar, consideramos importante resaltar el valor de esta experiencia, con sus limitaciones y heterogeneidades, en la medida en que es una dinámica gestada desde las bases sociales, tanto de excombatientes como de la comunidad local, lo que le da legitimidad, avanzando hacia lo que Bloomfield (1997) ha denominado iniciativas culturales, es decir, aquellas que operan entre miembros de la sociedad que no detentan un poder político oficial significativo, pero que logran desplegar dinámicas complementarias a otras medidas de tipo más estructural e institucional. La reconciliación, que se dinamiza localmente, moviliza recursos simbólicos que logran tener efectos potentes en el restablecimiento de las relaciones rotas (Theidon y Betancourt, 2006), y, adicionalmente, al estar asociada a un proceso de desarme, desmovilización y reintegración colectivo, favorece los procesos de articulación, contrarios al aislamiento social identificado en experiencias que se han logrado mediante mecanismos individuales.
Estos hallazgos coinciden con lo encontrado en estudios como el de McFee, Johnson y Adarve (2019), quienes realizaron un análisis en siete de las zonas de transición durante los primeros doce meses de la implementación del acuerdo, con el fin de comprender cómo excombatientes y comunidades aledañas construían su vida cotidiana, y de establecer sus implicaciones en los procesos de reconciliación nacional y reincorporación. Se encontró que la confluencia de distintos actores sociales para el logro de objetivos compartidos promovió interacciones significativas encaminadas a la cooperación recíproca. Así como en San José de León se unieron para gestionar vías o electrificación, en el caso citado también lo hicieron alrededor de la conectividad de Internet o de festejos comunitarios, que, más allá de su propósito inmediato, lograron fortalecer el encuentro. En ambas investigaciones son las prácticas sociales compartidas, las relaciones interdependientes y los vínculos que se tejen a partir de subjetividades emergentes, los factores que tienen efectos más positivos. Esto mismo es documentado por Perilla (2019) en el Guaviare, resaltando la organización de grupos de trabajo para la transición y las dinámicas que surgen y retan las posturas más convencionales sobre quiénes son y cómo viven.
Un cuarto elemento para la discusión, derivado de los datos empíricos de nuestra investigación y los demás estudios citados, lleva a proponer transformaciones en las formas de nombrar y nombrarse, que transiten desde las etiquetas de “excombatientes” y “víctimas”, asociadas al conflicto armado, hacia etiquetas más afirmativas como las de “firmantes de la paz” y “vecinos”, auspiciadas y favorecidas por los líderes locales (McFee, 2016), máxime en contextos como el colombiano, donde las fronteras entre aquellas categorías son muy borrosas, pero también donde se amalgaman parentescos y procedencias sociales al margen de asuntos ideológicos. Estos elementos ya se habían explorado por parte del CINEP (2015), documentando iniciativas emprendidas en la década de los noventa en diferentes zonas rurales y urbanas del país, para identificar los aprendizajes derivados del encuentro entre comunidades receptoras y colectivos de excombatientes. El CINEP plantea que las relaciones previas entre excombatientes y comunidades, el grado de victimización y la empatía hacia los primeros y sus ideologías, tienen efectos significativos sobre la construcción o reconstrucción de relaciones, lo que se suma a los apoyos estatales o privados para la sostenibilidad de los procesos. En este sentido, la propuesta por parte de quienes compartieron su trayectoria biográfica en el grupo armado, consistente en mantener proyectos de vida colectivos en territorios cercanos afectivamente, augura mejores logros en el proceso. Sin duda, este es un elemento favorecedor, hecho explícito en los acuerdos por solicitud de los negociadores de las FARC-EP, como se mencionó en la introducción, que valora los efectos de la confluencia en espacios sociales y geográficos, en comparación con contextos de segregación por espacio e identidad (Ugarriza y Nussio, 2016), lo que en el caso de San José de León se evidencia claramente.
Finalmente, quisiéramos señalar un punto álgido, identificado también por el CINEP (2015), relacionado con la propuesta de desarrollo de proyectos y programas compartidos con las comunidades receptoras, que pueden sentirse en desventaja con relación a los excombatientes. Proyectos excluyentes pueden quebrar la confianza naciente, de allí que el enfoque territorial sea una prioridad para el afianzamiento de las relaciones. Una sociedad polarizada y con tan profundas inequidades sociales, requiere no solo (re)construir las relaciones, sino también, cerrar las brechas de la exclusión económica, social y política, que se encuentran en las bases del conflicto social y armado. La paradoja consiste en que las víctimas, los excombatientes y los demás habitantes de estas comunidades comparten la precariedad material, hecho que puede generar proximidad social, facilitando la empatía, pero que, al mismo tiempo, puede generar una competencia por la obtención de recursos escasos, complejizando mucho más el panorama de relacionamiento (Prieto, 2012; Cristancho y Otálora, 2018; Mesa, 2017). Es importante recordar que los acuerdos se hicieron apuntando a un proceso asociativo solidario, posible con la legalización de tierras y otros apoyos, con el fin de desarrollar proyectos productivos (Ríos, 2017). Infortunadamente la idea de economía solidaria tiende a desdibujarse por la presión que ejerce una economía tradicional, basada en el individualismo, que presiona a los excombatientes a tratar de encontrar la manera, individualmente o en conjunto con su grupo familiar, de subsistir, poniendo en tensión el espíritu colectivo del acuerdo.
Conclusiones
Los analistas de la implementación del acuerdo de paz en Colombia coinciden en afirmar que este ha sido un proceso que ha generado muchas incertidumbres, con dilatación e incumplimiento por parte del Estado. En este panorama, bastante desolador, el relato etnográfico quiso documentar las estrategias y avances que se están desplegando en un territorio local para continuar en el proceso, así como los retos y desafíos que emergen desde la vida familiar y vecinal, en un proyecto eminentemente autogestionado.
Teniendo en cuenta los estudios previos que señalan cómo las condiciones de las comunidades receptoras son claves en el proceso de retorno a la vida civil, consideramos que para el caso de San José de León es necesario documentar con mayor profundidad el nivel organizativo de las comunidades circundantes, aunque reconocemos que la observación y la exploración narrativa nos mostró su receptividad y la valoración positiva del acuerdo de paz, mostrando las mejores posibilidades que ofrecen los programas de reintegración con enfoque comunitario. Siendo nuestro interés incidir sobre los relatos hegemónicos del “enemigo”, encontramos que estas perspectivas facilitan la acogida y permiten tramitar con mayor facilidad los distanciamientos sociales que se construyeron durante el conflicto armado. La experiencia en el caserío muestra un grupo de vecinos, recién llegados y habitantes antiguos, que contribuyen a la gestión local del territorio desde sus conocimientos y habilidades. Para los nativos, la llegada de los excombatientes se tradujo en una oportunidad de transformación y acceso a servicios básicos que no habían logrado obtener. Para los recién llegados, los retos y desafíos apenas comienzan. En el fondo, este es un encuentro entre semejantes, comunidades pobres que comparten la identidad campesina y rural, con prácticas culturales y religiosas comunes, o, como bien lo afirma Medina (2018), “seres humanos comunes y corrientes, cargados de sabiduría popular y analfabetismo académico, pragmáticos y sinceros, solidarios y afectuosos, frágiles” (p. 14).
El aporte más significativo de este trabajo está constituido por el tipo de análisis, el cual, en vez de partir desde perspectivas macro estructurales o de “arriba abajo”, fue realizado en niveles micro sociales o de “abajo hacia arriba”, necesarios y complementarios en el propósito de la reconciliación (Bloomfield, 2015). Entre los hallazgos de este estudio, cabe mencionar la reconstrucción del sentido de familia, que —además de articular el de familia extensa, atribuido a los antiguos compañeros del frente guerrillero—, empieza a complejizarse con nuevas conformaciones y el reencuentro con familiares con los que algunos llevaban años de separación. Su familia FARC-EP se transformó, y aunque sus lazos son fuertes empiezan a emerger otras prioridades alrededor de los nuevos convivientes, la casa y el entorno peridoméstico. Asuntos que para muchos pueden ser cotidianos y naturalizados, para los firmantes implican un gran reto de aprendizaje. Es el caso de la experiencia de maternidad, paternidad y cuidado de los hijos, que la guerra no les permitió vivenciar; proceso que requiere ser expresado, confrontado y reinterpretado desde las experiencias y los cambios que van aconteciendo en el proceso de reincorporación. El acompañamiento en asuntos de crianza, convivencia, prevención de maltrato y violencia intrafamiliar, y de género, entre otros, son prioridades para una adecuada reincorporación social, lo que implica deconstruir roles hegemónicos de familia y género (Theidon, 2019). Articulada a estos desafíos se encuentra la necesidad de avanzar en la revisión de espacios y procesos educativos, lo que incluye no solo las decisiones de tipo arquitectónico, sino también, las orientaciones y ajustes requeridos en todos los procesos, en tanto se constituyen hoy en espacio de socialización y civilidad para niños, niñas, jóvenes y personas adultas. Es importante que en estas experiencias se integren sus memorias y saberes desde una perspectiva crítica.
Resulta fundamental acompañar y documentar de cerca las iniciativas de las mujeres, que en este caso particular se gestionan a través del Comité de Género, ya que este es un escenario donde se han puesto en tensión preguntas importantes para la reincorporación, que no solo se dirigen al tema económico y a la búsqueda de alternativas para el mejoramiento de los ingresos familiares, sino que también instalan debates en torno al asunto de género, las diversidades, las violencias, los liderazgos, las formas de participación. Se trata de un escenario privilegiado para los aprendizajes y desaprendizajes. De forma preliminar —y especulativa— podríamos sugerir que la actividad constante de las mujeres, aunque irregular en algunos casos, es una muestra de su papel protagónico en la reincorporación social, con importantes contribuciones al fortalecimiento de las relaciones entre el caserío y los habitantes de la localidad y la región. Sus iniciativas son vías para afianzar nuevas lógicas de relacionamiento, que todavía están muy permeadas por el imaginario de verticalidad militar aprendido en la vida armada.
En conclusión, es importante considerar que la reintegración social y la reconciliación no se dan necesariamente como pasos secuenciales, ni se logran por decreto o deseo. Esto se da al ritmo en que se construye el caserío, con sus prácticas cotidianas, a medida que se van entablando relaciones y vínculos entre los firmantes de la paz y los habitantes de la región: en el cruce de caminos, en un partido de fútbol, en las capacitaciones, en el encuentro educativo, en un bingo, en la reunión de un comité, en la gestión y la negociación institucional, todos ellos, espacios que propician y facilitan el encuentro entre cercanos y lejanos. Es aquí donde se desarrollan diálogos en torno a la vida civil, lo que evidencia el surgimiento de un territorio de reconciliación y reincorporación, con todo lo que ello acarrea.
Cabe recordar que la reintegración social, más allá de la acogida de vecinos y familiares, también exige el avance en medidas de justicia transicional y otras decisiones políticas y económicas que, como se ha señalado ya, se desarrollan con lentitud y limitaciones. De todas formas, adherimos a los planteamientos de Kaplan y Nussio (2018), acerca de entender la reintegración social y la reconciliación como elementos de un diálogo simbiótico. Dicho diálogo se expresa en el arraigo resultante de habitar y construir el lugar y los vínculos con el territorio.
Finalmente, podemos afirmar que la experiencia etnográfica en San José de León es muy valiosa, porque permite ver desde una perspectiva territorial, local y situada, la manera cómo se reinventan en el día a día los procesos conducentes a la reintegración y la reconciliación, con sus dinámicas locales y sus pequeños, pero a la vez profundos, avances. Reconocerlos y fortalecerlos deberá ser el camino a seguir para hacer frente al frágil proceso de paz, a las amenazas de los grupos armados que controlan ahora los territorios, a la inseguridad política y económica, y a las percepciones —todavía negativas para algunos sectores de la población— sobre los firmantes de la paz y sus procesos. Solo mientras persistamos en volver a tejer las miradas, será posible avanzar hacia una real reintegración y reconciliación social.