Corría el año 2012 y me había mudado hacía semanas a La Falda, un barrio en el pueblo de Tilcara1, cuyas casas están “colgando” sobre la ladera del cerro. A los pocos días de instalarme allí, comencé a recibir visitas caninas inesperadas, aunque debo decir que algunas se parecían más a inspecciones técnicas oculares: venían, miraban y se iban. En algunos casos logré generar confianza rápidamente y en otros, específicamente en el de Pilo, me costó horrores lograr siquiera poder tocarlo, ya que era muy huidizo. Con paciencia y curiosidad, sin darnos cuenta, comenzó a pasar tiempo conmigo; venía a recibirme cuando llegaba, subía la escalinata hasta mi casa corriendo y se quedaba. Cuando empezó a llegar el invierno, le puse una caja de cartón con frazadas, y de a poco, se fue instalando (figura 1).
Doña Dalmira León, mi vecina, su “dueña”, sabía que Pilo venía y yo lo alimentaba, y no le parecía mal el arreglo2. Con el correr del tiempo, sin mediar muchas palabras, pero aun verbalizándolo, llegamos a un acuerdo entre las dos: Pilo estaría conmigo para “cuidarme” (en los propios términos de Dalmira, porque yo estaba “solita en el cerro”), y así acompañarme y protegerme mientras estuviese en Tilcara. Pero cada vez que ella tuviese que ir a Molulo3 a ver su hacienda vacuna, se lo llevaría al puesto4. Y así hicimos; a través del perro, como don de “intercambio”, fuimos creando una relación (Strathern 1988). O, más bien, con el perro, Dalmira y su familia, y yo, comenzamos a ser con el otro, encontrando cruces y puentes, y reconociendo también las divergencias en el andar.
En este artículo exploro los cruces humano-perro como procesos que revelan diferentes dimensiones de ser con otros (de la Cadena 2015) o devenir con (Haraway 2008). En esa dirección, movilizo el concepto de puente como una herramienta analítica a la hora de pensar sobre la variabilidad de puntos de entrecruzamiento y sus distintas conexiones, pero marcando siempre una divergencia en el entendimiento mutuo. Un puente, de acuerdo con los pobladores de la región andina, es lo que cruzan las almas para salir del mundo de los vivos y llegar en paz al de los muertos. Más aún, y mientras avanza el escrito, consideraré al perro como un puente particular que conecta y acompaña humanos y no-humanos tanto a través de la vida como en su pasaje al más allá.
Mientras vivía en Tilcara, valiéndome de los términos de Donna Haraway (2003), de alguna manera comprendí que no puede haber solamente una especie compañera, sino que tiene que haber dos para hacer una; está en la sintaxis, en la carne, en la relación. En sus términos, los perros son la ineludible y contradictoria historia de relaciones coconstituidas, en las cuales ninguna de las partes preexiste a la relación, y en la cual la relación nunca está del todo acabada (12). En este artículo comienzo preguntándome ¿qué hace la muerte a las relaciones humano-perro en el mundo andino? En otras palabras, ¿cómo se transforma esta sintaxis perro-humano cuando uno de los compañeros parte al mundo de los difuntos? Incorporando el concepto de puente, que tiene una fuerte significación local en el contexto ritual funerario y además me resulta por demás rico para tomarlo como herramienta de análisis, procuro abordar estas preguntas y tratar de comprender qué se cruza, quién cruza y cómo se cruza, estableciendo conexiones parciales (Strathern 2004) entre conceptos a partir de estas experiencias sucedidas en contextos cotidianos, entendiéndolas como lo hago con los perros a lo largo del escrito: como compañía y como protección. La noción de puente procura ser una figura que marca una separación entre mundos, quizá de manera espacio-temporal, pero de ninguna forma implica que las entidades (humanos y perros) sean otras, o distintas de un lado y del otro de los cruces que se presentan, sino que se trata de una metáfora para poder visualizar entramados relacionales distintos que se dan de un lado y del otro.
Este escrito se apoya fuertemente en el trabajo de Donna Haraway (2003) sobre especies compañeras y su propuesta de que los perros no son sustitutos de la teoría; no están aquí solo para pensar con ellos, sino para vivir con ellos (298). Asimismo, intento expandir el trabajo desarrollado por Eduardo Kohn (2013, 2007; Kohn y Cruzada 2017) entre los runas de Ávila (Amazonia ecuatoriana), considerando particularmente su invitación a pensar de qué manera hay marcos analíticos que exceden la mera representación que los humanos tienen de los animales cuando las interacciones diarias con ellos están juego (ver también de la Cadena 2015; Haraway 2008, 2003; Rose 2011).
Haciendo eco de la antropología más-que-humana y de la etnografía multiespecies (Kirksey y Helmreich 2010; Locke y Muenster 2015; Tsing 2012), y construyendo sobre la propuesta de Mario Vilca (2015) de “pensar con ánimu”, “que florezca más allá de los bordes de los senderos bifurcados modernos sujeto-objeto” (72), este artículo es un intento de echar luz sobre la dignidad ontológica y la potencialidad de las relaciones interespecie, más allá de las suposiciones y entendimientos sobre las “especies compañeras”. En términos de Escobar (2014), podría decirse también que se propone pensar con el territorio, sentipensar, “desde el corazón y desde la mente, co-razonar” (6); y así, explorar de qué manera las relaciones interespecie no están encerradas en marcos médico-científicos sino que perseveran en el devenir después de la muerte (Despret 2017). De esta manera, el presente trabajo experimenta sobre la propuesta de Kohn (2007) de una antropología de la vida, una antropología que no está exclusivamente confinada a lo humano, sino que concierne también a los efectos de entrecruzamiento con otros tipos de seres vivos (4). Sin embargo, no se considera aquí a los perros como una excusa para movilizar ni moldear nuevos desarrollos teóricos (Haraway 2003); lo que motiva el escrito es intentar reflexionar sobre la relación indivisible en la que, a partir de una vivencia particular, humanos y perros fuimos con el otro en un tiempo y lugar particulares, en el sentido de la proposición de Marisol de la Cadena (2015), pensando en tramas más que humanas.
Finalmente, a lo largo del artículo, pero sobre todo a través de la experiencia que se relata a continuación y la reflexión posterior, fue quedando al descubierto la limitación, la imposibilidad de comprender la totalidad de los elementos movilizados por parte de los actores. Asimismo, quedó en evidencia también la imposibilidad de vislumbrarlo en los mismos términos, considerando los marcos ontológicos en los que cada una estaba funcionando, es decir, las formas divergentes de relacionamiento con el entorno que tanto Dalmira como yo teníamos (Blaser 2010; de la Cadena, 2015; Escobar 2014). Las conexiones parciales que se fueron constituyendo permitieron asumir que si bien se construyó un entendimiento general con diálogo y acuerdos entre las partes (entre los humanos y eventualmente con los perros), la imposibilidad del entendimiento total de unos sobre otros estuvo siempre sobrevolando la relación. También comienzo a considerar aquí la necesidad de comprender las polisemias de nuestra relación como portadoras de equivocaciones, justamente no como algo unívoco, sino como una equivocación controlada (Viveiros de Castro 2004); se entiende equivocación precisamente como el nudo de la divergencia y no como un obstáculo que debiese (o pudiese) ser resuelto a través de la traducción de términos para una y para otra. En este sentido, la noción de exceso, de desborde de la capacidad de comprensión de lo que sucedía (de la Cadena 2015), tuvo su punto de mayor tensión cuando, como se presentará más adelante, debimos afrontar el pasaje entre la vida y la muerte.
Descansando sobre las herramientas conceptuales mencionadas anteriormente, este artículo aborda aspectos de lo que llamo la relación-perro, como un intento por entender de qué forma los entrecruces existentes entre humanos-humanos, humanos-perros y perros-perros atraviesan con fuerza, diferentes dimensiones y temporalidades. En otras palabras, se procura pensar en qué consiste la peculiaridad de utilizar estas propuestas conceptuales para abordar terrenos aún poco explorados desde tales perspectivas, como lo es la relación interespecie (humano-perro, en este caso), a lo largo del viaje hacia el mundo de los difuntos; lo anterior, considerando que en la región andina “la muerte se concibe como el inicio de una larga transformación” donde la identidad del muerto “se cons truye a lo largo de la acción ritual, que consiste en la transformación […], cuyo destino es renacer en la otra vida” (Abeledo 2017, 149).
Cruzando puentes, entre humanos y perros
Pilo
En concordancia con las necesidades de las comunidades indígenas rurales de la región surandina, quienes se han movido por siglos entre puestos ubicados en diferentes pisos altitudinales sobre el nivel del mar, con el fin de lograr que su ganado tenga acceso al alimento en distintos momentos del año (modo de vida trashumante), Pilo, como perro pastor, sostenía sus actividades tal y como habíamos acordado con Dalmira. Si bien este cumplía con el principal requisito de la familia León, así como de la mayoría de los pobladores andinos rurales, el ser un perro de color negro, no se trataba de un animal bravo, cualidad fundamental para controlar y cuidar el ganado, así como para protegerlo de los depredadores (mayormente en esta área de una especie autóctona de puma o gato andino). A pesar de ello, hasta que no encontrasen otra solución, resultaba ser al menos útil para acompañar a Dalmira con sus caballos en el recorrido hasta su puesto familiar en los valles de Molulo y permanecer con ella durante la estadía, que podía llegar hasta un mes de duración.
La rutina que logramos se fue constituyendo con la práctica; Dalmira me avisaba con anticipación a cada viaje y la noche anterior siempre me recordaba: “despáchemelo al Pilita”. Despachar al perro en este caso consistía en que yo debía alimentarlo y luego dejarlo ir a su casa, en lugar de acogerlo dentro de la mía. De esta manera, en la madrugada, cuando Dalmira partía con sus caballos y la carga necesaria para permanecer en el puesto algunas semanas, Pilo se iba con ella. Si bien por momentos había ciertos desacuerdos sobre el trato que cada una le daba al animal, pues a veces ella me decía que yo debía ser más severa, “para que me haga caso” (demostrándome cómo con un gesto el perro haría lo que yo le dijese), también ambas compartíamos la ternura por él. Así, un día me contó que a Pilo le “encantaban” los caballos y que caminaba “feliz” cuando se iban a Molulo.
La familia León lo llamaba el “Pilita” porque, hasta el momento en que lo conocí, era un perro considerado chico en tamaño, aún cachorro de algunos meses, sin mucho pelaje, y remitía entonces a los perros de raza pila5. Luego de algún tiempo, por uso y costumbre, así como por crecimiento, para mí devino Pilo, aunque Dalmira le siguió diciendo el Pilita. La transformación física del perro (en su dimensión corporal y pelaje) y la modificación que realicé de su nombre fue tomada por mí sin mayor reflexión hasta el momento de comenzar a escribir este escrito. Ahora pienso que con la transformación del perro también cambiaba la relación que se iba construyendo entre Dalmira, su familia y yo.
Desde el inicio llamó mi atención que Pilo tenía la oreja izquierda cortada en forma recta, a la mitad (figuras 1, 2 y 3). Por muchos meses, obtuve respuestas ambiguas acerca de la causa. Una vez que el perro comenzó a pasar más tiempo conmigo, ante las preguntas de desconocidos por su raza (luego de algunos meses resultó tener una presencia inquietante con un porte mediano pero sumamente macizo), decidí: Pilo sería un perro negro de oreja y media. A medida que ganaba confianza con doña Dalmira, y en medio de confusos relatos, la versión más viable que obtuve respecto de la media oreja fue que un chancho se la había mordido cuando era muy cachorro, en uno de sus primeros viajes a Molulo. No fue sino hasta un año más tarde, cuando casualmente yo estaba en la guardia del hospital porque había sido mal mordida por un perro en la calle y quizá la escena le pareció pertinente, que Dalmira mientras me acompañaba me contó la verdad: como Pilo era un perro demasiado “vago”, bueno y confiado, no les servía para cuidar el puesto ni el ganado. De alguna manera no les era muy útil para los menesteres que ellos necesitaban, y a la vez tenía cierto potencial por su aspecto amenazador; entonces, al poco tiempo de tenerlo y aún cachorro, le habían cortado la oreja de un machetazo para que se pusiese bravo con los humanos desconocidos y otros potenciales depredadores a medida que creciese, cosa que, hasta el día de hoy, aún no ha sucedido.
El que me compartiese el relato, a pesar de lo traumático de la escena, ya que estábamos sentadas en la guardia del hospital de Tilcara mientras esperábamos que me curasen la herida, estableció otro puente entre nosotras y nuestros universos. Dalmira me estaba acompañando en un trance personal y a la vez, dadas las circunstancias, consideraba que era el momento de compartirme una historia evidentemente resguardada, en relación con aquello que nos había unido en primera instancia: Pilo. El diálogo de ambas me permite ver por un lado un cruce, un encuentro entre nosotras, a través de Pilo/Pilita como puente-relación, y a la vez, me invita a pensar en especies compañeras de manera divergente: nos conectamos sin convertirnos en iguales. Pero a pesar de las divergencias que fueron asomando en nuestras experiencias compartidas, los excesos en la posibilidad de asir exactamente el entendimiento de la otra en las situaciones que fueron surgiendo y con las herramientas que cada una tenía para afrontarlas, también fuimos encontrando puntos de contacto en nuestras propias ontologías, en nuestras diferentes maneras de relacionarnos con el mundo (Blaser 2010), para así acompañarnos.
A medida que pasaba el tiempo y se sucedían nuevos acontecimientos, se fue revelando que la relación con el perro era bien distinta para cada una de nosotras. Inicialmente, desde mi perspectiva, Dalmira consideraba a (mi) Pilo (su Pilita) fuerza de trabajo y protección, y yo, si bien a veces lo nombraba también como protector, lo consideraba una mascota cuya principal función era simplemente la de estar conmigo, acompañarme. Desde la perspectiva de Dalmira, Pilo era un perro pastor, el cual cumplía sus funciones de forma ineficiente, y desde mi llegada, el cuadro había empeorado, ya que, como solía contarle a su familia en frente mío, “con la gringuita se siente un príncipe6: no hace nada y duerme todo el día”. A pesar de ello, también había algo de su presencia y compañía que Dalmira valoraba, “al menos así, no me voy sola al cerro”.
Para el caso que exploro, considero la compañía como el principal atributo/función del perro, entendiendo a la vez tal compañía de múltiples maneras. En este sentido, Pilo era para ambas una especie compañera aunque de manera divergente: cumplía con su rol de perro pastor para Dalmira (acompañándola en sus actividades y protegiendo su puesto y hacienda vacuna de animales depredadores) y mascota y guardián para mí (acompañándome y protegiéndome de presencias peligrosas como mujer sola que vivía en el cerro). Tomando nuevamente a Strathern (1988), en su trabajo sobre el don desarrollado en Papúa Nueva Guinea, se puede avanzar sobre la noción de un intercambio entre Dalmira y yo (dos mujeres que por diferentes circunstancias necesitábamos protección y compañía), mediatizado por el perro, entendiendo el valor transferido en el lazo mismo y no solamente en la entidad intercambiada. Dicho de otro modo, a través del intercambio de Pilo/Pilita entre nosotras, además del acuerdo que seguíamos fortaleciendo, ambas obteníamos compañía y protección cuando más la necesitábamos. En este entramado se vislumbra la coexistencia tanto de una multiplicidad y variabilidad de relaciones, como de atributos relacionales que van cambiando. La identificación/separación de cada especie (humano y perro) importa, aunque, como vemos, en la relación se entrelazan y cambian, siendo ambas partes imprescindibles de dicha relación; de esta manera se fortalece la idea de que las familias en esta región son con perros.
Si bien tenemos acá al mismo perro, Pilita/Pilo, era distinto cuando estaba con Dalmira o conmigo. Podemos considerar que el animal es perro de compañía, pero además es mascota, pastor, protector, pues redefine su propia clasificación, atributos y rol en función de la relación de la cual participa, y es así que pienso en cierta flexibilidad ontológica que le permitía reconfigurarse constantemente en su relacionamiento con cada una de nosotras, en correspondencia de alguna manera con nuestros propios términos. Y así, llego a vislumbrar, acompañada por repertorios conceptuales, que la especie compañera como relación es más que la suma de sus partes -perro y persona separadas-, pues cada parte de Dalmira/Pilita (o de Marina/Pilo) contiene una especie compañera como un agregado que no es singular ni plural y que es, entonces, un circuito de conexiones más que partes discretas unidas (Strathern 2004).
A partir del caso que trabajo, considerando la multiplicidad de relaciones de las cuales participamos los involucrados en este relato, me atrevo a decir que el perro se actualizaba de manera distinta, siendo con Dalmira (el Pilita) y siendo conmigo (Pilo), en relación con el concepto de compañía7. Pilo/Pilita, mi ahora mascota que había sufrido el corte de su oreja por no ser un pastor eficiente, se me presentaba entonces como más que uno y menos que dos, como una presencia que emergía de una relación (ver de la Cadena 2015; Escobar 2014; Strathern 2004). En palabras de Escobar (2014), uno de los principios claves para expresar la relacionalidad es que “ninguna entidad pre-existe a las relaciones que la constituyen”, sino que en la:
[…] densa red de interrelaciones y materialidad a la que llamamos “relacionalidad” u “ontología relacional” [no hay seres discretos] sino un mundo entero que se enactúa minuto a minuto, día a día, a través de una infinidad de prácticas que vinculan una multiplicidad de humanos y no-humanos. (100-101)
Pilo y Negrito
Un día, apareció un nuevo perro en la escena. Conocí a Negrito a través de Pilo; una vez más en este entramado, el perro actuaba como puente, como relación, uniendo entidades y mundos. Pilo es de tamaño mediano, muy macizo, con cierta reminiscencia de pitbull. Y, como mencioné anteriormente, si bien por suerte para mí generaba mucho reparo con su sola presencia, para actividades productivas, como las que realizaban los León, no era tan eficiente. Y ante la necesidad de Dalmira de contar con un perro pastor para ir a Molulo, pero además de poder tener también protección y compañía en Tilcara para ella y para don León, se vio en la obligación de conseguir un nuevo asistente.
Con una residencia más fija que Pilo, Negrito pasaba la mayor parte de los días en su casa de Tilcara acompañando a don León pero de manera inevitable, cada vez que yo llegaba a la mía, venían los dos corriendo desde donde estuviesen y los alimentaba. Luego de algunas horas, el primero se quedaba y el otro, casi siempre, regresaba a su casa. Negrito, a diferencia de Pilo, era un perro conocido por su bravura. Era un animal grande, parecía un lobo y también era completamente negro. Negrito, además, era territorial y protector, por lo que entrar a su casa en el pueblo o acercarse al puesto y al ganado en Molulo eran actos arriesgados, ya que protegía con fiereza y entonces cumplía con sus funciones pastoriles, con mucha más eficiencia que Pilo.
Entre la casa de los León y la mía, estaban los Guanuco. Esta familia tenía un perro de gran tamaño, era un pastor inglés con apariencia amigable pero, por algún motivo, se había obsesionado con Negrito. Las riñas entre ellos eran tan comunes como sanguinarias. Y, considerando que para ir de la casa de los León a la mía los perros debían pasar por donde estaba el enemigo, eran demasiado frecuentes. Cuando sucedían estas contiendas entre los dos perros, Dalmira agarraba un palo de escoba y pegaba a mansalva, yo tiraba piedras y agua para separarlos, y Pilo lloraba. Su nuevo amigo no tenía respiro. Cabe recordar que, alguna vez, Pilo y el pastor inglés habían sido al menos compañeros en sus primeras incursiones a mi casa, pero ante un intento de ataque del gran perro sobre mi ya amigo Pilo, lo comencé a echar para evitar inconvenientes futuros sobre el territorio de cada uno (figura 2).
Recuerdo que una vez llegué a la casa y había rastros de sangre hasta mi puerta. Tardé varias horas en enterarme del origen, y fue recién cuando llegó maltrecho el perro, casi a medianoche, que lo vi: a Negrito le colgaba una parte de su cara, cerca del ojo del lado derecho. Lo llevé de urgencia para que fuese cosido por una veterinaria en el pueblo vecino de Maimará y el posoperatorio llevó mucho tiempo, con riñas en el medio que obligaron a nuevas intervenciones.
Luego de acaloradas negociaciones entre los León y los Guanuco, a pesar de la negativa de esta segunda familia a tomar medidas, Dalmira decidió castrar a Negrito, para así apaciguar su fiereza. El pastor inglés no fue operado y las riñas siguieron sin interrupción. Para mi sorpresa, o no tanto, estas vivencias algo dramáticas, por lo encarnizadas, seguían fortaleciendo una linda relación con Dalmira. Para la mejor recuperación de Negrito, luego de la cirugía, ella me pidió dejarlo en mi casa un tiempo, mientras su carne y su piel cicatrizaban. Y su amigo Pilo velaba por él (figuras 3 y 4). La relación que se consolidaba con Dalmira iba encontrando así nuevas formas; el perro permanecía como facilitador del lazo, el cual seguía hallando puntos de contacto y divergencias en el andar. Pilo, además de tener una relación con Dalmira en su universo de pastor de Molulo, había entablado un vínculo conmigo, en su vida en el pueblo. El perro había establecido un puente, una conexión, entre ella (su familia) y yo, y luego había incorporado a la constelación de relaciones a su compañero Negrito, tanto en la casa de los León como en la mía.
Observando esta multidimensionalidad creada a partir de la relación compañía, retomo aquí las nociones de conexiones parciales y exceso nuevamente, en tanto cada uno de los involucrados (yo incluida) tenía una manera particular de comprender, parcial precisamente, la relación en la cual estábamos inmersos, y era desde allí que nos relacionábamos los unos con los otros (Strathern 2004).
La idea de un grupo de gente que es con perros me permite también pensar de forma más clara los excesos de la relación misma; esta, como desarrollaré en la siguiente sección, fue llevada de la vida a la muerte sin mayores tensiones por parte de los León, y para mí esa transición resultó un momento de quiebre; fue recién entonces que comencé a comprender que este perro, Negrito, era not only (no solamente) (de la Cadena 2015) el nuevo perro pastor, sino que Negrito era con don León.
Negrito y don León
Así pasó el tiempo. Pilo vivía conmigo y cumplía sus temporadas estivales y viajes intermedios a la comunidad de Molulo y Negrito iba y venía entre nuestras casas en Tilcara, con la misión de cuidar de don León cuando Dalmira andaba por el pueblo, y por supuesto también iba a los valles siempre que le tocaba. Eventualmente, durante los últimos meses del año 2013, don León, el marido bastante mayor que Dalmira, se enfermó: “un tumor maligno”. Las energías de la casa bajaron y su salud fue empeorando a pasos agigantados. Una persona mayor, como era el caso, de muy bajos recursos, quien había entregado su vida (como tantos miles en esa región) a trabajos rurales mayormente en los ingenios azucareros, no solamente mal pagados sino bajo condiciones paupérrimas, ahora viviendo en Tilcara, podía recibir poca y nada de la atención necesaria para tratar un tumor en el cerebro con metástasis.
Las idas a Molulo se intensificaron, ya que de esa manera Dalmira podía traer un poco de carne vacuna para vender en el pueblo y así completar sus ingresos para solventar los gastos extras que generaba el terrible cuadro médico de su marido. En esos viajes, Negrito y Pilo partían con ella y, considerando que no tenían mucha familia en el pueblo, yo pasaba algunas tardes a la merienda a estar con don León. A mí me gustaba acompañarlo y ayudarlo con cuestiones domésticas y a él, contarme historias de su vida. Si bien lo hacía por voluntad propia, al regreso recibía el visto bueno de Dalmira y me daba cuenta de que a ella la tranquilizaba saber que alguien velaba por su marido enfermo en su ausencia. La dinámica de nuestras casas encontraba en estos momentos nuevas formas. Si bien Dalmira se iba acompañada con los perros pastores que al ir a proteger el puesto y el ganado dejaban vacante su función en nuestras residencias de Tilcara, don León y yo, al quedarnos además sin la compañía canina, tratábamos de otorgárnosla entre nosotros. Los días de regreso del campo eran siempre muy agradables. Volvíamos a estar todos en Tilcara, ella conseguía dinero extra, los perros descansaban y siempre había algún asado o guiso familiar, aprovechando lo traído.
Pasaron los meses y un día la crucé a Dalmira por el pueblo, y con tono algo desesperado me dijo: “se me fue don León”. Como en el pueblo se conocen entre todos, y don León era popular por su participación en bandas locales pues era uno de los pocos ancianos que tocaban el erkencho8, luego de pocas averiguaciones, identifiqué el lugar del velatorio. Era en el barrio de La Falda también, sobre el cerro, en una casa familiar, a unas pocas cuadras de las nuestras.
En correspondencia con los ritos funerarios católicos, en una habitación de la casa se velaba el cuerpo con el cajón abierto, con una gran cruz eléctrica que iluminaba la cabecera, rodeado de familia y amigos que rezaban el Rosario sin respiro. En el patio, yacía Negrito. Estaba triste y casi no se paraba. Aún frente a mi temor de no ser reconocida en esta nueva locación, y quizá de ser enfrentada por el perro, Negrito me recibió con la cola triste. Nunca lo había visto así, sin siquiera ánimo para pararse, y sorprendía no verlo saltar enérgicamente como lo solía hacer. Pasamos algunas horas en esa ceremonia. Un amigo me había acompañado a saludar fugazmente para no importunar a la familia, pero fue tanta la insistencia que decidimos quedarnos a compartir, con las más de veinte personas ubicadas en mesas largas, el picante de mondongo, la sopa majada9, el vino y la gaseosa. Mi presencia de alguna manera fue tomada con afecto y humor, y echaba por la borda las suspicacias que había levantado don León por parte de su familia: “siempre nos contaba que una gringuita lo acompañaba a tomar mate cuando la mamá se iba a Molulo y pensábamos que alucinaba por la fiebre”, me dijo con simpatía una de sus hijas. Todos nos reímos. Esta constatación nos permitía seguir cruzando puentes, con cariño, a través de los perros, pero sin garantías de un entendimiento total, y mucho menos racional, de lo que para cada uno de nosotros implicaba nuestra relación ni los acontecimientos que se iban sucediendo.
Dejé pasar unos días y fui a la casa a visitar a Dalmira. Con el paso de los años, a través de la relación-perro, habíamos aprendido a compartir nuestra cotidianidad, nuestras historias y familias. Había llegado a su casa a través de Pilo, y con el correr del tiempo no era infrecuente que terminase participando de eventos familiares o simplemente buenos ratos con ellos. Para ese entonces, cuando falleció don León, yo había dejado el barrio de La Falda. De hecho, cuando me fui del cerro, para mi felicidad, Dalmira me cedió la tenencia completa de Pilo: realmente comía mucho, era demasiado afable para proteger su ganado y era más bien vago; en resumen, no le servía como pastor. Mi casa nueva estaba ubicada muy cerca de la anterior, aunque esta vez quedaba “abajo” de la de Dalmira. Es decir, desde mi casa nueva, veía hacia arriba mi casa vieja, la casa de los León y el cerro.
La primera sorpresa al llegar a la casa de los León fue ver que habían realizado una limpieza tan profunda que llamaba la atención. Hablamos un poco del velatorio, del entierro y de las ceremonias de los días subsiguientes, lo que me permitió observar la dualidad de la ritualidad católica y ancestral andina, no solamente en las grandes liturgias que se habían desplegado en el espacio público, sino que las podía sentir en el espacio doméstico más íntimo también. El lavado de la casa había sido realizado con un detalle y dedicación que realmente impresionaba. La casa de los León, como tantas otras en la región, estaba configurada por un patio de piso de tierra, con una cocina a leña a la intemperie, y luego una serie de habitaciones con piso de cerámicos que daban todas a este espacio común. Era tan llamativo el orden que conversamos del tema, y Dalmira me contó que debían limpiar bien para evitar que el alma de don León “quedase dando vueltas por ahí”. Después de un rato, quizá habíamos tomado un té, le pregunté lo que por alguna extraña percepción sospechaba. La respuesta fue concreta: “al Negrito lo despachamos para que acompañe a don León. Sufrió mucho él también acá con ese perro malo [el perro de los Guanuco], a ver si encuentra paz, y se acompañan como acá”. Y prosiguió, “lo mandamos con la ropita de don León, ayer, acá en el cerro. ¿No vio?”.
A la tristeza por la muerte de don León, a quien con los años había tenido el placer de conocer a través de sus relatos que pintaban una vida sumamente dura y sufrida (aunque muchas veces relatada con humor), y que no había terminado mejor, se agregaba otra pérdida. Ese día regresé a mi casa con los ánimos bajos, tratando de comprender, digerir, respetar y permitirme a la vez estar enojada y triste: a la ida de don León, debía sumar la de mi compañero perro, o más bien, el compañero perro de Pilo. Los perros son compañía, son copresencia, son protección y, claramente aquí, son familia. Es una relación como familia; entendida en términos de Strathern (2005), una relación que, como tal, incluye conexión y afinidad (67).
Una vez que fui aclarando la conmoción, atando cabos, me di cuenta de que al anochecer del día anterior había visto humo en el cerro (Bugallo y Vilca 2011), arriba de la casa familiar: era Negrito, yéndose al encuentro con don León. Para apaciguar mi propia congoja, quizá me hubiese servido en aquel momento asumir el desafío presentado al inicio de este trabajo, considerando lo que Mario Vilca propone tan bellamente, “pensar con ánimu” (Vilca 2015, 72), y así poder entender mejor ese encuentro que sucedería entre Negrito y don León.
De alguna manera yo había incorporado a Negrito a “mi familia”, junto con Pilo, así como para ciertas ocasiones yo me sentía parte de la familia de los León. Una vez sucedida la muerte de don León, no había dudas para ellos de que Negrito lo acompañaría a cruzar el puente hacia el más allá, pero, en lo que a mí respecta, ese arreglo que se planteaba entre nosotros a través de los perros en la dimensión de la vida (que me resultaba muy fácil de asir), se me presentó con sorpresa como una enorme divergencia: Negrito era Negrito para todos, pero en esa “traducción” de términos o, más bien, en el haber pensado que se trataba de una entidad unívoca fue donde se presentó la equivocación (Viveiros de Castro 2004). Ambas considerábamos a Negrito un perro negro y quizá hasta coincidíamos en cierta medida en cuáles eran sus funciones, pero, ante un acontecimiento particular, se desencadenó un despliegue de términos dentro de dos perspectivas ontológicas tan distintas, en las que no hubo comparación ni traducción posible. Precisamente, tuve que asimilar de manera abrupta una separación y quizá vislumbrar un puente que no pude cruzar, que evidenciaba ontologías divergentes; fue un quiebre, un exceso, para el cual yo no tenía herramientas suficientes que me permitiesen comprenderlo. Este momento fue sin duda la cristalización más clara de lo que era la especie compañera para Dalmira y lo que era para mí: fue comprender que estas especies compañeras forman parte tanto del mundo de los vivos así como de los difuntos y, fundamentalmente, de la transición que lleva de uno a otro. Negrito acompañó y protegió en vida a don León y luego, con su muerte, devino otro, parcialmente conectado, que en el despliegue de relaciones y prácticas posteriores a la muerte pasó a ser indispensable en la realización de esas experiencias.
Al intentar procesar todo lo que estaba sucediendo, no pude no pensar, de hecho, lo sigo haciendo, si de alguna manera torcí la suerte de Pilo, ya que él era el perro negro más antiguo en la casa de los León cuando yo llegué, y entonces al que deberían haber asignado tamaña responsabilidad. A la vez, quizá su poca eficacia como pastor/protector lo hubiese eximido de dicho compromiso de todas maneras.
Cruzando mundos, entre ríos y estrellas
Muere un hombre, muere un perro negro; estas dos entidades que han transitado vidas acompañándose emprenden un viaje hacia la muerte. Entonces, humano y perro se unen en un recorrido, moldeando una relación distinta, aunque no menos intensa, a la que los unió en vida. En muchas zonas de la región surandina y los Andes centrales los perros negros han sido elegidos para formar parte del despacho. En este caso, se entiende despacho como momento y espacio ritual de despedida del difunto (Ricard Lanata 2007) que, como veremos a continuación, aquí tuvo un momento litúrgico católico en el cementerio y luego se realizó el despacho familiar, sobre la ladera del cerro, con la confección de un pozo en el cual se ofrendó a la tierra (ver Vilca 2009). Negrito fue enviado con don León para acompañar y guiar al alma nueva a “cruzar el río”, así como también para realizar a través de él el envío con las pertenencias de don León. Como señala Abeledo (2017) para Pastos Grandes, provincia de Salta (Argentina), “la mayoría de los ritos funerarios está destinada a neutralizar el efecto negativo de su permanencia junto a los vivos”. Y es así que en distintas etapas del proceso ritual, “tales como el velatorio, el lavatorio de las prendas, la novena y el entierro del perrito, se procura asegurar el despacho del alma” (138). Los perros son mediaciones no humanas que acompañan la transición entre la vida y la muerte; son honrados al intervenir en este tránsito y participan como contraparte de una de las relaciones más poderosas que garantizan el pasaje de un mundo al otro (ver Abercrombie 1998; Bouysse-Cassagne 1997; Ricard Lanata 2007; Salazar-Soler 2015; Vilca 2009; Zuidema y Urton 1976, entre otros).
De alguna manera, como presenté anteriormente, los perros poseen la virtud de tener cierta flexibilidad ontológica, lo que les permitió en este caso cumplir funciones y establecer relaciones con cada una de nosotras, en nuestros propios términos, tanto en el mundo de los vivos como en el de los difuntos. Ante mi propia limitación para comprender la escena, frente al exceso, de la cual había participado Negrito, la imagen que se me presentaba mentalmente era bastante similar a la de los perros yendo con Dalmira hacia el puesto de pastoreo en Molulo, en donde la compañía se hacía también imprescindible.
En Llamerías, puna de Jujuy (Argentina), dice Vilca (2009) que el río se cruza montado en un perro negro, que en épocas anteriores fue también llamas del mismo color, y en K’ulta (Bolivia), observa Abercrombie (1998), aún se sacrifican estas dos especies para acompañar al difunto en su viaje espiritual hacia manxa-pacha (inframundo). De forma consistente aparece en numerosos relatos y etnografías que el despacho del animal se realiza siempre acompañado con un “atadito” (paquete armado de manera muy artesanal), el cual contiene ropa, generalmente nueva, alimentos, bebidas, hojas de coca, alcohol y elementos que eran de uso y agrado del difunto. Lo que en Quebrada, valles y puna jujeños se denomina “río”, en otras regiones se denomina “mar” o “gran lago”, aunque siempre, a pesar de tratarse de zonas mayormente semiáridas, es una división de agua lo que se debe cruzar (Vilca 2015). También nombrado como Jordán, el cual representa la Vía Láctea “como agua en circulación cósmica”, este río debe ser atravesado para pasar de un espacio al otro (Urton, citado en Vilca 2015, 77).
De forma generalizada, aunque existan variaciones menores, se menciona que cuando el difunto debe atravesar el agua es precisamente el momento en el que se encuentra con el perro, equipado, como se dijo, con sus ropas, bebidas y comidas, lo que le facilita al alma la posibilidad de llevarlo montado en su lomo u hocico, para luego seguir camino juntos. En todos los casos, se trata de un animal que ya formaba parte de la familia, con el cual ya había una estrecha relación, la cual probablemente era alimentada en miras a este momento decisivo. Zuidema y Urton ya lo encuentran en Arriaga ([1621] 1920), cuando postula que “los perros negros fueron criados y matados para llevar a sus dueños al país de los muertos” (1976, 113). Es entonces a través de estos registros que nos podemos acercar a la idea de un proceso de construcción de una relación en vida, altamente potente y duradera, que, con otras características, encuentra eficacia también durante el pasaje a la muerte. Se entiende así la relación, no solamente entre entidades, sino también las entidades como relación (Strathern 1995, 19), que le otorga a la relación-perro, en este caso, el valor fundamental que tiene en tanto entidad y también como proceso que garantiza el pasaje.
Ya en escritos de 1560, el corregidor del Cuzco, Polo de Ondegardo, señalaba que el transcurso de homenaje de los rituales de entierro a los difuntos llevaba ocho días10. En su etnografía entre los laymis ubicados al norte de Potosí (Bolivia), Olivia Harris señala el pasaje dentro del mismo tiempo para el duelo inmediato del difunto reciente (1983, 141). Si bien este periodo tiene estrecha relación con la novena católica, a la vez los testimonios hablan de una espera de una semana para despachar al perro y que este alcance al difunto, ya que, dicho por la misma Dalmira, “el animal anda más rápido”11. En otras palabras, como deben encontrarse para cruzar el río y el animal es más ágil, el “despacho” del perro con las pertenencias del difunto se hace días más tarde del fallecimiento de la persona, una vez finalizada la novena, para que alcance al alma antes de cruzar el río (Kauffmann 2010).
Cuando muere un hombre en la región surandina, deviene en ánimu, se desprende el alma del difunto. Bugallo y Vilca (2011) formulan que “el términoánimues propio del castellano andino y se relaciona con ‘ánimo’ y/o ‘ánima’, siendo que el vocablo original esanĭmaque significa ‘aire, aliento’, de él provienen tantoanĭmus-del que deriva ‘ánimo’- como alma”. Siguiendo lo planteado, para el caso estudiado, entiendo como ánimu una fuerza eficaz “que anima a todos los seres conduciéndolos a su plena realización”, lo que no refiere simplemente “a una noción de esencia” (Sendón 2008, 3); es por ello que Ricard Lanata (2007) lo considera como una “esencia en acto” (83), y entonces “elánimusolo existe en la medida en que produce una animación real: noes, si no se manifiesta desde el punto de vista sensible, es decir si no es perceptible” (80). Considerando el acontecimiento analizado en este artículo, me permito pensar, apoyándome en lo propuesto por Bugallo y Vilca (2011), que el ánimu puede ser tanto individual “como de un grupo de individuos ligados por características o relaciones, como por ejemplo una tropa de ovejas”, y entonces observar la unión de don León y Negrito en su viaje al mudo de los difuntos como un ánimu relacional.
Con respecto a la acción de “despachar”, y en concordancia con la elección de palabras de Xavier Albó (2007), Vilca (2009) dice que esta no solamente tiene el sentido de “despedir”, sino que se ha “constatado que en los comercios se dice ‘despachar’ por ‘atender’ o sea establecer una adecuada relación con el que viene a comprar algo. Entonces está relacionado con el intercambio en reciprocidad” (50). Siguiendo esta propuesta, me permito pensar la acción de “despachar” al perro para que acompañe al alma como una continuación de la relación en otro mundo, en donde la muerte no acaba con dicha relación, ni la relación termina con la muerte; y es a través del ritual del “despacho” que se establece dicha continuidad. En el caso que trato, fue con el “despacho” de Negrito que se realizó el “envío” con las pertenencias de don León. Y una vez más, remito al paralelismo semántico con la propia historia, recordando cuando Dalmira la noche anterior a partir a los valles me decía: “despáchemelo al Pilita”.
Nunca me pareció pertinente ni necesario saber cómo había sido efectivamente “despachado” Negrito, cómo había sido enviado al otro mundo; pero sí me contaron que sucedió sobre la ladera del cerro, con presencia puramente masculina, y que el lavado de las pertenencias que iban en el “atadito” había sido realizado por mujeres. Dice Gose (2004), en su trabajo sobre Huaquirca (Perú), que “la tradición de matar un perro negro en Wañaqota, el lugar del lavado de ropa […], evidentemente anticipa la necesidad del alma para cruzar el Map’a Mayo” (165). El Map’a Mayo, río sucio, es descrito por él como un obstáculo que el alma debe atravesar para llegar a Qoropuna, el cerro de los muertos; y será el obstáculo mayor que el perro ayude al alma a superar.
Reflexiones finales
Este artículo intenta sumarse, a partir de una reflexión basada en un acontecimiento sucedido en el ámbito doméstico-personal, a la posibilidad de descolonizar las formas en las cuales pensamos las relaciones entre nosotros y con seres no-humanos, u otros-que-humanos, analizando las múltiples trazas que toman las relaciones humano-humano, humano-perro y perro-perro durante la vida, y luego en el pasaje hacia la muerte, en la región surandina.
A lo largo del ensayo he recuperado ontologías otras que me permiten observar y explorar la convivencia entre especies y mundos. Haraway (2003) propone que los seres solamente existen (existimos) en relación, y de acuerdo con el análisis de los procesos abordados aquí, yendo más lejos aún, en la región surandina, esta noción se extiende hacia la muerte. Haraway (2003) señala también que, incluso habiendo confianza y amor en la relación humano-perro, no debe desconocerse la sumisión y la autoridad. Tal y como lo presenta Pallí (2006) en su comentario sobre The Companion Species Manifesto, “la relación perro-persona le sirve [a Haraway] para ver cómo la confianza, el respeto y el amor pueden emerger también en situaciones configuradas por el poder y la violencia” (244). Aunque en términos generales no considero que la relación asimétrica entre humano y perro se subvierta en ninguno de los momentos relacionales analizados, recalco una vez más la enorme potencia que adopta el perro para el momento del cruce del río. La relación desigual, de subordinación, del perro frente al humano puede no revertirse por completo, pero sin duda este no solamente gana cierta agencia y valor desde su despacho, sino que puedo pensar que lo hizo a lo largo de su vida, considerando cuál sería su función siguiente, de acompañar y proteger, pero sobre todo garantizando el pasaje del ánima del mundo de los vivos al de los muertos. En este sentido, es válido pensar que, desde la experiencia de Dalmira, Pilo, y luego Negrito, tenían una potencialidad que yo nunca consideré (figura 5).
He desarrollado a lo largo del escrito una reflexión sobre lo que llamé relación-perro que me permite abordar una variedad de interacciones que construyen puentes y facilitan cruces entre especies y mundos; y que a la vez crean un enorme universo de ambigüedad que remite al concepto de conexiones parciales utilizado a lo largo del texto (Strathern 2004), así como al de equivocación controlada (Viveiros de Castro 2004). Retomo estas nociones que me permiten adentrarme en un universo que presta atención a la inconmensurabilidad de los términos que las componen; si bien en este caso hay un aparente diálogo, entendimiento y complicidad entre humanos y perros, quizá haya que aceptar que, de todas maneras, no hay un conocimiento ni entendimiento total de unos sobres otros. Negrito comenzó siendo para mí el nuevo perro negro que vino a reemplazar a Pilo ante su falta de cualidades pastoriles, pero para mis vecinos, quizá desde su llegada, ya se trataba de una relación que debía afianzarse para ser llevada tan lejos como para acompañar a don León a transitar de la mejor manera su propio pasaje entre la vida y el más allá.
A pesar de haber tendido puentes y cruces a lo largo de nuestra relación, se hizo evidente que entre Dalmira y yo siempre existieron enormes divergencias, equívocos, que no se pudieron conciliar. Es decir, que no se creó una entidad singular unívoca, sino que se generó un universo que contuvo y a la vez fue contenido por las partes (Strathern 2004); y se generaron constantemente alrededor de estas relaciones ciertas limitaciones en el entendimiento que cada una tuvo de su lugar, posicionamiento, rol y efectos en la relación (Haraway 1991).
No he podido resolver las preguntas iniciales: ¿qué hace la muerte a las relaciones humano-perro en el mundo andino? y ¿cómo se transforma esta sintaxis perro-humano cuando uno de los compañeros parte al mundo de los difuntos? Primeramente, por la imposibilidad real de atravesar el puente entre mundos pero, además, por la ausencia de herramientas que desde mi propia ontología me permitan siquiera asir la sola idea. A pesar de ello, de no tener esta respuesta, tales preguntas me han acompañado y guiado en la búsqueda de una mayor apertura que me permita al menos comenzar a reflexionar sobre las divergencias. Acaso el considerar esta relación-perro como conexión parcial, como espacio equívoco, sea lo que finalmente me permite “pensar con ánimu” (Vilca 2015), intentando superar la bifurcación moderna sujeto-objeto, así como la propia diferenciación sobre la que insistimos a veces entre lo que es “etnografía” y lo que no lo es. Al fin, admitir la inconmensurabilidad de las entidades y relaciones involucradas en los cruces que exploré, y por tanto aceptando la imposibilidad de un entendimiento acabado entre Dalmira, los perros y yo, es que probablemente logré comenzar a entender qué puentes cruzó cada uno de nosotros y aceptar, simplemente, cuáles no pudimos cruzar.