En memoria de Alfonso Castaño
y en gratitud a la comunidad de Palmirita por sus afectos y enseñanzas.
Palmirita es un espacio rural comunitario -caracterizado en Colombia bajo la designación de vereda1-, que se encuentra en jurisdicción del municipio de Cocorná, departamento de Antioquia, al noroccidente del país. En este lugar, la violencia provocada por el conflicto armado generó una aguda crisis humanitaria que afectó los lazos afectivos y comunitarios; esto implicó que sus habitantes recurrieran a diferentes acciones para tratar de recuperar los vínculos sociales y territoriales que los constituían como comunidad. En el marco del conflicto armado, Palmirita fue escenario de una intensa disputa territorial entre 1994 y 2004, ya que sobre ella pesaba un interés geoestratégico, por estar encumbrada en el filo de una montaña, a menos de diez kilómetros de la autopista Medellín-Bogotá, y comunicar, además, en su parte posterior, con el cañón del río Santo Domingo. Esta ubicación fue de interés para el 9° Frente de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP) que, si bien tenía presencia allí desde 1984, en la década de los noventa alcanzó el dominio completo de esta vereda y las circundantes, las cuales le servían de retaguardia y corredor hacia otras zonas del Oriente antioqueño2; esta situación llevó a que el Ejército Nacional intentara tomar el control sobre la vereda. Hacia 2002, con el inicio de la Política de Seguridad Democrática del entonces presidente Álvaro Uribe Vélez, según lo expresó la comunidad “se prendió el problema”, pues se desarrollaron intensos combates que agravaron aún más las consecuencias del conflicto armado. A la coacción, los asesinatos selectivos, las extorsiones, los secuestros, y la siembra de minas antipersona que las FARC-EP venían cometiendo, se sumaron otros hechos violentos que sobrevinieron con los combates y en los que hubo responsabilidad del Ejército -confinamientos, retenciones arbitrarias, desapariciones forzadas y delitos en contra de la libertad las mujeres-.
En medio de los combates, el 9 de julio de 2004, acaeció el daño de mayor impacto colectivo para los habitantes de Palmirita. Ese día el 9° Frente de las FARC-EP obligó a la población de la vereda a desplazarse, todos los habitantes se fueron inicialmente al casco urbano de Cocorná, donde fueron acogidos por familiares o amigos, o se instalaron en albergues colectivos dispuestos por el Gobierno municipal; allí recibieron ayudas de la administración del municipio y del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), como kits de cocina y de aseo, mercados y algunos colchones; luego, varias personas se fueron hacia otras ciudades del departamento o del país.
Ese desplazamiento forzado implicó la pérdida de cultivos y animales -pollos y gallinas de engorde, principalmente-; además, algunas casas se derrumbaron y otras sufrieron deterioro por el abandono o porque les hurtaron puertas, ventanas y cables de energía. Entre 2005 y 2007, los habitantes de Palmirita empezaron a regresar por cuenta propia -sin el debido acompañamiento gubernamental que garantizara un verdadero proceso de retorno, regido por los principios de voluntariedad, seguridad y dignidad (República de Colombia 1997)3- y tuvieron que endeudarse en cooperativas y bancos para tratar de “levantar” las casas y fincas4. Pero además de las dificultades materiales, otro de los asuntos que debieron afrontar fue el miedo inoculado por los actores armados; a la comunidad de Palmirita la experiencia del conflicto armado le dejó “mucho miedo, mucha zozobra” (Jaime, habitante de Palmirita, taller para diagnóstico de daños ocasionados por el conflicto armado, marzo de 2018). El miedo invadió sus cuerpos y sus espacios comunitarios; un miedo que fue usado por los actores armados como estrategia de “política afectiva”, en la que este “funciona para contener algunos cuerpos de modo que ocupen menos espacio” (Ahmed 2015, 115) y hacer que pierdan la posibilidad de movilizarse en sus territorios de vida e, incluso, abandonarlos y obligarlos a desplazamientos forzados.
En la decisión de regresar a Palmirita, una de las primeras acciones de sus habitantes fue la de recuperar los espacios invadidos por ese miedo que inocularon los actores armados; fue así que el “juntarse” -pese al peligro de la presencia de minas antipersona- resultó una acción fundamental para reactivar la posibilidad de moverse por la vereda y movilizarse en pos de reconstruir sus modos y espacios de vida, al tratar de transformar aquellas emociones de miedo y tristeza en alegría y esperanza5. De este modo, emerge otra orientación emocional colectiva en la que “la esperanza instaura una imaginación positiva del futuro” (Bar-Tal 2001, 605) y recurre, no obstante, a la reactivación de prácticas colectivas incorporadas antes de padecer los daños del conflicto armado. Poco a poco fueron reapareciendo prácticas comunitarias -como convites o festivales- que han permitido recuperar la solidaridad, la alegría y la esperanza de construir proyectos comunes y visiones de un futuro compartido. La recuperación de esas prácticas, que ha adelantado la propia comunidad de Palmirita, es lo que este artículo pretende postular como un posible camino de reparación de los daños ocasionados por el conflicto armado.
Marcos de la reparación a víctimas
Respecto a los procesos de reparación a víctimas, cabe señalar que estos operan desde marcos legales que explícitamente postulan la reparación como un derecho; ya sea como derecho humano de las víctimas -que procede del Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH)- o como derecho que desde el marco de la justicia transicional lleva a que los Estados estén obligados a resarcir “los derechos violados, los daños sufridos y los perjuicios soportados” (Magarrell 2007, 2). Partiendo de este enfoque de derechos -que en Colombia tiene actualmente como marco jurídico general la Ley 1448 de 20116, conocida como “ley de víctimas”-, en nuestro país se han ido configurando otros enfoques que han surgido como complemento o crítica a este.
Es el caso del enfoque transformador postulado por Uprimny-Yepes y Guzmán-Rodríguez (2010) , quienes ven en los procesos de reparación una oportunidad para que la “justicia correctiva”, del derecho a la reparación que tienen las víctimas, coincida hasta cierto punto con la “justicia distributiva”, inherente al rol del Estado en su deber de garantizar el bienestar de todos sus ciudadanos, y se brinde así “resarcimiento a las víctimas y al mismo tiempo [se ayude] a transformar las desigualdades y a crear una sociedad más justa” (Muddell 2009, citado en Uprimny-Yepes y Guzmán-Rodríguez 2010, 260). Aunque este enfoque ya se ha reconocido y sistematizado como “un esfuerzo por armonizar, en contextos transicionales, el deber estatal de reparar a las víctimas con consideraciones de justicia distributiva” (OIM 2012, 38), lo que resulta problemático es que puede acarrear una tensa confluencia entre “justicia correctiva” y “justicia distributiva”, en donde los mecanismos de reparación se transversalizan con las políticas sociales del Estado -o incluso son absorbidos por estas-, difuminando el contexto particular de los daños y de los sujetos a reparar.
Igualmente, se han ido trazando miradas críticas a los procesos de reparación que se implementan desde el Estado, por su marcada verticalidad y compleja burocratización; varias de esas críticas han emergido desde un enfoque de acompañamiento psicosocial -que implica a su vez un enfoque diferencial- en el que se tiene en cuenta la participación directa de las víctimas en sus procesos de reparación, al visibilizar y potencializar distintas iniciativas que surgen “desde abajo” (Villa e Insuasty 2016), en contextos específicos, a través de relaciones horizontales y de mutuo apoyo que permiten tanto la recuperación de la dignidad (Villa 2013; Villa et al. 2016) como la recuperación comunitaria (Cardona, Arroyave y Ramírez 2019). En esa misma línea de relaciones horizontales, con sentido terapéutico, también se han ido labrando investigaciones e intervenciones desde el campo de la salud mental (Arias 2019, 2017, 2014) y los procesos de justicia transicional asociados al “derecho a la memoria” (González 2014), en las que el recurso, material y simbólico al acto de tejer representa una forma cotidiana de resistencia y de cuidado de la vida, donde está implicada la reparación de los lazos comunitarios afectados por la violencia.
Si bien algunos de los elementos que se abordarán a continuación comparten las visiones de participación y horizontalidad -así como algunas relaciones con el contexto territorial7- expuestas aquí, a propósito del enfoque de acompañamiento psicosocial y del recurso terapéutico al tejido, el aporte de este artículo está en ahondar en las prácticas comunitarias cotidianas, en el análisis de su incidencia y persistencia en la producción de lo común, en espacios o contextos específicos, como clave para comprender los procesos de reparación de los vínculos morales y sociales afectados por el conflicto armado; ello sin pretender eludir o negar la obligación que tiene el Estado de garantizar el derecho que tienen las víctimas a ser reparadas. Para profundizar en esta línea, el desarrollo del artículo está orientado por las siguientes preguntas: ¿cuáles son las prácticas y escenarios implicados en el restablecimiento de los vínculos que hacen posible la vida en común tras el daño padecido?, y ¿qué tipos de acciones y actitudes emocionales configuran las comunidades para reparar los daños causados? Además, dada la metodología participativa de las investigaciones de las que surge este texto, se hace necesario también involucrarse y preguntarse por ¿cuáles son los compromisos morales que tenemos como investigadores con quienes han sido víctimas directas del daño?
Como se verá en la primera sección de este artículo, esta última pregunta implicó ser partícipes de las prácticas comunitarias de la población de Palmirita y, además, querer atender a sus expectativas respecto a una posible reparación colectiva. Las otras secciones del artículo tratarán de dar respuesta a las otras dos preguntas; en la segunda sección se aborda la descripción y análisis de la expresión la juntadera para explorar cómo el hecho de restablecer o fortalecer lazos morales, a través de un trabajo colectivo y cotidiano, puede resultar pertinente para explorar el carácter simbólico y narrativo de la reparación; en la tercera sección, la voluntad que ha tenido la comunidad de Palmirita para restablecer sus prácticas colectivas se considerará como una forma específica de “reproducción comunitaria de la vida” (Gutiérrez y Salazar 2019, 29), desde espacios rurales comunitarios, cuestión que será analizada y comparada con la noción de comunalidad que ha sido empleada para describir las prácticas comunitarias de culturas ancestrales de Oaxaca, México; dicha noción se tomará como referente para puntualizar algunos de los elementos que se pueden rastrear en torno a la producción de lo común (Gutiérrez 2018) en un espacio rural comunitario como lo es Palmirita. Finalmente, y a modo de conclusión, se perfila la defensa y el cuidado de esas espacialidades rurales como un nuevo o más amplio horizonte de la juntadera.
Variaciones ético-metodológicas
Además de la fase de revisión documental, el equipo de investigación realizó un trabajo de campo8 encaminado a llevar procesos y actividades propios de la metodología de la IAP, en particular, bajo el principio de “fomentar la participación y la autodeterminación de las personas y grupos implicados” (Rincón 2017, 77). La elección metodológica estuvo también acorde con la intención de vincular la investigación a la producción de la vida en común para “buscar creativamente procesos de interacción que beneficien a todos” (Rincón 2017, 107) y para ahondar en el conocimiento práctico que surge desde la comunidad participante, en perspectiva de recuperar los vínculos afectados por el conflicto armado. El enfoque investigativo fue cualitativo y en él se privilegió el conocimiento de la realidad a partir de las visiones y prácticas de los propios actores sociales y de las lógicas que guían sus comportamientos y acciones sociales (Galeano 2004). Este enfoque de investigación permitió conocer las experiencias de reparación desde las vivencias y subjetividades de las propias víctimas del conflicto, así como las formas de poner en discusión y construcción colectiva lo que han vivido. Para el análisis de la información obtenida en el trabajo de campo y la revisión documental se utilizó Atlas.ti.
En consonancia con la metodología y el enfoque señalados, se implementaron talleres participativos -entendidos como técnica reflexiva que permite la integración entre teoría y práctica y el intercambio de conocimientos desde los participantes (CEO 2003)- para el diagnóstico de los daños ocasionados por el conflicto armado, así como de los procesos de reparación, de la participación de las víctimas en esos procesos y de las expectativas y emociones asociadas a sus reparaciones; además, se llevó a cabo la devolución de resultados y convalidación de estos en presencia de la comunidad de Palmirita.
La devolución de los hallazgos estuvo enmarcada en las orientaciones éticas del proceso investigativo. Dichas orientaciones tuvieron además en cuenta el compromiso de respetar la voluntad de las personas participantes, de que fuese publicada o no la información suministrada; en este sentido, se recurrió al consentimiento informado para el manejo y protección de la información provista por quienes participaron en la investigación, cuya inclusión estuvo delimitada por el hecho de ser víctimas del conflicto armado. Se previó además el apoyo de un psicólogo, quien fue parte del equipo de investigación, en caso de que alguno de los participantes entrara en crisis emocional durante los talleres.
Como parte de las orientaciones éticas -y en concordancia además con la metodología IAP-, hacia el final del trabajo de campo se decidió, entre los habitantes de Palmirita y el equipo de investigación, cruzar las expectativas que ellos tenían respecto a una posible reparación colectiva -materializada como se verá a continuación, en la acción autónoma, y a la vez mancomunada, de restaurar la escuela- y lo que nosotros estábamos indagando sobre el carácter narrativo y simbólico de la reparación moral, desde una práctica y una espacialidad rural concreta.
Los habitantes de Palmirita ya habían intentado encontrar los medios para restaurar su escuela; sin embargo, no lo habían podido lograr a través del financiamiento de instancias públicas o estatales debido a que no contaban con la titulación del predio en el que esta se encuentra. Dicho predio fue donado hace mucho tiempo por la primera maestra que hubo en la vereda, para que allí se construyera la escuela, pero hasta la fecha sus herederos se encuentran en un complicado proceso de sucesión y no se han puesto de acuerdo para cederlo legalmente a la Junta de Acción Comunal (JAC)9 de Palmirita. Cuando les consultamos sobre sus expectativas para obtener una forma de reparación colectiva, estuvieron de acuerdo en que la restauración de la escuela, en tanto espacio importante para la vida comunitaria de la vereda, sería una acción concreta para ello. Acordamos iniciar una acción común mediante el trabajo colectivo en los convites10, en los que ellos y nosotros participaríamos. De nuestra parte, gestionamos además la consecución de varios aportes: la obtención de la pintura a través de la contribución de una empresa; el acompañamiento de la Asociación Campesina de Antioquia (ACA)11, para la recuperación del jardín y el montaje de una huerta comunitaria en la escuela, y la participación solidaria y puntual de tres estudiantes de la Facultad de Artes de la Universidad de Antioquia para la realización de varios murales en las fachadas y en el interior de la escuela. Para esto último de los murales, desde el equipo de investigación, se hicieron diferentes actividades que, a través de gestos, movimientos y emociones, involucrasen a los habitantes de Palmirita con el fin de que en los murales se pudiesen visibilizar diversos elementos simbólicos en los que reconocieran sus vínculos con la vereda y lo que les había motivado a regresar y reafirmar allí sus proyectos de vida.
Valga señalar que el recurso a la práctica de los convites, para la restauración de la escuela, en cierto modo terminó saliéndose del formato al que estaba habituada la comunidad, pues quienes participaban más comúnmente en estos eran hombres adultos, mientras las mujeres en general se quedaban desempeñando labores de cuidado. Sin embargo, en los encuentros para restaurar la escuela, fueron los habitantes de Palmirita, que venían participando en la investigación, quienes lograron convocar y juntar un amplio grupo de personas de la vereda que colaboró activamente: niños, niñas, adolescentes, jóvenes, hombres, mujeres, adultos de temprana y de mayor edad. En esos convites participamos con intensidad del trabajo comunitario, pero también del proceso de restablecer o fortalecer lazos morales en los que el hecho de compartir y cooperar solidariamente fue también motivo de alegría y festejo.
Por nuestra parte, aquellos convites nos enseñaron que el trabajo comunitario conlleva la posibilidad de participar de la alegría de una vida dignificada a través de la unión y la solidaridad, cuando la vida se ha menoscabado “desde el punto de vista afectivo y psíquico como resultado del deterioro de los vínculos comunitarios y de su esterilización securitaria” (Bifo 2003, 65). Esa esterilización a la que nos hemos acostumbrado en las grandes urbes contemporáneas, en las que la seguridad produce un efecto de compartimentación y aislamiento individual tal, que no somos capaces de reconocer a quien vive en la proximidad física y se dificulta efectuar un trabajo en común.
Además, con la restauración de la escuela aprendimos que a través del trabajo comunitario se tejen e incorporan vínculos sociales basados en la interdependencia y solidaridad. Es así como, de la posible interpelación sobre “cómo ser solidarios”, emerge una relación con el horizonte de la reparación moral que incumbe no solo a las personas que han sido directamente afectadas por los hechos violentos del conflicto armado, sino también al conjunto de la sociedad en la que esos hechos han ocurrido e incluso han sido permitidos o aclamados12. A propósito de este interrogante, sobre las obligaciones morales que tenemos con quienes han sido víctimas directas del conflicto, la experiencia de la restauración de la escuela sirvió para identificar la necesidad de un reconocimiento intersubjetivo del daño, desde el cual poder configurar relaciones que conlleven un compromiso social con la reparación, que trate de hacer aflorar una nueva orientación emocional colectiva en la que experiencias como el miedo y la desconfianza se puedan transformar en solidaridad y esperanza.
La participación en la restauración de la escuela convirtió la pregunta de investigación en experiencia y aprendizaje común, desde una dimensión afectiva del trabajo comunitario. Para el equipo de investigación -y quizá también para la comunidad de Palmirita- resultó ser una vivencia cercana -aunque no de las mismas proporciones- a lo que Franco Berardi “Bifo”, en una entrevista realizada por Fernández-Savater (2014) y en referencia a una sublevación colectiva, ha nombrado como “complicidad afectuosa de los cuerpos”, que resulta compatible con lo que aquí se ha trabajado desde la orientación emocional colectiva; una complicidad activada por un trabajo comunitario que favoreció el fortalecimiento o la recuperación de una afectividad social y que permitió restaurar las condiciones emocionales de la solidaridad. Y es que si bien en lugares como Palmirita -al igual que en otros tantos del Oriente antioqueño y de la geografía nacional- el conflicto armado afectó la vida en comunidad y, en particular, sus expresiones endógenas de unión, el hecho de recibir nuestra cooperación significó recobrar, en parte, la confianza para restablecer vínculos sociales, no solo como un asunto intracomunitario sino también como algo que se amplía a una esfera y a una afectividad social de la que no habían sentido un marcado apoyo durante sus afectaciones por el conflicto armado. Se trata de un gesto de solidaridad que no se ciñe a las respuestas que el Estado social de derecho se supone debería prestar, que tampoco responde a ayudas que encubren intereses económicos o políticos individuales ni está relacionado con ese espíritu caritativo que ve en el dolor del otro un estado de indefensión a partir del cual sería lícito hablar y actuar en su nombre; es más bien un gesto en el que se expresa una ética “ligada a la socialidad o al ‘vínculo contingente’ del dolor mismo” (Ahmed 2015, 63) y cuya exigencia consiste en que “debo actuar en relación con aquello que no puedo conocer, en vez de actuar en tanto sé” (Ahmed 2015, 64). Es decir, el reconocimiento del dolor del otro no implica que deba apropiármelo, ni siquiera en la operación reductora del conocimiento; el dolor del otro es lo que me desborda, me obliga a abandonar la indiferencia, dejando, no obstante, la posibilidad de abrir espacios y lenguajes para que se escuche, resuene y tramite en una dimensión social.
La juntadera
Al finalizar la restauración de la escuela, nuestro trabajo de campo estaba también por culminar. Cuando nos disponíamos a partir de la vereda, don Alfonso, cantautor y participante activo de los convites, para despedirse nos dijo: “qué buena es la juntadera y qué triste que se acabe” (Alfonso, habitante de Palmirita, conversación informal con el autor, octubre de 2019). Esa expresión, la juntadera, quedó resonando como clave para pensar y nombrar una producción de lo común, a través de ese “esfuerzo cotidiano y reiterado de generación y cultivo de vínculos fértiles ligados a la reproducción material y simbólica de la vida” (Gutiérrez 2018, 14).
El término en cuestión no es de uso común, como sí lo es la expresión “juntanza” que alude a la acción y efecto de reunir un conjunto de personas con un fin o reivindicación específica. De hecho, esa expresión es ya abiertamente utilizada por movimientos sociales como, por ejemplo, el feminista que habla de “juntanza de mujeres”, en tanto estrategia de protección y reivindicación política. En el contexto del proceso investigativo, en cierto modo, esa expresión fue reformulada o resignificada por don Alfonso, a través de lo que él nombró como juntadera, imprimiéndole un sentido jovial a las acciones que llevan a juntarse, a actuar colectivamente y a obtener un efecto o producto de ello.
El sufijo “dera”, en su carácter más castizo, permite formar sustantivos a partir de verbos, con lo cual se indica el instrumento o herramienta para hacer lo señalado por el verbo. Así, por ejemplo, en el caso del verbo “regar” con dicho sufijo se forma la palabra “regadera” o en el caso del verbo “agarrar”, la palabra “agarradera”. En América Latina, ese sufijo también se usa para formar sustantivos a partir de verbos, además para indicar exceso o reiteración de la acción que implica el verbo; es así como a partir del verbo “hablar” se forma la palabra “habladera”; de “gritar”, “gritadera”; de “preguntar”, “preguntadera”, etc. (Asociación de Academias de la Lengua Española 2016).
Es probable que de aquel uso castizo se pueda deducir que la juntadera sea una especie de instrumento para volver a juntar los lazos rotos o dañados por la violencia del conflicto armado; sin embargo, quizá sea el segundo uso del sufijo el más cercano al sentido de lo expresado por don Alfonso, pues para el momento en que utilizó esa palabra veníamos de juntarnos varias veces para realizar los convites con los que restauramos la escuela de Palmirita, los cuales, además, tenían como antecedente la realización de los talleres que se hicieron durante año y medio en el marco de nuestro proceso investigativo, así como la ejecución de un simposio sobre procesos de reparación a víctimas llevado a cabo en la Seccional Oriente de la Universidad de Antioquia. Don Alfonso asistió a los talleres y al simposio, en el que animó el cierre cultural interpretando algunas canciones, varias de ellas de su autoría. En los encuentros para restaurar la escuela participó activamente e incluso en la velada que organizó la comunidad como gesto de agradecimiento con nosotros -“los de la universidad” como nos nombraban los habitantes de Palmirita-. Allí volvió a interpretar algunas de las canciones por las que ya era reconocido por sus coterráneos y con las que había participado en el Festival de Talentos que se hace en la vereda. Don Alfonso tejió lazos de amistad con nosotros -el equipo de investigación- y quizá para él fue bastante significativo el hecho de que reconociéramos su talento musical y le animáramos en su voluntad de “grabar un disco” con sus canciones. Don Alfonso falleció el 25 de enero de 2020 sin haber podido concretar su voluntad de grabar el disco y sin haber recibido la reparación económica a la que tenía derecho como víctima de desplazamiento forzado. Él nos había comentado sobre su expectativa de recibir el dinero de la reparación para grabar su disco y de su deseo de conformar un semillero de música en Palmirita para no dejar perder la tradición musical de la vereda.
De don Alfonso nos quedan sus anhelos y el testimonio de un alto compromiso con su vereda, pero también un fuerte indicio de cómo hacer comunidad. En aquel uso jovial del término juntadera -que ahora podemos definir como la acción reiterada de juntarse para realizar trabajos colectivos-, se encuentra una forma de producción de lo común, del hacer comunidad. En este sentido, podemos estar de acuerdo con Raúl Zibechi cuando afirma que “la comunidad no es, se hace. Cada día, a través del hacer colectivo de varones y mujeres, niñas, niños y ancianos, quienes al trabajar reunidos hacen comunidad, hacen lo común” (2019, 59); e incluso podemos concluir con él que el juntarse asiduamente para realizar acciones en común es una práctica que da “vida, sentido, forma y fondo al hecho comunal” (2019, 59). Pero también podemos añadir que esa perseverancia en recurrir al acto de juntarse, para trabajar colectivamente, gana mayor relevancia a la hora de afrontar la devastación ocasionada por la violencia del conflicto armado, que afectó gravemente la vida en comunidad. En el caso de Palmirita, la intención de restituir, reproducir y regenerar prácticas colectivas cotidianas se ha convertido en el hilo y en la aguja con que la vida en comunidad se teje, se repara, se reanima y se abre a nuevos devenires.
La producción de lo común en las prácticas cotidianas de espacios rurales comunitarios
El hecho de juntarse para realizar convites y otras actividades de carácter colectivo no ha sido algo novedoso para los habitantes de Palmirita. Probablemente la oportunidad de juntarse con “forasteros” para realizar acciones colectivas no fuese tan frecuente, pero el juntarse entre ellos para ejecutar trabajos comunitarios sí que ha sido una práctica habitual, cimentada en las estrechas relaciones de solidaridad entre familiares y vecinos, práctica que, como ya se mencionó, ha sido retomada para la recuperación de sus espacios y modos de vida luego de padecer los daños del conflicto armado. De hecho, mientras estuvimos en la vereda era muy notoria su constante disposición para juntarse en lugares como la placa polideportiva y la misma escuela, donde se reunían y participaban de diversas actividades y festejos comunitarios.
En Palmirita, la mayor parte de los asuntos relacionados con obras de infraestructura comunitaria -como el mantenimiento o reparación de caminos o de espacios como la escuela- se resuelven mediante convites. También se hacen eventos, como festivales y torneos deportivos, entre otros, para recolectar fondos y financiar dichas obras. Cabe señalar que en distintas localidades del Oriente antioqueño -y quizá en otras de la geografía de Colombia-, los trabajos colectivos que se realizan mediante convites parecen tener un sentido de tributo, pues para su ejecución los integrantes de la comunidad deben aportar con trabajo o con dinero. Aunque es de destacar que se trata de una forma de trabajo que escapa a un proceso de explotación, también es necesario reconocer que en ocasiones los convites son instrumentalizados por instituciones estatales, tanto municipales como departamentales y nacionales, para depositar en las comunidades la responsabilidad de ejecutar muchas obras públicas o de infraestructura comunitaria. Esto último es entendible desde una perspectiva de corresponsabilidad social; sin embargo, el problema es que esas obras, que se ejecutan mediante un trabajo comunitario, son presentadas como un logro de la institucionalidad e incluso son usadas para obtener prebendas políticas, como el hecho de asegurarse un botín electoral representado por los votos de la comunidad de una vereda.
Ahora bien, más allá de los intereses políticos con los que se instrumentaliza ese trabajo colectivo de los convites, es conveniente reiterar que lo evidenciado y reivindicado en Palmirita ha sido la voluntad de recuperar prácticas comunitarias cotidianas que contribuyan a regenerar y actualizar los vínculos y las afectividades sociales que el conflicto armado dañó. Los habitantes de Palmirita recurren al relato de un pasado perdido o deteriorado -en el que prevalecían y eran comunes diferentes prácticas de unión, solidaridad y festividad-, para proyectarlo como una narración desde la cual sería posible reparar los lazos morales afectados por el conflicto armado. Se trata de una narración que directamente pone en sus relatos la esfera de lo comunitario, que elige recurrir a la regeneración y actualización de prácticas cotidianas en las que se reconocen y se narran como comunidad y que, con ello, intenta además restablecer los lazos afectados.
La elección de rescatar y regenerar prácticas comunitarias está relacionada con la construcción y actualización de una vida en comunidad en la que coexisten diferentes procesos. A propósito de las actuales reflexiones que se están elaborando en torno a lo común, la Revista de Estudios Sociales de la Universidad de los Andes publicó en 2019, un dosier sobre “Reinvenciones de lo común” en el que sobresalen “tres grandes orientaciones critico-conceptuales” (Fjeld y Quintana 2019, 3): una que atañe a las formas de vida que se instituyen en comunidades marginales al tratar de generar alternativas al capitalismo neoliberal y que está vinculada principalmente con autores de la “antropología de lo común”, como María Inés Fernández Álvarez (2019) y Nashieli Rangel Loera (2019) ; otra más afín al pensamiento sociológico y filosófico de Pierre Dardot y Christian Laval (2019) , en donde “lo común se entiende como una praxis instituyente, en el sentido de necesitar de prácticas, usos, relaciones, reglas y costumbres para su reproducción” (Fjeld y Quintana 2019, 3) y, finalmente, otra también de corte filosófico en la que la construcción de lo común parte de la identificación de “los actores y el mundo que estos últimos comparten según modos variables de repartición de lugares y de roles, así como las situaciones y formas de transformación de dichas situaciones” (Rancière 2019, 79-80).
Si bien cada una de estas tres orientaciones compete a diversos rasgos del caso aquí estudiado, en lo que concierne a los procesos materiales, afectivos, narrativos y simbólicos de la construcción y actualización de la vida en comunidad, en un contexto rural como el de Palmirita, resulta más pertinente y específico recurrir a lo que Raquel Gutiérrez postula sobre la producción de lo común, en tanto resultado de “un esfuerzo cotidiano y reiterado de generación y cultivo de vínculos fértiles ligados a la reproducción material y simbólica de la vida” (2018, 14). Uno de sus referentes para pensar esa producción de lo común es el término comunalidad, que se ha formulado desde las prácticas comunitarias presentes en los espacios rurales de las culturas ancestrales de Oaxaca, México. Para Gutiérrez, uno de los retos que se tiene para poder entender dicho término es el de desligar “el Nosotros -que sostiene la comunalidad- de la ontología y la epistemología, ligándolo con lo vivencial […] lo vivencial, entendido como flujo integral de anhelos y trabajos concretos” (Gutiérrez 2018, 12).
Aunque en el caso de la vereda Palmirita no se trata de una comunidad con “cultura ancestral” -pues su historia compete a un proceso de colonización agrícola que data de aproximadamente siglo y medio-, la figura de la comunalidad se tomará como referente para analizar algunos rasgos, elementos o ingredientes que emergen a través de prácticas comunitarias cotidianas y que permiten puntualizar ciertos modos en los que se construye comunidad o se da una producción de lo común en espacios rurales comunitarios.
Según el antropólogo Jaime Martínez Luna (2013) , uno de los autores que ha acuñado y reivindicado el término comunalidad en América Latina, este fue elaborado justamente a partir de las prácticas del trabajo cotidiano en las que se reproduce y actualiza la organización de las comunidades ancestrales de Oaxaca; él divide esas prácticas en cuatro formas de trabajo: 1) el trabajo para la decisión, esto es, el juntarse para realizar asambleas y tomar las decisiones que incumben a la comunidad; 2) el trabajo para la coordinación, es decir, el ejercicio de cargos de autoridad dentro de la comunidad; 3) el trabajo para la construcción, que consiste en el trabajo colectivo no remunerado realizado por los integrantes de la comunidad como aporte a esta -en México ese trabajo colectivo se denomina “tequio” y, por lo aquí anotado, resulta muy similar a lo que en nuestro contexto conocemos como “convite”-, y 4) el trabajo para el goce, es decir, la fiesta.
Ese primer trabajo, referido a un sistema asambleario, Martínez Luna lo concibe como una “comunalicracia” (2003, 28) que lleva a que “el poder resida en la comunidad” (2016, 193), mediante un paciente ejercicio de la palabra para la toma de decisiones, un ejercicio que proviene de la espiritualidad propia de los pueblos originarios y que hace de la asamblea un “espacio espiritualizado” (2009, 99). El segundo trabajo se refiere a la práctica de la autoridad como una forma de construcción común, no de un poder que tiene pretensiones individuales ni de apropiación de los espacios y las cosas. La autoridad es ejercida de manera temporal y gratuita como servicio a la comunidad; quizá solo sirva para ganar prestigio o aprecio, en la medida en que se contribuye con la coordinación de actividades y procesos que competen a la comunidad, pero no es un medio para escalar económica ni socialmente. El tercer trabajo se refiere a actividades cotidianas que se realizan de manera colectiva y que también son comprendidas como un modo de servir a la comunidad. Finalmente, el cuarto trabajo consiste en las actividades destinadas al festejo de la vida misma, que pueden tener también una relación con la espiritualidad de los pueblos originarios, pero que comprenden además prácticas de vinculación y de integración social; se trata de actividades en las que el goce no emerge como algo inmediato, obtenido por un objeto, sino como algo que se vive en común: la fiesta en comunidad.
Según Martínez Luna, la comunalidad es la suma de esas cuatro formas de trabajo colectivo en donde resulta difícil pensar a un individuo aislado de su contexto, del espacio específico que habita. Al respecto señala:
Somos comunalidad, lo opuesto a la individualidad, somos territorio comunal, no propiedad privada; somos compartencia, no competencia; somos politeísmo, no monoteísmo. Somos intercambio, no negocio; diversidad, no igualdad, aunque a nombre de la igualdad también se nos oprima. Somos interdependientes, no libres. Tenemos autoridades, no monarcas. Así como las fuerzas imperiales se han basado en el derecho y en la violencia para someternos, en el derecho y en la concordia nos basamos para replicar, para anunciar lo que queremos y deseamos ser. (2009, 17)
Se trata de la elección de una forma de relación social en la que las prácticas comunitarias cotidianas activan y actualizan las fuerzas para construir y sostener una vida en común. En este sentido, la comunalidad se entiende no como algo asociado a una esencia o idea de lo común, sino como producción específica de lo común, esto es, lo común en tanto producto de las prácticas singulares que se tejen y reiteran en los espacios vividos.
De aquellas cuatro formas de trabajo de la comunalidad, la que guarda mayor similitud con las prácticas colectivas presentes en la comunidad de Palmirita es la tercera, que ya fue ilustrada aquí con la figura del “convite”. Respecto a las otras tres, podremos encontrar algunas afinidades -pues de hecho tienen actividades cercanas a la asamblea, el ejercicio de la autoridad y la fiesta-, pero habría que puntualizar las diferencias más notorias.
En Palmirita la práctica de la asamblea es afín a las reuniones de la JAC que tienen lugar todos los primeros lunes de cada mes. Cabe mencionar que, luego de tomar la decisión de regresar a la vereda después de haber tenido que desplazarse forzadamente, una de las primeras iniciativas de la comunidad fue la reorganización de la JAC para volver a encontrarse, tomar decisiones conjuntas, planear y proyectar la reconstrucción de su vereda y la recuperación de la vida en común afectada por la experiencia de la guerra y del desplazamiento. Valga aclarar que la JAC no tiene las características de ese “espacio espiritualizado” de la “comunalicracia”; que incluso, en ocasiones muy específicas, puede estar permeada por intereses políticos que, como ya se sugirió respecto a la instrumentalización de las obras comunitarias realizadas mediante convites, ven en la vereda la posibilidad de obtener algunos votos. Sin embargo, lo que notamos en la mayor parte de su hacer es que en ella persiste la voluntad de constituirse en un espacio comunitario del que puede seguir emanando solidaridad, autonomía y dignidad -como lo demuestra el antecedente de reconstruir la vereda desde esta institución comunitaria-.
En la JAC, que es también uno de los lugares donde tiene cabida el ejercicio de la autoridad en la vereda, nos tocó presenciar cambios en los haceres y funciones de integrantes de la comunidad. Durante nuestro trabajo de campo fuimos testigos de que por primera vez se eligiera a una mujer como presidenta de la JAC. Antes de profundizar en este hecho, hay que puntualizar que el ejercicio de la autoridad en la vereda se da, efectivamente, como una forma de servicio a la comunidad y que sirve además como cargo para la mediación o interlocución de las necesidades y problemas ante instituciones externas, de carácter público o privado. Respecto al hecho de que una mujer haya sido elegida presidenta de la JAC, hay que decir que resulta significativo en el contexto de una cultura patriarcal como la del Oriente antioqueño donde en general son los hombres quienes toman protagonismo y detentan el uso de la palabra y del poder13.
Más allá de que hayamos sido testigos del acceso de una mujer a un cargo de autoridad, como el de la presidencia de la JAC, es importante destacar el lugar, el trabajo y la participación de las mujeres para sostener la vida en las tramas comunitarias de la vereda. Entre ellas han tratado de generar algunas relaciones solidarias de trabajo, agrupándose, por ejemplo, para la elaboración de jabones y el montaje de una botica de plantas medicinales que han proyectado con el apoyo de la ACA, organización con la que vienen formándose políticamente a la par que forjan proyectos para una vida digna, proyectos que atraviesan cuestiones de género y que van hasta el cuidado y la defensa del territorio. Respecto a la importancia de las labores que realizan las mujeres en el Oriente antioqueño, Mateo Valderrama, integrante de la ACA, anota lo siguiente:
El trabajo de cuidado que ellas realizan sostiene una vida en común que se teje a partir de diferentes espacios como la casa, la finca, la vereda, los ríos, los espacios organizativos y otros espacios que se producen en relación con las luchas sociales: los convites, las escuelas de formación, las asambleas, los paros14, las marchas, entre otros. (2018, 197)
Lo anterior lleva a reconocer no solo el trabajo, sino también el lugar de las mujeres en la restitución y actualización de los lazos y vínculos comunitarios. En Palmirita, el trabajo y la participación de las mujeres se evidencia por toda la vereda: en la JAC, en los trabajos comunitarios, en los cultivos, en la guardería, en la educación primaria y secundaria; también en los lugares de recreación es común encontrar mujeres, niñas y adolescentes haciendo deporte o participando de diferentes juegos.
Respecto al trabajo para el goce, es de resaltar que, además de las diferentes actividades que pueden identificarse como fiestas -verbigracia, el Festival de Talentos, las Fiestas del Retorno, entre otras-, es frecuente encontrar en la vereda un “aire festivo” que acompaña las diferentes labores cotidianas, así como las actividades recreativas y deportivas que se ven constantemente en la escuela y en la placa polideportiva. De ahí que no resulten extrañas las palabras que quisieron inscribir en uno de los murales que se hicieron para la restauración de la escuela, como símbolo de su comunidad: Vivir, Soñar, Sonreír, Ser feliz (figura 1).
Quizá esas palabras no puedan asociarse a la espiritualidad ancestral de las culturas donde se ha originado la reivindicación de la comunalidad; sin embargo, probablemente puedan ser el símbolo de una espiritualidad vinculada con la potencia de unas vidas que han decidido volver a unirse en la cotidianidad, después de todas las fracturas causadas por el conflicto armado, con el ánimo renovado de defender y cuidar su territorio. Es como si el hecho de poder volver a juntarse constantemente fuese uno de los principales motivos para “Ser feliz”.
Hacia otros devenires de la juntadera (a modo de conclusión)
Para juntarse y realizar acciones colectivas es necesario generar espacios que permitan y propicien el encuentro con otros; paralelamente, es también menester reconocer que existen maneras diferentes con las que la vida cotidiana se inscribe en un espacio específico y adquiere significados singulares para quienes lo habitan. En el caso de un espacio rural comunitario como el de Palmirita, la relación con la tierra y lo que ella produce configura formas de sociabilidad que se reafirman y actualizan cotidianamente a través de esos vínculos o identificaciones con el territorio, así como mediante trabajos o acciones colectivas al servicio de la comunidad. Desde esta perspectiva, la cuestión de la comunidad, o de cómo concretar la producción de lo común en un espacio como el referido, está relacionada con prácticas cotidianas en la que subsiste o se reafirma una complicidad afectiva de los cuerpos con su territorio y la emergencia de un sentimiento de esperanza en tanto orientación emocional colectiva que, en palabras de la comunidad, se traduce en “el deseo de vivir en tranquilidad, sin miedo” (Susana, habitante de Palmirita, taller sobre emociones y expectativas en torno a la reparación, abril de 2018). En los espacios rurales comunitarios como Palmirita, el territorio es el suelo en el que se yergue la comunidad, el suelo que se comparte afectivamente y necesita ser cultivado mediante acciones que fortalezcan ese afecto.
En torno a las prácticas cotidianas de espacios rurales comunitarios se configura una praxis que permite comprender y encauzar las fuerzas y los afectos sociales empeñados en regenerar los vínculos deteriorados por la violencia del conflicto armado. Prácticas comunitarias como las enunciadas aquí contienen “el poder de participar en la producción de «fuerzas sociales»”, que se engendran bajo la capacidad que las personas tienen de relacionarse y juntarse solidariamente, y crean “una unidad en lo diverso” (Stengers 2019, 230) que, empero, es constantemente puesta a prueba y puede abrirse a otros devenires.
La unión que expresa la juntadera no está exenta de ponerse a prueba a través de la experimentación de lo que ella permite agenciar; juntarse para algo no siempre resulta eficaz, pero de ello se aprende, con ello se pone a prueba la cohesión y permanencia del proceso organizativo de las fuerzas sociales. Como ocurrió en Palmirita, cuando se avistó la posibilidad de formular un Plan Integral de Reparación Colectiva (PIRC), que debía ser aprobado y gestionado desde el laberinto burocrático de la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas (Uariv)15, fue la misma comunidad la que finalmente, en lugar de postularse para dicho plan, prefirió abrirse a una movilización política afín a sus intereses comunitarios y territoriales; fue así que se unió al Movimiento Social por la Vida y la Defensa del Territorio del Oriente Antioqueño (Movete), de carácter regional, en el que la posibilidad de la reparación de las comunidades campesinas debe pasar por la defensa y el cuidado del territorio.
Entre esta doble opción subsiste lo que ya hemos diferenciado entre las nociones de reparación y recuperación (Cardona, Arroyave y Ramírez 2019), donde la primera se relaciona de manera más directa con las acciones que el Estado -dentro de marcos jurídicos y administrativos, como los desarrollados en Colombia con la Ley 1448 y la Uariv- debe cumplir en pos de resarcir los derechos que se les han vulnerado a las víctimas, y la segunda corresponde a las acciones realizadas por las propias comunidades con el fin de recobrar sus modos y espacios de vida, de resignificar su relación con el territorio y de reactivar o fortalecer sus vínculos sociales
La juntadera subsiste entonces como correlato de una comunidad que se afirma y amplía en pos de la defensa y el cuidado de su territorio. No se trata de una mera consigna, sino del reto que se tiene en el horizonte de disputa por los bienes comunes y modos de vida comunitarios de los espacios rurales; en ese horizonte, la acción y participación de las comunidades rurales se abre a la construcción de autonomía, al reconocimiento territorial y a las alternativas de reproducción de la vida.