En los últimos cuarenta años, en lo que se conoce como el giro forense, la arqueología y la antropología forense se han consolidado cada vez más como herramientas valiosas en contextos que han sido o son actualmente marcados por la violencia en masa, la guerra y el conflicto armado (Ferrándiz 2013; Garibian, Anstett y Dreyfus 2017). El giro supone que estas dos ramas de la práctica forense han devenido en pilares de la búsqueda de personas dadas por desaparecidas (Congram, Green y Tuller 2016; Quinto-Sánchez y Gómez-Valdés 2022), la validación de facto de la condición de víctima (Olarte-Sierra y Castro 2021), la imputación de cargos -ya sea individuales o de carácter grupal para crímenes como genocidio, etnocidios y otros escenarios de violencia masiva-, entre otros asuntos cruciales para los derechos humanos (Dutrénit 2017; Ferrándiz 2010; Fondebrider 2002; Fournet 2017). Es decir, la arqueología y la antropología forense han ganado relevancia en contextos judiciales, humanitarios y de reivindicación de derechos y luchas sociales, como es el caso de la memoria histórica y la reconciliación.
En el entorno judicial y de cumplimiento de la ley, tanto la antropología como la arqueología forense ofrecen material e información para quienes toman decisiones sobre hechos específicos de casos particulares (Cole 2013; Rosenblatt 2015). Dado el carácter científico de la práctica forense, estos elementos tienen la potencialidad de ser considerados evidencia y, así, jugar un papel relevante en la administración de justicia (Cole 2013; Fournet 2017). Sin embargo, el saber forense ha también permeado contextos de acción humanitaria -ya sean desastres naturales, casos de violencia en masa o la muerte y desaparición de combatientes en guerra-, en los que la búsqueda, recuperación y entrega de restos humanos de víctimas a sus familiares constituye un mecanismo para contribuir a la mitigación de su sufrimiento y un acto de dignificación de lxs muertxs (Cordner y Tidball-Binz 2017; Huffschmid 2015). Por otro lado, y para hacer más claro el alcance actual de las prácticas forenses, estas también han ganado espacio en escenarios tanto civiles como institucionales de recuperación y documentación de la memoria histórica de los hechos violentos (Gassiot 2008; Zarankin y Salerno 2008). En estos ámbitos lxs expertxs forenses actúan como testigxs de violencia (CNMH 2014) y participan de la producción de protocolos para tratar con las víctimas (Toom 2018)1. Asimismo, cuando operan como peritxs independientes, establecen puentes de comunicación entre las víctimas y las autoridades (Bustos 2022).
Un asunto central de la práctica forense desde la antropología y la arqueología es que su metodología de búsqueda, localización, recuperación, análisis, identificación, restitución y entrega de restos óseos de personas que sufrieron una muerte violenta (de cualquier naturaleza) hace patente y de manera innegable las marcas que la violencia y las violaciones de derechos humanos dejan sobre los cuerpos de las víctimas. Por ello, podemos decir que la antropología y la arqueología forense amplían el testimonio de la violencia de manera que nos hacen partícipes a todxs como individuos y ciudadanxs de lo que las víctimas sufren de manera individual (Olarte-Sierra y Castro 2021). En otras palabras, la antropología y la arqueología forense contribuyen a hacer público y colectivo el sufrimiento individual.
En este sentido, las prácticas forenses tienen un carácter evidentemente político (García-Deister 2022; M’charek 2017; Melenotte 2022; Rousseau 2015). Los cuerpos muertos tienen un valor político indudable (Smith y García-Deister 2017; Verdery 1999). Esto debido a que los cuerpos que son producto de violencias tienden a reaparecer y a demandar que su existencia y la forma de su muerte sean reconocidas (Parrin 2022; Rosenblatt 2010). Familiares y organizaciones civiles se han encargado de mantener presente la dimensión política de los cuerpos en tanto buscan a lxs desaparecidxs, reclaman la identificación de los restos y exigen a los Estados actuar para detener la violencia (Robledo 2016). Asimismo, la arqueología y la antropología forense son políticas también porque, tal y como lo señalan Garibian, Anstett y Dreyfuss (2017), “el momento de la exhumación siempre depende [tanto] del contexto político (y a veces geopolítico), como de la política nacional de la amnistía o la política local de la memoria” (13). De esta manera, lxs antropólogxs y arqueólogxs forenses son actores centrales en las producciones, experiencias y narrativas de violencia que como sociedad civil tenemos a disposición (Olarte-Sierra y Castro 2021). Además, su trabajo se trata de una práctica política que tiene la posibilidad de favorecer o desfavorecer experiencias y relatos particulares, así como despolitizar algunas muertes y sobrerrepresentar unas por encima de otras que, como efecto, resultan invisibilizadas (Olarte-Sierra 2022; Rousseau 2015; Smith y García-Deister 2017; Torres 2022). Si bien el carácter científico de la arqueología y antropología forense no se pone en duda, las contribuciones que hacen estas disciplinas a la reconstrucción del pasado y del presente violento se ha problematizado para que no sea considerado neutral y sin efectos tangibles en las sociedades sobre y dentro de las que se produce. La invitación es, pues, a que se tenga presente que las interpretaciones de lxs antropólogxs y arqueólogxs forenses moldean y dan sentido al pasado que desde estas disciplinas se construye y se narra (Moon 2013; Robledo 2017; Rousseau 2015).
El debate en torno a la objetividad y la neutralidad es un tema recurrente en la literatura científica forense. La experimentación sobre el sesgo de confirmación ha sido protagonizada por Itiel Dror et al. (2021), mientras que las antropólogas Winburn y Clemmons (2021) aseveran que la objetividad es imposible. Rodríguez et al. (2021) intentan distinguir entre objetividad y neutralidad. Sin embargo, posteriormente, insisten en que el humanitarianismo -bien ligado con la neutralidad- no puede ser entendido como “una equidistancia entre víctimas y perpetradores” ni puede ser “indiferente a crímenes de lesa humanidad o de cualquier forma de violaciones de derechos humanos” (2021, 378-382).
Es por ello, por el carácter político y la creciente preponderancia que la antropología y la arqueología forense están ganado en las discusiones y acciones sobre violencia en masa y conflicto armado, que convocamos a este dosier. Nuestra intención ha sido que, desde una postura crítica, se abra un espacio para abordar las complejidades, matices, posibilidades y tensiones que conllevan las prácticas forenses de arqueología y antropología. De igual manera nos interesa mostrar su relación con otras disciplinas y modos de producir conocimiento forense, cuando son aplicadas en contextos de violencia en masa y conflicto armado. Con este número buscamos aportar y nutrir las discusiones sobre los efectos de la práctica forense -en un sentido amplio- en los espacios sociales donde se disputan la verdad, la justicia y la reparación en procesos violentos que han tenido lugar en los siglos XX y XXI en diferentes geografías. Esto tanto en contextos de justicia transicional, procesos de paz y ejercicios de memoria como en escenarios de agitación social por (in)acción del Estado ante violaciones de derechos humanos. De esta manera, buscamos tender puentes entre la arqueología y la antropología sociocultural, articuladas a través del conocimiento producido desde la práctica forense.
Este número especial está conformado por siete artículos y un relato fotográfico en los que la imbricación de las prácticas forenses con el paisaje forense (el cual, según muestran los textos, no es solo el río, la selva y el desierto, sino también las casas, las calles, la morgue, la corte e incluso las redes sociales) pone de manifiesto la ampliación de los ámbitos de aplicabilidad de la antropología y la arqueología forenses y su necesaria articulación entre sí y con otras disciplinas. Los artículos se resisten al diagnóstico fácil y simplista de la violencia reciente y contemporánea en Bosnia y Herzegovina, Colombia, México y Perú, donde se ubican espacio-temporalmente los estudios de caso. Van un paso adelante del ejercicio reductivo de ver a la arqueología y la antropología forense como metodologías apolíticas de recuperación de evidencias. Por el contrario, proponen que más allá de los protocolos y métodos establecidos de las buenas prácticas forenses, que en principio se comparten internacionalmente, estas disciplinas pueden incidir en la sociedad y en los contextos más específicos en los que se emplean.
El dosier empieza con un ambicioso artículo en el que Rafael Tomás-Cardoso (2023) hace una revisión crítica del desarrollo histórico y el panorama actual de la antropología forense y sus ámbitos de aplicación, con especial atención a los campos de actividad en torno a la violencia social y política, como contextos de vulneración de los derechos humanos. Este análisis permite correlacionar geografías, contextos sociales, trayectorias de formación, métodos y campos de actuación de las disciplinas forenses. De este modo, emergen algunas particularidades de las escuelas europeas, norteamericana o latinoamericana en función del quehacer de la antropología forense en regiones con problemas y requerimientos específicos (accidentes, grandes catástrofes, contextos de conflicto y guerra o situaciones de violencia política y civil contra grupos poblacionales). El texto también aborda las cuestiones epistemológicas y éticas de la práctica de la antropología forense que cobran un peso especial alrededor del estudio e intervención en contextos de violencia política y conflictos civiles, rodeados de fuertes debates ideológicos y políticos. Tomás-Cardoso enfatiza el trabajo autorreflexivo que realizan lxs antropólogxs forenses en torno a su quehacer. Gracias a este la antropología forense se constituye en un instrumento para la reflexión pública, la sensibilización y conciencia social en torno a la violencia política, pues ofrece recursos para un debate público y la construcción de marcos sociales de convivencia, conciliación, empatía y ejercicio del perdón.
El siguiente artículo, a cargo de Edixon Quiñones Reyes y Maria Inés Barreto Romero (2023), se centra en el conflicto de la antigua Yugoslavia de 1992 a 1995 durante el cual se cometieron toda suerte de violaciones a los derechos humanos, incluidas masacres, ejecuciones arbitrarias, desaparición de personas, ocultamiento de cadáveres y enterramientos en fosas clandestinas. Lxs autorxs analizan el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) -instaurado en 1993 y disuelto en 2017- como un ensamblaje multidisciplinario y multinacional que ejemplifica la aplicación de la arqueología y la antropología forense en contextos de violencia masiva, derivada de conflictos armados. Dicho tribunal convocó, entre otros, a especialistas latinoamericanxs provenientes de Argentina, Guatemala, Colombia y Perú. A partir de un análisis bibliográfico, de documentos recientemente desclasificados y de su propia participación en las operaciones forenses de Bosnia, Kosovo y Croacia, lxs autorxs destacan los aportes de la arqueología y la antropología forense a las investigaciones del Tribunal. La excavación sistemática de los sitios de enterramiento, por parte de arqueólogxs, aunado al minucioso análisis de los restos de las víctimas, por parte de antropólogxs, permitió reconstruir no solo los mecanismos causantes de las muertes de los restos hallados en decenas de fosas, sino además, por un lado, evidenciar los itinerarios de los cuerpos a lo largo de distintos sitios de ejecución y enterramiento y, por otro lado, identificar fosas primarias y secundarias.
El minucioso trabajo de colaboración entre las diferentes disciplinas permitió demostrar la intencionalidad detrás de estas acciones y la enorme movilización de recursos humanos y de infraestructura orientada a intentar ocultar los crímenes cometidos. Así, a partir del análisis de elementos geológicos y artefactos y restos humanos, se consolidaron las evidencias que, junto al testimonio de sobrevivientes y familiares de las víctimas, permitieron esclarecer el modus operandi de lxs perpetradorxs del genocidio. El modelo de investigación establecido por el Tribunal, señalan Quiñones Reyes y Barreto Romero,
marcó un hito importante a nivel de las investigaciones forenses, permitiendo definir pautas de lo que se debe y no se debe hacer en casos de conflicto a gran escala. La mayor enseñanza probablemente sea que el trabajo forense en conflictos de gran escala, como el ocurrido en los Balcanes, requiere de equipos interdisciplinarios con amplia experiencia, lo cual permite optimizar en gran medida las labores a realizar. (2023, 63)
Sin duda, los equipos forenses latinoamericanos, dada su experiencia en contextos de violencia política y civil, destacan entre los que han logrado reconfigurar sus prácticas para ajustarse con buenos resultados a nuevos contextos de violencia masiva.
El tercer texto nos lleva a Colombia, donde Daniel Castellanos y Mónica Charlotte Chapetón reflexionan sobre otra relación interdisciplinar: la que existe entre la antropología forense y la necropsia medicolegal. En Colombia, la labor de la antropología forense se enmarca en la de la necropsia medicolegal, por lo que, argumentan lxs autorxs, “sus alcances y objetivos tienden a ser invisibilizados en la investigación de las muertes” (2023, 73). Esta tensión está atravesada también por los requerimientos, ya sea de la investigación judicial o del trabajo de identificación humanitaria, que demandan de lxs forenses un anclaje diferenciado con el ámbito legal. A diferencia de otros países de América Latina, la antropología forense en Colombia se desarrolló principalmente por una iniciativa del Estado, y esto ha marcado también las pautas para el ejercicio de esta disciplina dentro de las instituciones gubernamentales. Lxs autorxs analizan no solo estos encuadres, sino que se adentran también en los fundamentos teórico-metodológicos de la antropología forense en relación con la medicina legal. Hacen un llamado a pensar en la antropología forense menos como una técnica y más como “una ciencia transversal que inicia en la dimensión cultural y termina en la dimensión biológica de la muerte” (Corcione 2018, 39 citado en Castellanos y Chapetón 2023, 86). Sin duda, este texto participa al igual que los otros artículos del dosier en la valorización de la antropología forense como una disciplina que incide en la sociedad más allá de las paredes del laboratorio o la morgue.
También situándose en Colombia, el artículo de Gabriela Fernández-Miranda y Juan Pablo Aranguren-Romero (2023) aborda un aspecto pocas veces mostrado del trabajo de quienes se dedican a la antropología forense en contextos marcados por una violencia duradera. Se trata de la experiencia de frustración que experimentan lxs profesionales forenses al realizar su trabajo en torno al esclarecimiento de violaciones graves a derechos humanos. No se trata únicamente del desgaste emocional que implica la reconstrucción de eventos traumáticos a partir del análisis de las evidencias en las cuales el sufrimiento humano ha quedado inscrito, sino que, para realizar bien su trabajo, lxs peritxs también deben establecer una relación con lxs familiares de lxs desaparecidxs, incorporar sus testimonios y reclamos y de alguna manera tomar una posición respecto del dolor y el sufrimiento que investigan. A partir de una metodología mixta que combina entrevistas semiestructuradas y el análisis autobiográfico, lxs autorxs muestran la importancia de la experiencia emocional de lxs profesionales forenses como un ámbito relevante para la configuración actual de la antropología forense en Colombia. En particular destacan la incidencia factores como escenarios políticos complejos, dificultades del contexto geográfico para adelantar los procesos de búsqueda, situaciones de impunidad de larga duración y las altas expectativas por parte de lxs familiares de las víctimas respecto del hallazgo de los restos en el sentimiento de frustración de lxs antropólogxs y arqueólogxs forenses. El mostrar y comprender los modos en que lxs antropólogxs forenses sortean estas dificultades, redefinen sus objetivos y “triunfos”, y gestionan su resistencia a la frustración provee valiosas enseñanzas para un país (y una región) en el que la naturaleza persistente de la violencia requerirá de esfuerzos sostenidos y muchas generaciones de profesionales capaces de continuar con una labor titánica y emocionalmente demandante, pero fundamental.
Colombia vuelve a ser el terreno de análisis del cuarto artículo. La violencia del conflicto armado, muestran Yennesit Palacios Valencia, Jarlescy Maturana Abadía y Jesús Kilmer Valoyes Mosquera (2023), tiene un impacto étnico diferencial en las comunidades afrodescendientes y los pueblos indígenas. Una intervención militar, como lo fue la Operación Génesis que en 1997 desplazó a miles de personas de la cuenca del río Cacarica, muestra la complejidad causal de las violaciones graves a los derechos humanos y sus múltiples consecuencias. La naturaleza del fenómeno necesariamente incide en lo que se considera un buen peritaje, el cual, argumentan lxs autorxs, debe incorporar una perspectiva étnica diferencial e interseccional. A través del estudio de caso, lxs autorxs destacan también la importancia de la antropología social y forense en la valoración de las pruebas documentales y periciales que permitirán a los tribunales establecer decisiones judiciales en un escenario de justicia transicional. Los tres textos centrados en Colombia muestran que aun en el mismo país, no se puede hablar de un perfil homogéneo ni de víctima ni de antropólogx forense, así como tampoco se puede hablar de un solo tipo de hecho o de proceso de investigación o de verdad o de justicia. La potencia de la arqueología y la antropología forense radica en buena medida en su multiplicidad.
Los últimos dos artículos del dosier nos trasladan a México, un contexto cuya violencia nos recuerda por su magnitud a los contextos masivos de Bosnia y Herzegovina, pero cuya tenacidad nos remite invariablemente al país hermano de Colombia. México también ha sido escenario, en la última década, del surgimiento de un tipo particular de expertx forense: las personas buscadoras. Se trata en su mayoría de madres y familiares de las personas desaparecidas quienes, ante la inacción del Estado mexicano por buscar, localizar e identificar a sus familiares, se han organizado en colectivos de búsqueda cuyo trabajo en buena medida ha sustituido las labores del Estado. Ambos artículos se centran en el trabajo de estos colectivos.
El primero, escrito por Sergio Salazar Barrón (2023) , adopta una metodología interesante basada en la “observación etnográfica digitalmente mediada” de las transmisiones realizadas por el colectivo Madres Buscadoras de Sonora desde los crematorios y fosas clandestinas localizadas del 23 de diciembre de 2020 al 9 de julio de 2021 en el valle de Guaymas al sur del estado de Sonora, México. Dos características de las transmisiones llaman la atención del autor: 1) que se realizan a través de una página de Facebook y 2) que son videos de muy baja resolución. Ello contrasta con los mapas digitales de alta resolución elaborados por periodistas independientes o por grupos de investigación para quienes la representación visual ocupa un lugar epistemológicamente privilegiado, como Forensic Architecture. El autor busca reconstruir la geografía de las transmisiones de las madres buscadoras y las interpreta como formas de sostener un devenir buscadora digital de baja resolución. Así, la transmisión en tiempo real de la desaparición y de su búsqueda permite construir un foro forense en el que se aglutina un público (al momento de la observación la página tenía cerca de cuatrocientos mil seguidorxs) cuya presencia virtual “atestigua” una estrategia de des o contra-victimización pública de las madres buscadoras.
El artículo final es un texto potente escrito por María Torres y Lindsay Smith (2023). Parte de la siguiente premisa: sin el trabajo de las buscadoras (grupos colectivos principalmente conformados por mujeres que buscan a sus seres queridxs) no habría fosas clandestinas en México, solo desaparecidxs. Durante los últimos diez años los movimientos de autoorganización forense han puesto al descubierto miles de fosas clandestinas que el Estado mexicano no ha podido ignorar. Al analizar tres casos de investigación forense comunitaria en tres espacios distintos del país (un río en el Estado de México, el desierto en Coahuila y el bosque húmedo en Veracruz), las autoras muestran cómo las buscadoras reimaginan una de las prácticas centrales de la antropología forense, la excavación, y generan con su trabajo nuevas relaciones con la historia, el espacio y el lugar. Del análisis etnográfico y comparativo de estos tres casos emerge una nueva categoría: la de la práctica forense profunda (deep forensics) que se realiza a contrapelo de los “levantamientos exprés” (excavaciones rápidas y someras que no prestan la debida atención a los protocolos forenses) preferidos por las autoridades y que permite comprender los contextos enredados de la “violencia estratigráfica” en el México contemporáneo. Las autoras argumentan que estas prácticas emergentes que realizan las buscadoras nos obligan a repensar el tiempo sincrónico de la crisis forense que refiere el Estado mexicano, para pensarlo como un tiempo diacrónico en el que la estratigrafía se vuelve un método tanto de la arqueología forense como de la antropología social.
El relato fotográfico que se incluye en este dosier es una muestra del trabajo del Equipo Peruano de Antropología Forense (EPAF) y ejemplifica la aplicación de la antropología forense -por parte de una organización no gubernamental- a la investigación de crímenes y desapariciones forzadas de gran escala2. A través de la lente del fotógrafo Alain Wittmann, vemos el trabajo del EPAF con la Fiscalía Especializada de Ayacucho. El Caso de Putis es la fosa más grande excavada en Perú, donde se recuperaron los restos de 92 mujeres, hombres y niñxs. Respecto de este caso, hay quienes no quieren reconocer un pasado violento: “hay que pasar la página”, dicen. Siguiendo la metáfora, otrxs contestan que hay que leer la página antes de pasarla. El EPAF nos hace leer y entender la historia verdadera: una masacre de campesinxs en al año 1984. Después de estas muertes tan violentas llegaron el EPAF y la Fiscalía, quienes cariñosamente expusieron los esqueletos de las víctimas y los reconstruyeron cuidadosamente, ya que habían sido fragmentados con armas de guerra. La masacre ocurrió el mismo año que se formó el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), el primero de varios equipos especializados en América Latina. Sin embargo -al igual que ocurre en muchos casos en Argentina y en otros países de la región- el trabajo en Putis inició 24 años después de la masacre. Las identificaciones científicas durarían muchos años más. Las fotografías que incluimos en este número especial hacen visible la violencia adicional que resulta de aplazar la justicia y la verdad, la cual se advierte plenamente en la ropa de las víctimas del caso Putis y Chuschi, pues estas se encuentran en estado muy degradado por el entorno (no)natural en el que se vieron obligadas a permanecer desde hace tanto tiempo.