En este artículo presentaré, desde el análisis del discurso, los sentidos y significados de la descolonización en el marco del conflicto del Tipnis, en particular, alrededor de la VIII Marcha Indígena. Tanto su composición histórica como sus acciones y discursos hicieron de esta movilización un contrapeso ético-discursivo que se disputó puntos nodales frente a toda la sociedad boliviana, dentro de lo que denomino la “narrativa del Estado plurinacional”. Es decir, de los pilares discursivos y simbólicos del nuevo Estado inaugurado en 2009, tras la redacción y aprobación de una nueva constitución. De tal conflicto resaltan interesantes lecciones sobre los debates relacionados con horizontes descolonizadores y los diversos caminos que toman sus interpretaciones y prácticas.
¿Cómo supo interpelar la VIII Marcha Indígena al gobierno de los movimientos sociales en Bolivia en 2011? ¿Cómo construyó la VIII Marcha Indígena un andamiaje discursivo para hacer frente al gobierno de los movimientos sociales? ¿Cuáles son las lecturas sobre el proceso de descolonización desde el punto de vista del Estado y su Gobierno progresista, frente a las acciones de los pueblos de tierras bajas?
Para ello propongo una comparación de narrativas, en las que se piensa el conflicto político del Tipnis como un campo de lucha, en el que aplico el concepto de campo propuesto por Bourdieu (1990). Es decir, una trama de relaciones y posiciones, en este caso contenciosas, alrededor de un interés común -la construcción o no de una carretera- y un marco simbólico común a las posiciones de los actores -la narrativa del Estado plurinacional-.
Mediante este campo de lucha utilizaré algunas herramientas propias del análisis crítico del discurso. Con ellas puede decantarse una lectura sociológica e histórica de las perspectivas que se enunciaban en los procesos contenciosos desde su dimensión simbólica. Cabe aclarar que, aunque no pretendo desarrollar un ejercicio técnico que se dedique a desmenuzar la compleja trama semiótica o lingüística del discurso, me valdré de este enfoque metodológico para elaborar una lectura sociológica de los imaginarios sociales bolivianos desplegados durante el conflicto del Tipnis.
Siguiendo la propuesta metodológica de Jäger (2001), se comprende el discurso como un enmarañamiento de hilos discursivos que son, a su vez, procesos discursivos temáticamente uniformes presentes en los textos. De esta forma, es posible identificar y analizar lo que se trama en el acontecimiento discursivo1 del conflicto del Tipnis y las tensiones que se generaron en la narrativa del Estado plurinacional. Por otro lado, considerando esta trama de hilos discursivos en un campo de lucha política, la noción de point du capiton (traducida al español como punto nodal), propuesta por Lacan y desarrollada por Laclau (2006), nos permite nombrar anudamientos de hilos discursivos alrededor de significantes cuyo peso en el campo político atrae y condensa imágenes, narrativas y debates. Los puntos nodales fijan el sentido y anclan a su alrededor los hilos que lo atraviesan. Es decir, son significantes cuyo peso genera atracción y gravitación de otros significantes y les otorga un sentido equivalente.
De esta manera, realizaré un cruce de documentos oficiales del Estado, declaraciones de prensa, relatos y crónicas sobre la VIII Marcha Indígena, además de los debates académicos al respecto para comprender la batería discursiva del Gobierno y la de los pueblos indígenas movilizados en la VIII Marcha Indígena.
La narrativa del Estado plurinacional
Las investigaciones de Tórrez y Arce (2014), Nicolas y Quisbert (2014) y Postero (2020) sobre las configuraciones simbólicas del nuevo Estado boliviano y la emergencia de nuevos símbolos, rituales y performances institucionales, así como la reivindicación de historias de luchas subalternas, dan cuenta de cómo cambiaron los cánones de legitimación política en Bolivia. A partir de estos estudios puede decirse que la narrativa del Estado plurinacional es una constelación de historias, discursos, imágenes y signos que funge como renovado sostén discursivo del Estado. En este marco, los imaginarios de las luchas entre fuerzas antagónicas, construidas por medio de la experiencia histórica, son la materia prima de la narrativa del Estado plurinacional (Tórrez y Arce 2014).
En otras palabras, la narrativa del Estado plurinacional constituye un nuevo pero frágil régimen de verdad (Foucault 2007) en la vida institucional y política de Bolivia.
Sintéticamente, los puntos nodales de la narrativa del Estado plurinacional son2:
Lo indígena: los sentidos de lo indígena son claves en la consolidación del Estado plurinacional. La fusión de los imaginarios de lucha “india” se dan como mito fundacional (nuestro origen) y como sujeto ético-revolucionario del nuevo Estado.
La descolonización: como veremos más adelante, es la bisagra discursiva que articula diversas historias de luchas en una épica común.
Lo nacional-popular: parafraseando a Tapia (2013), lo nacional-popular refiere al emerger de la nación desde el seno de la sociedad frente al Estado aparente (Zavaleta 2009), es decir, frente a una construcción de Estado alienada de su sociedad.
La izquierda: dentro de las nuevas leyes, rituales y espacios memoriales, los imaginarios de izquierda se afirman como rasgo identitario del nuevo Estado.
El vivir bien: este principio ético político pregona una vida comunitaria en equilibrio con la naturaleza.
Lo plurinacional: se trata del reconocimiento e integración al Estado de las múltiples culturas que habitan el país. Una de las principales herramientas para este fin es el proyecto de construcción de autonomías territoriales.
La descolonización en la Bolivia del proceso de cambio
La descolonización, en tanto punto nodal de la narrativa del Estado plurinacional, atrae y anuda diferentes hilos discursivos respecto a la historia de luchas indianistas, al papel del Estado boliviano, a la economía y a las diferentes versiones de antiimperialismo.
En primer lugar, la crítica y la resistencia a la persistencia colonial en la sociedad boliviana del siglo XX tuvieron como referente principal el movimiento indianista-katarista. Desde el indianismo de Reynaga (2010) se reconocía la existencia yuxtapuesta de “dos Bolivias”: la Bolivia blanco-mestiza y la Bolivia india. Esta noción no refiere solamente a las mayorías minorizadas e invisibilizadas, sino a “la diferenciación histórica de recorridos, la diferenciación política establecida como resultado de la Conquista y la tensión de tal relación, que en determinados momentos adquiere niveles explosivos” (Macusaya 2019, 100).
El movimiento indianista-katarista apuntaba de forma radical al colonialismo institucionalizado como un “instrumento de colonización mental” (Reynaga 2010, 185, citado en Macusaya 2019, 140), que daba cuenta de un orden simbólico y estructural racializado. En ese marco sería necesaria una revolución que hiciera prevalecer a la Bolivia india en términos de restauración de mundo. Esto quiere decir un proceso de revolución sociocultural y político-institucional (poder indio) que, además, pugnaba por una crítica al sistema capitalista, tal como propone Quispe (1990) en su manifiesto Tupak Katari vive y vuelve... carajo.
Entonces, una primera comprensión de la descolonización apunta a la lucha antagónica y recomposición cultural y simbólica de los pueblos indios frente a la Bolivia “blanco-mestiza”. Las memorias e imaginerías indianistas-kataristas fueron una fuente clave de la que abrevó la narrativa del Estado plurinacional y sus efectos instituyentes.
Ahora bien, tras la victoria del Movimiento al Socialismo (MAS) - Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (IPSP) en 2005, se puso en marcha una serie de proyectos para la “descolonización del Estado”. El Plan Nacional de Desarrollo de 2006, propuesto por el Gobierno de este partido, planteaba la emancipación de la herencia colonial dentro del Estado (Decreto Supremo 29272 2007). Se reconoce la composición “colonial” del aparato estatal en su funcionamiento cotidiano y la urgencia de desmontar todos los mecanismos explícitos e implícitos que connotan y denotan esta colonialidad.
El camino para la descolonización del Estado se plantea entonces como la construcción de una nueva institucionalidad que integre las visiones y narrativas históricamente negadas, sea durante el Estado colonial o el Estado republicano (Decreto Supremo 29272 2007).
En el plano económico, la descolonización está vinculada a las economías locales, “la descolonización implica en lo político aceptar las prácticas políticas de los pueblos sometidos y excluidos; en lo económico reconocer las economías de los pueblos agrarios y nómadas junto a las comunidades urbanas” (Decreto Supremo 29272 2007, 20).
Asimismo, pone un fuerte énfasis en el “Estado descolonizado” como redistribuidor de excedentes: “El Estado descolonizado controlará el excedente económico para el desarrollo ampliado de la vida humana, asumirá el rol productor y distribuidor de la riqueza nacional y cumplirá el papel rector de la actividad económica” (Decreto Supremo 29272 2007).
García (2013), intelectual y estudioso del proceso de cambio, considera que las actividades extractivas serían un punto de partida para la superación del orden colonial y, eventualmente, llegar a otro tipo de sociedad. Aquí el argumento clave es la generación de riqueza para la satisfacción de las necesidades de la población con justicia. La descolonización, entonces, sería una suerte de liberación económica.
Por otro lado, para la narrativa del Estado plurinacional, la descolonización está vinculada a una narrativa antiimperialista. Alrededor de estos significantes se busca articular un largo continuum del sentido a contrapelo de la historia, que inicia con las luchas anticoloniales, nacionalistas y antiimperialistas hasta la toma del poder en 2006 por parte de Evo Morales como punto cúspide en la construcción de la soberanía nacional.
Así, al mismo tiempo que se rompe con el pasado “colonial” que incluye la época republicana hasta la etapa neoliberal, se exaltan las luchas de los antepasados indios, en especial de Túpac Katari, en contra del “Estado Colonial”, el mismo que finalmente llega a ser abolido por el gobierno del MAS, guardián de la nueva Constitución y garante de la refundación estatal. (Makaran y López 2019, 117)
El conflicto del Tipnis
El Tipnis se encuentra ubicado entre los departamentos de Beni y Cochabamba y tiene una extensión de 1 200 000 hectáreas. Territorialmente, está conformado alrededor de los ríos Isiboro y Sécure, que fungen como ejes organizadores del ecosistema y de las comunidades que lo habitan. El estatus de “parque nacional” fue obtenido en 1965 bajo la presidencia de René Barrientos (Paz 2012).
Dentro del territorio viven 63 comunidades con una población que asciende a los 3 399 habitantes y pertenecen principalmente a tres pueblos: mojeño-trinitario, yuracaré y t’siman. A ellos se suman los sindicatos campesinos que habitan la Zona de Ocupación Colona, al sur del Tipnis, cuyo número de habitantes ronda los 13 328 según el Censo Nacional de 2012 (Colque 2017).
El proyecto carretero Villa Tunari-San Ignacio de Moxos empieza con la elaboración de su diseño final, mediante la Ley 3477, firmada por el expresidente Evo Morales en 2006, y cuya ejecución presenta avances hasta 2023 (Cahutin 2023). El objetivo oficial de la carretera es la conexión directa entre los departamentos de Cochabamba y el Beni, aunque en realidad ya se trata de una vieja proyección desde tiempos de la colonia y una demanda recurrente de líderes regionales del Beni a lo largo del siglo XX (García 2013).
Las investigaciones en relación con los efectos de la carretera son vastas y revelan impactos en la flora y la fauna (Vargas et al. 2012), posibles actividades extractivas (Jiménez 2011), desplazamiento de comunidades y agudización de problemas interétnicos (Paz 2012).
El conflicto del Tipnis emerge dentro de un panorama político de mucha estabilidad y fortaleza de la izquierda progresista y el Gobierno nacional. La refundación del Estado, por medio de una nueva constitución política, aprobada en 2009, estuvo acompañada de una segunda victoria electoral del MAS en 2010. En aquel momento, siguiendo a García (2010a), el bloque hegemónico ascendente logró consolidarse y la sociedad boliviana arribó a un punto de bifurcación, al dar los primeros pasos hacia una dirección distinta como país en lo que fue denominado el “proceso de cambio”.
Continuando con el contexto político de aquellos años, tras lo que García (2010a) denomina una “derrota histórica-moral, política y cultural de la vieja clase dominante”, la sociedad boliviana estaría a las puertas de un período de estabilidad política (García 2010a). Efectivamente, en 2010 el Gobierno del MAS gozaba todavía de una amplia legitimidad y representatividad en la sociedad boliviana. El control sobre la Asamblea Legislativa Plurinacional le otorgaba una mayor agencia para la aprobación de leyes y proyectos, y los grupos terratenientes y agroindustriales habían quedado, de manera parcial, relegados electoral y políticamente, pero sin ver amenazado su poder económico3. Por otro lado, el Pacto de Unidad4 seguía vigente y también su apoyo al “proceso de cambio” y al Gobierno5. Evo Morales, por su parte, consolidaba su imagen internacional como defensor de la Madre Tierra6 al canalizar el capital simbólico indígena para sí y su Gobierno.
Aquel año, durante el XXIX y XXX Encuentro de Corregidores del Tipnis, se manifestó un rechazo rotundo al proyecto carretero. Este rechazo se elevó a la Cuarta Comisión Nacional de la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (Cidob) durante 2011, que determinó el inicio de la VIII Gran Marcha Indígena por la Defensa del Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis), por los Territorios, la Vida, la Dignidad y los Derechos de los Pueblos Indígenas para el 15 de agosto del mismo año (Guzmán 2012).
La movilización comenzó en Trinidad y recorrió 600 kilómetros durante 65 días de caminata. Durante su periplo, la VIII Marcha Indígena fue bloqueada por pobladores “interculturales” que se manifestaban en contra de la medida. Tras infructuosas negociaciones la marcha rompió el cerco y más adelante fue intervenida de forma brutal por las fuerzas represivas del Estado el 20 de septiembre de 2011 en la localidad de Chaparina. Sin embargo, los movilizados consiguieron rearticularse y llegar triunfantes a la ciudad de La Paz el 19 de octubre, cuyos pobladores se volcaron en masa a recibir a la VIII Marcha (Guzmán 2012).
Su llegada al Palacio de Gobierno, pese a la represión, representó una victoria parcial del movimiento; en La Paz fue recibida por miles de personas que apoyaban la causa y presionaban al Gobierno para negociar y detener la construcción de la carretera, y así fue por un tiempo. El presidente Evo Morales no tuvo más opción que firmar la Ley 180 el 24 de octubre de 2011, que detenía la construcción del tramo II de la carretera y declaraba al Tipnis como intangible.
Después, las comunidades de colonizadores7, llamadas ahora “interculturales”, pertenecientes al Consejo Indígena del Sur (Conisur), realizaron una contramarcha que comenzó el 20 de diciembre y exigieron la abrogación de la Ley 180 y la construcción de la carretera. En consecuencia, el Gobierno convocó a una “consulta previa, libre e informada” en el Tipnis para determinar la abrogación o no de la ley de intangibilidad. Ante esta situación, las organizaciones indígenas lanzaron una nueva convocatoria, esta vez para la realización de la IX Marcha Indígena entre abril y junio de 2012. Ante el fracaso del diálogo y la debilidad de la movilización, las organizaciones resolvieron retornar y resistir en sus territorios. El proceso de consulta impulsado por el Gobierno inició el 27 de julio de aquel año y, tras su polémica realización8, la Ley 180 fue abrogada.
Las obras de Sotto (2012), Ismael Guzmán (2012), Gustavo Guzmán (2012), Fundación Tierra (Ortiz, Martínez y Soria 2012) y el monumental trabajo de crónica diaria de Pueblos en el Camino (2012) dan cuenta de las peripecias del día a día, la vida cotidiana en los caminos, las alegrías, las dificultades, el horror de la represión policial y la digna reorganización y relanzamiento de la movilización. En estos textos analíticos y narrativos pueden rastrearse algunos hilos discursivos en la VIII Marcha Indígena que sirvieron para disputarse el sentido de la narrativa del Estado plurinacional.
La dinámica discursiva del conflicto alrededor de la noción de descolonización
Desde que comenzó el conflicto, el Gobierno llevó adelante una campaña de desprestigio contra la marcha. Asimismo, la oposición a una carretera era objeto de condena en otras organizaciones populares campesinas que apoyaban su construcción y rechazaban las críticas a Evo Morales (Canelas y Errejón 2012). Las acusaciones eran variadas y mostraban distintos hilos discursivos alrededor de la narrativa del Estado plurinacional.
El primer hilo es el desarrollo nacional. Evo Morales declaró en un acto público: “¿Cómo es posible que se opongan a la construcción de este camino? Cuando ya tenemos los recursos económicos garantizados, siempre habrá gente que se opone a la integración de nuestros pueblos” (Mendoza 2011). En esa misma línea, el exministro de la Presidencia, Carlos Romero, negó la posibilidad de que una consulta previa sobre la carretera tuviera carácter vinculante, usando la razón del Estado como argumento:
Un Estado no puede subordinar sus decisiones al criterio de comunidades locales, el Gobierno nacional está obligado a empeñarse de la mejor manera posible para que las preocupaciones de las comunidades locales sean resueltas para que se adopten las salvaguardas que sean necesarias. (“Tipnis: indígenas no asistirán…” 2011)
Otro hilo discursivo corresponde a la derechización del movimiento indígena e incluso la falsedad de la propia marcha o su carácter étnico. En más de una ocasión, el presidente Morales dio cuenta de que el conflicto tenía un trasfondo desestabilizador y que la marcha indígena era una simulación: “Esta marcha es para enfrentar al oriente con el occidente, es un tema político de la derecha y EEUU” (Fournier 2011).
En otra conferencia de prensa, Morales declaró:
Ahora hay lindas carpas, una avanzada que tiene que instalar carpas, no parece una movilización de reivindicación social sino parece turismo: días que marchan, días que descansan, días que van en carros, qué siento, muy sincero, creo que los hermanos indígenas algunos dirigentes indígenas engañan a sus bases. (“Tipnis: Evo dice que…” 2011)
Un tercer hilo discusivo apunta al imperialismo estadounidense. Se señaló que las dirigencias de la marcha tenían una intención “separatista” y que se pretendía la transnacionalización del Amazonas, es decir, que la marcha indígena era una afrenta a los intereses del Estado. Según la denuncia del director ejecutivo de la Agencia para el Desarrollo de las Macrorregiones y Zonas Fronterizas (Ademaf), Juan Ramón Quintana, el Gobierno estadounidense desembolsó ingentes recursos económicos para temas ambientales y de protección de la Amazonia: “La política medioambiental que financia Usaid (la agencia de cooperación de EEUU) es el establecimiento de territorios autónomos, autosostenibles, parecidos a las reservas indígenas que tiene EEUU […]” (“Quintana dice que Usaid…” 2011). Según Quintana, la eventual consolidación de esta política podría quitar soberanía nacional, ya que, al no consultar al Estado, la entrega de recursos naturales a las transnacionales se facilita (“Quintana dice que Usaid…” 2011).
En suma, la campaña para la aprobación de la carretera por parte del Gobierno estuvo marcada por discursos descalificadores que buscaban socavar el carácter ético de la movilización y poner en duda sus intenciones. Para ello, fue importante el involucramiento de organizaciones campesinas, sobre todo de las denominadas “interculturales”, como un contrapeso “indígena-popular” a los discursos de los marchistas y sus aliados en las ciudades. Estas organizaciones bregaban por la construcción de la carretera, concibiéndola como un símbolo de modernidad y progreso nacional.
Cabe añadir aquí que, a inicios de septiembre de 2011, las organizaciones agrupadas en la Coordinadora Nacional por el Cambio (Conalcam), entre gremiales, campesinos y sindicatos, convocaron a una multitudinaria marcha en Cochabamba, en la que participaron aproximadamente 6 000 personas para apoyar la carretera (“Miles apoyan…” 2011).
La declaración que ilustra mejor esta mirada sobre la carretera fue la del secretario de la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), Roberto Coraite, quien afirmó que la carretera permitiría que los indígenas del Tipnis dejaran de vivir como “salvajes” (“CSUTCB: No queremos…” 2011). Las declaraciones de Coraite no son casuales, estas responden a un imaginario andino sobre los pueblos de la Amazonia y el Chaco boliviano, además del horizonte civilizatorio moderno al que aspira el Estado plurinacional.
Por su parte, las organizaciones indígenas acuerpadas en la oposición a la carretera utilizaron su repertorio de acción colectiva (Tilly 1978) más emblemática e histórica: la marcha indígena. Llamar la marcha indígena repertorio y performance permite entenderla como un conjunto de saberes encarnados transmitidos y reactualizados en cada puesta en acto (Taylor 2014). La realización performática del repertorio consiste en el movimiento encarnado de una colectividad que transmite saberes sociales, memoria y un sentido de identidad (Taylor 2014).
De la misma forma, la marcha indígena en tanto que acción colectiva, es un sistema de significación (Komadina y Geffroy 2007) en el que se entretejen dimensiones históricas, memorias, mística, modos de hacer y el performance de los cuerpos en movimiento. Para una mejor comprensión describiré brevemente las principales características del repertorio de la marcha indígena y luego presentaré algunos de sus hilos discursivos más importantes.
La marcha consiste en el tránsito de una población heterogénea a través de una ruta larga, durante semanas o meses, que comprende diferentes pisos ecológicos9. Alrededor de tal hazaña, se van generando esfuerzos por sostener y difundir sus motivaciones y demandas, sea en los caminos y carreteras o en los centros urbanos, desde donde se tejen redes heterogéneas de apoyo moral, logístico y mediático. Caminar y transitar son actividades relacionadas con la forma de habitar el territorio para las comunidades yuracaré y t’simane, quienes no viven siempre en el mismo lugar, sino que habitan diferentes zonas a lo largo de los años (Dobes s. f.; Ellis y Aráuz 1998). De la misma manera, el trasfondo simbólico del Movimiento de Búsqueda de la Loma Santa se hace presente, pues plantea una caminata ritual dentro del monte, un viaje esperanzado hacia un mundo mejor10. De hecho, siguiendo a Lehm (1999), los movimientos de Búsqueda de la Loma Santa se presentan como un mecanismo de lucha anticolonial que desea preservar sus formas culturales de vivir, distanciándose de la influencia blanca radicalmente. En ese sentido, estos movimientos fueron una base histórica del movimiento indígena, que influyó en la conformación de la defensa y consolidación territorial de los pueblos de la región, en lo que fue la I Marcha Indígena.
Un elemento que resalta a primera vista es el carácter sacrificial de la marcha, que se expresa en caminatas diarias de decenas de kilómetros, con la presencia de niños y ancianos, donde los cuerpos padecen las vicisitudes del viaje y algunos mueren por enfermedades o accidentes11. Este rasgo toca nuevamente la memoria larga del milenarismo. De hecho, la cultura mojeña precolonial tenía una activa exaltación religiosa que se exacerbó aún más con el mesianismo que abreva de la religiosidad católica (Lehm 1999). Así, ambas formas coinciden en el despliegue de un esfuerzo doloroso. Respecto a este punto, Ismael Guzmán (2012) afirma:
En cierta medida, es una forma gandhiana de protesta, pacífica, de autoflagelación y sacrificio propio, pero con la suficiente fuerza y capacidad de interpelar al poder, de generar opinión pública y sensibilizar y conmover las fibras más profundas del resto de la sociedad civil. (V)
Por otro lado, la marcha es un movimiento pacífico. La no violencia es central desde la I Marcha Indígena en 1990 (Lehm 1999). En el caso de la VIII Marcha, el carácter pacífico de la movilización se repitió en muchas ocasiones para rechazar cualquier intento de represión o agresión de otros grupos. Puede encontrarse, nuevamente, un paralelismo entre el pacifismo de la marcha y las fugas milenaristas mojeñas, sumadas a su influencia cristiana.
Finalmente, la marcha es un repertorio de acción que conforma un cuerpo colectivo que serpentea por carreteras viajando a pie. En tanto que experiencia vivida, este repertorio implica necesariamente un viaje interior para quienes lo realizan. La conformación de una mancomunidad en el camino genera un campo de experiencia que abre una temporalidad extraordinaria: caminatas, paso por pueblos y carreteras, organización del campamento, comida, transporte, represión policial, amedrentamiento o fiesta. A decir de Qhura Flores, marchista urbana y miembro de la comisión de comunicación indígena de la VIII Marcha Indígena:
[…] Pensando en la marcha, como tal, en movimiento, he llegado a pensar, y en reflexión colectiva, que la marcha es como una escuela política. El andar, el caminar, el estar. Las horas de marcha, es un tiempo en que se generan ideas, donde se fecunda el discurso, donde se hacen posibles. (Entrevista personal con el autor, 7 de diciembre de 2019).
Ahora bien, en la VIII Marcha Indígena como dispositivo de visibilidad y medida de presión en el mundo contemporáneo, el repertorio de la marcha ha ido construyendo sus propios símbolos, discursos y tácticas para defender sus reivindicaciones y demandas a lo largo de los años. En relación con las tácticas, la marcha debe mantener su vigencia en el debate público a pesar de que se desarrolla en lugares remotos la mayor parte del trayecto. Para ello, el repertorio se vale de dos tácticas: la negociación in situ con el Estado y los vínculos solidarios con las ciudades.
Tanto en la I, como en la III y la VIII Marcha, se estableció el pliego de demandas en plena movilización. En el caso de la VIII Marcha, apenas el 20 de agosto -casi una semana después de su comienzo-, se discutió una plataforma de demandas (Pueblos en el Camino 2012). Este hecho puso en jaque la capacidad de respuesta del Gobierno. La construcción de los puntos a negociar en el tiempo de la movilización permite tener la iniciativa frente al Estado y no al revés, además de obligarlo a escuchar y dialogar continuamente.
Por su parte, desde la I Marcha Indígena la creación de sinergias con otras organizaciones e instituciones fue vital (Lehm 1999). Las alianzas con sindicatos y federaciones campesinas e indígenas, colectividades urbanas, ONG, así como con la Iglesia católica, fortalecieron el despliegue de la marcha en términos económicos, logísticos y mediáticos. De hecho, la VIII Marcha Indígena fue un acontecimiento político viral, el primero de la era digital en Bolivia. Según algunas estimaciones, el conflicto del Tipnis, hasta 2015, fue el evento que generó mayor intensidad de uso de internet, por encima de cualquier otro evento pasado (Quiroz 2016).
Justamente, el performance sacrificial y pacífico en los caminos despierta el sentimiento de solidaridad12. Este es el afecto movilizador más importante y alrededor del cual las diferentes voluntades se acuerpan en actividades como acopio de víveres y vituallas en favor de los marchistas, la organización de plantones o ferias (contra)informativas.
Por ejemplo, el giro del conflicto con la intervención policial en Chaparina (el 25 de septiembre de 2011), convirtió a la marcha -reprimida y violentada- en un performance ético desde el cual se lanzaban discursos relacionados con el cuidado de la madre tierra, el derecho al territorio, la no violencia y la condena moral de un Gobierno que había mostrado su verdadero rostro. En ese sentido, a decir de Fabricant y Postero (2019), el poder de las acciones performáticas de la marcha y su resonancia en las ciudades generaron respuestas afectivas en las poblaciones urbanas, que se vieron interpeladas desde un punto de vista ético, por encima de la prerrogativa realista del desarrollo. Sin embargo, esto también dio paso a imágenes idealizadas. Parafraseando a Devin Beaulieu (2018), se construyó un retrato de los pueblos indígenas como salvajes nobles y ecológicos que era potenciada desde los mismos liderazgos de la marcha.
Además de las vestimentas, las danzas, los rituales, los símbolos de autoridad y las consignas, resalto dos elementos que reafirman la identidad de la marcha. El primero es la temporalidad cíclica del repertorio. Hasta la fecha, se han numerado once marchas indígenas. La última fue realizada en 2021. Este es un ejercicio simbólico de conexión con las luchas del pasado y es parte de lo que puede entenderse como un pacto ritual con su propia historia. El segundo elemento, y el más importante para futuros escenarios políticos, fue la invención de la bandera de flor de patujú. Aunque la flor de patujú es reconocida como la flor nacional de Bolivia, este diseño de la bandera (un rectángulo de tela blanca con la flor en el medio) fue una creación que se convirtió no solo en el símbolo de la marcha sino de los pueblos indígenas del oriente.
En suma, el repertorio de acción colectiva de los pueblos indígenas de tierras bajas es un dispositivo saturado de significaciones y alegorías de su propia historia, además de ser un acto performático potente, tanto para proyectar visiones a través de los afectos (Lordon 2017), como para generar un espíritu de “comunidad en movimiento”.
El despliegue de la VIII Marcha Indígena en 2011 se encaminó discursivamente a la defensa de su derecho a oponerse a la carretera bajo el paraguas constitucional y el reconocimiento de la autonomía territorial, algo refrendado en su plataforma de demandas. A ese respecto, en los documentos revisados se observan, sobre todo en la crónica de Pueblos en el Camino (2012)13, los acalorados debates con los agentes estatales, en los que se ponían en juego imágenes y discursos íntimamente relacionados con el sentido de la plurinacionalidad, la autonomía indígena y la incoherencia del Gobierno.
En particular, se identifican tres debates alrededor de la noción de colonia y colonialismo: la intervención de fuerzas exteriores en el proyecto carretero, la autodeterminación y equivalencia de las autoridades estatales e indígenas, y la intervención de fuerzas colonizadoras internas y campesinos interculturales.
Dentro de las intervenciones públicas y registros de las negociaciones con autoridades estatales en medio del conflicto, fueron repetidas las contraargumentaciones con respecto al sentido de lo “antiimperialista”, como la vertida por Celso Padilla, mburuvicha guasu de la Asamblea del Pueblo Guaraní (APG).
Si nosotros no queremos a las ONG, ¿Por qué no las echamos de Bolivia? Empezando por las que aportan al Estado. Y que el Gobierno nos dé la plata suficiente para poder aportar a un desarrollo productivo de acuerdo a un modelo económico de cada uno de los pueblos. (Pueblos en el Camino 2012, 55-59)
Finalmente, resalta el argumento esgrimido por Adolfo Chávez, presidente de la Cidob, quien afirmó que la lucha de los pueblos indígenas tenía el propósito de generar: “un desarrollo próspero, que sepa respetar nuestra propia visión de los pueblos indígenas. No un desarrollo como el que tanto critica usted, señor presidente, el del primer mundo, el de Norteamérica” (Pueblos en el Camino 2012, 16).
Estas frases forman parte de un juego de verdad en relación con el enemigo externo y el papel que cumple en el conflicto. ¿Quién es antiimperialista realmente? Desde la perspectiva de Chávez es la visión del desarrollo del Gobierno la que se opone a los puntos nodales que hacen el discurso del Estado plurinacional.
Este contrapunto relacionado con el imperialismo estadounidense también era disputado por activistas e intelectuales urbanos, quienes pregonaban que el proyecto carretero era una obra colonialista cuyo beneficio estaba reservado para el Gobierno brasileño (Jiménez 2011). Con respecto al hilo discusivo de la autodeterminación, los discursos de las dirigencias indígenas ponían sobre la mesa que, dentro de la plurinacionalidad, las organizaciones territoriales y sus representantes tienen equivalencia con las autoridades nacionales cuando se trata de discutir temas concernientes al territorio.
En ese marco, los dirigentes indígenas tocan un tema relevante de acuerdo con las luchas indígenas y populares que hacen a la narrativa plurinacional. ¿Quién decide?, ¿quién está habilitado para decidir? Walberto Baraona, dirigente del Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu (Conamaq), evoca la paridad de la autoridad estatal e indígena:
Aquí dominamos a través de nuestras bases: ni un dirigente puede dictar un reglamento ni un mandato, eso siempre se hace mediante la consulta, mediante las propias normas. Eso debe respetar el Gobierno. Son ustedes funcionarios para nosotros, no son autoridades para nosotros. (Pueblos en el Camino 2012, 52)
Finalmente, las acusaciones al movimiento campesino intercultural y cocalero hacían referencia a su histórico actuar de avasallamiento territorial en la región del Tipnis14. Sus declaraciones negativas respecto a la VIII Marcha Indígena, el bloqueo que protagonizaron al impedir su paso y el alineamiento con el Gobierno nacional, los convirtieron en la expresión del avance colonizador en el territorio. De hecho, la palabra colonizador era la forma oficial que denominaba a los campesinos andinos en esta región.
En términos generales, se vinculaba a los campesinos interculturales con la producción de droga y la toma ilegal de tierras. En ese sentido, Bernabé Noza, dirigente de la Subcentral de Comunidades del Tipnis, declaró:
Este Gobierno tiene un presidente de cocaleros, pero no de los bolivianos. Para que los sepan todos ustedes queridos hermanos, porque él le prometió a los cocaleros distribuirles territorio dentro del TIPNIS, es por eso que él dice “sí o sí va la carretera”. […] Ahora están incitando a una contramarcha de cinco mil colonos en contra de nosotros (en Yucumo) ¿nosotros qué les hemos hecho a esa gente? Simplemente les estamos pidiendo respeto a nuestro territorio. (Pueblos en el Camino 2012, 61-62)
Por su parte, el entonces presidente de la subcentral Tipnis, Fernando Vargas, afirmó: “El presidente Morales quiere cumplir con empezar a lotear para los cocaleros y empezar a producir más coca y producir más droga en este país […] para eso la carretera” (Pueblos en el Camino 2012, 63).
En vista de los argumentos presentados, es posible resumir la disputa simbólica y discursiva en el campo de luchas del conflicto del Tipnis en los puntos que se desarrollarán a continuación.
Antiimperialismo
Los hilos discursivos que se traman en la noción de antiimperialismo tenían el objetivo de potenciar acusaciones deslegitimadoras de los actores envueltos en el conflicto. Mientras políticos oficialistas revelaban el plan de “transnacionalización de la Amazonia”, marchistas y activistas devolvieron la crítica apelando al mismo significante. Así, las campañas urbanas acusaban al Gobierno de someterse a los intereses del “subimperio brasilero y las transnacionales del petróleo”, a la vez que el Gobierno acusaba a los marchistas de entregar territorio boliviano a las ambiciones estadounidenses. Las formas que adquieren los discursos antiimperialistas encubren más que develar los problemas alrededor del extractivismo y las potencias económicas detrás de ellas.
Indígena/campesino/colonizador
La actuación beligerante de las organizaciones campesinas (CSUTCB, Confederación de Mujeres Indígenas Originarias Campesinas de Bolivia - Bartolina Sisa [CMIOCB-BS] y Confederación Sindical de Comunidades Interculturales de Bolivia [CSCIB]), su cercanía evidente al poder del Estado y la figura de Evo Morales, además de la propia especificidad histórica y su papel en el conflictivo proceso de colonización del oriente, fueron los elementos que esbozaron al campesino-colonizador como un “mal indígena”, violento, antiecológico y ambicioso. En contraparte, la especificidad histórica de la lucha indígena de tierras bajas, su construcción como movimiento a partir de las fugas milenaristas, su estrecha relación con la Iglesia católica y su carácter pacífico fueron la base sobre la que se esbozó la imagen del “buen indígena”, ecológico y humilde.
Al respecto, Nicole Fabricant y Nancy Postero (2019) comprenden este fenómeno por medio de la categoría indio permitido / indio prohibido, propuesto por Silvia Rivera y desarrollado por Charles Hale (2004), pero de forma opuesta. Es decir, para las autoras, el indio permitido es aquel que está alineado a las prerrogativas del Estado y apoya la acumulación capitalista (Fabricant y Nancy Postero 2019). Además, se adscribe a un horizonte de desarrollo y modernidad, pues rechaza vivir “como salvaje”.
Entonces, lo que puede verse es un desdoblamiento contradictorio del sentido del indio permitido fruto del neoliberalismo multiculturalista de los años noventa. Desde el punto de vista del Gobierno y los actores políticos campesinos, el indio permitido, efectivamente, es aquel comprometido con el proceso de cambio y las políticas impulsadas por el Gobierno del MAS. Sin embargo, desde el punto de vista de las urbes, durante la VIII Marcha Indígena, el indio permitido es aquel que se rebela contra el establishment masista y se inviste por los valores referidos líneas arriba. En todo caso, ambos sentidos corresponden a construcciones de sujetos esenciales que devienen en armas discursivas de legitimación / deslegitimación mutua.
Así, campesinos interculturales y autoridades gubernamentales niegan la indigenidad de la VIII Marcha (“no son indígenas”) y buscan desestimar su agencia política (“son de la derecha”). De la misma forma, las declaraciones de los marchistas y sus aliados también buscan mermar, ante la opinión pública, la agencia de los campesinos (“son pagados”, “son masistas”).
Desarrollo
Este es el hilo discursivo que tuvo una presencia reiterada en el debate público. El conflicto del Tipnis develó de forma dramática la inconsistencia del Estado plurinacional sobre su visión de desarrollo y el “proceso de cambio”: la construcción de una carretera a través de un parque natural y territorio indígena conforma una imagen problemática, difícil de compatibilizar con el horizonte del “vivir bien” o de la descolonización. De ello se infiere que el desarrollo, en tanto doxa, es todavía incontestable para cualquier fuerza social, sea urbana, indígena, campesina, de izquierda o derecha.
El argumento central, tanto del Gobierno como de las organizaciones campesinas-interculturales sobre la carretera, fue la lucha contra la pobreza. Ambos persistieron en decir y mostrar a las comunidades indígenas del Tipnis como carentes de condiciones mínimas para una vida digna.
Por su parte, tanto la VIII Marcha como sus aliados urbanos tampoco pusieron en duda, en ningún momento, el desarrollo como horizonte deseable. En todo caso, solamente se negaba la ruta de la carretera, no la carretera en sí misma, así como se exigía la puesta en práctica de un “desarrollo propio”, acorde a las necesidades de los pueblos indígenas. Esta visión general, centrada en la soberanía de los recursos y su redistribución, ha sido el puente semiótico entre descolonización y extractivismo.
Estado plurinacional
Para el movimiento indígena, lo plurinacional y la nueva constitución política del Estado son de su autoría. En repetidas ocasiones, las dirigencias indígenas indicaron que son ellos -los indígenas- quienes dan fundamento a lo plurinacional del Estado. Desde las voces indígenas, los discursos que se traman con el punto nodal “plurinacional” apelan al reconocimiento de su preexistencia al Estado boliviano y, por ende, a su autonomía frente a él.
Por su parte, el Gobierno tiene una doble lectura respecto a este hecho: lo plurinacional es una promesa todavía incumplida, pero en proceso. Mientras tanto, el Estado Plurinacional de Bolivia es más “Estado” que “Plurinacional”, es decir, que el Estado no va a subordinarse al criterio de las comunidades locales. En consecuencia, el “proceso de cambio”, en tanto que programa de Gobierno y fuerza institutiva del horizonte plurinacional, devino en un campo de lucha.
Consideraciones finales
A modo de conclusión presento algunas reflexiones vinculadas a la dinámica discursiva del conflicto del Tipnis y el punto nodal “descolonización”. De la misma manera, establezco algunas conexiones de este suceso con la actualidad política boliviana, en especial, con los eventos acaecidos en la crisis política y social de 2019.
Rivera (2010) plantea un problema central en las sociedades coloniales. Los aparentes cambios instituidos en estas demarcan una separación profunda entre la deriva de las leyes y las injusticias que buscan eliminar.
Hay en el colonialismo una función muy peculiar para las palabras: las palabras no designan, sino encubren, y esto es particularmente evidente en la fase republicana, cuando se tuvieron que adoptar ideologías igualitarias y al mismo tiempo escamotear los derechos ciudadanos a una mayoría de la población. De este modo, las palabras se convirtieron en un registro ficcional, plagado de eufemismos que velan la realidad en lugar de designarla. (19)
Este principio explica la actuación del Gobierno de izquierda durante el conflicto. A pesar de que la construcción de una carretera a través de un parque natural y territorio indígena conforma una imagen problemática, difícil de compatibilizar con el horizonte del vivir bien, los funcionarios se valieron de una serie de maniobras discursivas para dar coherencia a sus acciones.
El Gobierno del MAS defendía el proyecto carretero como parte de la integración latinoamericana contra los intereses estadounidenses en la Amazonia y su transnacionalización. Como respuesta a las denuncias sobre el extractivismo, se casó el significado de la acción extractiva con la liberación económica y, por tanto, con la descolonización.
En ese sentido, tal como propone Postero (2020), la descolonización, desde el punto de vista del Gobierno, es la articulación entre desarrollo económico, redistribución de renta y reconocimiento cultural. Queda en evidencia, así, el debate insalvable entre el cuidado de la naturaleza y la autodeterminación de los pueblos con la necesidad imperativa de explotar la naturaleza para el beneficio del propio pueblo.
En ese marco, a pesar de que la narrativa del Estado plurinacional amplió los márgenes de lo decible y lo legítimo, así como su utilidad a la hora de la movilización de los pueblos de tierras bajas, todavía existen grandes contradicciones entre las luchas por transformar a la sociedad desde una institucionalidad estatal inserta en el capitalismo global y sus tramas de dominación. Esta es la mayor dificultad para pensar la descolonización del o desde el Estado.
Sin embargo, más allá de las leyes, la descolonización puede ser un camino práctico desde el llano de la sociedad. La VIII Marcha Indígena estuvo investida de constelaciones históricas y míticas acerca de su propia historia; en su trasfondo milenarista persiste una latencia que rompe con el tiempo lineal. Su trayecto inició una discusión a contrapelo de la deriva nacional, extractivista y desarrollista. Mediante su performance étnico y las implicaciones éticas de sus demandas y argumentos, con los matices ya expuestos líneas arriba, interpeló a toda la sociedad boliviana.
La lucha por reapropiarse de las palabras, de decir “nosotros somos lo plurinacional del Estado” y exigir coherencia a “su” Gobierno fue un acto descolonizador. Parafraseando a Rivera (2010), buscó romper con la suplantación de “las poblaciones indígenas como sujetos de la historia” y evitar “convertir sus luchas y demandas en ingredientes de una reingeniería cultural y estatal capaz de someterlas a su voluntad neutralizadora” (62).
Finalmente, siguiendo a Postero (2020), coincido con su forma de comprender la descolonización: “La descolonización es una forma de justicia transicional […] para crear nuevos patrones de convivencia pacífica” (29). En esa misma línea, y en diálogo con Rancière (1996), la descolonización empieza con un primer momento de “aparición”, tanto de las voces como de los cuerpos negados por las estructuras coloniales, aquellos que exigen una parte en el reparto de lo sensible.
Con relación al conflicto del Tipnis en la historia corta de Bolivia, la estela que dejó tomó caminos inesperados. Por un lado, inauguró un tiempo de luchas y resistencias territoriales, e influyó poderosamente en el movimiento ecologista boliviano y en la percepción pública sobre el extractivismo y la crisis climática. Por otro lado, las narrativas fijadas de este conflicto abonaron a la construcción identitaria negativa del campesino cocalero que tuvieron un peso lamentable durante la crisis poselectoral boliviana en 2019.
La pugna en Tipnis es el primer gran conflicto ecológico que debió enfrentar el Gobierno de Evo Morales, pero no sería el último. La maquinaria de acumulación estatal no se detuvo, se expandió hacia otros parques nacionales y comunidades indígenas. Los proyectos hidroeléctricos Chepete-Bala en el Parque Nacional Madidi y Rositas en Santa Cruz, las exploraciones hidrocarburíferas en la Reserva Nacional de Tariquía y los incendios gigantescos que asolaron la Chiquitanía (relacionados con la distribución de tierras para el agro) son una muestra de ello (Makaran y López 2019; Salazar 2019).
A su vez, el Gobierno implantaría una política de paralelismo sindical para dividir exitosamente las grandes organizaciones indígenas del país, la Cidob y el Conamaq (Salazar 2015). No obstante, ello también significó renovadas resistencias territoriales. En ese sentido, con los años emergieron organizaciones que articulaban a los territorios en resistencia, como la Coordinadora Nacional de Territorios Indígenas Originarios Campesinos y Áreas Protegidas (Contiocap) nacida en 2018 y que actualmente representa a más de treinta y cinco comunidades en todo el país (Gandarillas 2021). De la misma manera, emergió una “generación Tipnis” en las ciudades: jóvenes cuya primera experiencia política de protesta fue este conflicto, lo que dio paso a una multiplicidad de agrupaciones medioambientalistas. De esta forma, los problemas medioambientales estarán presentes en el imaginario político boliviano y serán parte de los discursos deslegitimadores del Gobierno del MAS.
Bolivia inauguró la segunda década del siglo XXI con una crisis política solo comparable con la de inicios de siglo, durante el llamado “ciclo rebelde” (2000-2003) (Gutiérrez 2008). Los eventos sucedidos entre las fallidas elecciones nacionales de 2019 y las nuevas elecciones en 2020 -incluyendo en ellas las primeras dos olas de la pandemia mundial por la covid-19- constituyen una compleja y saturada trama de rupturas y reconfiguraciones sociales atravesadas por la violencia15.
Las razones de esta crisis pueden comprenderse como un acumulado de descontentos sociales en el “proceso de cambio”, la contradictoria deriva de la narrativa del Estado plurinacional, así como del fortalecimiento creciente de actores políticos opuestos a tal horizonte (plataformas ciudadanas, vecindarios de clase media-alta, organizaciones civiles y empresariales). Así, investigadores y analistas, con miradas distintas sobre este conflicto, reconocen en su mayoría que los problemas medioambientales provocados por el extractivismo fueron un elemento movilizador contra el Gobierno (Bautista 2021; Peralta 2021; Rojas 2021).
Al respecto, el investigador Marco Gandarillas (2021)plantea que el movimiento ambientalista boliviano nace en “la solidaridad con el Tipnis”, para luego ampliar sus militancias.
La mayoría empezaron a asumirse como defensores ambientales, especialmente después de los intentos de criminalización llevados adelante por autoridades de diversos niveles de gobierno. Estos movimientos mantienen canales de comunicación con diversidad de grupos sociales y se han tornado en una plataforma que visibiliza causas no solo ambientales, sino también en defensa de la democracia. (117-118)
Es decir, durante la crisis política de 2019, las filas del movimiento ciudadano que protestó contra un supuesto fraude electoral, que terminó en la renuncia de Evo Morales, estuvieron atravesadas por un imaginario de lucha medioambiental inaugurado en 2011. Finalmente, mientras los pueblos indígenas de tierras bajas fueron considerados en el imaginario urbano (sobre todo militante medioambientalista) como un “buen indígena”, el campesino cocalero fue sujeto de estigma hasta su casi deshumanización.
Con la entrada del Gobierno de transición, el 12 de noviembre de 2019, a la cabeza de Jeanine Áñez, se establecieron una serie de operativos militares y policiales por todo el país con el objetivo de “pacificar” y “normalizar” a la convulsionada sociedad boliviana. Para ello se aprobó el Decreto Supremo 4078 de 2019 que exime de responsabilidad penal a las Fuerzas Armadas. De este modo, una movilización campesina-cocalera del trópico decidió marchar hacia Cochabamba, denunciar el racismo y exigir la reposición de Morales en el poder. Esta marcha fue detenida por fuerzas militares y policiales que reprimieron cruelmente a los marchistas, dispararon agentes químicos y armas de fuego letal. El saldo fatal fue de diez personas asesinadas y centenares de heridos y detenidos. La violencia ejercida contra la movilización colapsó los hospitales cercanos y dejó una dolorosa huella de sangre, gases, cenizas y cuerpos heridos esparcidos en la carretera (GIEI Bolivia 2021).
La consumación de la “masacre de Huayllani”, como se le conoce, deja duras constataciones sobre el devenir de los imaginarios y la construcción de sujetos sacrificables en pos de la paz nacional. Si bien esta población ha cargado históricamente el estigma del narcotráfico, durante el conflicto del Tipnis, como ya pudo explicarse, se le añadieron otros: colonizador, invasor, destructor de la naturaleza.
Los giros que dan las percepciones e interpretaciones respecto a la descolonización quedan plasmados en los propios giros de la historia. Si bien en 2011 algunos campesinos interculturales calificaban a los indígenas del Tipnis como “salvajes”, ellos fueron convertidos en “salvajes” bajo la mirada del Gobierno de facto y parte de la población urbana. De la misma forma, los “colonizadores” fueron presa de un paradójico cruce entre la subjetividad colonial y el estigma del indio colonizador.