¿Qué puede ser peor que el olvido? [...] La vida de mi memoria es mi vida [...] Recordar es lo que le permite al hombre afirmar que el tiempo deja huella y cicatrices sobre la superficie de la historia, y que todos los acontecimientos se encuentran concatenados unos a otros, al igual que los seres vivientes. Sin la memoria nada es posible [...] ¿Cómo hacer para que permanezca dentro de la historia y actúe sobre ella...?
ELIE WIESEL
Es inevitable que este sea un texto acontecimental. Algunas de estas páginas emergen mientras los acontecimientos ocurren,1 sin anticiparse y en la singularidad de sus condiciones, aun así coincidentes. Son imposibles que están ocurriendo, son desgarros que irrumpen como experiencias del quizá y anuncian el espacio indefinido entre la cicatriz y la ruptura definitiva.
En el 2019, en distintos lugares del planeta se gestaban protestas sociales. A las calles de países suramericanos, europeos, asiáticos y del Medio Oriente salieron centenares de personas a manifestar su inconformismo por casos de corrupción o fraude -ya sea por manejo de presupuestos estatales o por resultados electorales- aunados a la crisis exponencial debida a la implementación de políticas económicas que terminaban por agudizar las desigualdades sociales. En distintos ámbitos académicos se ha hecho seguimiento a estos asuntos y los medios de comunicación internacionales han optado por denominar a esta ola de protestas el "Otoño mundial", debido a las resonancias de resistencias colectivas en diferentes latitudes del planeta.
Entre tantas lecturas posibles, sobre los eventos virtualmente simultáneos que ocurren en América Latina, con inusitada fuerza en Haití, Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia, Sergio Villalobos-Ruminott (2019) aporta una investigación en curso que es consciente de los vínculos que se tejen en esta sucesión de revueltas latinoamericanas. Villalobos-Ruminott señala el carácter singular de cada revuelta considerando además que existe una diversidad de demandas suficiente para interrumpir cualquier intento de homologación de estas expresiones en un único sentido monumental. Para este filósofo no se trata de una única y coordinada lucha anti-neoliberal, como algunos grupos políticos han sugerido, sino de una variedad de denuncias y de "procesos inéditos que muestran el desajuste y agotamiento del marco hegemónico soberano propio de la modernidad política occidental" (p. 52). El conjunto de sistemas sociales y los respectivos paradigmas económicos, políticos y tecnológicos se advierten fuera de acople, desajustados.
La revuelta se ocupa de suspender los vínculos sociales convencionales y de interrumpir la captura de multiplicidades por cuenta del supuesto ethos colectivo. Provoca el desgarro de las nociones estabilizadas sobre ciudadanía, democracia, progreso y libertad, sofocando las prácticas automáticas del quehacer, la obligación y la eficiencia. También se desgarra la aparente seguridad que la "normalidad" ofrece y en cambio ocurren encuentros insospechados y agremiaciones fugaces donde otros ethos efímeros, los propios de la revuelta, se enfrentan al sinsentido del futuro desamparado y a la inminente ruptura total del 'como si.2 Se advierte la excitante posibilidad de ser en la intemperie. Ahí mismo, en las calles de Bogotá, Santiago de Chile o Kherrata en Argelia es donde ese mismo individuo se aturde ante la experiencia del quizá y la urgencia de elaborar un horizonte de sentido contingente para paliar el pánico de asomarse al acontecer de la ruina de la anestesia soberana y enfrentar la auténtica incertidumbre que aqueja esa fugaz percepción de libertad. A fin de cuentas y sin salvedades ¿cuál es el acontecimiento radical de la revuelta? ¿No es el estallido de todo horizonte de sentido, de toda hegemonía o soberanía social? ¿No es el desbordamiento de todo y cualquier 'como si'? La revuelta anticipa un desgarro definitivo, la conmoción violenta de todo lo establecido, el desplazamiento que arruina toda autoridad y con ella toda posibilidad de recomposición y de seguridad.
Las revueltas repasan una y otra vez denuncias de injusticia, corrupción, manipulación electoral, asesinato de líderes sociales y continuidad del dispositivo de terror policial, militar y paramilitar. Estas denuncias exponen infinidad de fracasos desarrollistas y muestran un arraigo profundo en las trayectorias históricas de invasión, saqueo, discriminación, esclavitud y desplazamiento. El sedimento que soporta y a la vez alienta la revuelta no es otro que la producción permanente del individuo precarizado y del silabario con el que se le designa y somete: víctima, huérfano, mutilado, indigente, ignorante, pobre, negro, indígena, ladrón, etc. El ecosistema de este acontecimiento obliga al encuentro entre desconocidos inconformes en plazas, parques y calles, abiertos al intercambio solidario e incluso a los arranques violentos. En el despliegue de estos sucesos emergen nuevas categorías de agremiación: 'estudiantes', 'inmigrantes', 'vándalos, 'primera línea'; y se instalan toda clase de eufemismos como descriptores de sus eventos: 'alteración del orden público', 'disturbio', 'incidente, 'cacerolazo, El lenguaje codificado de la revuelta y su semiótica despliegan otros modos de producción de sentido, tanto para la protesta como para su contención.
Por su parte las instituciones de gobierno suelen aplicar fórmulas y decretos homologados internacionalmente, lícitos e ilícitos, que consiguen tensar la cicatriz con una tosca sutura de represión social que incluye el uso de armas no convencionales, allanamientos en casas y sedes de organizaciones civiles, estigmatización de la protesta y judicialización del 'vandalismo', aplicación de toque de queda, militarización de centros urbanos, amenazas a líderes sociales, connivencia en la actuación de grupos civiles armados, ejecuciones extrajudiciales, entre otras. El material legislativo se vincula en esta tensión regulando la actuación de la fuerza pública, las entidades de control y vigilancia e incluso del mismo acto de protesta.3 Paradójicamente, si la protesta se programa con antelación y se asignan rutas preestablecidas a las marchas, la revuelta es capturada e institucionalizada asegurando sus propios medios de sabotaje. Su alistamiento es garantía de contención, es lo que no le permitirá ser incondicional ni radical, es parte fundamental del manual de operación estatal que evita a cualquier costo que se rompan los horizontes de sentido más allá de lo controlable. Ese es el alcance calculado del acontecimiento, el que ocurre en las inmediaciones de su posibilidad justo antes del efecto revolucionario.
Si hay una dinámica descifrable de la revuelta es su carácter múltiple y plural. Produce un entretejido de acontecimientos que vienen a ocurrir en aparente colaboración, que no es cierta más que por la resonancia y repetición de las denuncias. Se observa como un todo coherente aun cuando se trata de infinidad de formas semióticas que expresan cuál y cómo es la cicatriz. Se funden la improvisación de coreografías para acompañar las arengas y los cacerolazos, la afiliación de los marchantes no-agremiados a su encuentro con los títeres o con los acróbatas de los puentes o con los testimonios explícitos de las pancartas. La revuelta produce sistemas de sostenimiento como una olla comunitaria siempre encendida, una misión médica improvisada en las instalaciones de una caseta comunal del barrio o una biblioteca recién fundada en los remanentes de una estación de policía incendiada. Estos breves y confusos eventos reconfiguran las relaciones entre los individuos y expanden su lenguaje para la enunciación de lo que ocurre. Los nuevos relacionamientos generan extrañeza, son encuentros inéditos y estimulantes de ficciones alternas, diferentes a las de la producción industrial o de la relación laboral o académica, pues evade cualquier subordinación a una jerarquía inmediata. Irrumpe una economía fugaz para el funcionamiento de la revuelta en la que se colectivizan los recursos, se congregan los desconocidos y se capitalizan las variadas denuncias en la composición de una misma arenga.
Lo que sucede en la revuelta, aun cuando se anuncie como marcha, paro o protesta, y lo que allí deviene, es un inagotable atemporal que conceptualizamos como acontecimiento y ruta de análisis de su expresión en el contexto colombiano, junto a otras tantas situaciones que componen lo que apenas avizoramos de este periodo de revueltas, con la infiltración de delincuentes y policías en el 'vandalismo' organizado, con la gestión política de los opositores, con la polarización de los medios de comunicación, con el efecto anestésico del control armado o los maltratos físicos, ofensas, mutilaciones, detenciones arbitrarias, desapariciones y asesinatos de personas que han estado involucradas desde distintas orillas en la posibilidad del acontecimiento. Estos hechos, dependiendo de quién se trate, de cómo se divulgue o de qué intereses afecte, se instituyen como botín de la revuelta y son deliberadamente celebrados, justificados u ocultados en el tribunal mediático. Y, sin embargo, provocan los desgarros más tristes e irreparables que parecen no preocupar a nadie más que a los familiares de los amputados, tuertos, quemados, muertos, detenidos, desaparecidos y falsos positivos judiciales. La pregunta está hecha en esta fotografía (Véase figura 1) tomada en Bogotá el 21 de noviembre del 2019, una declaración amarga y potente sobre las cualidades del tiempo reciente.
El 21 noviembre del 2019 en Colombia emergió un movimiento denominado Paro Nacional o 21N, el cual puede entenderse como la génesis de las protestas nacionales más recientes. Mientras en Chile, Ecuador y Bolivia se intensificaban las protestas, las centrales obreras colombianas convocaron a un gran paro nacional con el fin de protestar en contra de la falta de implementación de los Acuerdos de paz y las recientes reformas a la educación, laboral, pensional y tributaria. Según Pardo (2019), desde la jornada cívica de 1977 -en el gobierno de Alfonso López Michelsen- no se presenciaba una movilización de tal magnitud en el país.
La movilización del 21N4 contó con una amplia participación y masivas manifestaciones en diferentes lugares. La inconformidad ciudadana ante el gobierno de Iván Duque llevó a distintos sectores a salir a las calles, entre ellos a estudiantes, profesores, organizaciones sociales, indígenas, centrales obreras y políticos de la oposición. "A esta jornada le siguieron numerosas convocatorias con momentos álgidos el 21N, 22N, 23N, 27N, 4D y 8D, y oleadas con intensidades variables, aunque menos masivas, a lo largo de diciembre de 2019 y enero de 2020" (Aguilar-Forero, 2020, p. 27). Uno de los hechos horrorosos que marcaron estos días fue el asesinato de Dilan Cruz a manos del Escuadrón Móvil Antidisturbios -Esmad- en la carrera 4a. con calle 19, con un disparo de escopeta calibre 12. Dilan era un joven de 18 años, estudiante de bachillerato, que participaba el 23 de noviembre en una marcha en el centro de la ciudad de Bogotá, su muerte se convirtió en uno de los casos de indignación más simbólicos a nivel nacional cuya investigación no se ha resuelto, ni por parte de la justicia ordinaria ni por la Justicia Penal Militar. A su muerte le siguieron novenas, velas encendidas, flores, fotos y cantos como acciones conmemorativas. Un mes después y en medio aún de las protestas se construyó un homenaje a la memoria de Dilan a través de prácticas artísticas, dentro de estas, la del dramaturgo Johan Velandia quien escribió Solo me acuerdo de eso, también en su nombre, instaurándose todas estas expresiones como lugares de memoria emblemáticos.
El 6 de marzo del 2020 en Colombia se confirmó el primer caso de coronavirus, junto con los más recientes en Chile y Perú, uniéndose a los 85 países que hasta ese momento lo reportaban. La Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la pandemia de coronavirus causada por el virus SARS-CoV-2 el miércoles 11 de marzo del 2020. Cinco días después del comunicado oficial de confirmación del virus en Colombia. Tras estos hechos, el Gobierno Nacional declaró el estado de cuarentena obligatoria el 24 de marzo. Por este motivo, tanto empresas como el sector educativo cerraron sus espacios físicos tratando de implementar acciones que les permitieran continuar sus actividades usando plataformas virtuales.
De acuerdo con Sánchez et al., (2020), los procesos formativos en la virtualidad exigen recursos físicos, digitales y tecnológicos, lo cual implica tener energía eléctrica continua, acceder a conectividad a Internet y contar con equipos con tecnología adecuada para conectarse a las redes de comunicación. Sin embargo, en el país existe un desabastecimiento extremo de energía eléctrica, el acceso a Internet es un servicio de empresas privadas que requiere que exista infraestructura técnica y capacidad económica para pagarlo, y según encuesta del DANE del 2018 solo el 20 % de hogares tiene computador de escritorio, 29 % portátiles y 11 % tabletas, de los cuales el 96,2 % se encuentran en cabeceras urbanas. Por su parte, el 56,3 % de la población tiene teléfonos inteligentes de los cuales apenas el 7 % se encuentran en zonas rurales:
lo que muestran estas estadísticas claramente es una diferencia sustancial entre las condiciones de los habitantes de las capitales que se encuentran en zonas de alta concentración económica y los habitantes de las poblaciones rurales que en los diferentes ámbitos de las necesidades sociales básicas presentan altos niveles de desabastecimiento. (Sánchez et al., 2020, p. 38)
La desigualdad en todos los aspectos es profunda en todo el territorio nacional, sin embargo, como lo revisan Sánchez et al. (2020), teniendo en cuenta los informes del Ministerio de Educación Nacional en cobertura educativa para el periodo 2017-2019, de Clacso y el DANE en 2020, de la OCDE en 2019 y los resultados de las pruebas PISA en 2019, la educación es uno de los escenarios más inequitativos, lo que demuestra ser un problema estructural más que coyuntural, en especial la brecha se profundiza en la educación universitaria, pues solo el 50 % de la población accede a la educación superior (Sánchez et al., 2020). Así que, sin duda, la pandemia profundizó las desigualdades en el acceso a la educación, en especial afectó a estudiantes que se vieron impelidos a abandonar sus estudios por no contar con acceso a energía eléctrica, Internet o equipos de conexión, o porque su capacidad económica y la de sus familiares en condiciones de pandemia se vieron profundamente precarizadas.
El 8 de septiembre del 2020, a pesar del virus latente y la cuarentena general estricta decretada desde el Gobierno, las protestas retornaron, en esta ocasión debido a la muerte violenta de Javier Ordoñez, estudiante de derecho asesinado cruelmente con los riñones explotados a golpes, en medio de un procedimiento policial en un Comando de Atención Inmediata (CAI5) ubicado en el barrio Villa Luz de Bogotá. La muerte premeditada de Ordoñez devino en indignación colectiva y muchos se reunieron para incendiar el CAI donde fue torturado.
El 9 y 10 de septiembre se presentó un estallido social en las principales ciudades de Colombia, en medio de enfrentamientos entre manifestantes y la Fuerza Pública. Durante las protestas, más de 17 CAI fueron incendiados, y otros muchos fueron tomados por la ciudadanía y adecuados como centros culturales o bibliotecas populares, como la construida en nombre de Julieth Ramírez, una joven que en medio de los disturbios pasaba cerca al CAI ubicado en el barrio la Gaitana cuando una bala disparada de forma indiscriminada a la población por parte de policías la asesinó, el espacio fue resignificado y establecido como un lugar de memoria convertido en un centro cultural con libros y murales pintados en nombre de la memoria de Julieth. En estas jornadas de movilización el abuso policial fue desmedido, un enfrentamiento completamente asimétrico entre la población civil que se oponía con cacerolas, palos, escudos hechos de material reciclable, ollas comunitarias, grafitis, arengas y expresiones artísticas, a una fuerza policial que combatía con armas de fuego, aturdidoras, gases lacrimógenos y más. Al respecto, Daniel Pardo (2020), corresponsal de la BBC señala:
Ni siquiera durante el Paro Nacional del 2019, en el que murieron cuatro personas, las protestas desencadenaron tanta violencia. Ni durante esa ola de protestas, que incluyó casos de abusos policial [sic], la respuesta de las autoridades fue tan violenta. [...] Esta vez, la policía mostró una faceta inédita durante las últimas décadas: usó armas de fuego, apuntó a quemarropa o en horizontal y se alió con civiles encapuchados y de identidad desconocida para perseguir a los jóvenes que quemaron los CAI. (párr. 5-6)
No hay una estadística única que permita saber cuántas personas fallecieron en los dos días que se realizaron estas manifestaciones, medios de comunicación nacionales e internacionales oscilan entre siete y trece muertos. De acuerdo con CNN (2020), la Secretaría de Salud de Bogotá reportó trece fallecidos, los cuales según testimonios de familiares y personas que se encontraban en el lugar murieron en su mayoría por impactos de bala. Ante la represión, uso de fuerza desmedida y abuso policial, desde el 2020 la ciudadanía ha exigido una reforma estructural a la Policía Nacional, proponiendo las siguientes modificaciones: trasladar la institución del Ministerio de Defensa al Ministerio de Justicia y Seguridad al Ministerio del Interior, modificar el fuero militar de la Policía y aclarar la relación que se estableció en la Constitución de 1991 al considerar dicha institución como parte de la Fuerza Pública.
El 28 de abril del 2021 se convocó de nuevo a masivas movilizaciones desde el Comité del Paro Nacional, el cual está conformado por los sindicatos Central Unitaria de Trabajadores (CUT), Confederación de Trabajadores de Colombia (CTC), Confederación de Pensionados de Colombia (CPC), Confederación Democrática de los Pensionados (CDP), Federación Colombiana de Educadores (Fecode), Dignidad Agropecuaria y Cruzada Camionera. En esta ocasión, la Reforma Tributaria propuesta por el gobierno de Duque y el entonces ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, fue el detonante para el estallido social que se prolongó por más de dos meses, se trata del proyecto de ley 594-2022C también llamado Ley de solidaridad sostenible. Si bien es cierto, este fue el detonante para salir a las calles, de acuerdo con Daniel Pardo (2021) la indignación que se reflejaba en las masivas concentraciones se debió también al incremento del desempleo, a la forma como se había tratado la pandemia y sus impactos, al aumento de las masacres en diferentes partes del territorio nacional, al asesinato de líderes sociales, a la poca eficacia para la implementación de los Acuerdos de paz, a la desfinanciación de la educación superior pública y a las reformas a la salud y a la pensión.
El movimiento que ocupó las calles desde el 28 de abril ha posibilitado el diálogo y el encuentro en el espacio público, donde el ejercicio político y de protesta no está condicionado por partidos o miembros del Congreso. Como lo planteó Mauricio Archila en Contagio Radio (2019), las movilizaciones de los años 1977, 2013 y 2019 se pueden entender como antecedentes al gran movimiento que se ha gestado desde el 28 de abril del 2021. No obstante, Archila considera que lo acontecido es inédito en términos de la proliferación de la protesta en zonas urbanas y en el campo, pues las anteriores movilizaciones tenían por epicentro escenarios urbanos, distinto a lo sucedido en el Paro Nacional del 2021, en donde las concentraciones tuvieron lugar en los diferentes territorios del país, entre ellas pueblos, ciudades e importantes carreteras de conexión.
Cuando el gobierno hizo pública la nueva reforma tributaria, Colombia se encontraba en el tercer pico de la covid-19, y era uno de los países con más fallecidos y contagios en el planeta. En el informe acerca de la coyuntura en el país, Jiménez et al. (2021), investigadores del Centro Internacional de Investigaciones Otras Voces en Educación asociados a Clacso, señalan que la pandemia agudizó las desigualdades sociales, económicas y políticas, y que la reforma tributaria propuesta terminaría por deteriorar aún más las condiciones de vida de los jóvenes y de la clase trabajadora, lo cual incidiría directamente en la profundización de la brecha de desigualdad social. Así mismo, el informe hace alusión al incremento de la pobreza en el mandato de Duque:
[...] según el DANE, la pobreza ha crecido de 34,7 % en 2018 a 42,5 % en 2020. Con ello, se da un retroceso de al menos doce años en términos porcentuales. Esto ocurre luego de un estancamiento económico en la última década, que nada tienen que ver con el crecimiento del PIB nacional, siendo el Valle del Cauca (donde se encuentra la ciudad de Cali), el tercer departamento más afectado, después de Bogotá y Atlántico. (p. 16)
A pesar del latente contagio del virus, gran parte de la población colombiana decidió manifestar de diferentes maneras su gran descontento con el actual gobierno. Cali fue una de las ciudades epicentro del Paro Nacional, pues aunado a lo reportado por Clacso, María Camila González (2021), en la revista Portafolio, planteaba que la capital del Valle del Cauca era, junto con Bogotá, la zona urbana con más pobreza y desempleo. Entre enero y marzo del 2021 el desempleo en Cali estuvo en el 18,7 % con un índice de pobreza monetaria para el año anterior del 36,3 %, mientras que Bogotá para el 2021 tuvo una tasa de desempleo del 20,1 %.
Aunado a lo anterior, para Jiménez et al. (2021) Cali es una ciudad que concentra diferentes tensiones históricas y sociales, esto se debe en particular al racismo estructural, esta zona es habitada en su mayoría por afrodescendientes e indígenas, siendo la segunda ciudad de Latinoamérica después de Bahía, Brasil, con mayor población afro. No es un hecho aislado que en la madrugada del 28 de abril del 2021 indígenas del pueblo Misak derribaran la estatua de Sebastián de Belalcázar en Cali, fundador español de esta urbe, de Popayán y Quito, quien ha sido denunciado como genocida de diferentes etnias indígenas. En el sitio se alzó un lugar de memoria llamado Monumento a la Resistencia, la mano del dios maya de la batalla construida con nombres y rostros de los ciudadanos asesinados por la policía y el Esmad que empuña la palabra "RESISTE". La caída del monumento de Belalcázar iniciando el Paro Nacional trajo consigo el desplome de otras estatuas en diferentes partes del país, la resignificación de los espacios monumentales, la configuración de lugares de memoria e iniciativas populares, las expresiones artísticas en diferentes lenguajes que señalaban, recordaban, condenaban o instauraban nuevos campos de visibilización de las demandas e injusticias y, con todo ello, se vio la necesidad de revisar los discursos hegemónicos establecidos que profundizan las opresiones y las narrativas e historias oficiales, donde las memorias y las voces de ciertos grupos heterogéneos no han sido incorporadas en la historia nacional.
Sin memoria no hay historia, en tanto, esta última se nutre de la primera. Sin embargo, en su búsqueda por la verdad, la objetividad científica y la instauración de un discurso hegemónico, la historia ha regulado y desechado algunos de los recuerdos de las expresiones mnemónicas de los diferentes grupos sociales. Por tanto, al constituirse en relato objetivo/verdadero con pretensión de legitimidad, establece una narrativa cronológica basada en los principios de linealidad y de causa y efecto, y en su proceso de transmisión y sistematización en documentos y libros ha dejado de lado las memorias de las comunidades que no hacen parte de los regímenes de visibilidad, saber y poder. Elizabeth Jelin (2002), en Los trabajos de la memoria menciona que la historia debería cuestionar desde una perspectiva crítica los contenidos de las memorias dominantes/hegemónicas, lo cual causaría la revelación en la escena pública de aquellos relatos que no han sido transmitidos en la colectividad -nacional-. Por ello, "La lucha por la recuperación de la memoria del pasado, la lucha contra el olvido, tiene una trascripción al discurso de la Historia que no es en modo alguno lineal" (Aróstegui, 2004, p. 30), de ahí que, los emprendedores de la memoria como los denomina Jelin (2002) elaboren prácticas y manifestaciones simbólicas sobre un pasado actualizado en el presente. Tales elaboraciones que vinculan pasado-presente-futuro se dieron en gran medida de forma performativa en el trascurso de los años 2019-2021 en medio de las manifestaciones de los diferentes grupos sociales, descentrando los discursos dominantes y visibilizando las prácticas que consuetudinariamente han mantenido al pueblo oprimido con sus funestas consecuencias, instaurándose muchas de ellas como lugares de memoria.
Pierre Nora (2008) señala que la memoria se "enraíza en lo concreto, el espacio, el gesto, la imagen y el objeto" (p. 21). De acuerdo con lo anterior, la memoria al fijarse en lo concreto puede habitar en aquello que ha sido denominado lugar de memoria, en una primera instancia se puede entender este término como el conjunto de materialidades o expresiones donde se condensa, ancla, acrisola, refugia y manifiesta la memoria colectiva. En un sentido concreto como "toda unidad significativa, de orden material o ideal, que la voluntad de los hombres o el trabajo del tiempo convirtieron en elemento simbólico del patrimonio memorial de una comunidad cualquiera" (p. 111).
Ricard Vinyes (2014) postula que saber y conocer son los dos grandes objetivos de los lugares de memoria, y la manera en cómo se accede a estos propósitos se ha constituido en el centro del debate de este concepto. Lo anterior, se relaciona con la distinción que realiza Nora (2008) entre los lugares dominantes y los lugares dominados:
Los primeros, espectaculares y triunfantes, imponentes y generalmente impuestos ya sea por una autoridad nacional o por un cuerpo constituido, pero siempre desde arriba, tienen a menudo la frialdad o la solemnidad de las ceremonias oficiales. Lo que se hace es acudir a ellos más que ir. Los segundos son los lugares refugio, el santuario de las fidelidades espontáneas y de los peregrinajes del silencio. Es el corazón viviente de la memoria. (p. 38)
Hugo Achugar (2003) propone completar la definición de lugares de la memoria de Nora con la enunciación del lugar desde donde habla, es decir, no basta con entender un sitio de memoria como un espacio cultural o geopolítico, sino que es necesario señalar el horizonte político y el tiempo desde el cual se enuncia la memoria o las memorias. De esta forma, hay sitios de memoria edificados por el Estado y lugares de memoria erigidos por parte de comunidades no pertenecientes a los regímenes de poder. Debido a las diferentes interpretaciones del pasado se instala una lucha por la memoria y su cristalización en los diferentes monumentos o espacios mnemónicos, así como "la lucha y la confrontación por el relato que se va a transmitir, por el contenido de la narrativa ligada al lugar" (Jelin, 2002, p. 55).
Los monumentos nacionales, los informes que provienen de las esferas de poder y las fechas conmemorativas que asigna el Estado hacen parte de los lugares de memoria dominantes, son la cristalización de una memoria hegemónica que termina por achatar las memorias sociales -tanto individuales como colectivas-. Los sitios auténticos de memoria serían aquellos que se encuentran cimentados en un campo de ruinas, en los recuerdos de los vencidos, en un pasado que se encuentra ausente en el presente.
A través de los sitios de memoria, los grupos sociales o comunidades no pertenecientes a los círculos dominantes ejercieron manifestaciones de contra-memoria durante el Paro Nacional frente a la narrativa hegemónica transmitida mediante los sitios institucionalizados por los centros de poder. Los lugares de memoria que emergieron de los colectivos mnemónicos antes excluidos del relato maestro pusieron en tensión el conocimiento dominante sobre el pasado e instauraron un quiebre definitivo, acontecimental, en el marco presente de invisibilización operado desde la historia oficial.
Como se ha visto, uno de los escenarios de disputa que acentuó el Paro Nacional fueron los lugares de la memoria oficiales o espacios conmemorativos, el desplome de estatuas alusivas a conquistadores españoles que vulneraron y asesinaron a miembros de comunidades aborígenes, próceres que después de la Independencia de España perpetuaron violencias estructurales como el racismo o la violencia económica, y políticos conservadores del siglo XX que se asocian a prácticas de corrupción o influencias ideológicas fascistas. En medio del Paro Nacional fueron derribadas las estatuas de Cristóbal Colón en Barranquilla, Gonzalo Jiménez de Quesada en Bogotá, Sebastián de Belalcázar en Popayán, Andrés López de Galarza en Ibagué, Diego de Ospina y Medinilla en Neiva, Francisco Fernández de Contreras en Ocaña, Simón Bolívar en el municipio de Cumbal-Nariño, Antonio Nariño en Pasto, Francisco de Paula Santander en Popayán, Julio Arboleda en Popayán, Misael Pastrana Borrero en Cali, Gilberto Alzate Avendaño en Manizales, Monumento a la Policía en Popayán y el emblemático monumento a los Héroes en la calle 80 de Bogotá, en donde fue derribado el Bolívar ecuestre.
Y así como se desplomaron monumentos que encarnan la profunda crisis sociopolítica que entrelaza el pasado, el presente y el futuro de las historias que han conformado la nación, también se evidenció un agenciamiento por parte de los jóvenes estudiantes desde una perspectiva crítica que actualizó el debate sobre el legado de ciertos "héroes" u hombres "ilustres" de la historia colombiana. Así emergieron una serie de iniciativas populares y colectivas y toda clase de manifestaciones artísticas en escenarios públicos e infraestructuras privadas, las cuales acompañaron diversas formas de develar la ampliación de las cicatrices históricas que animan la revuelta y que urgen en la memoria.
Evelyn Hevia (2012), en el libro Espacio y recuerdo: archipiélago de memorias en Santiago de Chile, plantea unas categorías para comprender la complejidad y la transformación de los lugares de memoria ubicados en Chile, la autora los divide en: lugares de nominación, hecho acontecido con señalamiento, construcciones permanentes, construcciones transitorias y presencia de la persona ausente.
Los lugares vinculados a construcciones transitorias son espacios que no tienen por objetivo perpetuarse en el tiempo, por ello, "aparecen y desaparecen en la geografía urbana en ciertas fechas significativas para una comunidad, tales como murales, grafitis, afiches u otras intervenciones en el espacio público" (Hevia, 2012, p. 35). Las calles colombianas fueron pintadas y las paredes grafiteadas con frases como "Nos están matando", "San Francisco anti-uribista", "Estado feminicida. Ni perdón, ni olvido", "Prohibido rendirse", "¿Dónde están? 6.402", "La memoria no se censura", "Estado asesino", "Cali anti-uribista", "Resistencia" y otros grafitis con frases y rostros de los jóvenes que fueron asesinados por la Fuerza Pública en medio del Paro Nacional y que aparecían y desaparecían en las calles, paredes, puertas y andenes e inundaban las ciudades y las redes sociales. A estos diversos discursos visuales se les sumaron carteles y afiches que eran repartidos por jóvenes a los transeúntes en las manifestaciones y a los pasajeros de los carros en los semáforos, a ellos se unieron también los grupos feministas que inauguraron galerías en espacios abiertos.
Dentro de estas construcciones transitorias también podemos hacer alusión a todas las intervenciones a través de diversos lenguajes artísticos como performance, teatro, danza, circo, fotografías y música que tienen un carácter transitorio, pero que albergan las inconformidades de todo un país y las memorias heterogéneas en sus manifestaciones. Unas de las más emblemáticas representaciones de crímenes de Estado fueron las realizadas por los integrantes de Circo al Paro y Mafapo quienes se reunieron el 4 de junio del 2021 en la Plaza de Bolívar para pintar 6402 croquis que representaban los cuerpos de los jóvenes asesinados y presentados como guerrilleros dados de baja en combate, de acuerdo con la investigación que había presentado la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en febrero sobre las ejecuciones extrajudiciales perpetradas por el ejército, entre el 2002 y el 2008, periodo presidencia de Álvaro Uribe. Los croquis y sus números desbordaron la ciudad en una extensión de 12 kilómetros.
Otras de las construcciones transitorias emblemáticas fueron las realizadas a Lucas Villa, líder estudiantil que se encontraba el 5 de mayo en el viaducto de Pereira en medio de las protestas del Paro Nacional, cuando fue acribillado por 8 tiros de encapuchados motorizados que les disparaban a los manifestantes, su muerte fue declarada el 11 de mayo del 2021. Se sacaron imágenes de Lucas, fotos, camisetas, carteles, grafitis, canciones, videos, incluso en el carnaval de negros y blancos realizado en la ciudad de Pasto, se hicieron carrozas conmemorativas en su nombre.
A estas expresiones, se sumó la gestión por parte de los jóvenes en la resignificación de ciertos lugares públicos en diferentes ciudades o barrios del país. En Bogotá el portal de Transmilenio de las Américas fue denominado Portal Resistencia, en esta misma zona urbana, la localidad de Usme ahora fue conocida como Usmekistán y la calle Avenida Jiménez, en el centro de la capital, se denominó Avenida Misak. En Cali, el Puente de los Mil Días se llamó el Puente de las Mil Razones; el lugar emblemático ubicado al oriente de la capital del Valle del Cauca antes conocido como Puerto Rellena fue rebautizado con el nombre de Puerto Resistencia; en esta misma ciudad, la Loma de la Cruz fue conocida como Loma de la Dignidad. Algunos de estos lugares de memoria podríamos considerarlos como lugares de nominación pues se construyen como "lugares que han sido nombrados para recordar personas o eventos vinculados al pasado reciente. Su simbolismo no radica en el lugar ni en su vinculación histórica, sino en el sujeto o hecho al que hace referencia" (Hevia, 2012, p. 34). También algunos de ellos pueden ser lugares correspondientes a hecho acontecido con señalamiento pues han sido marcados con el objetivo de recordar algún evento relacionado con el pasado reciente, a diferencia de los lugares de nominación, el espacio físico está aunado al acontecimiento señalado (Hevia, 2012).
Para Jelin (2002), tanto en las conmemoraciones como en los lugares de memoria hay una pugna política, por un lado, las fuerzas sociales que reclaman las marcas de memoria, y por el otro, los grupos que piden eliminar los rastros. Fabri (2013) lo profundiza:
En estas luchas por la marcación en el territorio existen ciertas pugnas sobre lo que efectivamente se recordará, sobre cómo se recordará, a través de qué vehículos y de qué elementos. Esta confrontación trasciende el plano político y va más allá, toca los límites de
lo estético y se introduce en los canales sobre los que se montará el entramado del relato para la activación de la memoria. Al mismo tiempo, se pone en juego la subjetividad de la interpretación de esos enclaves, en los que la lectura de quien recibirá el mensaje o visitará el lugar de memoria o el sitio memorial inscribe sentidos particulares, específicos y diversos. (p. 96)
Los lugares de memoria construidos en el Paro Nacional y sus diferentes materialidades ponen entonces de manifiesto las luchas políticas por la memoria; una centrada en el consenso público de los eventos pasados, en la objetivación de los recuerdos (Richard, 2002) cristalizados en lugares emblemáticos como plazas, documentos, monumentos, museos y placas; y otra, que nace a partir de los emprendedores de la memoria, quienes aspiran tener legitimidad política y reconocimiento social sobre su narrativa del pasado (Jelin, 2002). Esta pugna política transciende para enmarcarse en los regímenes de visibilidad, poder y saber, en tanto, lo que se encuentra en disputa es el conocimiento del pasado, sobre el que se edifica la sociedad, el que será transmitido a las siguientes generaciones por medio de los lugares de la memoria.
Muchas de las resignificaciones del espacio público se encontraron vinculadas al barrio como escenario político. Las dinámicas de asambleas populares, ollas comunitarias, pliego de exigencias y primeras líneas,6 en su mayoría lideradas por jóvenes, permitieron situar el ejercicio urgente de una democracia de cara a las necesidades de las personas que habitan espacios con menos condiciones de vida digna. Así, las culturas subalternas -atravesadas por diferentes prácticas de represión y violencia política- ante la imposibilidad de acceder a la memoria pública/oficial, y ante el control de los medios oficiales de comunicación, construyeron lugares de memoria en los diferentes espacios del territorio para evitar que el discurso hegemónico se apoderara de sus recuerdos, pues "Sin vigilancia conmemorativa, la historia los aniquilaría rápidamente" (Nora, 2008, p. 25).
Como se ha expuesto en el artículo, frente a estas resignificaciones, gestiones y corporeizaciones de la protesta, en diferentes lugares del país se presentaron múltiples violaciones a los DDHH en el marco del derecho constitucional de la protesta social. La población fue blanco del uso sistemático, desproporcionado y asimétrico de la Fuerza Pública, "lo que ha conllevado [sic] a que se cometan homicidios, lesiones oculares, agresiones sexuales, desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias y diversidad de ataques físicos y verbales hacia quienes salen a las calles" (Temblores ONG e Indepaz, 2021, p. 2). Según el informe de Indepaz y Temblores ONG (2021), en lo corrido de las jornadas de movilización sucedieron 1823 detenciones arbitrarias; 75 asesinatos, 44 de ellos con presunta autoría de la Fuerza Pública; 14468 casos de violencia física; 83 víctimas de violencia ocular y 28 víctimas de violencia sexual, para un total de 3486 casos de violencia policial.
Resulta relevante que en el marco del Paro Nacional se gestara una violencia masiva dirigida a destruir los cuerpos de quienes asistían a las movilizaciones, siendo la mayoría de estas corporalidades jóvenes que por circunstancias estructurales de precarización en términos de educación y oferta laboral, como se analizó al inicio del artículo, decidieron salir a las calles para exigir mejores condiciones de vida. La regulación biopolítica, debida tanto por la pandemia como por la reglamentación de la protesta, instauraba en el territorio nacional la administración de la vida por medio de dispositivos de seguridad, moldeando los rincones más íntimos de las subjetividades, las experiencias, deseos, conductas, cuerpos y afectos de los sujetos a la voluntad soberana -como lo plantea Foucault (2000) en el Curso de 1976-. En contraposición los jóvenes reconfiguraron sus vínculos sociales en la revuelta y agenciaron diversas resistencias ante el poder desmedido que quería extirpar la libertad y el derecho constitucional a la protesta social.
El cuerpo es un territorio en el que confluye el poder, así, la corporalidad ha sido uno de los instrumentos predilectos para regular el tejido social y a su vez a la población, no obstante, dicho control no se reduce exclusivamente a los cuerpos sino también sobre el ejercicio disciplinario de las vidas. Elsa Blair (2002) advierte que en las guerras contemporáneas el ejercicio de la violencia sobre los cuerpos es una expresión de una economía del poder en términos foucaultianos, en tanto se necesita que los cuerpos estén ceñidos a cierto ordenamiento social y político, para ello se requiere de unas tecnologías corporales de la crueldad con el objetivo de castigar, desaparecer, asesinar o mutilar la corporeidad de aquellos que no se ajustan a dicho ordenamiento. De modo que, la violencia ejercida sobre los cuerpos es un dispositivo perteneciente a la biopolítica, una economía del poder para regular a la población civil. De acuerdo con lo expuesto por Blair, podríamos plantear que las acciones desplegadas por el Esmad y la policía colombiana, algunas aprobadas por marcos normativos internacionales y otras de uso excesivo de la fuerza que se constituyen en violaciones a los derechos humanos, se consideran como tecnologías corporales de la crueldad, puesto que la dimensión física y simbólica de la detención arbitraria, la violencia ocular, los casos de violencia sexual y los asesinatos tenían como fin no solo castigar dichos cuerpos sino también aleccionar a los demás ciudadanos.
Ahora bien, es importante volver una y otra vez sobre el recrudecimiento de la represión policial, pues en medio de las jornadas de movilización ya "no se utilizan balas de goma dirigidas directamente a los ojos de los activistas, si no que se dispara a matar, como una cacería. [...] Ya no hay sutilezas ni humanismo que medie entre la represión y el hacer morir" (Estévez, 2021, p. 4). La violencia ejercida por parte de instituciones del Gobierno sobre la población civil fue un orden cimentado en la regulación de la vida y la muerte. El Esmad y la Policía, además de contar con el armamento, tienen las técnicas, las prácticas y los recursos necesarios para reprimir, extirpar, desaparecer y asesinar las corporalidades de los jóvenes, y la sevicia para abusar sexualmente de las mujeres, quienes de forma consuetudinaria han sido utilizadas como botín de guerra. Es un caso emblemático el suicidio de Alison Salazar, joven de 16 años oriunda de Popayán, quien decide quitarse la vida después de publicar por Facebook que había sido golpeada y agredida sexualmente por cuatro agentes del Esmad.
Les tocó cogerme entre 4 no Hijueputas?? Yo soy a la que cogieron, en ningún momento me ven tirando piedras, no iba con ellos, me dirigía hacia la casa de un amigo que me dejaría a quedar en su casa, cuando menos pensé estaban encima, ni siquiera corrí porque era peor, lo único que hice fue esconderme detrás de un muro, y solo porque estaba grabando me cogieron, en medio de eso me bajaron el pantalón y me manosearon hasta el alma, en el video queda claro que yo les digo que me suelten porque me estaban "desnuando" [sic] quitando el pantalón. (Millán, 2021, mayo 14)
Durante el tiempo que duró la protesta, el gobierno de Duque en diversas alocuciones legitimó la militarización y el abuso de poder, calificó a los profesores de adoctrinadores ideológicos del comunismo y de vándalos a los jóvenes que pertenecían a las primeras líneas, a los que asistían a la movilización y a los que gestionaban espacios comunitarios, estigmatizando de esta forma a una cantidad ingente de población y en especial a los jóvenes, a quienes pretendían arrebatar por medio de la implementación de este discurso su poder político. En sus alocuciones era clara la justificación de la muerte violenta e indiscriminada por causas políticas quedando al descubierto la nuda vida,7 pues desde este planteamiento es "justificable la arremetida contra los vándalos" y por ende su aniquilamiento. Catalogar a los marchantes bajo el rótulo de vándalos termina por ubicarlos en un umbral donde sus vidas son abandonadas, desprovistas de todo resguardo político y jurídico, sus muertes en ese sentido no son condenables, pues sus vidas y sus cuerpos son blanco para el ordenamiento sociopolítico del poder biopolítico.
La juventud en las protestas sociales ocupó un lugar de visibilización contundente en medio de las multitudes, incluso podríamos decir que el cuerpo social que sostuvo las movilizaciones fue la juventud en gran parte marginada, una juventud que desconfía de la institucionalidad. Este factor llevó a una organización colectiva para operar y sostener la revuelta que emergió desde las periferias de las ciudades y las regiones. Conscientes de esto, la violencia policial dirigida hacia estos cuerpos en medio del estallido social buscó también romper las acciones de resistencia de dicho entramado colectivo popular y social, suturando violentamente el inminente desgarro del orden hegemónico. Al ser los jóvenes quienes se apropiaron de los espacios públicos, construyeron lugares de memoria y elaboraron acciones de resistencia, las acciones represivas manifestadas en gases lacrimógenos, balas de goma, chorros de agua e incluso disparos de armas de fuego van en dirección a sus corporalidades como materialidad de la revuelta.
La represión deviene entonces en acciones contundentes que buscan sembrar terror colectivo, hay una ruptura simbólica no solo en la manifestación sino también en cada corporalidad que la integra. Los disparos de balas de goma que dejaron a cerca de 83 jóvenes sin uno de sus ojos se constituyen en tecnologías corporales del castigo y el terror en términos de Elsa Blair, pues si abrieron sus ojos para ver la inequidad, la desigualdad y la violencia estructural que los llevó a las calles, estos ojos debían ser cerrados de nuevo para mantener el orden pese a las inequidades reflejadas en la inconformidad social. El asesinato de Lucas Villa (así como el de los demás jóvenes en las jornadas de movilización) en el viaducto de Pereira, en medio de una concentración en el marco del Paro, fue para producir terror, su cuerpo baleado fue transmitido en vivo en redes sociales8 para dar un mensaje contundente, su fin era evitar por medio de la sangre y los cuerpos destrozados que los jóvenes siguieran asistiendo a las calles y se siguieran organizando. Sin embargo, los jóvenes, con su arrojo y esperanza, apuestan a un mejor futuro para ellos y para el país, y seguirán resistiendo a pesar de la acción homicida del Estado, territorializados en sus barrios y parches, en procesos organizativos, en militancias de izquierda y en dinámicas artísticas.
Aunque se pretenda eliminar, borrar y destruir los rastros del pasado, quedan "las marcas en la memoria personalizada de la gente, con sus múltiples sentidos [...] No hay pausa, no hay descanso, porque la memoria no ha sido «depositada» en ningún lugar; tiene que quedar en las cabezas y corazones de la gente" (Jelin, 2002, p. 56). Por ello, ante el adiestramiento memorial, los recuerdos retornan en imágenes o símbolos metamorfoseados, como señala Yerushalmi (1998) vuelven, brotan, revientan por algún lado.
Los diferentes lugares de memoria construidos durante el Paro Nacional en el cual participaron todas las expresiones artísticas son palimpsestos en los que se grabó y cristalizó tanto la memoria colectiva de unos grupos sociales en particular, como la memoria del acontecimiento de la revuelta de un Estado-nación en clave de Nunca Más, como parte de las transformaciones que se deben realizar en los escenarios sociales y políticos hacia el futuro.
Una mano empoderada desde Cali con la palabra Resiste (Véase figura 2), evoca en sí misma un ejercicio de memoria e interpretación de su propia historia y temporalidad, como lo nombra Sergio Villalobos-Ruminott (2020):
son luchas por la dignidad, avanzan en su propia inminencia porque la revuelta es una nueva relación con la temporalidad, suspenden el tiempo y avanzan como un sistema de poder destituyente y a su vez constituyente, para poder construir un nuevo contrato social.
Y mientras eso sucede, el arte como lo propone Deleuze (2012) será la resistencia, resistencia a la muerte, al olvido, a la historia, al discurso amo hegemónico, a las consignas instauradas desde el Estado y difundidas por sus medios oficiales de comunicación y sus políticas de acumulación de capital y de cadáveres.