Mestizos y encomienda en la historia de las Indias y del Nuevo Reino de Granada
En la historia de la América colonial, los términos mestizo y encomienda suelen verse como incompatibles o antagónicos. En efecto, si bien varios estudios señalan o reconocen que algunos mestizos conquistadores o hijos de conquistadores lograron heredar u obtener aquella posición, se considera generalmente que se trataba de casos excepcionales. Además, desconocemos casi por completo las condiciones y las modalidades concretas en que aquellos “hijos de españoles e indias” llegaron a ocupar una posición que, paradójicamente, la legislación y las leyes de sucesión parecían prohibirles. Así, se sabe que hubo, por ejemplo, algunos mestizos encomenderos en el Perú, en Quito o en Paraguay (Ares 45; Ortiz 85; Domingo 330), pero no existe todavía un estudio detallado y profundo sobre el proceso que los llevó no solo a serlo, sino también a mantenerse como tales. Esto nos permitiría aprehender los factores concretos y precisos que hicieron posible una situación que en ciertos aspectos puede mirarse como una especie de proeza, dada la alta rivalidad y la competencia que atañían al cargo más codiciado en las Indias del siglo XVI. Por otra parte, los estudios que trataron de acercarse en particular a ese fenómeno, como el de Juan Bautista Olaechea, se centraron sobre todo en las cuestiones legislativas y teóricas, las cuales, aunque importantes, eran secundarias en comparación con los elementos sociopolíticos pragmáticos que estaban en juego a la hora de atribuir una encomienda. Entre estos se destaca la dinámica de las luchas por el control y el goce de los beneficios de la conquista entre los bandos rivales. Desgraciadamente, todo aquello contribuye a mantener a los mestizos en una especie de invisibilidad historiográfica y, por ende, a alimentar el tópico de una categoría social sobre todo marginada y poco dada al ejercicio del poder. Ahondar en las circunstancias en que algunos de ellos pudieron mantenerse en la posición social más conspicua de las sociedades indianas, la cual, por añadidura, poseía un cariz político-militar asociado al bando “vencedor”, nos permitiría arrojar luz sobre el proceso de formación y consolidación de élites mestizas en las distintas regiones americanas, así como evaluar la actuación y el papel sociopolíticos particulares que tuvieron, especialmente respecto de los otros componentes de la sociedad colonial. Así, veremos que esos mestizos no actuaban desde los márgenes de la sociedad hispanocriolla, sino que eran miembros de pleno derecho de ella o insiders (Rappaport, “Buena sangre” 31-32). Por consiguiente, vamos a proponer aquí un estudio profundizado de la trayectoria de dos mestizos que se hicieron encomenderos en la provincia de Tunja en la segunda mitad del siglo XVI, a partir de una amplia documentación proveniente del Archivo General de la Nación de Bogotá: Juan Ortiz, encomendero de Cómeza y Cosquetiva a partir de 1563, y Miguel López de Partearroyo, encomendero de Boyacá desde 1583. Será una oportunidad para alimentar la reflexión historiográfica que se ha llevado a cabo sobre la trayectoria de los primeros mestizos neogranadinos, por ejemplo, con los trabajos de Joanne Rappaport y de Juan Cobo Betancourt.
El Nuevo Reino de Granada (o Nuevo Reino) representa un campo muy favorable, no solamente para estudiar la trayectoria de la primera generación de mestizos (en especial por la gran visibilidad que les dieron los conflictos protagonizados por el cacique mestizo de Turmequé, don Diego de Torre), sino también para conocer en detalle el proceso que llevó a varios mestizos a convertirse en encomenderos a partir de la década de 1560, principalmente porque se conservó una documentación amplia, por lo menos acerca de tres casos: los dos ya mencionados y el de Francisco Ortega, encomendero mestizo de Zipaquirá, provincia de Santafé, a partir de 1583 (AGN, VC 13, D. 6, D. 7). Es más, la documentacion relativa a la sucesion de Miguel López de Partearroyo a la encomienda paterna de Boyacá contiene un memorial redactado por el mestizo en el cual se hace un censo informal de todos los mestizos que eran encomenderos en 1583 en las provincias y gobernaciones que componían el distrito de la Audiencia de Santafé, a partir de las informaciones de las que disponía o que eran “de pública voz y fama” (AGN, E 24, D. 1, ff. 31-33). Su intención era defender la idea según la cual era común que un mestizo fuera encomendero, al revés de lo que afirmaban sus rivales para desacreditar su candidatura. Si bien podemos suponer que ese documento contiene ciertas imprecisiones, inexactitudes o lagunas -deja, por ejemplo, el apellido de algunos de ellos en blanco-, no deja de ser muy valioso y de dar una idea global de las posibilidades que tenían los mestizos de poseer una encomienda en dicho territorio. Por otra parte, nos da información sobre la distribución regional de aquellos mestizos encomenderos. De los dieciséis mencionados en el memorial, ocho lo eran en las provincias vecinas (Cartagena, Popayán, Los Llanos), siete en las provincias periféricas del Nuevo Reino (Tocaima, Muzo, Pamplona, Ibagué), y solamente uno en el corazón del Nuevo Reino, compuesto de tres provincias (Santafé, Tunja y Vélez), a saber, el ya citado Juan Ortiz. A ese conjunto habría que añadir a Juan Lanchero, un mestizo que lo había sido hasta 1581 (AGI, E 826B, ff. 496 v.-501 v.), y, por supuesto, a Partearroyo y a Ortega que lo serían en el transcurso del año 1583. Así, se elevaría a diecinueve, como mínimo, el número de mestizos que llegaron a ser encomenderos en el territorio que corresponde a la actual Colombia en la segunda mitad del siglo XVI, sabiendo que, según Partearroyo, había “demás destos […] otros muchos mestizos encomenderos” en aquel distrito, lo cual no parece inverosímil. Un primer aspecto que llama la atención es el aparente desequilibrio y contraste que había entre el centro del Nuevo Reino y sus regiones vecinas y periféricas. En efecto, el corazón del Nuevo Reino, aunque fue la región más poblada y de mayor relieve político del distrito, solo contaba con tres encomenderos mestizos, mientras que, en las demás zonas del distrito de la Audiencia, de menor importancia política y demográfica, ese número llegaba a más del doble. Este aparente desfase permite suponer la existencia en las regiones vecinas y periféricas de condiciones favorables para los mestizos para obtener o heredar encomiendas. Por un lado, el menor atractivo de esas regiones por ser zonas de poca densidad demográfica, pobladas por grupos indígenas superficialmente sometidos y poco acostumbrados a pagar un tributo, tendía a disminuir el número de candidatos españoles y a aumentar las oportunidades de los que no solían ser prioritarios en el acceso a las encomiendas. Por otro lado, esas regiones, en particular las del valle del río Magdalena (Tocaima, Ibagué, Muzo, Mariquita), seguían siendo zonas de conquista donde varios grupos indígenas resistían el avance español, lo cual ofrecía nuevas posibilidades de obtener una recompensa para todos aquellos, españoles o mestizos, que al rendir “un servicio a la Corona”, participando en un “entrada” de “pacificación”, esperaban “valer más” (cf. De Roux 45).
Al margen de la cuestión de las variedades regionales, cabe preguntarse por la particularidad de los dos casos que nos interesarán en el marco del presente estudio. ¿Cómo llegaron a ser encomenderos esos dos mestizos? ¿De qué situación favorable se beneficiaban o qué requisitos cumplían para llegar a esa posición y mantenerse en ella en comparación con otros que no lo lograron? ¿Se sirvieron principalmente de argumentos legales o de factores sociopolíticos pragmáticos? ¿Qué estrategias emplearon para destacarse? Y, por fin, ¿qué papel desempeñó su condición de mestizos en el proceso de acceso al cargo? ¿Constituyó una dificultad mayor o no fue un criterio relevante? Son, pues, todas estas preguntas cruciales que plantean estos casos. Señalemos de antemano que, si bien la cuestión legislativa era importante, esta no pudo constituir un criterio ni único ni decisivo a la hora de determinar la posibilidad de ser encomendero para un mestizo, ante todo porque, como lo señala el mismo Olaechea, “las medidas legales adoptadas en orden a la sucesión de encomiendas son fluctuantes y contradictorias y producen la impresión de querer rehuir de la adopción de un compromiso concreto” (Olaechea 211-212). Para la época y el territorio que nos interesan, el texto jurídico fundacional en la materia es la real cédula del 27 de febrero de 1549, dirigida a la Audiencia de Santafé para reafirmar la prohibición de ocupar encomiendas u oficios públicos para “los […] mulatos y mestizos y no legítimos” (Friede X: 35). Como es bien sabido, este texto, además de mencionar la posibilidad para la Corona de otorgar “licencias” especiales a ciertos individuos, tiene una formulación sumamente ambigua, al no dejar claro si la interdicción concernía a todos los mestizos o solamente a los nacidos fuera del matrimonio, de modo que se establece una especie de confusión entre las dos condiciones. Después de haber estudiado varios trámites hechos por mestizos para obtener un cargo o empleo público, estamos en capacidad de comprender mejor cuál fue la voluntad real. Tomamos como punto de comparación las derogaciones ulteriores que ella otorgó, las cuales permiten inferir la intención inicial. Una cédula real promulgada en Valladolid el 24 de junio de 1559 y destinada a recolectar fondos para la Corona por medio de la venta de oficios en las Indias concede que, en ausencia de hijos legítimos, los “hijos naturales” puedan heredar encomiendas “aunque sean hijos de indias” (AGN, E 24, D. 1, ff. 44 v.-47 r.). Esto parece indicar con toda claridad que la prohibición inicial aludía tanto a los ilegítimos como a los mestizos en general. Por otra parte, un poco después de la promulgación de esta cédula, en 1564, Felipe II otorgó a Juan Camacho una “legitimación real” para su hijo natural mestizo llamado Martín Camacho, “habido […] en mujer soltera india”, nacido en la provincia de Cartagena pero que vivió toda su vida y carrera de escribano y procurador en Santafé hasta principios del siglo XVII. Lo llamativo de esta merced real es que lo hace “hábil y capaz” para “cualquier oficio”, como si fuera un hijo legítimo, menos para “suceder […] en los indios” de su padre, derecho reservado a “hijos legítimos de legítimo matrimonio nacidos” (AGI, SF145, N. 23, ff. 3-5). Dicho de otra forma, la Corona tenía una exigencia especial para con la encomienda, reservada, en teoría, a los que eran hijos legítimos por nacimiento y no por legitimación ulterior. También podemos suponer que esta restricción fue motivada por el origen mestizo de Camacho, aunque el documento no lo dice.
Con todo, lo más importante no pareció ser la ley o el conjunto de leyes en sí, sino la manera como fue interpretada y aplicada por las autoridades locales según las épocas y las circunstancias e intereses que estaban en juego. Sabemos que existió una corriente de acuerdo con la cual la restricción solo afectaba a los mestizos ilegítimos y los mestizos legítimos podían heredar como los españoles, tal como lo expresa el cosmógrafo López de Velasco en 1571 (“Geografía” 22), sin precisar si legitimado valía por legítimo. Por otra parte, debió de existir el punto de vista que consideraba que los mestizos quedaban excluidos en bloque del acceso a las encomiendas, tal como fue expresado amargamente en la probanza del mestizo Juan de Céspedes ante la Audiencia de Santafé para obtener una merced real en 1577: “es público y notorio que no se daban indios encomendados a ningunos mestizos” (AGI, P160, N. 3, R. 3, f. 1150 v.). Sin embargo, parece que en la práctica se aceptaba sin mayores reticencias que las mujeres mestizas heredaran la encomienda de su marido español a la muerte de este, aunque fueran ilegítimas, de lo que se queja Partearroyo en el dicho memorial alegando que “no tienen menos los mestizos que las mestizas”2. En realidad, fueran hombres o mujeres, nunca hubo en los diferentes territorios de las Indias una aplicación o un punto de vista únicos, rígidos o definitivos. Pudieron variar de un gobierno a otro, de un individuo a otro, de un contexto sociopolítico a otro. Esto acentúa la necesidad de conocer pormenorizadamente casos concretos, pues cada uno de ellos entrañaba una serie de particularidades, circunstancias e intereses específicos. En el caso de Juan de Céspedes, lo que le perjudicaba más era que, a pesar de ser el hijo mayor de su padre conquistador y de haber nacido como hijo natural, es decir, de dos padres solteros en el momento de la concepción, tenía hermanos españoles legítimos que fueron prioritarios en la sucesión. Así, en los casos de sucesión (y no de obtención), podemos señalar como primer criterio o circunstancia indispensable para un mestizo el no tener hermanos españoles o madrastra española que captaran en su lugar la herencia paterna. Fue precisamente el caso de Juan Ortiz y de Miguel López de Partearroyo, que fueron, por ausencia de hijos españoles y de esposas españolas, prioritarios para suceder a su padre, en detrimento de sus otros hermanos y hermanas mestizos menores que ellos. El juego de prioridades tenía, de hecho, muchas declinaciones.
Entrar en la complejidad de estos dos casos supone establecer y distinguir una serie de factores que pudieron, de manera conjunta y conjugada, explicar aquel éxito. Como planteamiento inicial, podemos establecer dos tipos de distinciones. La primera es entre los elementos endógenos y los elementos exógenos al mestizo, es decir, respectivamente, lo que venía de su propia situación sociofamiliar y política (su estatuto natal, su situación dentro de la familia y de una red de sociabilidad hispanocriolla, su relación con los indígenas del repartimiento, su relación con el poder establecido, su situación financiera, entre otros), y lo que procedía del entorno sociopolítico más amplio, local, regional o global (como la naturaleza y la visión del poder local establecido, el estado de las luchas de influencias entre bandos, la consideración que se tenía de los mestizos en aquel momento, e incluso, en ciertos casos, la configuración geopolítica internacional). Además, podemos distinguir entre elementos teóricos, por un lado, y elementos pragmáticos, por otro. Los primeros eran, por ejemplo, la situación legal del mestizo y la legislación vigente, y entre los segundos podemos señalar no solo la manera de aplicar la ley, sino también las condiciones sociopolíticas concretas que permitían una sucesión u ocupación de facto de la encomienda. Pensamos en particular en un factor que nos parece decisivo y que definimos como el equilibrio de las fuerzas, es decir, las vicisitudes de las luchas entre bandos rivales por el control efectivo de los recursos de la tierra. Estamos convencidos de que, para que cualquier individuo pudiese poseer en la práctica una encomienda, no bastaba una decisión legal, sino que era necesario el apoyo de una red o bando que pudiera garantizar el usufructo del cargo en cuestión. Trataremos, pues, de tomar estos elementos concretos en cuenta, considerando siempre que los factores no actuaban de manera aislada, sino de manera conjugada, y formaban una especie de “manojo” de factores concordantes.
Juan Ortiz, primer encomendero mestizo del Nuevo Reino (1563-1607)
Para reconstruir las vicisitudes de la vida y trayectoria de Juan Ortiz, disponemos principalmente de dos documentos: los autos del trámite que este realizó con su madre muisca en 1562 y 1563 para heredar la encomienda paterna, a la edad de doce o catorce años (AGN, E26, D. 20), y el informe de la visita que le hizo el oidor Luis Henríquez en 1601 y 1602 en el marco de la inspección general que se mandó entonces a los repartimientos de las provincias de Tunja y Santafé (AGN, VB11, D. 4). Solo puntualmente nos referiremos a otros documentos para buscar confirmaciones y precisiones. Para analizar su caso, vamos a considerar primero los argumentos y los factores jurídicos y legales, y luego nos interesaremos por los aspectos más pragmáticos. Podemos observar, sin embargo, de inmediato que Juan Ortiz se benefició de una serie de factores muy favorables, entre los que se destacan una situación familiar muy ventajosa por ser hijo legitimado por el matrimonio de sus padres, un contexto de sucesión bastante temprano en el cual el Nuevo Reino todavía no había conocido conflictos mayores alrededor de la presencia y la actuación de los mestizos, el apoyo de autoridades conocidas por su rectitud e imparcialidad (las presidencias de Andrés Díaz Venero de Leyva y de Antonio González), y la ayuda constante de una red de sociabilidad, sin olvidar algunos factores materiales también decisivos.
Juan Ortiz nació entre 1548 y 1550, probablemente en Tunja, donde su padre, Ortuño Ortiz, conquistador que llegó al Nuevo Reino en 1539 con la expedición de Nicolás de Federmann, era vecino y encomendero. Aproximadamente un año después, soltero y sin hijos, el español tomó por “compañera” a la india muisca bautizada Elvira, oriunda de Tena en la provincia de Santafé, muy probablemente de origen noble. En efecto, el 9 de septiembre de 1562, poco después de la muerte del conquistador, el día en que se presentó ante el Cabildo de Tunja para pedir la sucesión de su hijo a la encomienda paterna, fue designada como “Elvira de Tena” y no con el solo nombre de pila, como se hacía con los indios del común. Además, en la probanza de filiación que Tena y su hijo presentaron en febrero de 1563, los testigos destacaron la ausencia de lazos jerárquicos dentro de la pareja, al contrario de lo que pasaba con la gran mayoría de las indias “mancebas” de conquistadores, que solían ser “indias de servicio”. El rango social elevado de aquella “india ladina y cristiana” explica sin duda que el conquistador hubiera decidido casarse con ella en 1557, aunque después de diecisiete años de relación, probablemente para legitimar a su hijo Juan, de unos siete o nueve años en aquel entonces. Esta situación familiar envidiable, que ofrecía a Juan Ortiz no solo la prioridad en la sucesión, sino también la calidad de “legitimado” por matrimonio, era bastante excepcional entre los mestizos de su generación. De esta manera, la estrategia del clan Ortiz-Tena consistió en insistir en la legitimidad y legalidad de la petición del menor mestizo. Así, por un lado, se esmeraron en presentar al Cabildo de Tunja el título de posesión por Ortuño Ortiz de la encomienda de Cómeza y Cosquetiva, oficialmente otorgado o confirmado por Carlos V el 21 de enero de 1553, en el que se mencionan los “servicios” rendidos a la Corona por el conquistador y su calidad de “benemérito”, de los cuales había de beneficiarse su hijo, según las costumbres y leyes establecidas (AGN, E26, D. 20, ff. 708 r.-709 r., 725 v.-726 r.). Exhibir el título oficial de posesión era de suma importancia, dada la inestabilidad que había caracterizado los primeros años de colonización en materia de posesión de las encomiendas. Estas habían pasado de mano varias veces con los cambios sucesivos de autoridades que conoció el Nuevo Reino desde 1539, las cuales quitaban encomiendas a sus poseedores para premiar a sus aliados y “allegados”. El establecimiento de la Audiencia en 1550 también supuso nuevos despojos y redistribuciones (Colmenares 118 y ss.). Así, en el contexto posterior a las Leyes Nuevas, el momento de la sucesión representaba un peligro de primer orden para la familia poseedora, porque la autoridad local podía aprovecharse de ello para poner a un repartimiento dado bajo la tutela real o para recompensar a un “deudo”. Así, presentar el título oficial de posesión era una forma de garantizar la solidez jurídica de la petición y de protegerse contra eventuales veleidades de apropiación ajena.
La otra vertiente de la estrategia legal que Ortiz y consortes llevaron a cabo consistió en recalcar no solo el reconocimiento paterno, sino también la calidad de “hijo legítimo” del solicitante. Todo ello buscaba poner énfasis en la “capacidad” y “habilidad” que desde el punto de vista jurídico le ofrecía la condición de hijo legítimo, para evitar así que le atribuyeran cualquier tipo de “tacha” asociada a los “ilegítimos” o “bastardos” que pudiera impedir su acceso a la encomienda, tal como lo estipulaba la cédula real de 1549. Así, no es sorprendente que cuatro de las siete preguntas del interrogatorio de la probanza que Ortiz presentó al cabildo se dedicaran a demostrar la filiación y el estatuto natal del mestizo. Las preguntas 2 y 3 pedían a los testigos que confirmasen que Ortuño Ortiz “hubo en [Elvira de Tena] al dicho Juan Ortiz”, que lo reconoció “teniéndole por su hijo”, y que el padre y la madre eran solteros en dicho momento, lo que confería a Juan la condición de “hijo natural”, exenta de infamia, a diferencia del “hijo espúreo” o “bastardo”, nacido de un adulterio. Sin embargo, el punto más sobresaliente de la estrategia legal llevada a cabo por Ortiz y Tena fue la insistencia en el matrimonio ulterior de sus padres y en la ceremonia de legitimación de Juan, objeto de las preguntas 5 y 6, acontecimiento detalladamente descrito por uno de sus testigos directos, Diego de Paredes Calderón, vecino de Tunja, que dio el siguiente testimonio en ocasión de la citada probanza:
este testigo, porque se halló presente a sus velaciones e los vio velar, y al tiempo que se veló la dicha Elvira de Tena tuvo debajo de su manto al dicho Juan Ortiz como a su hijo e oyó decir al dicho Ortuño Ortiz que aquello de tenerlo debajo del manto se hacía para legitimar al dicho Juan Ortiz, lo cual oyó decir al propio Ortuño Ortiz y desde el dicho tiempo que se velaron y hasta que el dicho Ortuño Ortiz falleció, que puede haber 6 meses poco más o menos, este testigo vio cómo el dicho Ortuño Ortiz tuvo consigo en su compañía y casa a la dicha Elvira de Tena haciendo con ella vida maridable como con su mujer e por tales marido e mujer fueron habidos e tenidos, e asimismo vio que tenían y tuvieron al dicho Juan Ortiz por su hijo legítimo después que fueron casados y velados llamándolo hijo y él a ellos padre e madre. (AGN, E 26, D. 20, f. 721 r.)
Presentarse como “hijo legítimo” o “legitimado” le permitía a Ortiz distinguirse de los mestizos “ilegítimos”, estigmatizados por la cédula de 1549, y defender así la validez legal de su sucesión. La documentación original del trámite hecho por Ortiz y Tena no contiene la resolución ni el fallo de la autoridad. Sin embargo, pudimos enterarnos de que el título de encomendero de Cómeza y Cosquetiva le fue confirmado el 9 de enero de 1573 por el presidente de la Audiencia de Santafé, Andrés Díaz Venero de Leyva (1564-1574), quien se lo concedió “por dos vidas”, es decir, para él y su hijo legítimo, siempre reconociéndole la calidad de “hijo mayor legítimo” de su padre español y de su madre muisca. De ahí en adelante, al parecer Juan Ortiz llevó su vida con toda discreción y prudencia en Tunja, sin jamás verse involucrado en el asunto de las sospechas del levantamiento de mestizos supuestamente liderado por don Diego de Torre, hasta la llegada del presidente Antonio González a la Audiencia de Santafé. Este, encargado por el rey de inspeccionar la validez de los títulos de los encomenderos del Nuevo Reino, le confirmó los mismos derechos que Venero de Leyva, sin contestarle nunca su legitimidad para ser encomendero ni tacharle de “mestizo” o “incapaz” (AGN, VB 11, D. 4, ff. 586 r.-589 v.). Así pues, lo que pareció prevalecer, por lo menos durante las presidencias de Venero de Leyva y González, fue la consideración de que la prohibición solo se aplicaba a los mestizos ilegítimos, y que Ortiz, por su condición de “legitimado”, podía ser contado dentro de la categoría de los hijos legítimos.
Paradójicamente, estos documentos llegaron hasta nosotros gracias al cuestionamiento planteado por el visitador Luis Henríquez sobre la legitimidad de Ortiz para ser encomendero, lo que incitó al mestizo a presentar al oidor sus títulos y confirmaciones originales. La postura del oidor representa de cierta manera una ruptura en la forma de considerar las modalidades de acceso de los mestizos a la encomienda en el Nuevo Reino. En efecto, Henríquez pareció apoyarse en la interpretación de la cédula de 1549, la cual consideraba que la condición misma de mestizo era incompatible con la función de encomendero, a menos que se tuviera para ello una licencia real especial. Así, inmediatamente después de su llegada al repartimiento en diciembre de 1601, Henríquez se apresuró a embargarle a Ortiz las demoras (tributos) pagadas por sus indios tributarios, con el pretexto de que Ortiz no había exhibido sus títulos, tanto más cuanto que “tenía relación de mestizo”, es decir, que era reputado por ser mestizo. Dos semanas después, el 15 de enero de 1602, el oidor elevó oficialmente los cargos contra el encomendero, a quien reprochaba, en el primero dedicado a la validez de su título, que “siendo mestizo y de la calidad que prohíben las cédulas reales […] no hizo relación que lo era” en el título que presentó, “y sin estar dispensado ha sido tal encomendero desde el año de 1563 hasta hoy” (AGN, VB 11, D. 4, f. 598 r.). Notemos que a la ilegalidad de su título se añade el reproche de haber ocultado su condición de mestizo. Estas consideraciones revelan un profundo desfase de mentalidades y usos sociales y jurídicos entre el recién llegado Henríquez, letrado español oidor de la Audiencia desde 1597 o 1598, y el mestizo neogranadino. Para el primero, la omisión del término mestizo en los títulos oficiales de posesión de Ortiz equivalía a una especie de disimulación de un origen que en teoría debía privarlo del derecho a ser encomendero, mientras que para el segundo la palabra mestizo no era un equivalente neutro de la condición de “hijo de español e india”, sino que era un término despectivo en el que se solía incluir en la práctica a los individuos de esa misma genealogía, pero de condición social humilde, inferior o vil, con la sugerencia de un nacimiento ilegítimo. Fue precisamente lo que le explicó al visitador para defenderse del primer cargo y para afirmar que su caso personal no encajaba con la etiqueta de mestizo:
Lo otro, en cuanto al primero cargo que me dice que siendo yo mestizo y de calidad que prohíben las cédulas reales para tener encomienda […], digo que yo soy hijo legítimo de legítimo matrimonio, de Ortuño Ortiz, mi padre, uno de los primeros descubridores y conquistadores de las provincias de Santa Marta y deste Nuevo Reyno, y de Elvira de Tena, mi madre, natural de la provincia de Santa Fe, y siendo como soy, tal hijo legítimo y de nombre principal y de calidad descubridor y tan benemérito, como es notorio se deshace con esto cualquier impedimento y especial[mente] el que pretende poner en mi persona para ser tal encomendero. (AGN, VB 11, D. 4, f. 609 r.)3
Ahora bien, no veamos en este desacuerdo y en este cargo elaborado por Henríquez una ofensiva exaltada y metódica llevada a cabo por las autoridades para derrocar a cualquier mestizo que fuera encomendero. Su postura consistió más bien en mostrarse lo más riguroso posible en la aplicación de las disposiciones jurídicas relativas a una institución controvertida y famosa por los numerosos abusos a los que había dado lugar, con el fin de remediar problemas existentes y de evitar nuevos deslices. Lo ideal para la Corona era incluso buscar formas de ir poniendo las encomiendas bajo la tutela real. Por consiguiente, la condición de mestizo, si se tomaba a la letra la legislación, constituía un pretexto ideal para tratar de recuperar el control de una encomienda. No obstante, el visitador, lo hubiera querido o no, no estaba realmente en capacidad de privar de repente a Juan Ortiz de su bien. Aparte del cargo por invalidez de título, el visitador no le hizo más que unos cargos menores y se contentó con condenarlo al pago de una multa. El mestizo seguía como encomendero por lo menos hasta 1607, cuando se pierde su rastro. En 1622 ya estaba muerto y era encomendero en su lugar un tal Juan Ortiz de Arce, probablemente su hijo legítimo, lo que prueba que las decisiones sucesivas de Venero y González se respetaron (AGN, VB 11, D. 4, ff. 626 r. y ss.).
Los aspectos pragmáticos también explican no solo la sucesión de la encomienda por parte del mestizo, sino también su permanencia en ella a lo largo de su vida. Para ello, debía poseer un arraigo sólido en esa posición de poder, lo cual se obtenía ante todo gracias al apoyo de una red de sociabilidad que actuara como grupo de presión para proteger y garantizar su supervivencia sociopolítica. Esas redes podían y debían ser tanto españolas como indígenas. En cuanto a la capacidad para obtener la adhesión o sumisión de los indígenas tributarios, un testigo de la probanza hecha por Ortiz en 1563, el vecino de Tunja Francisco Rodríguez, indica que, antes de esperar la confirmación oficial de su sucesión, el mestizo y su madre ya actuaban de facto como su encomendero y encomendera: “después que falleció [Ortuño Ortiz] ha visto [este testigo] servirse de los dichos yndios a la dicha Elvira de Tena y al dicho Juan Ortiz su hijo como sucesores del dicho Ortuño Ortiz” (AGN, E 26, D. 20, f. 716 r.). Esto ilustra cómo la posesión de una encomienda no solo se apoyaba en una decisión oficial, sino que pasaba por una capacidad para serlo en la práctica. Aparte de ese afianzamiento concreto, Ortiz podía contar con el apoyo de una firme red hispanocriolla, compuesta ya de conquistadores amigos de su difunto padre, ya de mestizos tunjanos. Todo esto se puede deducir de la identidad de los testigos que presenciaron y apoyaron los trámites de sucesión entre 1562 y 1563. Entre sus apoyos importantes, podemos citar al vecino de Tunja Juan de Chinchilla, albacea del difunto padre y curador ad liten del mestizo y de Elvira de Tena, que los acompañó y asistió en la elaboración de la probanza de filiación y sucesión. El día en que Chinchilla fue designado como su tutor ante el alcalde de Tunja en septiembre de 1562, dos mestizos estuvieron presentes como testigos: los hermanos Sebastián y Gaspar Ropero, hijos del conquistador Martín Ropero. Entre los testigos que participaron en la probanza de Ortiz en febrero de 1563, contamos a tres conquistadores vecinos de Tunja que habían sido probablemente amigos de su padre y que también tenían hijos mestizos a quienes favorecían: Pedro Niño, Francisco Rodríguez y Bartolomé Camacho. Son los lazos entre la familia Ortiz y este último los que llaman más la atención. Aunque Camacho y Ortuño Ortiz fueron miembros de dos expediciones de conquista diferentes (Camacho fue compañero de Quesada), parece que se hicieron amigos cercanos. En la probanza del mestizo, Camacho declaró conocer a Ortuño Ortiz desde 1539, y a su hijo y mujer, desde 1547 o 1548, es decir, desde que nació Juan, “de vista e habla, trato e conversación” (AGN, E 26, D. 20, ff. 718 r.-719 r.). Aquella amistad y solidaridad mutua se transmitieron de padre a hijo y sirvieron de cimiento para favorecerse y proteger sus intereses mutuos a lo largo de la vida. Mucho más tarde, en 1585, Camacho, con más de setenta años, apoyó otra vez un trámite hecho por el ya adulto Juan Ortiz para reclamar un título de posesión de una estancia que había pertenecido a su padre cerca de Moniquirá (AHRB, 3, ff. 13-24). Es evidente que la protección y el apoyo de ese hombre poderoso, encomendero y varias veces regidor y alcalde de Tunja (Avellaneda 69) fueron ventajas inestimables para el mestizo en su afán de consolidar su posición social. No obstante, Juan Ortiz también tejió alianzas sociopolíticas mediante su propio matrimonio, luego de casarse con Bárbara de Castellanos, hija natural y probablemente mestiza del conquistador Agustín de Castellanos, lo cual daba a la pareja Ortiz-Castellanos una doble legitimidad para recibir recompensa por ser dos hijos de beneméritos, a la par que se incluían mutuamente en sus redes de sociabilidad respectivas. Venero de Leyva remarcó el papel de esa alianza para afianzar la legitimidad del mestizo en ser confirmado en su posición de encomendero:
Y ansí, en cumplimiento de la dicha cédula y en alguna remuneración de los servicios que el dicho Agustín de Castellanos [rindió] y lo que su Majestad manda y por la dicha cédula y atento a que vos, el dicho Juan Ortiz, os casáis con la dicha Bárbara de Castellanos, hija de Agustín de Castellanos, que es pobre y no tiene con qué la remediar y casar y con hacer esta buena obra […], encomiendo al dicho Juan Ortiz el dicho repartimiento de indios de Cómeza con sus sujetos que nombrados son como los tenía e poseía el dicho Ortuño Ortiz vuestro padre al tiempo de su fin y muerte. (AGN, VB 11, D. 4, f. 586 r.)
Así pues, las decisiones de las autoridades se basaban siempre en factores concretos, los cuales se fundían con los datos más teóricos para adaptarse lo mejor posible tanto a la justicia como al equilibrio de las fuerzas sociopolíticas en vigor. Por mucho que la situación legal de Juan Ortiz fuera favorable, el mestizo no actuaba de manera aislada, sino como miembro de una red cuyos miembros se favorecían mutuamente.
Para terminar, entre los aspectos pragmáticos decisivos, quisiéramos señalar, aunque muy rápidamente por falta de espacio, los elementos materiales. Por un lado, resulta indudable que la encomienda poseída por Ortiz no se contaba entre las más codiciadas y rentables del Nuevo Reino, ni mucho menos. En 1560, se sitúa en el rango 76 de los 114 repartimientos de la provincia de Tunja, con apenas 245 tributarios, muy por debajo del promedio provincial de 461 tributarios por encomienda (Gamboa 689-692). Venero de Leyva se apoya en el carácter pobre de dicha encomienda para justificar el derecho de Ortiz a poseerla por solo ser una recompensa mínima por los servicios paternos: “los dichos indios son pocos, que no llegan a doscientos […] y rentan poco”. La visita de Henríquez en 1601 no censó más de 154 tributarios y fijó el tributo anual en 290 mantas de algodón, muy lejos de las encomiendas más ricas en la misma época, como Turmequé, Tenza o Sogamoso, que daban 3 000 cada una, además de cantidades de oro (Colmenares 161). Para colmo, los pueblos de Cómeza y Cosquetiva, que por cierto ya no existen como tales, estaban muy “apartados y lejos de la ciudad de Tunja, camino muy áspero”, situados al extremo norte de la provincia de Tunja, alrededor de Socotá. En consecuencia, el bien de Ortiz no poseía características lo suficientemente atractivas como para animar a potenciales rivales españoles a lanzarse en una empresa de contestación de la legitimidad de un mestizo que, por otro lado, estaba bien afianzado en su posición y respaldado por una red de sociabilidad4. Todo aquel conjunto de circunstancias favorables explica la relativa facilidad con que Ortiz fue y se mantuvo como encomendero a lo largo de su vida. En su caso, pueden sorprender la fluidez y poca conflictividad que rodearon su trayectoria, que contrasta rotundamente con otros trámites legales hechos por mestizos para obtener cargos públicos. El contexto muy temprano de sucesión, en el cual los mestizos todavía no se habían convertido en un verdadero asunto sociopolítico, ayudó mucho para ello. Veinte años más tarde, cuando a Miguel López de Partearroyo le tocara pedir la sucesión a la encomienda paterna, la situación sociopolítica con respecto a los mestizos sería muy diferente.
Miguel López de Partearroyo, de sospechoso a encomendero de Boyacá (1583-1614)
En abril de 1583, cuando murió Diego de Partearroyo, el encomendero de Boyacá, su hijo natural y heredero Miguel López, se dispuso a sustituirlo. El proceso de sucesión no se hizo con tanta naturalidad y armonía como había pasado con Juan Ortiz; al contrario, se abrió un pleito de unos cuatro meses, de abril a julio, mediante el cual no solo el fiscal de la Audiencia, sino también varios candidatos a la misma encomienda le disputaron y contestaron su legitimidad para ocupar ese cargo (AGN, E 24, D. 1). Los tiempos habían cambiado. El Real Fisco, por su parte, trataba de cumplir con su misión de ir poniendo las encomiendas bajo control real en el momento de la muerte de sus poseedores, tal como lo había hecho con la encomienda de Turmequé a la muerte de Pedro de Torre en 1581. En cuanto a los segundos, quienes no eran menos de diez, entre los cuales había varios conquistadores, no hacían sino intentar obtener el precioso cargo en un momento de férrea competencia. El origen mestizo del candidato a la sucesión era una auténtica oportunidad para ellos, pues, además de la cédula de 1549 y de la confusión entre mestizo e ilegítimo que debilitaba su candidatura, el Nuevo Reino apenas salía de unos diez años de áspero conflicto entre el bando de la Audiencia y el del mestizo don Diego de Torre, de 1574 a 1582, que degeneró en sospechas y acusaciones de levantamiento de los mestizos contra los españoles, a partir de 1580 (Rojas). En esta ocasión, los mestizos fueron presentados como amenazas y enemigos potenciales del orden público y del poder español. Los adversarios de Partearroyo no vacilarían en utilizar y alimentar en su contra el tópico y argumento del “peligro mestizo”, de manera muy comparable a la retórica utilizada contra don Diego de Torre. De esta manera, el pleito por la encomienda de Boyacá puede considerarse el equivalente del pleito por el cacicazgo de Turmequé entre 1574 y 1576 (AGN, CI37, D. 8; CI 61, D. 4); se discutiría esta vez la legitimidad para los mestizos de ser encomenderos. Por añadidura, Partearroyo había sido, durante la pesquisa de la Audiencia contra los mestizos de Tunja de julio de 1581, uno de los sospechosos principales por ser conocido como amigo cercano del cacique de Turmequé, con el que solía salir a cazar con otros mestizos, como Diego García Manchado y Juan Lanchero. El hijo del encomendero de Boyacá, interrogado e incluso encarcelado por un tiempo, logró salirse de apuros tomando abiertamente (¿y con hipocresía?) el partido de la Audiencia, dando falsos testimonios sobre el supuesto levantamiento de Torre y proponiéndose para ir él mismo a sacarlo de su escondite. Gracias a esa postura atrevida y poco leal, pudo preservar su posición, a diferencia de otros mestizos que, al decidir huir y esconderse, como Juan Lanchero, encomendero en la provincia de Muzo, lo perdieron todo (AGI, E 824A, ff. 27 r., 383 r.-v., 393 r.-v., 495 v.). Sea como fuere, el caso es que, de manera casi milagrosa, encontramos a Partearroyo en abril de 1583, con unos 33 años, preparándose para pedir la sucesión de la encomienda paterna. Al final, aunque dificultosamente, lo logró, sobre todo gracias a su afianzamiento sociopolítico local y sus capacidades financieras.
Vamos a seguir el mismo esquema argumentativo que para Juan Ortiz, analizando los aspectos legales y teóricos, para luego centrarnos en las cuestiones pragmáticas. En cuanto a la defensa de la legalidad y legitimidad -dos ideas que iban de la mano- de la petición de Miguel López, esta iba a consistir en probar su filiación con Diego de Partearroyo, condición sine qua non para pretender sucederle e insistir en que su estatuto natal no presentaba ningún impedimento. Ese asunto era fundamental porque sus adversarios aprovecharon su “calidad” de mestizo y los tópicos asociados a ella para cuestionar su filiación e identidad. En efecto, sus rivales españoles siempre lo presentaban en sus peticiones como el “hijo que dice ser de” Diego de Partearroyo, como si todo fuera invención del mestizo. Juan de Otálora, contador de la Audiencia, que se convirtió en su rival más temible y tenaz, llegó a construir una argumentación incluso contradictoria en la que, por un lado, afirmaba que era “pública voz que el dicho Miguel López no es hijo del dicho Diego de Partearroyo”, mientras que, por otro, se esmeraba en recalcar dentro de su probanza contra el mestizo que tanto su padre como su madre estaban casados con otras personas en el momento de la concepción (AGN, E 24, D. 1, ff. 134 r., 270 v.), lo que convertía a Miguel López en “bastardo”, y hacía ispo facto de él un “incapaz” e “inhábil” para poseer cargos señoriales. Para defenderse de tales sospechas y acusaciones, Partearroyo podía disponer de una serie de documentos hechos por su mismo padre en sus últimos días de vida para preparar y permitir su sucesión. A la muerte de su padre, acaecida poco después del 15 de abril, Miguel López, con la asistencia de su procurador, el mestizo Martín Camacho, presentó a la Audiencia tres documentos paternos decisivos, hechos entre el 10 y el 15 de abril: el testamento paterno, en el que lo reconoce como su hijo natural y sucesor; una petición a la Audiencia para que le sucediera en la encomienda de Boyacá; y su voluntad declarada ante escribano de legitimarlo, de la cual presentamos un fragmento:
Suplico a vuestra señoría haya […] por legítimo al dicho Miguel López de Partearroyo, mi hijo, y lo tengan por tal como si fuera mi hijo legítimo habido de legítimo matrimonio y suplico a vuestra señoría me dé testimonio de esta petición y lo que a ella proveyere para ello. (AGN, E 24, D. 1, ff. 27 r.-v.)
Para apoyar su legitimidad, Partearroyo dedicó varias preguntas de su probanza al reconocimiento paterno y a su condición de “hijo natural” en el momento en que nació, lo cual fue descrito y confirmado por todos sus testigos, hasta el extremo de dar detalles íntimos de la vida privada del conquistador con su “amiga” india, como el cacique de Sora, quien dijo que “el primer hombre que la conoció fue el dicho […] Partearroyo por haber oído decir a su madre de la susodicha como el susodicho le había llevado al calabozo y que se echaban ambos en una cama como agora las españolas con sus maridos” (AGN, E 24, D. 1, f. 229 v.). Además, él y su procurador mestizo Martín Camacho tuvieron la lucidez e inteligencia de presentar a la Audiencia la ya citada cédula de junio de 1559 que autorizaba a los hijos naturales mestizos a heredar encomiendas a falta de hijos legítimos. Ante la evidencia de la ascendencia del mestizo y la solidez de su petición, Juan de Otálora optó por denunciar un vicio de forma, al indicar que la legitimación del mestizo por su padre había sido hecha de manera apresurada y tardía, sin haber obtenido la aprobación real. Lo que buscaba realmente Otálora con la insistencia en las sospechas que podía haber o no sobre la filiación de Partearroyo era desacreditar su persona entera, al presentarlo como una persona vil y baja. Para ello, se apoyó en su condición de mestizo y en los estereotipos que se asociaban a ella en el imaginario colectivo, en particular la idea de “inconstancia”, de “malas inclinaciones y costumbres”, de “bellaquería” e incluso de dudosa fidelidad política para con los españoles.
Así, Otálora desarrolló la tesis del peligro de subversión del orden establecido si se llegara a dar “semejantes feudos” a mestizos que “han mostrado tales ingenios y costumbres […] y han hecho tales delitos”, y recordó que las cédulas reales “los llama[n] incapaces”, según la interpretación de una prohibición absoluta contra los mestizos (AGN, E 24, D. 1, f. 64 v.). Además, el contador aprovechó el reciente episodio del supuesto alzamiento del cacique de Turmequé para demostrar que la ocupación por mestizos de cargos de mando ocasionaba irremediablemente disturbios y desorden, como lo explicó en una de sus peticiones a la Audiencia:
Lo otro porque del proceso consta, y a vuestro presidente e oidores le es notorio, el escándalo causado en este Reyno de haber admitido por cacique de un pueblo de Turmequé a don Diego de Torre, mestizo, y asimismo consta cuán en daño de los encomenderos y de la quietud y paz de la república usaba y ejercía el dicho oficio de cacicazgo en perjuicio y perturbación de vuestra real jurisdicción. (AGN, E 24, D. 1, f. 286 r.)
Sobre la marcha, Otálora se recreó en recordar las noticias de disturbios que según se contaba o se quería contar fueron causados por mestizos, como evidentes escarmientos para no tentar al diablo encomendando indios a uno de ellos. En la probanza que presentó a la Audiencia, sus testigos ahondaron en este punto de vista, dando algunos indicios ya conocidos por los que se podía dudar de la fidelidad de los mestizos, como Gonzalo Rodríguez de Ledesma, quien avisó que con “el dicho Partearroyo […] podrían recrecerse los mismos daños e inconvenientes y aún mayores respecto que por parte de las madres traen aquellas sospechas y enemistad que tienen y siempre han tenido […] por los españoles” (AGN, E 24, D. 1, f. 276 v.). Dicho de otra forma, los mestizos estarían influidos por su familia materna para odiar a su grupo paterno. A Partearroyo, aunque él no quería dar demasiada importancia a ese tipo de conceptos, que a estas alturas de la historia neogranadina ya empezaban a parecer algo descabellados, le tocó defenderse de esas sospechas de infidelidad política y de “incapacidad” moral.
Ante todo, lo que es de notar es que la sola utilización por Otálora del mote mestizo le causaba a Partearroyo una exacerbada irritación. En efecto, como en el caso de Juan Ortiz, aquellos “hijos de españoles e indias” no soportaban que se les aplicara una expresión despectiva que solía designar a un tipo de individuo percibido por la sociedad como vil. En una respuesta presentada a la Audiencia en mayo del mismo año, dice muy claramente que la consideraba una ofensa, a la cual se abstendría de responder para evitar una escalada de afrentas recíprocas:
no tiene que tratar el dicho Juan de Otálora en mi perjuicio […] a mi calidad diciendo que soy mestizo, porque a esto aunque había mucho que responder lo dejo por el acatamiento debido a Vuestra Alteza, porque basta que en efecto de verdad yo soy hijo de Diego de Partearroyo, persona principal e hidalgo.5
Podemos ver que, como Juan Ortiz, pone énfasis en su genealogía de hijo natural o legitimado de conquistador como único elemento que pueda definir fielmente su “calidad”. De esta manera, para desmentir la idea según la cual un mestizo era necesariamente incapaz y vil, Partearroyo se dedicó en su probanza a demostrar sus virtudes personales, que lo legitimaban tanto jurídica como moralmente. Así, sus testigos lo califican sucesivamente de “hombre de bien”, de “mancebo muy honrado”, “virtuoso”, “pacífico”, “idóneo y suficiente”, entre otros. Por otra parte, también se enfocó en descalificar las sospechas de infidelidad política hacia los mestizos, para lo cual usó la filosofía del “no han de pagar justos por pecadores”, y recordó muy hábilmente que hubo también muchos traidores y rebeldes españoles, sin que se aplicara por ello oprobio a todo el grupo:
Lo otro porque lo que la parte contraria alega haber sucedido en Quito y lo que más dice, demás de que no se tiene por cosa cierta ni haya evidencia dello, cuando fuera verdad no era causa para impedir mi derecho, pues si aquellos cometieron delito y son mestizos, no he de pagarlo yo ni los demás mestizos lo que ellos cometieron, pues si los delitos de Gonzalo Pizarro Carvajal, Francisco Hernández, Lope de Aguirre, Álvaro de Oyón, y otros muchos españoles que no tienen número que fueron en compañías y ayudas de los susodichos, los hubieran de pagar los demás españoles no dándoles indios. (AGN, E 24, D. 1, f. 288 v.)
En materia de fidelidad, la ventaja de Miguel López de Partearroyo era que podía reivindicar el haber participado en una expedición de “pacificación” llevada a cabo en 1578 para reprimir un sublevamiento de los panches en la sierra de Gualí, donde se distinguió como excelente soldado, nombrado caudillo de la retaguardia por el capitán de la expedición. Así, añadió a su petición de sucesión una probanza de servicios hecha en 1779 donde se detallan sus servicios prestados a la Corona (AGN, E 24, D. 1, f. 17 r.-23 r.), e insistió en el hecho de que su rival Otálora no podía igualarle en este terreno.
Aunque la situación legal de Partearroyo no era la más idónea posible, sus argumentos seguían siendo sólidos. Su ascendencia, tipo de nacimiento y disposiciones legales para heredar quedaban evidenciados, tanto que los ataques de Otálora no podían parecer sino extravagantes y hasta obsoletos dada la evidencia en 1583 de que la noticia del levantamiento de mestizos solo había sido una “invención” para calumniar al cacique de Turmequé. Sin embargo, la Audiencia aún podía mostrarse puntillosa y buscar la manera de quitar la encomienda de Boyacá al clan Partearroyo. Por ello, Miguel necesitaba apoyarse en elementos más concretos. Por más que tratara de minimizar el valor de Boyacá, diciendo que “no [era] de tan buena renta como otros de los medianos” del término de Tunja, para evitar despertar el interés de la Audiencia, aquel repartimiento daba anualmente en 1583, según el mismo Partearroyo, 440 mantas y 300 pesos de 18 quilates, y su número de tributarios se situaba por encima del promedio de la provincia, según las cifras de 1560 (Gamboa 689-692). A principios del siglo XVII, Boyacá era una encomienda mucho más importante que Cómeza, por ejemplo, con 281 tributarios (AGN, VC13, D. 1, f. 34 v.), además de situarse en un lugar cómodo y estratégico, es decir, en el camino entre Tunja y Santafé. Así, no se podía imaginar que Partearroyo sucediera a su padre sin dar a la Audiencia una compensación financiera, mediante un procedimiento que se había convertido en una práctica corriente llamada composición, que consistía en pagar una suma de dinero a la Corona para validar la sucesión a un cargo público. Aquello se justificaba por las necesidades pecuniarias acuciantes de una monarquía española atascada en conflictos europeos y mediterráneos sin fin. Las cuestiones monetarias fueron centrales desde el inicio de los trámites. En su petición a la Audiencia para que su hijo Miguel le sucediera en su encomienda, Diego de Partearroyo se declaraba dispuesto a servir al rey “con cualquier cantidad de pesos de oro”. Es de suponer que le dejó a su hijo una suma considerable de dinero que le serviría para obtener la encomienda paterna. Por cierto, el mestizo presentó a la Audiencia la cédula real de “socorro” de 1574, que pedía a los sujetos de la Corona que contribuyesen económicamente a la lucha contra el Turco y los rebeldes holandeses (AGN, E 24, D. 1, ff. 47 r.-48 r.), para justificar el pago de una suma a cambio de la encomienda como un auténtico servicio rendido al rey. Así, sabemos a ciencia cierta que Partearroyo tuvo que pagar una suma significativa a la Hacienda Real, aunque no conozcamos la cantidad exacta. Uno de sus rivales, Pedro de Sotelo, le acusó de haber vulgarmente “comprado” su encomienda, con 4 000 pesos de oro, una suma considerable que nos parece verosímil sabiendo que en 1583-1584 el mestizo Francisco Ortega pagó 6 000 pesos para suceder a su padre como encomendero de Zipaquirá (AGN, VC 13, D. 7, ff. 910 v.-912 v.). Esas prácticas no diferían de lo que tenían que hacer los españoles para validar la composición de sus encomiendas y tales casos nos muestran que los mestizos estaban en capacidad de cumplir con esa obligación financiera.
Ese elemento pragmático debía combinarse con otros de la misma índole para garantizar a Partearroyo la posibilidad y la capacidad concretas para mantenerse como encomendero de Boyacá. Al parecer, el arma mayor de la que disponía Miguel López eran sus redes de sociabilidad tanto hispanomestiza como muisca, que traducía un profundo arraigo sociopolítico en Tunja. Esto se puede apreciar en la cantidad y la diversidad de testigos que lo apoyaron en las probanzas que hizo, una en Tunja y otra en Santafé. Del lado muisca, podía contar con el apoyo de dos comunidades: la de Sora, de donde venía su madre; y la de Boyacá, donde su padre había sido encomendero y que Miguel López debía frecuentar asiduamente como su hijo mayor. El cacique de Sora insistió en la amistad que había entre Diego de Partearroyo y el Viejo Cacique, su predecesor, y los indios de Sora, a quienes Diego “favorecía por decir que eran sus cuñados”. En cuanto al cacique de Boyacá, declaró conocer a Miguel López desde que nació y explicó cómo el Viejo Cacique le había dado una nodriza muisca para cuidarlo (AGN, E 24, D. 1, ff. 229 r.-234 r.). Del lado español o hispanomestizo, la lista de sus apoyos era también impresionante. Entre sus testigos radicados en Santafé se destacan tres hombres de poder: Francisco Velázquez, el influyente secretario de la Audiencia; el mestizo Lucas Bejarano, intérprete general de la Audiencia, bien posicionado en la sociedad santafereña; y el capitán Hernando Velasco y Angulo, de unos 58 años en 1583, encomendero y también puntualmente alcalde de Santafé, quien afirmaba que el mestizo era “querido y amado de todos” (AGN, E 24, D. 1, ff. 73 r.-75 r.). En Tunja, podemos señalar el apoyo de varios frailes dominicos de la ciudad, de unos siete vecinos-encomenderos pertenecientes a la generación de su padre, como Juan de Salamanca, quien había sido compañero de Diego en la expedición de Lebrón en 1540 y quien declaró que conocía a Miguel López desde su nacimiento. Y, para coronarlo todo, pudo contar con el testimonio del ilustre fundador de la ciudad, Gonzalo Suárez Rendón, quien describió una larga amistad con su padre y una familiaridad con el hijo, del cual dijo que “sabe que ha ido a servir a Su Majestad en la pacificación de los indios de Gualí […] [y] lo tiene por hombre virtuoso y muchas personas principales le han querido y quieren” (AGN, E 24, D. 1, ff. 250 r.-v.). No cabe la menor duda de que a Miguel López de Partearroyo, experimentado guerrero, sólidamente establecido en la alta sociedad tunjana, no se le podía expulsar fácilmente de la posición que ocupaba de facto de encomendero de Boyacá. Ni la Audiencia ni Juan de Otálora podían contar con semejante apoyo local.
El expediente no contiene la resolución del caso, y no hemos encontrado el título oficial de sucesión, que sin embargo Partearroyo declaró tener en 1601 cuando Henríquez le cuestionó sus derechos para ser encomendero por ser mestizo, como había hecho con Ortiz. Partearroyo explicó en su descargo que tenía su título oficial en Santafé y recordó los principales argumentos jurídicos que le permitieron suceder a su padre, es decir, las cédulas reales derogatorias que “llaman y habilitan a los dichos hijos naturales a las dichas sucesiones aunque sean mestizos […] a falta de sucesores legítimos” (AGN, VC 13, D. 1, ff. 60 r.-69 v.). Con todo, se puede comprobar que un documento real del 1589 relativo al repartimiento de Boyacá lo mencionaba y reconocía como su encomendero (AGN, VC 13, D. 1, ff. 62 v.-63 r.). En 1601, en el momento de la visita, Miguel López de Partearroyo tenía unos cincuenta años, y era ya un hombre poderoso y respetado que llevaba el prestigioso título de “capitán”, probablemente adquirido después de una larga experiencia militar. En 1614, seguía vivo y aún llevaba ese título (AHRB, 46, ff. 460-471), y no existe motivo para pensar que le hayan privado de su encomienda en el intervalo.
Consideraciones finales
Aunque nos quede mucho por descubrir sobre el tema, conocer con cierta precisión las modalidades de ocupación por parte de algunos mestizos del cargo de encomendero presenta el interés de cuestionar un esquema de análisis poco satisfactorio, en el cual se ha considerado a ese tipo de trayectorias exitosas esencialmente como excepciones íntimamente relacionadas con sutilezas jurídicas. Sin embargo, en la historia de las Indias, bien se sabe que la praxis siempre tuvo mayor importancia que la legalidad y, por ende, es mucho más pertinente preguntarse por los factores concretos que permitieron a esos mestizos izarse y mantenerse en esa posición de poder socioeconómico. Así, los dos casos estudiados nos enseñan que, como cualquier miembro de la sociedad hispano-criolla del siglo XVI, los mestizos o, mejor dicho, los “hijos de españoles e indias”, o simplemente “hijos de conquistadores”, aunque debían beneficiarse de ciertas condiciones legales favorables, actuaban ante todo con pragmatismo para defender sus intereses personales y familiares, para lo cual se apoyaban en otros miembros de redes de sociabilidad a las que pertenecían, compuestas tanto de españoles como de mestizos o indígenas, los cuales se favorecían mutuamente en situaciones de rivalidad y conflicto con otros bandos. Los mestizos, como hijos de conquistadores en su gran mayoría, se habían beneficiado de las amistades y los vínculos sociopolíticos de sus padres para integrarse plenamente a esas redes, relaciones que ellos desarrollarían y ampliarían una vez adultos al convertirse en protagonistas de la sociedad colonial. Así, hemos descubierto con esos casos a dos mestizos quienes, al encontrarse en una situación familiar ventajosa, desplegaron firmes estrategias legales y sociopolíticas destinadas no a pedir, sino a imponer su control y dominio sobre un “feudo” familiar que no estaban dispuestos a perder, para lo cual usaron todos los recursos que tenían: argumentos morales y jurídicos, trámites administrativos, intimidación, negociación, movilización de sus aliados, acuerdos financieros, entre otros. De este modo, nos es posible bosquejar el perfil de miembros de una élite mestiza que, sin distinguirse mucho de los demás hispanocriollos en su mentalidad y costumbres, poseían rasgos específicos y podían usar armas propias, especialmente cuando ejercían ciertas facultades para defenderse de ataques contra su “calidad” o para hacer de su debilidad una fuerza; o cuando, a través de sus madres muiscas, habían podido tejer alianzas con los indígenas, lo que les podía proporcionar un arraigo doble en su tierra. Por consiguiente, abogamos por la idea de un fuerte protagonismo sociopolítico desempeñado por aquellos mestizos de élite (Kasmi), más que por la tesis de su invisibilización a medida que iban ascendiendo en la escala social (Rappaport, El mestizo evanescente). Dicho de otra forma, nos parece que siempre se mantuvo la conciencia de que tenían una “calidad” específica, aunque se evitara utilizar el término mestizo, y que actuaron como miembros plenos de la sociedad colonial a partir de su pertenencia a redes de sociabilidad, y así se involucraron en cuerpo y alma en las luchas por el poder que libraban las diversas facciones en los primeros tiempos de la Colonia.