Introducción
El Patronato de la Iglesia en Indias confirió poderes especiales al rey en asuntos religiosos (De la Hera 65; González-Varas 9-17). Sin embargo, en los espacios periféricos de las islas Filipinas, el brazo eclesiástico, celoso defensor de los privilegios, las exenciones y las inmunidades de los Habsburgo, encontró una férrea oposición del brazo secular en diversos frentes. Los gobernadores, en su mayoría militares licenciados, actuaron con rigor como el brazo ejecutor de la legitimación del dominio político español. También hubo numerosos pleitos y conflictos jurisdiccionales entre los obispos, los cabildos eclesiásticos y las órdenes religiosas, lo cual confirmó el lento proceso de instauración de la autoridad episcopal en los confines del Imperio hispánico. La ordenación jurídica surgida del Concilio de Trento (1545-1563), seguida por los tres concilios novohispanos de 1555, 1565 y 1585, impulsó una tendencia centralizadora y jerárquica de la Iglesia que reafirmó el poder del episcopado (Pérez 381). Sin embargo, imponer el poder regio al clero diocesano no fue una tarea fácil. Aunque la Iglesia no era en absoluto homogénea, y muchos de sus miembros, afines a determinadas facciones o grupos de poder local, no siempre defendían los intereses de los obispos, lo cierto es que la legitimidad canónica del Patronato Regio en Filipinas nunca fue cuestionada.
A diferencia de los cabildos novohispanos (Pérez y Castillo, Poder y privilegio; Pérez y Castillo, Cabildos), los cabildos eclesiásticos de Manila no han recibido la atención que merecen hasta fechas muy recientes, con especial énfasis en la conflictividad capitular, el faccionalismo y los grupos de poder (Coello, “Conflictividad capitular” 325-530; Coello, “Conflictividad y poder” 135-167; Blanco 91-114). En este artículo se analizan las tensiones surgidas entre el poder civil y el eclesiástico con respecto a la aplicación del derecho patronal. Se analizan, en primer lugar, las pugnas del gobernador don Manuel Ponce de León y Saravia (1669-1677) con los diversos sectores eclesiásticos, especialmente con los miembros del cabildo en sede vacante (1668-1672); en segundo lugar, se estudian las relaciones entre el arzobispo fray Juan López Galván (1672-1673) y su cabildo, y en particular, el nombramiento del tesorero, don Jerónimo de Herrera y Figueroa, como capellán mayor de la capilla de Nuestra Señora de la Encarnación y del Tercio de Infantería de Manila, lo que ocasionó tensiones en el seno del cabildo metropolitano. En la última sección se examinan las consecuencias generadas por el proceso contra el tesorero Herrera en el gobierno de la arquidiócesis durante la nueva sede vacante (1673-1677).
Los conflictos del gobernador Manuel Ponce de León y los prebendados en la sede vacante
Tras la muerte del arzobispo Miguel de Poblete (1653-1667) y la de su alter ego, el gobernador don Diego Salcedo (1663-1668), la empobrecida ciudad de Manila entró en una profunda crisis de gobierno2. La Real Audiencia, encabezada por los oidores Francisco de Coloma y Maceda (1617-1677) y Francisco Montemayor y Mansilla (1622-1683), se enzarzó en fuertes disputas para conseguir el nombramiento de gobernador interino de la plaza. Entre tanto, un tercero, el oidor segoviano don Juan Manuel de la Peña Bonifaz (c. 1625-1673), se ofreció como mediador. Sin embargo, sus maquinaciones contra unos y unos lo situaron al frente de la administración. Para ello desterró al oidor Coloma a Bay, en la provincia de La Laguna, y al oidor Montemayor y Mansilla a Otón, en la provincia de Iloilo (Díaz 715). Su interinato, al que Casimiro Díaz definió con no poca sorna como “apacible y, sobre todo, desinteresado”, apenas duró un año hasta el nombramiento oficial del nuevo gobernador (Díaz 677).
En julio de 1669, el maestre de campo don Manuel Ponce de León y Saravia (1615-1677) desembarcó en Pálapag, provincia de Leyte. Llegaba como nuevo gobernador y capitán general de Filipinas (1669-1677) en sustitución de don Diego de Salcedo, que murió en la travesía del norte camino a Acapulco para ser juzgado por el Tribunal del Santo Oficio (Díaz 677). Tras sobrevivir a los furores de Neptuno a bordo del galeón San Joseph, el gobernador se vio obligado a atravesar por tierra las provincias de Camarines, Tayabas y Laguna de Bay antes de entrar en Manila el 8 de septiembre, día de la Natividad de la Virgen, y tomó posesión de su cargo el día 24 de dicho mes (Díaz 679).
En 1670, el cabildo catedralicio informaba de la precaria situación económica de su arzobispado (AGI, Filipinas 77, N. 84). Los continuos temblores habían extinguido las rentas de las capellanías, las cuales representaban el principal sustento de los clérigos, por lo que muchos de ellos estaban sin oficio alguno. Además, lamentaba la insuficiencia de los diezmos con los que se sufragaban los estipendios de los prelados y de los prebendados del cabildo. Al no poder obligarlos a causa de estos recursos limitados, el arzobispo Poblete había tenido muchas veces que recurrir a clérigos particulares para cantar las misas y rezar el oficio divino (AGI, Filipinas 74, N. 133, f. 991 r.). El 12 de junio de 1670, don Miguel Ortiz de Covarrubias, cura del puerto de Cavite, confirmaba la pobreza del arzobispado, sin más recursos que las limosnas que por las sepulturas daban voluntariamente los familiares de los difuntos, según lo establecido en el sínodo de Manila de 1582 (AGI, Filipinas 77, N. 84).
Durante la sede vacante, algunos prebendados del cabildo reforzaron su influencia sobre la autoridad de los obispos en defensa de sus intereses. En una ocasión, el por entonces arcediano Diego de Cartagena y Pantoja se mostró políticamente a favor de fray Juan Bautista, O. F. M., provincial y definitorio de la provincia de San Gregorio de Filipinas, quien no había querido admitir a fray Francisco de Irazábal, O. F. M. (y a fray Baltasar de Medina, su sustituto), que había llegado a Manila en 1671 como vicecomisario nombrado por fray Hernando de la Rúa, comisario general de la orden seráfica en la Nueva España, contraviniendo así a la Audiencia de Manila (AGI, Filipinas 86, N. 34). Al apelar Irazábal a la autoridad seglar, el litigio cobró una nueva dimensión. El provincial y los definidores franciscanos fueron encarcelados en los conventos de Manila, hasta que finalmente aceptaron nombrar a Irazábal como comisario visitador de la provincia y presidente del Capítulo Provincial que estaba a punto de empezar (Concepción 241-242). La Real Audiencia de Manila ejecutó las órdenes de la autoridad eclesiástica competente, para lo cual llevó una parte del pleito que se había presentado ante ella al comisario general de la orden seráfica residente en la Corte y al Consejo de Indias (AGI, Filipinas 86, N. 34, f. 80).
El gobernador Manuel de León había mostrado inquina contra algunos franciscanos, como fray Mateo Ballón y el conocido asceta fray Francisco Solier (1605-1675). No sorprende pues que, el 19 de octubre de 1671, el gobernador criticara abiertamente a Cartagena y Pantoja por apoyarlos, pero sobre todo por ser un jesuita expulso que cuestionaba la autoridad de la Real Audiencia3. Para castigarlo, el gobernador envió un grupo de soldados a su casa a medianoche y ordenó su destierro a la isla de Mariveles, donde permaneció confinado por espacio de dos meses (diciembre de 1671 y enero de 1672); además, lo obligó a abandonar el cargo de juez provisor y vicario general del arzobispado (AGI, Filipinas 86, N. 34; AGI, Filipinas 76, N. 96; AGI, Filipinas 331, L. 7, ff. 145 r.-145 v.)4. Con dicha expulsión, el gobernador y los magistrados de la Real Audiencia pretendían imponer la autoridad del Patronato de la Iglesia en Indias.
Aunque los nombramientos oficiales dependían exclusivamente del favor regio, esta pugna de Cartagena y Pantoja con el poder civil se manifestó en el control de los nombramientos del cabildo catedralicio. El 14 de julio de 1670, el mismo día que falleció el deán Francisco Martínez de Paz, el gobernador don Manuel de León nombró deán a Joseph Millán de Poblete (AGI, Indiferente 202, N. 37). En ese momento, Cartagena y Pantoja era arcediano5, si bien el 3 de diciembre de 1670 había sido ascendido a deán (desde España) (AGI, Indiferente 200, N. 87). Sin embargo, no tomó posesión. Tuvo que esperar a la promoción de Millán de Poblete como obispo electo de Nueva Segovia (aunque ya había sido nombrado antes), probablemente hacia julio o agosto de 1671 (J. J. Delgado 182).
Estos cambios suscitaron una profunda decepción en los prebendados implicados, al ver interrumpidas sus oportunidades de promoción. Aunque los nombramientos oficiales dependían exclusivamente del favor regio, en la práctica la mayoría de los prebendados del cabildo metropolitano de Manila acabaron siendo interinos, a causa de la enorme distancia que existía con la metrópoli (Blanco 94). No olvidemos que el cabildo era una corporación cuyos miembros aspiraban a ascender a las plazas superiores que quedaban vacantes por muerte o promoción de su titular, pero descender en el escalafón eclesiástico implicaba una alteración del orden natural de promoción. Aun así, el 15 de junio de 1672, el obispo electo de Nueva Segovia y antiguo deán Millán de Poblete alababa la buena relación que hubo entre las dignidades del cuerpo catedralicio, en particular entre el arcediano Cartagena y Pantoja, el chantre don Nicolás Cordero y el maestrescuela don Francisco Pizarro de Orellana, con excepción del tesorero interino don Jerónimo de Herrera y Figueroa, quien, según el obispo Poblete, había conspirado con el canónigo don Francisco de León para favorecer las aspiraciones de los maestros don Thomas de Baranda, don Joseph de Soto y del bachiller don Luis de Navarro, “sujetos de poca ciencia y experiencia”, para privar al arcediano Cartagena, “sujeto versado en ambos derechos y teólogo experimentado”, del cargo de vicario y juez provisor, con el beneplácito del gobernador (AGI, Filipinas 76, N.96).
El arzobispo fray Juan López Galván, O. P., (1672-1673) frente al tesorero don Jerónimo de Herrera y Figueroa
El 23 de abril de 1663, el papa Alejandro VII (1655-1667) nombró al dominico fray Juan López Galván (1613-1674) obispo del Santísimo Nombre de Jesús de Cebú (1665-1672) (Bonifacius Gams). López Galván nació el 21 de abril de 1613 en la villa de Martín Muñoz de las Posadas, diócesis de Segovia (Castilla la Vieja). Profesó el 15 de diciembre de 1634 en el convento de San Esteban, en Salamanca, y ejerció labores docentes en el colegio de San Gregorio en Valladolid. En 1643 se trasladó a Filipinas, donde se ocupó de las cátedras de Filosofía y Teología del colegio de Santo Tomás de Manila (Salazar 56; Ferrando 254). Posteriormente, fue nombrado párroco del Parián de Manila (1652-1654) y procurador de la Orden de los Predicadores (1656-1662) en las cortes de Madrid y Roma, hasta que el 8 de diciembre de 1662 el rey Felipe IV (1621-1665) lo designó como obispo de Cebú (Payá 446). El 4 de enero de 1665 fue consagrado por el obispo de Michoacán y el 31 de agosto tomaba posesión del solio pastoral (1665-1671) (Salazar 57).
Tenía fama de colérico y, efectivamente, tan pronto llegó a su destino tuvo algunas disensiones que lo llevaron a publicar una sentencia de excomunión mayor ipso facto al gobernador de la diócesis en sede vacante, al alcalde mayor y a un párroco, lo que no gustó a la Real Audiencia, por considerar que los prelados debían utilizar estos métodos violentos con mayor moderación (Salazar 57). En 1668, tras la muerte del arzobispo Miguel de Poblete (1653-1667), los magistrados de la Audiencia de Manila trataron de convencerlo para que ocupara la sede metropolitana, a lo que el obispo se negó, alegando el derecho del cabildo de gobernar la sede vacante (1668-1672) hasta que llegara su nombramiento oficial (AGI, Filipinas 348, L. 5, ff. 175 r.-175 v.).
El 14 de noviembre de 1671, el papa Clemente X (1670-1676) expidió las bulas correspondientes para nombrar al nuevo arzobispo de Manila, las cuales fueron recibidas en Madrid, con fecha 14 de noviembre de 1671. Poco después, el 6 de julio de 1672, el jesuita Johannes Eberhard Nithard (1607-1681), confesor de Mariana de Austria (1665-1675) y embajador de España en Roma (1669-1672), propuso a fray Juan López como candidato a la mitra arzobispal por su “bondad, letras, vida y ejemplo” (Pou i Martí 68). El 21 de agosto de 1672, el fraile dominico tomó posesión de la sede arzobispal (Ferrando 256).
En una carta dirigida a la reina gobernadora, con fecha en Manila de 20 de mayo de 1673, el maestrescuela Miguel Ortiz de Covarrubias y diversos miembros del cabildo manifestaron su satisfacción por la elección de fray Juan López como arzobispo de Manila (AGI, Filipinas 78, N. 4). Sin embargo, una de las primeras decisiones del prelado fue reprender al maestrescuela don Francisco Pizarro de Orellana, vicario y juez provisor6, por no haber querido certificar el cese de Rodrigo de la Cueva Girón (†6 de febrero de 1668) como comisario subdelegado general de la Santa Cruzada ante los oidores de la Real Audiencia7, y en tal sentido sostuvo que había sido “exorbitante y siniestro como originado de particulares diferencias” (AGI, Filipinas 78, N. 4; AGI, Filipinas 78, N. 7). Como ya señaló Martínez López-Cano, “aunque la bula de Cruzada consistía en una serie de indulgencias y gracias espirituales y su concesión dependía del Pontífice, a lo largo del siglo XVI la Corona se fue haciendo con el control de su administración y recaudación” (25). A mediados del siglo XVII, los gobernadores de Filipinas trataron de fiscalizar las limosnas de los fieles, para lo cual era indispensable hacerse con el control de los nombramientos de los comisarios de las bulas de la Santa Cruzada.
Asimismo, los miembros del cabildo lamentaban que hubiera algunos otros prebendados “que por las notas de sus personas” no merecían formar parte del cuerpo catedralicio. Culpaba sobre todo a los gobernadores, y en especial a los que en sedes vacantes aprovechaban la ausencia de los prelados para nombrar arbitrariamente a sus allegados y deudos, aunque no tuvieran “méritos ni letras” para dichos cargos (AGI, Filipinas 78, N. 4). Durante el periodo de sede vacante (1668-1672), el gobernador don Manuel de León fue muy intervencionista en lo que se refiere a los nombramientos de las prebendas y los cargos eclesiásticos (AGI, Filipinas 28, N. 79). En 1668 designó a don Jerónimo de Herrera y Figueroa canónigo de la catedral de Manila (y posteriormente vicario y juez provisor de la catedral). Era natural de Manila, hijo legítimo del capitán don Juan de Herrera y de doña Nicolasa López (Méndez ff. 189 v.-191 r.). Según la opinión del obispo Millán de Poblete, sus méritos se reducían al hecho de “ser sobrino de doña Jerónima de Herrera, que tiene amistad ilícita con don Joseph Castellar, su secretario [del gobernador Manuel de León], que lo dirige al gobierno de su provisorato” (AGI, Filipinas 76, N. 96). Con este patrocinio, Herrera se convirtió en uno de los capitulares más jóvenes de la diócesis de Manila (AGI, Filipinas 78, N. 3).
Uno de los conflictos más sonados durante el gobierno del arzobispo López tuvo precisamente como protagonista al joven Herrera, a quien el gobernador nombró capellán mayor y vicario castrense de la capilla de Nuestra Señora de la Encarnación y del Tercio de soldados españoles. Dicha capilla había sido fundada el 9 de agosto de 1640 por el gobernador Hurtado de Corcuera, quien nombró al licenciado Julián Sánchez capellán mayor, y a diecisiete capellanes ante el juez provisor, el doctor Gregorio Ruiz de Escalona (¿?-1662), a quienes concedió los estipendios correspondientes y la facultad de administrar sacramentos sin autorización del ordinario (AGI, Filipinas 75, N. 1; AGI, Filipinas 341, L. 6, f. 7 v.). Lo hizo tras el regreso del arzobispo Hernando Guerrero (1635-1641) del exilio al que fue obligado por el gobernador en la isla de Mariveles, del 10 de mayo al 6 de junio de 1636.
Los prebendados y los curas de españoles y de negros, don Juan de Vélez y don Jerónimo de Luján, respectivamente, se opusieron, con el argumento de que el asunto no era competencia del provisor Ruiz de Escalona, sino del cabildo catedralicio (Concepción 232-33). El capellán Julián Sánchez acudió al arzobispo Guerrero para que le confirmara la plaza que le había otorgado el gobernador Hurtado de Corcuera, a lo que el prelado accedió, no sin protestar ante lo que consideraba una intromisión en la jurisdicción eclesiástica (AGI, Filipinas 75, N. 1). El arzobispo, siguiendo las directrices del rey Felipe IV, como vicario de Dios, decidió adoptar un perfil bajo en sus desavenencias con el poder civil, lo que, como vimos, no fue fácil, habida cuenta de la mala relación que existía con el gobernador (Coello, “Conflictividad” 135-167).
Aunque a finales del siglo XVI la Secretaría de Guerra había nombrado vicarios castrenses, lo cierto es que no fue hasta mediados del siglo XVII cuando el papa Inocencio X (1644-1655) expidió un breve, con fecha 26 de septiembre de 1644, en el que autorizaba oficialmente al rey el nombramiento de capellanes mayores de los ejércitos (Ruiz 107). La fundación de una parroquia para la infantería, independiente y separada de la catedral, fue una provocación en toda regla por parte del gobernador Hurtado de Corcuera, para lo cual pretextó que le correspondía por derecho del Patronato Regio. Dicha parroquia tendría la potestad de administrar el Santísimo Sacramento, el cual sería renovado cada ocho días, así como acoger a “la infantería y gente de sueldo”, para permitir el entierro de aquellos “que mueren en los alojamientos de la plaza de armas, y fuerza de Santiago, así soldados como sus mujeres, hijos y criados, no mandando lo contrario en sus Testamentos” (Concepción 234).
Es muy probable que el arzobispo López Galván, dominico, no sintiera ninguna simpatía por el gobernador Hurtado de Corcuera, el cual ejerció un control férreo sobre la Iglesia y el estamento clerical de Filipinas. No solo excomulgó por primera vez a un arzobispo de Manila, sino que además era afín a la Compañía de Jesús (Concepción 236)8. Aunque finalmente la capilla real de Nuestra Señora de la Encarnación no fue consideraba parroquia, sino capilla, lo cierto es que el conflicto sentó un precedente en las tensas relaciones entre el poder civil y el eclesiástico. ¿Estaba la Capilla Real exenta de la jurisdicción del ordinario diocesano? O, por el contrario, ¿tenía el arzobispo jurisdicción para nombrar al capellán en detrimento de la autoridad del gobernador? ¿Podía el gobernador nombrarlo como si fuera un vicario general de los ejércitos que servía en galeones o en expediciones militares, según lo dispuesto en la bula de Inocencio X, expedida el 26 de septiembre de 1645? (Hill 769-70). Y, sobre todo, y más importante, ¿podía dicho capellán castrense sustraerse de la autoridad del ordinario diocesano y administrar sacramentos sin la debida licencia del arzobispo o, en su defecto, del juez provisor9?
El cabildo eclesiástico, sin embargo, reaccionó a los intentos del poder civil de someter al poder diocesano. El primero tuvo su origen precisamente en 1672, cuando don Pedro Sarmiento y Leoz, biznieto de uno de los primeros conquistadores de las Filipinas, solicitó al presidente de la Real Audiencia de Manila, el riojano don Francisco de Montemayor y Mansilla, poder cobrar los bienes de su esposa, doña Michaela de Lizarralde, que estaban en poder de su albacea10, el bachiller don Nicolás Cordero, nombrado oficialmente canónigo el 10 de junio de 1672, pero que actuaba además como tesorero de la Real Caja de Manila (AGI, Filipinas 1005, N. 81). Como dicho albacea ejercía también como arcediano del cabildo desde 1668, la Real Audiencia se inhibió, según Pedroche, y derivó el asunto al arzobispo electo de Manila, fray Juan López (1672-1674) (Pedroche ff. 1 r.-1 v.). Sin embargo, la muerte del arzobispo López impidió la ejecución de la sentencia, por lo que el litigio se remitió al doctor don Francisco Pizarro de Orellana, obispo electo de la Nueva Segovia (1681-1683) y exalumno del colegio jesuita de San Joseph, quien falló a favor de don Pedro Sarmiento (Méndez, en AHCJC, 16 FILMIS-057, sig. E.I, b-02, ff. 177-178).
El segundo tuvo que ver precisamente con el nombramiento como capellán mayor del tesorero Herrera. El 9 de julio de 1672, el prelado escribió al rey y al Consejo de Indias para protestar por el nombramiento que el gobernador Manuel de León había autorizado, sin la aprobación del ordinario (AGI, Filipinas 75, N. 1). Esta nueva injerencia en el fuero eclesiástico no gustó a la Real Audiencia ni tampoco al Consejo, máxime cuando el arzobispo López Galván todavía no se había pronunciado oficialmente al respecto. Como veremos a continuación, el maestro don Jerónimo de Herrera y Figueroa, educado también por los jesuitas11, fue uno de los primeros en desafiar la autoridad del cabildo, alineándose claramente con la voluntad del gobernador y del Patronato Regio.
Los vicarios castrenses y el Patronato Regio
Apenas existen estudios que hayan analizado cuestiones relativas a la jurisdicción eclesiástica castrense y su relación con el Patronato Regio en Filipinas (Hill 753). Una notable excepción es el estudio de caso de Matthew J. K. Hill (747-798) sobre el nombramiento de capellanes de galeras en Manila (1734-1737). Sin embargo, el caso del padre Jerónimo de Herrera fue muy distinto al del padre jesuita nombrado por el gobernador Fernando Valdés Tamón (1729-1730). En 1673, el padre Herrera, nombrado capellán mayor de la capilla de Nuestra Señora de la Encarnación, exigió a los sargentos de las compañías de infantería del Real Campo de Manila que, después del 28 de abril (Domingo de Quasimodo), le entregasen las listas de confesión y comunión, y les advirtió que tenían la obligación de comulgar allí. Esta exigencia ofendió al bachiller don Joseph Carrión, quien por entonces ejercía como canónigo y cura de españoles12. Como respuesta al Constante, y jurídico manifiesto, suscrito por el licenciado Juan de Rosales, abogado de la Real Audiencia, que defendía la posición del tesorero Herrera (Medina 62-63), don Joseph Carrión, recién ascendido a la dignidad de chantre (AGI, Filipinas 1005, N. 231), redactó acto seguido un texto argumentativo de dieciséis folios, la Confirmación jurídica, publicado en la imprenta del Colegio de Santo Tomás de Aquino por el capitán Gaspar de los Reyes (Manila, 1673), dirigida al arzobispo fray Juan López, con el fin de buscar su amparo.
En esencia, Carrión y los miembros del cabildo acusaban al tesorero Herrera de innovar en la administración de la capilla y de perjudicar los intereses de los curas de la iglesia metropolitana y al derecho parroquial, especialmente en lo que hacía referencia a sus salarios y emolumentos (AGI, Filipinas 78, N. 4). No reconocía la jurisdicción del tesorero, para lo cual argumentaba que los españoles eran pocos y que, “siendo los más vecinos de esta república soldados, si necesariamente hubiesen de cumplir con la Iglesia en dicha capilla, apenas hubiera quien acudiera a la Matriz, ni la reconociera por tal” (Carrión f. 11 v.). Para fortalecer la autoridad episcopal, Carrión cuestionaba que el rey, y por ende sus gobernadores, tuvieran “bula, y privilegio de su Santidad para elegir, y nombrar vicarios generales de sus ejércitos con jurisdicción ordinaria, e independiente de los obispos” (Carrión f. 2 r.). Asimismo, en una carta dirigida a la reina gobernadora, con fecha en Manila de 20 de mayo de 1673, los prebendados, como músculos y tendones del cabildo catedralicio, avisaban del peligro de otorgar a los capellanes mayores jurisdicción con independencia del ordinario. Así,
qué litigios y discordias no excitara [el capellán mayor] a la sombra del gobernador, que claro es lo fomentará siempre como a hechura de su mano, como se ha visto en el caso presente a que se allega el gasto y consumo de la Real Hacienda, que es considerable por los copiosos estipendios que se le dan al capellán mayor y los demás capellanes todos los meses, fuera de las obvenciones que se les recrecen de los entierros, misas, y festividades que en la capilla se celebran y jamás se ha visto que hayan los gobernadores dejado de socorrer a dichos capellanes, cuando para los salarios de los arzobispos, de este cabildo y de los curas se acuitan alegando faltas de socorro y otros pretextos. (AGI, Filipinas 78, N. 4)
Desde su fundación, los capellanes castrenses de la capilla real de Nuestra Señora de la Encarnación habían mantenido estrechas relaciones con los gobernadores. Sin ir más lejos, en 1645, el gobernador don Diego Fajardo Chacón (1644-1653) nombró a don Alonso Zapata de Carvajal maestrescuela del cabildo, capellán mayor de la capilla real de Nuestra Señora de la Encarnación y cura de la parroquia de Balayán (AGI, Indiferente 192, N. 177, ff. 496 r.-500 v.). Su sucesor en el cargo fue el mercedario Joseph Fayol, protegido del maestre de campo Manuel Estacio Venegas, desde 1649 mano derecha del anciano gobernador Diego Fajardo (1644-1653) y auténtico gobernador en la sombra hasta la llegada de don Sabiniano Manrique de Lara (1653-1663) (Picazo 6-17).
En 1663, el tesorero de la catedral, don José Millán de Poblete, sobrino del arzobispo Miguel de Poblete, fue nombrado capellán mayor de la capilla real de Nuestra Señora de la Encarnación hasta 1668. Poco tiempo después de su llegada a Manila, el gobernador don Manuel de León halló que un religioso expulso de la orden de Nuestra Señora del Carmen y desterrado de la Nueva España no solo continuaba vistiendo el hábito de religioso, sino que había sido promocionado por el oidor Juan Manuel de la Peña Bonifaz al cargo de dicha capellanía13. Por este motivo, decidió impedirlo, según la real cédula del 22 de diciembre de 1670, y nombró en su lugar al canónigo Jerónimo de Herrera (AGI, Filipinas 75, N. 1). Aunque en el caso anterior las relaciones entre el arzobispo Poblete y el gobernador Manrique de Lara eran excelentes, es de suponer que el arzobispo fray Juan López Galván no viera con buenos ojos que los miembros del cabildo, como Jerónimo de Herrera, estuvieran bajo la tutela de los gobernadores civiles y aceptaran treinta monedas de plata a cambio de su lealtad. Y no se equivocaba, puesto que el canónigo Herrera, que en 1673 había ascendido a la tesorería del cabildo, contaba con las simpatías del gobernador don Manuel de León (Díaz 705; Murillo f. 301 v.). Según el historiador Vicente de Salazar, O. P., rector de colegio de Santo Tomás de Manila:
Era el dicho Capellán mayor, y Tesorero amigo íntimo del Señor Gobernador, y tenía éste tal confianza de él, que le consultaba en todos sus negocios, y por su consejo, y dirección se vino a precipitar muchas veces el Gobernador, metiéndose en empeños enfadosos, y ajenos a su jurisdicción. (63)
Para evitar cualquier intromisión del poder civil, el arzobispo López Galván despachó un auto en el que solicitaba al capellán mayor la devolución inmediata de las listas y cédulas de confesión, a lo que este se negó aduciendo que el prelado no era juez competente. Entre tanto, Joseph Carrión volvió a redactar un nuevo memorial, en el que insistía en que le devolviera las listas de los soldados, a lo que el capellán mayor nuevamente se negó “con protesta de recurso de fuerza al Real auxilio” (Concepción 237). El arzobispo volvió a la carga, esta vez la tercera, y lo amenazó con la excomunión y 200 pesos de multa, a lo que el capellán mayor respondió que debía obedecerlo como clérigo constituido in sacris y prebendado, pero que como capellán mayor de los ejércitos no tenía autoridad ni jurisdicción sobre su persona (Carrión f. 3 r.; Salazar 63; Concepción 238-239). Al declararse vicario castrense del ejército, el capellán mayor consideraba que su autoridad estaba por encima de la del arzobispo de Manila, y se ponía sobre el filo de la navaja (Salazar 63; Ferrando 257). Finalmente, los oidores de la Real Audiencia remitieron el caso al Consejo de Indias, que sentenció a favor de arzobispo (Díaz 705).
El prelado gobernó la arquidiócesis poco más de año y medio, y en ese tiempo visitó dos veces su extenso territorio (Payá 447). Los cinco últimos meses de su vida estuvo sometido a una terrible calentura, producto, según parece, del recurso elevado por las actuaciones de la Real Audiencia contra su persona (Salazar 63). Viendo que la fiebre no remitía, se retiró a la provincia de Cavite en busca de un clima más benigno, pero allí le comunicaron que el cabo de la armada estacionada en la isla de Mindoro, hermano de uno de los oidores, había ultrajado al cura de Calavite, a quien había violado su domicilio, y además se había apoderado de su persona. Esta afrenta no obtuvo ninguna respuesta del gobernador, quien hizo oídos sordos a los requerimientos del prelado (Salazar 66; Ferrando 259-260). A causa de esta nueva decepción su salud empeoró, por lo que decidió regresar a Manila. El 2 de febrero de 1673 recibió el viático de manos de su vicario y confesor, fray Juan de Paz , O. P., (1622-1699), y el 12 de ese mismo mes falleció súbitamente a la edad de 59 años, casi sin que se le pudiera dar la extremaunción (AGI, Filipinas 78, N. 7). Fue enterrado en el presbiterio del convento de Santo Domingo de Manila, “al lado del Evangelio, donde se espera la resurrección universal” (Ferrando 260). Su muerte supuso un duro golpe para la Iglesia diocesana, puesto que se trataba del único prelado que había disponible en las islas Filipinas (Ferrando 252).
Hacia la consolidación del poder diocesano (1673-1677)
Tras la muerte del arzobispo López Galván, el cabildo volvió a gobernar la sede vacante. A diferencia de los obispos, cuya presencia en las diócesis era momentánea, el cuerpo catedralicio representaba la continuidad de las tradiciones y las prácticas locales de gobierno. La centralización y la jerarquización de la Iglesia, reforzada por el Concilio de Trento, debía traer consigo, según Pérez Puente, “la disminución de la autoridad, las facultades y las prerrogativas de los cabildos catedralicios” (387). Sin embargo, en Filipinas, el proceso de centralización de la Iglesia tridentina fue mucho más tardío y durante la nueva sede vacante (1673-1677) los prebendados actuaron como fieles representantes de la jurisdicción del fuero eclesiástico.
El proceso judicial contra el tesorero Jerónimo de Herrera parecía haber entrado en una vía muerta. Sin embargo, siguió adelante a petición del canónigo Joseph Carrión y de los miembros del clero diocesano y, como sabemos, acabó fallando a favor del arzobispo. No fue este el único capote que la Corona echó al estamento religioso. Los gobernadores retrasaban el pago de los estipendios como medida de presión a los obispos (AGI, Filipinas 78, N. 4). Por ejemplo, el 15 de enero de 1669, el cabildo informaba de
hallarse hoy señor este cabildo con el consuelo de ver proseguir esta fábrica material de esta Iglesia que se queda continuando con el Deán de ella con 3 000 pesos librados por la Real Audiencia a cuenta de los 6 300 que dicho gobernador [Diego Salcedo] hizo retener en la Real Caja de los 10 000 pesos que Vuestra Majestad hizo merced de situarle en encomiendas vacas y primeros años de su provisión. (AGI, Filipinas 77, N. 77)
Horrorizada ante la posibilidad de que estas prácticas se convirtieran en regla general, la reina gobernadora dictó diversas reales cédulas para liquidar los salarios atrasados de los prebendados (600 pesos el deán, 500 pesos las otras cuatro dignidades, 400 pesos los canónigos, 300 pesos los racioneros y 200 pesos los mediorracioneros), así como de los difuntos, incluyendo la prórroga por diez años de la limosna de vino, cera y aceite para los servicios de la Iglesia metropolitana (AGI, Filipinas 78, N. 4). Asimismo, la reina ordenó que a partir de entonces se remitieran directamente al arzobispo de Manila, para evitar así cualquier intromisión del poder civil (Alva 246). Como señala Cañeque:
Aunque es verdad que los monarcas siempre trataron de ejercer el mayor control posible sobre el clero de sus reinos, nunca negaron el concepto de las dos potestades y, con ello, la autonomía de la Iglesia respecto a la autoridad civil. (620)
Desde los tiempos de Fernando el Católico (1452-1516), el Patronato fue adquiriendo gran cantidad de atribuciones pertenecientes al orden clerical, garantizando así la estabilidad y seguridad de la Corona española en Indias (Rubial 32-36; González-Varas 4). En la España del siglo XVII, los principios de autoridad y flexibilidad se basaban en la práctica en un difícil equilibrio entre poderes tradicionales (o patrimoniales) y burocrático-legales (J. M. Delgado 178-179). Mantener el equilibrio de poderes entre los funcionarios civiles y religiosos, según la concepción pactista de la monarquía hispánica todavía vigente, era casi tan importante como imponer la universalidad del Patronato Regio en una estructura imperial de gobierno.
Según un anónimo de 1674, ese mismo año Manila celebraba con toda su pompa y solemnidad la canonización del tercer general de la Compañía de Jesús, Francisco de Borja (1510-1572), elevado a los altares en 1671 por el papa Clemente X (Medina 63-64). El 30 de mayo de ese mismo año, el teólogo Francisco Deza, cura de españoles de la parroquia de Santiago, extramuros de Manila, denunció que el tesorero Herrera quiso erigirse en vicario general del ejército con jurisdicción y potestad omnímoda, independiente del ordinario diocesano (AGI, Filipinas 75, N. 1). Al año siguiente, el rey envió una real cédula, con fecha 16 de junio de 1675, en la que ordenaba averiguar los excesos del tesorero Herrera, y en tal caso, castigarlos, y dejaba bien claro que no existía otra jurisdicción que la del obispo metropolitano de Manila (Ferrando 426). Correspondió al maestrescuela don Francisco Pizarro de Orellana, vicario y juez provisor, y al canónigo don Luis Navarro, nombrados jueces adjuntos en el cabildo de Manila, con fecha 9 de octubre de 1676, la tarea de aplicar la sentencia y castigar al díscolo juez provisor y tesorero (AGI, Filipinas 78, N. 7).
A pesar de las disposiciones reales que favorecían a los prebendados nombrados por la Corona, lo cierto es que, desde el 16 de septiembre de 1671, don Diego de Cartagena y Pantoja ejercía como deán de la sede vacante, lo que suponía una espina clavada en el corazón del cuerpo catedralicio, sobre todo después de haber ascendido a la más alta dignidad con la oposición en pleno del cabildo (AGI, Indiferente 200, N. 87). Fue en ese preciso momento cuando Cartagena y Pantoja nombró al tesorero don Jerónimo de Herrera como provisor y vicario general del arzobispado. Ante este panorama, no debería extrañarnos que el nombre de ambos no apareciera en la carta firmada por el maestrescuela Covarrubias, además del chantre Nicolás Cordero, el maestrescuela Francisco Pizarro de Orellana y los canónigos Thomas de Baranda (que había ejercido como capellán de galeras hasta 1672) (AGI, Filipinas 1005, N. 82), Luis Navarro y Juan González de Guzmán, lo que deja entrever el juego de alianzas existente en el cuerpo catedralicio.
En 1676, el deán Miguel Ortiz de Covarrubias, que había formado parte de la familia del anterior arzobispo Miguel de Poblete, escribía a la reina regente con profundo desasosiego y orfandad por la ausencia de su prelado. En 1673, tres años antes de tomar posesión de la dignidad de arcediano, Ortiz de Covarrubias se encontró con una situación de desgobierno en el seno del cabildo. Los prebendados no solo no seguían el cuadrante y las reglas del coro, sino que tampoco respetaban las horas canónicas, que estaban fuera del curso que las reglas señalaban.
Como es sabido, una de las obligaciones de los miembros del cabildo, integrado por cinco dignidades (el deán don Miguel de Covarrubias, el arcediano don Francisco de León, el chantre don Nicolás Cordero, el maestrescuela don Francisco Pizarro y Orellana y el tesorero don Jerónimo de Herrera), tres canónigos (don Luis Navarro, don Thomás de la Baranda y don Juan de Rueda Padilla y Mendoza), dos raciones (don Juan González y don Domingo de Valencia) y dos medias raciones (Francisco Gutiérrez y Francisco Deza), consistía en cumplir a cabalidad con la asistencia a sus obligaciones cotidianas (AGI, Filipinas 10, R.1, N .40). Para ello, impuso a los prebendados el cuadrante del coro, mediante el cual el padre apuntador, según el III Concilio Provincial mexicano (1585), regulaba la asistencia de los prebendados a las horas canónicas y demás funciones religiosas (Pérez 379).
Desde su fundación en 1581, el cabildo catedralicio no había tenido cuadrante, por lo cual los prebendados evadían sus responsabilidades en el coro. Así, “sucede muchas veces usan las dignidades el inferior oficio de medio racionero, y otras suplir los racioneros faltas de canónigos” (Moreno 73). El gobierno del arzobispo Miguel García Serrano, O. S. A., (1620-1629), fue una excepción, pues trató de fiscalizar las actividades de sus capitulares y erradicar el absentismo a los oficios divinos. Sin embargo, al poco tiempo de su muerte, los capitulares eliminaron el cuadrante y no volvieron a instaurarlo hasta la llegada del arzobispo Poblete. Como lamentaba con indisimulada frustración el deán Ortiz de Covarrubias, apenas dos meses después de su muerte “cesó todo” (AGI, Filipinas 86, N. 39).
Durante su breve gobierno, el arzobispo López Galván no pudo volver al orden de cosas anterior. Para poner remedio a esta situación, el 22 de octubre de 1675, el deán presentó una petición al cabildo para que se rezaran las horas canónicas y dijeran las misas conventuales a sus horas, en la cual lamentaba que no hubiera cuadrante ni reglas del coro, como era preceptivo, según lo establecido por el Concilio de Trento. Ciertamente, en lo que respecta a la disciplina de los prebendados catedralicios, podría hablarse de una tendencia hacia una mayor rigidez. No era usual que, durante las sedes vacantes, el deán llamara la atención al resto de prebendados por no cumplir con sus obligaciones. Sin embargo, el deán Ortiz de Covarrubias era un admirador del legado que había dejado el arzobispo Poblete. No en vano había formado parte de su curia diocesana14.
Los capitulares alegaron en su defensa que sus rentas eran escasas y que eran pocos para tanto trabajo, por lo que el 21 de mayo de 1670 solicitaron al Consejo de Indias un aumento del número de prebendados (AGI, Filipinas 86, N. 39; AGI, Filipinas 77, N. 80). De nuevo, el 30 de mayo de 1677, volvieron a solicitar un aumento del número de canónigos, que habían de ser diez, así como del salario que percibían por sus cargos. Por entonces había solamente cuatro, teniendo en cuenta que una de las plazas había sido suprimida para otorgarla al Santo Oficio. Asimismo, las raciones eran cuatro (dos enteras y dos medias), por lo que recomendaba aumentarlas a doce (AGI, Filipinas 78, N. 7). En resumen, había un número insuficiente de prebendados, que cobraban poco y mal, lo que daba lugar a que no acudiesen con puntualidad a sus obligaciones litúrgicas, ya fuera por negarse a cumplirlas o porque estuvieran ocupados en otros negocios. Sea como fuere, lo cierto es que
se dejan de cantar las misas conventuales y celebrar cabildo por falta de canónigo, y los racioneros como han de cantar las epístolas y evangelios alternando las semanas, además de la faltas en que caen, asimismo por enfermedades y ausencias que hacen gozando de sus rentas y otras causas, no pueden ya tolerar el peso y trabajo por lo cual suplica a Vuestra Majestad este cabildo se digne remediar su cortedad concediéndole dos canonjías más o menos, y que se restituya la que se suprimió para aumento de Tribunal de la Santa Inquisición de México. (AGI, Filipinas 78, N. 7)
Para evitar que se repitiera esta situación anómala, a primeros de diciembre de 1675, don Miguel Ortiz de Covarrubias, ascendido a deán el 20 de mayo de 1676 (AGI, Filipinas 1005, N. 284), obtuvo la aprobación del cuerpo capitular para cumplir con sus obligaciones, y reconocía que había sido posible “a costa de muchos sinsabores, y pesadumbres, con que se desarregló mi salud” (AGI, Filipinas 86, N. 39). Para corregir estas irregularidades, el deán suplicaba que el siguiente arzobispo de Manila, como máximo representante de la Iglesia en Filipinas, no fuera fraile, sino clérigo presbítero, porque “la mira con ojos de padre” (AGI, Filipinas 86, N. 39). Se trataba de una antigua demanda de los capitulares, para quienes los frailes arzobispos no defendían completamente los intereses del clero diocesano, sino los de las órdenes religiosas a las que pertenecían.
Además de la escasez de prebendados, otro de los caballos de batalla del cabildo consistía en aumentar el número de clérigos. Desde la muerte del obispo Joseph Millán de Poblete (1674) hasta la llegada en 1681 de fraile riosecano Diego de Aguilar, O. P., (1615-1692), obispo de Cebú (1676-1682), no hubo ningún obispo activo en las islas Filipinas, lo que era algo totalmente inédito en la historia eclesiástica de la región. La falta de obispos impedía que los “hijos de la tierra” pudieran ordenarse, ya que ni tan solo había obispo en Macao, a no ser que viajasen hasta la Nueva España para que los ordenara el arzobispo-gobernador fray Payo Enríquez de Ribera Manrique O. S. A., (1676-1680), o hasta Siam, donde estaba el obispo metropolitano de Siam, Luis de Lanoy (Díaz 706; Murillo 302). Para remediar esta situación, el procurador de los dominicos, fray Pedro Díaz de Cosío, sugirió al rey y al Consejo de Indias el nombramiento de obispos supernumerarios (AGI, Filipinas 78, N. 7). El 30 de mayo de 1677, los miembros del cabildo metropolitano de Manila escribieron una carta al rey, en la que solicitaban que el virrey de la Nueva España enviase seis clérigos cada año para cubrir las vacantes de los curatos y beneficios de los alrededores de Manila (AGI, Filipinas 78, N.7). Quedaba claro, pues, que sus reclamaciones eran exactamente las mismas que había enarbolado el arzobispo Poblete, lo que demuestra la sintonía que existió con sus capitulares. En cambio, el arzobispo López Galván nunca tuvo el carisma de su predecesor, a pesar de gozar del respeto del cabildo por ser un hombre sabio y virtuoso (Ferrando 256). En primer lugar, no era clérigo, sino fraile, y en segundo lugar, su gobierno, que apenas duró un par de años, no contó con el apoyo del gobernador y maestre de campo don Manuel de León, cuyas simpatías eran abiertamente projesuitas.
El 11 de abril de 1677, el gobernador falleció víctima de una obesidad mórbida, por lo que el gobierno político y militar de las islas recayó en el oidor más antiguo de la Audiencia de Manila, don Francisco Coloma (Díaz 712-713). Sin embargo, el 25 de septiembre del mismo año, el oidor Coloma también falleció de manera súbita, y fue enterrado en la capilla real de Nuestra Señora de la Encarnación, “donde yace en una capillita que está al lado del Evangelio” (Díaz 713), por lo que el cargo pasó al oidor don Francisco de Montemayor y Mansilla hasta el 21 de septiembre de 1678, cuando don Juan de Vargas tomó posesión del gobierno de Filipinas (AGI, Filipinas 74; AGI, Filipinas 64, ff. 1033 r.-33 v.).
Conclusiones
Una de las principales causas de disputas jurisdiccionales entre la autoridad civil y la eclesiástica en las islas Filipinas fue el derecho de asilo o inmunidad de los lugares sagrados (inmunitate ecclesiarum). Protegerse de una eventual agresión, o de una agresión segura, fue uno de los motivos que llevaron a determinadas personalidades a recurrir al amparo de las iglesias y recintos sagrados. Para los obispos y prebendados de los cabildos catedralicios, la inmunidad eclesiástica era un privilegio otorgado a la Iglesia católica frente a las arbitrariedades del poder civil (López 194). Para los funcionarios reales, en cambio, el derecho de amparo, o asilo, era un pretexto que obstaculizaba el funcionamiento de la justicia penal (López 197).
Sin embargo, los límites de los representantes de la autoridad regia y eclesiástica se manifestaron en otros frentes, como el fuero castrense. Este fue el caso del capellán de galeras, el jesuita Francisco Javier Mompó, nombrado capellán de galeras en la expedición organizada en 1734 contra los moros de la isla de Mindanao (Hill), o el tesorero don Jerónimo de Herrera y Figueroa, nombrado vicario castrense de Nuestra Señora de la Encarnación en Manila. En ambos casos la aplicación del derecho patronal, ejercido por las autoridades civiles, provocó fuertes tensiones y resistencias por parte de las autoridades eclesiásticas a nivel local (Hill 756). No solo supuso un difícil equilibrio entre los dos cuchillos (utrumque gladium), el pontificio y el regio, sino que trajo consigo un tipo de violencia que en este caso fue ejercida contra los fueros y jurisdicciones privilegiadas de la Iglesia, al nombrar a un capellán con independencia de la autoridad del ordinario metropolitano de Manila. El gobernador impuso al tesorero Herrera en el cargo apelando al derecho del Patronato, pero el arzobispo y los miembros del cabildo protestaron, lo que obligó a Herrera a elevar su caso ante la Real Audiencia mediante un recurso de fuerza. El asunto acabó en manos del Consejo de Indias, que falló a favor del arzobispo. En la segunda mitad del siglo XVII, la ciudad de Manila distaba mucho de ser un “templo de Dios”, y se convertía en una arena política donde las facciones locales y los grupos de poder dictaban las reglas de juego.