1. Introducción
La Historia enfrenta, en la era digital, uno de sus mayores desafíos desde su existencia y profesionalización. Internet, Google, las redes sociales y las diversas plataformas que existen en el mercado, han inundado literalmente de información a la humanidad, y muy especialmente a los historiadores. Esta situación ha generado un escenario de estudio, investigación y construcción del discurso histórico, que se aleja cada vez más de aquel recinto tradicional en el que los investigadores buscaban sus fuentes en archivos físicos para después de un ejercicio de análisis y crítica, trasladarlos a un documento escrito que, en el mejor de los casos, era público para su circulación y conocimientos. La heurística y la hermenéutica, eran los pasos obligados para todo historiador que se preciara.
Esta práctica, que parece provenir de un pasado remoto, pero que era acostumbrada por la mayoría de quienes hoy enseñamos o producimos material científico, se encuentra actualmente en los límites de la supervivencia o, al menos, en un estado de cuestionamiento profundo dadas las nuevas herramientas que la tecnología ofrece al historiador: bases de datos digitalizados y globales; disposición de información impensable; rapidez o prácticamente inmediatez en su acceso; recursos sin limitaciones temporales o espaciales; participación generalizada en la construcción de «historia»; una nueva forma de leer y escribir/producir/trasmitir las ideas, etcétera.
Estas nuevas condiciones son retos enormes para la historia, toda vez que implican una manera muy diferente de acercamiento a las fuentes, a la información, a los estudiantes y al público en general y que, desafortunadamente, evidencian que la mayoría de los historiadores se encuentran aún en un punto muy distante para enfrentarlas.
En contraste, hablar de la era digital2 es, para los jóvenes, casi un lugar común en el cual se sienten cómodos al utilizar las tecnologías de la información -TICs- para prácticamente todo lo que requieren, desde comprar una computadora hasta «bajar» un libro. A través de ellas investigan, se comunican, socializan y hasta buscan pareja. Sus posibilidades se amplían todos los días y de cara al futuro parecen infinitas. Algunos se vanaglorian de ser nativos digitales, lo que les da una especie de valor agregado en el mundo contemporáneo3.
El manejar bien estas herramientas hace que se sientan, por lo mismo, seguros para enfrentar cualquier reto que se les imponga, incluyendo su labor como historiadores. No obstante, a la hora de ejercer la profesión, la nueva realidad digital les pone por delante desafíos para los que no han sido educados o no se encuentran preparados para responder. Es así como, lejos de hacer más fácil su tarea, la era digital ha complicado enormemente su labor, acarreando problemas metodológicos serios para su buen desempeño, que van desde la forma de acceder al conocimiento -de investigar-, hasta la manera en la que interpretan los hallazgos y lo transfieren a través de técnicas, que ya no se reducen únicamente a lo escrito. Nos encontramos con cúmulos de información que, si bien pueden ser ahora accesibles, dada su magnitud, su comprensión se vuelve sumamente complicada; casi imposible en el sentido de poder dedicar el tiempo necesario para el análisis y crítica de cada fuente encontrada. Todos hemos sido testigos de cómo los buscadores electrónicos nos pueden dar miles o millones de resultados en cuestión de segundos. La satisfacción que esto ofrece es enorme, como también enorme es el reto que nos pone por delante para manipular, interpretar y crear nuevo conocimiento con ella. Y es a la hora de poner en práctica los aprendizajes adquiridos en este mundo híbrido en el cual todavía son educados los estudiantes, cuando salen a flote los principales problemas.
En este texto se presentan algunos de los desafíos que las nuevas tecnologías están generando a la profesión, y que urge atender para formar historiadores con las habilidades necesarias, para aprovechar las ventajas que las nuevas tecnologías ofrecen y construir lo que podemos definir como historia digital, donde
[...] digital history might be understood broadly as an approach to examining and representing the past that works with the new communication technologies of the computer, the internet network, and software systems. On one level, digital history is an open arena of scholarly production and communication, encompassing the development of new course materials and scholarly data collection efforts. On another level, digital history is a methodological approach framed by the hypertextual power of these technologies to make, define, query, and annotate associations in the human record of the past. To do digital history, then, is to digitize the past certainly, but it is much more than that. It is to create a framework through the technology for people to experience, read, and follow an argument about a major historical problem4.
Es un hecho que las imágenes -fotografías, videos, filmes, videojuegos, caricaturas, memes- han ganado en el siglo XXI un lugar privilegiado en el campo de las comunicaciones, pero también en el de la investigación y la trasmisión de conocimiento. Y es irrefutable que la era digital y el uso de las tecnologías de la información han potencializado esta situación, al grado de que hoy muchas cosas se tratan de explicar a través de estos medios5. Si a ello agregamos que internet -una red abierta y de libre acceso- se consolidó también en estas últimas dos décadas como el medio predilecto de consulta entre la población mundial, y le sumamos que ofrece una versatilidad increíble y en aumento de posibilidades -aplicaciones- para prácticamente cualquier actividad, cerramos una pinza en la cual, por un lado, se aprecia sobremanera la cultura visual y, por el otro, la tecnología da acceso a cúmulos inimaginados de información y permite despliegues coloridos, en movimiento, interactivos y -si se requiere- con respuesta en tiempo real.
Aplicado al ámbito académico, y en particular al trabajo histórico, tenemos entonces una herramienta poderosísima de investigación, recuperación de información y difusión, que se descubre, también, como el espacio ideal para que los historiadores -y en general cualquier humanista o científico social, por no hablar de las ciencias duras-, desempeñen sus labores de manera novedosa. Ello, sin embargo, resultado de una transición increíblemente rápida en la que, como dice Muñoz Delaunoy: «aquí no hubo siglos para la adaptación, ni siquiera décadas. Todo llegó de golpe, dejando sin capacidad de respuesta a las comunidades más estrechamente vinculadas al mundo de la imprenta»6.
En teoría, este universo amigable, incluyente y casi infinito, se presenta como un escenario increíble para desplegar el quehacer historiográfico, utilizando para ello todos los recursos que la tecnología ofrece: consultas a distancia, material digitalizado, fuentes de todo tipo, minería de datos, presentaciones interactivas, difusión de la información, etcétera. Sin embargo, y es la hipótesis de este texto, la realidad denota otro escenario para los historiadores, y es que esa «tierra prometida» se encuentra aún muy lejos de la mayoría, ante las dificultades que el ejecutar o el poner en práctica estas posibilidades impone para los futuros profesionistas, empezando por una condición que marca de entrada a todos los considerados nativos digitales: la gran mayoría de los profesores que enseñan en el siglo XXI, no tuvieron una formación ad hoc para educar a sus alumnos con las herramientas técnicas, teóricas y metodológicas que la era digital exige. No hubo una «generación anterior» de maestros que trasmitieran su experiencia y conocimientos. Ergo, los estudiantes no han podido recibir, en los más de los casos, estos aprendizajes dentro del sistema tradicional de educación, convirtiéndose en autodidactas.
Veamos entonces, cuáles son algunos de los desafíos que esta situación impone, no solo a los jóvenes sino a prácticamente todos los usuarios de las TICs, en un contexto que impacta a la historia, sí, pero en general a todas las humanidades digitales7.
2. Los retos de la historia académica en la era digital
Entre los diversos retos que enfrentan los historiadores en el mundo virtual, y basada en autores que abordan estas temáticas, enumero de manera breve los siguientes desafíos, que por supuesto no son excluyentes8 y que también se podrían aplicar a otras disciplinas. La presentación de los desafíos intenta llevar cierta lógica, más no así una jerarquización de las ideas. Por otro lado, muchos de ellos se encuentran vinculados, pero se desdoblan para su mejor exposición.
Quizá una de las mayores virtudes de la era digital, sea el acceso a una enorme cantidad de información digitalizada, a la que antes era muy difícil acceder por las limitaciones físicas que todos conocemos. Es lugar común afirmar que nunca, en toda su existencia, la humanidad había podido consultar -y acumular- tal cantidad de información, condición que para la Historia es particularmente delicada, pues de la mano de ésta que pudiera ser una ventaja, surgen otros desafíos, empezando por la dificultad de procesarla adecuadamente. Es un hecho que los historiadores no estamos entrenados para manejar cantidades enormes de datos, porque es difícil encontrar en los planes de estudio universitarios, clases sobre el tema que nos permitan analizar y manipular la información. Y aunque ya ha iniciado el debate sobre la pertinencia de que los alumnos aprendan programación para contar con las habilidades que les permitan manejar el maremágnum de datos, al día de hoy son contados los historiadores que cuentan con esta formación9. Las instituciones educativas deberán, en algún momento, asumir su responsabilidad y compromiso con el conocimiento. Para ello,
[...] contar con apoyo institucional es fundamental para facilitar la capacitación de los maestros, la disponibilidad de espacios adecuados, recursos y la flexibilidad tanto en el currículum como en la incorporación de actividades que no se enmarcan en los parámetros tradicionales10.
No se pueden seguir postergando estas decisiones, si es que se quiere poner al día, por no decir a la vanguardia, la construcción del discurso histórico.
La minería de datos11 podría convertirse en una alternativa para manipular la información, pero es un escenario que pocos académicos están dispuestos a explorar en la actualidad, en gran parte por su desconocimiento, aunque, como dice Melo: «en el archivo infinito, donde estamos inmersos con un solo clic, difícilmente podremos investigar armados solamente de un lápiz y un papel»12. Urge, pues, empezar a aprender otras habilidades, además de la investigación en archivos y bibliotecas, para ubicar, manipular y articular las hoy inmensas fuentes históricas.
Por otro lado, aún con el tema cuantitativo controlado, es necesario pasar a la interpretación para darle sentido a la investigación, lo cual conlleva su propia complejidad metodológica, dada la extensión y variedad de la información. A ello habrá que agregar la dificultad que significará, sobre todo para aquellos que hacen historia contemporánea, analizar no solo la cantidad mencionada, sino la inmediatez de la información que se va generando, ya no minuto a minuto sino segundo a segundo sumando más y más fuentes al historiador. Tenemos, quizá por primera vez en la historia, el reto de tener registro de miles de cosas que pasan prácticamente de manera simultánea, de las que nos enteramos en el momento: inmediatez, velocidad y cantidad, parecen ser las características de la información en la actualidad, asociadas a nuevos temas de interés y de investigación. ¿Cómo conservarla, cómo distinguir cuál trascenderá, cómo destacar lo importante? ¿A qué se le dará prioridad? ¿A lo político, a lo económico, a lo tecnológico, a lo cotidiano o a lo cultural? Éstas y otras muchas cuestiones surgen de la hiperabundancia -si se permite la hipérbole- de información que generamos día a día, y que se encuentra almacenada en las grandes bases de información o nubes que la resguardan. Así pues, quizá uno de los mayores desafíos para los historiadores, además de aprender a manejar grandes cantidades de información y no caer en la tentación de la historia serial, sea aprender a priorizarla, interpretarla y hacer propuestas siempre en construcción ante la continua aparición de material e información.
Y es que ahora sabemos que el conocimiento ya no se encuentra nada más en esos depósitos del saber que eran los libros o los impresos. Cada día es más frecuente encontrar referencias a otro tipo de recursos, citando páginas electrónicas, blogs, podcast, museos digitales, Wikipedia13, redes sociales, Facebook, Twitter, Instagram, TikTok o YouTube, entre muchísimas otras14. Estos son los principales depositarios de la vida cotidiana y de la historia contemporánea desde hace algunos lustros, y es en ellos donde se deben buscar muchas de las principales ideas, discusiones, preocupaciones y procesos que vive la humanidad en la actualidad. Como ejemplo, basta un botón: ¿quién podría escribir sobre la historia mundial contemporánea sin tomar en cuenta los cientos de tweets que ha lanzado el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, muchos de los cuales han sido un parteaguas en los sucesos que le siguieron? O, como dice Pons a propósito de Twitter: «no cabe duda de que será un recurso extraordinario para el estudio de la vida cotidiana, algo que no tiene parangón con lo que hasta ahora conocemos. Contaremos con una gran cantidad de información sobre las pautas de consumo, sobre la recepción de los productos culturales, sobre el comportamiento de los jóvenes»15. El problema, no obstante, y para el caso de los historiadores, es que no existe una metodología que se enseñe en las universidades, para que desde la academia se pueda hacer un trabajo de análisis y crítica de estas nuevas fuentes, y más bien está recayendo en otros especialistas su estudio: comunicólogos, lingüistas, antropólogos, periodistas, sociólogos. En casos extremos, hay académicos que se resisten a utilizar estas fuentes por su carácter efímero.
Por otro lado, ¿qué pasará con todo aquel material, de uso privado, que quedará almacenado en correos electrónicos, mensajes o chats de la computadora o el móvil?
Determinadas fuentes valiosas para la historia social se encuentran en las listas de distribución, los foros y los chats, en grupos de redes sociales que solo se accede con la autorización de una administración e incluso en los millones de correos electrónicos que viajan por el ciberespacio a diario16.
En este caso se perderá, seguramente, muchísima información a menos que haya un cambio tecnológico radical y se logren almacenar estas conversaciones o se legisle de alguna manera para conservar estas fuentes. Así pues, por un lado, debemos aprender a trabajar con esta nueva información, al tiempo que se encuentran los medios tecnológicos y legales de conservarla a perpetuidad, so pena de perderla para siempre.
La forma en la que se ha escrito la historia se ha modificado en los últimos años. Tradicionalmente esta se hacía de forma lineal y así su lectura, sin embargo, es una realidad que hoy en día los hipervínculos hacen que la lectura dé «hipersaltos», yendo y viniendo de un tema a otro, e incluyendo en los textos fotografías, sonorizaciones, infografías, videos, animaciones, mapas y diversos enlaces que sin duda enriquecen la información. Si esta forma de acceder a la información mejora o perjudica la capacidad de concentración y profundización en el conocimiento, es una discusión que aún se encuentra en curso.
Por lo que respecta al uso de los hipervínculos, el reto para los historiadores que se quieran «subir a la ola», radica en incorporar estos recursos en la narrativa historiográfica, es decir, tener la capacidad de enlazar -de «linkear»- las diferentes opciones de manera adecuada, sin perjudicar el objetivo o propósito de la investigación17. Se antoja indispensable, en todo caso, ser creativos y ofrecer propuestas originales que no necesariamente tengan la lógica líneal:
[...] el hipertexto no es un libro digital, es algo diferente tanto como el códex lo es del diploma; implica una nueva relación con el texto, una nueva lectura multidireccional, y ahora en la era Web 2.0, una lectura creativa donde el lector puede incluso modificar el texto como en un palimpsesto18.
Habrá que educar a los alumnos para que puedan lograr esta nueva vía, mediante cambios metodológicos en la enseñanza, que les permitan hacer ejercicios múltiples hasta alcanzar los fines deseados. Uno en el que el hipervínculo tenga una intencionalidad y forme parte de la narrativa, sin perjudicar su comprensión.
Otro punto que tiene que ver con la cantidad de conocimiento se relaciona con la aparición de los libros digitalizados, y su supuesta amenaza a los impresos. Nadie podría quejarse sobre las ventajas que conlleva el poder consultar textos electrónicos -en pdf o nacidos digitales. Desde luego que visitar una biblioteca o un archivo y poder consultar, acariciar, ver, leer y hasta oler un incunable del siglo XVII, resulta una experiencia sobrecogedora para un historiador. Pero ¿cada cuánto tenemos oportunidad de hacerlo? La digitalización, en cambio, no nos acerca físicamente al documento, pero nos permite consultarlo incluso si se encuentra en la biblioteca más remota del mundo. No obstante, como en otros casos, habrá que aceptar el hecho de que el libro impreso no es ya la única fuente ni la mejor, lo cual ha requerido todo un proceso de adaptación para muchos historiadores formados bajo estándares diferentes ¿Cómo se deberían «publicar» los libros hoy en día: en papel o como eBook? ¿Cuál opción llegaría a una mayor audiencia? La discusión sobre el uso de fuentes, no tradicionales, impacta también al uso de los libros en el formato que conocemos. Ya Roger Chartier ha expuesto el paso del códice a la pantalla19, y rechaza que haya similitud entre la lectura de libros en formato de papel y los digitales, sosteniendo que son dos prácticas y experiencias totalmente diferentes20. Entre otras cosas, porque el soporte no se relaciona absolutamente con el texto. Hoy, podemos tener prácticamente todos los «libros» que queramos en una sola tablet o computadora21.
Las discusiones sobre si los libros impresos desaparecerán o no de nuestro escenario, van y vienen en todas las áreas del conocimiento, y es algo sobre lo que muy pocos se atreverían a apostar. ¿Qué es lo importante del libro, el tomo como tal o el contenido? El tema es que si se apuesta por «escribir» eBooks, estos podrían contar con muchos más recursos que el papel: hipervínculos, despliegue de mapas, reproducción de videos, sonorizaciones, ectétera. Pero poder hacer esto requiere de algún entrenamiento previo, y seríamos muy ilusos si pensamos que el grueso de los historiadores son capaces de hacerlo. Hasta ahora, son más los libros electrónicos que semejan a los impresos -en formato digital- que los que incorporan estos recursos para enriquecer su visibilidad y contenido. En síntesis, no sólo se trata de hacer un libro digital, sino de que este signifique una nueva forma -revolucionaria- de aprehender y proyectar el conocimiento.
No es menor, por su parte, el problema de la tecnología en la que guardamos o depositamos nuestras investigaciones, y también en la que se van archivando todos los sucesos que marcan el devenir. Algunos guardan su información en archivos electrónicos personales -como un USB, un CD o un disco duro- y otros optan por contratar los servicios de diversas plataformas que hacen las veces de inmensos repositorios de información -«nubes» como Google Drive o iCloud. Sin embargo, la historia ha demostrado que, al cabo de algún tiempo, dichas herramientas resultan obsoletas por la aparición de nuevos formatos de almacenamiento, y aquellos datos que no se actualizaron a tiempo se perderán en el camino, lo que significa una gran pérdida para la Historia. Esto sin mencionar que, en el caso de la nube, el acceso a las redes es indispensable para su consulta lo que, como se sabe, implica un pago por su uso.
Evidentemente, aquellos países o instituciones que tengan una política más agresiva para la digitalización y archivo de los diferentes contenidos, así como mayores recursos económicos para su mantenimiento y actualización constante de la tecnología, serán los que conserven más y mejor su pasado. Al final de cuentas, la conservación y democratización del conocimiento son, también, un asunto económico. Y desafortunadamente, ésta no es la realidad de la mayoría de los repositorios ni de las políticas públicas de muchas naciones, por lo que urge también contar con el apoyo y compromiso de los responsables, para «salvar» la memoria que se encuentra grabada en los diferentes dispositivos, antes de que se pierdan por la obsolescencia de los equipos.
Uno más de los retos que deben enfrentar las futuras generaciones de historiadores -y que no es menor-, es la resistencia por parte de muchos académicos a abrazar los usos que se van imponiendo en nuestro trabajo cotidiano. Parece indispensable avanzar en el desarrollo de métodos y técnicas de investigación, interpretación y difusión de la historia, que incluyan los nuevos medios, temas y fuentes existentes, dándoles la validez que tienen como expresión de una práctica que evidentemente se ha impuesto de manera global y con la que debemos aprender a trabajar.
La historia pública podría ser quizá una opción para liberar al trabajo académico de la «Torre de marfil» en la que se ha mantenido, permitiendo que la investigación y el conocimiento salga del nicho especializado, se relaje y se comparta con un público mayor, como sugiere Thomas Cauvin22. Y estoy de acuerdo con Anaclet Pons, cuando cita a Raphael Samuel, en que
la historia no es prerrogativa del historiador, ni tampoco, como afirman los adalides de la posmodernidad, una 'invención'de su cosecha. Se trata, más bien, de una forma social de conocimiento; la obra, en toda circunstancia, de un millón de manos23;
sin embargo, no pasemos por alto que, incluso en esta corriente -ciertamente más permisiva en su metodología- se da por sentado que quienes se dediquen a la historia pública deberán contar con las bases propias del académico, para validar los procesos de la historiografía dando certeza a la producción que idealmente tendrá mucho mayor divulgación.
Por otro lado, uno de los grandes problemas que enfrentan los profesores es que, en muchas ocasiones y, por primera vez en la historia, los alumnos saben mucho más que ellos en lo que se refiere al uso de las TICs, y esto los coloca en un punto de vulnerabilidad para el que no están preparados, y ciertamente parece ser un golpe al narcisismo de la academia, tener que recurrir a los estudiantes para resolver las propias dudas en ese sector. Entregar el poder de ese conocimiento a los estudiantes es algo demasiado fuerte en la actualidad, tanto, que existe una resistencia entre autoridades y académicos a modificar la manera en la que trasmiten el conocimiento y también a abrirse a esos nuevos temas y métodos de investigación; sin embargo, como dice Gálvez Biesca, para los historiadores profesionales
[...]el asunto resulta tan básico como el siguiente: renovarse o morir. Y renovarse significa, al día de hoy, interdisciplinariedad, búsqueda de nuevas técnicas con las que abordar la infinidad de fuentes de información y sobre todo resituar y defender la función social del historiador ante las nuevas formas de comunicación y transmisión del saber24.
Así pues, parece un camino difícil el que tienen que recorrer los académicos de la «vieja guardia», ya que por un lado deben enseñar lo que no conocen, y por otro, aceptar que ya no son dueños de la verdad; pero si logramos vencer resistencias y adaptar el quehacer historiográfico a los usos, fuentes y temas actuales, podremos obtener resultados alentadores para los historiadores. Al final, la vieja fórmula de combinar experiencia más juventud, puede resultar un escenario deseable para la disciplina.
Las nuevas tecnologías permiten que la información se difunda por diversos medios, que paralelamente facilitan, incluso promueven la participación del público general en la construcción del discurso histórico, toda vez que muchos de ellos -sobre todo los nacidos digitales- son archivos abiertos sobre los que se puede escribir, opinar, corregir o argumentar. Es así como se da voz a personas que tienen una opinión o un testimonio sobre diversos sucesos, sin que necesariamente tengan una preparación profesional formal, pero que pueden enriquecer o modificar el conocimiento de diversos procesos. Como afirma Melo Flórez sobre la memoria digital: «es más bien una memoria democrática y globalizada, multicultural y multilingüística, [...]es una historia construida por todo aquel que quiera participar y sepa cómo hacerlo»25.
La participación de diferentes voces se ha convertido en una práctica común para la que la academia aún no tiene una respuesta única, e incluso puede ser refractaria. Pero es un hecho que, hoy en día, se han apropiado del discurso histórico muchas otras profesiones que no requieren del «rigor» de esta disciplina, como periodistas, literatos o improvisados, que escuchan estas voces, que no han tenido temor de lanzar sus apuestas y que aprovechan los nuevos medios para dar difusión a sus propuestas; sin embargo, y sin menospreciar sus aportaciones, pueden carecer de los conocimientos teóricos metodológicos que, de alguna manera, «garantizan» la certeza de la información y la confiabilidad de su interpretación. ¿Quién termina siendo la autoridad que respalda esas versiones? La disyuntiva sobre estas historias contadas a partir de lo que se ha denominado crowdsourcing, no está resuelta y queda como uno más de los desafíos que se irá «acomodando» sólo conforme el uso de las TICs avance.
Por lo pronto, y como afirma Matilde Eiroa a propósito de estas fuentes: es
[...]conveniente adquirir las herramientas adecuadas que proporcionen habilidades en la búsqueda y valoración de las evidencias, especialmente las nacidas digitales, aquellas que se podrían considerar como las fuentes primarias de la contemporaneidad y que presentan mayores contrariedades al análisis historiográfico26.
Algo de esto ya se está haciendo, como ha demostrado la autora, pero debemos hacer más extensivo el uso correcto de las fuentes nacidas digitales para darles toda la certeza posible a la hora de utilizarlas -tal y como lo hacemos con las fuentes consideradas «tradicionales»- y lograr así su «empoderamiento».
Por otro lado, y aprovechando precisamente las nuevas ventajas tecnológicas, hay muchas plataformas abiertas, en las cuales cualquiera puede aportar o hacer apuntes para enriquecer -deseablemente- la información. Así, por ejemplo, uno puede ingresar a páginas como la del 9/11 en EUA o del 11M en España, y encontrar testimonios o crónicas de lo ocurrido aquellos trágicos días, dando un mayor dinamismo y realismo al conocimiento sobre los ataques terroristas con recursos interactivos que parecen dar vida a la presentación. Difícilmente la investigación histórica formal logrará tener este impacto emocional sobre el público. Esto ha permitido que haya una democratización del conocimiento, que gracias a las redes se encuentra mucho más cerca de cualquier persona con acceso a Internet -v. gr. cursos en línea-, pero también una democratización en la construcción del saber por las razones expuestas. Me parece que los historiadores debemos aprovechar y capitalizar esta tendencia para ser más creativos y hacer uso de todos los recursos disponibles que permitan profundizar, sí, en el conocimiento, y también en la trasmisión del mismo, asumiendo el reto que significa trabajar con bases de datos enormes y, quizá, desarticuladas, pero como bien apunta Anaclet Pons, «el caos está asegurado, pero ese ha sido siempre parte de nuestro cometido: introducir orden, dar sentido a la heterogeneidad de un pasado desaparecido y del que sólo quedan huellas fragmentadas»27.
Así pues, la era digital ha hecho accesible un mundo inmenso de material, y ciertamente es impresionante el cúmulo de información que se ha logrado digitalizar al momento. Un caso ejemplar de este proceso es el que ofrece Europeana, que utilizando tecnología de punta, pone millones de recursos de diversas bases de datos, a disposición de los interesados28; pero debemos ser cautos, y no pretender que el universo total de los textos que se encuentran en los diferentes archivos alrededor del mundo, se han logrado digitalizar aún, quizá sean tan sólo una mínima parte del material que se encuentra desperdigado por cientos de repositorios, en espera de contar con los recursos tecnológicos, humanos y económicos para poder convertirlos. El peligro estriba en que, eventualmente, podría suceder que los historiadores demos por buenos y suficientes los archivos digitalizados, perdiendo con ello otras visiones, fuentes e historias, que podrían enriquecer, contrastar o incluso poner en jaque la versión construida. Como dice Shubert, citando a Edward Ayers: «"the illusion being created that all the world's knowledge is on the Web" and the danger that "material that is not digitized risks being neglected as it would not have been in the past, virtually lost to the great majority of potential users"»29. Paradójicamente, y a pesar de los miles de recursos que sí están digitalizados, sabemos también que no necesariamente todos ellos son de acceso público, por diversas políticas gubernamentales, institucionales e incluso comerciales, lo que complica aún más el universo de material que podemos consultar realmente los historiadores, sin afectar, no obstante, la ilusión compartida de que todo está en la red30.
A pesar de las ventajas increíbles de la digitalización, los historiadores nos encontramos ante un doble desafío: por un lado, aprovechar al máximo las bondades que nos ofrecen los archivos digitalizados, pero por el otro, cobrar conciencia de que queda mucho material por estudiar, que seguramente no se encuentra en la red. Así pues, la visita a los archivos es deseable sin duda, pero seamos realistas y aceptemos que hacerlo es cada vez más difícil por los múltiples obstáculos que la propia era digital ha impuesto, uno de los cuales es, sin duda, el contar con los diferentes apoyos administrativos, económicos y hasta burocráticos, para hacerlo, bajo la presima de que «todo está -supuestamente- en la red». Para complicar las cosas, la consulta de los que se encuentran en la red, también tienen sus dificultades.
Un ejemplo de ello, es el debate sobre si el acceso al material digitalizado y la reproducción del mismo debe ser gratuido o se debe de pagar por su utilización y divulgación. Según demuestra Josu Aramberri, con evidencia de archivos fotográficos españoles, el cobro de derechos ha desmotivado la consulta y difusión de las imágenes, por lo que, a pesar de las discusiones, hay una tendencia hacia la liberación de los contenidos para fomentar su consulta y, sobre todo, su visibilidad31. El reto para lograr el acceso universal al material digitalizado, así como para capturar la mayor cantidad posible de bases de datos, es enorme aún, por lo que el historiador debe manejarse con «pies de plomo» cuando maneje estas fuentes como exhaustivas.
Un problema no menor, es la identificación de las fuentes verídicas de aquellas que, aprovechando las bondades que las nuevas tecnologías y las diferentes aplicaciones ofrecen, son alteradas con o sin dolo. Adulterar un escrito, suplantarlo, modificar imágenes o fotografías, inventar información, envejecer o modernizar documentos, alterar voces, grabaciones o filmes, etcétera, se convierte en una posibilidad real y constante que, incluso, puede ser ejecutada por niños. Las copias o cambios pueden resultar tan detallados, que pasarían fácilmente por originales para la mayoría de los historiadores. ¿Cómo pues entrenar a nuestros alumnos en el arte de elegir correctamente sus fuentes cuando vivimos en un entorno en el que las fake news y la posverdad terminan por imponerse y ofrecen una versión paralela (aunque igualmente real y analizable) de lo que sucede? O bien, ¿cómo aprender a historiar partiendo de la existencia de esta «verdad alternativa», y ser capaces de analizarla e interpretarla a partir del porqué de su existencia?
Estas son preguntas complicadas de responder en el contexto actual. Incluso cuando somos contemporáneos a un evento trascendente, tenemos dudas al tratar de discernir sobre la veracidad de los hechos. Quizá esto nos lleve a la contrucción de una nueva forma de aprehender el pasado, en donde tengan cabida las diferentes versiones y visiones que se dan de los hechos.
Otro cambio tiene que ver con el surgimiento de una nueva forma de comunicación y lenguaje -no digo si mejor o peor-que ha dado pie a neologismos, abreviaturas y compactación de ideas, e incluso símbolos capaces de expresar ideas y sentimientos -emoticons y emojis-32, que en ocasiones significan todo un reto para su estudio e interpretación, pero que sin duda son parte del mundo contemporáneo y que se tienen que tomar en cuenta para entenderlo ¿Cómo podría un filólogo seguir la ruta del lenguaje sin considerar las nuevas palabras, abreviaciones y composición que estos medios suponen? El historiador debe ser capaz de comprender esta nueva forma de comunicación, que ha desplazado, en el «vocabulario» de muchos, la expresión verbal. Pero el reto no es sólo entender su significado, sino también adaptarse al cambio vertiginoso que se está dando en la comunicación y que da pie a una reinvención casi infinita de expresiones.
Si bien es cierto que los jóvenes se sienten mucho más cómodos en los nuevos ambientes digitales, también lo es que, en la práctica, a la hora de construir el discurso histórico, en su mayoría se enfrentan de cualquier manera a una falta de creatividad enorme. Lo que hasta ahora ha sucedido, es que replican el mismo modelo, pero en otros medios, sin sacar provecho a lo que la virtualidad ofrece. Podemos encontrar ejemplos de ello casi en todas las plataformas, y sólo algunos formatos han resultado realmente innovadores en la presentación de la información.
Sobresale en este sentido el caso de los videojuegos, que han incorporado la tecnología, el diseño, la animación digital y en 3D, la sonorización y, muy especialmente, los contenidos, donde han contratado a historiadores para su elaboración con resultados francamente espectaculares en cuanto a la construcción de un discurso histórico interactivo, entretenido y que atrae a millones de personas, convirtiéndose así en una de las industrias mas dinámicas y con mayor crecimiento en la actualidad33. A pesar de ello, señala Jiménez-Alcázar:
[...] el videojuego se contempla hoy por la mayoría de los profesionales e investigadores de Historia, como un exceso frívolo de los hechos del pasado, con claros prejuicios y todos ellos peyorativos», a lo que agrega que, «en general, los docentes universitarios ven al videojuego como un problema, cuando en realidad se trata de un aliado34.
Desafortunadamente, y a pesar de su potencial, esto no significa que su uso y aprovechamiento se incluya de manera común en la práctica docente o como parte de los estudios profesionales del historiador, y más bien podríamos aventurar que encontrar esta experiencia en los planes de estudio sería más la excepción a la regla, desaprovechando la ventaja infinita de que los alumnos se sienten atraídos por estos recursos. Lo que esta práctica extendida sugiere, es que tendríamos que formar a nuestros alumnos para que al menos algunos de ellos, no sólo sean consumidores de los videojuegos, sino que incluso los pudieran crear, con lo cual, regresamos al tema de la formación que les estamos dando. Coincido con Paola Ricaurte en que:
El desafío es complejo puesto que tenemos, por una parte, la transformación de los procesos de aprendizaje como resultado del acelerado desarrollo tecnológico y, por otra, las deficiencias de los sistemas educativos formales. Por ello es necesario insistir en la necesidad del desarrollo de competencias cognitivas básicas, pero a la vez signar un lugar prominente a otro tipo de competencias relacionadas con la gestión de la información, la creatividad y la solución de problemas [...]35.
Los videojuegos son un caso de éxito para mostrar la convergencia entre historia, tecnología y creatividad, pero no es el único. Este vínculo ha permitido explorar y explotar otras vías de investigación, interpretación y divulgación para el mayor conocimiento del pasado. Encontramos desarrollos como MyHeritage o Ancestry, que dan acceso a la recuperación de la genealogía; acervos auspiciados por instituciones, como el Roy Rosenzweig Center for History; archivos como la Rumsey Collection; proyectos de investigación como Historia y Videojuegos; memoria histórica como la Enciclopedia del Holocausto; y aplicaciones que permiten una mejor organización y despliegue de contenidos -como Padlet o Coggle. Ellos son un pequeño ejemplo del gran potencial que ofrece a la historia la era digital, y que sin duda hay que aprovechar en beneficio de la profesión. Una nueva realidad implica impulsar cambos radicales y el desarrollo de habilidades que permitan a nuestros alumnos ser buenos historiadores aprovechando estas ventajas competitivas.
De manera natural, el ámbito profesional para los egresados ha sido la academia: profesores o investigadores fundamentalmente, aunque cada vez hay más interés en la difusión del conocimiento a través de los diversos medios. Cualquiera que sea su preferencia, el mundo contemporáneo les ofrece una nueva área de especialidad que se debe explotar y que tiene que ver con aprovechar las redes como Facebook, Instagram, Twitter, YouTube, TikTok, etc., para hacerse presentes y generar contenidos atractivos que integren todas las bondades que las TICs les brindan y atraer más interesados al conocimiento histórico. A la gente le gusta la historia y su historia, y parece estar ávida de conocer más de ella, prueba de ello son la cantidad de documentales, videos, podcast, series, películas, videojuegos, etc., de corte histórico, que inundan el mercado, en los que, desafortunadamente, pocos historiadores incursionan profesionalmente. Nuevamente, la historia pública podría ser un ámbito cómodo para el desarrollo de esta línea de profesionalización para los jóvenes historiadores.
El uso de las redes sociales para la difusión de la historia o el desarrollo de proyectos en los que intervengan la tecnología y el conocimiento, como los descritos anteriormente, puede abrir nuevas opciones profesionales para los historiadores, que se suman a las ya tradicionales, enriqueciendo el campo laboral de forma muy atractiva para los jóvenes.
Todos los cambios que hemos referido, no han ido acompañados de un cambio en la educación y habilidades que les damos a los jóvenes, para que se puedan desempeñar en forma cómoda y confiada en los nuevos universos digitales. Además de la carencia casi completa de conocimiento de programación, no cuentan con los saberes mínimos para crear de manera profesional, videojuegos, videos, sonorizaciones, animaciones o para manejar redes, medir audiencias, construir aplicaciones, diseñar páginas, etcétera. Quienes lo hacen, lo han aprendido en forma autodidacta. Si a esto le sumamos que los profesores del área tenemos menos idea al respecto, dejamos cojos a nuestros estudiantes en su preparación y su capacidad para competir ante las exigencias del mundo moderno. Así, uno de los principales retos de la era digital, implica un cambio epistemológico con respecto a la manera en la que entendíamos y trabajábamos la Historia. Uno de ellos, significativo a cual más, es el cambio de la lectura en un libro a aquella que se hace en un soporte tecnológico, tema sobre el que ha abundado Chartier, insistiendo que no es lo mismo y que de hecho no se deberían ni de llamar eBooks36, porque fueron elaborados con una lógica diferente a la de sus predecesores. En este sentido, algo que tiene que ver con la idea de McLughan, son los medios con los cuales trasmitimos el conocimiento. La posibilidad de escribir algo con lápiz y papel y publicarla en un libro, es cada vez más remota; hoy en día, seguramente, todos aquellos que cuentan con los recursos para hacerlo, construirán el discurso histórico en una computadora que les ayudará a procesar las ideas de manera diferente37 y, al hacerlo, modificarán definitivamente la forma en la que lo transmiten. La consulta de las fuentes, por su parte, es otro tema, ya que dejamos la obtención de datos, en muchos casos, a una operación logarítmica que nos jerarquiza la información y no siempre bajo una estricta selección académica o de calidad.
Otro reto, que además implica un problema no menor, es el que supone la falta de profundidad en la lectura que se realiza actualmente. Quizá por la magnitud de la información que se tiene en la red y por el proceso mismo de búsqueda que practicamos en los diferentes sitios, apenas se alcanza a dar una ojeada a los diversos contenidos de los textos, lo que se ha traducido en que las personas ya no lean con la misma concentración y detenimiento con el que lo hacían antes. Alessandro Baricco acierta, sin duda, cuando dice que el término surfear o navegar en la red es de lo más adecuado porque eso es exactamente lo que se hace, ir «por encimita» del conocimiento, sin una mayor profundización en su sustancia. «Navegar en la red [...] nunca han sido más precisos los nombres. Superficie en vez de profundidad, viajes en vez de inmersiones, juego en vez de sufrimiento»38. Al menos eso es lo que parece que todos estamos haciendo de una u otra manera en detrimento de una lectura profunda que permita una mejor comprensión. El tiempo dirá en qué medida este nuevo y extendido comportamiento, afectará, o no, el trabajo y resultados de la investigación histórica.
Y además de los retos y desafíos que la propia tecnología nos impone, tenemos que aceptar que construimos la Historia desde una perspectiva diferente, con nuevas fuentes, más recursos y nuevas formas de trasmitirla. Como dice Mario Prades, «[...]hoy en día el historiador (digital o no) va a necesitar, cada vez en mayor medida, relacionarse con la computación para poder desarrollar una práctica que está en un proceso de mutación profunda a nivel epistemológico, de investigación, de escritura y de relación con las fuentes»39. Y esto eslo mínimo por lo que habría que empezar.
Dejo para el final uno de los principales retos que deberá enfrentar la Historia, y es el que tiene que ver con los problemas teórico-metodológicos. Desde este punto de vista, la historiografía se ve afectada con una nueva propuesta sobre la que aún se debe debatir. La tecnología ofrece posibilidades en beneficio de la disciplina que no se pueden ignorar y que se deben aprovechar, porque de hecho ya se están utilizando para reconstrucciones históricas, pero no necesariamente por historiadores. Pero más allá del uso de estas herramientas, se mantiene la duda sobre cómo utilizar, cómo interpretar y cómo construir la denominada historia digital. ¿Tendrá ésta un nuevo paradigma más laxo, creativo y propositivo? ¿Se mantendrán los elementos básicos de la labor historiográfica: la investigación, la constatación de las fuentes, el análisis y la crítica de éstas? ¿La trasmisión del conocimiento a través de libros o artículos sobrevivirá? ¿Se abrirá la Historia a nuevos métodos y temas de investigación? ¿Deberemos incluir, como parte de nuestra investigación, a los memes que corren en las redes, los chats de WhatsApp o WeChat, los videos de YouTube o TikTok, los perfiles de LinkedIn, las fotos de Flickr o Instagram, los debates de Twitter, las presentaciones de Facebook, etcétera? Como sentenciara hace décadas Lucien Febvre, deberemos considerar, todo lo que «siendo del hombre depende del hombre, sirve al hombre, expresa al hombre, significa la presencia, la actividad, los gustos y la forma de ser del hombre»40. ¿La posverdad y las fakenews se asumirán como parte del discurso, sustituyendo la anhelada búsqueda de la objetividad y la verdad histórica? ¿Las sonorizaciones, fotogramas, infografías, presentaciones interactivas y videojuegos se incorporarán como medios aceptados para la divulgación de la Historia? ¿Tendremos historiadores formados con estas nuevas herramientas y cualidades para realizar una novedosa, pero no por ello menos rigurosa historiografía? ¿La información digital, nacida y almacendada en las redes sociales, será tan valiosa como los archivos físicos? Urge, pues, que quienes se dedican a la teoría de la historia discutan sobre las posibilidades y amenazas de la era digital al quehacer historiográfico, para enfrentar con firmeza estos retos, y permitir que los historiadores trabajen cómodamente, con el aval y respaldo de la disciplina y las instituciones, en los nuevos derroteros que el mundo contemporáneo le impone.
En lo personal, considero que, tarde o temprano, todas estas preguntas deberán responderse afirmativamente, dando pie, con ello, a otra forma de entender el tiempo, el espacio y la verdad, así como del uso de las fuentes, y la manera en la que investigamos, interpretamos y trasmitimos el conocimiento. Cambiaremos, entonces, el paradigma del quehacer historiográfico por uno pertinente con la era digital en la que, a querer o no, estamos inmersos.
3. Conclusiones
Es cierto que algunos de los desafíos mencionados en este texto, han sido sorteados con éxito en diversas comunidades académicas, y sin duda que hay ejemplos muy elocuentes que se deben imitar. Los artículos de Matilde Eiroa, de Thomas Cauvin o de J. F. Jiménez-Alcazar dan cuenta de casos de éxito en el ámbito de la metodología para el uso de las fuentes nacidas digitales, de la historia pública o del aprovechamiento de los videojuegos como herramienta didáctica, respectivamente. Sin embargo, me parece que estamos aún lejos de poder generalizar el aprovechamiento de las oportunidades que ofrece la era digital.
En este escenario, el panorama que enfrentan los historiadores -jóvenes y adultos; tecnofílicos o tecnofóbicos se muestra lleno de desafíos, que no necesariamente se resuelven con buena voluntad, siendo autodidactas o con la formación universitaria tal y como se está ofreciendo hoy en día. Hace falta asumir mayores riesgos en la formación de los estudiantes, darles un voto de confianza y aprovechar sus pocos o muchos conocimientos para, en conjunto con la experiencia de los maestros, crear nuevas formas de hacer historia. No mejores o peores, diferentes; ad hoc con la realidad en la que viven y haciendo uso de las herramientas que hoy se les ofrecen.
El número de instituciones y universidades que han incursionado en los últimos años de manera profesional a la era digital, va en aumento sin duda, aunque debemos lamentar que, en muchos casos, la respuesta ha sido más bien reactiva ante las exigencias y demandas que imponen las condiciones de comunicación y trasmisión del conocimiento actuales, y sin una ruta muy clara de hacia dónde encaminar los esfuerzos. En este sentido, las humanidades en general, y la historia, en particular, parecen siempre ir rezagadas en su ejercicio, en un entorno en el que los cambios se suscitan más rápido que nunca. Es imprescindible ir a la vanguardia y adelantarse en la medida de lo posible, a los diferentes escenarios que puedan aparecer en el futuro inmediato.
El universo de la era digital es, pues, enorme, en expansión y con alcances que siguen sorprendiendo día a día. En ese contexto, los historiadores van en una carrera contra el tiempo, en la cual cuando ya «dominan» algunas de sus posibilidades, aparecen nuevas opciones en las que hay que empezar a trabajar desde cero. Los «expertos» se vuelven obsoletos en muy poco tiempo, y las generaciones que van llegando a la universidad o al ámbito laboral, cuentan con habilidades que, al tiempo que imponen su saber, rápidamente se ven rebasados también por los que les siguen. La velocidad con la que se genera la información y se actualiza la tecnología va llegando a niveles inalcanzables para la mayoría. Y ya es un lugar común afirmar que lo único seguro es el cambio.
Y aunque no sabemos cómo acometer aún estos desafíos, urge que las instituciones educativas hagan su parte y, en la medida de lo posible, revisen sus planes de estudio para que, lejos de estar escritos en piedra, sean abiertos y flexibles, de tal suerte que permitan un constante escrutinio que los mantenga en una permanente actualización, en la cual el uso de la tecnología deberá tener un papel protagónico.
Nuevas fuentes, nuevos temas y nuevas formas de trasmitir la Historia, implican definitivamente nuevos enfoques teórico-metodológicos que le permitan a la disciplina sobrevivir en la avalancha de información, velocidad e inmediatez con la que se desenvuelve la historia.
Como historiadores profesionales, debemos no perder de vista todas las bondades, pero también todos los desafíos que la era digital supone para nuestro trabajo. Debemos de tener cuidado de que no nos pase, como señala Shubert, que
[...] we have already entered much further than we realize into a new digital landscape. There are things here to help us, but this is also a terrain one where many of our established professional certainties are being called into question. We may well be on the verge of becoming lost in digitization41.
Quizá el mayor reto que tenemos por delante los «modernos» y «tradicionales» historiadores, sea el aprender a construir narrativas o discursos históricos, en los que se hagan presentes las ventajas que la era digital ofrece. En ese contexto, imagino un escenario en el que sea cada vez más común, una historia capaz de contar con fuentes tradicionales o digitalizadas, sí, pero también con aquellas nacidas digitales, producto de la aportación de varias personas, no necesariamente historiadores, que enriquezcan en conjunto las fuentes, la interpretación y la trasmisión. Una historia con propuestas ágiles y versátiles, con hipervínculos que lleven a otras páginas que permitan ampliar y enriquecer la información proporcionada. Una que incluya recursos visuales, animados y sonoros que faciliten recrear el pasado de manera más integral, vital y realista. Una que permita interactuar con los contenidos como otra forma de ejercer el análisis y la crítica de las fuentes y la información, así como proporcionar nuevas hipótesis de trabajo. Una que, más que reaccionar ante los cambios del mundo, proponga nuevos enfoques que coloquen a la disciplina, a la vanguardia. Una que, en fin, pueda usar los nuevos medios -como las redes sociales o los videojuegos- para que la población en general pueda ampliar de manera lúdica y atractiva su conocimiento del pasado con bases sólidas, al tiempo que las aprovecha para compartir información, cuestionamientos y aventurar opiniones novedosas. Y es que sabemos que los recursos ahí están, pero estamos aún lejos de aprovechar en toda su extensión, el potencial que la era digital ofrece a la Historia, en beneficio de la profundización, ampliación y divulgación del estudio del pasado, y de la propia disciplina.