1. Introducción
La historia institucional ha descrito la creación de universidades, facultades y corporaciones como signo de que la medicina se profesionaliza, se formaliza y se legitima en un proceso continuo de logros. Este artículo busca distanciarse de esa narrativa y se interesa por explicar la formación de la profesión médica en Colombia como proceso histórico de una actividad económica y científica compuesta por prácticas diversas (saberes, gestos, técnicas y discursos), que van constituyendo un campo específico de legitimidad, a partir de la diferenciación creciente de otras ofertas de cuidados. Este proceso se puede distinguir como el de la lucha por el establecimiento de un monopolio del ejercicio de la medicina. Este se caracteriza por tres conjuntos argumentales: uno basado en el conocimiento, otro basado en la salud pública y el tercero basado en la deontología o ética profesional. En este artículo solo presentaremos evidencias y análisis de la tercera línea argumentativa, la basada en la ética, bajo la hipótesis de que la medicina universitaria recurrió a la legitimación ética de la profesión3, con miras a dominar el monopolio de las artes médicas en Colombia.
La historia de esta medicina universitaria, en vías de consolidación como oferta oficial y monopólica, no debe reducirse a lo que ya la historiografía ha caracterizado como «la institucionalización de la medicina en Colombia»4. La historia de cómo surgió y se afianzó un monopolio oficial basado en la medicina universitaria comporta en realidad tres procesos concomitantes y que se traslapan en el tiempo. No se trata de etapas, sino de procesos, parcialmente simultáneos, interdependientes, que se entrecruzan en el espacio y en el tiempo: el proceso de institucionalización, el de profesionalización y el de normalización de las artes médicas.
Presentemos brevemente cada uno. El proceso de institucionalización puede definirse como las distintas vías y estrategias que la medicina profesional ha encontrado para concretizar sus acciones en instituciones más o menos permanentes. Estas han sido sobre todo de tres tipos: en primer lugar, las que se ocupan de una medicina social, que privilegian la medicina proyectada hacia el conjunto de la sociedad y no solo dedicada a los pacientes mediante la relación clínica. Aquí hay que contar las juntas de higiene, las comisiones ad hoc, los médicos oficiales, la higiene pública, las campañas y todo lo que concierne a los aparatos sanitarios estatales y a las obras de asistencia medicalizadas (unas públicas, otras privadas). El segundo conjunto institucional comprende todo lo relacionado con la transmisión del saber, la enseñanza médica y el control de los títulos universitarios. El tercero es el asociacionismo médico, donde debemos incluir las sociedades científicas y las organizaciones gremiales. Estas tres vías institucionales aparecen en nuestra historia bien diferenciadas unas de otras, aunque a veces un mismo actor social pueda revestir diferentes posiciones de sujeto en alguna, en todas o en varias de ellas.
El segundo proceso, la profesionalización, digamos provisionalmente que tiene que ver con la diferenciación entre ocupación y profesión, y que incluye las estrategias por las cuales ciertos oficiantes de la medicina se sitúan aparte, con respecto a un gran conjunto de artes de curar y a un variado mercado de productos de salud.
El tercer proceso, la normalización de las artes médicas, es muy dependiente de los otros dos y se manifiesta a veces como una de sus condiciones de posibilidad. Por este proceso, lleno de debates, se diferencia quién es y quién no es médico en una sociedad, en cada momento de su historia. Por ahora hay que avanzar que el oficio de médico no ha estado siempre nítidamente diferenciado, sino que ha pertenecido a un enorme conjunto de prácticas. Además, en las sociedades occidentales -y en las occidentalizadas por el colonialismo- la normalización del oficio ha sido condición para la profesionalización y la institucionalización de la medicina universitaria, hasta llevarla a detentar el monopolio de las artes de curar, y a convertirla en medicina oficial en los estados nacionales.
Los tres procesos han sido simultáneos y más contingentes que planeados o «construidos». Han operado en Colombia en los siglos XIX y XX y su esclarecimiento nos ayudará a comprender mejor la historia de la medicina y sus crisis.
El estatuto de la medicina universitaria colombiana de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX era ambiguo. Su estatuto epistemológico, casi todo importado5, estaba en vías de consolidación. Su estatuto político-social se enfrentaba en ese periodo a lo que otros historiadores han llamado «el liberalismo a ultranza», es decir, a una gran tolerancia y libertad en el ejercicio de los oficios y profesiones6. En el periodo republicano y antes de 1905, era raro que se exigiera un diploma universitario a los practicantes de artes de curar en Colombia. Esta situación comenzó a generar entre los médicos universitarios -sobre todo hacia 1880, cuando había más posibilidades de graduarse de médico en Bogotá y Medellín- un clima de vacilaciones e incertidumbres frente a la posibilidad y a la necesidad de la reglamentación del ejercicio de la profesión. De hecho, la denuncia del charlatanismo en medicina comenzó a aparecer con más ahínco en la prensa médica de las décadas de 1880 y 18907.
Para ilustrar la legitimación ética del establecimiento de un monopolio del ejercicio de la medicina se buscaron, seleccionaron y analizaron discursos y debates publicados en Colombia, entre 1894 y 1914, sobre la profesionalización de la medicina y de la farmacia, haciendo énfasis en los enunciados sobre la ética y los valores morales como argumentos de defensa de la profesión médica. El corte temporal se estableció guiados por dos acontecimientos jurídicos. De una parte, en 1894 se aceptó por primera vez en una legislatura del Senado de la República, discutir un proyecto sobre reglamentación del ejercicio de la medicina en Colombia8, y este debate dio lugar a la ley 12 y al decreto 592 de 19059. Por otra parte, en 1914 se presentó y se aprobó el proyecto de ley en el mismo sentido presentado por el senador y médico De La Roche10.
Lo interesante del corpus estudiado es que muestra un conjunto de relaciones entre dos prácticas o dos oficios en busca de identidad y afianzamiento. En ese conjunto veremos cómo la ética se abre paso, como una de las líneas argumentativas en favor de la constitución de un monopolio de las artes de curar.
2. Valores éticos y unidad para la farmacia y la medicina
A mediados de 1895, el boticario Juan B. Herrera de la ciudad de Medellín tomó la iniciativa de fundar una revista especializada en farmacia, la cual salió a la luz el 1.° de junio de ese año. De circulación gratuita, los días 1.° y 15 de cada mes, con 1.100 ejemplares impresos, la Revista de Farmacia se trazó como objetivos tratar en sus páginas todo lo referente al oficio de farmaceuta y a la estrecha cooperación que debía haber entre médicos y farmaceutas. Cuando era raro que los médicos colombianos se expresaran respecto a la posibilidad de una organización gremial de su profesión, Juan B. Herrera comenzó a publicar notas editoriales sobre las profesiones de médico y de farmaceuta, con el ánimo de defender su propio gremio y unir a sus colegas.
Con su artículo «El médico y el boticario», Herrera inició una serie de reflexiones deontológicas que involucran directamente ambas profesiones11. Denuncia tres tipos de «disidencias»: 1) de los médicos entre ellos, 2) de los boticarios entre ellos y 3) entre médicos y boticarios. Con el término «disidencias» se refiere a las maledicencias de algunos médicos y boticarios en contra de sus propios colegas, en contra de profesionales de la medicina y en contra de la farmacia. Herrera arguye que estas maledicencias, pronunciadas delante de la clientela, hacen daño no solo a los gremios directamente afectados (médicos y farmaceutas) sino también a la sociedad en su conjunto, pues según sus argumentos, la tranquilidad social reposa sobre esas dos entidades de la Ciencia.
Herrera aconseja al médico: nunca reprochar la prescripción de otro médico; no criticar una fórmula que no vio preparar. A los boticarios les aconseja ser absolutamente leales a las prescripciones de los médicos; nunca menoscabar la reputación de sus cofrades; resistirse a denigrar del saber y la pericia de algún médico mientras elogian las de otro. Esta última falta es, según él, mucho peor cuando la comete un boticario que no tiene nociones básicas de «la sagrada y difícil Ciencia de la medicina». Para Herrera, la farmacia y la medicina son dos «profesiones» que deben aliarse en sus tareas para no degradarse por las malas costumbres y los abusos. El trabajo de ambas debe ser mancomunado y respetuoso:
El médico debe tener presente que el boticario es su primer ayudante en el desempeño de sus tareas y que por lo tanto le debe consideraciones y hasta gratitud en no pocas ocasiones. [...] El boticario no debe vivir menos agradecido de los bienes que le proporciona el médico con sus fórmulas y buenas recomendaciones, porque con ello le da a conocer los grandes conocimientos que posee y a la vez le labra el porvenir de alta significación.
A los médicos y a los boticarios, considerados como gremios independientes, Herrera les aconseja que, en lugar de rivalizar, se unan para ganar la respetabilidad y el aprecio públicos: unidos entre sí, los médicos por su parte formarían un voto respetable, serían fuente de bienestar en los pueblos en donde ejercían su trabajo. Además, la armonía entre los boticarios generaría satisfacción y conocimientos en la profesión. Herrera presenta la unión interna de cada profesión, unión y el respeto mutuo entre ambas profesiones como vías para «moralizar en lo posible aquellas viejas costumbres que tantos males nos traen con sus iniquidades»12.
Un mes después, Herrera vuelve a escribir sobre otros aspectos del imperativo ético de las profesiones. En este nuevo artículo denuncia otra práctica que él mismo atestiguaba en Medellín, la de las fórmulas médicas con clave:
Fórmula especial, o con clave, es aquella que viene escrita con palabras ó nombres supuestos que no existen en ninguno de los Formularios de Farmacia y Medicina, y que por consiguiente solo puede ser despachada en la Botica predilecta del médico que receta con tal exclusivismo13.
Algunas de esas fórmulas llevaban al final la inscripción «s. m. f.» (según mi fórmula), tres letras puestas allí por el médico como señal para «el Boticario de sus simpatías, a quien está unido casi siempre por medio de un negocio ...»14. Según Herrera, mediante esta técnica algunos médicos pretendían favorecer a determinado boticario y beneficiarse ellos mismos, al constreñir al cliente a un consumo dirigido de medicamentos:
[...] la fórmula especial es aquella que solamente puede ser despachada en una Botica determinada y con la cual se priva al comprador del derecho de comprarla en otras farmacias, obligándolo por ese sistema á tomar el medicamento al precio y en las condiciones que disponga el Boticario exclusivo15.
Herrera resalta las implicaciones éticas de semejante práctica mediante una casuística. Se pregunta: ¿Y si la botica exclusiva, la única que puede despachar la fórmula especial, estuviera cerrada? Se pone en peligro la vida del paciente. Hay que buscar otro médico. Este se presenta. Pide las fórmulas que algún colega haya prescrito antes, «[...] para obrar de acuerdo con las formalidades del caso». Puede argumentar este segundo médico: «Quién sabe si por salvar al enfermo lo acabo de perder con alguna sustancia incompatible con las que ha tomado y que me es imposible descubrir sin tener los datos precisos.» Sin embargo, señala que no se trataba de una práctica generalizada:
[...] por fortuna, entre nosotros no son tantos los que hacen uso de este medio escandaloso; pero si no se trata de acabar con esta fea costumbre en su principio (...) En esta [ciudad] hay médicos importantes que tienen Botica y sin embargo se abstienen de formular con clave, porque comprenden perfectamente bien que con ello pondrían en peligro su buena reputación, aparte de las dificultades que ocasiona en la carrera de la profesión esa medida abominable16.
En la denuncia de este boticario subyace un temor, muy común entre los comerciantes de la época, a la formación de monopolios que pudieran perjudicarles. Pero también pone en evidencia una práctica corriente en Colombia en el siglo XIX: la de abrir botica propia siendo médico graduado. Esta práctica estaba ligada a negocios familiares en los que varios miembros del clan se ocupaban de la botica, aunque solo uno de ellos tuviera diploma de médico graduado (ej., Farmacia de Medina hermanos en Bogotá; Botica de los Isaza en Medellín). Las trastiendas de estas boticas sirvieron de lugar de transmisión del oficio, casi siempre entre los miembros de la misma familia.
Por otra parte, a través de estos comercios circulaban los remedios llamados «específicos»17. Gran parte de los que se vendían en Colombia en el siglo XIX eran fabricados en Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Pero también los había producidos localmente por farmaceutas y médicos. Y sobre esta práctica, Herrera también nos entrega sus asertos éticos:
Se admite que un médico tenga Específicos para tal ó cual enfermedad, pero entonces queda en la obligación de avisarle al público y de venderlos al por mayor, á fin de que todas las farmacias puedan proveerse del artículo para su consumo general y no hacer de tales medicinas un monopolio que á todos y á él mismo perjudica (...) Colocados los específicos en este terreno, tendrán mejor venta y por consiguiente mayores entradas para su inventor, y un timbre de honor que le consagrará el presente y la posteridad si aquellos llegan á producir los beneficios anunciados18.
Herrera muestra que la práctica de la fórmula secreta había sido prohibida por las autoridades y, desde el año anterior, podía ser penalizada. En efecto, el artículo 62 de la Ordenanza número 42 (de 9 de julio de 1894) expedida por la Asamblea departamental de Antioquia, prohibía a los médicos, y demás personas que realizaban esas funciones, extender fórmulas en clave o con términos que hicieran imposible despacharlas en cualquier botica19; sin embargo, algunos médicos continuaban con esta práctica, que, a ojos del boticario era deshonrosa20.
Según la denuncia de Herrera, la «fórmula especial» fomenta monopolios, degrada las profesiones de médico y de farmaceuta, pero también acentúa la desigualdad frente al consumo: pues las clases más pobres de la sociedad son quienes se ven más afectadas por esta forma de recetar. Herrera opina que los más pobres son también los más vulnerables frente a las manipulaciones de los expertos. Y subraya su indignación apoyado en el argumento del grado de civilización de la sociedad. Así, el Occidente civilizado, regido por derechos y por la sagrada libertad del ciudadano, condena este tipo de prácticas:
La fórmula especial está prohibida en todos los países civilizados del mundo, no solo por exigencia de los pueblos sino por mandato de las leyes, que castigan aquel procedimiento como un abuso de funestas consecuencias. (...) La fórmula especial roba a su víctima el derecho más sagrado y hermoso de la humanidad, que es el de la libertad bien entendida21.
En otro artículo, publicado en agosto de 1895, Herrera llama la atención sobre la comunicación entre médicos y pacientes, a la vez que denuncia otra práctica que ahondaba la distancia entre el experto y el profano:
Si en algo debe el médico ser cuidadoso, es en la fórmula que emite, una vez que en ella muestre los medios que se deben adoptar para conseguir un objeto saludable; si en algo debe fijar toda su atención es en la fórmula, en la cual está encerrada la fama que le reserva el porvenir, si sus prescripciones llenan las exigencias de la ciencia á que se ha dedicado con todas sus fuerzas. Una fórmula ilegible trae consigo varias dificultades: demora en el despacho y retardo para su propinación, de donde pueden surgir otras consecuencias graves 22.
Las reflexiones de farmaceutas sobre los oficios de médico y de boticario no fueron asunto exclusivo de Medellín. En Bogotá, el farmaceuta francés Auguste Capelead, licenciado en Ciencias de la Escuela Superior de Farmacia de París23, miembro honorario de la Unión Farmacéutica Antioqueña24, publica sus propias reflexiones sobre las profesiones de boticario y de médico. Dice Capelead en el programa de su periódico, especializado en Farmacia, Medicina, Ciencias, Agricultura, Mineralogía, Artes e Industrias, que entre las ciencias que están más íntimamente relacionadas con la Medicina, la Farmacia ha sido la más relegada:
Sin escuela especial en donde se puedan aprender los primeros conocimientos teóricos y prácticos con provecho para la profesión; sin regularización para proteger a los farmaceutas (...); de todo esto, nada o casi nada se ha hecho; y sin embargo, la Farmacia en sus varios ramos y ligada íntimamente como está a la Química, es hoy orgullo de muchas naciones de Europa y América, y aun se puede decir que sin estas últimas no hay posibilidad de adelanto en medicina, en agricultura, en mineralogía, artes ni industrias. El cuerpo médico, más afortunado, está organizado hace años, y sin embargo, todavía esta insigne institución es impotente para luchar contra los profanos: los sacrificios, los largos y penosos estudios nada han valido, porque los yerbateros y los curanderos son más expeditos en mandar sus enfermos al otro mundo. Por lo expuesto y otros motivos, hemos resuelto dar á luz pública esta nuestra Revista de Farmacia [...]25.
Como otros textos de este periodo, el de Capelead también llama la atención sobre la concurrencia y la competencia de una gran diversidad de oferentes de cuidados médicos, entre los que se contaban los médicos graduados. Es importante subrayar, además, la informalidad de las vías de ingreso en el oficio de farmaceuta, mientras que para ser médico ya había oportunidad de seguir estudios formales en las universidades, los farmaceutas solo tenían la vía de aprendizaje maestro-discípulo en medio familiar, o por cooptación en la trastienda de la botica26.
Las denuncias en estos artículos de reflexión y opinión ponen en evidencia la informalidad de las prácticas de la prescripción en el circuito complejo que implica al demandante de cuidados, al médico y al boticario (mediador del acto clínico). Para el disertante es muy clara la necesidad de normalizar el circuito de la prescripción, en el sentido de practicarla conforme a normas y en el de fijar claros límites sobre quién está autorizado a practicarla; sin embargo, lo que más llama la atención es que en una revista de farmacia se utilice de manera lúcida, por parte de un boticario no profesional, Juan B. Herrera, uno de los conjuntos argumentales mediante los cuales los médicos de finales del siglo XIX pretendían legitimar su oficio para convertirlo en una verdadera profesión: el conjunto argumental de la deontología.
3. Ante la competencia. La medicina adopta el argumento ético
Los datos de Medellín y Bogotá muestran que en dos ciudades, ya populosas a finales del siglo XIX, el mercado terapéutico era rico y competido y la oferta de la medicina oficial, aunque nada despreciable, no ejercía aún el monopolio que lograría en el siglo XX27. Los médicos «regulares» competían no solo entre sí, sino también contra una variedad de curanderos alternativos y boticarios que recetaban, en un mercado no regulado.
Un breve vistazo al mercado terapéutico urbano, deja ver que, en 1895, ejercían en Medellín, con autorización de la municipalidad, 28 médicos graduados, para una población de aproximadamente 50.000 habitantes; lo que representa un médico por cada 1.785 habitantes. En cuanto a productos químicos y drogas, había 5 comercios de mayoristas, y las farmacias autorizadas «de despacho riguroso y de merecido crédito», eran 1528.
Un rastreo de los oficios y comercios ligados a la medicina en la Guía de Bogotá indica la siguiente distribución en 1887, como se puede apreciar en la tabla 1:
Oficio | Cantidad |
---|---|
Boticas | 31 |
Oficinas dentales | 16 |
Médicos alópatas | 71 |
Médicos homeópatas | 10 |
Médicos veterinarios | 3 |
Para el año siguiente, el número de boticas que operaban en la ciudad ascendía a 36, según el Directorio general de Bogotá de Jorge Pombo y Carlos Obregón29. La población de Bogotá en 1884 se estimaba en 95.813 habitantes30. Según estas cifras, la presencia de la medicina universitaria no era insignificante a finales del siglo XIX en Bogotá. Se puede calcular aproximadamente un médico por cada 1.183 habitantes.
En ese mercado terapéutico liberal y diverso, la deontología médica servía para convocar a los médicos a organizarse en forma de cuerpo de profesionales en defensa de sus intereses. Hay que recordar que la existencia de modalidades de expedición de permisos, licencias y diplomas no conforma ni explica por sí misma la profesionalización, como tampoco lo hace la presencia de las formas institucionales de la medicina universitaria. Más bien, la tolerancia hacia los médicos permitidos y los esfuerzos, desde finales del siglo XIX, por regular el ejercicio de la profesión refuerzan nuestra hipótesis de una profesión médica en vías de constitución, y que trabajaba en conquistar su propia identidad. En ese periodo, los boticarios estaban más lejos que los médicos de conformar una profesión, sin embargo, se organizaron al final del siglo para expresarse de manera identitaria y para llamar al «cuerpo médico» a la unidad. Esta unidad se basó, además, en principios de moral médica expresada como moral profesional y moral comercial. Vale la pena subrayar que esto sucedió en la víspera de la aprobación de la primera ley colombiana de regulación del ejercicio de la medicina31.
Son muy ilustrativas las reacciones de algunos médicos destacados, publicadas en la prensa médica tras el intervalo suscitado por la Guerra de los Mil días. Es el caso de Oscar A. Noguera, quien, en 1903, hizo observaciones sobre la organización gremial y la defensa de los intereses profesionales. En el primero de sus argumentos señala que el ejercicio de las ciencias médicas no debe ser envilecida hasta el punto de fijarse jornales. Los esfuerzos académicos y los sacrificios pecuniarios que exige tantos años de formación, que demuestran el altruismo y a solidaridad de quienes siguen ese apostolado debe ser, según sus propias palabras
[...] objeto de los mayores miramientos y no ser reducida á la condición de oficio, en el cual, de ordinario, la remuneración se calcula por el tiempo invertido en el trabajo. Y decimos de ordinario, porque es bien sabido que los artesanos dedicados á un mismo oficio, no siempre ganan un mismo salario32.
Para el médico Oscar A. Noguera es claro el llamado a organizarse gremialmente, aunque se trate de la justa defensa de una ocupación lucrativa, debía basarse también en principios de moral médica y de solidaridad de cuerpo profesional. Citamos sus palabras en extenso:
[...] Sin la solidaridad tampoco alcanzaremos nunca los médicos á conquistarnos en el público el debido respeto. ¿Cómo exigir esto de los profanos si no nos respetamos unos á otros? Las críticas inconsultas, lanzadas por un médico contra otro, envilecen no solamente al ofendido y al ofensor sino que también á todo el Cuerpo Médico, el cual pierde su prestigio, y es preciso confesar que eso quita al cliente el deseo de satisfacer las exigencias de honorarios de su módico. Si, por el contrario, nos presentamos al público en filas cerradas, con espíritu de cuerpo, sosteniéndonos unos á otros, guardando la dignidad profesional como nuestro principal tesoro, posponiendo los intereses mezquinos del individuo á los del honorable Cuerpo Médico á que pertenecemos: si nos presentamos en estas condiciones favorables, no dudamos que el público nos respetará cada día más y más, y que el beneficio pecuniario que derivemos del ejercicio de nuestra noble profesión, aumentará en la misma proporción que el respeto que se nos tribute33.
No deja de llamar la atención que, desde la medicina oficial, ya organizada en facultades y en sociedades científicas, uno de sus más notables representantes vea la necesidad de debatir sobre moral médica. En efecto, Alfonso Castro34, una voz respetada y autorizada por el cuerpo médico colombiano a comienzos del siglo XX, en un artículo de opinión35, da lecciones de deontología médica para convocar a sus colegas hacia la organización de la profesión, y lo hace evocando los mismos problemas denunciados por los farmaceutas del siglo XIX: honorarios, competencia desleal, alianzas dudosas con los boticarios:
La seriedad y la honradez son otros de los rasgos del médico respetuoso de su profesión. Honradez para sólo preocuparse por el bien del paciente, sin dar cabida jamás á sentimientos de lucro al aconsejar una medicación. Indigno de la moral profesional es el inventar específicos por puro negocio: el compactarse con los boticarios para formular determinadas drogas y por tal medio percibir alguna ganancia; el instituir un tratamiento innecesario, aun cuando no sea perjudicial, para hacer subir el precio de los honorarios. Quien así procede, convirtiendo su noble misión científica en simple arte de mercachifle, es un indelicado, que á poco andar irá á la estafa36.
Este argumento aparece reforzado por la analogía decimonónica del ejercicio «sacerdotal» de la medicina, muy presente en el mundo católico37, como se puede apreciar en el relato: «Y llegamos á la más alta obligación del médico, la que hace especialmente de la Medicina un sacerdocio, la que es sagrada por sobre todo: el secreto profesional»38.
Sobre el médico no solamente pesan obligaciones importantes, sino que también es un individuo con derechos inherentes a su calidad de profesional, lo que está ligado a cómo recibir el pago justo por sus honorarios:
Y no se diga que al tratar este punto guía la idea mezquino interés; pues con orgullo puede declararse que el único gremio social verdaderamente altruista, es el Cuerpo Médico. Horas de consulta gratis para los pobres tienen todos los á él pertenecientes, visitas gratis de día y de noche, ó importantes servicios prestados en los hospitales sin remuneración alguna. Aparte de los servicios obligatorios al Estado [sin] remuneración alguna39.
Este problema de la remuneración del médico permite a Alfonso Castro ir más allá y denunciar otras miserias de la profesión médica de su época. En contra de un lugar común fácilmente repetible, según el cual la medicina colombiana de ese periodo es una profesión que aporta prestigio y buena posición social, llama la atención que tan tempranamente ya se comunicara sobre la proletarización de la profesión. Más allá de un interés por el dinero, se argumenta que es un acto de justicia. Los médicos, muchos de ellos pobres, necesitan de su profesión para vivir, no son pocos los casos de familias de médicos que quedan en la miseria cuando este fallece. En su labor se ven abocados a no tener descanso, pues la enfermedad puede acaecer en cualquier momento. Por consiguiente, la remuneración debe estar asociada a los sacrificios que dicha labor les impone y a los esfuerzos que los condujeron a coronar sus estudios. Castro señala además que un médico de buena clientela gana tanto como cualquier contador, es decir lo básico para vivir, y que por ello se ven en apuros cuando sus honorarios no son pagados a tiempo40.
El otro punto álgido del argumento de Castro es el de los practicantes sin diploma. Este, después del comercio de «específicos», era tal vez el más grave problema moral y económico de los que debían enfrentar en Colombia los médicos graduados. El médico debía entonces: ejercer su profesión con dignidad y honor en su mayor grado de moralidad; ser sobrio, preservar su inteligencia y los sentidos y evitar situaciones falaces para aumentar su clientela. Al ilustrar al público sobre temas de interés, el médico evita que sean estafados por charlatanes con sus prácticas cargadas de misterio, fruto de un conocimiento que no es fruto del estudio, sino que aparenta provenir de factores sobrenaturales. El carácter profesional de la práctica médica se ve atacado cuando el médico obtiene patentes de instrumentos o remedios, acepta rebajas en las prescripciones o intervenciones quirúrgicas y ayuda a personas no tituladas a evitar sanciones legales que rigen el ejercicio de la medicina. De igual forma es reprochable que promueva las medicinas secretas, pues su uso ataca la liberalidad de la profesión, o que otorgue certificados atestiguando la eficacia de remedios secretos41.
La argumentación de Castro en favor de la organización de la profesión médica es tomada punto por punto de la política exhibida, desde finales del siglo XIX por la American Medical Association (AMA). Y esto es perfectamente coherente con los que denuncia como los males principales de la profesión médica: la rivalidad y la desunión. También concuerda con el objetivo primordial de su artículo: convocar al cuerpo médico colombiano, es decir, a los médicos diplomados, a integrarse en una organización gremial análoga a la AMA:
[...] si no se pone remedio al mal que empieza á aquejarla. Nos referimos á la falta de unión entre sus miembros; á la carencia de una Sociedad y de una Revista donde se discuta y estudie; al aislamiento en que cada uno se mantiene. Cuando los periodistas, los obreros y demás representantes de los diversos gremios sociales, se asocian para hacer fructífera labor, los médicos se disocian. La misma Academia de Medicina, respetable Centro de manifiesta utilidad para el Departamento y el País, apenas si se reúne, ó, mejor dicho, no se reúne porque nunca hay quórum. El Gobierno tiene en ello mucha culpa, por haberle retirado los recursos. Mas á pesar de todo, si los directamente interesados desplegaran algún entusiasmo, andarían de muy distinto modo las cosas. Pero, no; nadie quiere hacer el menor esfuerzo en pro de lo que á todos interesa, se ve el mal, se comenta en conversaciones particulares, sin pasar de allí. Los que están muy altos, los de gran clientela y nombre, miran con indiferencia, y hasta con desdén de privilegiados, lo que para ellos no es yá esperanza, y los que empiezan, se sienten muy solos, y, luego, los acomete el desaliento de la época. Nadie se aventura á lanzar la voz de unión.
(…)
Y debemos unirnos á todo trance, si queremos cumplir con nuestras obligaciones, si aspiramos á dar respetabilidad y prosperidad á la profesión, si no estamos dispuestos á verla sucumbir en manos de empíricos y charlatanes. Mientras no tengamos un centro de estudio, donde haya constante cambio de ideas y se limen las naturales asperezas de los del mismo oficio; no nos reunamos siquiera una vez por semana, y poseamos una Revista para ilustrar al público sobre asuntos que tanto le importan; no miremos con la Seriedad del caso la Ciencia, impartiendo, como aquí se ha hecho, diploma de idoneidad á gentes sin otra preparación mental que un empirismo audaz y pernicioso; mientras todo lo esperemos de allende el mar, sin proponernos estudiar por propia cuenta la Patología del País, la profesión irá menguando en prestigio, y acabará por convertirse en simple recurso de inhábiles42.
La parte final del artículo muestra que se trata realmente de un manifiesto a favor de la identidad y la organización profesionales, en el cual se han desplegado los argumentos científicos, los argumentos económicos, pero sobre todo los argumentos éticos:
En el honrar la fraternidad profesional está la base y la síntesis de los deberes del médico para con sus colegas. Sólo que la simplicidad de tal idea se descompone en un sinnúmero de detalles difíciles, como siempre acontece, cuando se la quiere convertir á la práctica43.
4. La ética y la lucha contra el empirismo
El periodo 1910-1914 se debatió acerca de la aplicación de la regulación del ejercicio de la medicina aprobada en 1905. Parece que era más fácil burlar la ley que aplicarla, por ello el médico y senador De La Roche elaboró y presentó, en 1914, un proyecto para actualizar y mejorar la reglamentación del ejercicio de la medicina y las profesiones afines en Colombia. En ese mismo año se sustentó y publicó la tesis de medicina de Leonidas López y López «Del Empirismo en Colombia» enteramente dedicada a argumentar la necesidad de reglamentar el ejercicio de la medicina mediante ley y decreto.
López retoma los argumentos morales para defender un monopolio del ejercicio médico. Su razonamiento se basa, sobre todo, en denunciar el ejercicio peligroso que hacen los practicantes de la medicina sin diploma, es decir los empíricos. Así, su discurso de los valores defiende el monopolio de los médicos diplomados contra boticarios, curanderos y comadronas. Argumenta que en 1914 ya había suficientes «médicos doctorados» diseminándose por el territorio; que sólo ellos sabían cuál era el papel del médico en la sociedad y los presentó como los únicos defensores de la salud y la vida. Los empíricos o «teguas», como también los llama, no tienen idea de esto, porque nunca admiten que no saben, mientras que el médico como «hombre de ciencia», «sabe más lo que ignora que lo que sabe»44.
Según López, el saber está estrechamente unido a los valores morales del médico porque es el único capacitado para pronunciarse sobre la vida, la enfermedad y la muerte. En este sentido, el «médico moderno» es el único llamado a cumplir las misiones sacerdotales de conservar la salud, devolver la vida, combatir la muerte y consolar a la humanidad. Uno de sus valores morales consistía en ser el verdadero «Discípulo de la Naturaleza» porque sabe cuándo hay que dejarla actuar. La no intervención es algo que el tegua desconoce 45.
López va más allá en su argumentación y señala que otra diferencia moral entre teguas y médicos doctorados es el afán de lucro como único fin de los primeros. En cambio, los médicos tienen la vocación y la misión sagrada de socorrer, incluso, cuando no media remuneración. El saber sobre los remedios, sustancias salvadoras y tóxicas a la vez, le aporta al médico escrúpulos y precauciones en la práctica de su arte. Por el contrario, los teguas administraban a sus incautos clientes esas medicinas sin control científico46.
Para este defensor de la medicina universitaria el peligro que corría la vida de los enfermos radicaba en que había libertad completa para comerciar con drogas y específicos, situación que animaba aún más a los empíricos, como se veía en los pueblos pequeños donde no había médicos graduados y «los boticarios se dan a recetar». De hecho, para López, el tipo de empírico más peligroso, era el llamado «boticario-curandero», responsable de la mayor parte de «envenenamientos, abortos y distosias», ese que abría consulta gratis en su botica y publicaba en los periódicos47.
A ojos de este médico a punto de graduarse, la farmacia se debería limitar al conocimiento del origen, la mezcla, la combinación de las diversas drogas para la preparación de las fórmulas, sin salirse de lo que indica el médico. Para él entonces la cuestión moral de la medicina tenía también mucho que ver con limitar esta libertad exagerada de comercio, que llevaba incluso a que esos comerciantes se tomaran la libertad de prescribir. Los problemas derivados de esto se pueden apreciar en la Bogotá de comienzos del siglo XX, donde, según López, campeaban la morfinomanía, el suicidio y la adicción al láudano, promovidos por los boticarios que ejercían sin diploma y sin reglamentación48.
El otro problema moral era el de la instrucción popular o vulgarización, que era el objetivo de la tesis de López, «ilustrar el criterio vulgar». Era misión del médico llevar a la conciencia pública y a los legisladores de manera sencilla y lo menos técnica posible el conocimiento médico, para así combatir la ignorancia del pueblo y la «superstición científica»49. Además, como la «moral médica» y la buena conciencia hacían parte del acervo de los médicos formados en la Facultad, eran ellos los únicos habilitados para otorgar licencias provisionales a quienes ejercían sin diploma50.
En noviembre de 1914 se expidió la Ley 83, que modificó la Ley 12 de 1905, y reglamentaba de nuevo el ejercicio de las profesiones médicas. Con ella se buscó atacar el ejercicio ilegal de la medicina y de la farmacia, pero ante el reducido número de profesionales graduados existente en el país, las salvedades que se concedían a los médicos sin diploma harán que la práctica médica continua funcionando bajo una gran liberalidad en el país. Por otra parte, al indicar que «[...] se requiere un título de idoneidad, expedido por dos médicos graduados, y además la constancia de que el individuo ha practicado la farmacia en un establecimiento de notoria seriedad, por lo menos durante dos años», el artículo 12 de la misma ley intenta una regulación del oficio de farmaceuta, mucho antes de que en Colombia comenzara su profesionalización y como una actividad subordinada a la labor médica51.
5. Consideraciones finales
Hemos mostrado cómo, en el proceso de establecimiento de un monopolio del ejercicio de la medicina en Colombia, se recurrió a la legitimación ética de la profesión. A finales del siglo XIX, las consideraciones deontológicas abarcan el ejercicio de la farmacia y de la medicina y concentran sus argumentos de moral profesional para insistir en la necesidad de agremiación y de respeto mutuo, apartándose de prácticas deshonrosas como las fórmulas con clave o la informalidad en la prescripción. A comienzos del siglo XX, se insiste de nuevo en la organización gremial basada en principios morales y de solidaridad rechazando la competencia desleal y las alianzas dudosas con boticarios. Durante este periodo de afirmación de la identidad de la profesión médica, el ejercicio de la medicina se entiende como un sacerdocio en el que los actos de magnanimidad y sacrificio participan de la consolidación del prestigio social de la profesión. El egoísmo y las prácticas deshonestas fueron denunciadas como actos que degradaban públicamente la profesión y favorecían que la clientela cayera en manos de empíricos y charlatanes.
En la segunda década del siglo XX, los médicos graduados persistían en los valores morales de la profesión como argumento para legitimar un monopolio de la prescripción. Desde 1914 se reforzó un campo argumental basado en el abuso de fármacos y de sustancias estupefacientes favorecido por la libertad de comercio en las boticas. Los médicos tomaron una distancia jerárquica con respecto a los farmaceutas y denunciaron cada vez con más ahínco que este oficio estaba en manos de empíricos que recetaban, y que debía ser más vigilado.
El discurso de la moral médica del periodo 1894-1914 es, para la medicina universitaria, una de las herramientas simbólicas por las cuales intenta abarcar e intervenir diversos aspectos de la vida social en Colombia. Se hizo énfasis en el aspecto de la profesionalización de dos oficios ligados a las artes de curar, la farmacia y la medicina, mostrando que el segundo se atribuyó las funciones de abarcar e intervenir: en la vida, la enfermedad y la muerte mediante el control de la prescripción y de la circulación de los medicamentos; en las costumbres, al intentar prevenir el daño social de las adicciones; en la normalización de la profesión médica y de los oficios auxiliares de ella, al controlar la tolerancia necesaria y provisional a los médicos y farmaceutas sin diploma.
A partir de 1914, en los debates sobre la regulación de las artes médicas, el discurso de la moral médica se muestra cada vez menos complaciente con los practicantes sin diploma de todo tipo (curanderos, comadronas, alópatas, homeópatas, dentistas, farmaceutas) y se reforzará cada vez más con los argumentos de la cientificidad de la medicina universitaria en favor de su monopolio sobre la verdad y la moral. Es el comienzo de otro largo debate que marcará la historia de la profesionalización médica en Colombia durante todo el siglo XX.