Introducción
La antigua Nueva Granada parecía ver la luz al final del túnel al iniciar la década de 1820. Después de años de guerra, la Asamblea Constituyente de Villa del Rosario (Cúcuta) unió el antiguo territorio virreinal en una sola República, eligió a Simón Bolívar como presidente y a Francisco de Paula Santander como vicepresidente. La Constitución promulgada en 1821 creó una estructura administrativa centralizada, con capital en la ciudad de Bogotá, la cual, se suponía, permitiría concentrar el poder y los recursos para continuar la lucha en las Provincias del Sur. Asimismo, la carta definió la independencia, la libertad y la igualdad como los principios rectores del nuevo Estado.1
Con la Constitución y el ordenamiento político-administrativo instituido, los republicanos se llenaron de optimismo. Para ellos, el horizonte se abría a un gobierno decidido a dejar atrás el pasado colonial, como lo señala el siguiente anónimo:
La aurora de más felices días ha rayado sobre su horizonte, y es llegado el tiempo en que, fatigada la memoria con el recuerdo de once años de carnicería y desolación, suceda en su lugar la perspectiva halagüeña de los inestimables bienes que prepara a la Patria el imperio de la justicia y de la libertad.2
Bolívar decidió continuar al mando del ejército y Santander quedó encargado del Poder Ejecutivo. El vicepresidente adoptó una serie de medidas para sustituir el sistema monárquico y darle solidez al gobierno republicano, lo cual implicaba legitimar los principios del Estado y luchar contra los gérmenes de división y desorden que podrían surgir.
En aras de cumplir dicho objetivo, Santander y sus más cercanos colaboradores fomentaron y participaron en la creación y difusión de periódicos cuyo fin era defender al Ejecutivo y la Constitución proclamada en 1821. Los impresos se convirtieron en un nuevo e importante actor en la construcción de la vida política grancolombiana, pues allí se discutieron los problemas del Estado y se realizó la veeduría de los funcionarios, lo que permitió la participación ciudadana en los asuntos públicos (Ortega y Chaparro 2012).
Publicaciones como la Gazeta de Colombia (1821-1831), La Indicación (1822-1823), El Patriota (1823) y el Correo de la Ciudad de Bogotá (1822-1823), entre otras, fueron creadas y puestas a circular para instruir a la población en los valores fundantes de la República y afianzar la legitimidad del poder recién instituido. Para el régimen de Santander, la prensa era el vehículo para "poner en conocimiento de los Pueblos los altos y públicos intereses que han ocupado la atención de su Representación Nacional, y los pasos por donde Esta se ha encaminado a fijar los destinos de Colombia".3 Asimismo, pensaba el vicepresidente, eran el medio para "desarraigar viejas y destructoras preocupaciones", diseminar "por todas partes la verdadera ilustración y los buenos principios" y arraigar "los fundamentos más indestructibles sobre los cuales la libertad, la virtud, el orden y la felicidad levanten su trono en estas rejiones".4 Los periódicos permitirían transformar los antiguos súbditos en ciudadanos, al forjar una esfera pública donde estos pudieran expresar sus expectativas, dudas y propuestas respecto a la ley y los cambios experimentados con el advenimiento del sistema republicano. De esta manera, se podría construir la opinión pública, entendida como un tribunal que encarnaba la voluntad general e inauguraba una relación novedosa entre gobernantes y gobernados, dándole a estos últimos la oportunidad de discutir las cuestiones de interés común (Ortega y Chaparro 2012).
Ese rol renovado de la prensa, sin embargo, estaba atado a la recientemente instaurada libertad de imprenta y la necesidad de usarla para fomentar "el orden y la obediencia a las leyes".5 Si bien la opinión pública materializaba el derecho ciudadano de criticar el poder (Ortega y Chaparro 2012), para Santander y sus partidarios debía estar sometida a los designios del gobierno. Lo contrario era una opinión pública "mal entendida", la cual disfrazaba "el interés particular, la ambición y otras pasiones violentas" detrás de la idea del bien general, constituyéndose en un arma nociva y destructora de la unidad y la estabilidad.6 Para el vicepresidente, la guerra de Independencia no estaba ganada, y de los partidarios del Rey podían surgir sentimientos destructores. Por ello, se debía fomentar la proliferación de esos impresos que guiaran la opinión pública hacia el apoyo de su gestión. Empero, pronto se darían cuenta el vicepresidente y su séquito que esa "amenaza" no provendría de las huestes realistas.
Entre 1821 y 1823, Antonio Nariño y sus seguidores políticos, entre los cuales estaban José Félix Merizalde y Eladio Urisarri, constituyeron una corriente con una posición ambivalente frente al gobierno republicano. Por un lado, mantuvieron cercanía con Simón Bolívar, e incluso detentaron cargos públicos.7 Por otro, redactaron y colaboraron con diversas publicaciones periódicas críticas del gobierno de Santander. Nariño y sus partidarios originaron una serie de impresos de corta duración dedicados a examinar el manejo y forma de la administración republicana, lo que convirtió impresos como El Insurgente (1822), El Preguntón (1823) y Los Toros de Fucha (1823) en los primeros periódicos de "oposición" conocidos en la República de Colombia. Oposición entre comillas, pues, como se verá más adelante, lejos estuvieron del objetivo de disputar los cargos de Santander o Bolívar, como pensaban el primero y sus partidarios.8 Antes bien, se trazaron como meta plasmar otra dimensión de la opinión pública, esta vez, como un ente capaz de usar el derecho ciudadano de crítica para mejorar el sistema establecido a partir de su vigilancia exhaustiva (Ortega y Chaparro 2012).
Al empezar la década de 1820 se asistió, pues, a una disputa entre las huestes nariñistas y santanderistas respecto a los significados y alcances de conceptos claves para el ordenamiento político republicano como opinión pública, libertad de imprenta o censura. Pese a la importancia de este conflicto en el escenario impreso, pocos trabajos en torno a la Gran Colombia han profundizado en su desarrollo.9 Las investigaciones sobre la independencia colombiana, en especial aquellas de carácter conmemorativo,10 han trazado una especie de continuum entre los idearios y posturas de los líderes políticos más visibles del proceso de emancipación, como Antonio Nariño o Francisco de Paula Santander, antes y después de la guerra. De esa forma, se han soslayado las transformaciones y disputas que, entre 1810 y 1830, abundaron entre los personajes y las facciones involucradas en los cambios que tuvieron lugar en la antigua Nueva Granada luego de la crisis de la Monarquía Ibérica.
A continuación, se estudia la aparición de periódicos críticos del régimen de Santander entre 1822 y 1823 y la férrea defensa del gobierno realizada por los impresos oficialistas. Se analiza la posición adoptada por el vicepresidente frente al pluralismo político que hizo eclosión al interior del republicanismo, luego de la Constituyente de Cúcuta, y la manera como ambos partidos, nariñistas y santanderistas, usaron e invocaron el concepto de opinión pública para sus fines en el escenario de la prensa de la República de Colombia. Con ello, se pretende mostrar la renovación del lenguaje político luego de la independencia y la variedad de significados que adquirieron ciertos conceptos, los cuales originaron disputas tramitadas en y a través de las publicaciones periódicas. Estas hicieron emerger un nuevo actor en la política colombiana, la opinión pública, ya fuera entendida como una autoridad paralela y crítica del poder o como una forma de afianzar la fidelidad y lealtad hacia el gobierno recién instaurado.
Para lograr el objetivo mencionado se estudiaron siete periódicos: la Gazeta de Colombia, La Indicación, El Patriota, el Correo de la Ciudad de Bogotá, El Insurgente, El Preguntón y Los Toros de Fucha. Dichos impresos circularon en la capital, pero además tuvieron un notorio alcance en varios lugares de la República y fuera de ella.11 Además de su diseminación geográfica, la importancia de estos papeles radica en la difusión que alcanzaron y los personajes detrás de su redacción.
Respecto a lo primero, se debe resaltar el tiraje excepcional alcanzado por los impresos financiados por el gobierno o sus funcionarios, y entregados de manera gratuita tanto a instituciones como a personas influyentes del panorama político grancolombiano.12 De los periódicos nariñistas tenemos menos información, pero sabemos que los tres números de Los Toros de Fucha también se entregaron gratis en la Plaza de Bogotá en marzo y abril de 1823, aunque no conocemos el número exacto de ejemplares. El Insurgente fue publicado tres veces en agosto de 1822, y luego cambió a una periodicidad semanal. De El Preguntón solo sabemos que se imprimieron ocho números en la Imprenta Espinosa en 1823, pero es desconocido el número de ejemplares.
Frente al asunto de los redactores, el papel protagónico lo ocupa Antonio Nariño. Si bien su trayectoria periodística siempre ha estado atada a la publicación La Bagatela,13 redactó abiertamente Los Toros de Fucha y operó, si no como redactor, al menos sí como colaborador, en El Insurgente.14 Este impreso contaba además con seis participantes anónimos, entre los cuales estaban Eladio Urisarri y José Félix Merizalde. Este último editó también El Preguntón.15
Sobre los periódicos oficialistas tenemos información más precisa. Vicente Azuero fue el redactor inicial de la Gazeta de Colombia,16 que luego pasó a manos de Casimiro Calvo,17 y también editó La Indicación. El vicepresidente Santander fue colaborador de la Gazeta y el Correo de la Ciudad de Bogotá, y era el redactor de El Patriota (Restrepo 1954). El Correo fue editado por Francisco Soto.18 Además, Jerónimo Torres y Diego Fernando Gómez19 contribuyeron en todos ellos (Biblioteca Nacional de Colombia 1935; Groot 1953). Como es posible observar, el círculo que tomó la pluma para "sostener el régimen político" fue bastante restringido y cerró filas para no permitir que los "enemigos de la constitución" se apoderaran de la opinión pública (Hernández de Alba 1944).
Este escrito está dividido en tres partes. Se describen primero algunos de los temas que causaron polémica entre los periódicos santanderistas y nariñistas. En segundo lugar, se expone la polémica entre la publicación editada por el vicepresidente Santander, El Patriota, y los impresos "opositores", sobre todo El Insurgente. Finalmente, se explica la radicalización del debate entre las publicaciones grancolombianas, lo cual llevaría al ocaso de algunas de ellas. De esta manera, se analizan el disenso, las contradicciones y los entrecruzamientos entre dos grupos políticos partidarios de la independencia, pero con visiones divergentes sobre el horizonte que debía tomar el estado después de la constituyente de Cúcuta. Igualmente, se subraya el pluralismo e intolerancia política posibilitados por la prensa que circuló entre 1821 y 1823 en la República de Colombia.
20. "Sandeces de los colombianos de Caracas". 1823. El Patriota, Bogotá, marzo 30.
Origen de las discordias: reformas al sistema de hacienda y centralismo
Francisco de Paula Santander asumió varios retos al tomar las riendas del Ejecutivo en una nación recién creada. Por una parte, era urgente reparar las malogradas rentas del Estado para acopiar y canalizar los recursos demandados por la Campaña del Sur. Por otra, debía legitimar los principios liberales de la Constitución y arraigarlos en una población diversa y en un territorio supremamente amplio. Pocas distinciones percibían las personas de a pie con el sistema colonial. En cambio, había grandes inconformidades entre aquellos a quienes se les había integrado a una estructura político-administrativa pese a su escasa representación en el Congreso de Cúcuta, como era el caso de los venezolanos (Bushnell 1985).
En aras de lograr la primera finalidad, el vicepresidente desmanteló el tributo indígena y abolió los monopolios estatales y la alcabala (Barrera 2010). Para reemplazar dichos ingresos instauró el impuesto directo sobre las ganancias de los ciudadanos, aumentó el valor del papel sellado y puso gravámenes al aguardiente, al comercio de los productos extranjeros y a los bienes raíces (Bushnell 1985). El segundo objetivo, más difícil de lograr aún, implicó una serie de medidas como la abolición del Tribunal de la Inquisición, la promoción de la educación pública y laica, la centralización de las funciones del Estado en Bogotá y, por supuesto, la financiación y participación en la proliferación de periódicos que defendieran su gobierno.
Las reformas santanderistas se concebían dentro del marco de la Constitución de Cúcuta, el ancla de todo el gobierno. Para el vicepresidente, esta no requería modificación de ningún tipo: "En Colombia no hay, ni habrá más mutación que la que ha habido pasando de la esclavitud a la libertad; de Colonia a nación; esta mutación ha sido favorable a todas las clases de la sociedad".20 Otras perspectivas eran "sandeces" o conspiraciones emergidas de los realistas. A los redactores de periódicos como El Venezolano, por ejemplo, Santander los tildó de "enemigos ocultos" por pedir un mayor nivel de injerencia en las decisiones gubernamentales. Ellos, decía, impedían plantar el sistema "para ofrecer a los españoles un triunfo", al fijar "la opinión contra el gobierno é independencia de la república".21
Esa intransigencia de Santander para reconocer el evidente problema de representación de la población venezolana en el gobierno, pero más importante aún, para abrir las puertas al debate sobre la Constitución aprobada en 1821, le granjeó fuertes críticas. De ahí la creación de un periódico como El Insurgente en 1822; un proyecto editorial cuya finalidad era cuestionar la imagen de perfección proyectada desde el gobierno hacia sus propias decisiones y las de sus funcionarios. Este objetivo fue evidente desde su mismo prospecto, donde el editor se preguntaba: "¿la obra está completa? ¿Son bien conocidos, e igualmente respetados los derechos de los ciudadanos? [...] ¿Goza en fin el Colombiano cantando la victoria de sus Héroes, del fruto de sus sacrificios?".22 Dichos interrogantes guiaron el contenido del periódico, el cual daba por sentada la necesidad de seguir corrigiendo las estructuras políticas utilizando la prensa como el principal medio para "rectificar la opinión pública, y dirigirla siempre [al] bien y felicidad" del pueblo.23
Para tal efecto, El Insurgente planteó la sección "Censura", cuyo objetivo era denunciar "los actos de arbitrariedad ó violación de Leyes que puedan cometerse por qualquier poder ó autoridad siempre que lleguen á nuestra noticia". Sin embargo, para evitar ser mal vista, la publicación aclaró: "será nuestro mayor placer no tener que echar mano de este artículo, y este papel hará entonces honor á la República, no por lo que en él vaya escrito si no por lo que no contenga".24 Empero, el apartado rápidamente tuvo que usarse. El fisco y las reformas tributarias de Santander fueron los primeros temas abordados en el periódico.
En El Insurgente se señaló la importancia de aumentar el erario y subsanar los gastos de la guerra y la burocracia en crecimiento. No obstante, se reprocharon las medidas para conseguirlo tomadas por el Congreso de 1821 y el vicepresidente Francisco de Paula Santander. De acuerdo con la publicación, "las rentas son la sangre de un Estado, sin la cual el cuerpo político desfallece, desmaya, y al fin muere".25 Por esta razón, los ciudadanos debían aceptar la obligación de sostener el gobierno creado por ellos mismos. Sin embargo, la necesidad de obtener ingresos debía procurar "el menor gravamen posible de los pueblos", algo opuesto a las disposiciones del Ejecutivo. Los altos costos del papel sellado, por solo nombrar un caso, perjudicaban a la mayoría de la población, pues eran una necesidad en los procesos judiciales, contratos y demás trámites.26
Frente al tema de la eliminación de la alcabala y el estanco de aguardiente, el periódico también lanzó sus dardos. Si bien ya no se debían pagar estos impuestos se implantaron nuevas contribuciones, que establecieron una libertad de industria y comercio "meramente de nombre [...] semejante á la que se hallaría gravada sobre los grillos de los presos y en las cadenas de los esclavos".27 Los nuevos impuestos causaban desazón en una población acostumbrada a los impuestos coloniales,28 y susceptible de ver los gravámenes directos como afrentas a su patrimonio o como un sistema inquisitorial de escrutinio sobre la renta individual.29
Ni siquiera la supresión del tribuno indígena, realizada por Santander en aras de eliminar la marca de la "degradación colonial", se salvó del espíritu de censura de El Insurgente. Dicha contribución, argumentaba la publicación, había podido mantenerse en aras de "conservar los derechos, y hacer la felicidad de una clace antes tiranizada y sumida en el abatimiento", ahora "igualada con todos los ciudadanos en sus goces y libertades". El impuesto, en el caso de los indios, los "impelía al trabajo sacándolos de su natural pereza é inacción".30
Más allá de este último apartado, donde claramente se ve la perpetuación de estereotipos socio-raciales coloniales en el discurso republicano, es importante resaltar el trasfondo de las censuras de un impreso como El Insurgente hacia el gobierno de Santander. En tanto se autoconcebía como vocero de la opinión pública y garante del bien general, dicho periódico intentaba mantener "las autoridades dentro de sus justos límites" y procurar que "la máquina política" marchase con "orden y regularidad". En esa medida, sus editores estaban convencidos de la necesidad de vigilar:
[Si] las Leyes dictadas por los Representantes de los pueblos son calculadas, para su felicidad; si en su practica y egecucion resulta el bien que aquellos se prometieron: si tienen defectos que reformar, vacíos que llenar: si falta en ellas algo para prosperidad de la Nación, y si pueden aun mejorarse.31
Esa perspectiva de El Insurgente despertó mucha inconformidad en los periódicos oficiales y aquellos editados por los funcionarios estatales, pero el impreso no estaba solo. Para algunos republicanos, la Constitución de 1821 fue un punto de partida y no de llegada. Por ende, el esquema de gobierno era susceptible de cambios que podían y debían emanar de la opinión pública. Así las cosas, a dicha publicación se unieron otros periódicos redactados desde el mismo sector nariñista, como El Preguntón o Los Toros de Fucha.
La disputa con estos impresos se dirigió al tema del centralismo. El sistema adoptado en Cúcuta generaba descontentos por la concentración de poder y recursos en los dirigentes bogotanos, y la consecuente falta de representación de Venezuela y Quito. Como solución, Los Toros de Fucha y El Preguntón postularon la posibilidad de incrementar la autonomía regional, e incluso propusieron la federación, lo cual no cayó bien entre los impresos estatistas, en especial El Patriota, editado por el vicepresidente.
En su primer ejemplar, El Preguntón expuso la federación como forma de evitar el abuso y la concentración de poder. De hecho, fue más allá y criticó la postura de Santander, un federalista fiel en la Primera República y luego centralista devoto: "¿Por qué la federación, siendo antes la tabla, que nos libraría del naufragio, se ha convertido ahora en el escollo en que va á arruinarse la República?", cuestionaba el periódico.32
La respuesta de Santander no se hizo esperar. En El Patriota insistió en el sistema adoptado en Cúcuta como el más trascendental logro de los partidarios de la independencia. El federalismo era una idea sembrada por los realistas para desestabilizar el gobierno,33 o una artimaña de aquellos excluidos del poder para minar la unidad estatal y el orden público, una indirecta dirigida, por supuesto, hacia Antonio Nariño.34
Santander argumentaba que los principios republicanos no estaban bien arraigados, por lo cual regresar a un sistema de división del poder haría vulnerable a la República ante los ataques españoles, e incluso, sacaría nuevamente a flote las divisiones internas que habían desembocado en la confrontación armada entre 1812 y 1815. Citando a Francisco Antonio Zea, Santander señalaba la necesidad de unidad en la nación, para que su "solo peso oprima y hunda vuestros tiranos".35El Patriota tildaba al federalismo de una "enfermedad infecciosa" para la cual era necesario "un cordon sanitario" o "el contagio" podía llevar a la "muerte". Los pueblos, decía el vicepresidente, eran "sencillos, y cándidos [...] creen fácilmente lo que se les dice, y como los enemigos son demasiado astutos, logran seducirlos, ó por lo menos hacerlos vacilar".36
Nariño, en cambio, aceptó en el primer número de Los Toros de Fucha que "el gobierno central es el más fuerte, el más conveniente para asegurar nuestra independencia", pues en él existía "unidad de acción"; no obstante, era también el "más espuesto al abuso". El federalismo, al contrario, "es más débil, más tardío en sus deliberaciones; pero el más adecuado para la libertad y el menos espuesto al abuso por el contrapeso que oponen las partes federadas".37 Nariño abogaba por mantener el sistema central mientras España no reconociera la independencia y se estuviese en un estado de guerra, pero pasados los peligros, la federación debía ser el "ancora de la libertad", pues "en la tendencia que se nota a la servidumbre, como fruto de nuestros antiguos habitos, estaremos siempre espuestos al abuso".38 Esa idea ya la había planteado Nariño en el Congreso de Cúcuta, pero poca acogida tuvo en los representantes (Posada 1903).
Pese a la apelación constante al pueblo como instancia de legitimación de la República, era evidente, tanto para el vicepresidente como para Nariño, la falta de capacidad de esa masa para tomar decisiones sobre su forma de gobierno, porque siempre estaba latente el peligro de su manipulación por parte de alguna facción. Esa era la razón por la cual ciertos hombres como ellos debían guiar la opinión pública. Ese desdén por la capacidad de deliberación del pueblo fue lo único que tuvieron en común estos personajes y sus grupos políticos, pues el desacuerdo entre Los Toros de Fucha, El Insurgente, El Preguntón y El Patriota, centrado inicialmente en los impuestos y en el federalismo, llegó rápidamente al tema de la libertad de imprimir y opinar, un terreno mucho más delicado.
Los periódicos oficialistas señalaron a los impresos críticos del gobierno como armas conspirativas, escritas por aliados del Rey. En el Congreso de Cúcuta de 1821 se había prometido no modificar la Constitución, fuertemente centralista, hasta 1831, y ese era el mandato que, a juicio de Santander, debía ser respetado. En contraste, Nariño abogaba por el respeto a expresar sus pensamientos y le increpaba al vicepresidente: "¿Por qué es más delito en el dia la palabra federación que la de Fernando 7?".39
El trasfondo de la discusión se concentraba en la definición de los conceptos de censura, libertad de imprenta y opinión pública. Para Antonio Nariño y sus huestes, la sana crítica, desprovista de malas intenciones y con el afán de perfeccionar el régimen republicano, es decir, la censura, no constituía una fuente para dividir la nación sino para fortalecerla, lo que le permitía a los ciudadanos una participación más activa y la posibilidad de regular el aparato político. Santander y sus allegados, empero, suponían una correspondencia entre la opinión pública y la voluntad general, ambas expresadas en la Constitución. La coexistencia de esos dos significados de la opinión pública y las consecuencias para las publicaciones inmersas en el debate serán el objeto de los siguientes apartados.
Censura, opinión pública y libertad de imprenta
Apenas entrado 1822, el gobierno republicano empezó a tener complicaciones relacionadas con los costos de la guerra, la recaudación de impuestos y las constantes disonancias entre las autoridades de Bogotá y las de algunas provincias, sobre todo las más lejanas. Dicha situación de crisis económica y zozobra política llevó a Santander a radicalizar sus posiciones respecto a las posibilidades de disidencia al interior del Estado, lo cual tuvo efectos inmediatos en el tema de las publicaciones periódicas.
Como se ha mencionado anteriormente, para el vicepresidente existía una equivalencia entre los conceptos de opinión pública y voluntad general. Esta última se entendía como un clamor unánime expresado por el mayor número de ciudadanos, dirigido hacia un objeto de utilidad común.40 El término clave, por supuesto, era unánime, pues Santander no admitía el cuestionamiento de la ley o los funcionarios. Antes bien, consideraba esos dos entes como la encarnación de la verdadera opinión pública, la materialización de las decisiones tomadas por la nación para regir su propio destino.
En esa vía estaba la creación, participación y difusión de impresos, considerados el mejor mecanismo para "orientar" esa opinión pública, siempre susceptible de ser corrompida. La libertad de imprimir y publicar sin la necesidad de un examen previo, como se había entendido la censura durante el dominio ibérico (Campillo 2015), estaba consagrada en la Ley sobre la Libertad de Imprenta, aprobada el 14 de septiembre de 1821.41 Sin embargo, la ciudadanía era joven y vulnerable a causa de los años de despotismo colonial. Por tal razón, el gobierno y sus subordinados debían enseñarle a aceptar el sistema instaurado en Cúcuta, conservarlo y, sobre todo, mantener el entusiasmo por la independencia y la libertad, tal como lo manifestaba Vicente Azuero en La Indicación:
Dejemos, pues, que el árbol que hemos plantado heche raíces en nuestro corazón, en nuestra educación, en las nuevas habitudes que contraigamos, entonces podremos podarlo, limpiarlo y mejorarlo sin ningún peligro; entonces la práctica nos habrá enseñado cuales sean los verdaderos inconvenientes que tenga nuestra forma de gobierno.42
La prensa construyó un nuevo significado para la censura en la década de 1820, esta vez, asociada a la vigilancia y crítica del gobierno, lo cual estaba permitido. No obstante, para los santanderistas era necesaria la moderación de ese derecho para constituir una opinión pública ponderada, inmune al "influjo de los malvados".43 Este concepto unanimista, claro está, chocaba con la perspectiva de otros grupos políticos. Para los nariñistas, la libertad de imprenta pasaba por el respeto irrestricto a la censura y, aunque se daba por terminada la tarea de la organización del Estado, este debía admitir las sugerencias al respecto emanadas de la opinión. El Insurgente, por ejemplo, no cesaba en llamar la atención sobre los peligros de adoptar las normas de 1821 como infalibles, en tanto eran raros los pueblos que lograban una constitución perfecta en su primer intento.44 Al contrario, concebirlos de esa manera implicaba un retroceso a los principios políticos coloniales, en los cuales el Legislativo se tenía por divino, convirtiéndolo en un tirano.45
La idea de la opinión pública como un agente de modificación política provocó la inmediata reacción de la prensa santanderista. El Correo de la Ciudad de Bogotá llamó a escribir sin traer "el germen de la discordia" a la República, cuyo corolario era la anarquía. La publicación, en un tono bastante catastrofista, vaticinaba cómo el mal uso de la libertad de imprenta desembocaría en el incumplimiento de la ley y en la destrucción del orden político y social apenas conseguido.46
Ciertamente, la libertad de imprenta no prohibía censurar al gobierno, lo cual habría ido en contra de los principios republicanos. No obstante, sí proscribía los escritos "sediciosos", destinados a "excitar la rebelión" o a "perturbar la tranquilidad pública".47 Asimismo, perseguía y castigaba los libelos infamatorios, elaborados para acusar funcionarios sin pruebas, lo cual atentaba contra la fama y el honor, dos elementos esenciales de los hombres políticos decimonónicos (Londoño 2013). La prensa agrupada en torno a Santander estaba de acuerdo con que esas eran las verdaderas finalidades de periódicos como El Insurgente, El Preguntón y Los Toros de Fucha. Por tanto, su libertad debía ser restringida en aras de mantener la estabilidad, la seguridad e incluso la independencia, en tanto la división siempre le abría las puertas al Rey español.48 En ese sentido, Santander y sus colaboradores cercanos, como Vicente Azuero, redactor de la Ley de Libertad de Imprenta de 1821, perpetuaron parcialmente la idea de obediencia y la represión a las críticas, propia del orden colonial (Londoño 2013).
Por supuesto, la propuesta de "moderar" la libertad de imprenta encendió nuevamente los ánimos. Ciertos funcionarios, entre ellos el presidente, el vicepresidente, los senadores y los representantes, no tenían ninguna limitación en su libertad de expresión. Contrario al resto de la población, estos magistrados estaban exentos de trabas en sus declaraciones públicas, lo cual los excluía incluso de los juicios de imprenta (Londoño 2013). Esa condición llevó a El Preguntón a poner en duda la existencia misma de la libertad en la República:
¿Con que en fin la libertad de imprenta está reducida a reimprimir las leyes, como que ellas deben ser la opinión de todos los ciudadanos sin arbitrio para pensar otra cosa, sin hacerse faccioso y perturbador [...] ¿Con que el orden consiste en no opinar, ablar ni escribir nada? [...] ¿tendran los hombres libres, que abrir hoyos para decir sus opiniones [...]?49
El Insurgente, un poco más moderado, aceptó que la libertad nunca era absoluta, pues encontraba su límite en la ley. Sin embargo, también reclamó el derecho a participar en la elaboración y perfeccionamiento de las normas.50 Dicha participación solo podía ser posible a través de la opinión pública, la cual no debía "inspirar sospechas" al poder. La sociedad y la nación, reclamaba el periódico, no eran objetos pasivos. Al contrario, "donde estos no tienen acción, derecho, ni intervención en las leyes, la reunión de los hombres es más bien un rebaño". Limitar la censura, la libertad de imprenta y, con ellas, la libertad política, era restringir también el derecho a usar la razón, algo "natural" a todos los hombres.51
Los impresos "opositores" se mostraron contrarios a limitar la libertad, lo cual implicaba para ellos convertir la voluntad de ciertos sujetos en ley, regresando a la esclavitud previa a la independencia.52 La consecuencia era que nadie escribiría, pero tampoco hablaría ni pensaría: "La libertad reina sobre este Pueblo tan majestuosamente como el silencio en los sepulcros". En contraste, decía El Insurgente, "la Patria del genio de la libertad, del célebre Bolívar, aspira á otra paz, á otra tranquilidad que la que se disfruta en los cementerios".53
Como es posible observar en este último apartado, pese a los fuertes señalamientos realizados por El Preguntón y El Insurgente frente al tema de la libertad de imprenta, dichas publicaciones no plantearon una oposición frontal al gobierno instaurado en 1821. Antes bien, insistieron en su lealtad al "Libertador". La prensa oficialista y los periódicos nariñistas concordaban en la legitimidad política de la ley consagrada en Cúcuta. Empero, diferían en los alcances de la libertad ciudadana.
Para los periódicos santanderistas, la autoridad de los funcionarios y la Constitución eran el límite de la libertad política, en tanto el ejercicio de la soberanía se les había cedido a los representantes en el Congreso de Cúcuta y de ellos había pasado a los magistrados. Esa era la razón por la cual sus palabras eran la verdadera opinión pública. Latente estaba el temor a la escisión del Estado y a la pérdida de la independencia por cuenta de la libertad de escribir y opinar. De hecho, el vicepresidente comparó Los Toros de Fucha con La Bagatela, el periódico editado por Nariño en aras de criticar el fugaz gobierno de Jorge Tadeo Lozano en 1811. Santander le recordó que, como antaño, había "hombresitos que están pensando que Bogotá es toda la republica, y que el voto de media docena de indecentes chisperos es la opinión de la república".54El Patriota llegó incluso a cuestionar la rectitud de los nariñistas, cuya fidelidad maleable los hacía adorar "al sol que nace como al que se pone".55
En la otra orilla, la prensa nariñista no cesaba de explicar la opinión pública como un tribunal de control de los funcionarios, el cual promovía la paz y estaba lejos de ser agente de sedición. La censura, según El Insurgente, afianzaba el diálogo entre el pueblo y sus representantes y promovía la ilustración de la población en los asuntos de estado. Eran los funcionarios quienes decidían si las críticas realizadas eran de buena fe y cómo se podían subsanar, o si solo debían ser ignoradas. En ningún caso, aceptaba el periódico, la censura daba permiso para desacatar las normas.56
Ante la dura reacción del gobierno y los periódicos oficiales El Insurgente moderó su discurso, pero esta situación duró poco. Paulatinamente, entre 1822 y 1823, el debate se radicalizó y personalizó en toda la prensa "opositora" y santanderista, aunque la primera trató de utilizar algunos mecanismos retóricos para evitar los problemas que se avecinaban. Empero, la suerte para esos periódicos ya estaba echada, pues su espíritu de censura, a ojos del vicepresidente, había ido demasiado lejos.
Adiós a insurgentes y preguntones
Antonio Nariño subió bastante el tono del debate en la segunda y tercera entrega de Los Toros de Fucha, al sentir que Santander y sus colaboradores estaban poniendo en duda su reputación. El político reclamó al vicepresidente no tomar en cuenta sus méritos o servicios, ni tampoco reconocer "que ha sufrido por la patria, aunque á todos les conste". Por ello, le increpó al "autor del patriota" su tendencia a obligar a todos a callar cuando él hablaba, a "doblar la rodilla" cuando él se presentaba y a "celebrar y aplaudir" cuando los insultaba. La "libertad práctica" no existía entonces en la República porque, a ojos de Nariño, a todos se les quería "tapar la boca" con amenazas e insultos.57
Como contraparte a semejantes afirmaciones, el Correo de la Ciudad de Bogotá empezó a sugerir que las censuras de Los Toros de Fucha y El Insurgente eran piezas de una conspiración orquestada por Nariño y sus partidarios para acabar con la Constitución y el gobierno.58 Sin embargo, no fue hasta la aparición del artículo "Sueño político y moral" que la prensa santanderista tuvo suficientes argumentos para promover el cierre de las publicaciones opositoras, cuya continuidad consideraba un catalizador del derrumbe de la República.
El "Sueño político y moral" se imprimió en octubre de 1822 en El Insurgente. La historia narraba cómo un soñador recorría la "República de Acirema", ejemplo de "todas las naciones" por su progreso. Allí se encontraba con dos jóvenes, quienes le explicaban el éxito del país a partir de tres razones. Primero, la formación de su constitución a partir de los fragmentos de las cartas de las naciones más civilizadas. Segundo, el acuerdo entre los habitantes de no modificarla en veinte años. Tercero, la aceptación de críticas solamente provenientes de personas "importantes" o lo "suficientemente instruidas" para hablar de temas de Estado.59
Hasta ahí, evidentemente, el periódico disparaba indirectas contra los impresos del gobierno por su postura frente al poder de la opinión pública para reformar la Constitución de Cúcuta. No obstante, las declaraciones más severas vendrían después. Inconforme con la respuesta de los dos habitantes de la República de Acirema, el soñador buscaba a otra persona con quien conversar sobre el país. Un sujeto aceptaba hablar con él, pero en privado.
Reunidos secretamente en una posada, el personaje se lamentaba ante el soñador de los jóvenes con quienes había interactuado, en tanto "no han podido tener más luces que las que ha podido darle la lectura de dos libros ó dos constituciones". Pese a su falta de conocimientos, los muchachos creían "sus decisiones infalibles, se juzgan el órden de la sabiduría, capaces de dar leyes al universo", y no tenían para el resto de sus conciudadanos sino miradas de lástima, en tanto los consideraban ignorantes e imbéciles.60 Ese tipo de individuos...
por sostener un error harán que la República se pierda, si este fuera su resultado: si desgraciadamente son colocados en los Tribunales de justicia ellos no la verán sino en los que se acomoden á su modo de pensar, y el que disienta, será reo; su entendimiento siempre en delirio se abandona al discurso de sus pasiones, y en la insensatez de su orgullo llaman facciosos los partidarios de la razón, crimen de estado la diversidad de opinión.61
El Insurgente entró así en un pantano del cual no saldría bien librado. Sus aseveraciones, por más que se situaran en un terreno imaginario, aludían claramente a la Constitución de 1821, la decisión de los representantes de no modificarla en diez años y la posición del vicepresidente y sus partidarios de evitar críticas e ignorar propuestas de cambio emanadas de la parte de la opinión pública representada por los nariñistas. Peor aún, el "Sueño" ponía en entredicho la capacidad de Santander para gobernar por su edad y falta de conocimientos, y lo acusaba de guiarse por los sentimientos y no por la razón para tomar decisiones arbitrarias.
Profundamente ofendida, la prensa santanderista reaccionó al "Sueño político y moral". El Correo de la Ciudad de Bogotá redactó un amplio artículo titulado "Variedades. Es necesario zurcir la piel de zorra con la de león; porque á los niños se les engaña con tabas y a los hombres con palabras". En él recordó las consecuencias, en 1812, del "imprescriptible, inagenable e interminable" derecho del pueblo a modificar sus leyes: la división de las provincias, la guerra civil, el agotamiento de los recursos y la "catástrofe" de 1816.62 Los redactores de El Insurgente no eran otra cosa sino "perturbadores del orden público", "enemigos de la prosperidad de Colombia" y resentidos, que intentaban "elevarse sobre las agitaciones interiores" para obtener mejores posiciones dentro del Estado. Nuevamente, los discursos de la prensa oficialista se dirigían a Nariño, quien a duras penas había sido nombrado Comandante General de Armas de Cundinamarca, supeditado a las órdenes del vicepresidente, y lejos estaba de cualquier cargo privilegiado en el gobierno (Bushnell 1993). El "Sueño político" de El Insurgente era pues la muestra de la libertad de imprenta puesta al servicio de la ambición y la intriga.63
Antonio Nariño perdió la paciencia y, ante los señalamientos de los periódicos, se quejó con Bolívar en una carta (Hernández de Alba 1990). Al no obtener respuesta, denunció penalmente el texto "Variedades" como libelo infamatorio. El disenso sobre la verdadera opinión pública entre estas dos facciones pasó así al plano judicial, pero allí la asimetría de poderes fue bastante evidente. Los juicios de imprenta eran llevados a cabo frente a un jurado cuya tarea era castigar las calumnias originadas en enemistades personales, para salvar los textos útiles a la sociedad -y de paso a sus redactores- de individuos mezquinos con intereses políticos (Londoño 2013). Al parecer, esa era la imagen que tenían sobre Nariño, pues el Correo de la Ciudad de Bogotá fue exonerado; en cambio, él debió pagar los costos del proceso: 37 pesos y 6 reales (Hernández de Alba 1990).
Obviamente, el Correo celebró la decisión y tituló su narración del juicio "El Imperio de la Ley en Colombia". Una de las personas más cercanas al vicepresidente Santander, José Manuel Restrepo, también desestimó los reclamos de Nariño, al cual describió como un general con buena escritura, pero muy "peligroso [...] Cuando él no está en el mando, no se halla contento. Sería pues mejor no obligarle a escribir y dejarle retirado en su casa, a donde por lo menos se mantiene enfermo de una pierna" (Restrepo 1954).
Además de perder el juicio de imprenta contra el Correo, las disputas de Nariño con la prensa santanderista le valieron un llamamiento de Santander a su consejo, en el cual le preguntó:
Si decía aquellas expresiones porque el gobierno impidiera la libertad de imprenta, pues en caso de ser asi, quería poner remedio a cualquiera traba que tuviera la prensa. Nariño contestó que solo hablaba con el autor de El Patriota, que el ejecutivo ningún impedimento ponía a la libertad de imprenta. Entonces se retiró disgustado de tal llamamiento (Restrepo 1954, 212, énfasis del original).
Diezmados por las críticas del vicepresidente y todo su aparato de impresos, Los Toros de Fucha, El Preguntón y El Insurgente suspendieron su publicación entre finales de 1822 y mediados de 1823.64 Este último, sin embargo, siguió defendiendo su labor. El periódico reiteró haber procurado siempre la instrucción del pueblo, la estabilidad del gobierno y la "mejor administración de los negocios públicos", pero añadió:
Todos somos jóvenes no precisamente en años sino en política y se ha querido criticar la conducta de aquellos que confesando lo que somos, quieren sostener que nuestras instituciones son la obra de la perfección humana: que han querido hacer un crimen las opiniones, del connato á hacer observaciones, pretendiendo condenarnos al silencio, sumirnos en la ignorancia de lo que nos importa saber, y poner obstáculos al progreso de las luces, al mejoramiento de la constitución, y á la felicidad pública [...] No somos tan locos ni tan necios que queramos vivir siempre en revolución y en desorden [...] Pueden reformarse las instituciones [...] pero con arreglo a esas mismas instituciones que si bien no tienen el carácter de ser invariables y eternas, tienen el de no deberse infringir; porque vale más tener malas leyes, y observar las que buenas y no arreglarse a ellas.65
El cierre de estos periódicos representó en buena medida el triunfo de la concepción santanderista y estatista de la opinión pública. Estas publicaciones vieron su final por criticar, en la esfera impresa, es decir pública, las bases del gobierno, una labor reservada, supuestamente, a los representantes electos en 1821. No obstante, la importancia de El Insurgente, El Preguntón o Los Toros de Fucha es innegable, en tanto fueron las primeras publicaciones que mostraron desacuerdo en asuntos de interés general y fracturaron las definiciones únicas acuñadas desde el Estado respecto a los conceptos de libertad de imprenta, opinión pública y censura; en ese sentido se les puede considerar opositoras. Empero, ninguna pudo sobrevivir al poder de la prensa oficial, la cual se instauró como vocera única de la voluntad popular, de la opinión pública, para ahogar la voz de quienes ponían en duda este precepto.
A modo de conclusión
La Constitución de Cúcuta de 1821 inauguró un período de relativa estabilidad administrativa en los antiguos territorios del Virreinato de la Nueva Granada. Esa relativa quietud en el espacio burocrático, sin embargo, no se extendió al ámbito político, en el cual numerosos impresos emergieron como forjadores de una esfera pública llena de disenso y confrontación.
La independencia de España, lejos de consolidar una ruta unívoca alrededor del futuro del nuevo Estado, abrió el camino hacia múltiples posibilidades de gobernar, pero, sobre todo, de significar lo político en un republicanismo que apenas iniciaba. Buena parte de las decisiones del Ejecutivo, encabezado por Santander, fueron sometidas al escrutinio por Nariño y sus partidarios, lo cual tomó por sorpresa a un gobierno cuyos enemigos tenía bien identificados: los realistas.
De esa manera, la opinión pública tomó un papel fundamental. Los impresos nariñistas, si bien no fueron los únicos, incorporaron sentidos novedosos del término en el lenguaje político grancolombiano. La opinión pública, entendida como posibilidad de censura, abrió una nueva relación con el poder (Agudelo, Chapman y Silgado 2017), el cual ya no estaba ungido de sacralidad ni era incuestionable; ahora estaba expuesto a la crítica de los ciudadanos, sus verdaderos depositarios.
La administración de Santander comprendió la opinión como un poderoso actor de consolidación o desgaste del gobierno (Goldman 2008) y se dio a la tarea de formarla, moldearla, fijarla y, de ser necesario, limitarla, en aras de conservar el orden y la estabilidad. Por más que fuera el "Hombre de las leyes", en el ámbito de la tolerancia política, Santander estuvo atado a la idea de la opinión extendida antes de la independencia, aquella que reflejaba la obediencia y sumisión, ya no al Monarca, pero sí a la Constitución, nueva portadora de la soberanía republicana (Ortega y Chaparro 2012). La libertad de imprenta estuvo, entonces, condicionada a su uso "sobrio y racional",66 es decir, a utilizarse en aras de crear la "verdadera opinión", aquella cuyo objetivo era construir la lealtad hacia el gobierno y la Constitución.
Al iniciar la década de 1820, la opinión pública adquirió, pues, una variedad de significados que se gestaron y entraron en conflicto a través de las publicaciones periódicas. Todos ellos tenían aspiraciones universales y perseguían un alcance hegemónico (Goldman 2008), pero, hasta la fecha, dicho conflicto ha escapado a los análisis de la historia política posindependentista. De cierta manera, hemos usado la prensa como insumo, mas no como objeto de investigación (Ortega y Chaparro 2012), obviando la transformación de la esfera impresa del mundo colonial al republicano. Hasta inicios del siglo XIX, las publicaciones tuvieron una función divulgativa, pero luego de los procesos de emancipación se convirtieron en una nueva autoridad, distinta y rival del poder, susceptible de provocar acciones políticas entre quienes las leían, el pueblo, ahora sujeto político. Allí radicaba su poder y peligro (Guerra y Lempeliere 1998).
A la postre, la disputa entre los sentidos de la opinión pública terminó sujeta a la asimetría de poder a favor del gobierno y su aparato de prensa, cuyo esfuerzo por generar la anhelada unanimidad en la opinión terminó por silenciar una parte de los impresos. Empero, los periódicos nariñistas dinamizaron la esfera pública en la Gran Colombia de una manera sin precedentes. En un contexto de debilidad institucional, esa oposición fue descalificada y extinta por un Ejecutivo, para el cual la guerra de Independencia aún se debía librar con las armas y las letras.