Introducción
La sociedad antioqueña del siglo XVIII se caracterizó por el agudo contraste entre la riqueza de la elite, conformada principalmente por comerciantes y mineros, y en el otro extremo la pobreza de gran parte de la población. Según el padrón realizado en 1784, de los 16 827 habitantes con que contaba la ciudad de Antioquia, únicamente el 9 % eran blancos -españoles peninsulares o criollos-. Los demás, entre indios -8 %-, libres de varios colores -66 %- y esclavos negros -17 %-, representaban el 91 %. Por su parte, la villa de Medellín, con 14 884 habitantes, contaba con el 20 % de su población identificada como blanca y un 80 % de personas que componían ese sector excluido de la villa y que representaba un número considerable. Esta población estaba distribuida así: el 2 % eran indios, el 60 % libres de varios colores y el 18 %, esclavos (Tovar-Pinzón, Tovar y Tovar 1994, 107-109).1
Las jurisdicciones de la ciudad de Antioquia se dedicaban a la minería -el valle de Los Osos- y otras a la agricultura y la ganadería -el partido de Cauca Arriba o los numerosos sitios que rodeaban la ciudad, todos dedicados al cultivo de maíz, caña de azúcar y, en menor medida, cacao y cría de ganado-. La villa de Medellín, por su parte, era un pujante emporio agrícola y ganadero, una verdadera despensa y cruce de caminos para toda la gobernación de Antioquia (Patiño-Millán 2011, 133-177). Ambos centros urbanos albergaban una elite de mineros y comerciantes que extendían sus lazos a casi todas las provincias del Nuevo Reino de Granada. Las jurisdicciones de Antioquia y de Medellín contaban con ricos yacimientos de oro, tierras aptas para la ganadería y la agricultura y un número creciente de población de varios colores. En 1808, al hablar sobre la riqueza y los minerales de la ciudad de Antioquia, José Manuel Restrepo indicaba que esa era precisamente la puerta de su tesoro, "en cuyo fondo se entrevén mil preciosidades" (Álvarez-Morales 2013, 133).
Desde el punto de vista demográfico, la ciudad de Antioquia fue la más poblada de la provincia y en la que se presentó durante el siglo XVIII un proceso de mestizaje más profundo en comparación con las demás ciudades y villas de la jurisdicción. Esto ocasionó que en su población estuvieran presentes todos los grupos étnicos, pertenecían a ella, por ejemplo, los pueblos de indios más numerosos de la región (Patiño-Millán 2013). Así mismo, por ser la ciudad de Antioquia capital provincial, en ella se gestionaba una mayor cantidad de causas de todo tipo, entre ellas, las criminales. Allí residían o mejor, debían residir, los principales del gobierno, protagonistas de la época estudiada, dedicados a impartir la justicia civil y criminal.
En este contexto, es significativo analizar el nivel de implementación del conjunto de normas relacionadas con policía, concernientes al control de los habitantes, la sujeción de éstos a las nuevas normas de poblamiento y de comportamiento, la necesidad de embellecer los centros urbanos y, finalmente, la necesidad de fijar reglas que delimitasen los espacios de sociabilidad, controlasen el consumo de alcohol entre la población y evitasen lugares considerados por los funcionarios o las elites, como "perjudiciales" o nocivos.
Por otro lado, es relevante revisar el papel jugado por los miembros de los cabildos en ambos centros urbanos, de tal suerte que pueda identificarse la existencia de factores que generasen disparidad en la provincia de Antioquia. Lo anterior, teniendo en cuenta que, aunque en la sociedad neogranadina de mediados del siglo XVIII se planteasen una serie de reformas en aras de nivelarse con las nuevas circunstancias, se daba paralelamente una experiencia colectiva, de la que hacían parte varios grupos sociales con trayectorias propias y diferenciadas, que se resistieron a estas reformas y continuaron con sus dinámicas y sus costumbres a pesar de las nuevas imposiciones morales, económicas y sociales.
El presente artículo se divide en dos partes. La primera de ellas se relaciona con los intentos de control de la población por parte de los gobernantes de la provincia. Por ello, se analizan las formas de castigo, los espacios dedicados a este castigo y su carencia en la provincia y la aplicación de las medidas en contra de la plebe. La segunda parte, hace referencia al control de los espacios de ocio y diversión de la plebe, específicamente, en aquellas situaciones donde estaban incluidos el juego y la embriaguez. Así, se analizan las medidas establecidas en la provincia de Antioquia contra estas conductas, la manera de controlar esos espacios y la reacción de aquellos perjudicados frente a las políticas instauradas.
Acciones contra la indolencia y la ociosidad en la provincia de Antioquia
La política de reordenamiento poblacional implementada en la provincia de Antioquia a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, especialmente desde 1770, estuvo dirigida a controlar la población libre. Ese empeño se concretó, en parte, en las fundaciones de las colonias de San Carlos del Priego, San Antonio del Infante -actual Don Matías-, San Luis de Góngora -actual Yarumal-, Carolina del Príncipe y San Fernando de Borbón de Amagá, ordenadas y auspiciadas entre 1787 y 1788 por el visitador don Juan Antonio Mon y Velarde y en la intensificación de la persecución de determinadas conductas que ponían en peligro el orden social, entre las que se encontraban la vagancia, las relaciones extramatrimoniales, el abandono familiar, los hurtos, la embriaguez y el juego. Las autoridades coloniales compartían la idea generalizada de que los libres de varios colores eran gente de mala vida y malas costumbres, facinerosos, pendencieros, casi siempre holgazanes, vagos y viciosos. Por ello, se propusieron vigilar su conducta.
Para el caso de los vagos, desde principios de la centuria, las normas de policía buscaron minimizarlos, a partir de la generación de un discurso de prohibiciones, de manera que estuviesen sujetos, en concierto y policía. En 1705 en la villa de Medellín, el gobernador de la provincia de Antioquia, don Juan Fernández de Heredia, expidió órdenes sobre los vagos, debido al crecido número de estos, quienes "sustentándose de lo que otros trabajan por no sujetarse a trabajar para su sustento o vestuario",2 perjudicaban a los vecinos. Por ese motivo, mandaba nombrar personas que cuidasen, castigasen y corrigiesen a todos los que hallaren vagabundos "desde el sitio de La Tasajera hasta el sitio de Itagüí".3 Y aquellas personas que no tuviesen tierra "por ser mucho el gentío",4 tendrían la posibilidad de trabajar, pagando el terraje al dueño, para que, por este medio, tuviesen todos ocupación y utilidad.5
Esta manifestación del gobernador Fernández de Heredia, aunque diciente, fue escasamente atendida en la primera mitad del siglo XVIII, pues el ejercicio de los cabildos estuvo centrado más en la distribución de tierras y en el control de los poderes de los vecinos y cabildantes, que en la ocupación del espacio por parte de los vagos (Córdoba-Ochoa 1998, 52-55). Adicionalmente, la caridad aún era entendida como un símbolo de cristianismo y de misericordia frente al otro, hecho que cambiaría radicalmente, en la segunda mitad de la centuria.
A partir de 1750, los viciosos y holgazanes fueron relacionados también con los mendigos. Así, ya no eran objeto de castigo o de presión solo quienes vagaban por las ciudades y villas, sino todos aquellos que no tuviesen residencia fija o fuesen considerados vagabundos, holgazanes o menesterosos.
La Novísima Recopilación de las leyes de España, resaltaba el gran daño que provocaba a los reinos el consentir vagabundos, que pudiendo trabajar y vivir de su afán, no lo hacían. Contrario a ello, vivían del sudor de otros, sin trabajar y merecer, además daban mal ejemplo a otros que los veían hacer aquella vida. Para mitigar esta situación, la Recopilación ordenaba que aquellos que anduvieren vagabundos y holgazanes y no quisieren trabajar por sus manos, ni vivir con señor, pudiesen servir como soldados, guardar ganados o hacer otros oficios razonablemente y, en caso de no querer, "que algún reino pudiese tomarlos por su autoridad y servirse de ellos" (Novísima Recopilación de las Leyes de España 1805, 42).
La forma de vida de los libres distaba de convertirse en una situación pareja y lineal, además estaba lejos de la concepción de los gobernantes sobre cómo debían vivir y trabajar. Sin embargo, la necesidad de una uniformidad en su forma de vida acentuó el consenso en torno a ciertas ideas sobre el trabajo, presentes en los discursos y en las políticas del gobierno en lo concerniente al control de la población. De acuerdo con el historiador Alberto Flores-Galindo, esos considerados vagos, eran muchas veces aprendices, cultivadores o jornaleros eventuales cuya situación económica dependía del flujo de la construcción de nuevas edificaciones o de la demanda de talleres y hacían parte, en su gran mayoría de las castas, de manera que, a su frágil condición económica, se añadía la exclusión social y debían soportar el menosprecio destinado a ellos por parte de la aristocracia (Flores-Galindo 1984).
En varios de los casos analizados, el trabajo más común de los sindicados era el de jornalero, un vínculo temporal e inestable con el trabajo, lo que inducía a la generalización de ideas sobre vagancia. En juicio seguido a Justo Londoño, mulato libre de la villa de Medellín, se le sindicaba por amancebamiento con mulata, esclava y casada , así como por una serie de hurtos acontecidos en el lugar en el que habitaba. Los testigos, reconocían haber "oído decir" sobre los robos y su mala amistad. Entre los testigos se llamó a un Don, quien al ser preguntado si sabía de algunas mañas en materia de hurtos, respondía que ello le constaba. De la misma manera, se le preguntó al testigo si el implicado tenía algún oficio en que entretenerse, este contestó "andar vagabundo, sin oficio alguno" 6 además, había oído decir que era ladrón de matrimonios y mal entretenido. Frente a los señalamientos del juez, el sindicado confesaba tener mala amistad con una esclava, pero decía no recordar haber hurtado y señalaba "que no puede ser vagabundo el que trata y contrata", 7 pues tenía algunas labores como jornalero.
Los nuevos funcionarios buscaron regular el comportamiento de los libres, frente a nuevas políticas, ordenanzas y normas relacionadas con el trabajo y la moral y, quizá por ello, la obediencia y la inserción social serían elementos significativos al momento de la apertura de juicios en los que sobresalían las palabras vagancia y ociosidad, puesto que procuraban destacar aspectos que contribuyeran a demostrar una vida ordenada y ajustada a las normas (López-Bejarano 2006, 126).
El 26 de enero de 1796, el procurador general de la ciudad de Antioquia, don Andrés Pardo y Otálora, pedía al Cabildo hacer cumplir los puntos de buen gobierno establecidos por Mon y Velarde. Según este funcionario, ninguna cosa había tan perjudicial y dañosa en los lugares, como el que los muchachos en su juventud no se doctrinasen, tanto en las buenas costumbres como en las artes liberales, mecánica y agricultura; pues de ahí nacía el que siendo honrados y hombres de bien, se les inspirase el amor hacia el trabajo.8 Desgraciadamente, la ciudad de Antioquia aunque era la capital de la provincia, lo era también en la relajación de las costumbres de sus habitantes, proveniente de la mala crianza y ociosidad heredada de los padres a hijos: el juego, la embriaguez, los robos, la disolución, el irrespeto para con los mayores, pues los muchachos participaban de actos vandálicos y del deterioro de la sociedad, así por ejemplo, se advertían en las calles, puestos en las paredes, letreros groseros e impuros, "capaces de escandalizar aún a los de vida muy estragada".9 Estos desórdenes provenían de la libertad que se permitía en la ciudad "a toda especie de gentes", para que a su arbitrio tuviesen a sus hijos en la ocupación que más les acomodase. Al respecto, señalaba que el hecho de que los padres instruyeran a sus hijos como sastres o zapateros, que eran los oficios más fáciles y que al año podían a poca costa ganar alguna cosa, alimentaba su ociosidad. Por este motivo, se veían tantos muchachos ociosos que, con el pretexto de estar aprendiendo, se toleraban sin otro destino, siendo "públicos bandoleros" que estaban en juegos "y otra ocupación como ésta".10 Para el Procurador, además, el número de oficiales debía contenerse porque estos regularmente eran inclinados a la vagamundería y traían poca utilidad; en cambio, debían fomentarse las actividades relacionadas con el agro y las minas, de tal suerte que abundasen campesinos y mineros, por ser estos quienes hacían felices al país.11
Precisamente sobre la utilidad de la población en los campos, se pronunciaron tanto don Francisco Silvestre Sánchez como don Juan Antonio Mon y Velarde. Para ambos ilustrados, no era posible concebir la gran cantidad de tierra sin trabajar, que podría ser ventajosa tanto a los pobladores, para su subsistencia, como al Imperio. Don Francisco Silvestre, en la Relación de la Provincia, planteaba la necesidad de congregar a la población en centros urbanos para que esto les permitiese el ejercicio de la labranza y la dedicación a la agricultura, pues los hombres y mujeres que habitaban el campo, sin autoridades que pudiesen sujetarlos desde lo civil y lo político, se presentaban de cualquiera manera y entre el concurso de gentes, se apuraban poco al trabajo, vivían casi desnudos y sin comer, no daban un paso en la agricultura y la industria, se aumentaba el número de pobres holgazanes y con la capa de la pobreza, se disculpaba la sensualidad y cuantos vicios eran hijos del ocio y de la pereza. De esta forma, aquellos que con aplicación deberían acudir a su felicidad y a la del Estado, venían a ser "la polilla y mayor carga de él" (Silvestre 1988, 215) en parte por la multiplicada fundación de capillas rurales, aunque con título de viceparroquias (Silvestre 1988, 215). La idea de don Francisco Silvestre fue asimilada y asumida por su sucesor don Juan Antonio Mon y Velarde quien, además de fundar poblaciones, estableció el plan y las ordenanzas para el direccionamiento de cada una de ellas.
Ahora bien, esta preocupación por la gente desocupada no llegó con los gobernadores Silvestre y Mon y Velarde, sin embargo, puede afirmarse que la manera de utilizarlos en beneficio del Estado fue novedosa. Las preocupaciones por los vagos y ociosos se reflejan en las actas de cabildo.12 El 13 de enero de 1772, por ejemplo, don Juan José de Lora, procurador general de la ciudad de Antioquia, manifestaba su turbación frente a los vagos presentes en la ciudad, entre ellos, varios forasteros que llegaban a la villa. Por ese motivo, proponía no consentirlos e impedirles su presencia o precisarles que dentro de un buen término se dedicasen al trabajo.13 Lo anterior, sostenía el procurador, con el fin de precaver los perjuicios que solían atraer. Como recomendación, proponía que los señores jueces estuvieran atentos a cualquier persona forastera que se internase en la ciudad y de ser público y manifiesto que no tuviesen "empleo, oficio ni beneficio de arte útil, necesario y conveniente al bien público", 14 procediesen a averiguar acerca de este, de tal suerte que no fuese a existir algún reo que hubiese cometido delitos graves. En caso de hallar anormalidades, los jueces debían proceder contra ellos.15
Cuando los vagos no hallaban labor o se negaban a trabajar, varias ordenanzas obligaban a juzgarlos y a forzarlos a trabajar en obras públicas, en el ejército o a ser trasladados a alguna nueva población, para dedicarlos al trabajo, pues se partía de doblegar se voluntad de manera que su quehacer fuese en beneficio del público. A través del encierro, el uso de cárcel y el trabajo público, se pretendía, además, corregir y educar para el trabajo al vago que, en últimas, debía ser regresado a la sociedad como un hombre útil (Ramos-Vásquez 2009, 221).
En la Villa de Nuestra Señora de la Candelaria de Medellín, el 15 de enero de 1781, los señores del cabildo, obedeciendo una orden expedida por el virrey don Manuel Antonio Flórez, mandaban a recoger los vagos, ociosos y mal entretenidos y aquellos reos que no tuviesen delitos feos para el reemplazo de la guarnición de la plaza de Cartagena.16
Por su parte, el 10 de diciembre de 1803, en la ciudad de Antioquia, en juicio seguido al indio Bruno Sapia por desfloramiento, don Joseph Salvador de Villa, fiscal del caso proponía, como sentencia por su delito, así como por su mala conducta, riñas y vagancia, trasladarlo a uno de los pueblos donde el corregidor que en él hubiese, le sujetare.17
Los vagos, además, generaban inconvenientes demográficos, pues al aumentar este tipo de población, aumentaba la gente inútil, sin sujeción, ni control, que no aportaba a la economía del reino y, en cambio, la afectaba notoriamente a través de sus actuaciones y perjuicios. Se combatía entonces, en ese momento, contra la criminalidad y la inmoralidad. Por esa razón, las disposiciones de policía buscaron perseguir conductas que provocasen la ruina individual, familiar y social, así como fomentar el trabajo lícito, la conservación de la salud, las buenas costumbres y la sumisión de las personas (Vélez-Rendón 2010, 60).
Para evitar la proliferación de vagos en la provincia, era además fundamental, dar arreglo a los gremios de artesanos que, de alguna manera, afectaban el orden en las ciudades y villas. Por ese motivo, el 11 de agosto de 1800, los miembros del cabildo de la ciudad de Antioquia acordaron, entre otros asuntos, arreglar los gremios de los oficios mecánicos de la ciudad, "por haberse advertido el desarreglo que hay en ellos y la copia de mozos vagabundos que hay en la República que pueden, aplicándolos a que sean a propósitos, ser útiles a la patria y a ellos mismos".18
Parte de lo que sucedió en algunos lugares públicos durante el período colonial se conoce debido a que, a partir de la disposición de ordenar las parroquias en barrios y de delegar autoridades para hacer rondas nocturnas y perseguir delitos morales, se generó un número considerable de documentos que cuentan, pormenorizadamente, aspectos de la vida privada. Esa intromisión en la esfera personal se relacionó con el exceso de celo ordenador de las autoridades, para quienes los espacios privados eran susceptibles del mismo control que los públicos. Así pues, a partir de las reformas, el caos de la noche, la peligrosidad de las calles, el desorden de los espacios públicos y la alcahuetería al interior de algunas casas se hizo más evidente debido a la persecución generada hacia ellos (Ojeda-Pérez 2007, 108).
Las rondas efectuadas por las autoridades dieron cuenta de la proliferación de actos inmorales en las horas muertas. La vida de la población no descansaba al caer la tarde. En la noche, el silencio de las calles era interrumpido por aquellos que agitadamente, buscaban un encuentro amoroso o un espacio para juegos prohibidos y clandestinos, así como por aquellos que planeaban cometer algún acto violento en contra de su vecino (Tovar-Pinzón 2012).
Las evidencias de los comportamientos que daban pie a la persecución de la vagancia, la holgazanería y los escándalos públicos, reposa en los fondos criminales de los archivos históricos. Para el caso de la provincia, es abundante el número de juicios realizados a la población, mayoritariamente castas, relacionados con adulterios, amancebamientos, riñas, hurtos, asesinatos y desobediencia a la autoridad, que tenían implícito, un juicio a la vagancia, al desorden y a la inmoralidad.19 Lo anterior, teniendo en cuenta que los vagabundos, identificados como amancebados, facinerosos, cómplices de esclavos que hacían fuga, holgazanes, borrachos y mal entretenidos en el juego, que solo generaban escándalo en la sociedad, eran por lo general, personas de las castas que, a su vez, fueron relacionados con la ociosidad y la falta de trabajo.20
La judicialización de aquellas personas que estaban fuera del orden se hizo cada vez más notoria; criminalizándose a aquellos sorprendidos en acciones contra las disposiciones establecidas. Tal fue el caso de Mateo Sánchez, indio natural del pueblo de La Estrella, quien en 1800 fue judicializado por varios irrespetos y excesos cometidos contra sus superiores y también por concubinato y adulterino. Según el alcalde del pueblo, el acusado Sánchez "es natural, de tipo altivo, opuesto y desobediente a las órdenes de los superiores".21
Las prácticas que infringían las normas de policía eran, en general, objeto de atención y censura oficial, pero las autoridades locales las perseguían con mayor celo cuando los infractores eran blancos pobres, mestizos, indígenas o esclavos y así lo reconocían las castas. En los juicios criminales, son pocos los hechos vinculados a personas de la elite, pues de los 421 casos, solo 49 corresponden a un don.22 Las castas tenían conocimiento de ello y en muchas ocasiones, a sabiendas del escándalo público de un personaje principal, preferían guardar silencio. En causa criminal contra don Vicente Tamayo, por concubinato con una mulata, los testigos citados, sostenían que no habían acudido a la justicia, toda vez que los sujetos de mejor posición "atropellan a los pobres y los atemorizan, aunque hablen verdad".23 El padre de la "cómplice", por su parte, indicaba que por ser el acusado "uno de los sujetos que gobiernan en este sitio", era temeroso de que ejerciese pasión y también porque todos los sujetos blancos lo sabían y no lo habían denunciado "teniendo más obligación de dar ejemplo a los plebeyos".24
Ahora bien, el control social de la población, aunque se hizo difícil en los centros urbanos y en los lugares poblados que se registraron a comienzos del siglo XIX en la provincia, tuvo algún tipo de vigilancia. No obstante, la vigilancia era impracticable en aquellas zonas donde la población se situaba al margen de autoridades civiles y religiosas. Por ese motivo, además de promoverse desde la década del setenta del siglo XVIII la creación de nuevas poblaciones y la asignación de alcaldes pedáneos para los sitios más alejados, Mon y Velarde establecía que, siendo perjudicial al público que se permitiesen casas en sitios excusados y remotos, no debería concederse en lo sucesivo licencia para edificar en semejantes parajes y conforme se fuesen arruinado se les obligará a sus dueños a que edificasen en sitios públicos y desembarazados (Robledo 1954, 220).
Quienes debían velar de manera directa por el cumplimiento de los objetos de policía, eran los alcaldes ordinarios en los centros urbanos y los alcaldes pedáneos, en los lugares alejados. De acuerdo con las ordenanzas dadas por don Juan Antonio Mon y Velarde para el gobierno económico y directivo de los cabildos, los alcaldes ordinarios debían hacer cumplir y ejecutar los autos y bandos de buen gobierno, evitando juegos, bailes deshonestos o a horas irregulares, borracheras y todo concurso de gente sospechosa o que pudiesen resultar en pendencias y asonadas, por lo que debían rondar y visitar las casas sospechosas o en que pudiese haber fundado recelo (Robledo 1954, 210).
Por su parte, las juntas de policía, instituidas durante la última década del siglo XVIII en la provincia, tuvieron como funciones el cuidado y limpieza de las calles, la custodia de la salubridad y la salud pública, la vigilancia de la moral y las buenas costumbres, todo lo relativo al mercado y a la venta callejera, la persecución de los vagos, la vigilancia sobre las armas prohibidas, etcétera (Apaolaza-Llorente 2015, 24). Es frecuente encontrar en las actas de cabildo de la villa de Medellín, a partir de 1785, reportes de la Junta sobre casas de cabildo y cárcel, construcción de puentes y de carnicería o rondas de barrio, lo que da cuenta del interés que dicho cabildo, prestó a estos temas de buen orden y gobierno.25
Una vez analizada la documentación criminal que reposa en el Archivo Histórico de Antioquia, a la luz de la aplicación de las reformas borbónicas en materia de control social, puede decirse que estas, en cuanto a persecución a vagos, rindieron frutos, hecho demostrado en el análisis de los casos criminales que reposan en el Archivo Histórico de Antioquia; sin embargo, estuvieron lejos de ser unas reformas uniformes en la provincia y resulta difícil constatar la efectiva transformación del vago, una vez superado su castigo, pues la única manera de detectarlo, fue encontrándolo nuevamente, en otro juicio criminal por el mismo motivo de vagancia o por otro correlacional, como adulterio, concubinato o hurto.26
Renovación de los espacios carcelarios, ante la ausencia de ellos
Uno de los espacios utilizados con mayor insistencia para castigar los delitos y pecados públicos, así como la ociosidad y la holgazanería, buscando transformar las costumbres, fue la cárcel. En la provincia de Antioquia, como instituciones de orden y control, así como necesidad de decoro, civilidad y ornato, se buscó la creación o reparación de los antiguos y viejos espacios, en los que se encontraban el ayuntamiento y la cárcel, de manera que fuesen lugares que realmente respondiesen a los preceptos de civilidad y buen gobierno.
Estos lugares tuvieron un sinnúmero de complicaciones para su construcción o modificación antes de la llegada de don Francisco Silvestre, pues aquellas establecidas, no poseían medidas de seguridad y un reo solo debía esperar la oportunidad más propicia para fugarse (Patiño-Millán 2013, 37). En el juicio de residencia hecho a don José Barón de Chávez, gobernador de la provincia de Antioquia entre 1755 y 1769, se preguntó a varios testigos si sabían si las cárceles públicas tenían la seguridad necesaria para los reos.27 Frente a esta pregunta, don Joseph Salvador Jiménez y Mora, presbítero domiciliario de la ciudad de Antioquia, señalaba que no había más que cepo y grillos allí.28 Por su parte, don Miguel de Gaviria, vecino de la villa de Me-dellín, indicaba que los reos criminales o que tuviesen causas de consideración, por lo general huían.29 Dicha afirmación la ratificaba el vecino de la villa de Medellín don Miguel Fernández de la Torre, para quien los reos, "se van cuando quieren".30
Algunos reos, permanecían varios años aguardando la definición de su causa, dependiendo de la caridad pública para alimentarse y vestirse. Por ese motivo, en muchas ocasiones, esa permanencia era solicitada como parte de pago de la pena. En 1767, en causa criminal seguida contra Pablo Sevino en la ciudad de Antioquia, por la ilícita amistad con una tal Rufina y una vez establecido el sumario y declarado el concubinato, don Juan Antonio Cossío, alcalde ordinario sentenció a Sevino a pagar las costas y atendiendo a la prisión que este había padecido en la real cárcel "se tiene por suficiente castigo por ahora de la que saldrá libre".31
Con la llegada de los gobernadores "ilustrados", la necesidad de construir cárceles adecuadas y salubres cobró nuevo ímpetu. Los miembros del cabildo de la ciudad de Antioquia, en reunión sostenida el 6 de marzo de 1780 solicitaban al alcalde ordinario confirmar si era cierto que, con motivo de no haber prisiones, ni seguridad en dichas piezas para los reos, era forzoso tenerlos en el cepo, durmiendo en el suelo, precisados a hacer allí sus necesidades, de que resultaba varias veces haber estos perdido la salud.32 De la misma manera, mandaban cargarse dos tomines en cada res que se matare en la jurisdicción de la ciudad, con el fin de reformarla.33
Precisamente, sobre la carencia de instituciones en la provincia, Silvestre anotaba que aunque había pasado más de doscientos cuarenta años de su conquista y la provincia había sido rica desde su origen, todavía la capital se hallaba sin casas públicas o de ayuntamiento, ni cárceles; pues, unos cuantos, que se denominaban tales, no correspondían "ni a un villorro" y de esta falta nacía, que los reos se huyesen todos los días, los delitos quedasen sin castigo y el libertinaje creciese (Silvestre 1988, 181).
Esta situación parece haberse subsanado en parte, con la llegada de don Juan Antonio Mon y Velarde. El oidor detectaba, no sin sorpresa, la carencia de cárceles de seguridad y extensión correspondientes para reos de alguna gravedad. Por ese motivo, consideraba fundamental centrar sus esfuerzos en la creación de la cárcel y en la búsqueda de fondos para destinarlos desde los cabildos. Creía además que, con una pequeña contribución para la manutención de los reos, estos podrían trabajar en las obras públicas, lo que supondría no solo asegurar la tranquilidad y sosiego público, sino enmendar sus estragadas costumbres y la aplicación al trabajo y conllevaría a la felicidad de los vecinos por relevárseles de las molestias y penalidades que sufrían (Robledo 1954, 69). La primera cárcel en construirse sería en la ciudad de Antioquia, levantada, precisamente, durante su periodo de gobierno (Robledo 1954, 318).
Gracias a la gestión e insistencia del oidor, años después continuaban evocándose sus ordenanzas para hacer cumplir las reglas de policía. El 26 de abril de 1809, en diligencias practicadas sobre la construcción de cárcel para el sitio de San Jerónimo, se ponía de presente la carencia de espacios y elementos para sujetar a los reos, en cuya virtud, esperaban los vecinos que el cabildo de la ciudad de Antioquia los facultase para hacer una cárcel cómoda y segura y en el lugar que correspondiese. Todo ello, conforme a lo indicado por el visitador.34
La atención de los juicios criminales y el castigo efectivo en cárceles y obras públicas fue de gran importancia para los últimos gobernadores del siglo XVIII. Para Mon y Velarde, los juicios criminales hechos de forma objetiva y sin miramiento eran fundamentales, por cuanto se interesaba la humanidad en que no padeciesen inocentes y recomendaba la justicia y vindicta pública de los culpados "pues no hay cosa más dura que afligir un miserable con una larga prisión declarándolo luego libre" (Robledo 1954, 316), o que al cabo de mucho tiempo, cuando ya se considerase computado su delito, se le impusiera la pena como si no hubiera sufrido otra mayor, en su misma prisión.
Contra los juegos deshonestos y la embriaguez: el control a los momentos de ocio de la plebe
El discurso ilustrado unió la utilidad de la población, con la reforma de sus costumbres. En Antioquia, era común encontrar borrachos y jugadores empedernidos. Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, estas costumbres fueron vistas con malos ojos y perseguidos sus portadores. Por ese motivo, los jugadores, en muchas ocasiones, eran descalificados como testigos, por considerárseles "viles personas" y no ser idóneos, pues de ordinario "son blasfemadores y atraen mala vida".35
El 6 de octubre de 1771, el Rey, en un intento por sanear el deterioro social en el que se encontraban algunas ciudades coloniales, solicitó a las autoridades reglamentar el juego y los vicios que llevaban al menoscabo de la población (Ojeda-Pérez 2007). Para el caso de Antioquia, don Cayetano Buelta Lorenzana, en bando de buen gobierno, señalaba los juegos prohibidos en Antioquia y reglamentaba aquellos lícitos. A estos últimos, aún permitidos, no debían asistir los que se mantuviesen de su trabajo y jornal, ni los que viviesen de oficios menestrales, como eran los carpinteros, albañiles, sastres, zapateros, plateros o cerrajeros, así como tampoco los criados y esclavos, pues estos debían atender sus respectivos oficios los días de trabajo.36 No obstante, para proporcionarle esparcimiento a este grupo, se les permitiría una corta diversión a horas competentes, prohibiendo tajantemente su asistencia a casas de juegos de trucos, bancas, pelota u otro alguno, sin que tuviesen expresa licencia para ello. Para Buelta Lorenzana, estas casas eran la academia de los vicios, de la ociosidad y la perdición de las familias, por lo cual, debían evitarse con el mayor cuidado, semejantes desordenes.37
Las regulaciones de las casas de juego estuvieron atravesadas, la mayoría de las veces, por el dinero que podría recaudarse por su licencia y en varias ocasiones el cabildo incurrió en asignaciones particulares, por encima del interés general de la población y de lo establecido por las normas con relación al tema. Un ejemplo de ello fue la representación hecha por el fundador de una de las nuevas colonias de la provincia. El 26 de noviembre de 1805, Joseph Ruiz y Zapata, colonizador de la nueva población de Sonsón, representaba ante el gobernador don Francisco de Ayala, los perjuicios que podría causar la mesa de truco que había avalado el cabildo de la ciudad de Arma de Rionegro, a Juan de Dios López.38
Para este colonizador, el lugar debía sus progresos a la suma vigilancia con que se habían perseguido en ella el juego y demás vicios y no estaba todavía perfectamente formada, pues se componía mayormente por labradores, ganaderos y mazamorreros; "gente ignorante que necesita ser dirigida con mucha sujeción y cautela". Adicionalmente resaltaba que, aunque era necesaria una recreación moderada, sus inocentes colonos no conocían la moderación y pese a que una módica y honesta diversión pública era aprobada, esta solo era viable en una sociedad perfectamente formada y compuesta de una gran multitud de individuos, de diversos oficios "y atrevidos pensamientos", donde hubiese amor al trabajo, buenas costumbres y una propagada ilustración por medio de una educación fina y de ningún modo entre personas que carecían todavía de los principios elementales y solo se gobernaban por imitación.39
Desde las últimas décadas del siglo XVIII, fue usual aprobar la puesta en marcha de mesas de truco o juegos de billar en la provincia. Entre 1805 y 1809 hubo varias solicitudes de aprobación de mesas de juego en algunas de las casas de los vecinos, ante lo cual, en la mayoría de las ocasiones, el cabildo no opuso resistencia, resaltando, eso sí, la necesidad de cumplir con las normas establecidas al respecto.40 En la villa de Medellín, el 6 de mayo de 1769, don Juan Francisco Ramón pedía al cabildo se le concediese licencia para poner una mesa de truco, ofreciendo pagar seis castellanos. Frente a la solicitud, el cabildo concedió la licencia con la condición de no permitir que jugasen hijos de familia, esclavos, o fugitivos ni gente jornalera, "ni a ninguna hora permitir gente plebeya".41 De la misma manera, Joseph Nicolás de Escobar vecino de la villa, solicitó al cabildo, en 1787, autorización para poner una mesa de truco en el sitio de Santa Gertrudis de Envigado. Frente a este pedimento, el cabildo le autorizó la mesa, con la expresa condición de que en los días festivos no pudiese abrirse hasta después de celebrados los oficios, ni que permitiesen que jugasen esclavos ni hijos de familia.42
A los jugadores comenzó a perseguírseles, sobre todo después de la segunda mitad del siglo XVIII. No obstante, muchos de ellos -la mayoría-, seguían delinquiendo en aquellas zonas apartadas, donde era poco o nulo el poder de las autoridades. Quizá por ello, Mon y Velarde era tan insistente en advertir acerca de la necesidad de congregar pobladores, bajo el manto de las autoridades, de manera que se pudiese "desterrar la ociosidad, evitar los vicios y mejorar las costumbres de los pueblos" (Robledo 1954, 375). En su informe sobre la visita de Antioquia, señalaba que, habiéndose notado el exceso y pernicioso vicio de jugar, como también "hallarse muchas enemistades por rencillas envejecidas", había ordenado a los jueces impedir semejante desorden, quedando prohibido todo género de juego (Robledo 1954, 83-106). Pese a ello, diez años después de sus ordenanzas, continuaba la dinámica de los juegos prohibidos.
En 1796, el procurador general de la ciudad de Antioquia, don Andrés Pardo y Otálora, al hacer referencia al número de vagos y ociosos que habitaban la ciudad de Antioquia y a los desórdenes que estos causaban, resaltaba que, dichos desórdenes se habían transmitido ya al campo y a lugares menos poblados, circunvecinos de la ciudad, escuchándose con mucha repetición los clamores de algunos hombres honrados, quienes se escandalizaban de haber visto juegos de naipes públicos, mezclándose en ellos toda especie de gentes libres, hijos de familia y esclavos, "con total abandono de su poca labranza".43 Por ese motivo, pedía el procurador encargar a los jueces pedáneos para que desarraigasen semejantes vicios, de tal suerte que se exhortase a la agricultura, se celase a la población y se diese cuenta de los vagos y mal entretenidos.44
Como se ha visto, en las postrimerías del periodo colonial, aunque fue usual el intento por controlar el juego, también fue frecuente la permisividad del mismo, lo que dio lugar a varios enfrentamientos entre autoridades locales, celosas del orden social y personas que por su condición podían defender tales prácticas, bajo el argumento de que el juego, para determinados grupos sociales no era pernicioso, contribuía a una sana recreación y se presentaba con el fin único de una decente diversión y desahogo, no solo no siendo vicio, sino virtud (Vélez-Rendón 2010, 63).
Quienes tenían casas de juego permitidas por las autoridades, debían pagar un impuesto. Con relación a los impuestos sobre los juegos, vale la pena citar el análisis hecho por don Francisco Silvestre al estanco de naipes. Para este ilustrado, dejar de contar con dicho estanco era sumamente perjudicial, pues este género en nada era necesario a la vida y su uso era solo para la diversión honesta o para el vicio relajado del jugador. Así pues, si bien el juego era necesario y conveniente a la sociedad y a la naturaleza del hombre, este debía restringirse en cuanto fuese posible, con el fin de no aumentar el abuso o el exceso y "hacer contribuir al vicioso con su vicio a las cargas del Estado" (Silvestre 1988, 370).
Las autoridades sabían que suprimir y eliminar las casas de juegos, les traería graves consecuencias. De una parte, dejarían de recibir la renta correspondiente por cada establecimiento que pagaba por contar con algún juego lícito, lo que significaba atentar contra su propio interés económico. De otra parte, si bien estos espacios se habían vuelto antros de tahúres, vagos, vagabundos y delincuentes, quienes generaban escándalo y desorden, no podía obviarse que dichos establecimientos beneficiaban al resto de individuos de la plebe. Efectivamente, muchas personas vieron en este negocio una solución a sus problemas económicos y de manutención de sus familias, quienes, por carecer de algún oficio, no tenían alternativa.
Con relación a los juicios criminales, fue muy poco frecuente su apertura durante el período de estudio. De los casos analizados, solo cinco se encuentran criminalizados y todos, corresponden a la primera década del siglo XIX.45 Esto deja ver que los castigos para quienes eran juzgados siempre fueron escurridizos y muy pocas veces suficientes. Ya desde 1789, don Francisco Silvestre hacía énfasis en la necesidad de celar con más empeño este tipo de vicios y de castigarlos como la pena lo requería. Para este ilustrado, a quienes tenían por oficio el jugar y a los que lo permitían, debería aplicárseles sin reserva, no las penas de destierro, sino la de asignar a las armas, a que aprendiesen oficio o a las obras públicas y a las penas pecuniarias, fáciles de pagar, "que se sienten y no se olvidaban" (Silvestre 1988, 370). De esta manera, resaltaba la inoperancia de las penas de destierro para aquellos sujetos desordenados y jugadores y dirigía su mirada a la utilidad de estos al servicio del Estado.
Es claro pues que las autoridades coloniales condenaban y prohibían los juegos por ser prácticas que inducían a la ociosidad, la pérdida de las fortunas y el descuido del trabajo y de las obligaciones familiares y laborales, pero su prohibición resultaba difícil toda vez que eran demasiadas las casas y patios para su realización. Igualmente, el prohibir y perseguir de manera asidua las casas de juego, especialmente las que contaban con permiso, era caer en un juego en el que económicamente, podría perder el centro urbano, pues esa persecución, implicaba su cierre y, consecuentemente, la no recepción de impuestos recaudados por funcionamiento.
En el periodo estudiado, se reflejó entonces una tensión entre aquellos que solicitaron mesas de juego y trucos y aquellos que, en intentos por controlar la población, prohibieron su ejercicio, citando de manera frecuente las ordenanzas sobre el tema.
La embriaguez de los habitantes: el control del aguardiente y la prohibición del guarapo en la provincia de Antioquia
A los mestizos e indígenas se les relacionó con uno de los problemas que trataron de resolver los funcionarios coloniales: la venta y consumo de licor. La persecución a las chicherías, asentadas especialmente en Santa Fe de Bogotá y sus alrededores o el guarapo en zonas como Antioquia, fueron reprobadas y condenadas en términos de salud pública y moral, de economía y de gobierno. Este tipo de licores fue blanco de censura y de medidas que pretendían impedir o controlar su elaboración y su consumo ante las funestas consecuencias que, según el imaginario colonial, generaba.
El 3 de noviembre de 1804, Jesús Antonio de Villa, corregidor del pueblo de Sopetrán, solicitó a los miembros del cabildo de la ciudad de Antioquia, una providencia para prohibir el guarapo en ese pueblo y con ello, terminar las embriagueces que tanto escándalo generaban. Indicaba que los individuos, aunque fuesen pobres y miserables, no les faltaba arbitrio de tomarlo y quienes no tuviesen con qué comprarlo, se asociaban con aquellos que tenían y lograban saciar su vicio y los que la conservaban en sus casas, también lo acostumbraban a beber, lo brindaban de gracia "y encomendando a tomarlo ya no hay reparo en dar fin a las tinas varias de aquel destino".46 Los jornaleros por este guarapo, decía la autoridad, vivían entregados al ocio, y en todo, olvidados de sus mujeres e hijos y deudas, y las personas decentes, del mismo modo de algunas, así se conducían y era tan pérfido el ejemplo, que los muchachos y algunos oficiales, las mismas huellas seguían.47
Según las indicaciones del corregidor, en donde se notaban tales tabernas, no faltaban alborotos, riñas, habladurías o censuras contra cualquiera persona, efectos de que luego se cargaban bien las cabezas, se les trastornaba el juicio o conocimiento hasta que daban en tierra y si por síndicos no fuesen conducidos, "no llegarían a sus casas los aficionados" 48 sin olvidarse de que aquellos vivían con riesgo evidente de perder la vida porque indispensablemente habían de pasar la quebrada Sopetrán. Adicionalmente, estas gentes, aun los días de fiesta, dejaban de oír misa por beber semejante guarapo "que se dice que es casi lo mismo que beber candela".49
Pese a la manifestación del corregidor, el gobernador don Víctor de Salcedo y Somodevilla acatando la recomendación del protector de naturales, don Nicolás de Lara, aconsejaba no prohibir, sino celar y cuidar las borracheras para evitar riñas entre los indios, pues era moralmente imposible quitarles la bebida, "por haber nacido y crecido con ésta".50
El aguardiente y su consumo, también fue objeto de análisis, discusión y debate. En informe del cabildo de Santa Fe de Bogotá del 7 de enero de 1777, dirigido al Consejo de Indias y en cumplimiento de la Real Cédula de Madrid del 8 de julio de 1776, relacionada con los tributos del aguardiente de caña, con los ingredientes que lo componían, la calidad de la bebida y la indicación de si su uso era "dañoso" a la salud espiritual o corporal de los naturales, se describía la composición del licor y la manera en que se producía, para luego indicar que dicha bebida era "espiritosa y cálida" y su uso "pernisiosísimo a la salud espiritual como temporal", 51 pues con ella los que la usaban "perdían la honra", llegándose a la más lamentable aniquilación de los indios con sus personas y bienes y de los pueblos en que se había introducido el estanco de dicha bebida. Por lo anterior, consideraban que este licor debía utilizarse solamente para remedios y no para otra cosa.52
En un tono distinto al del cabildo, don Antonio Caballero y Góngora, sostenía que el uso de dicha bebida no era dañoso a la salud espiritual, sino como el de las demás semejantes bebidas, que lo eran por su exceso y que tampoco lo era a la salud corporal, respecto a que comúnmente se solicitaba para varios usos y frecuentemente para la medicina.53
La Real Audiencia, entre tanto, defendía el consumo del aguardiente y condenaba el que fuese acusado de manera tan ferviente por el cabildo de Santa Fe, pues según esta, solo en exceso era mala la bebida. Por otro lado, era innegable lo mucho que importaba su subsistencia, "por ser el más copioso manantial que fecunda a la Real Hacienda en las cajas de este Virreinato", 54 sin la cual quedarían inutilizados los progresos de su aumentado auxilio para cubrir las consignaciones y "otras graves urgencias que dependen de su socorro".55
Una vez analizados los diferentes conceptos emitidos desde Santa Fe sobre el aguardiente, el Consejo de Indias, en marzo de 1777, indicaba que el uso de la bebida tomado con racionalidad no dañaba la salud espiritual ni corporal de los hombres. Sin embargo, el desorden con que se gastaba era perjudicial porque les embriagaba y privaba de juicio, resultándoles su ruina e infeliz estado. Por tal motivo, ordenaba que los estancos expidiesen este licor únicamente en las ciudades y villas, "permitiendo que en las casas se beneficie por botija, botijuelas o frascos, y que únicamente se venda por menudo en determinadas tiendas por dirección del superior gobierno, atendiendo a que por este medio se permita el uso moderado y necesario y se cele por las justicias cualquiera abuso y exceso que se cometa en su consumo".56
Dos años después, el visitador general don Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, en informe sobre el estado del Nuevo Reino, resaltaba que la renta del aguardiente debía fortalecerse, pues este licor era lícito y su uso no dañaba, sino su abuso. Así pues, sostenía, como el medio más oportuno de refrenar este consumo, estancar, de tal suerte que no se destilase en cualquier lugar, ni en todas partes lo encontrasen los ociosos, pues su total exterminio era una empresa "no solo ardua sino imposible" en un Reino en que, acostumbradas las gentes a esta bebida, no alcanzaría arbitrio el discurso para impedir su destilación.57
Don Francisco Silvestre también era partidario de conservar el estanco de aguardiente y permitir su consumo legal, pues solo el exceso afectaba la dinámica de la sociedad. Silvestre resaltaba cómo varios médicos, incluyendo a don José Celestino Mutis, habían descartado elementos que justificaran la nocividad del licor, siendo, por el contrario, beneficioso en algunas situaciones (Silvestre 1988, 363). No obstante, era conveniente que este género estuviese estancado prohibiéndose su libre destilación, pues no dejaba de ser vicioso, de ninguna suerte era objeto de primera necesidad y no había mejor medio para contenerlo, que reducirlo a una sola mano y fijarle un precio que sin faltar a lo primero contuviese el segundo (Silvestre 1988, 363).
Generalmente, las opiniones y los discursos de la elite acerca del exceso de consumo de licor coincidían en culparlo de la alteración de la tranquilidad pública, pues la embriaguez era el estado habitual de quienes protagonizaban riñas, peleas y desafíos de toda índole; siendo también objeto de condena desde el punto de vista económico, pues entregados a la bebida los indios, labradores y demás trabajadores abandonaban sus labores y contribuían a la ruina de las arcas del virreinato. Las quejas contra este revelaban que la ebriedad permanecía como un elemento estructural dentro de las prácticas culturales de la población y cobraba nuevos sentidos dentro el ordenamiento colonial al ser relacionada con la necesidad de productividad y de utilidad del trabajo y con la moral y la religión (Alzate-Echeverri 2006, 187).
El 13 de marzo de 1795 se abrió causa contra Tiburcio Solarte por haberse encontrado embriagado y por ser vago y mal entretenido. La causa fue sentenciada por el juez de segundo voto, don Joaquín de la Fuente, quien previamente, escuchó a los testigos que sobre el sindicado hablaron, quienes coincidían en afirmar que Tiburcio era un hombre "siempre poseído por el aguardiente y el guarapo, teniendo abandonado el oficio de zapatería".58 Una vez analizada la situación, el alcalde determinó que no se comprendían mayores excesos "que lo que los que le resultan del vicio de la bebida, en que de continuo se ejercita por la falta de sujeción que es la que le da motivo a la ociosidad",59 entre ellos, causar algunos alborotos con las salidas que hacía a deshoras de la noche, cantando y tocando música. Por ese motivo, solicitaba al señor alférez real don Pedro Campero, hacerse cargo del hombre y procurar que viviese cristiano y arregladamente, sin causar escándalo; haciéndolo trabajar en su oficio para el pago de las acreencias que tuviese y sin que, de manera alguna, lo dejase pasar al pueblo de Sopetrán por el término de un año "o lo más que le acomodara".60
Una posición muy moderada frente al uso de los licores fermentados o regionales fue la asumida por don José Celestino Mutis, quien, en su dictamen sobre el aguardiente de caña, dedicó algunos renglones a las bebidas fermentadas, incluyendo el tema en cuestión. Para Mutis, teniendo en cuenta que ya era una costumbre necesaria entre la población el uso de esas bebidas correspondía al gobierno "la tolerancia de los que nuevamente inventa la industria, con tal que en ninguno de ellos peligre la salud pública" (Mutis 1995, 8). Para él, debía entenderse que en ningún tiempo se había reprobado el uso de los guarapos y chichas. Por ello, recomendaba que solo se reprobase contra el abuso, siendo bien cierto que, por el vicio de los pocos, no se debía ordenar leyes de extinción de licores contra la moderación de los muchos (Mutis 1995, 8).
En definitiva, el control de la población y la necesidad de hacerla útil a los fines de la Corona hizo que se intentara controlar todo tipo de situaciones que afectaran ese resultado. Las diversiones públicas eran espacios de indisciplina y descontrol y por ello, fueron focos a ajustar, especialmente, porque la nutrida concurrencia y el exceso de consumo de licor, siempre o casi siempre, acompañaba estas diversiones, hecho que desencadenaba en riñas y escándalos públicos que perturbaban notoriamente el orden de la sociedad.
Pese a ello, la renta que significaba el estanco de juegos y de aguardiente, impedía un análisis moral profundo y planteaba una situación difícil de resolver por parte de las autoridades coloniales. Dejar de percibirla, significada dejar de contar con un recurso importante para atender las crecidas urgencias de los centros urbanos, en los albores del siglo XIX. Como lo sostuvo el visitador Gutiérrez de Piñeres, sobre el estanco de aguardiente: "sin esta renta, sería imposible sostener las cargas el virreinato".61
Fue tal vez en el juego y en el consumo del licor, donde más se evidenció el debate moral versus la necesidad económica en el Nuevo Reino de Granada, pues sobre análisis e hipótesis se debatió permanentemente la pertinencia o no de prohibir estos vicios.
Conclusiones
Si se tiene en cuenta el número de comunicados, solicitudes, órdenes y bandos de buen gobierno a partir de la década de 1770, especialmente después del arribo de don Francisco Silvestre a la provincia de Antioquia, se comprende la preocupación de las autoridades por ejercer orden y control sobre la población. Sin embargo, las mismas comunicaciones al finalizar el periodo colonial y el crecido número de juicios por hurtos, robos, homicidios y relaciones ilícitas, reflejan las dificultades en la consolidación de un proyecto de reforma a la moral y las costumbres. Pero esto no fue un suceso único de la provincia de Antioquia, pues igual situación se daba en la ciudad de Santa Fe de Bogotá y en otros centros urbanos.
No obstante, es indiscutible el dinamismo de los cabildos de los centros urbanos de la villa de Medellín y la ciudad de Antioquia, a partir de la década de 1770, muy activos frente a la implementación de unas reformas urbanas que transformasen las costumbres de la población y sus dinámicas sociales y morales.
Al ver el incremento del número de juicios criminales seguidos a partir de 1780 y las penas impuestas, así como los discursos de los cabildantes frente a los temas concernientes a la policía, es claro el vínculo entre lo prohibido moralmente, a saber, la vagancia, el hurto y la mala entretención, como elemento clave en la determinación del desorden perseguido por los jueces y el castigo. Este estuvo en sintonía con las políticas borbónicas de utilidad de los pobladores, y fue el aspecto central a implementar. Lo anterior puede entenderse como uno de los rasgos característicos del discurso ordenador difundido a nivel local por los jueces de la provincia. De esta forma, paralelo a la reconfiguración de Antioquia y a la instauración de medidas de agrupación de la población en terrenos óptimos para su trabajo, las autoridades buscaron regular las formas de vida y ajustar a los habitantes a los nuevos preceptos ilustrados.
La agrupación de la población, la concentración en sitios no aislados, el control de aquellos que vivían alejados por parte de alcaldes pedáneos y las instrucciones dadas al cabildo para su funcionamiento, determinaron las actuaciones y delimitaron las funciones de tal suerte que cada miembro del ayuntamiento tuviera claridad en sus tareas. Estos, con la ayuda de los vecinos, juzgaron y criminalizaron a todos aquellos considerados delincuentes tanto en su actuar moral como con las actividades ilícitas que realizaban.
Pero, pese al andamiaje del gobierno, las autoridades no lograron ejercer un control estricto sobre la mayoría de la población, situada en centros urbanos, zonas rurales o sitios de frontera. Los colonos de tierras, establecidos a veces en lugares con escaso control colonial, pudieron ejercer su libertad o "libertinaje" en términos de las autoridades, con mayor tranquilidad; los desterrados y desterradas, llegaron a veces a estas zonas para continuar con sus dinámicas sociales y sexuales y los presos fugitivos encontraban en el territorio, un espacio que les permitía escapar de las penas y de la justicia. Las cárceles, por su parte, fueron insuficientes para la cantidad de condenados por delitos contra la moral y las sanas costumbres.
De otro lado, los intentos de prohibición de juegos y el consumo excesivo de licor, menguaron en su intención, al chocar esto con la precariedad de impuestos que recibían y con la importancia que dichos impuestos, obtenidos a través de la venta de licor y la aprobación de juegos, permitía.
Después de 1810, con la llegada de la Independencia, se interrumpió el proyecto borbónico de centralización de poder y las autoridades debieron atender la nueva forma de organización, hecho que les implicó, en ocasiones, concentrarse en temas diferentes a la moralidad y el orden.