1. INTRODUCCIÓN: UN TRANCE DEFECTUOSO
Al igual que Lezama Lima en su ensayo titulado "Artaud y el peyotl", llama la atención cómo en La violencia del tiempo de Miguel Gutiérrez la tematización de la ingesta del cactus de San Pedro oscila también entre la fascinación y el menosprecio. Teniendo en mente otro alucinógeno, también de factura chamánica, el poeta cubano señala que la "magia del peyotl" diseña tanto "palacios inexistentes" como culturas sin sostén aparente, "meramente mentales"; espacios para la edificación de "templos prodigiosos donde la fe se convertía en sustancia, la sustancia se convertía en hipogrifos, en gorgonas musicales, que no adquirían su realidad del mundo exterior" (583). Una situación descrita, a grandes rasgos, de la siguiente manera: "El peyotl creaba una civilización, construía, sin existir; levantaba, sin comprobar. Los fosos de sus castillos terminaban en la frente. El vegetal se vengaba del hombre. Construía dentro de él un árbol que extendía sus hojas en las evaporaciones cerebrales ... el vegetal se vuelve enloquecido hacia el intelligere, se expande sin término, provoca falsas gravitaciones" (584).
La venganza del vegetal, entonces, se sostiene a partir de la falsedad de sus supuestas prolongaciones benéficas. Se trata de una planta que autonomiza sus efectos, así como también su injerencia sobre el propio cuerpo de quien la consume. La metáfora del árbol que, vale aclarar, tiene como objetivo no solo afianzar la idea de la extensión casi sin control de esta sustancia alucinógena en la corporalidad del consumidor, sino también describir la manera en que se pone en primer plano la emergencia de lo "concreto satánico", término con el que Lezama Lima describe las cualidades inherentes a la ingestión del peyote por parte de Artaud. En este punto de su exposición, el ensayo se inclina hacia una operación de resacralización de lo profano en virtud de la cual compara a Satán con el vegetal antes mencionado y, a la vez, le abre las puertas a una interpretación de la dinámica del consumo menos cercana a la condena del acto -desde el punto de vista de los dictámenes de la voluntad (Sedwyck 217)- que a la equiparación del peyote con el individuo.
Quien retoma estos postulados y los reconfigura con la intención de superar la demonización que Lezama Lima hace de esa sustancia alucinógena es Néstor Perlongher en su famoso ensayo "Poesía y éxtasis" de 1991. Casi cuarenta años después de la publicación de las notas del autor de Paradiso, Perlongher postula la utilización del dispositivo del Santo Daime como una estrategia viable a la hora de anteponerle al satanismo del peyote -por extensión a cualquier otro alucinógeno- una reconversión basada en su potencia religiosa. Es decir, la insistencia en las "maneras religiosas del trance" (Perlongher 190) va de la mano de una revisión del modo en que se instrumentaliza la forma artística destinada a contener la experiencia desorganizadora de la subjetividad.
Anota Perlongher: "Diferentemente de las irisaciones demoníacas del peyote tomado por el ateo Artaud o de las recamadas etereidades de la quincallaría poética derritiéndose en el vacío final de la pavada, hay maneras religiosas del trance que, lejos de echar las luminosidades fantasmagóricas por la borda del agujero seductor, disponen el agencia-miento de los brillos como una escalera hacia lo celeste del astral" (190). Hay así una relación entre el marco que posibilita la expansión del acto de consumo y sus efectos inmediatos. Ese primer elemento es el que asegura la fertilidad del vegetal, del éxtasis propiciado por su ingesta (López Seoane 115) y efectivamente se trata también de un aspecto importante de las operaciones del curandero puesto en crisis. Para acotar las consecuencias de la experiencia desritualizada, asociada con el consumo de alucinógenos por fuera de los protocolos de curación, Guattari le opone un modo colectivo del acto de consumo organizado por el chamán, pues se trata del encargado de trazar un límite con respecto a lo que el filósofo francés denomina el modo solitario, predominante en el capitalismo y aplicable más que nada al consumo de drogas duras consideradas microfascistas (97). Esta injerencia de lo colectivo en la ingestión del San Pedro es lo que se pone en entredicho desde el comienzo de La violencia del tiempo.
La emergencia de un episodio reverberante en varias oportunidades durante el desarrollo de la novela llama la atención acerca de la utilización del consumo de un alucinógeno como ruptura de los modos de narrar afines a la mímesis realista. La exploración de los efectos intoxicantes que el trance, propiciado por el consumo del cactus de San Pedro, tiene para el proyecto escriturario del narrador surge a partir de las repetidas disrupciones temporales que organizan la ficción de Gutiérrez, destinadas a sostener un proceso de memorización fundamental para su desarrollo (Elmore 637). En las primeras páginas de la novela el lector se encuentra con una aproximación a este tema a partir de un contrapunto fundamental entre las diferentes formas de abordar el consumo del San Pedro. En este comienzo de la ficción, Cruz Villar, pariente directo del narrador de la novela, protagoniza una serie de preguntas discernibles como posibles hipótesis de lectura de algunos eventos del pasado familiar:
¿ Fue verdad, por ejemplo, que mi bisabuelo daba de beber la pócima del sam-pedro (el cactus dorado, como lo llamaba mi padre en sus anotaciones) y de otras yerbas alucinantes como la simora, la hoja de múltiples formas que crece salvaje y pertinaz sobre la tierra amarga, a todos sus hijos, incluyendo a los menores, Inocencio y Primorosa, apenas unos churritos de este porte-cito; y cuando los muchachitos se sentían aterrorizados por el tumulto de visiones y voces que les suscitaba la bebida, mi primer abuelo los amarraba al viejo vichayo que había en el centro del corral y luego procedía a interrogarlos sobre el destino de la familia o por asuntos modestos, como el gallo que saldría ganador en las peleas de las grandes ferias ? (39)
Como se observa en la cita precedente, no hay siquiera un mínimo atisbo de retroalimen-tación entre los esquemas cognoscitivos propios del curandero y la ingesta del cactus de San Pedro. El constreñimiento que organiza las escenas referidas por el narrador forma parte de la primera referencia en la novela al consumo de esta sustancia alucinógena, actividad central para la organización de las mesas de curanderos en el norte del Perú (Douglas 101). Cruz Villar obliga a sus hijos Inocencio y Primorosa a beber la pócima sagrada del cactus y en ese mismo acto echa por la borda el espesor de sentido (religioso) que conlleva dicha actividad. De este modo, la experiencia puntual con esta sustancia desestabilizadora de la percepción se transforma en un lugar de enunciación: no solo expone la centralidad de un sistema de comunicación simbólica que sirve de modelo a una conducta ritual cuya gestión de las visiones tiene su catalizador en el influjo de la planta alucinógena antes mencionada, sino también su entero rechazo. Por tanto, en las acciones de uno de los antepasados del narrador no hay una contextualización que sacralice el factor alucinógeno del San Pedro como si sucederá cuando Martín Villar, el protagonista, ingiera ese brebaje; por el contrario, su antepasado desbarata las prácticas terapéuticas del chamán al optar por someter a sus hijos a las experiencias de los viajes extáticos mediante trances producidos por el San Pedro, aunque de manera violenta.
Ahora bien, ¿qué sucede entonces cuándo se niegan los protocolos con los que se reviste el trance chamánico producido por la ingesta del cactus de San Pedro ? ¿Qué importancia tiene, en la ficción de Gutiérrez, esta desestimación del éxtasis ascendente, capaz de transformar la energía de la sustancia psicoactiva en un "trampolín cósmico" (Flores 8), pero que en este caso no produce más que una mínima elevación destinada a preocupaciones terrenales? ¿Qué se hace, a fin de cuentas, cuando los jugos del San Pedro, parafraseando a Lezama Lima al comparar a Cocteau con Artaud, están dañados?: "Cocteau ha buscado los jugos dañados como un fijador, es decir, como un centro de equilibrio que contrastase esos excesos de levitación, si no se le escaparía su alma o su cuerpo, quedando su cuerpo como un saco desinflado, o su alma como un gemido de las sombras; pero en Artaud, es su pasión de lo concreto, sus edificaciones geométricas de términos sin comprobación, sus minucias que se deshacen al borde mismo de lo real" (584).
En su tránsito por ese "borde mismo de lo real", la novela de Gutiérrez se distancia de la búsqueda de un elemento "fijador" alrededor del cual orbite el acto de consumo del San Pedro. A lo largo de la ficción se sientan las bases de una estrategia narrativa cuya desconfiguración de un centro irradiador de sentidos se transforma en su rasgo principal. Es que la alteración sensorial, suscitada por las visiones del cactus de San Pedro, sostiene también un marco explicativo capaz de doblegar los modos de narrar asociados con el realismo. En este sentido, La violencia del tiempo hace de los cruces entre chamanismo y montaje la plataforma enunciativa desde la cual se construye una "terapéutica de la investigación" (Flores 90), lo más alejada posible de los ordenamientos promovidos por el discurso historiográfico, y de la misma manera sienta las bases de un discurso narrativo capaz de tender sus propios puentes de sentido con esa práctica de raigambre chamánica. En la comparación entre Cruz Villar y su descendiente con respecto al uso de las plantas visionarias se hallan dos elementos fundamentales para interpretar los cruces entre experimentalismo narrativo y tematización de las drogas. Por un lado, el narrador representa un proceso arqueológico de revisión del pasado familiar en pro de una "indagación de la identidad" (Torre 381), que tiene como materiales de trabajo géneros como el ensayo, el relato e incluso el testimonio así como también muestra la recepción positiva de los requerimientos asociados con el papel de paciente. Por otro lado, Cruz Villar cristaliza los inconvenientes de un sujeto que infructuosamente activa los protocolos inherentes a las operaciones del curandero y, por ende, no descifra el mensaje proveniente del trance. Estos posicionamientos evidencian dos momentos bien diferenciados de la ficción sobre los que bascula la aproximación a los modos de conocimiento del curandero desplegados durante su sesión terapéutica, en la cual se le otorga especial relevancia al alejamiento de la retoricidad propia de los narcóticos (Ramos, Afectos colaterales 15) que conlleva la instrumentalización de las plantas de poder.
2. CRUZ VILLAR: EL HERMETISMO DEL SAN PEDRO
La violencia del tiempo de Miguel Gutiérrez propone como eje de su despliegue genérico e histórico un acto de violación, momento originario del linaje de los Villar1 (Cheng 14). La saga de esta familia, por tanto, se fundamenta en los hechos sucedidos durante la Conquista, específicamente a partir del encuentro sexual no consentido entre un soldado llamado Miguel Francisco Villar, desertor del ejército español, y Sacramento Chira, integrante de una de las comunidades indígenas. A partir de este momento, las cinco generaciones de la familia Villar, asentadas en el pueblo imaginario de Congará ubicado en Piura, en la costa norte del Perú, ponen de relieve el mestizaje tema excluyente de la crónica familiar que el protagonista de la novela Martín Villar, último vástago del clan, busca descifrar. Con la intención de abordar esta experiencia del mestizaje, el proyecto escriturario del narrador Martín Villar subraya la forma en que la memoria se transmite entre generaciones (Cheng 18), razón por la cual la condición mestiza se conceptualiza como un síntoma traumático. Para contar la historia de su familia, el narrador profundiza tanto en la memoria oral, así como en la escrita a partir de sus recuerdos infantiles, rememora los relatos del Ciego Orejuela o de Juan Domingo Chanduví, personajes encargados de recordar diferentes hechos, aunque sin olvidar los cuadernos de su padre. Se trata de un conjunto de materiales destinados a un proceso de rememoración entendido no solo como sospecha de su propia saga familiar, sino también como revisión de los documentos que se corresponden con el intento fallido de escritura de su propio padre. Al poner en escena el proceso creativo, el narrador refuerza la idea de que el carácter metaficcional de la ficción es, por tanto, una reflexión acerca del oficio de escribir, así como también un comentario acerca de las dificultades en el abordaje de la Historia (familiar y nacional) de manera fidedigna al hacer hincapié en la construcción de novedosas formas de representación de los sucesos históricos.
En este sentido funciona, por ejemplo, la recuperación de la escena en donde Cruz Villar obliga a sus hijos a ingerir "esa bebida que trastornaba el sentido" (Gutiérrez 68). Se trata no solo de un abismarse al pasado de los Villar, sino también de la cristalización que tiene el método del montaje en el armado de la ficción: un instrumento revelador de las inflexiones inherentes a la definición del flujo temporal que la novela representa así como a la vez matriz de lectura basada en lo heterogéneo, capaz de resigni-ficar literariamente las obturaciones que sufre el aparato sinestésico (Buck-Morss 173)2. Es decir, de esa tortura infantil convertida en revelación infructuosa de las visiones del San Pedro, se desprende el comienzo de una tradición familiar que, con el paso del tiempo, se transforma en el procedimiento constructivo fundamental del relevamiento de los hechos históricos que lleva adelante el narrador:
(amarrados, maniatados) Inocencio y Primorosa comunicaban al padre implacable y supersticioso (y que, sin embargo, no ansiaba otra cosa que el bien de su tribu) el delirante tumulto de imágenes y voces herméticas y deslumbrantes que resonaban en sus oídos y encandilaban sus vistas por virtud del cactus dorado, o balbuceaban aterrados bajo los efectos de la simora negra, propiciadora de viciosas figuraciones que revelaban los instintos del mal que subyacen en el alma de los hombres. (Gutiérrez 228, las cursivas son mías)
Ese "tumulto de imágenes y voces herméticas y deslumbrantes" se concatenan a partir de una lógica de lo fragmentario promovida a partir del método del montaje, maniobra narrativa a partir de la cual se hace manifiesta la consideración de esta técnica como un procedimiento capaz de trascender la simple refuncionalización de sus efectos para erigirse, finalmente, en una herramienta de apropiación cultural.
El montaje expone una doble valencia: se posiciona como recurso compositivo, pero también como dispositivo de apropiación de las culturas locales, específicamente de los saberes y prácticas terapéuticas que concentra el curanderismo norteño del Perú. Visto entonces como instrumento de conocimiento, el montaje pone en primer plano los objetos o artes del ajuar curanderil que forman parte de la mesa o altar en donde se expone de forma simbólica un compendio de la cosmología chamánica de los Andes, "representación concreta del imaginario alucinatorio presentado a través de símbolos cargados de significado", utilizados por el curandero como "una especie de mapa visionario que lo ayuda a mantener el control sobre su experiencia de la droga" ( Joralemon 11). Es decir, muestra el contraste entre el conjunto de saberes chamánicos y las premisas epistemológicas occidentales directamente relacionadas con el armado de la estructura novelesca. Mediante esta contraposición entre un cosmopolitismo de la forma y un localismo del contenido el método del montaje funciona como metáfora de un proceso de asimilación cultural de lo local y lo universal. En relación con este tema, Mario Polia (1988) profundiza en el significado etimológico del término mesa. Sostiene que el antecedente más relevante es el altar portátil de los sacerdotes evangelizadores durante la época colonial. Sin embargo, el autor sostiene que a la tripartición de la mesa le subyace no la liturgia católica, sino que muestran el mundo andino: "La identificación del rito ancestral de la consumación comunitaria de una droga ritual con el sacrificio eucarístico no es desconocida en otras culturas de América" (212).
Con la intención de acuñar un modelo estético capaz de desarmar el proceso unidireccional entre literatura y realidad, el narrador-protagonista de La violencia del tiempo subvierte la precisión narrativa que intenta reproducir lo real a través de un montaje de imágenes y voces que tienen su epicentro durante el trance chamánico. Al respecto, interesa revisar la función adquirida por este principio constructivo en tanto desconfiguración del régimen mimético de representación y, a la vez, ilustración de "una forma de pensar" (Xavier 177), cuya virtud radica en su capacidad para indagar a partir del "conflicto" entre imágenes, puesto que este mecanismo "se define justamente por la combinación de las representaciones con el objetivo de formar una unidad compleja de naturaleza peculiar" señalando de esta manera "un sentido no contenido en los componentes, sino en su confrontación" (177). Vale decir, por lo tanto, que el propio método de montaje traza puntos de contacto con el trabajo del chamán. Si lo que logra extraerse de los rituales de curación es la refuncionalización de una operación terapéutica capaz de trazar vínculos con el método del montaje, puede decirse que el punto de contacto entre ambos dispositivos es la concreción de una "forma de pensar" basada en la discontinuidad y lo fragmentario, como se verá más adelante.
Ahora bien, el mayor inconveniente metodológico que acarrea la postura de Cruz Villar no es solamente su rechazo de los protocolos chamánicos concernientes al logro de una visión capitalizable en términos curativos. Durante el trance producido por la infusión alucinógena del San Pedro, este personaje desbarata la mesa del curandero en el mismo momento en que desatiende el contexto simbólico destinados a su correcta utilización, pues desarma su efecto mientras sostiene la preeminencia de lo individual -en términos incluso de adicción al cactus- por sobre la codificación colectiva de la ingesta. A la pregunta de "¿Y el sampedro qué le decía? ¿Tenía virtud para escuchar su voz?" (Gutiérrez 658) enunciada por Deyanira Uribarri, una de las dos interlocutoras que apuntalan la puesta en escena del proyecto escriturario de Martín Villar, este solamente detalla las peripecias de su antepasado quien inútilmente persigue el significado de las visiones. Los motivos de su experimentación con el cactus de San Pedro van más allá del acto de curación, su finalidad es antojadiza y sus métodos carecen de un anclaje ceremonial: "Confesó que, apenas empezó a hacerse hombre, la nostalgia que desde que guardaba memoria sintió por su progenitor se trocó en deseo y ansia y urgencia de comunicación y de presencia. Convocar su espíritu, recuperar su voz y aprisionar su imagen se convirtieron en pasión y en principio y razón de vida" (658). Su plan "de comunicación y de presencia" con el espíritu de su padre se asienta en suposiciones y esfuerzos arbitrarios. Mientras recoge "instrucciones sobre el cactus cuyas virtudes los antepasados de Sacramento Chira habían hecho ciencia hermética" (658), internándose en el monte para descubrir "generosos brotes de cactus y la utilería necesaria para la preparación del cocimiento" (659). La concatenación de estas escenas deja entrever las limitaciones de Cruz Villar con respecto a sus ambiciones, ya que sus tareas se asemejan más a las de un simple herbolario que a las de un curandero. Su negación de las tradiciones visionarias que orbitan alrededor de la puesta en acto del trance a partir del consumo de las drogas rituales deja en claro que la eficacia de su acción depende directamente de su relación con el mundo mítico y los saberes y prácticas del imaginario chamánico. La desestimación de Cruz Villar de la figura del curandero como agente fundamental del rito es un claro ejemplo de su obtuso proceder:
A tientas, calculó la medianoche y, por cierto, recitó los salmos y observó uno a uno todos los rituales que hubieran indicado antes de apurar, venciendo el asco y el temor, la pócima, amarga, tú lo sabes, como la hiel de todas las hieles. Pero dijo que la ansiedad, el miedo, la noche, el frío cortante, la sensación de estar tocando puertas prohibidas, pudieron más, lo traicionaron ...
Sin embargo, no se dio por vencido y una y otra vez se internó en el monte, de donde retornaba no con la sensación de haber fracasado, sino con el sabor amargo de no haberse atrevido a trasponer esa inasible frontera que lo separaba del fantasma de su padre. (659, las cursivas son mías)
Semejante rutina desemboca en un proceso de "adicción por el sampedro y otras yerbas sagradas de la región" (658), señala el narrador. Este aspecto solapa, junto con la ausencia de un curandero como operador de la práctica sanadora, la conceptualización de la experiencia chamánica desde el punto de vista de su sentido sacralizador. Además, la mención de la adicción establece una ligazón entre este fenómeno y el consumo de sustancias capaz de recuperar la injerencia de un trasfondo histórico, cuya preeminencia del libre albedrío es su clave interpretativa3. La figura del adicto socava, en consecuencia, tanto la conformación de una estructura de saberes y prácticas propias del ritual de curación, así como, en ese mismo gesto, desarma la factibilidad de la alteración sensorial. Cruz Villar, a fin de cuentas, adeuda una relación con esta sustancia inductora del trance chamánico, capaz de apelar menos a los esquemas de la toxicomanía que al restablecimiento de un modo colectivo del consumo. En su ensayo "La fabricación del vicio", Henrique Carneiro establece un parangón entre la figura del adicto y la revisión de su etimología como ejemplo de un viraje en la concepción orgánica de la enfermedad como explicación del uso de drogas: "El término adicción (addiction en inglés) deriva de la palabra latina que designaba, en la Roma antigua, al ciudadano sometido a esclavitud por deudas impagas" (187).
Esa "sensación de estar tocando puertas prohibidas" así como el "no haberse atrevido a trasponer esa inasible frontera" evidencian las fallas inherentes a la experiencia desrituali-zada protagonizada por Cruz Villar. Se trata de restricciones inscriptas en el estado de éxtasis que nada tienen que ver con un uso político del narcótico en pro de una iluminación ubicable en la corporalidad de quien consume. No hay reconfiguración del sensorio ni de la conciencia a través de esta ingesta ya que no está contextualizada ni tampoco contenida, razón por la cual el propio Villar somete a sus propios hijos a esta instrumentalización del consumo del San Pedro en busca de contacto con su progenitor. Al respecto, puede leerse la manera en que el narrador retoma la pregunta que le había hecho Deyanira Uribarri acerca de las capacidades de manipulación de los efectos del San Pedro por parte de su pariente para contestar:
No, querida, no tenía virtud. O, más bien, el espíritu del cactus se mostraba avaro con él en todo lo relacionado con la comunicación con el padre. Porque, según afirmó, el sampedro, de hablarle le hablaba y le hacía ver la quinta maravilla, pero, entonces, al muchacho, obsedido como estaba, lo dejaba indiferente y más bien incitaba su furia, una furia que luchaba por reprimir de inmediato por temor a ser castigado con el silencio definitivo del cactus de sus antepasados gentiles. Dijo que pensó : Es una prueba para averiguar el modo de mi corazón. Y durante muchas noches de muchas semanas y meses siguió invocando. (559-660)
El estado de obcecación sin miramientos en el que se sumerge este personaje se desliga de la exploración y creación de lo extraordinario al que está destinado el trabajo de los chamanes (Rothemberg 115). En este pasaje de la novela, laperformance ritual de Cruz Villar expone más una imbricación con el desarreglo de los sentidos que una búsqueda de conocimiento genuina, situación colindante con las conceptualizaciones acerca de la figura del adicto que la ficción se encarga de poner a circular con la intención, como ya dijimos más arriba, se deja en claro cuáles son los impedimentos que acechan la experiencia dislocadora de la subjetividad. Su rechazo de los protocolos chamánicos, así como también su ingestión del San Pedro sin contención alguna transforman la figura de Cruz Villar en un adicto, para quien "el espíritu del cactus guardaba el más cerrado hermetismo" (661).
En el siguiente apartado se verá la contracara de esta serie de acciones negadoras de los ribetes místicos de la ingesta del San Pedro a partir de la importancia otorgada por el narrador a la instancia de trance, entendida como epicentro de la radicalización de la forma novelesca a partir de una tensión entre la materialidad del archivo y su representación. El propio espacio-tiempo de ese instante motivado por el consumo del enteógeno desencadena, en la empresa escrituraria del narrador, la reaparición de imágenes propias del archivo de la nación peruana que la historiografía ha sostenido mediante los modos progresivos de narrar la Historia y que, por su inseparable capacidad disruptiva, sientan las bases de una reformulación de la novela. Si el trance, anota Jens Andermann, es aquello que "vuelve a ensamblar en el inconsciente, el espacio y tiempo del sujeto y la comunidad" así como también "produce en el éxtasis una lengua futura, un habla epifánica" (22), puede decirse entonces que este instante se transforma en el punto de clivaje de una narración que hace del umbral el origen de un novedoso ensamblaje.
3. MARTÍN VILLAR: EL ENSAMBLAJE DE VOCES
La revisión de las anotaciones de su padre concernientes a la violencia ejercida por Cruz Villar mientras obligaba a beber de los "jugos dañados" a sus hijos puede leerse como un antecedente directo de la experimentación realizada por Martín Villar tiempo después. En el presente de la propia escritura que la novela se encarga de poner en escena de manera metaficcional, el narrador-protagonista le otorga a la escena chamánica una especial relevancia durante los capítulos cinco y seis. La inclusión de la práctica fármaco-literaria del montaje, extraída de la propia instancia de trance, sostiene una particular percepción del tiempo caracterizada más por su reversibilidad que por su desarrollo progresivo. Su descripción como "círculos concéntricos, espiral, simultaneidad, fusión, congelamiento, abolición" (309) se sustenta en las recomendaciones del chamán Asunción Juares, quien lo acompaña durante la toma del cactus y, de manera concomitante, le provee de una perspectiva distanciada de las concepciones historiográficas más conservadoras. Este curandero es quien le da de beber de la "pócima sagrada" que "entre el tumulto de visiones y voces arcanas (herméticas, la mayoría), le había hecho sentir con mayor imperio la necesidad de ir tras las huellas de la antigua sangre de los Chira, fundamento y sustancia del agraviado linaje de los Villar" (282).
Nuevamente puede observase la manera en que la descripción de las imágenes surgidas a partir del acto chamánico se asienta en la idea de lo tumultuoso. Dicha representación del aspecto temporal ligada al desorden y lo confuso opera como índice de la estética escrituraria del narrador. Si su intención, surgida del éxtasis chamánico como pudo verse más arriba, es extraer de dicha experiencia desordenada un modo novedoso de contar la saga familiar, se observa cómo las visiones del cactus proveen de un método eficaz, aunque carente de plenitud explicativa. El "indagar sin sosiego" (Gutiérrez 39) que rige su trayectoria vital se vuelve punto de partida de una ambición expositiva, cuya productividad no depende solamente del material provisto por el evento terapéutico del curandero. Es que dicho tumulto de imágenes se pliega a los entretelones propios del archivo histórico montando de esta manera una operación de lectura del pasado capaz de resignificar un vacío en el compendio archivístico de la historia del Perú. Es dable afirmar, por tanto, que en la intersección entre el método del montaje que el narrador extrae del trance chamánico así como también del auxilio proveniente de los registros historiográficos se cifra un circuito interpretativo fundamental de la ficción de Gutiérrez, capaz de oponerse tanto a las ambiciones personalistas y sin ligazón con la tradición curanderil que Cruz Villar muestra en su experimentación con el San Pedro así como también a los modos positivistas de abordar la Historia. Es decir, la formulación chamánica del montaje expone una doble valencia: por un lado, surge como aspecto diferenciador al interior de la familia Villar y, por otro, deja en claro las limitaciones a la hora de interpretar los sucesos históricos surgidas de su abordaje historiográfico más progresivo. Por este motivo, Martín Villar queda a la intemperie del sentido cuando las visiones del San Pedro escenifican "un brusco cambio de escena" a partir del cual ve "interrumpir por las polvorientas calles de Piura una cabalgata de indios de piel clara (los "serranos", como los llamaban despectivamente en la ciudad) con ponchos de color de vino oscuro, blandiendo machetes y disparando al aire", escena disruptiva de las visiones encadenadas a las que sucumbe en compañía del curandero y que, finalmente, "no alcanzó a distinguir ni comprender" (Gutiérrez 345). Su inoperancia para interpretar los hechos del pasado que irrumpen en el presente como resabios de la ingesta del San Pedro se transforma en el primer paso hacia la incorporación del montaje como forma de conocimiento del pasado.
Sin embargo, no debe dejarse de lado que el narrador allana el camino hacia una verdadera compresión de los hechos históricos a partir de la utilización de su propio sustento documental. Accede para ello a un ordenamiento del confuso registro de lo acontecido a partir de la emergencia del archivo. Al respecto, puede agregarse que los efectos del consumo del cactus de San Pedro revelan la raigambre chamánica de un montaje de tiempos heterogéneos en plena convivencia: "Pero ahora, mientras trataba de convocar las visiones que le prodigara el Sampedro en la cabaña de don Asunción Juares, de pronto, el salón estalló en carcajadas e instantes después una voz lejanamente conocida le dijo al oído Llevaban una gran bandera roja y entraron a Piura gritando Viva la Comuna!' (352). En este pasaje se observa la manera en que la estructura novelesca fagocita el archivo a partir de la ficcionalización de una biografía. Bauman de Metz, quien "apareció en Piura alrededor de 1882" y se encargó de "propagar ideas socialistas y causar la insurrección de los campesinos" (ctd. en Jacobsen y Diez Hurtado 161), es el encargado de importar las ideas de la Comuna de París al norte del Perú a fines del siglo xix. En consecuencia, La violencia del tiempo expone una representación literaria de los sucesos que la Historia oficial no logra aunar. En la revisión del contexto histórico que rodea a los jinetes comuneros -tal y como emergen en sus visiones- Martín Villar lleva adelante una tarea de rememoración a partir de la recuperación de los vínculos de este suceso histórico con el modelo parisino de insurrección obrera al otro lado del Atlántico en 1871. Es decir, se trata de un agujero de la historia (Didi-Huberman, "El archivo arde" 24) del Perú que el método del montaje pone en relación con la Comuna de París, tarea que le corresponde al narrador a partir de una codificación de los fragmentos.
El San Pedro, por tanto, se pone al servicio de la revisión del pasado. Actualiza un relevamiento archivístico de dos momentos revolucionarios distanciados geográfica y temporalmente al plantear una resignificación de la alteración temporal a la que se accede tanto por medio del montaje como a partir del consumo de la sustancia alucinógena. La insurrección obrera de los communards parisinos y su imitación del otro lado del Atlántico representada por el levantamiento de los montoneros de Chalaco se tornan materiales con los que el narrador apuntala la experimentación producida por dos tipos de técnicas bien diferenciadas, pero con lazos en común. Montaje y trance chamánico (Taussig 520), en consecuencia, se destinan tanto a la desconfiguración de la historiografía peruana, así como también a los modos de representación afines a la novela realista. Esta matriz narrativa de prosapia discontinuista sostiene un ejercicio epistémico basado en los alcances de la intoxicación (Herlinghaus 43), tanto del sujeto como del discurso. Su objetivo es, finalmente, la condensación del fluir temporal en una sola imagen, tal y como lo plantea Martín Villar: ". yo me había entregado a convocar la voz sacramental del sampedro, las voces de los ancianos, la voz de los míos (de los vivos y de los muertos) y, por encima de todo, la voz de mi bisabuelo Cruz Villar, a quien me figuraba caído de rodillas, emporcado de sangre y tierra y babas, indigno y mancillado para siempre" (Gutiérrez 651). La ruptura de la individuación y su correspondiente fusión en una unidad con el cosmos caracteriza la instancia superior del éxtasis colectivo, aspecto del ritual chamánico que el narrador ilustra, como puede observarse en la cita anterior, mediante un ensamblaje de voces cuyas resonancias dependen directamente de las "expediciones visionarias" relacionadas con las "infructuosidades transpersonales" (Flores 9). El multitudinario despliegue de voces surgidas a partir del acto chamánico convoca, por encima de dicha totalidad, a la figura de su bisabuelo Cruz Villar, el primero de la familia plegado a los efectos de la experimentación sensorial.
El carácter colectivo del estado de trance en el que participa el narrador subraya uno de los aspectos más destacados de su comparación con el estado de éxtasis al que accede su antepasado. El contraste entre ambos sujetos distingue no solo los aportes decisivos del consumo ritualizado, sino también los alcances de una escritura entendida como tecnología capaz de reforzar la conceptualización de los enteógenos como formatos disidentes, cercanos a un intento de desobediencia farmacológica (Escohotado 539) y, por ende, mimética. Apta por lo tanto para escaparle a la hipótesis represiva que la define como resistencia al régimen farmacolonial (Ramos y Herrera 17), la novela de Gutiérrez muestra la manera en que las sustancias alteran un principio de realidad secularizado. En este sentido, la combinación entre el acto de escritura y el despliegue chamánico pone en el centro de la escena las deficiencias de una exégesis de la Historia. A partir de la combinación entre "disciplina y adicción" (Ronell 67), el narrador Martín Villar halla la clave de bóveda de una versión superadora de la experiencia reconfiguradora de la subjetividad efectuada por el San Pedro. A propósito de esta cuestión, Avital Ronell señala lo siguiente en Crack Wars. Literatura, adicción, manía: "Disciplina y adicción. Practiquen sus escalas. Repeticiones. Bach dándose con café. Berlioz con alucinógenos (pero también con café y cigarros): El Sabbat de las Brujas, un menjunje del Fausto y los sueños de opio que Berlioz lee en las Confesiones de un opiómano inglés de Thomas de Quincey. El vino de Mussorgsky. Los cigarrillos de Stravinsky" (67).
Si Cruz Villar no logra comunicarse con su padre durante el estado de trance, así como tampoco el narrador-protagonista desentraña con claridad los eventos en los que se involucra Bauman de Metz y los comuneros de Chalaco a fines del siglo xix, la emergencia de la escritura funciona como factor desencadenante de una alteración de los protocolos inherentes a la tarea del historiador. El desarme de la subjetividad, junto con la expansión de la conciencia producida por el San Pedro, se iluminan lo incumplido y no solamente lo fáctico, es decir, esa otra cara del pasado que deja ruinas y testimonios. Martín Villar, historiador benjaminiano a las claras, actualiza el pasado al abrir y escindir el presente. Por tanto, si el pasado es lo incumplido, reprimido por la cultura tal como sucede con los comuneros de Chalaco, no habría en el archivo un vínculo claramente identificable con lo fáctico. Así la genealogía de la familia Villar se pliega a los requerimientos de la tarea de rememoración. Si esta consiste en la construcción de constelaciones que vinculan el pasado con el presente a partir de momentos considerados mónadas, es decir, aglutinaciones de la totalidad histórica (Benjamin 56), puede observase cómo todos los Villar caben en el último de su estirpe:
Conmovido, pretendí incorporarme, pero el espíritu del cactus me ordenó que escuchara. Escucha, muchacho, Martín, la voz de los tuyos y de los antepasados, de los tuyos que yacen esperando en el fondo de los médanos. Y yo, mi hermano, acaté la conminación del bebedizo sapiente y escuché, ¡cuánto escuché! Eran voces antiguas y voces menos antiguas, y voces recientes medidas en la escala del presuroso tiempo humano . No sé cuanto tiempo estuve escuchando hasta que las voces se fueron apagando, diluyendo, perdiéndose entre el suave viento del amanecer. Y cuando creí que ya toda palabra y todo precepto me habían sido dichos, el cactus dorado me hizo una última revelación. Y fue así como oí el vaticinio de mi muerte temprana. (Gutiérrez 425)
4. CONCLUSIÓN: UN DESMADRE SENSORIAL, UNA MEMORIA TRANSGENERACIONAL
Se aprecia fácilmente en la cita anterior otro elemento diferenciador de la experimentación con el San Pedro, cuya relevancia resulta fundamental para responder a una de las preguntas con las que comenzaba este ensayo. A propósito de los "jugos dañados" del San Pedro puede observarse la manera en que la resolución de Cruz Villar a dicha limitación afianza el descalabro a la vez que potencia sus expectativas. Guiado por sus ambiciones individuales y motivado por una recomposición de las relaciones con su padre, su experimentación con dicha planta sagrada poco tiene que ver con los protocolos de alteración conducidos por la figura del chamán. Como consecuencia, se señala en la novela que sus acciones derivan indefectiblemente en gestos propios de un adicto. Sin embargo, el narrador, cuyo posicionamiento ante los saberes del chamán son radicalmente opuestos, extrae de los modos de conocimiento ofrecidos por el curandero Asunción Juares un vaticinio acerca de su propia existencia, indicio que apunta a una novedosa forma de pensar tanto la Historia como los protocolos chamánicos. El anuncio de su propia muerte cierra el hecho terapéutico en la ficción. De ahí en más, el lector repone hipotéticamente los sucesos dejados de lado por la narración ya que no hay elemento alguno que describa los estertores de Martín Villar, solamente esta profecía final.
Lo discontinuo y fragmentario de la sesión terapéutica se vuelven los rasgos más destacados, por un lado, del desmantelamiento de la forma novelesca, así como, de la misma manera, de una versión superadora de la ficción capaz de tensionar dicha composición con los saberes y prácticas de las culturas prehispánicas. El montaje, por tanto, se visualizó como recurso literario y, a la vez, dispositivo de apropiación de las culturas locales, siendo inevitable la afirmación de su propia dialéctica operativa, encargada de sostener el sistema que conforman estos fragmentos de visiones intercalados en la narración a propósito de una demanda de organicidad inherente a toda obra. Lo que pudo observarse, en consecuencia, fueron inacabamientos constitutivos, esenciales a la hora de poner en marcha una movilización del todo, aunque interrumpiéndolo. Incidentes que, yuxtaponiéndose, fundan en La violencia del tiempo un archipiélago de jirones de imagen. Si el narrador señala que su objetivo es la recomposición de una "memoria desgarrada" (Gutiérrez 227) es dable afirmar que su pretensión fragmentaria, lejos de arrinconar a la totalidad novelesca, asumió como tarea su superación. Esta continuidad discontinuada, a través de (o a pesar de) este régimen de esquirlas, postula un retrato no solo de la novela estrechamente ligado con las poéticas rituales del mundo indígena. La escena chamánica, como pudo observarse, trasciende el ámbito terapéutico: funciona como modelo de lectura de la memoria trans-generacional a partir del desmadre sensorial ocasionado por el San Pedro, cuyos efectos alteran el cuerpo del paciente y el de la novela.