Introducción
El agua es el elemento más común de la Tierra -¡un lugar común!-, pero tal vez no es tan común como parece; al menos en lo que respecta al agua para consumo humano, en tiempos del antropoceno1 (Trischler 2017). Según el Servicio Geológico de los Estados Unidos (USGS, por sus siglas en inglés) (2021), si bien se calcula que cerca del 70 % del planeta es agua, el 96 % está en los océanos, más otras aguas saladas. Tan solo un 2,5 % corresponde a las aguas dulces. Del total de agua dulce, el 68,7 % está congelada en glaciales, el 30,1 % es agua subterránea y tan solo el 1,2 % corresponde a aguas superficiales. De estas aguas superficiales, cerca del 70 °% está congelada de manera permanente, el 20 % está en los lagos, el 3,8 % se encuentra en suelos húmedos (páramos y turberas), el 2,6 % en humedales y cerca de 0,46 % en los rios. El restante 0,26 % está en los seres vivos (USGS 2021). En resumen, del agua total del planeta, tan solo el 0,3 % está disponible para consumo humano. Este pequeño porcentaje es usado, en parte, para el abastecimiento de los asentamientos humanos, pero en su mayoría se consume en procesos productivos de alimentos, ganadería, energia y abastecimiento para el sector minero-industrial. Solo el 5 % restante del agua es de uso doméstico. Este porcentaje, sin embargo, se va haciendo más escaso, debido a la creciente demanda en un planeta habitado por aproximadamente 7.900 millones de personas (Worldometers 2022); pero también se ve afectado en su calidad, debido a la contaminación de los acuiferos. Datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS 2019) dicen que cerca de 844 millones de personas carecen de un servicio básico de suministro de agua potable y al menos 2.000 millones de personas se abastecen de una fuente de agua que está contaminada. Por su parte, la contaminación del agua potable provoca más de 502.000 muertes por diarrea al año. Para complementar el panorama, se prevé que en el 2025 la mitad de la población mundial vivirá en zonas con escasez de agua. Finalmente, es preocupante la disminución de la cantidad del agua debido a la afectación de su ciclo por la pérdida de cobertura vegetal, a causa de la construcción de megaproyectos (por ejemplo vias e intervenciones minero-energéticas), grandes monocultivos para biocombustibles, alimentos para animales (como soya y sorgo) y ganadería extensiva. Lo que genera, además, una situación de conflictos territoriales por el agua y la tierra en muchos lugares del mundo (Fals Borda 2002; Escobar 2014; Dowbor, Esteves y Panez 2018; Ulloa y Romero-Toledo 2018; World Wildlife Fundation (WWF 2020).
Esta situación del agua nos desafía, como humanidad, a encontrar modos novedosos de relacionarnos con ella, pues es de ella que depende la vida en general y nuestra existencia como humanidad en particular. ¿Cómo abordar este problema? Son muchos los postulados teóricos, técnicos, políticos y sociales que se han desarrollado frente a él. La literatura es abundante y los ejemplos de acción colectiva, institucional y cientifica en el mundo son innumerables; citarlos se sale de la capacidad expositiva en este articulo. Lo que me propongo es, más bien, partir de una experiencia de investigación y acción colaborativa en el borde urbano-rural del sur de Bogotá, para abordar la gestión del agua, en el debate de la gestión de los bienes comunes, para señalar, desde esta experiencia, la importancia de hacer-con el agua, desde una perspectiva relacional y situada, en la cual los seres humanos como habitantes de un territorio nos hacemos conscientes de que somos parte del tejido de la vida. Finalmente, mi intención es contribuir a la gestión del agua desde el Trabajo Social, uniéndome a otras voces contemporáneas (Latour 2017; Haraway 2019; Coccia 2021), para llevar la reflexión de la acción disciplinar a un terreno más allá de lo humano.
Para cumplir con este objetivo planteo cuatro partes. La primera subraya algunos aspectos sobre el debate de los comunes y su gobernanza, ofreciendo algunos antecedentes en Colombia en relación con la gestión comunitaria del agua. La segunda introduce los problemas del agua en transiciones urbano-rurales, en las cuales se develan los problemas más apremiantes de una humanidad cada vez más urbanizada, los que se identificaron en la experiencia de investigación y gestión colaborativa para el sur de Bogotá. Esta experiencia da cuenta de una alianza tripartita entre la academia, la empresa y las organizaciones sociales, pero también de una alianza con el agua, la vida y el territorio. La tercera incluye los principales aprendizajes de la experiencia colaborativa y los modos que adopta para llevar a cabo un Trabajo Social con perspectiva ambiental y ecológica. Esta resalta la importancia de relacionarnos con el agua y el territorio desde la solidaridad, la reciprocidad, el afecto, la confianza y el cuidado del otro como principios éticos y políticos fundamentales. Finalmente, se retoma una perspectiva relacional, reflexiva y situada construida a lo largo de más de veinte años de experiencia de un Trabajo Social cuya práctica está implicada con la ecologia de la vida en la Tierra (Palacio-Tamayo 2017, 2018a, 2018b; Amorocho-Pérez y Palacio-Tamayo 2018) para hacer una reflexión sobre la sostenibilidad del agua y el territorio como una consecuencia de la colaboración entre los distintos actores humanos y los no humanos como el agua, desde una ética ambiental solidaria y reciproca.
El agua, más que un recurso, más que un bien de uso común
En los discursos normativos de la gestión pública, el agua se define como recurso hídrico. Así mismo, al ser parte de procesos de captación, distribución y disposición que asumen empresas especializadas, el agua entra en lógicas mercantiles y por lo tanto está regulada también por el mercado. Es el caso de la Ley 142 de 1994 en Colombia, que define al agua como recurso hídrico y a los servicios públicos domiciliarios, como funciones reguladas de empresas públicas o privadas reconocidas formalmente como operadores para su distribución de acuerdo con lógicas de eficiencia y eficacia económica. Esta ley deja por fuera todas las pequeñas organizaciones sociales que a partir de una lógica comunitaria han construido y gestionado acueductos en sus localidades y veredas, que en Colombia no son pocos, como se verá más adelante. También estos pequeños prestadores o gestores del agua compiten con las empresas por los permisos de concesión de agua, para poder acceder a ella. En los casos empresariales, el agua se trata como un recurso y un bien regulado por las instituciones del Estado y las leyes del mercado. En los casos comunitarios, por el contrario, otras lógicas, relacionadas con sus cosmovisiones, operan en esta gestión.
En contraposición a esta lógica mercantil, surge el término de los "comunes" que se popularizó en los años setenta del siglo pasado, con la tesis de Hardin (2005), quien retomó algunos planteamientos maltusianos para proponer una tesis sobre los límites al uso de los recursos o bienes de uso común. La economia los define como "todo bien donde no hay exclusión en el consumo, es decir, todas las personas de la comunidad pueden utilizarlo y sacar beneficio de él" (Economipedia 2022), por ejemplo, el aire, los océanos, las pasturas y el agua, entre otros. Hardin esgrime que la tragedia de los comunes se debe a un dilema entre la libertad y la responsabilidad de los grupos y las poblaciones implicadas en la degradación de los recursos comunes. El autor puso de presente que la libertad de uso de un recurso tiene implicaciones en su deterioro, pero la regulación no necesariamente cumple su cometido cuando el recurso se torna escaso por la creciente demanda, debido, por ejemplo, a un crecimiento desbordado de la población. Si bien en la práctica el dilema no se ha resuelto y continúan los debates y sobre todo los problemas en relación con su uso y regulación, Hesse y Ostrom (2007) establecen que la gestión de los comunes puede situarse más bien en el campo de la capacidad de gestionar el conocimiento y la información entre las instituciones y los interesados, entre los que se buscan construir acuerdos de uso de los comunes a largo plazo. Aqui la comunicación entra a desempeñar un papel fundamental para acordar reglas entre los actores implicados, incorporando la noción del gobierno o la gobernanza de los comunes como una salida al falso dilema que planteó Hardin, desde la dicotomia entre lo privado y lo público. El trabajo de Ostrom se caracteriza por analizar sistemáticamente una variedad de mecanismos institucionales, orientados a administrar y gestionar recursos de uso común que los sitúa, en particular, en el uso y manejo de los ecosistemas asociados al agua, como son los humedales (por ejemplo lagos, lagunas, turberas, estuarios) y los nacimientos de fuentes de agua como aljibes, arroyos, quebradas y rios. En Colombia, uno de los principales ecosistemas que se han convertido en un bien público, además de los humedales, abundantes en nuestro territorio, son los páramos: ecosistemas fundamentales para el ciclo del agua, que se constituyen en estrellas fluviales, son endémicos de alta montaña, y hay algunos en el Ecuador y en Costa Rica (Morales, Otero, van der Hammen et al. 2007).
Sin embargo, como muy bien lo plantean Dowbor, Esteves y Panez (2018), en Latinoamérica esta dicotomia público-privada no se resuelve solamente desde la gestión del conocimiento, en un contexto de democracias débiles o con sesgos autoritarios. Históricamente, los problemas de uso de los comunes en América Latina no se disputan y resuelven entre actores públicos y privados. Muy por el contrario, estos se alían para disputar los recursos con actores comunitarios. Estos últimos, con fuertes arraigos tradicionales y de larga duración en los territorios y comunidades que originalmente tienen una tradición histórica de uso, basadas en sistemas de vida ancestral (caso de resguardos indígenas y comunidades negras en Colombia mediante gobiernos de territorios colectivos) o campesinas (Ulloa y Romero-Toledo 2018). Estas comunidades ancestrales y de origen campesino, históricamente han sido y siguen siendo desplazadas por los primeros. Ellos, los actores comunitarios, han venido estableciendo alianzas público-comunitarias para gestionar el agua, o formando redes de organizaciones sociales con organizaciones no gubernamentales. Estas alianzas comunitarias regularmente difieren, en sus visiones, de las alianzas público-privadas, típicamente enmarcadas en las dinámicas de expansión de los modelos productivos extractivitas legales e ilegales y las dinámicas de expansión urbana formal e informal que producen en especial despojos en áreas rurales.
En Colombia, la situación y el debate que surge de la tragedia y la gobernanza de los comunes requiere de una reflexión situada sobre la gestión comunitaria del agua (Cardona y Restrepo 2020), a partir de modelos locales probados en la experiencia, que depende también de otros factores como los relacionados con el sentido de pertenencia, sentido comunitario, los aspectos emocionales e identitarios que van más allá del conocimiento informado de los actores y responden más a una cosmovisión que define a los grupos humanos desde otros referentes. Con el fin de contribuir a este debate, en este escrito se presenta la experiencia de la gestión comunitaria del agua en el borde urbano rural del sur del Bogotá, desde una perspectiva colaborativa que afianza el tejido de la vida en los territorios del agua2 (Palacio-Tamayo, van der Hammen, De Urbina-González 2018).
Para ello es fundamental, primero, ubicar el contexto de esta experiencia, para después contar cómo se construye la alianza entre las organizaciones sociales, pero también entre ellas y el agua, haciendo un particular reconocimiento al agua como un elemento constituyente de la vida y fundamento de nuestra existencia. A continuación, se presenta a partir de la cosmologia cientifica qué es el agua, pero también, desde las cosmovisiones locales campesinas e indígenas del territorio y resaltamos su sentido desde lo sagrado, lo que nos permitió en esta experiencia aliarnos con ella en los territorios que sostiene, de una manera mucho más implicada.
Puntadas sobre el agua, la población y los asentamientos del borde-urbano rural en Bogotá
Gran diversidad de reflexiones se han ido formando en distintos escenarios de participación en la primera década del siglo XXI, en círculos de pensamiento y acción en torno a la defensa del agua y el territorio en Colombia (Gómez-Bustos 2014). En Bogotá, particularmente confluimos una gran diversidad de grupos que se movilizan por el agua desde el 2006. Participamos sindicalistas, ambientalistas, acueductos comunitarios, grupos usuarios de servicios públicos, representantes de organizaciones indígenas y afrodescendientes, usuarios de servicios públicos y juntas de acción comunal y académicos. En una asamblea en la Defensoría del Pueblo en el 2007, estos actores proponen, entre otras, un referendo por el agua, para incluir en la Constitución Nacional el derecho fundamental de la ciudadanía colombiana al agua potable, al mínimo vital gratuito, al control de la gestión por parte del Estado y de las comunidades organizadas sin ánimo de lucro y, adicionalmente, propender por la protección de los ecosistemas esenciales que regulan el ciclo del agua (Centro Nacional Salud, Ambiente y Trabajo - Censat 2008). Dicho proceso se nutre de acciones colectivas como las de la Red de Humedales de Bogotá y la Sabana, que venía, desde la última década del siglo XX, movilizando acciones en protección de estos hábitats de importancia para la Sabana, en medio de una matriz urbana en expansión que estaba acabando con ellos (Palacio y Hurtado 2005), entre otros muchos procesos en Bogotá y en Colombia. En particular, los grupos que defienden el borde urbano-rural del norte3, se unieron al debate propuesto por el Foro Nacional Ambiental, en formación, liderado por el profesor Thomas van der Hammen y Julio Carrizosa quienes proponen la inclusión del concepto de Estructura Ecológica Principal, incluido en la Ley 388 de 1998 del Plan de Ordenamiento Territorial (POT) hacia finales de los años noventa. Dicha noción abre un campo importante de reflexión sobre la base ecológica en la que están sostenidas las ciudades, pero también los sistemas de vida rurales, cuya planeación debe partir de la comprensión de los suelos, el agua, la vegetación y la fauna asociada, así como los humedales, los rios, sus rondas y demás acuíferos, que son la base de su ordenamiento y sostenibilidad. Adicionalmente, los movimientos sociales en el borde sur de Bogotá se reactivaron después del derrumbe del relleno sanitario Doña Juana, en 1997, lo cual dio origen a Asamblea Sur y muchos otros colectivos que, desde la acción popular, los movimientos viviendistas y la organización de acueductos comunitarios, fueron creando una masa critica de opinión y acción en defensa del agua y el territorio en el sur (Torres 2011; Garavito y Reyes 2018; Sánchez 2021). Esto en el marco de problemas como la expansión urbana de Bogotá que hacia mediados de los años cincuenta del siglo xx muestra una primera conurbación con los municipios de Engativá, Fontibón, Usme, Bosa, Usaquén y Suba, que dio origen al Distrito Especial. Y en las tres últimas décadas, bajo la figura de Distrito Capital, este fenómeno ha crecido (De Urbina-González y Garcia 2018) exponencialmente, y con ella, los problemas de la ciudad en torno al agua y su contaminación.
El fenómeno de la expansión urbana no es propio de Colombia, responde a lógicas globales de las dinámicas poblacionales y su organización en centros urbanos que se han convertido en megalópolis (Magnaghi 2010) globales. Ellas "organizan" el territorio a partir de lógicas de flujos de materiales y energía al servicio de la producción de bienes y servicios que dinamizan los mercados capitalistas, despojando de tierras y sistemas de vida a un gran número de personas, grupos y comunidades que son absorbidas por esta dinámica, sin contemplar los ritmos de la vida y los ciclos ecológicos que las sustentan (Escobar 2014; Magnaghi 2010; Massey 1994; Harvey 2013). Hoy en dia, la población mundial asciende a 7.800.000.000 de habitantes (Banco Mundial - BM 2021), un número considerable de personas que está compitiendo por el acceso de agua dulce. De acuerdo con cifras recientes del BM (2021), cerca de 3.386.000.000 personas viven en asentamientos rurales, de las cuales aproximadamente 1.000.000.000 están habitando en lugares que están en la transición urbano-rural debido a la expansión de las ciudades. En cifras globales y agregadas cerca del 70 % tiene acceso al agua potable, lo que deja un número considerable de personas en condiciones de precariedad hídrica.
En Colombia según el Censo Nacional 2018, la población asciende a 48.000.000, la población rural es de 12.000.000 y cerca del 66 % tiene acceso domiciliario al agua (Departamento Administrativo Nacional de Estadística - DANE 2018). Se calcula que en las 30.000 veredas que componen el sector rural, puede haber cerca de 35.000 acueductos rurales de los cuales tan solo 1.320 se encuentran debidamente registrados en la Superintendencia de Servicios Públicos (Superservicios 2019). Bogotá, un territorio que cuenta con 163.000 hectáreas, de las cuales 121.474 son rurales, tiene una población estimada de 7.412.566 habitantes, y de ellos 51.203 son rurales. En Usme se calcula que hay 17.000 habitantes y 16.429 en Ciudad Bolivar (DANE 2018; Superservicios 2019). Adicionalmente, unos 230.456 habitantes viven en asentamientos urbanos informales (barrios no regularizados) en el mismo sector. La Secretaria Distrital de Hábitat ha identificado 80 prestadores de agua rurales en todo el territorio de Bogotá, entre privados y comunitarios, de los cuales 19 acueductos comunitarios prestan el servicio en áreas rurales y barrios informales de Ciudad Bolivar y Usme. Todos ellos, habitantes rurales y urbanos informales, comparten las mismas fuentes hídricas con los embalses de Chisacá y La Regadera que abastecen a 2 millones de habitantes en Bogotá (Palacio-Tamayo, van der Hammen y De Urbina-González 2018).
Garcia (2018) evidencia, con base en datos del Censo del 2005, que en el borde urbano sur de Bogotá se contabilizaron 857.420 personas y 222.744 hogares. Según las proyecciones, se prevé que haya en el 2015 1.056.852 personas y 333.378 hogares, que representan el 16 % de los hogares bogotanos. El estudio evidencia un incremento de hogares con precarización de sus condiciones en cuanto a densificación y hacinamiento, en la vivienda tanto urbana como rural. Con respecto a los servicios públicos detecta una cobertura desigual para las zonas urbana y rural. En materia de energía eléctrica la cobertura en la zona rural es prácticamente universal, mientras que el agua solo llega al 79,9 % de los hogares y solo cubre el 15 % con alcantarillado, que además presenta problemas de calidad, cuando el 15,2 °% de los hogares declara que consume agua directamente de rios, quebradas y manantiales, otro 4 % de carrotanques y un 3,6 % de pozos, pilas públicas y donaciones.
En contraste, este territorio es uno de los más ricos en fuentes de agua de la región central4, debido a su ubicación en las faldas de las montañas del complejo de páramo más grande del mundo, el páramo de Sumapaz, con 333.000 hectáreas. Este páramo es una estrella fluvial que se compone de subzonas hidrográficas como la del rio Bogotá y subcuencas como el Tunjuelo, el Sumapaz y la cuenca del Cabrera, en la vertiente occidental, y los rios Metica, Negro, Ariari, Güejar, Duda y Guayabero en la vertiente oriental. A diferencia de la Sabana de Bogotá, la subcuenca del rio Tunjuelo, la entrada al páramo de Sumapaz desde Usme, presenta pendientes importantes y su historia geológica hace que este lugar se haya convertido en una fuente de recursos de diversa naturaleza, según sustenta Chenut (2018). Estas características morfológicas y geológicas también se usaron como justificación para ubicar allí el relleno de Doña Juana, que sumado al uso del suelo en minería, a la expansión de sistemas productivos como la papa que contaminan altamente los acuíferos en este territorio, ponen en riesgo las fuentes de agua de las cuales se abastecen los 19 acueductos comunitarios de las veredas de Usme y Ciudad Bolivar. Ellos son abastecedores de agua a la población que vive en los barrios informales aledaños y a los nuevos vecinos rurales debido a la creciente fragmentación de los predios. Estos fenómenos de densificación, tanto urbana como rural, incrementan la demanda del servicio domiciliario y pone en peligro la gestión del agua de este territorio amenazado por la expansión urbana.
La apropiación del territorio, sus usos y valoraciones en este lugar, sin embargo tiene orígenes en distintas lógicas y órdenes culturales, políticos, económicos y jurídicos que han sido ampliamente estudiados en trabajos como los de Germán Mejia, Fabio Zambrano, Julián Osorio, Vladimir Sánchez, Carlos Torres, Adriana Parias, Andrés Salcedo, Stefania Gallini, Dolly Palacio Tamayo, Maria Clara van der Hammen, Leonardo Garavito, Amparo de Urbina, Javier Rodriguez, Philippe Chenut y Thierry Lulle, solo para nombrar algunos de tantos académicos que han estudiado el borde sur en Bogotá. Lógicas muy complejas que tejen lo que hoy es este lugar y las formas que como consecuencia va adoptando el territorio. Más que un interés analítico, aqui proponemos partir de esta base compleja, introduciendo acciones prácticas que tengan como punto de partida la intención de personas concretas en construir experiencias de trabajo colaborativo en las cuales la trayectoria, los saberes y los roles de cada una cuenten en la construcción de nuevos futuros posibles en y con el agua y el territorio que nos sostiene.
Aprendizajes de los comunes: hacia una ética relacional y un Trabajo Social implicado con el agua y la vida
En el 2011 un grupo de personas vinculadas a los procesos de defensa y gestión del agua y los ecosistemas asociados en Bogotá nos reunimos en mesas de gobernanza del agua en la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá (EAAB). Allí confluimos funcionarios, académicos y miembros de organizaciones sociales del territorio, entre ellos los líderes de los acueductos comunitarios de Ciudad Bolivar, Usme y Sumapaz. Se propuso formar una comunidad de aprendizaje (Krebs y Holley 2002), con el fin de instaurar alianzas de gestión colaborativa entre actores cuya misión estuviera vinculada a la gestión del agua en el sur de Bogotá. En el 2012 nos presentamos a la convocatoria de proyectos de Colciencias "Red Territorial de Acueductos Comunitarios (RETACO)", funcionarias de ingeniería especializada y la Dirección de Gestión Comunitaria de la EAAB, miembros de grupos de investigación de la Pontificia Universidad Javeriana y de la Universidad Externado de Colombia y Acrópolis Constelar Campesina, una organización que fomenta la relación campo-ciudad desde mercados campesinos. La formulación y el desarrollo del proyecto fue conjunta, y participó un grupo de 30 personas, de perfiles muy distintos, entre ellos lideres y lideresas sociales con y sin educación formal, así como profesionales en Ingeniería, Psicología, Antropología, Sociología, Arquitectura y Arquitectura Urbana, Biologia, Geografia, Filosofia, Trabajo Social y Derecho, además de educadores populares, entre otros. El proyecto se formuló en una dinámica en la que se sumaron las voces, los conocimientos y las preguntas de cada persona de manera colaborativa. Adicionalmente, durante la realización del proyecto, se integraron cerca de 35 personas jóvenes, 26 del territorio que hicieron un diplomado como parte del desarrollo de la investigación, en la que se formaron como auxiliares del trabajo de campo y otros 8 estudiantes, investigadores que en calidad de pasantes y tesistas de pregrado y posgrado se sumaron a este diálogo fructífero.
Si bien cada persona tenía una afiliación institucional u organizativa, se fundó la relación a partir de la capacidad de cada persona, al mismo tiempo que se reconocieron las afinidades temáticas de interés para definir las colaboraciones. Desde esta perspectiva, el propósito que nos fijamos fue situarnos como vecinos de Bogotá, unidos por un interés común: el agua. Juntamos dos experiencias, la del sentir y la del saber, mediante la creación de un campo abierto de intercambio permanente, en el cual se conversaba sobre preguntas y problemas relacionados con el agua y el territorio que habitábamos. La idea consistió en aprender los unos de los otros, mediante la colaboración, que significa trabajar juntos y hacer con otros. En ese orden de ideas, formamos subgrupos de trabajo por afinidades en temas, empatías personales e intereses. Cada quien participaba con los recursos que tenía desde sus afiliaciones institucionales y organizativas, trayectorias y saberes, y con el recurso común de la financiación del proyecto. Esta experiencia está completamente documentada en un libro digital que cuenta la historia de este trabajo conjunto, mediante la investigación y escritura de un libro a cuarenta manos, en el que la tradición oral y las habilidades escritas se juntaron para comunicar las historias, narrativas y acciones colaborativas logradas en este proceso de cuatro años de trabajo (Palacio-Tamayo, van der Hammen y De Urbina-González 2018).
A continuación, lo que propongo es recoger esta experiencia, a partir de mi papel en el proceso como trabajadora social e investigadora principal, con el fin de aportar algunas ideas que intentan ir más allá de la gobernanza del agua, entendida esta como los procesos que construyen acuerdos desde las reglas construidas en consensos, para el uso de un bien común; y para mostrar cómo este grupo se situó desde una ontologia y ética relacional (Palacio-Tamayo 2017, 2018a), en las que cada persona suma su campo de acción que influye y transforma, desde su ser multidimensional con y para el agua en el territorio. Ello implicó crear un campo de diálogo, al mismo tiempo que modos distintos de construir la experiencia cognitiva y sensitiva de ser parte del territorio y del agua. El agua fue enunciada desde una perspectiva cosmológica, que después ritualizamos para sentir su presencia y construir una consciencia ecológica o relacional con ella. Esto permitió cambiar nuestra posición como usuarios de ella, para convertirnos en seres humanos que activan su conexión consciente con ella, para su cuidado y defensa.
Reconocer el origen cósmico del agua
El agua es una molécula aparentemente sencilla, pero su existencia alberga un relato fascinante en la historia de la configuración del orden cósmico (Rodriguez y Gómez 2007). En el universo temprano el primer átomo que se formó fue el hidrógeno. Su aparición se da en los primeros millones de años de un universo en formación que hoy se calcula cuenta con 13.800 millones de años. Los átomos de hidrógeno se enlazan tipicamente entre si en cadenas de pares que se unen con otros átomos para configurar nuevos órdenes. Es así como las cadenas de pares de hidrógeno se encuentran con el oxígeno, otro átomo presente en las nubes originarias del universo primigenio, más o menos en sus primeros 500 millones años, formando las primeras moléculas de agua. Estas moléculas de agua, según Rodriguez y Gómez (2007), se acumulan en las nubes de polvo cósmico, generalmente en zonas muy frías, que van formando cúmulos que se anidan en las supernovas, quedándose adheridas en las rocas que se desprenden en el nacimiento de las estrellas, o en la génesis de los sistemas solares.
El agua se anidó en el sistema solar temprano, como lo expresan Rodriguez y Gómez (2007) "[...] el vapor de agua existe como una de tantas moléculas en el gas interestelar, cuando la Tierra se condensó del disco protoplanetario que rodeaba al Sol, simplemente recibió su 'ración' de agua" (15). De esta forma, esta molécula hace parte del origen de la vida en la Tierra, que, en un conjunto de eventos cooperativos, hace 4.000 millones de años, se convierte en el elemento que, por excelencia, facilita las conexiones iónicas, la formación de membranas de las primeras células, y se constituye en el medio primordial en el cual surgen y se desarrollan los primeros organismos vivos en el planeta. En este sentido, el agua es mucho más que un recurso o un bien de uso común, es un elemento constitutivo y fundante del cosmos y de la vida en la Tierra. El agua está presente en todos los ambientes donde está la vida, formando biomas y ecosistemas, formando mares, rios, pozos profundos, lagos y lagunas, humedales y turberas, expresándose en nubes, lluvia y rocio. El agua en sus distintas formas es, sin duda, el hito más importante que los grupos humanos han identificado en un territorio para constituir sus asentamientos y formar las más florecientes civilizaciones de su historia. No hay historia cultural sin un pozo, un rio, una montaña o una cueva en la cual nace el agua. Ella marca el origen de los pueblos, los sostiene en su devenir histórico, e incluso marca su desaparición debido a su agotamiento.
Unidos en este origen común, los seres humanos somos un resultado de los procesos de evolución de los demás órdenes de la vida desde y con el agua. Con el objetivo de proponer un acercamiento a estas tesis propongo escuchar, ver o leer los trabajos de: Lynn Margulis sobre qué es la vida; Donna Haraway, bióloga y feminista que ha sido una pionera con sus postulados de hibridación entre tecnociencia, biologia y cultura, que a partir de una ontologia relacional propone combinar prácticas especulativas con arte y ciencia, para vivir y morir de manera creativa frente al antropoceno y el capitaloceno5; Betsy Damon, ingeniera y feminista que desarrolla una propuesta de guardianes del agua (keepers of the waters), combinando ciencia, tecnología, arte y participación; James Lovelock con la hipótesis Gaia, que presenta la vida como un proceso dinámico, creado por los mismos organismos; Bruno Latour, un filósofo de ciencia que reflexiona el laboratorio desde la antropología simétrica, propone el estudio de las asociaciones entre humanos y no humanos haciendo un análisis agudo de los modernos, definiéndolos como la antropologia que le falta antropologia comparativa para entender a profundidad los desafios del planeta a partir de las controversias multiactores, incluyendo como tales a los no humanos; Humberto Maturana y Francisco Varela, quienes desarrollan tesis sobre el amor y la autopoiesis en el desarrollo de la vida; y Augusto Ángel Maya, un precursor del pensamiento ambiental en Colombia. Estas personas las nombro aqui para motivar algunas búsquedas que inspiren la comprensión de este maravilloso mundo de la vida en la Tierra.
El sentido de lo sagrado de nuestra vida con el agua en la Tierra
Reconocimos en esta experiencia que cada uno, cada una de nosotras y cada uno de los habitantes humanos y no humanos del territorio del borde urbano rural es sagrado. Somos una manifestación de la existencia hecha vida en este momento de la Tierra. Nos reconocemos como iguales, como personas que viven en un territorio, comparten las aguas, comparten la vida. Estas comprensiones fueron fundamentales para crear un espíritu colaborativo a partir de referentes orientadores profundos. Partiendo de esta complejidad, propusimos crear distintas modalidades de intercambio, pero para ello era fundamental crear un capo relacional, un espacio de respeto y confianza, para dar paso a la colaboración entre personas de distintos orígenes culturales, geográficos, sociales y culturales. Lo primero que pensamos fue instaurar entre nosotros un centro común para para iniciar la comunicación. Con la colaboración y el acompañamiento de Mónica Tobón (2018), una psicóloga que propone un camino de consciencia desde la conexión con el corazón, se propuso vivir experiencias de aprendizaje conectando nuestros sentires desde el corazón con el agua y el territorio, con el propósito de conectarlos con el pensamiento, viviendo prácticas rituales de diálogo, en las cuales el agua estuviera presente y al centro. Varios integrantes del grupo también propusieron, a partir de sus experiencias de aprendizaje sobre las cosmovisiones culturales muiscas, traer prácticas locales como aprender caminando el territorio, los círculos de la palabra, los convites, las chocolatadas y otras prácticas culturales locales que nos permitieron crear mayor cohesión, desde la empatía y la simpatia. Estas dos características de la emocionalidad humana coinciden con planteamientos de las pioneras del Trabajo Social que en sus escritos hablaban de ser "visitadoras amigas" que se acercan con simpatia y empatía a las personas que ellas atendían, como una forma de construir una relación de ayuda, desde la igualdad de personas que se apoyan mutuamente6.
Modos de conectar con el agua, el territorio y sus habitantes, más allá de lo humano
El primer modo de conexión entre nosotros, como equipo de trabajo, que después se extendió al trabajo con el grupo de personas jóvenes con quienes hicimos el diplomado, fue crear una meditación para evocar el agua y, a partir de ella, crear una primera conversación sobre lo que significaba el agua para cada quien. De esta experiencia, nos movimos hacia el territorio en un viaje que buscaba, mediante caminatas rituales ir a los lugares donde nace el agua, saludar el lugar y pedir permiso al territorio, presentando nuestras ofrendas para invocar nuestras primeras intenciones. Sentir el frio, la brisa, la lluvia, conectarnos desde nuestra experiencia sensorial, conectar la respiración, los pies con la tierra, las manos con el aire, la cabeza con el cielo y el corazón con nuestro centro; estar allí sintiendo la grandeza de la montaña, de la laguna, de la quebrada, del rio, de los frailejones en el páramo, experimentar este sentir consciente permitió abrir nuestra percepción hacia la conexión de nuestro ser con el lugar, y encontrar que queríamos aportar para el hacer-juntos. A esto le podríamos poner el nombre de conectar con nuestra consciencia ecológica (Sewall 1999; Roszak 2000).
La consciencia ecológica entendida como el darnos cuenta de nuestra existencia, en relación con otros, con el medio que nos contiene, el aire que respiramos, el agua que pasa o llega o recibo de varias formas sensoriales, la luz solar que nos calienta; sentirnos en presencia, es decir, tener la sensación de que estamos ahí en el lugar, reconociendo que él nos sostiene desde el suelo donde estamos situados. Esta experiencia amplió la noción del yo/ del nosotros, abrió las membranas que nos conectan hacia adentro y hacia afuera de nuestros cuerpos, como limites particulares, para reconocer las transiciones que dan cuenta del dar y del recibir, en el constante flujo de la respiración, estableciendo una referencia ampliada del 'yo' hacia toda la existencia que nos permite la experiencia del vivir. En la ceremonia final de la caminata se propone, además, tener un gesto frente a ese sentir. El gesto se expresó en agradecimiento por todo lo que recibimos y consistía en traer al territorio una ofrenda en gratitud por lo recibido.
Este ejercicio de apertura del sentir y el agradecer, nos sitúa de una manera simétrica y reciproca con los demás seres vivos que permiten las condiciones de la vida en el planeta. Al practicar la reciprocidad en un acto consciente de sentir que recibimos y saber que devolvemos los favores con un gesto de gratitud, se crea un vinculo poderoso e indisoluble con el territorio. Esta acción nos engancha en el tejido, en la mixtura de la vida, como lo plantea Emanuele Coccia (2017) en La vida de las plantas.
En su reflexión el autor nos insta a reconocer que son ellas, con el agua y los animales, los seres constitutivos y engendradores de nuestras existencias como humanos. Activar nuestros sentidos, no solo el intelecto, es clave para darnos cuenta de que somos parte del tejido de la vida, de una experiencia que, ante todo, crea sensibilidad necesaria para comprender la magnitud de la importancia de la colaboración que emprendíamos. Esta experiencia abre las posibilidades de crear nuevos lazos desde el sentir, como una manifestación que asegura la vida del mamífero humano que somos con el territorio, con el agua. El sentir consciente de nosotros en el lugar, nos lleva a una sensación de bienestar, creando el sentimiento de amor y gratitud que se convierten en una estrategia fundamental del vivir (Maturana y Varela 1984). Este sentir sintoniza nuestra antena de la percepción y nos damos cuenta de qué somos. Al saber qué somos nos hacernos cargo de la vida nuestra y la de los otros, bajo la claridad y la confianza que ese mundo "otro" nos cuida y hace posible nuestra vida.
Un segundo modo en esta experiencia de colaboración fue crear círculos del agua, en los cuales la palabra se turna con el agua en un puesto central (figura 2). Alrededor de ella, cuidadosamente adornada, le dimos un sentido ritual a la conversación, estableciendo de manera colectiva nuestras intenciones con el agua, desde nuestras historias de vida, nuestros saberes, nuestras habilidades, con el fin de indicar los aspectos que cada quien podia aportar. Poniendo nuestra palabra al servicio del colectivo, como recurso que nutre las preguntas y acciones para encarar las problemáticas que iban surgiendo en las caminatas y las conversaciones.
A continuación, comparto un texto que sintetiza los significados que surgieron sobre el agua en uno de estos círculos.
Además de los acuerdos sobre quiénes somos y por qué estamos juntos en este proyecto, compartimos las intenciones que enunciamos en ese entonces. Entre ellas manifestamos el deseo de crear mayor cohesión social para que las alternativas planteadas tuvieran mayor impacto. Propusimos empoderar los actores desde sus subjetividades, sus lenguajes y sus identidades.
De igual forma, insistimos en reconocer las luchas sociales y el tejido social alrededor del agua en el territorio. Sostuvimos que entender el agua y poder comunicar lo que significa, es el fundamento del fluir de la relación cultura y naturaleza en el territorio; el agua -afirmamos- es el fluir de la información que comunica al territorio constantemente su estado y su situación. Adicionalmente, fue muy importante plantearnos la exploración sobre lo que la investigación social puede aportar en temas que frecuentemente son abordados por técnicos, planificadores y urbanistas. Se insistió en seguir la utopía, es decir, en continuar con la búsqueda de ese lugar perfecto para la vida humana en relación con el agua, visibilizando aquellas formas de vivir que verdaderamente la defienden y la protegen, y para ello se hizo hincapié en que el conocimiento del agua necesita del rigor cientifico tanto como de la conexión espiritual, pues son componentes fundamentales de la cultura del agua. El agua -concluimos- 'es la savia de quien no sabía, para volverse sabiduría'. Con esta frase se sellan todas estas intenciones, auspiciando que todas ellas fluyan para facilitar la manifestación de las acciones conjuntas y posibles, en un territorio que tiene tantos potenciales, pero a la vez tantas amenazas. (Palacio-Tamayo 2018a)
En estos círculos del agua, también reinterpretamos nuestro origen, desde el sentir y el amor al territorio, en sintonia con lo que Fals Borda (2002) rescata de las comunidades originarias, desde su sabiduría, y que plasma en Historia doble de la Costa. El retorno a la Tierra. En este tomo 4 narra de manera detallada las conexiones profundas que tienen las comunidades ancestrales con la tierra, no como una posesión, como una propiedad, sino como el sustento, como la madre, como el origen del ser, dando cuenta de una ontologia del estar y del vivir en el lugar, en el terruño. Así, en la experiencia del sur de Bogotá, buscamos las raíces en la historia ambiental (van der Hammen, Morales, Gómez et al. 2018), reconociendo las huellas de la cultura en el territorio, con el fin de mantener la memoria de estas huellas y resaltar su importancia en la construcción colectiva de la ecologia del lugar. Desde este saber que está en las huellas del territorio y en las personas que hoy portan esta memoria, se puede construir posibilidades de formar grupos de guardianes del territorio desde una ética del cuidado del otro.
En Usme y Ciudad Bolívar se entrecruzan palimpsestos de la vida humana: desde los cementerios muiscas, un hallazgo arqueológico recientemente descubierto; la cueva del indio con pictogramas antiguos; las casas de las haciendas coloniales o los vestigios del antiguo ferrocarril que llegaba hasta Olarte (vereda de Usme) y comunicaba a todos los pueblos de la Sabana durante la primera mitad del siglo XX; y las pilas que dejó el Acueducto de Bogotá tras la construcción de los embalses de La Regadera y Chisacá, entre otros hitos que aún siguen vivos en la memoria de la gente del lugar que vive en el páramo, donde el agua se impone como realidad cotidiana. Esta mezcla entre huellas del pasado y las dinámicas contemporáneas nos lleva a reflexionar sobre el papel de la presencia y acción humanas en esa ecología del lugar que hoy nos muestra un territorio degradado, contaminado y en transformación, debido a la gran presión sobre los acuíferos por demandas cada vez más grandes sobre el agua y la tierra que se observan claramente (Sánchez 2021).
El tercer modo de trabajo conjunto fue los convites y las chocolatadas con personas jóvenes diplomandas del proyecto y usuarias de los acueductos. Estas conversas al calor del fogón y una aguapanela caliente retoman prácticas de convivencia y colaboración, en las cuales todos ponemos el pan y las viandas para conversar y contarnos las estrategias que implementamos para usar, ahorrar y mantener el agua en las usanzas tanto domésticas como productivas reconociendo los saberes que están operando en la vida diaria de las personas (van der Hammen y Arrieta 2018).
Finalmente, a partir de una reflexión sobre las redes complejas aplicadas a la relación con el agua, el cuarto modo propone la formación de monitores del agua. Se organizaron salidas de campo con estudiantes de primaria, profesoras, profesores y fontaneros de los acueductos comunitarios para crear interés en su conocimiento y protección. La Red de Monitores del Agua (REMONA) (Hurtado 2018) es una iniciativa liderada por el profesor Rafael Hurtado del Departamento de Física de la Universidad Nacional, que plantea despertar, desde una perspectiva cientifica rigurosa, amor por el agua desde su conocimiento. El profesor propone anclar este saber en la comprensión del agua desde su origen cósmico y su importancia en los procesos de la vida en el planeta, atendiendo los problemas locales de los territorios del agua. Nos propone implicar a los más jóvenes de la escuela, para activar el interés de los mayores, contactando las emociones que produce ver el agua y sus propiedades; observando el agua de su casa, del nacedero, de la quebrada; y creando experiencias directas con ella para ver lo que contiene y por qué. Hurtado propone usar herramientas de la aritmética, de la geometría, de la química, de la biología, de la historia, de la geografía y del arte, aplicadas al propio territorio, lo que nos permite anclar el conocimiento, haciéndolo evidente y útil, pero también formativo en la construcción de la propia identidad para formar una ciudadanía del agua. Esta experiencia siembra sentimientos y emociones en conexión con el saber riguroso que pueden marcar el principio de una acción sintonizada y en coherencia con el entorno del agua que sostiene nuestra vida.
Puntadas finales: la sostenibilidad del agua desde redes colaborativas mediadas por un Trabajo Social comprometido con el agua en la Tierra
En la propuesta de Trabajo Social relacional planteada con Amanda Amorocho (Amorocho-Pérez y Palacio-Tamayo 2018) retomamos el hilo de las bases del Trabajo Social ambiental, desde los conceptos más relevantes que fundan las pioneras. Entre ellos encontramos muy interesante la noción de persona-en-su-entorno abordada por Mary Richmond en el Diagnóstico social (Travi 2011). Si bien el entorno para Richmond se queda en el ámbito de lo humano, su argumento central intenta sacar el problema de la pobreza del ámbito puramente económico, para entender a la persona en su entorno y reconocer que son las relaciones de cada persona las que permiten entender tanto sus problemas, como la manera de encontrar caminos para superarlos. Adicionalmente, en Inglaterra Octavia Hill (1877) se atrevió a aproximarse a la situación de las personas más allá de ellas mismas, entendiendo que tanto la vivienda como los espacios abiertos son aspectos relevantes para la construcción de vidas necesarias para una población que vivia en la miseria, en Londres del siglo XIX. Nosotras asumimos una mirada relacional basada en un Trabajo Social que ha buscado entender a la persona en su ambiente, pero desde una perspectiva de redes de lugar, en la cual la persona es tal que, a partir de sus relaciones, incluye vínculos no solo con otros humanos y sus organizaciones, sino con otros seres vivos y otras entidades ecológicas y ambientales, con quienes se tienen vínculos invisibles, pero sustantivos para la sostenibilidad de nuestra vida. Situamos la existencia humana ligada al lugar donde se desarrolla su vida, y los problemas, los riesgos y las posibilidades que esto acarrea, incluyendo conflictos, controversias, tensiones y también colaboraciones que nos unen al territorio y a la Tierra como un todo.
Esta propuesta se construye basada en ejercicios de investigación-acción y participación realizados en los últimos veinte años, basados en la noción de lugar-red (Palacio-Tamayo 2002) como un concepto/método para acercarse al lugar desde conjuntos de actores implicados en acciones conjuntas frente a la defensa y conservación de ecosistemas asociados al agua como son los páramos y humedales en Bogotá (Palacio-Tamayo 2002, 2015, 2017 y 2018b). En principio este enfoque buscaba reconocer patrones de organización de la acción ambiental y el riesgo socioambiental, desde el Análisis de redes sociales (Wasserman y Faust 1994) en procesos de acción conjunta.
Los actores implicados establecen alianzas en las dinámicas de acción, en las cuales podemos identificar puentes, cercanias entre ellos, pero también distancias. Todas ellas marcan posibles divergencias o tensiones, pero así mismo alianzas y núcleos que sostienen las colaboraciones entre quienes están interactuando, en el mismo campo de la acción asociada a un lugar (Massey 1994). La noción de poder desde la perspectiva de ensamblaje de lo social, tomada de Latour (2005) y otros autores que desarrollaron la teoria del actor red, se constituyeron en clave conceptual y metodológica para entender las maneras en las que se organizaba la acción ambiental. De igual forma, estas representaciones, regularmente presentadas en grafos, fueron útiles para la discusión de los grupos interesados sobre cómo se estaba desarrollando la acción, con el fin de encontrar formas de transformar la topologia de la dinámica de la acción. Lo que quiere decir que de manera deliberativa y reflexiva, frente al grafo que representa la dinámica de la acción del grupo implicado, se busca transformar sus patrones, para logar propósitos concretos. Es decir, desde la acción situada y reflexiva se transforma la red (el patrón de acción) para actuar más estratégicamente.
Desde estos ejercicios, se fueron tejiendo propuestas de investigación que proponen claves para una gobernanza relacional, reflexiva y situada (Palacio-Tamayo 2017). En estos primeros apuntes, se reconoce la importancia de tejer redes de lugar para avanzar sobre los acuerdos locales que aporten a la toma de decisiones. Sin embargo, también estos ejercicios muestran que no es suficiente proponer modelos de gobernanza, desde la intervención deliberativa sobre estos patrones. A partir de mi experiencia con la acción colectiva en defensa de los humedales en Bogotá, la defensa de los páramos y la defensa del agua y el territorio en el sur de la ciudad, he llegado a comprender que no es suficiente con definir limites desde público con normas, se trata de acordar reglas entre grupos de interesados, a partir de una participación informada, para detener el deterioro de los comunes. Los seres humanos somos seres muy complejos, y con ello quiero decir que nos gobiernan lógicas heterogéneas de acuerdo con el campo de acción en el que nos movemos, incluyendo nuestras maneras de ver el mundo, desde nuestros lugares de enunciación, nuestras creencias, imaginarios y representaciones, tal como lo anuncian las teorias sociales contemporáneas (Latour 2005; Escobar 2014); incluso nuestras emociones como producto social relacional (Feldman 2018) se construyen de formas heterogéneas. Estas diferencias en la trayectoria de individuos y grupos hacen muy difícil que nos sintonicemos entre nosotros y con la vida que nos sostiene como campo de la existencia.
Teniendo en cuenta lo anterior, propongo una reflexión sobre la sostenibilidad territorial, entendiéndola como producto de la experiencia colaborativa, comprendida como una forma de construir comunidad en el hacer juntos. Una comunidad en la cual las personas nos vinculamos mediante experiencias que requieren contactar el sentir en relación con el otro, principio fundamental del afecto que emerge de la experiencia compartida; un sentir que se produce en el interior de nuestro ser y desde las aguas interiores de la emoción, hacia el medio humano y no humano que las sostiene, las mantiene y las renueva, dando el sentido al lugar de lo sagrado de la experiencia del vivir. Este sentir que se crea en una experiencia con el medio inmediato, directo, se extiende en esa conexión ritual a otras escalas del espacio y del tiempo, en las cuales cada ser en todas sus dimensiones (física, emocional y mental) se sitúa tan amplio como pueda extenderse en su darse cuenta, en su consciencia ecológica. Ella se puede extender hasta tocar, desde la experiencia sensorial, emocional y mental, la enorme profundidad de su existencia, constituida de lo más fundamental, la molécula del agua, con otros órdenes más complejos como las células y los organismos con los que compartimos la existencia, las plantas, los animales y todas las demás conexiones que se activan en ese sentir profundo y misterioso. Este sentir, que llamaremos espiritual, se une a los saberes propios y compartidos que nutren los campos relacionales de cada quien. Es decir, que ellos -los sentires y saberes- nutren el colectivo con otras palabras, otros significados, otras prácticas, otras acciones conjuntas.
Estas acciones movidas por la solidaridad y la reciprocidad, sin duda crearán una huella en la memoria del planeta, en cada lugar. La solidaridad y la reciprocidad se entienden aquí como principios éticos que crean nuevas estéticas, en las cuales cada persona está implicada en el destino del otro, y en las que todos nos reconocemos como hijos de la Tierra y cubiertos bajo el mismo sol. Estas colaboraciones solidarias y reciprocas nos llevan a entretejer nuevos órdenes, nuevas figuras del vivir, a partir de lazos de gratitud que derivan seguramente o pueden derivar en justicia social y ambiental. Este sería el campo de la acción de un Trabajo Social implicado con la vida, el agua y la Tierra. Desde esta experiencia, los profesionales en Trabajado Social se sitúan como un actor, un nodo que nutre el tejido vivo del que hacen parte, inspirando y haciendo puentes entre distintos actores humanos y no humanos y animándolos a colaborar para crear nuevos mundos posibles.