Empecé a escribir esta “respuesta” oblicua en París el domingo 10 de mayo de 2020, el último día del confinamiento provocado por la crisis sanitaria del coronavirus/covid-19.1 Ese mismo día, globalmente superamos los 4 millones de casos de personas infectadas (4 047 400 a las 11h13 en París, según The New York Times) y contábamos con por lo menos 280 933 muertos. Dos semanas después, cuando ya casi había terminado de escribir el texto, el domingo 24 de mayo, globalmente sobrepasamos los 5,2 millones de casos de personas infectadas (5 275 900 a las 6h21 en París, según The New York Times) y ya había por lo menos 347 981 muertos, cada uno singular, cada uno irremplazable. Muchas de estas muertes eran innecesarias, evitables. El 24 mismo, o sea el domingo del fin de semana en que en Estados Unidos se recuerda a los soldados fallecidos en las guerras, el llamado “Memorial Day Weekend”, la primera página de la edición del día domingo del New York Times presentó una lista de mil nombres y así conmemoró a mil personas muertas a causa de la covid-19, una lista a la vez demasiado corta (muchos más que dichos mil murieron) y demasiado larga (¿quién podría leer aquella lista sin sentir toda la impotencia del mundo?). El encabezado de esa primera página, tomando en cuenta solo las muertes en los Estados Unidos, anunció, “U.S. Deaths Near 100,000, an Incalculable Loss” (“Cerca de 100 000 muertes en ee. uu., una pérdida incalculable).2 De hecho, la imposibilidad de calcular la pérdida, y de este modo de comprenderla, resulta del interés en y de la necesidad del cálculo, es decir, de la necesidad de contar, hasta el infinito, hasta la última muerte, para poder recordar. La imaginación nos promete la posibilidad de conmemorar no solo cada muerto singular, calculable como uno más, sino la totalidad de los muertos, una totalidad que no sería idéntica a la suma de cada muerte singular. El incalculable cálculo y la calculable incalculabilidad: esta es la función de la imaginación desde por lo menos Aristóteles, pasando por Descartes y Kant. Es la imaginación que nos promete la experiencia imposible -a la vez calculable e incalculable- del otro, de nosotros mismos. Tal promesa no puede no implicar una cierta amenaza, un cierto riesgo; como la condición de su posibilidad, el éxito de tal experiencia es siempre su propio fracaso.
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En “Indagación de la palabra”, un texto publicado en El idioma de los argentinos en 1928 y posteriormente excluido de las Obras completas, como si, de alguna manera, nunca hubiera existido, como si no contara como una obra borgeana, Borges especula sobre la relación entre la semántica y la sintáctica, es decir, se pregunta sobre la necesidad de la sintaxis, sobre la diferencia que hace, si es que hiciera alguna (cf.Borges 1996; 1998). A lo largo del ensayo breve, propone dos tesis, “negativas la una de la otra”, la primera de las cuales postula “la no existencia de las categorías gramaticales o partes de la oración y el reemplazarlas por unidades representativas, que pueden ser una palabra usual o de muchas” (Borges 1998 25). Borges ejemplifica esta postulación en un paréntesis: “La representación no tiene sintaxis. Que alguien me enseñe a no confundir el vuelo de un pájaro con un pájaro que vuela” (ibd.). La segunda asevera “el poderío de la continuidad sintáctica sobre el discurso” (ibd.), un poderío que nos debería “avergonzar, ya que sabemos que la sintaxis no es nada” (ibd.). En efecto, la sintaxis no es nada. Es la organización intencionada de las palabras (es decir, de “unidades” morfémicas) para formar frases y oraciones. La sintaxis promete el sentido más allá de la palabra. No obstante, la sintaxis no es la simple organización de palabras que son todas puras unidades semánticas y, como tal, significantes independientemente de la sintaxis. Al contrario, la sintaxis es también una cierta utilización de casi-palabras o lo que Husserl ya había llamado sincategorema, la clase de palabras incompletas, cuyo sentido depende de su relación con otras palabras, pero que también sirve para producir el sentido que la mera yuxtaposición de palabras completas no puede realizar. En su análisis de la famosa primera frase del Quijote, “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme […]” (Cervantes 27), Borges se refiere a esta clase de palabras (o casi-palabras): “En. Ésta no es entera palabra, es promesa de otras que seguirán. Indica que las inmediatamente venideras no son lo principal del contexto, sino la ubicación de lo principal, ya en el tiempo, ya en el espacio” (Borges 1998 12). Borges desarrolla aun más su análisis literal -palabra por palabra- de esta frase importante si no fundacional para la historia de la literatura española:
De. Ésta suele ser palabra de dependencia, de posesión. Aquí es sinónima (algo inesperadamente) de en. Aquí significa que el teatro de la todavía misteriosa oración central de esta cláusula está situado a su vez en otro lugar, que nos será revelado en seguida. (1998 13)
Ninguno de los dos, ni en ni de, tiene sentido completo o propio (si todavía se puede hablar de sentidos completos y propios de palabras); al contrario, para tener sentido cada uno depende de su relación con otras palabras. En estos casos preposicionales, lo que está en juego es la sintaxis, la estructura misma de la frase y, con ella, la posibilidad del sentido. Sin embargo, la sintaxis no se determina solo por medio de unidades semánticas (sin importar su categoría), sino también por ciertas marcas gráficas, o sea, de una puntuación que solo existe en la escritura. Comentando la coma que separa la frase “de cuyo nombre” de la parte anterior de la oración, pero que a su vez vincula las dos partes formando una sola frase, Borges escribe: “Es decir, esta rayita curva o signo ortográfico o pausa breve para compendiar o átomo de silencio, no difiere sustancialmente de una palabra. Tan intencionadas son las comas o tan ínfimas las palabras” (1998 15). O sea, según Borges, no hay ninguna diferencia sustancial entre signos ortográficos y palabras sintácticas, es decir, palabras preposicionales, las cuales, como signos ortográficos, sirven para producir el sentido de la oración. No hay, entonces, una diferencia sustancial entre la palabra, una unidad verbal, como Borges dice tarde en el texto, y los signos ortográficos que representan ausencias (una “pausa breve para compendiar” o el “átomo de silencio” en el discurso verbal.
El único lugar donde Borges se ocupó explícitamente de la palabra “como” -la partícula, la casi-palabra- y lo que representa (si de verdad representa algo) es aquí, en “Indagación de la palabra”, este texto del que Borges quizás no se arrepintió, pero que tampoco decidió incluirlo en sus Obras completas. O sea, el problema que hace el como le resultó lo suficientemente importante para merecer una página al principio de su carrera de escritor, en el primer ensayo del quinto de sus libros publicados, pero lo suficientemente olvidable para nunca más recurrir a él, ni al ensayo, ni al libro en cuanto tal, ni siquiera al problema explícito del “como”.
Hablé de la fatalidad del lenguaje. El hombre, en declive confidencial de recuerdos, cuenta de la novia que tuvo y la exalta así: Era tan linda que… y esa conjunción, esa insignificativa partícula, ya lo está forzando a hiperbolizar, a mentir, a inventar un caso. (1998 24)
“Como” todavía no ha aparecido como objeto de análisis, pero se vislumbra la problemática. Es cuestión de una “partícula insignificativa” -la conjunción “que”, otro sincategorema- cuya mera presencia sintáctica obliga al poeta a caer en la hipérbole, la mentira, la invención. Borges aquí sugiere que la intención legible en la frase no es el efecto del hablante o del poeta soberano, sino del mecanismo del lenguaje mismo, de la sintaxis. La fatalidad del lenguaje se inscribe en el lenguaje, en su mera e ineluctable pronunciación: el hablante o el autor, recordando a su novia, quiere decir algo halagador, pero no importa lo que él quiera decir, termina hiperbolizando, mintiendo, inventando, involuntariamente. Por lo tanto, el uso de la lengua es usuario. Cada uso, cada instancia de la lengua es desmesurado, abusivo, exorbitante, en una palabra, fatal. Cada uso de la lengua destruye el lenguaje que la hace posible. Y lo hace en cuanto no puede no ser hipérbole, mentira, invención.
La función sintáctica de las partículas insignificativas (conjunciones, preposiciones, etcétera) se ejemplifica en la operación del “como”:
El escritor dice de unos ojos de niña: Ojos como… y juzga necesario alegar un término especial de comparación. Olvida que la poesía está realizada por ese como, olvida que el solo acto de comparar (es decir, de suponer difíciles virtudes que solo por mediación se dejan pensar) ya es lo poético. Escribe, resignado, ojos como soles. La lingüística desordena esa frase en dos categorías: semantemas, palabras de representación (ojos, soles) y morfemas, meros engranajes de la sintaxis. ‘Como’ le parece un morfema aunque el entero clima emocional de la frase esté determinado por él. Ojos como soles le parece una operación del entendimiento, un juicio problemático que relaciona el concepto de ojos con el de sol. Cualquiera sabe intuitivamente que eso está mal. Sabe que no ha de imaginárselo al sol y que la intención es denotar ojos que ojalá me miraran siempre, o si no ojos con cuya dueña quiero estar bien. Es frase que se va del análisis. (Borges 1998 24)
Todo el sentido -todo el afecto, toda la emoción- de la frase gira en torno al “como” a pesar de que este mero engranaje sintáctico no tiene sentido. Además, Borges afirma que toda la poesía se realiza en este pivote sintáctico, el cual hace posible la comparación de la que nace lo poético. Pero lo importante para Borges es que la frase, “ojos como soles”, aunque parece y tal vez hasta cierto punto lo sea, no es simplemente una operación del entendimiento. No es, según él, “un juicio problemático que relaciona” un concepto determinado (de los ojos) a otro igualmente determinado (del sol). Al contrario, la frase -que también parece ser juicio- excede el entendimiento. Desborda el entendimiento ya que es equívoca: aunque la frase asemeja los ojos de una persona querida al sol (“ojos como soles”), es el “como” que vuelve la frase significativa. Es decir, sin el “como”, la frase, como frase, no tiene ningún sentido. Sin embargo, lo que la frase dice -que los ojos de esta persona parecen soles, brillan como soles, etc.- no es todo lo que quiere decir. Además, y al mismo tiempo, esta frase opera para hacer posible la intuición de otro sentido puesto que “ojos como soles” quiere decir y dice, según Borges, “ojos que ojalá me miraran siempre” o “ojos con cuya dueña quiero estar bien” (1998 24).
El “como”, entonces, es el operador de (la) equivocidad y, según Jacques Derrida, “La equivocidad es la marca congénita de toda cultura” (Derrida 1962 106-104 ).3 La implicancia es enorme. Que la equivocidad sea constitutiva de toda cultura significa que el lenguaje depende estructuralmente de la homonimia. No hay lenguaje que no sea estructuralmente homonímico. La homonimia nombra la posibilidad misma del lenguaje no a causa de la cantidad finita de palabras para hablar de la infinitud de las cosas, como Aristóteles argumentó,4 sino porque la homonimia estructura la posibilidad de la representación.5 Sin embargo, la determinación de la posibilidad de la representación es, a la vez, la indeterminación de tal posibilidad, dado que cualquier cosa solo puede ser como es. Esta es la estructura de la homonimia, porque al ser como es, y esta es la única manera de ser (nada nunca aparece de otra manera), cualquier cosa se vuelve dos, se duplica, convirtiéndose en una imagen que, a la vez, se refiere a sí misma en cuanto imagen y a lo que representa. En su tratado sobre la memoria, Aristóteles afirma que es imposible pensar sin imágenes en la mente (cf. 449b31-450a1), y escribe: así como la imagen [gegrammenon] pintada en el muro es al mismo tiempo un ícono [eikon] y un retrato [zoon], aunque la esencia de ambos no es la misma, y así como es posible pensarlos al mismo tiempo como ícono [hos eikon] y como retrato [hos zoon], así también tenemos que considerar la imagen mental [phantasma] como siendo al mismo tiempo un objeto de contemplación en sí mismo y como imagen mental de algo diferente [allou phantasma]. (450b21-b27)
Esta es la homonimia irreductible, la cual implica la im-posibilidad de la univocidad originaria como la posibilidad misma de la univocidad. Puesto de otra manera, la equivocidad y la univocidad no se oponen. Al contrario, la necesidad estructural de la equivocación hace posible la intención de univocidad, la cual también es irreductible. Es imposible pensar sin querer decir (algo), sin alguna intención o intencionalidad. Y la intención es unívoca, hasta en los momentos en que uno intenta producir el doble sentido o un juego de palabras. De hecho, la intencionalidad marca hasta los casos en que uno habla con el deseo de no querer decir nada, en aquellos casos de nonsense o de sinsentido voluntario. La homonimia irreductible no es efecto de la mera acumulación de significados de las palabras. Tal homonimia sería convencional y, como Edmund Husserl asevera, no causa ninguna confusión.6 Al contrario, la homonimia estructural subyace en toda comunidad, en toda cultura. Tal homonimia se lee en la resistencia sintáctica de las frases.
Es legible, entonces, en los sincategoremata (las palabras incompletas, casi-palabras, las partículas insignificativas). El “como”, por eso, no marca solo el origen de la poesía o de lo poético, como Borges asevera, sino también toda significación posible. Es decir, el “como” se inscribe no solo entre las palabras de una frase, sino también implícitamente antes de formular toda palabra. La condición de posibilidad de cualquier palabra es la operación del “como” que la precede, como el inicio del pensamiento como tal. Sea como sea, lo pensado es siempre como es, como si fuera como tal. Esto sería la ley del pensar en el ser: el “como tal” de lo que es, es como si fuera. El modo del ser, entonces, es el imperfecto del subjuntivo, que, según Gilles Luquet, es la modalidad del tiempo lingüístico que expresa lo inactual.7 Esto es, el imperfecto del subjuntivo expresa lo que ya no es, lo que todavía no es, lo que nunca fue, como si fuera. Anuncia el espectro, entonces, el fantasma. La existencia de lo inactual, la cual no puede ser sustancial, se expresa o se articula solo como si existiera. La modalidad del imperfecto del subjuntivo (la temporalidad que esta implica), entonces, instancia la condición que el lenguaje en general implica. Es decir, el lenguaje opera la reducción, la destrucción, de todo a que se refiere: lo que el lenguaje expresa no está nunca actual, no es. Se presenta solo por medio de su ausencia, es decir, se representa. El lenguaje vuelve todo virtual. Hace posible que aparezca discursivamente lo que no es como si fuera. Es la función primaria del lenguaje, la cual opera hasta en la ausencia radical, absoluta, de cualquier locutor. De esta manera, el lenguaje vuelve virtual no solo el objeto del discurso, sino también el sujeto, el o la que habla, el o la que escribe, el o la que piensa. Se sigue, entonces, que el ser se inscribe dentro del horizonte de un “quizás” estructural. Esta es la primera implicancia de la homonimia estructural o la equivocidad. Borges también lo reconoció:
La diferencia entre los estilos es la de su costumbre sintáctica. Es evidente que sobre la armazón de una frase pueden hacerse muchas. Ya registré cómo de luna de plata salió luna de arena; ésta -por la colaboración posible del uso- podría ascender de mera variante a representación autonómica. No de intuiciones originales -hay pocas-, sino de variaciones y casualidades y travesuras, suele alimentarse la lengua. La lengua: es decir humilladoramente el pensar. (1998 26-27)
La última frase problematiza la esperanza de que esas pocas intuiciones originales sucedan fuera del lenguaje, fuera del uso de la lengua. La lengua es sinónimo del pensamiento. La máquina de la lengua -esa capacidad autónoma de variar, de alimentarse de las casualidades y travesuras, de los accidentes del uso, del azar, de lo contingente, que no se regula por un sujeto soberano que existe fuera del lenguaje, fuera o antes del uso de la lengua- produce todo, no solo el estilo singular de cada uno, sino también las intuiciones originales de las que hay pocas. O sea, el lenguaje no se superpone o se agrega a las intuiciones originales. Es más bien que el lenguaje las suplementa,8 de tal manera que el uso de la lengua determina tanto el pensamiento como su propia ruina.
La segunda implicancia, corolario de la primera, es legible en una frase enigmática del “Prólogo” de La cifra: “No hay una sola hermosa palabra, con la excepción dudosa de testigo, que no sea una abstracción” (Borges 1996 290). ¿Qué quiere decir que “testigo” sea a lo mejor la única palabra que no es una abstracción? ¿Qué quiere decir Borges al hablar de esta “excepción dudosa”, de esta única palabra que no es abstracta? ¿Por qué “testigo”? Recordemos que para Borges las partículas insignificativas imprescindibles para el sentido más allá de la palabra, no pueden no introducir, como efecto necesario, la hipérbole, la mentira, la invención. La sintaxis, en o por la que se origina el sentido y el sentimiento, es también el origen de la mentira, del engaño. Y lo es como condición de la verdad. La mentira o la hipérbole, la invención (uno podría decir, entonces, la ficción) no resulta simplemente de una intención de engañar, sino de la posibilidad estructural de decir, de pensar. La condición de la intención de inventar, mentir, hiperbolizar, no menos que la intención de decir la verdad, de atestiguar, dependen de la homonimia estructural que hace cualquier intención posible como imposible. La intención, entonces, es una invención, una ficción; es hipérbole, mentira.
¿Por qué Borges privilegia “testigo”, tanto el significante como el significado? Sin duda Borges entiende que la palabra “testigo” no se distingue de otros sustantivos en su funcionamiento como palabra. Así, como cualquier otro sustantivo, como cualquier otro nombre, “testigo” no puede no ser una abstracción, lo que significa que, en el momento de referirse a un testigo, uno se refiere ineluctablemente a todos los testigos. De la misma manera en que cada vez que me refiero a mí mismo, me refiero a todos los demás que se llaman por el mismo nombre; es imposible que no sea así.9 Y, por eso, cada vez que llamo a alguien por su nombre, pierdo a esa persona en su singularidad. Es la promesa -la oportunidad y la amenaza- de la homonimia.
En tu nombre, por el atajo de tu nombre, vía tu nombre que no eres tú, ni siquiera una parte de ti, puedo a cada instante perderte en el camino, por culpa de los homónimos, de todos los nombres de cosa que uso para substituirlo cuando canto, por culpa de tu semejanza engañosa con todos tus nombres. (Derrida 1980 126; 2001a 91)
Esta es la doble ley del nombre. Por un lado, el nombre permite que nos acerquemos, es decir, permite la intimidad entre nosotros en que se hace posible la identificación del otro. El nombre abre la posibilidad de una relación singular con otro, con otra. Como Michel de Montaigne afirmó en “De l’amitié”: “nos abrazábamos por nuestros nombres” (Montaigne t. 1 269, traducción propia). Por otro lado, la homonimia del nombre, el hecho de que el nombre siempre pueda designar una cantidad indeterminada de cosas y personas, destruye la singularidad:
nunca serás tu nombre, nunca lo has sido, aun cuando y sobre todo cuando hayas respondido a él. El nombre está hecho para prescindir de la vida de su portador, es pues siempre en parte el nombre de un muerto. Sólo se podría vivir, estar allí, protestando contra su nombre, reivindicando su no identidad con respecto a su propio nombre. Cuando te llamé, al volante, estabas muerta. Tan pronto como [Dès que] te nombré, tan pronto como recordé tu nombre de pila. (Derrida 1980 45; 2001a 30)
Cada vez que llamo al otro por su nombre, lo asesino. “El homicidio está por doquier [...] Somos los peores criminales de la historia” (Derrida 1980 39; 2001a 25). El homicidio sucede dondequiera que haya mediación: “El desastre, antes decía yo la masacre, es esa maldita parte de por en cada palabra. [. . .] Ese per entre nosotros, es el sitio mismo del desastre” (Derrida 1980 127; 2001a 91). La mediación marcada por el nombre, por la que es necesario pasar, es la muerte, el homicidio, el desastre. Aunque parece “presuponer una metafísica de inmediatez, donde la existencia es una singularidad absoluta que es ‘asesinada’ por la generalidad del lenguaje”, según Martin Hägglund:
La lógica de la obra de Derrida […] socava tal metafísica de inmediatez. No hay nadie ni nada que exista inmediatamente en sí mismo. Más bien, ya que lo singular es temporal en sí, empieza a dejar de ser tan pronto llega a ser y debe depender de la mediación para seguir viviendo -para sobrevivir- en el primer lugar. (163-164)
Derrida mismo aseveró que “la inmediatez es el mito de la conciencia”, en cuanto que la conciencia, como presencia a sí, es
el fenómeno de una auto-afección vivida como supresión de la diferencia [différance]. Este fenómeno, esta presunta supresión de la diferencia [différance], esta reducción vivida de la opacidad del significante son el origen de lo que se llama la presencia. Está presente lo que no está sujeto al proceso de la diferencia. (1967a 228; 1986 210)
O sea, la inmediatez perdura como el mito -es decir, una cierta memoria- del olvido de la différance. Es decir, la inmediatez -la idea de la inmediatez- sobrevive como tal solo como efecto de la mediación constitutiva. Y si tal mediación implica el asesinato, el desastre, también marca la posibilidad de la identificación, de la identidad y, así, de la singularidad. Puesto que ningún nombre pertenece a o es propio de ningún ser (vivo o no) cuya singularidad no obstante se constituye en y por él, los nombres pueden pegarse a cualquier ser (vivo o no). Un solo nombre puede designar a un sinnúmero de personas, de cosas, cada una homónima de la otra. Los nombres, en cuanto determinan la identidad del ser al que se le asignan, son usureros: por un lado, generan interés y valor y así dan sentido al mundo; por otro lado, destruyen la singularidad. Resultan en el homicidio del otro, de la otra, y el fin del mundo.
“Testigo” es un sustantivo como cualquier otro, pero también -y por eso Borges sugiere que quizás sea la única excepción dudosa de la abstracción de las palabras- se refiere a una experiencia que repite la aporía del nombre y que señala, de alguna manera, la estructura de toda experiencia. Ser testigo implica la ejemplaridad, y esta a su vez requiere dos condiciones que se excluyen mutuamente. Por un lado, para ser testigo, uno tiene que presentar su testimonio único. El que atestigua jura que lo dice es único, propio. Afirma y jura que estaba allí, presente, que lo vio, lo escuchó, lo experimentó, lo presenció. Y no solo esto, sino que las palabras en que narra o cuenta lo que pasó son suyas. Uno siempre atestigua con sus propias palabras, en persona. Por esto, Derrida asevera que un testimonio solo se puede dar en primera persona (cf. 1998 43). Es decir, el testimonio del testigo ha de ser singular, lo que significa que el testimonio no soporta, no acepta la repetición. Nadie más puede atestiguar en mi lugar. Nadie más puede sustituirme. Por otro lado, la ejemplaridad del testimonio implica necesariamente la repetición, implica que cualquier persona habría atestiguado la misma cosa con las mismas palabras. Es decir, para que el testimonio sea válido como testimonio es imprescindible que sea repetible. Cualquier otro en mi lugar, en ese momento, en aquel instante, habría presenciado lo mismo y lo habría descrito, narrado, contado con las mismas palabras. Es decir, para que sea testimonio y para que sea testigo, ha de ser ejemplar y esto quiere decir universal. No hay testimonio que no sea repetible desde la primera instancia como la posibilidad misma del testimonio y, por lo tanto, del testigo. 10
La importancia de esta doble demanda del testimonio -la exigencia de que sea, a la vez, tanto singular (irrepetible) como universal (repetible)- vincula el testimonio al juicio estético reflexivo según Kant. En la Crítica de la facultad de juzgar, Kant precisa que los juicios estéticos reflexivos no son determinantes, lo cual significa que no dicen nada objetivamente válido del objeto, más bien son juicios subjetivos que solo informan sobre la relación -el “juego”- entre las facultades de la imaginación y del entendimiento. Como Pablo Oyarzún lo explica concisamente: “En general, la facultad de juzgar es la capacidad de pensar lo particular (el caso) en cuanto contenido (subsumido) en lo universal (la regla)” (8). En el caso del juicio estético, el proceso no empieza desde un concepto provisto de la facultad del entendimiento, es decir, no empieza con una ley general, pero vacía, a la que se sujeta el caso particular. Al contrario, los juicios estéticos empiezan en el caso particular (como contenido), es decir, en la facultad de la imaginación, y proceden, sin concepto o regla, a la facultad del entendimiento, la que, sin un concepto general para determinar el contenido, nunca será adecuada a la experiencia como tal. Kant comienza la “Analítica de lo Bello” de la Crítica de la facultad de juzgar con las siguientes frases:
Para discernir si algo es bello o no lo es, no referimos la representación por medio del entendimiento al objeto, con fines de conocimiento, sino por medio de la imaginación (quizá unida al entendimiento) al sujeto y al sentimiento de placer o displacer de éste. El juicio de gusto no es, entonces, un juicio de conocimiento y, por consiguiente, tampoco lógico, sino estético; se entiende por éste aquel cuyo fundamento de determinación no puede ser de otro modo sino subjetivo. (CFJ, AK. 5: 203)
El éxito de los juicios estéticos, por tanto, yace en su fracaso, en la incapacidad de determinar estéticamente el objeto definitiva y universalmente. No obstante, en el instante de juzgar estéticamente, a pesar de que el juicio no puede ser ni determinante ni universal, insisto en que todos los demás concuerden con mi juicio y que juzguen de acuerdo conmigo, como si mi juicio fuera válido objetivamente, universalmente. O sea, el juicio estético reflexivo ha de ser, a la vez, subjetivo (es siempre mi juicio, aquí y ahora, no puede ser de otro) y objetivo, ya que el que juzga exige que todos los demás estén de acuerdo con él. Los juicios estéticos reflexivos, por ende, son juicios subjetivos que se presentan como si fueran objetivos, como si fueran determinantes. Los juicios subjetivos, que son en estricto rigor privados, parecen ser públicos y universales, o sea, válidos para todos. Sin la presunción de universalidad, según Kant, ni siquiera pensaríamos en llamar algo bello. Aunque en este caso Kant no recurre explícitamente al “como si” (als ob) -como hace en otros momentos claves de la tercera Crítica-, tal conjunción opera implícitamente en el sentido analógico del párrafo. Kant escribe:
En primer lugar, es preciso persuadirse plenamente de que a través del juicio de gusto (sobre lo bello) se le atribuye la complacencia de un objeto a cada cual, sin fundarse, no obstante, en un concepto (pues entonces sería lo bueno), y que esta pretensión: de validez universal pertenece tan esencialmente a un juicio por el cual declaramos a algo bello, que, de no pensarse [esa pretensión] al [emitir este juicio], nadie habría llegado a la ocurrencia de usar este término, sino que todo lo que place sin concepto sería puesto en la cuenta de lo agradable, respecto de lo cual se deja a cada uno con su parecer y nadie le supone a los otros asentimiento a su juicio de gusto, lo que en cambio, ocurre siempre con el juicio de gusto sobre la belleza. Puedo denominar al primero gusto de los sentidos y al segundo, gusto de reflexión, en la medida que el primero emite sólo juicios privados, el segundo, en cambio, juicios pretendidamente universales (públicos), más uno y otros juicios estéticos (y no prácticos) sobre un objeto meramente en vista de la relación de la representación de éste con el sentimiento del placer y displacer. (CFJ, AK. 5: 214)
Es esta presunción de la universalidad del juicio estético de reflexión -es decir, la presunción del asentimiento de todos con mi juicio- que hace posible la comunicación de juicios puramente privados. El sujeto que juzga de lo bello considera su juicio como si fuera un juicio del entendimiento, un juicio determinante y objetivo. Y hay que hacerlo para poder considerarlo público y, por lo tanto, comunicable. Se sigue, entonces, que la comunicabilidad de un juicio subjetivo depende de lo que Kant llama el sentido común, el cual no puede no ser una función de la facultad de la imaginación, aunque Kant mismo jamás lo admite. Según Kant:
El juicio de gusto exige de cada cual asentimiento; y quien declara algo bello quiere que cada uno deba dar su aprobación al objeto allí presente y llamarlo igualmente bello. [...] Se aspira al asentimiento de cada uno de los otros, porque para ello se tiene un fundamento que es a todos común; y con su asentimiento se podría contar también si sólo se pudiese estar seguro siempre de que: el caso fuese correctamente subsumido bajo ese fundamento como regla del asentimiento. (CFJ, AK. 5: 237)
El “fundamento que es a todos común”, no obstante, no puede ser un concepto al que el sentimiento tenga que conformarse. Un concepto sería objetivo y determinante.
Deben tener, por consiguiente, un principio subjetivo que determine, solo por sentimiento y no por concepto, y sin embargo, con validez universal, lo que plazca o displazca. Pero un tal principio sólo podría ser considerado como un sentido común, que es esencialmente diferente del entendimiento común, al que hasta ahora se llama también sentido común (sensus communis); este último, en efecto, no juzga según sentimiento, sino siempre según conceptos, si bien comúnmente sólo como principios oscuramente representados. (CFJ, AK. 5: 238)
O sea, el sentido común kantiano permite que juzgue en ausencia de un concepto y a base de un sentimiento puramente subjetivo pero válido universalmente. Además, como este sentimiento no viene del exterior, es “el efecto del libre juego de nuestras fuerzas cognoscitivas” (CFJ, AK. 5: 238). La fuerza cognoscitiva interior que no funciona a base de conceptos es la facultad de la imaginación. Por lo tanto, el sentido común kantiano, de acuerdo con lo que postula Alexis Philonenko, es la imaginación.11 Tiene sentido que el sentido común salga de la imaginación, puesto que esta es también la facultad de señalar o de hacer signos, de designar. En cuanto surge de la imaginación, el sentido común kantiano es imprescindible para la comunicación y, por ende, para la posibilidad de la comunidad. Kant mismo lo reconoce:
Los conocimientos y juicios, junto a la convicción que los acompaña, deben poder ser comunicados universalmente, pues de otro modo no les correspondería ninguna concordancia con el objeto, serían en su conjunto, un simple juego subjetivo de las fuerzas representacionales. (CFJ, AK. 5: 238)
Sin la posibilidad de ser comunicado universalmente, no habría ninguna correspondencia o concordancia con el mundo exterior, con un objeto en el mundo. Pero para poder ser comunicado, es también menester comunicar “el estado de ánimo” o
el temple de las fuerzas de conocimiento con vistas a un conocimiento en general, y precisamente esa proporción que conviene a una representación (por la que nos es dado un objeto), a fin de hacer de ello un conocimiento, debe poder comunicarse universalmente; sin esta proporción, en cuanto condición subjetiva del conocer, no podría surgir como efecto el conocimiento. (CFJ, AK. 5: 238)
Tal proporción se produce como efecto, de alguna manera u otra, de la imaginación. En el caso del juicio determinante, el que es objetivamente válido para todos, la proporción es efecto del esquematismo de la imaginación trascendental, puesto que por medio del esquematismo un sentimiento se pone en relación con (se somete a) un concepto del entendimiento. Pero en el caso de un juicio estético, un juicio subjetivo sin concepto, la proporción viene de la imaginación, ya que “no puede ser determinado más que por el sentimiento (y no según conceptos)” (ibd.). La falta del concepto no alivia la necesidad de que el juicio sea universalmente comunicable: “Y puesto que este mismo temple debe poder ser universalmente comunicado y, por consiguiente, también el sentimiento del mismo (a propósito de una representación dada), y que la universal comunicabilidad de un sentimiento supone un sentido común” (ibd.). No obstante, tal sentido común, según Kant, no es un mero fenómeno sicológico, sino “la condición necesaria de la comunicabilidad universal de nuestro conocimiento, que debe ser supuesta en toda lógica y en todo principio de conocimiento” (CFJ, AK. 5: 239).
La posibilidad del conocimiento depende de la comunicabilidad, la que a su vez depende de la imaginación. No importa si el conocimiento es objetivo (resultado de un juicio determinante) o subjetivo (resultado de juicio estético), la acción de la imaginación será necesaria. Una de las funciones de la imaginación es la señalización, pero, más generalmente, “el movimiento de la imaginación transcendental es el movimiento de la temporalización” (Derrida 1972 91). En la medida en que es la facultad de temporalización; la imaginación no es nada en sí más que la facultad de la síntesis del presente infinitamente divisible, es decir, la síntesis de lo que ya no está (el pasado) y de lo que todavía no está (el futuro).12 Tal síntesis se manifiesta en el signo. Según Kant, la imaginación nombra “la facultad de designación” (facultas signatrix),13 o sea, la facultad del lenguaje. Como síntesis del presente, cada signo es signo del tiempo y, por consiguiente, la presentación es re-presentación. Como síntesis del presente, la representación es el origen tanto del sentimiento como del sentido.
El hecho de que la imaginación esté al origen de todo y, además, que esta facultad instancie la designación, tiene consecuencias para el testimonio. A saber, la operación imprescindible, automática de la imaginación es la raíz común entre el testimonio y la literatura, entre la veracidad y la falsedad.
La singularidad del testimonio significa que la experiencia propia del testigo es única. No importa qué tantas personas hayan estado también presentes y declaren sobre el mismo acontecimiento, cada una es singular, única, irreemplazable. Cualquier testimonio, entonces, depende de una cierta puntualidad o instantaneidad. Y esto, de hecho, también imposibilita el acto de atestiguar, el que depende de la temporalización de la imaginación, o sea, del lenguaje. Y Borges lo sabía. En “El Aleph”, en el momento en que Borges declara que el aleph existe, no lo puede hacer sin falsificar eso cuya existencia quiere afirmar. No puede describir y afirmar el acontecimiento del aleph sin condenarlo a la literatura, sin hacerlo ficción: “Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad” (Borges 1996 1.624). ¿Por qué la descripción del aleph, la que encontraría “una imagen equivalente” de él, terminaría siendo ineluctablemente falsa, literatura o la ficción? Borges lamenta que a causa de “Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es” (id. 1.625). La temporalidad del lenguaje imposibilita la simultaneidad necesaria para atestiguar la existencia del aleph al mismo tiempo que es la única posibilidad de atestiguarla. En este sentido, la ficción, la literatura, sería irreductible, inevitable. No sería, entonces, derivable de ningún otro origen, de ninguna otra fuente. Como Derrida señaló en Limited, Inc., “La posibilidad de la ficción no se deriva” (1990 178; 2019 204). Esto tiene por lo menos dos consecuencias.
Primero, el “como si” marca la inscripción de tal ficción originaria. Entonces, la homonimia constitutiva, la homonimia que no es por lo tanto una fuente intencional (esto sería el proyecto de Joyce, por ejemplo14), sino la instancia de la posibilidad de la representación, opera por el “como” (por el “como” del “como si” tanto como por el “como” del “como tal”). El mundo tiene lugar, se origina en la homonimia; o sea, el mundo como tal puede ser solo como si fuese como tal.15 Esto, creo, es lo que significa que la literatura está antes del mundo. No hay mundo fuera de la homonimia como “posibilidad funcional” de la representación, de la mimesis, por lo tanto no hay mundo fuera de la posibilidad de la ficción, de la literatura. El acontecimiento del mundo, el hecho de que haya mundo es efecto del “como si” constitutivo, el que no puede no ser confundido con el “como si” intencional de la institución de la literatura, es decir, de la literatura protegida, garantizada por poderes no-literarios. Un “como si” homónimo del otro “como si”. Derrida también fue consciente de tal homonimia. Al escribir sobre la posibilidad de un acontecimiento, se dio cuenta de la necesidad de distinguir un “como si” del otro:
Ya que si hay tal cosa, si hay tal cosa como tal, el acontecimiento puro singular de lo que pasa o de que pasa y me pasa (lo que llamo el/la/lo que llega [l’arrivant]), esto supondría una irrupción que destruye el horizonte, interrumpiendo toda organización performativa, toda convención o todo contexto dominable por una convencionalidad. En otras palabras, el acontecimiento no solo tiene lugar allí dónde no se deja domesticar por ningún ‘como si’, o por lo menos por ningún ‘como si’ ya legible, descifrable y articulable como tal. (Derrida 2001b 73-74 )
Un ya comprensible “como si”, un “como si” intencional, según Derrida, no sería el “como si” que instancia la homonimia originaria, la que abre la posibilidad de la representación. Por eso, Derrida dice que el “como” siempre ha sido el blanco de la deconstrucción:
De modo que esta pequeña palabra, el ‘como’ del ‘como si’, tanto como el ‘como’ del ‘como tal’ -cuya autoridad funda y justifica toda filosofía como ciencia o como conocimiento-, esta pequeña palabra, ‘como’, podría ser el nombre del verdadero problema, para no decir el blanco de la deconstrucción. (Derrida 2001b 74)
Segundo, si el mundo deviene posible y si se constituye solo por medio de la homonimia operada por el “como si”, el testimonio no puede no ser literatura o, siguiendo a Borges, falso. Pero que el testimonio sea ficción históricamente ha sido excluido. En principio, al atestiguar, yo renuncio a la ficción. Yo afirmo que mi testimonio no será una fábula, una ficción, no estará marcado por la literatura.16 Para atestiguar, tengo que prometer -no puedo no prometer- la veracidad. Esta promesa se viola en su articulación porque no hay testimonio que no corra el riesgo de la mentira, la falsedad, la literatura. Esto también es efecto inevitable del “como” y del “como si” que amenazan el “como tal”, puesto que lo determinan estructuralmente desde adentro. Tal amenaza resulta de la homonimia irreductible que instancia el lenguaje. O sea, la amenaza es efecto ineluctable del sentido común necesario para la comunicación y la comunidad. Kant lo sabía de sobra. A diferencia de Derrida, quien reconoció que un “como si” se confundiría siempre e ineluctablemente con otro “como si”, a lo mejor Kant pensaba que una imaginación nunca contaminaría, nunca se confundiría con la otra, la transcendental y la empírica, la productiva y la reproductiva siempre manteniéndose separadas. Si la imaginación es la facultad -ya sea la transcendental y productiva, ya sea la empírica y reproductiva- del lenguaje, de la designación o de la señalización, entonces las dos imaginaciones no pueden no correr el riesgo de comunicarse entre ellas. No pueden no contaminarse y, en el momento de hacer la comunidad posible, arruinarla.
Al final de la Antropología, Kant da fe del carácter misantrópico del ser humano: “El hombre no estaba destinado a pertenecer, como el animal doméstico, a un rebaño, sino como la abeja a una colmena”. O sea, para que exista el ser humano, tiene que “ser miembro de alguna sociedad civil” (1991 289; AA, AK. 7: 330). Tal necesidad, sin embargo, no implica que el ser humano sea feliz en las condiciones que la sociedad le impone. Al contrario. Y si es verdad que la mentira destruye la posibilidad de la sociedad,17 sucede también que la mentira es necesaria para que la sociedad funcione, es decir, sobreviva. Según Kant,
Bien podría ser que en algún otro planeta existieran seres racionales que no pudiesen pensar de otro modo que en voz alta, esto es, así despiertos como en sueños, encontrándose en compañía o solos, no pudiesen tener pensamientos que al mismo tiempo no expresaran. ¿Qué conducta recíproca no daría esto por resultado, distinta de la de nuestra especie humana? Si no eran todos puros como ángeles, no se ve cómo podrían arreglárselas juntos, tener el uno para el otro simplemente algún respeto y concertarse entre sí. -Es inherente ya, pues, a la complexión originaria de una criatura humana y a su concepto específico el publicar los pensamientos ajenos, pero el reservar los suyos; pulcra cualidad que no deja de progresar paulatinamente desde el disimulo hasta el engaño deliberado y finalmente hasta la mentira. Esto daría por resultado un dibujo caricaturesco de nuestra especie, que no sólo autorizaría a reír bondadosamente de ella, sino a despreciar lo que constituye su carácter y a confesar que esta raza de seres racionales no merece un puesto de honor entre las restantes del mundo (para nosotros desconocidas). (Kant 1991 292; AA, AK. 7: 332-333)
Vivir en sociedad es imposible no a causa de algo que sobreviene entre nosotros, como si el problema fuera simplemente de existir, cohabitar, vivir y sobrevivir entre y con otros. Al contrario, es imposible a causa de la imposibilidad constitutiva de vivir en nosotros mismos, cada uno en sí mismo, consigo mismo, sin la imaginación, la que no puede no abrirnos, cada uno, al otro en nosotros mismos. Vivimos como si fuéramos uno, como si fuéramos dos, como si fuéramos…
¿Cómo vivir sin la ficción de ser uno? ¿Cómo vivir sin el cálculo incalculable del “yo”, como si fuera calculable, como si se pudiera contar hasta uno sin que sea a la vez infinito? Es decir, en Kant, escuchar la ley moral, el imperativo moral, como si me llamara a mí solo, como si me hablara en esa voz singular del amigo en mí, como si la escuchara yo solo en mí mismo, como si yo me hablara a mí mismo… ya estoy mintiendo. Mintiéndome a mí mismo. Mintiéndole al otro. Es imposible que no sea así, puesto que, desde su primera articulación, el “yo” marca la homonimia irreductible. El “yo” forma parte del grupo de palabras que, según Derrida en La voix et le phénomène,
se distingue a la vez del grupo de expresiones de que la plurivocidad es contingente et reductible por una convención […] y del grupo de expresiones ‘objetivos’ de que las circunstancias del discurso, el contexto, la situación del sujeto hablando no afectan la univocidad. (1967b 109)18
Por lo tanto, esta clase de palabras es constitutiva e irreductiblemente equívoca. Ahora bien, tales palabras se definen por la imposibilidad de ser sustituidas “en el discurso por una representación conceptual objetiva y permanente sin deformar la Bedeutung de la enunciación” (id. 110). Esta categoría incluye las palabras que indican la orientación subjetiva en el espacio o en el tiempo: aquí, allí, ahí, allá, arriba, abajo, ahora, ayer, mañana, antes, después. Y Derrida concluye que “la raíz de todas estas expresiones […] es el punto cero del origen subjetivo, el yo, el aquí, el ahora” (id. 110-111). Si el “yo” se clasifica entre esas palabras “esencialmente ocasionales”, esto significa que el “yo” que soy no me es singular, único. Es el efecto de la homonimia originaria, la homonimia como posibilidad funcional de la representación. Sin embargo, Husserl insiste en la univocidad, argumentando que cuando uno dice “yo” a sí mismo, en el monólogo interior, el “yo” “se realiza esencialmente en una representación inmediata de nuestra propia personalidad” (cit. en Derrida 1967b 111). Según Husserl, en el instante en que digo “yo” ese “yo” inmediatamente -por lo tanto, como si entre el “yo” que digo y mí mismo no existiera ninguna diferencia- se cumpliría o se realizaría en una representación de mi personalidad. Pero si esto fuera el caso, el “yo” no tendría ningún sentido, no solo para los que me escuchan o me leen, sino tampoco para mí.
Por consiguiente, o el “yo” es imposible de repetir y por lo tanto impensable, o el “yo” es homónimo, repetible por todos y significativo en la ausencia de cualquier sujeto, de cualquier “yo”. La condición de posibilidad de la subjetividad es tal homonimia que, efecto de la imaginación y el “como si” (es únicamente como si el “yo” se refiriera a mí en el instante en que “yo” lo pronuncio), hace posible que atestigüe mi propia experiencia, la que nunca será mía. La homonimia irreducible del “yo” instancia la posibilidad del testimonio, de la veracidad, al mismo tiempo que la rinde ficción, mentira. Al decir “yo”, no puedo no decir, invocar, citar, plagiar, traicionar a todos, los vivos y los muertos, de toda la historia, del pasado y del futuro. El “yo” es a la vez la marca de mi propia experiencia, la cuenta de mi singularidad; y la repetición de la experiencia del otro, de la cuenta imposible e incalculable de todos los demás. Decir “yo” promete que hay uno, que yo soy yo. Cuenta el duelo del “yo” que (no) soy como si viviera, como si sobreviviera, aquí y ahora.