INTRODUCCIÓN
En contextos de conflictos sociales desencadenantes de situaciones de violencia, el estudio de las expresiones ciudadanas, de la acción colectiva y de la movilización social en general, busca contribuir al conocimiento de las distintas experiencias civilistas que desde la ciudadanía se van forjando día a día, y que, contra todo pronóstico, logran expresarse, sacudirse la inercia, miedo y pasividad que muchas veces procuran los violentos con sus actos, generando, a su vez, mensajes e interacciones opositoras al ejercicio de violencia.
A través del estudio de caso de la acción colectiva en México, pretendo darle continuidad a la línea de investigación en la que me desempeño desde hace varios años acerca del estudio de los movimientos sociales y las acciones colectivas producidas en oposición a las situaciones sistemáticas de conflictividad y violencia social y política. Con este fin, he ido recabando información, que comparativamente permita identificar regularidades, sincronías o variedades en los modos de interacción de los actores sociales, además de señalar las singularidades y diferencias contextuales de la movilización social.
ACERCA DEL OBJETO DE INDAGACIÓN
A primera vista, podría considerarse que los temas de violencia, política y acción colectiva involucran realidades completamente diferentes. Que la violencia empieza donde termina la política y que las distintas formas de acción colectiva, si se dan por fuera del ámbito estatal de la representatividad, no son asuntos públicos. En una perspectiva clásica, estos asuntos han tenido desarrollos teóricos diferenciales, sin embargo, las realidades que cada uno ha caracterizado son inextricablemente determinadas, configuradas y delimitadas entre sí. Las transformaciones históricas y culturales de la violencia van produciendo disímiles contornos de la política, dentro de los cuales los sujetos colectivos inician nuevas estrategias de acción y movilización social (Alzate, 2010).
Una definición de violencia, cercana a este planteamiento es la de Judith Butler, quien afirma:
La violencia no es un justo castigo que sufrimos ni unajusta venganza por lo sufrido. Traza el perfil de una vulnerabilidad física de la cual no podemos huir y que, en definitiva, no podemos resolver en nombre del sujeto, pero que puede mostrar un camino para entender que ninguno de nosotros está delimitado por completo, separado del todo, sino que, antes bien, todos estamos, en nuestro propio pellejo, entregados, cada uno en las manos del otro, a merced del otro. Esta es una situación que no elegimos. Constituye el horizonte de la elección y funda nuestra responsabilidad (2012, p. 139).
La inevitabilidad de esta condición de la violencia en nuestra existencia, obliga a pensarla y a ubicarla en el lugar que nos interpela, en ese destino común del que todos formamos parte, y por el cual emergen vastas experiencias de responsabilidad frente a cada uno y los otros. Es así, como podemos observar complejos procesos de democratización y de construcción de alternativas frente al imaginario hegemónico de una sociedad sitiada por esos ejercicios de violencia.
De la manera como se desenvuelvan las relaciones sociales en el marco de procesos de violencia y política, dependen las consecuencias para las distintas posibilidades de la experiencia en común. Esta es una perspectiva analítica del conocimiento de las dinámicas locales de acción colectiva, pero también de la dinámica de violencia que estas acciones buscan afrontar, que obliga, a su vez, a concebir nuevas formas de enunciar y entender lo organizativo y lo político. A partir de ahí, el planteamiento conduce a una lectura más singular de la participación política y de la organización social.
Teóricamente me sirvo de la acción colectiva como categoría de análisis, con el énfasis de la perspectiva cultural melucciana y de herramientas conceptuales emergentes; tales como la decisión o capacidad de agenciamiento y el reconocimiento o capacidad de autodeterminación.
Con respecto a la decisión como categoría analítica de comprensión de la acción colectiva, nos obliga a aguzar la mirada hacia esas acciones que se oponen al victimismo y, fundamentalmente, a esas experiencias que implican a los sujetos sociales y los llevan a dar cuenta de sí. Una elección que se da en la vía diametralmente opuesta a la naturalización o normalización de las situaciones de violencia, con la afirmación de su responsabilidad social y ética frente a lo que les sucede.
Por su parte, la categoría de reconocimiento permite analizar el proceso definitorio o de identificación del actor colectivo, ya no como sujeto esencial previamente definido y teorizado por fuera de sí mismo, sino como actor social con cierta autonomía para autodefinirse, a partir de las interacciones y afectaciones sentidas y puestas en común en una relación en permanente construcción. Prestando especial atención a lo que constituye ese autorreconocimiento, con la identificación de las propias definiciones de lo que les sucede, hacen o dejan de hacer los pobladores en su cotidianidad.
Las preguntas que orientan la presente indagación se resumen así, ¿cómo y por qué los actores sociales llegan a unirse frente a la violencia? ¿Cuál es la dinámica local de dicha violencia y los recursos y formas de intervención que logran las acciones colectivas que se producen frente a estos contextos?
Para este abordaje ubico, en el primer apartado, los aspectos más relevantes del contexto situacional del caso de estudio con relación a la conformación político-institucional, social y cultural de México. En el segundo apartado, discuto las categorías de análisis mencionadas, ensayando su capacidad heurística de constructos teóricos emergentes de la acción colectiva.
En la tercera sección, realizo el examen de las acciones colectivas frente a situaciones de violencia en el último lustro en México, a partir de la identificación y definición de los actores sociales movilizados, de los mensajes tácitos y expresos producidos en el proceso de su movilización, las principales estrategias o repertorios utilizados para la consecución de sus demandas y la generación de apoyos internos y externos al contexto local donde se desenvuelven.
Metodológicamente ejecuto una etnografía política, lo que me obligó a emplear como recurso analítico la inserción en el espacio social mexicano -aprovechando para ello todas las conversaciones cotidianas y la interacción como colega y docente-, facilitado por la cercanía con el entorno social en estudio.
El otro insumo fundamental para esta investigación, lo constituye el acervo de noticias de prensa escrita recopiladas durante los cinco años de interés, con la visibilidad de algún tipo de movilización social suscitada para denunciar o expresarse colectivamente frente alguno de los episodios de violencia en México.
De tal forma que, las observaciones y la cotidianidad vivida, las discusiones de grupos focales, y la revisión, recopilación y clasificación de noticias acerca de las acciones colectivas frente a la violencia, fueron las herramientas que me facilitaron obtener información empírica y ampliar la reflexión sobre los procesos de organización social y política que propician la producción social del cambio en escenarios de violencia sistemática.
EL CONTEXTO POLÍTICO MEXICANO EN EL SIGLO XXI. ¿CRISIS O SEDIMENTACIÓN DE UN SISTEMA POLÍTICO EXCLUYENTE?
Un rasgo señalado por diversos autores acerca del sistema político mexicano es el de un régimen político semiautoritario (Blum, 1996; Roux, 2005), o claramente autoritario con un partido hegemónico hasta finales de los años ochenta (Larrosa, 2015). Este partido político hegemónico se conformó a partir del arreglo que se dio en 1929 consistente en la creación de un partido oficial, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), a través del cual se fijó el modo en el que se ejercería el poder y el consenso político para la elección de gobernadores de ayuntamientos, municipalidades y estados federados, además de quien se postulaba cada sexenio para la Presidencia de la República.
Tal acuerdo institucional significó, “Un partido hegemónico, no democrático, pero capaz de mantener el control mayoritario de la población en el centro político nacional y una constelación de pequeños partidos a su derecha y a su izquierda” (Blum, 1996, p. 93). Este control se ejerció durante sus setenta años de hegemonía, hasta finales de la década de los ochenta, por medio de códigos de convivencia y de distribución del poder, con una jerarquía claramente establecida desde la cúspide de los liderazgos políticos tradicionales del PRI, hacia abajo, los cuadros en formación y bases sociales de apoyo a las distintas decisiones del partido.
Esta forma de mantenimiento del poder en todos los ámbitos, central en la Presidencia de la República, los estados federados y las municipalidades locales, consistente en una fuerte estructura piramidal, con grupos jerárquicamente organizados de liderazgos políticos tradicionales, legítimamente apoyados desde bases sociales y agremiaciones, tales como, los educadores y los sindicatos de obreros con clara adscripción partidista; se sostenía en un sistema de incentivos sociales, políticos y económicos, que permitía la disciplina y continuidad de las alianzas y apoyos de los votantes salidos de los cuadros políticos en formación y de las bases sociales mencionadas.
Así, el control y el ejercicio del poder por parte de un solo partido, el PRI, en México, significaron el control y acceso único a los puestos de trabajo y presupuesto público durante décadas. Esto es, la práctica política socialmente aceptada de la apropiación del patrimonio público como un recurso de poder imperante en la generación de incentivos para la producción de lealtades de los ciudadanos votantes (Gómez, 2013), para cooptar líderes políticos opositores y la filiación política irrestricta de agremiaciones sociales y sindicatos completos. Es el caso del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y el Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana, las mayores agremiaciones del país que operan según la “hegemonía del modelo caciquil corporativo” (Olvera, 2012, p. 133).
Es significativo que desde la conformación del sistema de partidos en México, solo dos partidos hayan ganado la presidencia, uno de los cuales gobernó por más de setenta años (el PRI) y el otro solo por dos sexenios (el Partido Acción Nacional -PAN-, con Vicente Fox del 2000 al 2006 y Felipe Calderón del año 2006 al 2012), lo que puede denotar estabilidad política frente a los acuerdos de las élites en el poder, pero también la existencia de una poderosa maquinaria en el ejercicio de ese poder; que ha funcionado formal e informalmente a partir de las dádivas, compra de votos, fraudes electorales y un sinnúmero de expresiones de corporativismo para el mantenimiento de tal estabilidad.
Para Roux (2005) “desde la época colonial, la politicidad mexicana se había configurado como una politicidad corporativa: una forma de entender y de hacer política que suponía el reconocimiento de derechos a cambio de lealtad y obediencia” (p. 157). “El corporativismo es una forma de Estado: un modo de integración en comunidad política, una forma de vinculación entre gobernantes y gobernados, una forma de legitimidad y un tipo de politicidad” (Roux, 2005, p. 170).
El otro partido importante en la contienda electoral desde su constitución en 1989 es el Partido de la Revolución Democrática, que ha sido considerado aglutinador de la izquierda política, aunque los orígenes políticos de sus principales dirigentes y líderes carismáticos hayan sido priistas. De este modo, hay una serie de partidos políticos de reciente constitución y, por lo mismo, con menor capacidad de movilización de votantes, pero relevante para la fundación de ese sistema plural de partidos, que surgen a partir de la década de los años ochenta; son estos, el Partido Verde Ecologista de México constituido desde 1986, el Partido del Trabajo con registro formal ante el Instituto Federal Electoral de enero de 1992, el Partido Nueva Alianza con registro en el Instituto Federal Electoral de 2005, el Partido Encuentro Social (desde 2006), el Movimiento Ciudadano, antes Partido Convergencia, formado en el año 2011, el Movimiento de Regeneración Nacional conocido como Morena (de 2014) y el Partido Humanista del 2014.
La formación reciente de los partidos políticos en cita, permite advertir el proceso iniciático en el que se encuentra un sistema de partidos con rasgos de pluralidad y modernidad democrática en el sentido liberal occidental. Ahora bien, el hecho de que a partir del sexenio que va del año 2012 al 2018 vuelva a ser gobernada la Presidencia de la República por el PRI, con el mandatario Enrique Peña Nieto, con una candidatura altamente mediática (lo cual no se puede pasar por alto), nos habla de un tipo de sistema político todavía anclado en rasgos clientelares y corporativistas, que hace difícil el apoyo a las diversas fuerzas políticas emergentes.
Factores coyunturales importantes para el regreso del PRI al poder en el 2012, aparte de la poderosa maquinaria política clientelar ya mencionada, pueden estar relacionados con los problemas de inseguridad, pobreza y de injusta distribución del ingreso, que en la percepción del elector mexicano se incrementaron con la fallida guerra contra el narcotráfico del presidente Felipe Calderón (2000-2006) y los ajustes macroeconómicos a partir de la profundización de las medidas para la implementación del modelo económico neoliberal en los dos sexenios de gobierno del PAN (2000-2012). Problemáticas sociales que la campaña política del candidato a la presidencia en ese entonces, Enrique Peña Nieto, supo capitalizar políticamente, proponiendo soluciones fácticas a la situación de inseguridad, lo que resultó, entre otras variables, ser el discurso electoral más eficaz frente a los votantes.
El proceso transicional y liberalizador de la política que se comenzó a vivir en México desde finales de los años ochenta, se ha llegado a caracterizar como una serie de adecuaciones a las reglas electorales, más que como una transformación radical hacia un modelo moderno de democracia política. Al decir de Silva-Herzog, “A diferencia de otros procesos de construcción democrática, en México se ha vivido la lenta sedimentación del pluralismo (...) La transición mexicana es un goteo acumulado” (1999, citado en Espinoza, 2012, p. 39).
El fortalecimiento de fuerzas políticas opositoras al monopolio político en el ámbito local y nacional a finales de los ochenta, también fue el reflejo de las distintas voces ciudadanas y del ámbito social, que disentían del orden hegemónico prevaleciente hasta ese momento. Es así que, la inestabilidad política derivada del iniciático proceso de competencia electoral, también se acompañó de
otros factores vividos en México en la década de los ochenta, vinculados con situaciones endógenas y exógenas a la sociedad mexicana.
Uno de los factores exógenos ha sido el cambio en la esfera productiva, profundizado en toda la región latinoamericana por la globalización del mercado. Otro elemento es la presión que desde fuera ejercían los organismos multilaterales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional sobre los cambios macroeconómicos necesarios en la estructura productiva mexicana, que tenían su correlato en las expresiones de descontento de las fuerzas políticas opositoras y de los ciudadanos del común que no se sentían representados por esa clase política de los partidos tradicionales y el modelo político que habían configurado hasta ese momento.
Aunque la capacidad de reacción y movilización social de los ciudadanos no adscritos a los partidos políticos, o habiendo renunciado a la membresía de los partidos tradicionales del PRI y del PAN, no haya sido clara y expresamente en contra del sistema partidista, a la postre el crisol de las demandas sociales y políticas de lo que va corrido del siglo XXI recoge sentimientos de descontento frente al sistema político y la aplicación de las políticas neoliberales. Una explicación plausible acerca de los poderes fácticos la da Alberto Olvera:
(...) el gigantesco poder que han acumulado, desde las estructuras del viejo régimen, los actores políticos y económicos denominados ‘poderes fácticos’, es decir, grandes sindicatos corporativos, caciques regionales, empresas monopólicas y, más recientemente, crimen organizado. Este poder se ve magnificado por la fragmentación del poder político que ha producido la incompleta transición mexicana. El poder de estos actores les permite vetar los cambios necesarios para consolidar la democracia y disputar al Estado el control de áreas completas de las políticas públicas y de regiones enteras del país (2012, p. 121).
Esos poderes fácticos legales e ilegales han cercenado el poder de la política no solo en México o América Latina, sino en el mundo, esto significa, que el poder de decidir qué hacer frente a los problemas públicos ya no está en manos de quienes gobiernan las instituciones públicas, sino en manos de actores privados legales e ilegales; empresas, grandes corporaciones e inversionistas, pero también estructuras delincuenciales y del crimen organizado, que traspasan con mucho las soberanías de los Estados nacionales como el mexicano. Para estos actores privados no existen reglas sobre la organización de la vida en común o el bienestar humano.
En la situación actual del modelo de acumulación de capital en el ámbito mundial, al decir de T. Piketty, “el capital nacional está exageradamente mal repartido, con una riqueza privada apoyada en la pobreza pública. Su consecuencia principal es que actualmente gastamos mucho más en intereses de la deuda de lo que invertimos, por ejemplo, en enseñanza superior” (2014, p. 636). Y ni qué decir tiene el que con dinero público cada vez se tengan que sufragar gastos para paliar las consecuencias sociales, ambientales y económicas de las decisiones privadas.
La creciente capacidad de los poderes fácticos por encima del poder del Estado, de sus instituciones y de los políticos profesionales que las dirigen, desmantela el poder de decidir el destino social, económico y político de un país, las soluciones a los problemas públicos quedan disueltas, y esta condición presente de vaciamiento del poder por parte de la política, se expresa en México en toda su magnitud y es a lo que se ha nombrado con el término de corporativismo.
Finalizada la primera mitad de la década del 2000, con un balance social y político de no resolución de las demandas sociales y económicas de grupos amplios de población, en la percepción del ciudadano ese descontento por los problemas sociales en aumento, se ve imbricado con la situación de inestabilidad del sistema político, al no concluirse las reformas del sistema electoral1. De unas reglas del juego político claramente establecidas entre los partidos tradicionales y de reciente creación, quedando un sabor amargo después de cada elección política, de fraude y amaño de los resultados electorales, además de corrupción administrativa.
Lo que viene a complejizarse en la segunda mitad de la década del 2000, con las problemáticas estructurales de carácter social y económico, la inestabilidad del sistema político y el descontento ciudadano por las distintas formas de injusticia social y política; incluyendo la ausencia de distribución de los ingresos, el fortalecimiento de los carteles de la droga, y con ello, la posibilidad del ascenso social de un grupo de población que no había encontrado opciones en la economía legal (Williams, 2010), a la vez que se dio la respuesta visceral por parte del gobierno nacional, luego de muchos años de connivencia con los grupos de narcotraficantes conformados.
En diciembre de 2006, poco después de la toma de poder y en un contexto de falta de legitimidad poselectoral, el presidente de la República mexicana Felipe Calderón declaró la guerra al narcotráfico y decidió enviar al ejército a las regiones más sensibles. Al final de su sexenio, el balance de su política de seguridad resultó siniestro: en enero de 2012, la Procuraduría General de la República contaba con 47 515 homicidios relacionados con la guerra entre el ejército y los narcotraficantes en lo que iba de su mandato. Según fuentes no institucionales, estas cifras se elevaron a más de 60 000 muertos (Naveau y Pleyers, 2012).
Comenzó así, otro periodo que aún no termina en México, ligado a la violencia y la guerra procedente del narcotráfico. La escalada de violencia entre narcos había iniciado desde mediados de la década de los noventa y se había mantenido en el ajuste de cuentas entre carteles del narcotráfico, con eventuales hechos de violencia y asesinatos en lugares públicos. Estos hechos se volvieron más frecuentes y de mayor envergadura con la intromisión de las fuerzas policiacas oficiales, lo que vino a exacerbar la violencia por el control del poder entre carteles de la droga, con la búsqueda del control territorial por las fuerzas del orden.
Un planteamiento interesante que desnaturaliza este tipo de violencia de su procedencia, alejándose de interpretaciones esencialistas que ubican la violencia extrema que se da en el contexto del narcotráfico como una característica intrínseca a un grupo cultural o nacional, o más aún que es exclusivo de nuestra época, es el de Phil Williams, quien sostiene:
Los líderes de la delincuencia son como barones medievales: con frecuencia se ven enfrascados en luchas de poder y en alianzas endebles caracterizadas por defección y traiciones frecuentes. En la Edad Media la violencia entre los barones era un elemento cotidiano, normal, y así se mantuvo hasta el nacimiento del Estado westfaliano, que reclamó el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Esto ofrece una perspectiva que es ignorada por las teorías contemporáneas que arguyen que la unión de la violencia criminal de alta intensidad con la guerra de baja intensidad es una característica distintiva del siglo XXI (2010, p. 20).
La cotidianidad mexicana en el lustro 2010-2015 comprende situaciones de violencia relacionadas con desapariciones forzadas, torturas, secuestros, homicidios, violaciones sexuales y demás crímenes ampliamente documentados por Amnistía Internacional o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en su informe de la situación de derechos humanos, publicado en diciembre del 2015. Donde se señala como principales factores dinamizadores de la violencia a actores estatales, al crimen organizado o a estructuras del narcotráfico, a la delincuencia común, a las autodefensas armadas y a las bandas de delincuencia organizadas2.
Cuando Calderón llegó al poder el 1 de diciembre de 2006, se hablaba de dos organizaciones criminales consideradas como las más grandes y poderosas de México: el Cartel de Sinaloa y el Cartel del Golfo. Además, existían otras dos organizaciones que, a pesar de tener gran relevancia, no tenían un poder comparable con el de las dos primeras: el Cartel de Tijuana (o de los hermanos Arellano Félix) y el Cartel de Juárez (u Organización Vicente Carrillo Fuentes). También se registraban tres organizaciones menores, pero con cierta presencia en el panorama nacional: el Cartel de Colima, el Cartel de Oaxaca y el Cartel del Milenio.
A finales de 2012, se reportaron siete grandes grupos delictivos dotados de un inmenso poder, que compiten por el control de las plazas y de las rutas, tanto internas como hacia Estados Unidos y otros países. Todos estos grupos tienen formas de organización y de acción nunca antes vistas. Así, al Cartel de Sinaloa, al Cartel del Golfo, al Cartel de Tijuana y al Cartel de Juárez, se pueden sumar el Cartel del Pacífico Sur (o de los Beltrán Leyva), La Familia Michoacana (y sus sucesores Los Caballeros Templarios) y el grupo de Los Zetas. Además, de otros cuatro grupos que sobresalen de entre las organizaciones menores, que son el Cartel de Jalisco-Nueva Generación, el Cartel Independiente de Acapulco, La Resistencia y, uno de los más recientes, Los Mata Zetas (escisión de Los Zetas) (Galindo, 2013).
Además del accionar criminal de estos grupos, otros factores que se asocian con la incidencia en las situaciones de violencia son, por ejemplo, las condiciones socioeconómicas precarias o paupérrimas de un amplio sector de la población mexicana, los altos niveles de corrupción de los funcionarios públicos, la existencia de rutas migratorias ilegales de personas, por la cercanía con Estados Unidos, controladas por los narcotraficantes y traficantes de armas; el tráfico ilegal de armas de alto calibre provenientes de Estados Unidos que fueron a parar a manos de los carteles de narcotraficantes en México3, y la impunidad y no visibilización de esta realidad social por parte de las autoridades locales, federales y nacionales.
En una lectura de las reacciones cotidianas frente a las situaciones sistemáticas de violencia propongo el análisis de una serie de dispositivos que operan como normalización de la misma. Un primer dispositivo es el del exceso de difusión de hechos de violencia y un tratamiento superficial por parte de los medios de comunicación. El segundo dispositivo es el del silenciamiento de cualquier voz que denuncie lo ocurrido. Y el tercer dispositivo es el de la indiferencia y distanciamiento de las víctimas de la población mayoritariamente ubicada en los centros urbanos alejados de los focos de violencia.
Con respecto al primer dispositivo que opera como normalización de la violencia, el de la continuidad, saturación y superficialidad con la que se difunden cotidianamente los hechos, actúa a través de la inmediatez y la sistemática ocurrencia de situaciones de violencia que no dan espacio en el día a día a la indignación y reacción pública frente a lo que acontece. Son hechos que se mezclan con la narración diaria de nuevos episodios de violencia que se superponen a las historias de estupefacción y dolor que se escuchan en la radio de la jornada anterior. Es así como de los relatos y testimonios diarios de padres, de hijos y estudiantes desaparecidos, que pueden ocupar un espacio amplio del noticiero de la mañana, se puede pasar al relato del amotinamiento, destrucción y muerte de, aproximadamente, cincuenta personas en un mismo día en una cárcel local.
Noticia dolorosa que durará un solo día en la atención de las audiencias radiales, porque al día siguiente el estupor llega por cuenta de la muerte nuevamente de cinco estudiantes en el estado de Veracruz, esta vez con pruebas de la vinculación directa de fuerzas oficiales de la policía local. Es un recorrido solo por una semana, el aturdimiento es obvio, no se puede prestar atención, solidaridad y reflexionar en tantos sucesos tristes a la vez.
El ciudadano común queda confundido, aturdido con tantas imágenes y relatos de sufrimiento y dolor. Lo que nos recuerda el planteamiento que hace Veena Das (2008) desde sus estudios de la escena local de la India, que bien puede contrastarse con la escena local de México o de Colombia, al afirmar que las imágenes y relatos de las experiencias de violencia se convierten en productos de consumo doméstico, que, en lugar de movilizar la acción social y despertar la solidaridad con las víctimas, se transforman en bienes de consumo. La abundancia de imágenes, además, produce una sensación de simulación en los espectadores, lo cual les dificulta aceptar la autenticidad de los mundos que ven en sus pantallas, aunque les resulta igualmente difícil ignorarlos y volver a la seguridad de sus vidas privadas. Esta mediatización del sufrimiento ha reconfigurado la experiencia del sufrimiento como si se tratara de una secuencia de paisajes para el espectador (Das, 2008).
El segundo dispositivo mencionado, es el silenciamiento de las voces de ciudadanos y actores sociales que denuncian las violaciones a los derechos humanos; o a través de los límites impuestos a la libertad de expresión frente a los hechos de violencia, con la amenaza directa o latente a los periodistas y líderes sociales que se deciden a documentar ampliamente y denunciar públicamente la presunta responsabilidad de esos hechos y el estado de impunidad que rodea cada caso.
En el más reciente informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (2015), se documentan casos de líderes sociales, periodistas, defensores y defensoras de derechos humanos que han sido objeto de actos de violencia por parte de particulares, y en ocasiones con el apoyo de fuerzas de seguridad locales, que de este modo intentan persuadir y parar el desarrollo de sus actividades de acompañamiento, denuncia y representación de la población en situación de hostigamiento, desplazamiento forzado o víctimas de otro tipo de violencia física.
Otro dispositivo más de normalización se da en lo cotidiano, donde hay una suerte de marasmo, distanciamiento y hasta incredulidad por parte de los pobladores con lo que va ocurriendo en su mismo estado o en otros estados de México. Se evidencia en distintos ámbitos, desde los lugares de esparcimiento, hasta en los centros académicos y universitarios, donde misionalmente tendría que darse un espacio de reflexión y estudio, vinculante con las actuales problemáticas frente a lo que ocurre en su entorno social.
En el caso de los centros académicos, con el riesgo que conllevan las generalizaciones, la discusión y reflexión se concentra en algunas instituciones4 que decididamente se han dedicado, con esfuerzos ingentes de los investigadores, al estudio del tema.
El no nombrar las situaciones de sufrimiento y dolor que otros viven en el medio cercano o lejano, es lo que convierte al silencio en el dispositivo normalizador, en la medida en que al dejar de manifestar la vivencia de sufrimiento personal o de otros, se impide compartir ampliamente el trauma y, de acuerdo con Myriam Jimeno (2008), se dificulta la recomposición como comunidad política en un territorio común.
Es una autora como Veena Das, quien nos interpela con respecto a nuestro papel como conciudadanos, cualquiera sea el ámbito profesional, laboral, académico u otro en el que nos desempeñemos, para desentrañar el efecto que han tenido las experiencias de sufrimiento en las personas, al aseverar que “cuando se enfrenta el tipo de trauma que la violencia imprime en nosotros, debemos comprometernos en decisiones que configuran la manera en que llegamos a comprender nuestro lugar en el mundo” (Das, 2008, p. 152), como uno de los primeros aspectos para la recomposición social, política y cultural luego de estas vivencias.
Sin entrar en el detalle de los factores de violencia mencionados, ya que no es el objeto de interés del presente análisis, este es sintéticamente el escenario en el que se despliegan diferentes expresiones individuales y colectivas, de denuncia y exposición pública de los hechos de violencia y de sus ejecutores. Como analizaré más adelante, estas acciones desafían la muerte y el miedo, decidiéndose por la manifestación de la inconformidad frente a la violencia y la impunidad derivada de la no resolución o impartición de justicia por parte de las autoridades gubernamentales de turno, convirtiéndose así en expresiones vitalistas, al modo de la culebra que muerde su cola, como una declaración de la continuidad de la vida, sacudiéndose del efecto destructor que es intrínseco a la vida misma.
SIGNIFICADO DE LA MOVILIZACIÓN SOCIAL Y LA ACCIÓN COLECTIVA ACTUAL DESDE EL ANÁLISIS DE LA CAPACIDAD DE AGENCIAMIENTO Y RECONOCIMIENTO DEL DAÑO
El sentido que se le ha dado a la movilización social ha variado en el tiempo, es uno de los conceptos más dinámicos con los que se cuenta en las ciencias sociales, lo que hace alusión a la realidad que involucra la propia temática de las acciones colectivas y las movilizaciones sociales. Es decir, el concepto mismo es tan móvil como la realidad que describe y comprende. Esto se debe a que los constructos teóricos, para que cumplan la función explicativa se localizan en un espacio y tiempo concretos, lo que los hace permeables a los contextos políticos, las disciplinas académicas y los paradigmas de conocimiento y acción dentro de los cuales surgen, son revisados, usados y modificados.
Los movimientos sociales producidos hasta finales del siglo XX fueron definidos y comprendidos desde un enfoque académico imperante que se orientaba por la mirada a las grandes estructuras de la organización social, lo que llevaba a los investigadores y teóricos del tema a fijarse en las transformaciones políticas a gran escala, más que en la micropolítica o las formas cotidianas de resolución de los conflictos públicos. Esto permitió concluir en su momento, que el propósito de las movilizaciones sociales era transformar y generar las grandes revoluciones sociales, con marcado énfasis de la teoría marxista. Es el caso de estudios clásicos como From mobilization to revolution (Tilly, 1978) y States and social revolutions (Skocpol, 1979).
Atendiendo a este contexto histórico y académico particular en el que se producen estas investigaciones, los movimientos sociales se entendieron como aquellas acciones colectivas que alcanzaban cierta continuidad y sostenibilidad en el tiempo, con un carácter masivo, muchas veces con una cobertura geográfica de alcance no solo del territorio nacional y con un amplio despliegue de narrativas, elementos simbólicos, identificación de grupos poblacionales incluidos o aglutinados, y clara diferenciación frente a los no incluidos.
En esta concepción se enmarcó el análisis de las estrategias políticas y organizativas producidas en los movimientos sociales decimonónicos hasta entrado el decenio de los ochenta. Dentro de esta definición, se estudiaron durante décadas el movimiento campesino, el movimiento estudiantil y el movimiento obrero.
Otra es la concepción a partir de los años noventa, con la multiplicidad de estrategias colectivas y las herramientas de comunicación desplegadas para la movilización social, con mayor profundidad desde el 2000. Frente a las cuales se ha llegado a comprender que los ciudadanos o actores movilizados no necesariamente obedecen o están dentro de una estructura organizativa jerárquica, tampoco corresponden a una única adscripción o filiación organizativa y, al contrario, es marcada la multiplicidad de roles e intereses que comparten hoy los sujetos movilizados.
De este modo, son actores insertos en una realidad global cargada de un universo de información y simultaneidad, lo que hace poco discernibles e inabarcables las experiencias cotidianas de decisión y organización colectiva desde la vieja figura de regulación y cohesión estatal. Entre otras razones, porque las acciones colectivas de hoy no tienen igual contenido de las de hace uno o dos siglos, ni los actores sociales son los mismos, aunque se puedan estar recreando paralelamente con los de hoy dilemas y problemáticas de ese mismo periodo o de mucho antes.
Las acciones colectivas contemporáneas se definen por ser conformaciones reticulares de la acción, “multitudes inteligentes” (Sádaba, 2012) que practican el “mediactivismo” o el “ciberactivismo” (Cefai, 2011; Lévy, 2007), caracterizadas por interacciones sociales, en las cuales son las redes sociales, los blogs y demás plataformas virtuales donde se recrea el deseo de transgresión compartido, las que van a posibilitar la difusión del mensaje movilizador y el apoyo coyuntural a la causa de la movilización social (Arias, 2008; Calle, 2007; Sádaba, 2012).
No es solo la forma de expresión colectiva y los repertorios para la protesta lo que hace diferencial el significado dado a dichas movilizaciones y acciones colectivas de las dos últimas décadas. Han sido los cambios en la adscripción de los individuos a las organizaciones movilizadoras de la protesta, que se ha transformado pasando del compromiso de antaño por parte de los individuos con un relato teleológico y una ideología dentro de un andamiaje burocrático y jerárquico, representado por las organizaciones de líderes de los movimientos sociales del siglo XX, a un activismo
cuyo compromiso individual con las organizaciones es mucho más personal, volátil en el tiempo y disperso en su adscripción, al portar varias membresías a la vez por la vivencia de la pluralidad de sus intereses.
En este nuevo sentido de la movilización social y la acción colectiva, se ha identificado que las organizaciones cada vez se presentan mucho más horizontales y acéfalas, primando la creatividad e informalidad por encima de la planificación y el monismo motivacional de la protesta y la demanda social.
El universo social específico, acuñando un término de Auyero (2004), en el que se han dado estas modificaciones de la movilización social, corresponde, fundamentalmente, a las transformaciones sociales y políticas derivadas del proceso de globalización del libre mercado y de la hegemonía del modelo político democrático, lo que ha ido ampliando las demandas e intereses de los actores colectivos movilizados, ya no solo reclamando la redistribución económica y social, sino también, motivados por el reconocimiento diferencial de las distintas identidades colectivas en juego (Fraser y Honneth, 2006), defendiendo con ello la equidad en sus condiciones de existencia.
Asimismo, el boquete abierto a finales de los años sesenta por los movimientos cívicos y políticos de Estados Unidos (y años antes en la India con el movimiento descolonizador liderado por M. Gandhi), permitió el ensanchamiento de las diversas demandas (desde los años ochenta en adelante) de los movimientos indígenas (Svampa, 2010), del movimiento de pobladores urbanos o ‘cívico-regionales’, del movimiento de paz y defensa de los derechos humanos, del movimiento de mujeres y del movimiento de pobladores afrodescendientes; entre otros, en América Latina. Que se recrean y coexisten con los indignados en Madrid, los jóvenes ninis (ni estudio, ni trabajo), los sin (sin tierra, sin techo, sin empleo), los distintos movimientos de los colectivos queer y lésbico, gay, bisexual, transexual e integrista y los antiglobalización.
En ese contexto político y social, es que se ha comenzado a profundizar en el análisis de las movilizaciones sociales de las dos últimas décadas desde la orientación culturalista, con contribuciones teóricas y empíricas que destacan dimensiones que no habían tenido antes tal relevancia para la comprensión del tema.
Algunas de estas categorías para el análisis actual de la acción colectiva y la movilización social identificadas en estudios recientes son, entre otras, la decisión, “en estrecha relación a la puesta en acto de la voluntad colectiva, como una instancia creativa instituyente que abre-crea un espacio de acción y conflicto” (Retamozo, 2009, p. 113), un asunto indispensable a la participación en la movilización colectiva, que destaca la voluntariedad de las personas para cambiar sus destinos, por encima de las circunstancias externas que las condicionan.
La categoría de decisión puede acercarse al concepto de agenciamiento, que subraya la capacidad de alterar la condición de víctimas o de subalternos en unas relaciones de poder desventajosas. Esto es en la perspectiva foucaultiana, la capacidad de los sujetos sociales de reflexionar y modificar el orden social y político que les preexiste, por más que se acepte que este mismo orden también los limite circunstancial y contingentemente.
El argumento principal de Saba Mahmood con respecto al planteamiento de decisión/agen- ciamiento, nos sugiere pensar en “agencia no como sinónimo de resistencia ante relaciones de dominación sino como una capacidad de acción que históricamente determinadas relaciones de subordinación crean y hacen posible” (citada por Aguilar, 2013, p. 662).
Así, la posibilidad de la decisión como un constructo teórico explicable de la acción, nos ofrece otra mirada en el momento actual de la creciente individualización (por fuera de los grandes relatos), de las opciones que se ensayan en la resolución colectiva de un destino común.
La vinculación del proceso de decisión con el de responsabilidad, o más aún, con la responsabi- lización por uno mismo y por otros, nos habla del compromiso y preocupación por lo que ocurre, por las injusticias cometidas en el cuerpo de otros, de acuerdo con Melucci (2001). Pero también, inevitablemente, nos conduce a pensar en las implicaciones de nuestros actos y de los de otros, ya no solo desde una mirada conspirativa y de daño per se proveniente del propio sistema político u orden social en el que estamos inmersos.
Lo que ya muchos años antes había estudiado Max Weber, al decir en su explicación acerca de la ética de la responsabilidad, “que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción” (1984, p. 164). Agregándole al proceso decisorio de la acción colectiva otro rasgo más, de inevitable reflexividad y del discernimiento que se produce al actuar y reaccionar frente a lo percibido como injusto y trato cruel; ya sea en respuesta a la afrenta, o con la denuncia por la vulnerabilidad sufrida por los mismos que se deciden a movilizarse, o porque se esté buscando dignificar la existencia de otros que han sido victimizados.
En el planteamiento reciente de Judith Butler, en sintonía con esta afirmación, la violencia y las condiciones de vulnerabilidad individual y colectiva, son situaciones que no elegimos, pero lo que sí,
Constituye el horizonte de la elección y funda nuestra responsabilidad. En ese sentido, no somos responsables de ella, pero esa situación crea las condiciones en que asumimos la responsabilidad. No la hemos creado, y por lo tanto debemos tenerla en cuenta (Butler, 2012, p. 139).
Es decir, puede ser esta circunstancia uno de los elementos del orden social y político que inevitablemente nos limita, pero no por esto nos determina a actuar en una u otra dirección. Nuestra elección está en permanente negociación entre nuestra voluntad, deseo y poder con las situaciones y circunstancias externas a cada uno, en las que tenemos que desenvolvernos y decidirnos a actuar. En la metáfora de la serpiente mordiéndose la cola, el agenciamiento es ese proceso de autoproducción y creación permanente de soluciones a los problemas, aceptando lo inevitable de la destrucción, la muerte y la violencia en la constitución de la vida social.
Recapitulando, la decisión como una categoría analítica de comprensión de la movilización social, incorpora elementos como las intenciones, orientaciones, responsabilidad y negociaciones intrínsecas al proceso de construcción permanente del actor colectivo. Ayuda a superar aquellas definiciones que ubican a la acción colectiva ya sea en una vertiente irracional o poco estratégica, al decir de su espontaneidad, explosión de la protesta social y volatilidad, o en la vertiente determinista, al considerarla como estructuras sociales ya matriculadas a cursos y fines de la acción colectiva, previamente establecidos.
Otra categoría emergente en el análisis e interpretación de la acción colectiva, es la de búsqueda o lucha por el reconocimiento, como un motor de la acción. De acuerdo con Foucault (1999), el reconocimiento entendido como un acto de poder. Por esta vía se argumentan las reivindicaciones por la igualdad y compensación de derechos por parte de actores defensores de las distintas identidades sociales, que han estado histórica y sistemáticamente discriminadas dentro del modelo hegemónico de sociedad.
Lo novedoso del concepto de reconocimiento para explicar la participación de las personas en la movilización social, lo configura la idea de la búsqueda de estatus o sentido del honor, y del interés individual enmarcado dentro de un orden “metapreferencial” del individuo, que más allá del hiperestudiado interés económico o utilitario, es la definición del interés que da sentido a su vida, dentro del que se incluye a sus semejantes, primando una cierta moralidad y compromisos colectivos y sociales (Cante, 2007).
A su vez, la incorporación de la categoría de reconocimiento en la comprensión de la movilización colectiva, nos plantea una perspectiva que destaca elementos como la capacidad de construir el conocimiento, individual y colectivamente, de las diversas opciones de solución de los problemas públicos, o frente a los cuales se siente directamente afectado el actor colectivo movilizado, como ya sostuve antes, por encima de relatos historicistas o ideales que preexisten a su propia percepción de afectación.
Esta noción de reconocimiento presupone unas condiciones de existencia, que inevitablemente nos implican, pero en las que podemos abarcar, por lo menos, dos visiones, una es la de las expectativas individuales del trato justo (Fraser y Honneth, 2006), y la otra es la de los principios normativos que cultural e históricamente nos engloban o nos limitan circunstancialmente y, por ende, también a los espacios de socialización producidos por la acción colectiva. O Como lo expresa Judith Butler,
Las normas mediante las cuales busco hacerme reconocible no son del todo mías. No han nacido conmigo; la temporalidad de su surgimiento no coincide con la temporalidad de mi vida. Al vivir mi vida como un ser reconocible, entonces, vivo un vector de temporalidades, una de las cuales tiene mi muerte como término, mientras que la otra consiste en la temporalidad social e histórica de las normas que establecen y mantienen mi reconocibilidad (2012, p. 54).
En la identificación de las explicaciones que efectivamente permite este concepto, con relación a los casos empíricos de acción colectiva, esta comprensión de la movilización como espacios de socialización, va más allá de la protesta y, de acuerdo con Calle (2007), “como en el caso de los zapatistas, del ecofeminismo radical o de redes internacionales como Vía Campesina, articulan formas de producción y de gobierno de gran autonomía con respecto a las dinámicas de la llamada globalización” (p. 149).
El proceso de lucha por el reconocimiento conduce a los actores movilizados a una construcción colectiva donde se nombran, valoran, redefinen, a la vez que, permiten y crean nuevos horizontes de acción. Además de que se genera el rescate de una alternatividad política, social y cultural (Melucci, 1996).
Precisando el uso que busco de la categoría del reconocimiento para la comprensión de la movilización social, me apoyo en el planteamiento del proceso de subjetivación, de Jacques Ranciere (2011), que implica el encuentro, la relación o unión de uno mismo con un otro. Es decir, al hablar de reconocimiento no se está optando por un proceso de identificación identitaria con la lógica de otro, identificación imposible en la perspectiva de Ranciere, sino de aquel proceso vinculante con la manifestación de daño o agravio infringido en el cuerpo de otro y asumido y vivido como un daño a sí mismo. De ahí la aseveración de este autor en su llamado a redefinir o reinventar la política, “lo político es el escenario sobre el cual la verificación de la igualdad debe tomar la forma del tratamiento de un daño” (Ranciere, 2011, p. 1).
Así pues, las categorías de decisión de la acción y la lucha por el reconocimiento nos van permitiendo redefinir la movilización social, ya no solo desde la oposición política, o la búsqueda de un cambio
social y político, sino también, con los aportes de los autores mencionados, desde la producción de nuevos sentidos de la política (Delgado, 2007), de ampliación de los horizontes de vida social posible (Alzate, 2008; Escobar, 2005), abriendo espacios para el cuestionamiento de los proyectos hegemónicos, ya que “la acción de los movimientos sociales puede ser entendida como una lucha por re-significar la interpretación dominante de ‘la política’, o cuestionar sus prácticas dominantes” (Millán, 2013, p. 61).
LO QUE PUEDE EL CUERPO DE LOS SUJETOS SOCIALES MOVILIZADOS FRENTE A LA VIOLENCIA EN MÉXICO. LOS PRINCIPALES COLECTIVOS Y SUS EXPRESIONES DE RECONOCIMIENTO DEL DAÑO DURANTE EL ÚLTIMO QUINQUENIO
Previo a las expresiones ciudadanas del quinquenio 2010-2015, es importante mencionar el hito, no solo del ámbito nacional mexicano sino del ámbito latinoamericano y mundial, que representó el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), en cuanto a la capacidad movilizadora y de ampliación de la solidaridad ciudadana, demostrando las posibilidades enormes que propiciaría de ahí en adelante la comunicación vía Internet.
Pero no solo ha sido significativo por sus habilidades en el despliegue publicitario a través de la red virtual global, sino también porque el EZLN ha tenido la capacidad de ajustar su discurso, motivaciones y decisiones colectivas, de acuerdo con las coyunturas políticas y sociales que han sorteado en más de veinte años de existencia como organización social y política. Un estudio que nos facilita comprender cómo se fueron modificando las motivaciones y la misma estructura organizativa a través del tiempo es el de Inclán Oseguera (2011), quien sirviéndose de la herramienta conceptual de estructura de oportunidad política, analiza las condiciones en las cuales se desarrolló el movimiento desde su levantamiento armado en 1994, aprovechando una ligera apertura en la transición democrática vivida en México, y a la que ya me referí en el primer apartado, hasta el año 2003 cuando el movimiento concentró todos los esfuerzos en construir su autonomía frente al gobierno central con sus juntas de buen gobierno:
Así, los manifestantes Zapatistas se movilizaron en torno a las oportunidades efímeras que les presentaron las aperturas estructurales y específicas, las cuales, sin embargo, no se tradujeron en concesiones sustantivas ni en oportunidades importantes para promover sus demandas. Sin embargo, la decepción generada por estas aperturas orilló a los Zapatistas a cambiar el rumbo de sus tácticas de movilización, dirigiéndolas en primer lugar a los entornos que seguían siendo cerrados, y posteriormente usando su tiempo y su energía para realizar sus metas por sí solos mediante la creación de autoridades locales paralelas a las del Estado (Inclán, 2011, p. 825).
A su vez, el legado y conocimiento cibercultural adquirido por el EZLN desde los años noventa son significativos para sujetos colectivos como el movimiento estudiantil “Yo Soy 132” o el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), que mencionaré más adelante.
Lo que haré a continuación, será presentar sintéticamente los principales sujetos movilizados colectivamente en el lustro que he analizado, abordando, en primer lugar, los sujetos movilizados y sus principales mecanismos de actuación o agenciamiento y, en segundo lugar, los mensajes de la movilización en este periodo, que he interpretado aquí como expresiones del reconocimiento del agravio o daño que se ha infringido en el cuerpo de otros o de los mismos colectivos movilizados. Un esquema que resume esta perspectiva de comprensión de la movilización social identificada en México se ofrece en el gráfico 1.
Los sujetos colectivos y sus formas de agenciamiento o decisión
En las interacciones de los actores sociales movilizados frente a diferentes formas de violencia en México, se destacan aquellas que han conseguido mayor poder de convocatoria y adhesión a las motivaciones de la movilización; ya sea porque en su proceso de construcción colectiva hayan propiciado que los individuos se identificaran con los mismos intereses, compartido las mismas valoraciones frente a las situaciones conflictivas y frente a quienes protestaban, o generado solidaridad entre un grupo amplio de la población, logrando visibilidad pública, con impacto social y gran despliegue mediático.
La relevancia de identificar a ciudadanos organizados y actores colectivos que se han manifestado frente a ese sufrimiento humano vivido por otros o por ellos mismos, es dilucidar los aspectos que contrastan con esas otras vivencias de naturalización y adopción cotidiana de los episodios de violencia, citados en el primer apartado.
Son estos actores, entre otros, la Red de Periodistas de a Pie, red que se conformó en agosto de 2010 realizando marchas y plantones en las principales ciudades, bajo el llamado público que se denominó No más Sangre, frente al aumento generalizado de la violencia que en ese año, y desde el año 2006, ya había cobrado la vida de por lo menos 64 comunicadores y la desaparición de otros 11 profesionales.
Asimismo, una serie de acciones colectivas se realizan desde el 6 de abril del 2011 gracias a la convocatoria y llamado de artistas y organizaciones civiles y de mujeres, para salir a las calles a manifestarse frente al esclarecimiento del asesinato de seis jóvenes; entre ellos el hijo del poeta Javier Sicilia, realizando a lo largo de ese año plantones y tomas de plazas públicas e instalación de placas conmemorativas. Estas movilizaciones iniciales configurarían luego el MPJD, movimiento de mayor poder de convocatoria a lo largo de este lustro, con la celebración de movilizaciones simbólicas (marchas y plantones), escuelas de paz, seminarios,performance y caravanas por la paz por todo el territorio nacional y varias ciudades del extranjero, en repudio a las violaciones de los derechos humanos; tales como las desapariciones forzadas y los asesinatos de líderes sociales en el país desde el 2011.
La singularidad de este movimiento está representada por la capacidad que ha tenido a lo largo de estos años para aglutinar a un sinnúmero de organizaciones y actores colectivos que, de manera explícita, acogieron el llamado del MPJD a movilizarse, a expresarse y salir a las calles. Desplegando para ello las acciones que cada agrupación con sus recursos y posibilidades ha ido aportando desde sus distintos ámbitos geográficos, lo que ha permitido ampliar la solidaridad y la red de apoyo en contra de las situaciones de violencia en México a otros colectivos sociales localizados en otros países y regiones del mundo.
Es el caso de colectivos de artistas y “artivistas” que han logrado su expresión de descontento frente al dolor a través de distintas manifestaciones de creación personal y transfiguración del sufrimiento colectivo, con la ejecución de actos públicos cargados de simbología, creatividad visual y alto impacto, con la publicidad de las creaciones artísticas y expresiones culturales en redes sociales y encuentros en los espacios públicos de las principales ciudades, todas ellas con un claro mensaje político.
Una de estas expresiones es la del proyecto con una propuesta cultural de manifestación contra la violencia en México denominado Manifestomx. Se trata de nueve murales callejeros con la autoría de artistas internacionales y nacionales que expresan opiniones sobre temas de la actualidad en México.
Otro es el caso del Colectivo Paremos las Balas, Pintemos las Fuentes, que plantea teñir de rojo las fuentes de las principales plazas públicas del país, acciones decisivas acompañadas por una propuesta amplia denominada Pacto Nacional, con la exigencia y mandato explícito a las autoridades locales y del ámbito de la República, de realizar acciones de solución de corto y mediano plazo que incidan en cambios hacia la paz.
O el Movimiento de Bordadoras por la Paz, que surgió como una ramificación del Colectivo Paremos las Balas, Pintemos las Fuentes. Las bordadoras se ubican desde el año 2011 en calles y plazas públicas los días jueves y domingos, haciendo bordados de denuncia para el esclarecimiento de los crímenes de desaparecidos y caídos por la violencia generada por el crimen organizado y los excesos de la fuerza pública, o los numerosos casos de impunidad frente a los hechos violentos; en ciudades como Monterrey, Guadalajara y Ciudad de México.
Lo singular de la protesta a partir del acto de bordar, es que permite una construcción colectiva a distintos niveles, en un escenario personal e íntimo se constituye en un ejercicio terapéutico, de memoria del ser querido, duelo y perdón frente a la experiencia traumática de violencia. En un con texto social, le permite al ciudadano, transeúnte que va de paso y se encuentra con el lugar donde se desarrolla el evento para bordar, enterarse, informarse y expresar sus sentimientos, ya sea de pasividad, de solidaridad o repudio. En un ámbito político, los mensajes que se bordan reclaman acciones, responsabilidad y visibilidad de las víctimas y posiciona a las mujeres como un colectivo con poder de actuación, compromiso y participación, con la exigencia de respuestas y soluciones de justicia.
Lo que también puede surgir como una necesidad personal de hacer aparecer, nombrar, o de una forma de relatar y elaborar un duelo por la pérdida de ese ser querido, a través de un pañuelo y de los mensajes que lentamente se van dejando en este hacer de las manos y el hilo o, como en el grupo de artistas, del pincel que traza imágenes sobre una pared, convirtiendo público un mensaje de indignación, lo que en ambos casos se ha ido convirtiendo en la evidencia de un sufrimiento colectivo.
En el caso de las bordadoras, el proceso de vinculación colectiva se dio, en primer lugar, como un reconocimiento de sí mismas y de su condición de vulnerabilidad por la actuación de los ejecutores de la violencia y la desprotección de las autoridades garantes de sus derechos como conciudadanas. En segundo lugar, como un reconocimiento de sus posibilidades de acción, frente al reclamo de justicia, que demanda visibilidad y cambio por parte de las autoridades de justicia y de gobierno, y de una sociedad muda y pasiva ante ese dolor de muchos.
A su vez, los actores colectivos que se han asociado con el amplio MPJD tienen procedencias diversas, algunas de estas con la claridad de saberse protagonistas singulares de la historia reciente de México, al realizar distintas acciones públicas de reconocimiento y esclarecimiento de las víctimas y de los hechos de violencia. Es el caso del colectivo Nuestra Aparente Rendición, que convoca a escritores, artistas, académicos, científicos, psicólogos, periodistas, víctimas, activistas y estudiantes, para reclamar la paz y la visibilidad de cada uno de los muertos por los hechos violentos en el país.
(...) hoy estamos trabajando -intelectual, práctica y artísticamente- por el conocimiento, la comprensión, el respeto y la paz en México. Dentro y fuera de la red. En un proyecto que hemos consolidado entre todos y todas, y que nos ha llevado a escucharnos los unos a los otros, a convertirnos en una comunidad que no para de crecer y a romper barreras disciplinarias, sociales y generacionales.
Somos alrededor de 50 voluntarios trabajando de manera permanente en el proyecto, en el que han colaborado cientos de personas que han donado su tiempo y su trabajo, así como decenas de contadores que semanalmente guardan memoria de nuestros muertos en nuestro conteo-nombramiento de Menos Días Aquí. Entre todos los proyectos hemos superado casi el millón y medio de visitas, hemos colaborado con universidades y ong’s alrededor del mundo, tratamos de contar afuera lo que ocurre dentro, y hoy somos una comunidad insólita en este México amenazado en la que encontramos tiempo para escucharnos y pensar más allá de la urgencia coyuntural (Nuestra Aparente Rendición, 7 de mayo de 2013).
El proyecto al que se refieren en la cita, es al conteo de muertes por violencia, que vienen realizando desde el 12 de septiembre del 2010 hasta la actualidad, a partir de la información recopilada desde medios masivos de información en todo el territorio mexicano. Con el mensaje explícito de “guardar la memoria de los muertos con respeto” y reclamar la paz. Al día 13 de marzo de 2016 este colectivo tenía un registro de 58 611 muertes por violencia en México en su conteo extraoficial.
Se da el surgimiento e interacción pública de otros actores sociales de manera mucho más coyun- tural y breve, por ejemplo, el colectivo El Grito más Fuerte, conformado por artistas y trabajadores de la cultura, con la participación de renombrados actores de cine, que inició en enero del 2012 una movilización ciudadana denominada “En los zapatos del otro”, consistente en una extensiva campaña publicitaria a través de la difusión de videos y fotografías en Internet, televisión, radio y prensa, con la idea de que cada uno de los mexicanos se pusiera por un minuto en los zapatos de las víctimas de los distintos hechos de violencia que ya se han venido describiendo.
Por otro lado, después del gran impacto que alcanzó ante la opinión pública nacional e internacional el MPJD, la otra gran movilización emblemática de este lustro frente a hechos de violencia en México es el de padres, familiares y compañeros de los estudiantes normalistas desaparecidos en el municipio de Iguala (Guerrero) el 26 de septiembre de 2014.
Las masivas y continuas movilizaciones que lleva a cabo desde septiembre de 2014 el Movimiento de Padres de los Normalistas, a través de distintos repertorios; marchando con las fotografías de sus hijos al frente de cada movilización, ha logrado la adhesión y la solidaridad de numerosas organizaciones en el ámbito nacional y el apoyo y resonancia de sus mensajes en nutridas ciudades del extranjero.
En el escenario nacional las convocatorias y marchas se acompañan permanentemente de sindicatos semiautónomos de trabajadores, estudiantes y profesores, entre los que se cuentan el de la Universidad Nacional Autónoma de México y el de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. También se encuentran como adherentes frecuentes a las distintas marchas, el Movimiento Urbano Popular, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación y organizaciones de defensa de los derechos humanos.
Las acciones colectivas de la movilización social liderada por parte de los padres y familiares de los estudiantes normalistas de los desaparecidos, se han desarrollado por más de un año según un variopinto proceder, que ha incluido instalaciones artísticas con un claro mensaje activista por mantener la memoria viva de los estudiantes en lugares públicos de distintas ciudades. Así como también, la realización de documentales, entrevistas y encuentros en los diversos espacios académicos y sociales a donde han llegado los padres, portando cada uno de ellos un cartel con la imagen de su hijo y la leyenda: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos”.
En las marchas los padres de los estudiantes desaparecidos insisten en el carácter pacífico de su demanda. Es una interacción singular, porque antes de los hechos la mayoría de ellos eran campesinos o trabajadores humildes, alejados de las grandes ciudades y de la muchedumbre participante en eventos públicos. Mucho más lejano en sus vidas era la posibilidad de hablar en público o verse como líderes sociales, caso contrario a lo que ocurrió unos días después de los hechos violentos y de la desaparición de sus hijos, lo que los ha obligado a un papel protagónico en los espacios donde se han desarrollado las manifestaciones de protesta por estos hechos.
La actitud del colectivo de padres de los estudiantes desaparecidos, permite destacar la fuerza y voluntad de una de las dimensiones humanas, la de la lucha por la supervivencia y la responsabilidad por la vida misma. Esta es la importancia que tiene el acto de decidirse a la manifestación colectiva, en las circunstancias concretas en las que se dio esta elección frente a la vulnerabilidad de la vida misma. Estos padres y familiares de los estudiantes desaparecidos, rápidamente comprendieron la oportunidad histórica de acciones colectivas masivas, que contaban con una mayoritaria participación de jóvenes estudiantes, altamente sensibilizados y solidarizados por el dolor e indignación de la desaparición de los normalistas.
Esta movilización por los estudiantes de Ayotzinapa se emprendió desde los primeros días del hecho de la desaparición de los estudiantes, y se ha ido espaciando a cada mes, en la medida en que ha transcurrido el tiempo sin mayores cambios acerca de su paradero, sin que haya mediado una explicación por parte de las autoridades locales o de la República a lo largo del territorio nacional sobre la verdad de los hechos.
El despliegue de sus acciones los ha llevado a presentarse ante el Parlamento Europeo en Bruselas, denunciando las respuestas recibidas por parte del gobierno mexicano, frente a las que se han sentido engañados, revictimizados, en síntesis, no atendidos en sus demandas de dar con el paradero de sus hijos, de conocer la verdad acerca de lo que sucedió y de ejercer mecanismos de justicia con los ejecutores y responsables directos e indirectos por la desaparición de sus hijos.
Aquí cobra relevancia la existencia previa de las redes transnacionales de defensa, y de forma concreta los aprendizajes y acumulados recibidos del EZLN, con llamados a organizaciones sociales mundiales ante la grave situación de vulnerabilidad y daño como en el de Ayotzinapa, que ha permitido mayor visibilidad y apoyo público internacional frente a los hechos. Recordándonos el planteamiento de Keck y Sikkink (1998), para quienes “Las redes pueden romper ciclos históricos ayudados por los canales opcionales de comunicación diferentes a las tradicionales voces de los poderosos y el Estado” (p. 17).
Sin embargo, a dieciocho meses (marzo de 2016) de la desaparición forzada de los estudiantes, y sin ninguna pista aún de su paradero, los padres y familiares siguen sus movilizaciones.
Hasta aquí, lo destacable de esta identificación no exhaustiva de actores colectivos que se han pronunciado en México, en rechazo a los hechos de violencia, es la de evidenciar aquellos sujetos que se han buscado un lugar público, denunciando las distintas situaciones en medio de muchas otras formas, mecanismos y dispositivos sociales, políticos y culturales de no visibilización y de normalización de la vulnerabilidad y la violencia de la población civil.
Ha sido crucial en esta identificación y análisis de actores sociales, el reconocimiento de sí mismos en su papel de víctimas, a la vez que responsables de producir algún tipo de cambio en su situación, lo que conlleva la idea de la responsabilidad asumida por cada uno como actor individual, y la identificación de su capacidad de agenciamiento, en su conformación como sujetos colectivos, llevándolos al encuentro e interacción con muchos otros individuos que de tiempo atrás ya venían organizándose en contra de la injusticia.
Los mensajes de reconocimiento del agravio o daño vivido
En este apartado me propongo examinar los mensajes que se transmiten a través de las movilizaciones sociales, con la idea de tratar el tema de manera autónoma con respecto a quienes los manifiestan, ya que el mensaje de reclamo, denuncia o nominación en sí de la situación de violencia y la victimización de los civiles, es uno de los factores más relevantes de la presencia ante la opinión pública general de actores movilizados colectivamente.
Lo que permite la categoría de reconocimiento en este análisis, es la comprensión del sentido de los mensajes de las manifestaciones ciudadanas, de lo que logran contar, nombrar y narrar acerca de lo que les ocurre a sí mismos, a sus familiares y a sus conciudadanos en relación con la vulneración de derechos civiles y políticos y con su idea de justicia y verdad, reclamada a los responsables de los actos de desaparición forzada, homicidios y demás actos violentos que denuncian.
Los mensajes del amplio crisol que componen los actores colectivos movilizados en contra de las situaciones de violencia en México, metodológicamente, pueden ser identificados desde la mirada puesta en aquellas arengas, discursos, demandas directas y contenidos que explícitamente se expresan en cada uno de los repertorios de la movilización colectiva.
Son mensajes emotivos que dichos en colectivo y en un lugar público toman otro cariz, ya no es solo un lamento, una indignación individual o un duelo por las vidas arrebatadas a familias, escuelas o a compañeros de trabajo.
Por ejemplo, en el año 2010 se presentaron actos sistemáticos de violencia contra las mujeres en Ciudad Juárez, por los cuales se reiteraron las manifestaciones de colectivos sociales denunciando estos hechos, a través de arengas; tales como: “Ni una muerte más, ¡ni una más!; “Queremos seguir vivas”, “Exigimosjusticia”, ”¡No están solas, no están solas!”, gritaban en las marchas contra la violencia de género. Todas estas expresiones de rechazo por los feminicidios estuvieron acompañadas de demandas, también explícitas, de activar todos los mecanismos institucionales de justicia, así como también, de reclamos de responsabilidad a las autoridades del orden local y nacional, por la impunidad percibida frente a los hechos.
La crítica al modo en que se imparte justicia, es también la apertura a historias no contadas, de nuevas verdades y, por ende, a expectativas de un nuevo tratamiento frente a lo injusto de las situaciones vividas.
Los mensajes transmitidos por los actores colectivos en las movilizaciones sociales tienen un sentido social, que inevitablemente se transforma en un sentido político, al constituirse en referente público para la construcción de significados acerca de la vida cotidiana y los problemas concretos a los que de manera invariable se refieren los movilizados. De acuerdo con la forma como se nombran los problemas sociales también se determina el modo como son comprendidos, y las expectativas de solución esperadas o demandadas en colectivo.
En el cubrimiento noticioso del año 2011 se pueden leer mensajes de coraje y dolor expresados, por ejemplo, como sigue: “No + muertes, estamos hasta la madre”, “Basta de sangre”, “Somos la voz silenciosa de los muertos”, “No a la guerra de Calderón, ¡Ya basta!”.
Son voces que además de nombrar, de decir lo no dicho, comienzan a proponer una reconstrucción de la cohesión social, rota con la violencia y los hechos traumáticos en la vida de las personas que ya no están y en las que se quedan. En las situaciones que se han identificado, después del ahogo, llega el grito, y después llega la voz, el testimonio que busca reconocimiento, la narración y nominación de lo que les ha ocurrido como personas y como sociedad.
Así, los mensajes que pueden leerse en las multitudinarias marchas, plantones y otras formas de protesta producidas en el 2014, se sintetizan como sigue: “Su dolor es nuestro dolor”, “Su rabia es la nuestra”, se leía también en algunas pancartas que portaron los manifestantes en Chiapas el 7 de octubre de 2014. “Exigimos presentación con vida de los desaparecidos y castigo a asesinos, apoyo total a Ayotzinapa y las normales rurales del país”, se leía en una manta que portaban. En otras manifestaciones de esos meses de octubre, noviembre y diciembre se leía: “¡Vivos los queremos!”, “¡Guerrero aguanta, Guanajuato se levanta!”, “¡Por qué, por qué nos asesinan si somos la esperanza de América Latina!”, “¡Fue el Estado!”, se escuchó clamar a los manifestantes durante la marcha.
Además de la incondicionalidad de las expresiones de las madres, padres y compañeros de estos mensajes, es un alto en el camino que repele la indiferencia y el olvido, y convoca a la reflexión por la vida. Por el valor de la vida y su sentido de humanidad y dignidad como personas, ahora ausentes, pero no olvidadas.
No necesariamente tendría que ocurrir así, no es un recurso analítico que vuelva esencial estas movilizaciones descritas, no se está afirmando que el nosotros actúe de manera “buena per se” o con una sola orientación frente a lo justo. También se dan mensajes de rechazo a los plantones y movilizaciones con el argumento de que afean los pueblos y afectan los comercios, por ejemplo.
Una manta en contra de los maestros y estudiantes que permanecen en plantón en el zócalo de esta ciudad para exigir la presentación con vida de los 43 normalistas de Ayotzinapa, apareció colgada en la puerta trasera del edificio de la alcaldía. La manta de vinil reza:
Ceteguistas, estudiantes de Ayotzinapa y personas infiltradas critican al gobierno, policías y narcotráfico de ser delincuentes, pero díganme ¿cómo se dice lo que ustedes hacen?, están acabando con lo poco que tenemos en Chilpancingo, ¡el pueblo ya está hasta la madre de sus actos vandálicos! Sean hombres y descúbranse la cara, ¡delincuentes!, paren con esto o el pueblo estará en su contra. “Yo no soy Ayotzi, yo no soy gobierno, yo no soy narcotráfico, yo soy el pueblo” (nota de Jesús Guerrero, 19 de enero de 2015).
Sin embargo, lo frecuente en las expresiones públicas de los ciudadanos del común, es el acompañamiento a las protestas de denuncia por las violaciones a los derechos humanos y al silencio de las autoridades, como se evidencia en las historias de las personas en México que se abocan a la acción colectiva cuando ocurre un hecho lamentable en la vida de alguien cercano, o los que lo hacen sintiéndose solidarios con aquellos que ni conocen, pero que saben que sufren. Buscando conjurar el silencio, el ostracismo y la indiferencia o, peor aún, la connivencia con aquellos que perpetraron los crímenes, o de quienes por omisión en sus funciones públicas también son responsables.
SIGNIFICADO POLÍTICO DE LA ACCIÓN COLECTIVA PRODUCIDA FRENTE A LOS HECHOS DE VIOLENCIA. A MODO DE REFLEXIÓN FINAL
A lo largo de la revisión de las notas de prensa, fueron identificados distintos repertorios de movilización, además de los que ya he venido describiendo; tales como las caravanas recorriendo extensiones amplias del territorio nacional, las muestras de bordados con mensajes de denuncia de desapariciones y las fuentes teñidas de rojo, otras estrategias veladas, casi disfrazadas. Que nos recuerdan el planteamiento de James Scott (2000) acerca de las prácticas furtivas y de falsa sumisión que se producen colectivamente, a través de múltiples formas de manifestación ciudadana, donde no se dice nada explícitamente y la nominación es reemplazada por actos simbólicos de histrionismo, burla y desfachatez frente a los presuntos ejecutores directos e indirectos de la violencia sufrida, o en oposición a las autoridades por su incompetencia para aplicar justicia.
Estos actos y expresiones colectivas, muchas veces generan mayor impacto que el discurso y mensaje explícito, además de suscitar mayor adhesión y simpatía externa respecto al grupo movilizado, por la fuerza y facilidad de comprensión de lo que se comunica. Es así como aparece la fiesta, el encuentro, la música y la performance como otros recursos de expresión de la indignación ciudadana, que simbólicamente van transmitiendo el dolor, el duelo por la pérdida, el reclamo por la verdad y justicia frente a los hechos, a la vez que muestran la laceración física, el horror y crueldad sufrida, sin que se emitan mayores juicios por parte de quienes participan en dichas instalaciones.
Ante estos hechos, que fueron narrados y denunciados por los actores sociales movilizados, es que se destaca el carácter de agenciamiento o decisión que ha propiciado el proceso de la acción colectiva. La decisión que en su momento tomaron individualmente, y luego en colectivo, de gritar, dar testimonios, ocupar la escena pública local y nacional, para exigir justicia por los numerosos casos de violencia e impunidad frente a los mismos, ha sido a su vez, lo que los posiciona políticamente y les facilita el ejercicio de definición de sí mismos y de su situación.
La evidencia empírica aportada con las acciones colectivas, permite su análisis a partir de su posicionamiento como actores sociales que con sus propios recursos interpelan a las élites políticas y económicas con mayor poder en México, obligándonos a una definición de la política desde una perspectiva descentrada del ámbito estatal. Esta es una perspectiva que se caracteriza por relaciones policéntricas, en un ámbito de escenarios desregulados y de múltiple configuración social, que crea, a partir de las contradicciones y el conflicto, nuevas formas de verse/reconocerse y ubicarse en los lugares de opinión y poder.
El acto deliberado de decidirse a expresar el dolor e indignación por los hechos violentos, o la búsqueda del reconocimiento de la situación, se materializó en las voces de colectivos de estudiantes, agremiaciones o profesionales, que han abierto diferentes canales como bisagra ciudadana hacia el resto de la sociedad mexicana e internacional.
Lo que se puede concluir hasta aquí, acerca de las formas de conformación de los actores colectivos movilizados frente a la violencia en el último lustro en México, es que su principal vinculación con las manifestaciones sociales en rechazo a hechos de violencia se ha producido por su rol de ciudadanos con acceso restringido al circuito de poder y a los mecanismos de justicia que deciden la resolución de los casos de desaparición forzada y, en general, de las violaciones a los derechos humanos.
Los individuos congregados en las movilizaciones sociales descritas son, en su mayoría, de un estrato socioeconómico bajo, o de extracción humilde, agrupados por fuera de los partidos políticos del sistema político mexicano, lo que les permite actuar con cierta autonomía política, con una significativa muestra de fuerza social, dentro de las relaciones de poder existentes. Con propuestas acerca del modo en el que los conflictos sociales pueden ser solucionados, con la mediación o traducción que los actores sociales y políticos logren, como garantías de democracia, con las demandas provenientes de la acción colectiva.
Teniendo en cuenta el acervo de conocimiento previamente existente acerca de los distintos elementos que se han propuesto como factores centrales para la construcción de la acción colectiva y la movilización social, se ensayaron, a lo largo del presente análisis, otros aspectos señalados de forma emergente en la constitución de actores sociales movilizados, a saber, la capacidad de agenciamiento o decisión y el reconocimiento que han hecho de sí mismos y de sus circunstancias adversas pero transformables.
La decisión entendida como la determinación que tienen los sujetos movilizados de conocer la verdad de lo sucedido con ellos mismos y sus seres queridos, y la capacidad de crear y buscar soluciones a las demandas de justicia y de no repetición de los hechos de violencia.
El reconocimiento, interpretado como un ejercicio de discernimiento con respecto a los regímenes de verdad en los que estamos insertos, esto es, sabiéndonos situados histórica, política y culturalmente. Lo que implica entenderlos según ciertas condiciones, que aunque no nos determinan en nuestro destino final, sí nos limitan e interpelan permanentemente, como marcos de actuación.
Esta concepción de reconocimiento, como un elemento relevante dentro de la conformación colectiva de los grupos movilizados en repudio a las situaciones de violencia, nos plantea la vivencia de un proceso de crítica y discernimiento, como factor dinamizador de opiniones diversas y de rechazo de las verdades ofrecidas como legítimas y oficiales por parte de las autoridades de turno, ante los hechos traumáticos de la sociedad. Es el ejercicio de la capacidad de los sujetos de discernir los problemas públicos, que no acepta los recursos y dispositivos, sistemática e históricamente ensayados, para la naturalización o normalización de las condiciones de injusticia o agravio.
De acuerdo con esta perspectiva, es que reflexiono aquí acerca del sentido prospectivo de estas movilizaciones, y del horizonte ético y político que se desprende de las mismas, a modo de aporte al debate del proceso de comprensión de este tipo de acciones colectivas en nuestras sociedades.
Es precisamente ese agenciamiento de las movilizaciones sociales en el México del último lustro, lo que nos permite poner en evidencia la permanente lucha como sujetos colectivos para remontar las situaciones más adversas, como es el caso de la desaparición física de personas y las demás violaciones a los derechos humanos. El rasgo de la decisión, se presenta aquí como una obligación de actuar, interpelar y responsabilizarse por uno mismo y por el otro.