Introducción
El ascenso de China ha generado un profundo debate respecto al impacto que su creciente presencia genera en el escenario internacional. Al mismo tiempo, en los últimos años, los dirigentes chinos han abandonado la diplomacia de bajo perfil impulsada por Deng Xiaoping y la han reorientado hacia un mayor involucramiento en los asuntos internacionales (Zhao 2015, 167). Este cambio incluye un mayor dinamismo e interacción con el llamado sur global, concepto que refiere a regiones de América Latina, Asia, África y Oceanía, países de bajos ingresos y, a menudo, marginados política o culturalmente. El uso de este concepto marca un cambio de un enfoque centrado en el desarrollo o la diferencia cultural hacia otro que enfatiza las relaciones de poder en un contexto geopolítico (Dados y Connell 2012, 12). Así, se propone que los intereses de China en el sur global se han incrementado rápidamente y su presencia ya es indiscutible (Mohan y Tan-Mullins 2018, 14).
Sin embargo, el creciente rol de China en el escenario internacional generalmente se explica con base en los marcos teóricos dominantes de la disciplina de las relaciones internacionales. Estas teorías establecen que es posible comprender la realidad a partir de una postura racional y objetiva. Desde esta perspectiva, se parte del supuesto de que, si se lleva a cabo un riguroso y objetivo análisis de la realidad sustentado en nuestros saberes teóricos, es posible no solamente determinar lo que “verdaderamente” ocurre hoy en día en cuanto a la interacción de China con el mundo, sino, más aún, establecer racionalmente los factores detrás de la estrategia china, lo que permitiría actuar en congruencia con estos planteamientos, ya sea para beneficiarse de su hipotético ascenso pacífico o ya sea para contener su supuesta amenaza derivada de su búsqueda por la hegemonía regional o mundial.
Estos marcos teóricos se apoyan en conceptos y categorías de análisis que se consideran objetivos y, por lo tanto, neutrales. Entre estos conceptos destaca el de la hegemonía. Por ejemplo, Friedberg (2011) advierte que Estados Unidos y China se encuentran en una creciente e intensa lucha hegemónica por poder e influencia, no solo en Asia, sino en todo el mundo. Para Callahan (2008), la nueva forma de hegemonía china es la utilización de conceptos del pasado, como el de Tiangxia, para establecer una supuesta nueva forma de relación entre China con el mundo mientras que el modelo de gobierno jerárquico de la China imperial se actualiza para el siglo XXI. Mearsheimer (2006, 160-162) sostiene que en la medida en que China gane poder buscará establecer su hegemonía a nivel regional o incluso mundial. En el contexto latinoamericano, García Agustín (2016, 122-123) sugiere que China y Venezuela han construido sus relaciones desde una hegemonía interdependiente que, paradójicamente, conduce a nuevos tipos de dependencias.
Sin embargo, esta manera de mirar el rol de China en el escenario internacional no es más que una interpretación paradigmática derivada de una pretensión de objetividad y universalidad cuyo origen se encuentra en los supuestos teóricos positivistas de la disciplina de las relaciones internacionales. Estos supuestos impactan en la forma en que generamos y empleamos conceptos como el de hegemonía. No obstante, si se pretende analizar los retos que representa el creciente rol de China en el mundo, el primer desafío es de carácter paradigmático. No basta con indagar si China está cambiando de rol en el actual escenario internacional sin modificar la esencia de este sistema -China como potencia regional o incluso, mundial (Yang 2013, 58)-; si es una nueva fuerza integradora en el actual escenario internacional -China como defensora de la globalización y de la integración económica (Gan y Mao 2016, 105)-; o si busca establecer un nuevo orden internacional -China como creadora de nuevas instituciones, normas y formas de interacción en el escenario internacional (Breslin 2010, 52-62)-. Más aún, es necesario cuestionar si nuestros supuestos teóricos para aprehender la realidad basados en una visión positivista pueden analizar adecuadamente las trasformaciones presentes en el escenario mundial de las cuales China forma parte.
En este artículo, basado en un enfoque teórico posestructuralista, se rechaza la pretensión de universalidad de las categorías de análisis de los fenómenos internacionales basados en una visión positivista de estos asuntos. En su obra seminal, Ashley (1984, 284) argumenta que, en su sentido más general, el positivismo se refiere al llamado “modelo recibido” de las ciencias naturales. Al mismo tiempo, y en lo que respecta a la relación sujeto-objeto, los dualismos de la naturaleza están implícitos en este modelo recibido; entonces, la verdad objetiva del discurso, debido a su sesgo naturalista, reside en el objeto externo, a diferencia del posestructuralismo que sostiene que la verdad se encuentra dentro y es producida por el mismo discurso.
Así, para comprender el rol de China, es necesario cuestionar el núcleo de las categorías analíticas de las relaciones internacionales para que, desde los límites de la disciplina, sea posible replantear la manera en que comprendemos el actuar de China en el sur global. Para ello, específicamente se cuestiona el concepto de China como potencia hegemónica. Al respecto, se retoma la idea de James Williams quien argumenta que cualquier forma establecida de conocimiento se hace por sus límites y no puede definirse independientemente de ellos, ya que la exclusión de esos límites es imposible. Por lo tanto, los límites son la “verdad” del núcleo y una verdad que niegue esto es ilusoria o falsa. Williams señala que “la verdad de una población es donde está cambiando y la verdad de una nación está en sus fronteras” (Williams 2013, 9). En consecuencia, en los límites del sistema internacional -es decir, en las interacciones que se presenten desde y hacia el sur global- es donde se encuentran los elementos que permiten capturar las características actuales del significado del ascenso de China, más allá de las categorías analíticas previamente establecidas. Parafraseando a Campbell (2010, 23), mirar la relación de China con el sur global permite una nueva opción de mapear la interacción de China con el mundo. En consecuencia, es a partir de los límites disciplinarios ubicados en el sur global como es posible releer las relaciones de China con el mundo. De esta manera, la contribución de este artículo es reflexionar sobre la necesidad de abandonar el concepto de hegemonía con la intención de buscar nuevas formas de conceptualizar el cambiante papel de China en el sur global.
Este artículo está dividido en cinco secciones. En la primera se presentan en forma panorámica algunas interpretaciones sobre el ascenso de China y se analizan las limitaciones paradigmáticas que estas interpretaciones encierran. En la segunda sección se abordan los supuestos básicos del enfoque posestructuralista en el campo de las relaciones internacionales y el abandono de las pretensiones de universalidad del conocimiento científico. Más adelante, se retoman las limitaciones paradigmáticas del concepto de hegemonía. Posteriormente, se analiza la iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda y su relación con el concepto de hegemonía como ejemplo de su limitación analítica. Finalmente, se concluye sobre cómo las aportaciones desde una mirada disidente son una oportunidad para comprender el involucramiento de China con el sur global.
1. Las limitaciones paradigmáticas del ascenso de China y su relación con el sur global
La transformación de la política exterior de China ha ocurrido en un marco de profundos cambios en este país. Desde que Xi asumió el poder en 2012, la política exterior se ha modificado notablemente; de ser una política que se adaptaba a las existentes reglas internacionales, ha pasado a ser una que crea nuevas reglas e instituciones de acuerdo con la perspectiva china del orden mundial (Lee 2016, 115-117). Para algunos académicos, Xi ha establecido una agenda ambiciosa orientada a hacer de China una potencia mundial como una forma de velar por sus “intereses” centrales. Estos pueden resumirse en garantizar la continuidad en el poder del Partido Comunista, salvaguardar la soberanía e integridad territorial, así como asegurar el continuo desarrollo de la economía, a la vez que se cultiva una identidad arraigada en recuerdos de épocas doradas del pasado caracterizadas por la apelación a valores confucianos y a un orden mundial sinocéntrico (Arase 2016, 14). En este sentido, la idea del rejuvenecimiento de la nación china y la iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda representan dos de los principales ejes que impulsan esta nueva etapa en la historia de la política exterior (Men y Tsang 2016, 10-14). Asimismo, Xi ha planteado una visión que comprende un nuevo tipo de relaciones entre China y Estados Unidos (Byun 2016, 508-511).
Para otros autores, la política exterior china ha asumido un enfoque más abierto y pragmático, más amplio en su alcance y cobertura, altamente diversificado, más comprometido con las normas internacionales y más sofisticado en la forma de abordar los asuntos internacionales (Chung 2010). Desde esta visión, el acenso de China ha sido interpretado como una oportunidad para transitar hacia un orden multilateral más sólido y pacífico debido a la actitud proactiva y el deseo de evitar confrontaciones (Wang 2010). Después de la crisis financiera de 2008, la política exterior china ha sido considerada más asertiva y más involucrada con los asuntos internacionales (Liao 2018, 880). Las iniciativas de China en los contextos multilaterales globales y regionales, según este enfoque, apuntan a disipar los temores sobre el ascenso chino y transmiten la imagen de una superpotencia responsable que aspira a mantener el statu quo (Heilmann y Schmidt 2014, 3). En consecuencia, el desafío institucional de China al orden internacional será más pacífico de lo que se predice ampliamente (Feng y He 2017, 23).
Sin embargo, la creciente presencia de China ha sido interpretada también como un riesgo para el orden internacional liberal, debido a las actitudes más agresivas asumidas recientemente, cuya finalidad es defender los intereses chinos en la arena internacional; asimismo, su progresivo involucramiento en los asuntos internacionales es considerado como un elemento que fortalece el autoritarismo, lo que representa un peligro para la seguridad colectiva y, en consecuencia, para el orden internacional actual (Heinemeyer 2011). Además, la decadencia de los Estados Unidos y el acenso chino han sido vistos como una inevitable competencia que afecta el sistema de seguridad internacional y que encierra una alta posibilidad de originar una guerra (Mearsheimer 2006, 160). Incluso, la mayor participación de China en el sur global ha sido considerada como una postura neocolonial; por ejemplo, se asume que, aunque China no tiene un control territorial desenfrenado y no incurre en un dominio político y económico directo de las naciones, no por ello deja de ser una potencia neoimperialista (Antwi-Boateng 2017, 177).
Entre las visiones pesimistas y optimistas sobre lo que el ascenso de China puede significar para el mundo, Galser (2012) apunta que la trasformación de este país en una potencia mundial no tiene por qué ser un hecho competitivo o peligroso, debido a que las fuerzas estructurales que conducen al enfrentamiento a las principales potencias cuando una de ellas asciende son relativamente débiles en el presente. Desde esta perspectiva, es la estructura la que determina el actuar de los Estados en el escenario internacional y las relaciones de China con el sur global no son la excepción. Una visión que otorga mayor peso a las estructuras sostiene que China se está recolocando como centro del sistema y está dejando en el pasado el lugar en la periferia al que una vez fue condenada por la incursión de las potencias extranjeras en su territorio (Hung 2009).
Xiao (2011, 19) sugiere que normas, principios e intereses, así como la sutil combinación entre estos elementos, constituyen la principal fuerza que moldea la política exterior. Así, aunque el actuar de China se ha basado en los Cinco Principios de Coexistencia Pacífica, la manera en que estos han sido reinterpretados, asumidos y concretizados en la cotidianidad, en cada región del mundo y en tan diversas situaciones, ayuda a comprender mejor las aspiraciones de China y su política exterior. Zhou Enlai, primer ministro de China, planteó por primera vez estos principios en una entrevista que sostuvo en diciembre de 1953 con la delegación gubernamental de la India que visitaba China para negociar las relaciones bilaterales en la región del Tíbet. Zhou afirmó:
A raíz de su fundación, la Nueva China ya determinó los principios a seguir en el tratamiento de las relaciones con India, principios que consisten en respeto mutuo a la soberanía y a la integridad territorial, no agresión, no intervención en los asuntos internos de otro, igualdad y beneficio recíproco y coexistencia pacífica. (Zhou, citado en Q. Zhang 2011, 90-91)
Por su parte, a partir del análisis histórico de la experiencia de China en el este de Asia, F. Zhang (2015, 1-19) sostiene que este país desplegó en el pasado un tipo particular de hegemonía que puede ser hoy en día la base para que la política exterior de esta nación pueda ser más ética, relacional y cooperativa.
En resumen, estas aproximaciones representan tres paradigmas teóricos dominantes en el escenario internacional: realismo, liberalismo y constructivismo. Como paradigmas, existen en cada una de las diversas perspectivas y en los matices sobre sus propuestas teóricas, ya que no se trata de bloques monolíticos en torno a su conceptualización ontológica y epistemológica. A grandes rasgos, se puede sugerir que los primeros dos se sustentan en una visión de la ciencia positivista que sostiene que es posible conocer la realidad de manera objetiva, mientras que el constructivismo, autoproclamándose el punto medio entre los enfoques racionalistas y los enfoques interpretativos, posibilita nuevas áreas para la investigación teórica y empírica (Adler 1997, 323). En este sentido, el constructivismo va un paso más allá que los paradigmas previos al reconocer la importancia de los contextos particulares para la comprensión de los fenómenos internacionales y renunciar a las explicaciones universalistas.
Sin embargo, como lo ha afirmado Yue (2015), dado que el discurso sobre las relaciones internacionales ha estado dominado por las ideologías occidentales del realismo, el liberalismo y el constructivismo, el resultado es un intento insuficiente para examinar las relaciones internacionales desde una perspectiva no-westfaliana. De esta manera, lo que se ha denominado las “autoimágenes” de las relaciones internacionales, su autoconciencia o autoconstrucción, toma forma y se reproduce teniendo como un punto de partida el sesgo eurocéntrico de la disciplina. Este sesgo está arraigado profundamente en la conciencia sobre la cientificidad de las relaciones internacionales, en la erudición que domina los debates sobre la disciplina y está incrustado en las propias estructuras del orden internacional (Jones 2006).
De esta manera, las aproximaciones bajo los marcos teóricos del realismo, el liberalismo y el constructivismo presentan las mismas debilidades argumentativas para comprender la relación de China con el sur global. Por una parte, sostienen una visión de los asuntos internacionales desde la civilización occidental. La experiencia y la historia de Occidente son tomadas como referentes mentales. Sin embargo, el surgimiento del sistema internacional y los elementos que lo conforman no son más que una lectura parcial de la realidad, una interpretación entre tantas posibles que se ha erigido a sí misma como verdadera, objetiva, racional y, por lo tanto, científica y neutral. De esta manera, la “realidad de Occidente” se ha mostrado como el modelo de lo que las relaciones internacionales son; al mismo tiempo, la evidencia derivada de esta “realidad” occidental se expone como los elementos empíricos, reales, concretos, no especulativos y verdaderos que constituyen a dicha disciplina. De esta manera, lo occidental se vuelve doblemente superior; por una parte, como modelo racional y científico de las relaciones internacionales; por la otra, por la “validez” y “trascendencia” de la experiencia occidental para la misma disciplina, en la medida en que desde la lectura de esa realidad que se analiza y juzga el comportamiento de los Estados.
La segunda debilidad se encuentra en que esta mirada de los asuntos internacionales ignora las aportaciones para la constitución de las teorías desde los límites de las relaciones internacionales. Como propone Williams (2013, 10), es en los límites de la disciplina, en las periferias del saber científico, en donde se pueden encontrar los elementos para releer y reinterpretar las dinámicas detrás de las relaciones entre los Estados. El centro es Occidente y las periferias son las realidades no occidentales; de allí que estas realidades que no encajan en los modelos mentales previos enraizados en la experiencia occidental sean negados, ignorados, minimizados o juzgados con las categorías analíticas dominantes fundadas en otros contextos históricos y sociales. Estas realidades diferentes, al momento de ser estudiadas desde perspectivas “objetivas”, se convierten en un autoengaño que se proyecta en la relación de China con el sur global. En consecuencia, si cuando miramos dicha relación lo hacemos desde los paradigmas dominantes de la disciplina, nos sujetamos a un molde inadecuado que no captura ni la riqueza ni la complejidad de realidades distintas de los modelos mentales derivados de la experiencia occidental. Por lo tanto, es necesario un enfoque distinto para explorar desde una nueva perspectiva la relación de China con el sur global.
2. Relaciones internacionales, posestructuralismo y el abandono de la pretensión de la universalidad del conocimiento científico
El posestructuralismo puede caracterizarse como un modo de pensar y un conjunto de prácticas críticas sobre la manera en que leemos la realidad, un estilo de hacer filosofía y un tipo particular de investigación, pero este concepto no pretende afirmar que existe un sentido de homogeneidad, singularidad o unidad en lo que denominamos posestructuralismo (Peters 2001, 1). A pesar de las dificultades para encontrar un conjunto de temas que unan a todos los pensadores denominados posestructuralistas, es posible hallar ciertas preocupaciones intelectuales comunes. Entre estas se encuentran cuestiones sobre el lenguaje, el poder y el deseo que enfatizan el contexto en el que el significado se produce; la problematización de las afirmaciones de verdad; la sospecha hacia el pensamiento binario que genera subordinaciones; la desconfianza hacia el sujeto humano como un ser humanista; la resistencia a los reclamos de universalidad y unidad; y la preferencia en cambio por reconocer la diferencia y la fragmentación (Schrift 2005, 274-275).
En este sentido, en este artículo se asume que el posestructuralismo puede ser el encuadre para comprender las consecuencias generadas por el creciente involucramiento de China con el sur global; específicamente, en cuanto a la posibilidad de analizar críticamente los supuestos paradigmáticos de las relaciones internacionales desde los límites de la disciplina. Si bien el posestructuralismo no es una teoría consumada que explique toda la complejidad de la relación de China con el sur global, sí presenta ciertas pautas para reflexionar sobre cómo tradicionalmente se ha entendido esta relación y las consecuencias que esto ha tenido en la práctica de la política internacional.
El posestructuralismo propone que toda indagación tiene que preocuparse por la constitución social del significado, la construcción lingüística de la realidad y la historicidad del conocimiento, lo cual reafirma lo indispensable que es la interpretación en el proceso cognitivo y sugiere que todo conocimiento implica una relación con el poder en la manera en que se “mapea” el mundo (Campbell 2010, 224). Probablemente por esta razón, el sello más importante de las aportaciones posestructuralistas es su aversión hacia definiciones y categorías analíticas claras y precisas como lo propone el paradigma positivista (Agger 1991, 105). Como advierte Grosfoguel (2006, 22), la “ego-política del conocimiento” desde Occidente siempre ha privilegiado el mito del “Ego” no situado.
El posestructuralismo no constituye una teoría en el campo de las relaciones internacionales; es, más bien, “una actitud crítica o ética que explora los supuestos que hacen posibles ciertas formas de ser, actuar y saber” (Campbell 2010 223,). De este modo, se trata de una tradición particular del pensamiento social y político (Howarth 2013, 3). El origen del posestructuralismo se encuentra en la crítica respecto a la ausencia de historicidad inherente a los análisis sincrónicos de los autores estructuralistas que pretendieron, de manera coherente, sistemática y científica, comprender la realidad (Marinetto 2007, 34). Por lo tanto, el posestructuralismo no es “una cosmovisión, ni una ontología, ni una filosofía especulativa”, sino otra forma de concebir el orden del pensamiento, fundada en un nuevo escrutinio de las relaciones entre la teoría y la práctica (Dillet 2017, 518). Así, esta forma de comprensión representa una ruptura general de nuestro sentido de significados y de referencias que generalmente son seguros y estables (Williams 2013, 10). Al contrario de la lógica de la explicación causal, un enfoque posestructuralista propone una lógica de interpretación que reconoce la improbabilidad de catalogar, calcular y especificar las “causas reales” detrás de los fenómenos sociales y se ocupa, más bien, de considerar las consecuencias políticas manifiestas de adoptar un modo de representación en lugar de otro (Campbell 2010, 225). En otras palabras, en lugar de tratar la producción de conocimiento como simplemente un asunto cognitivo -y, con ello, el conocimiento sobre las relaciones que China establece con el mundo, incluyendo el sur global-, se nos propone que el conocimiento sea abordado como un asunto político y normativo, ya que no hay “cosas” que tengan un significado aparte de las prácticas humanas, las cuales están implícitas en aquello que consideramos que son las cosas. Shapiro (1985, 191-195) afirma que nuestras prácticas discursivas son vehículos para la producción de los sujetos y objetos que participan en lo que generalmente consideramos formas de conocimiento. Además, el proceso de producción de las cosas en un discurso implica un juicio de valor que determina qué cosas se considerarán valiosas, qué tipo de personas tienen sitios privilegiados desde donde hablan y actúan, y cuál es, en general, la relación entre estas personas y las cosas.
Así, una pregunta obligada es cómo ciertos modelos causales explicativos de la relación de China con el sur global son también una formulación teórica que favorece ciertas construcciones de lo “verdadero” que se incrusta en la forma de entender y hacer la política internacional. La categorización de otras tradiciones civilizatorias más allá de Occidente es una invención de Europa moderna limitada a la visión que los europeos tenían del mundo y de su propia historia (Mignolo 2005, 32). De este modo, la manera en que explicamos estas relaciones no es ni puede ser un asunto neutral; la neutralidad y objetividad descorporadas y deslocalizadas de la egopolítica del conocimiento son un mito occidental (Grosfoguel 2006, 22). Ninguna teoría es políticamente neutral, sino que inevitablemente tiene un impacto social y político (Edkins 2007, 88). Y siempre se conceptualiza desde un lugar en particular en las estructuras de poder (Mignolo 2000).
El enfoque posestructuralista rechaza el proyecto de una ciencia social universal y recurre a modos particulares de conocimiento que son definidos por la multiplicidad de perspectivas derivadas del sitio que las personas ocupan en el orden social (Agger 1991, 117). En consecuencia, se propone que no hay un punto fuera del mundo desde el cual se pueda observar el mundo; al contrario, todos los sistemas teóricos y todas las observaciones son parte del mundo, y buscan describir o explicar y, por lo tanto, tienen un efecto en este. Tal hecho se ha caracterizado por la imposibilidad de ver las historias y las experiencias que no estarían incluidas en la historia del cristianismo de Occidente, y ha sido el sello distintivo de la historia intelectual y de sus consecuencias éticas, políticas y económicas (Mignolo 2005, 31). Esta aproximación para mirar y mapear el mundo tiene un origen histórico que inicia con la expansión colonial occidental y durante los últimos quinientos años asume un punto de vista universalista, neutral y objetivo como parte de un proceso que busca sostener la supuesta superioridad intelectual de Occidente (Grosfoguel 2006, 21).
En la disciplina de las relaciones internacionales los enfoques posestructuralistas parten de tres supuestos básicos. Primero, un rechazo hacia los reclamos de la verdad universal; por lo tanto, se refuta la idea de una realidad externa independiente de nuestras percepciones y del lenguaje que usamos para expresarlas; se rechaza así la distinción tradicional entre teoría y práctica. Todas las afirmaciones de verdad se basan en metanarrativas o cosmovisiones, según las cuales se legitiman o rechazan las afirmaciones particulares de verdad o valor. Segundo, la búsqueda por desenmascarar las supuestas grandes narrativas emancipadoras, las cuales no son más que otras formas de opresión; de hecho, la verdad misma es una máscara para el poder. Tercero, se plantea una posición ética propia que podría resumirse como respeto por la diferencia (Griffiths, O’Callaghan y Roach 2002, 256-257). Como consecuencia, la manera en que teóricamente explicamos no solamente el rol de China en el escenario internacional, sino que damos por sentada una serie de conceptos que enmarcan dicha participación en el contexto internacional -como hegemonía, multilateralismo, poder, cooperación internacional y gobernanza-, tiene profundas implicaciones en la manera en que se tejen y entretejen las relaciones entre los diversos actores del escenario internacional.
En este sentido, el posestructuralismo insiste en que, cuando abordamos diversos aspectos sobre la identidad, la subjetividad, el poder, el papel de las instituciones, la democracia y la ética en los asuntos internacionales, se presupone un conjunto de supuestos ontológicos, epistemológicos y metodológicos que implican ciertas cuestiones sobre una variedad de criterios filosóficos, que incluyen preguntas acerca de las categorías de espacio, tiempo, inmanencia, trascendencia, contingencia, forma y materia, a la vez que se critican los modelos y métodos principales de las ciencias sociales (Howarth 2013, 2). Estos supuestos se inscriben en una perspectiva occidental del mundo, del conocimiento científico y de lo verdadero. Específicamente, en lo que respecta a la conceptualización de experiencias históricas y de categorías analíticas que van más allá de Occidente, se ha impuesto una lógica de la colinealidad que opera en cuatro dominios de la experiencia humana: el económico, el político, el social y el epistémico. Este último se refiere al nivel subjetivo/personal y genera el control del conocimiento y de la subjetividad (Mignolo 2005, 36). En consecuencia, cuando se emplea un término como el de hegemonía, el cual se presenta como objetivo, lógico y racional, este opera como una forma que pretende controlar ontológicamente lo que debería ser el papel cambiante de China con el sur global.
Desde un enfoque posestructuralista es posible afirmar que toda forma de entender la política internacional depende de la abstracción, la representación y la interpretación. Esto se debe a que “el mundo” no se nos presenta en forma de categorías o teorías confeccionadas. Cada vez que se analizan conceptos como hegemonía, estamos participando de la representación de una realidad con implicaciones políticas (Campbell 2010, 235). En consecuencia, las ideas sobre el creciente poder de China y su posibilidad de imponer una nueva agenda mundial a través de nuevas instituciones o de cambiar las prácticas establecidas no dejan de ser una interpretación que surge desde el supuesto observador neutral del escenario internacional. El análisis sobre el ascenso de China y su relación con el sur global está siempre inmerso en un contexto particular que condiciona la manera en que miramos el mundo y, más aún, establecemos valores supremos que se convierten en los referentes mentales a los que tratamos de asociar dichas observaciones. Como lo ha advertido Devetak, el posestructuralismo está interesado en cómo los modos predominantes de subjetividad neutralizan u ocultan su arbitrariedad al proyectar una imagen de normalidad, naturalidad o necesidad (2005, 179). En este sentido, la forma en que la disciplina de las relaciones internacionales “mapea” las relaciones de China con el mundo muestra la importancia de la representación, la relación entre poder y conocimiento, y la política de identidad como formas de producción y comprensión de la política mundial (Campbell 2010, 229). Por lo tanto, la forma en que se comprende el rol de China no puede ser desarticulado de la intrínseca relación que existe entre poder, conocimiento y representación. Es importante destacar cómo una categorización de China desde los enfoques positivistas tradicionales promueve cierto tipo de intereses, beneficia a ciertos grupos, perjudica y limita ciertas posibilidades, e impone ciertas prácticas en la política internacional. Así, resulta fundamental analizar las limitaciones de conceptos previamente establecidos como objetivos o neutrales, como es el de hegemonía.
El “telón de fondo” que plantea el posestructuralismo es enriquecido por las propuestas de pensamiento surgidas desde el sur global, es decir, ese espacio que constituye los límites de la disciplina. En este espacio, no solo geográfico sino imaginado, las lógicas del conocimiento determinaron relaciones entre conocer y ser conocido, y han tenido un profundo impacto debido a los procesos colonialistas detrás de ellos. Como establece Quijano (1992, 12):
La estructura colonial de poder produjo las discriminaciones sociales que posteriormente fueron codificadas como “raciales”, étnicas, “antropológicas” o “nacionales”, según los momentos, los agentes y las poblaciones implicadas. Esas construcciones intersubjetivas, producto de la dominación colonial por parte de los europeos, fueron inclusive asumidas como categorías de pretensión “científica” y “objetiva” de significación ahistórica, es decir como fenómenos naturales y no de la historia del poder.
Este espacio del sur global, desde una perspectiva “occidentocéntrica”, ha sido interpretado a partir de su construcción paradigmática por la tendencia a presentar Occidente en términos de una serie de atributos especiales o primarios de desarrollo propio, tales como racionalidad, democracia, modernidad y derechos humanos, que no pueden hallarse en otras partes; por lo tanto, el desarrollo de Occidente se considera constituyente de un paso universal para la humanidad entera (Slater 2008, 345).
Así, los colonizadores impusieron -tanto en China como en América Latina, el Sudeste Asiático y otras regiones del mundo- una imagen mistificada de sus propios patrones de producción de conocimientos y significaciones (Quijano 1992, 12). La cultura occidental, debido a su poder político-militar y tecnológico, instituyó su imagen paradigmática y sus principales elementos cognoscitivos como norma orientadora de todo desarrollo cultural, especialmente intelectual y artístico (Quijano 1992, 13). Así, durante el mismo periodo en que se consolidaba la dominación colonial, se fue constituyendo el complejo cultural conocido como la racionalidad modernidad, el cual fue establecido como un paradigma universal del conocimiento (Quijano 1992, 14). Por lo tanto, esta dominación colonial incluyó no solamente la relación entre diversas comunidades políticas que dieron paso al actual sistema internacional, sino también la manera de construir conceptualmente una explicación sobre esas relaciones y moldearlas conforme a un deber ser específico. Entonces, es posible que conceptos como hegemonía, surgidos en este contexto, continúen siendo un modelo para entender, juzgar y moldear lo que deberían ser las relaciones de China con el sur global. De aquí la importancia de analizar críticamente las limitaciones implícitas que encierra el concepto de hegemonía.
3. Hegemonía: sus limitaciones conceptuales
Comúnmente se ha interpretado que un hegemon es el Estado líder de un grupo de Estados. Etimológicamente hegemonía significa liderazgo (Griffiths, O’Callaghan y Roach 2002, 139). Los estudiosos de la política internacional utilizan este concepto como sinónimo de dominación (Lentner 2005, 735). La posibilidad de que un Estado sea el dominante o ejerza el liderazgo ha sido interpretada a partir de dos tendencias; una señala que esto es posible gracias a la predominancia material, mientras la otra sugiere que es debido a una cohesión normativa (Clark 2011, 15-16).
El Estado hegemónico ha sido definido como aquel que es significativamente más fuerte que otros en el sistema internacional, tanto en aspectos económicos como militares. Además, es consciente de su poder y está dispuesto a utilizarlo para moldear el escenario internacional de acuerdo con sus propios intereses y valores. Por último, participa activamente en la construcción, el desarrollo y el mantenimiento de diversas instituciones internacionales, las cuales reflejan su capacidad de negociar y renegociar sus intereses en el sistema internacional (Williams, Lobell y Jesse 2012, 6). Si bien es posible afirmar que la hegemonía es una forma de dominación, también es la expresión de un consenso que se manifiesta en la aceptación de ideas, las cuales están respaldadas por recursos e instituciones materiales (Herschinger 2012, 6). Además, el Estado hegemónico constituye para los demás un modelo político y cultural que pretende ser copiado por las élites de otros Estados. De esta manera, la dimensión cultural de la hegemonía no se reduce a una relación superficial entre los Estados, sino que “penetra en lo más profundo de las sociedades que la toleran, se introduce en su economía, en sus costumbres y en sus creencias” (Keucheyan 2014, 109).
Desde una perspectiva realista, según Gilpin (1981, 14-15), la hegemonía es una estructura en la que un solo Estado poderoso controla o domina los Estados menores del sistema; por lo tanto, la tendencia de los Estados a expandirse es desestabilizadora porque los cambios en el equilibrio de poder crean incentivos para que los poderes en aumento alteren el sistema. Gilpin propone que los cambios fundamentales en el sistema internacional son los determinantes básicos de las guerras hegemónicas. Así, la distribución de poder entre los Estados del sistema internacional puede derivar en estabilidad o inestabilidad. Un sistema estable es aquel en el que pueden producirse cambios sin que amenacen los intereses vitales de los Estados dominantes y sin causar una guerra entre ellos. Este sistema estable tiene una jerarquía inequívoca de poder y un poder dominante o hegemónico, sin oposición. Por su parte, un sistema inestable es aquel en el que los cambios económicos y tecnológicos erosionan el orden internacional jerárquico y socavan la posición del Estado hegemónico, lo que eventualmente conduce a la guerra (Gilpin 1988, 609). Las crisis pueden precipitar una guerra hegemónica entre los Estados del sistema y el resultado de tal guerra podría ser una nueva estructura internacional.
A partir de una perspectiva liberal, Ikenberry (2001, 1-15) ofrece una lógica diferente sobre la manera en que la hegemonía funciona para la estabilidad del orden internacional. Debido a que los Estados hegemónicos disfrutan de un exceso de capacidades, pueden invertir en el futuro al renunciar a la oportunidad de explotar su ventaja en el presente. Al ejercer el autocontrol vinculándose con las instituciones internacionales, los Estados hegemónicos logran encerrar a otros en un orden internacional perdurable. Los Estados subordinados, en este trato, se aseguran de que no sean dominados y de que el poder hegemónico se ejerza de manera predecible y responsable. Cuanto mayores sean las asimetrías de poder, mayores serán los incentivos para que cada uno logre un acuerdo basado en formas de orden más consensuales. Por su parte, Keohane (1984, 35) sugiere que la cooperación internacional puede persistir a pesar de la ausencia de un poder hegemónico cuando las instituciones internacionales son sólidas y reducen la incertidumbre; más allá de la hegemonía, es posible imaginar un sistema internacional basado en la cooperación. Mastanduno (2002, 181-210) señala que las capacidades y el comportamiento del Estado dominante establecen y mantienen un orden internacional seguro por medio de sus componentes materiales y no materiales. Asimismo, afirma que una distribución unipolar del poder, por sí sola, no es suficiente para establecer la hegemonía; para ello, también debe haber algún grado significativo de aprobación por parte de los otros Estados. Así, en un orden hegemónico, el líder debe tener seguidores y, cuanto más estén dispuestos a reconocer que el orden hegemónico es legítimo y a compartir sus valores y propósitos, más duradero será dicho orden.
La perspectiva neogramsciana basada en el neomarxismo considera la hegemonía como la expresión del consentimiento que se proyecta mundialmente y se manifiesta en la aceptación de las ideas del hegemon apoyadas por recursos e instituciones internacionales (Bieler y Morton 2004, 85-113). Consecuentemente, la hegemonía es también la articulación y justificación de una serie de intereses de un Estado que se muestran como intereses generales de la comunidad internacional. Cox (1981, 126-155) sustituye la idea de Gramsci de una clase sobre las demás por la de la hegemonía de un Estado sobre el resto. Si un Estado quiere ser hegemónico es preciso que, desde su propia concepción, funde y proteja un orden mundial presentado como universalmente válido; es decir, un orden internacional en el que no sea necesario que un Estado explote directamente a los otros Estados, sino que estos -o, al menos, los del área de influencia del poder hegemónico- consideren dicho orden internacional compatible con sus propios intereses.
Debido a que la hegemonía es una actividad que moldea la opinión pública, el orden hegemónico internacional se basa en los valores y los significados que naturalizan dicho orden (Cox 1992, 161-180). El punto crucial sucede cuando la hegemonía se “filtra” a través de las estructuras de la sociedad, la economía, la cultura, el género, la etnia, la clase y la ideología. Así, se combinan dos formas de poder, la dominación y el consenso. No puede haber dominio sin hegemonía, a la vez que la hegemonía es una de las posibles formas que el dominio puede asumir (Cox 1981, 130). Desde esta perspectiva, la hegemonía no es lo mismo que el dominio coercitivo de un Estado, sino que implica una dosis de convencimiento (Cox 1983, 162-175). Es importante apuntar que, por su origen geográfico y por la tradición intelectual que asume, las aproximaciones neogramscianas al concepto de hegemonía pueden considerarse parte del corpus dominante de la disciplina de las relaciones internacionales debido a que no se desprenden del carácter binario de la definición de hegemonía; sin embargo, paradójicamente, sus aportaciones a los estudios subalternos del Sur de Asia demuestran su potencial crítico más allá de un contexto occidental.
Desde estos supuestos teóricos, el ascenso de China podría ser clasificado en muchos sentidos como una búsqueda por la hegemonía regional y, eventualmente, mundial. El hecho de incrementar su presencia militar, establecer nuevos organismos internacionales y dictar su agenda sería parte de esta gran estrategia. Ya sea a través de la coacción y el poder material, ya sea a través del convencimiento o una mezcla de ambas, al final esta interpretación concluye en el mismo final: el ascenso de China es el resultado de un sistema internacional en que los Estados actúan para responder a sus propios intereses. Y, cuando tienen posibilidades de hacerlo, se transforman en el Estado hegemónico.
Sin embargo, las aproximaciones antes descritas presentan tres graves problemas. Primero, la idea de hegemonía parte desde la experiencia histórica de la civilización occidental. Se trata, en este sentido, de una visión desde el “centro” de la narrativa de la disciplina, lo que niega otras narrativas y otras posibilidades. Segundo, se dejan a un lado los elementos históricos y sociales particulares de otras experiencias no occidentales que no son consideradas al momento de conceptualizar lo que es hegemonía. Finalmente, el concepto es definido a partir de la categorización de lo hegemónico sobre lo no hegemónico. Es decir, hay una interpretación basada en prácticas binarias en la que lo hegemónico se impone sobre formas no hegemónicas de subordinación. No importa si esta hegemonía es económica, cultural o política, al final del día la potencia hegemónica termina de obtener beneficios tangibles a partir de establecer estas variantes de dominación.
Sin embargo, es posible que hegemonía sea una conceptualización construida teóricamente que no responda a la relación que establece China con el llamado sur global, ya que este vínculo es más amplio y paradójico. Es necesario analizar el concepto de hegemonía desde sus límites para que podamos alejarnos de nuestros paradigmas mentales previamente establecidos, los cuales nos encadenan a considerar las relaciones entre los Estados como una suma de juegos de poder. Desde allí, podremos construir nuevas definiciones, parciales e inestables, sobre lo que la sombra “hegemónica” de China proyecta en el sur global. Para ello, es oportuno considerar el caso de la Nueva Ruta de la Seda.
4. China, la Nueva Ruta de la Seda y el sur global
La Nueva Ruta de la Seda fue proyectada por el presidente Xi con la idea de construir el Cinturón Económico de la Ruta de la Seda, en un discurso pronunciado en Astana, en septiembre de 2013. En octubre de ese año, en la Reunión de Líderes Económicos de la APEC (Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico), Xi promovió la construcción de la Ruta de la Seda Marítima del Siglo XXI. Oficialmente, estas dos propuestas constituyen la Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI, por sus siglas en inglés) (Long 2015, 3). Originalmente, la estrategia de China era “marchar hacia el oeste”, y unir a Europa Occidental y el este de Asia mientras creaba un nuevo espacio geopolítico para China en Eurasia y abordaba el desarrollo desigual de las regiones del interior de China, al tiempo que promovía la nueva diplomacia asiática de Xi a lo largo de la periferia de este país (Deng 2021, 736).
Esta iniciativa ha sido considerada el núcleo central de la actual política exterior china (Menegazzi 2017, 175). Según Luft (2016, 68-75), este puede ser el programa de desarrollo económico más ambicioso e integral de la historia. Asimismo, la iniciativa representa el sello personal de Xi en política exterior, cuyo propósito es promover vínculos de beneficio mutuo, mejorar la participación en la gobernanza mundial y proporcionar las bases para un nuevo tipo de relación de “gran poder” desde la perspectiva china (Men y Tsang 2016, 12). Así, la Nueva Ruta de la Seda se ha constituido en el medio más importante para alcanzar el “sueño chino”, el cual es la propuesta política que Xi lanzó al inicio de su mandato. Dicho sueño es “el significado interno de cumplimiento y el desarrollo del socialismo con características chinas”, y su esencia se basa en transformar a la nación en un país pudiente, mediante su revitalización, teniendo como objetivo final el incremento del bienestar de la población china (Ferdinand 2016, 941).
Esta iniciativa evoca la tradicional Ruta de la Seda, la red de comercio y caminos de transporte a través de Eurasia durante diferentes siglos (Flat 2018, 217). Las bases del discurso legitimador del Gobierno chino se encuentran en una interpretación histórica particular sobre lo que la antigua ruta representó para la relación de China con el mundo. Durante cientos de años, la Ruta de la Seda fue un espacio real e imaginado que permitió encuentros entre ciudades lejanas y fue el medio que posibilitó por primera vez el arribo del budismo, el cristianismo y el islam a China, así como fue parte del “Gran Juego geopolítico” de Asia Central durante el siglo XIX (Clemens 2017). Esta iniciativa incluye 75 países, que representan el 32 % del producto interno bruto (PIB), el 39 % del comercio de mercancías y el 63 % de la población mundial (Kohli 2018, 3-11). Además, la iniciativa comprende una de las áreas del planeta con mayor auge económico, lo que augura una creciente importancia geopolítica de la región (Yu 2017, 355).
El objetivo es conectar a China y Europa en una red de carreteras, trenes de alta velocidad, líneas eléctricas, líneas de fibra óptica y otras infraestructuras (Luft 2017, 1). En tierra, se visualizan nuevas infraestructuras de transporte y la construcción de corredores industriales que se extienden a través de Asia Central hasta Oriente Medio y Europa; en el mar, se pretende impulsar la inversión en nuevos puertos y rutas comerciales a través del mar de China Meridional y el océano Índico (Miller 2017).
Al mismo tiempo, la iniciativa es parte de la campaña de diplomacia pública que el Gobierno chino ha puesto en marcha con la intención de ganarse el respeto, tanto de la comunidad internacional como de sus propios ciudadanos, en la búsqueda de legitimidad política (Zhao 2015, 167). Por lo tanto, es posible que esta sea un instrumento que permita al Gobierno chino presentarse como una potencia emergente y rejuvenecer su sistema político. La iniciativa también es un intento de combinar las aspiraciones personales del presidente Xi con los anhelos del pueblo chino para recuperar el orgullo nacional y mejorar el bienestar social (Lo 2015, 51). Por último, refleja el creciente activismo multidimensional en política exterior del Gobierno chino junto con el impulso de la economía regional y mundial que lleva a cabo (Y. Zhang 2016, 769-772). Además, es un medio para resolver problemas internos de la economía china y suministrar de modo seguro recursos energéticos que el país tanto demanda (Li 2017, 13). En este sentido, la iniciativa es un modo de mejorar la rentabilidad de las inversiones y fomentar la estabilidad del crecimiento económico chino (Lo 2015, 53).
En el XIII Plan Quinquenal para el Desarrollo del Comercio Exterior (2016-2020), una de las tareas establecidas por el Gobierno chino fue aumentar la cooperación con los países a lo largo de esta iniciativa, junto con una serie de medidas para mejorar las exportaciones de China a través de la transformación estructural (De Beulea, De Lombaerde y Zhange 2022, 1). Esto ha llevado a la inversión impulsada por el Gobierno en proyectos de minería e infraestructura, logística y parques industriales. La cobertura geográfica del BRI se ha ido ampliando constantemente y en la actualidad cubre más de 146 países (Nedopil 2022, 1), lo que corresponde aproximadamente al 64 % de la población mundial y al 39 % del PIB mundial (De Beulea, De Lombaerde y Zhange 2022, 2).
El proyecto va más allá de una aproximación geoeconómica, ya que representa una estrategia geopolítica a largo plazo (Hu 2017,107), en la que se pueden identificar tres grandes objetivos. Primero, el desarrollo de infraestructura regional. Segundo, la exportación de excedentes. Tercero, la mejora de las relaciones comerciales internacionales (Lo 2015, 53). Asimismo, la implementación de la Nueva Ruta de la Seda busca impulsar al unísono la internacionalización de la moneda china, el renminbi, mediante el fomento de su uso en las transacciones comerciales y financieras. De manera complementaria, se espera que sea un vehículo para mejorar las relaciones comerciales. Así, los corredores económicos y los nodos marítimos del BRI conectan a China con economías en desarrollo y desarrolladas de una manera que posiciona al país en el centro de gravedad económico mundial (He 2019, 180).
La Nueva Ruta de la Seda implementa un modelo alternativo de cooperación basado en la construcción de infraestructura a gran escala, el desarrollo y la utilización de recursos y energía, y el intercambio de servicios comerciales integrales, con el objetivo de generar más cadenas industriales y brindar nuevas oportunidades de inversión para el mercado de capitales, de manera que se fortalezcan la integración regional y la conectividad en una escala masiva que una a Asia con Europa y África (Bhattacharya 2016, 309). Asimismo, es un modelo de integración económica en el que participan varias organizaciones internacionales y empresas del sector privado que complementan las fuentes de financiamiento del Gobierno chino (Johnson 2016).
Desde la perspectiva de un plan de acción de la Nueva Ruta de la Seda, esta propuesta busca crear “una arquitectura de cooperación económica regional abierta, inclusiva y equilibrada”, para reflejar ideales comunes, e impulsar un esfuerzo positivo en búsqueda de nuevos modelos de cooperación internacional y gobernanza global (National Development and Reform Commission 2015). En esta misma línea discursiva se argumenta que se tiene como objetivo primordial la promoción de la conectividad entre los continentes de Asia, Europa y África y sus mares adyacentes. Se espera, siempre conforme al discurso oficial, que esta iniciativa sirva para generar un clima de comprensión, confianza y respeto mutuo que permita la vida en armonía, paz y prosperidad. Como telón de fondo se establece el compromiso de China de asumir más responsabilidades y realizar mayores contribuciones a la paz y al desarrollo mundial (National Development and Reform Commission 2015).
En resumen, es posible afirmar que la Nueva Ruta de la Seda es una propuesta gestada desde la visión china con la intención de obtener beneficios concretos relacionados con los intereses primordiales del Gobierno para garantizar su legitimidad. Desde sus orígenes, fue concebida con el propósito de que en el futuro fuera incluyente respecto a la incorporación de nuevos países, pero siempre bajo el liderazgo del Gobierno chino (Lemus-Delgado y Valderrey 2017, 48).
A su vez, es un medio para desplegar la influencia china y ofrecer recursos y oportunidades para un modelo de desarrollo que no se ajusta al modelo de desarrollo occidental dominante. Estos beneficios comprenden para China tanto ventajas materiales y concretas como otros tipos de beneficios menos tangibles, incluyendo el prestigio internacional. Además, esta iniciativa genera nuevas formas de interacción entre diversos actores y ofrece oportunidades de negocio en donde antes no existían, tejiendo nuevas alianzas formales e informales para la seguridad de la región.
Desde una mirada tradicional de las relaciones internacionales, podría señalarse que la Nueva Ruta de la Seda evidencia la carrera en que se encuentra China por alcanzar la hegemonía. En este sentido, lo que estaría en discusión sería el asunto relativo a cuál es, conceptualmente hablando, la definición de hegemonía que va más en concordancia con la actuación de China. Es decir, se asumiría como objetiva y verdadera la existencia de estructuras de un sistema internacional que enmarcan el comportamiento del Estado chino en su búsqueda por el liderazgo regional o mundial. Se aceptaría, de tal modo, como un proceso “natural” la fase hegemónica de la política exterior debido al creciente poderío chino. Así, se asumiría que China actúa, al igual que los otros actores internacionales, condicionada por ciertas estructuras “neutrales y verdaderas” del sistema internacional. En lo que discreparían las diferentes aproximaciones teóricas sería en establecer exactamente cuáles son los factores determinantes de este proceso, cuál es la relación causal de la hegemonía china con las expectativas del comportamiento del Gobierno en el futuro.
Sin embargo, la Nueva Ruta de la Seda es compleja y contradictoria en sus medios, en sus recursos, en sus objetivos, en su diseño y en su implementación. Por lo mismo, está generando diferentes resultados y estableciendo distintas dinámicas que deben ser comprendidas desde casos específicos. Consecuentemente, no existe una forma única de entenderla. Asimismo, no hay una división clara entre los resultados para los países involucrados que permita señalar con precisión si significará el progreso o el atraso para estos. Es necesario dejar atrás los discursos que generan una comprensión binaria de la realidad entre lo bueno, lo correcto, lo adecuado y lo moralmente inferior y superior.
Las teorías dominantes de las relaciones internacionales generan una serie de discursos sobre la Nueva Ruta de la Seda que arropan ciertas explicaciones que justifican cosmovisiones, formas de expresión, actitudes políticas y relaciones de poder. Como lo sugieren las aproximaciones posestructuralistas, se trata de construcciones discursivas científicas que las consideran como un tipo de conocimiento superior. Sin embargo, estas explicaciones son también modos inconscientes de negación y desprecio de otras posibilidades de comprender la realidad. Así, las interpretaciones tradicionales del “ascenso hegemónico chino” sirven para justificar veladamente el orden internacional forjado por Occidente como una forma superior de organización internacional y tienen profundas implicaciones políticas que influyen en la toma de decisiones de los actores del escenario internacional. Además, son moldeadas desde un patrón occidental de lo que el mundo es o debería ser. Al apelar a una única explicación, se reduce la complejidad de la relación entre China y el mundo a un fenómeno basado en una asociación binaria en la cual es preciso determinar cuál es la disyuntiva correcta: la de amigo -nueva forma de cooperación más horizontal- o enemigo -nuevas formas de amenaza-.
Sin embargo, la Nueva Ruta de la Seda no es monolítica. Es una iniciativa contradictoria entre su discurso y sus prácticas, y como incorpora una visión desde la periferia del escenario internacional, es imposible precisar sus consecuencias. La iniciativa, sin embargo, va más allá de la visión estadocéntrica, si bien no podría comprenderse sin el empuje y dinamismo que le ha impuesto el Gobierno chino. Asimismo, genera pautas simultáneas conflictivas y de cooperación; lo mismo es motivada por intereses materiales que por aspiraciones no materiales. Por último, en donde la iniciativa se concretiza, responde a prácticas de interacción basadas en contextos históricos y culturales distintos a Occidente, con otra escala de valores que se determinan a nivel local o regional.
Conclusiones
La Nueva Ruta de la Seda como reflejo del ascenso de China es una invitación a pensar sobre cómo empleamos el concepto de hegemonía, partiendo de los patrones mentales previos, sin olvidar que este concepto, como cualquier otro, no es neutral. En otras palabras, como lo sugiere Grosfoguel (2006, 22), es una llamada a considerar la necesidad de emplear un lenguaje crítico común que haya dejado de ser un diseño global/universal monológico, monotópico e imperial, impuesto por persuasión o por la fuerza al resto del mundo en nombre del progreso y la civilización. La manera en que se concibe y se utiliza el concepto de hegemonía para explicar el ascenso de China tiene múltiples implicaciones políticas. Como advierte el posestructuralismo, el tipo de discurso que se genera sobre China y su rol en el escenario internacional no es imparcial. Específicamente, si se considera que China busca la hegemonía o si es proponente de un orden poshegemónico multilateral, se generan ciertos tipos de opciones políticas de aceptación o rechazo de su presencia. Evidentemente, como cualquier discurso, el de la hegemonía china conlleva acciones que benefician a ciertos grupos y vulneran a otros, en una dimensión mundial.
La iniciativa de la Ruta de la Seda es un discurso y una representación generada también desde la propia China por parte de sus autoridades políticas que refleja su capacidad de agencia en el escenario internacional. Es, por lo tanto, no solamente un discurso que Occidente genera sobre China, sino de este país sobre sí mismo. Sin embargo, algunas de estas narrativas están influenciadas por los paradigmas occidentales previamente descritos que también pueden moldear y justificar las percepciones chinas de su propia realidad.
Las limitaciones paradigmáticas del concepto de hegemonía son evidentes en el ascenso de China y su relación con el sur global, específicamente en el caso de la Nueva Ruta de la Seda, ya que este fenómeno es complejo y contradictorio. Estas limitaciones tienen su origen en la visión eurocéntrica de la disciplina de las relaciones internacionales. Por lo tanto, resultan indispensables nuevas investigaciones, desde los límites de la disciplina, que consideren aspectos poco explorados. Así, entre los elementos que podrían profundizarse en trabajos posteriores desde un enfoque posestructuralista destacan la representación de los actores internacionales que participan en la Nueva Ruta de la Seda; los constructos sobre migración, derechos humanos y demandas sociales que impactan a comunidades específicas embebidas por las transformaciones derivadas de esta iniciativa; la apertura a nuevas categorías de la social y lo político como campo de estudio a partir de estas nuevas realidades; los replanteamientos sobre las cuestiones con relación al conocimiento, la memoria y la historia como una parte de la función política de la promoción y justificación de esta iniciativa; la exploración de nuevas aproximaciones a las relaciones entre tiempo y espacio, espacio y lugar, fronteras y transgresiones que enriquezcan o superen el concepto de la hegemonía, y la introducción de nuevas categorías de análisis de las relaciones entre el todo y las partes presentes en esta propuesta. Así, será posible replantear los conceptos dominantes de las relaciones internacionales, lo que permitiría transitar hacia una dimensión más amplia y contextualizada de las relaciones de China con el sur global.