Introducción
La actividad de los doradores durante la Edad Moderna tuvo una gran importancia en el mundo hispánico. Tanto en la metrópolis como en los territorios de ultramar fue habitual el dorado de retablos, pinturas, marcos y otras piezas de mobiliario litúrgico o doméstico. La existencia de doradores fue fundamental para completar el acabado de las obras de escultores, pintores, carpinteros, entalladores o ebanistas. El dorado de los espacios religiosos aportó el decoro necesario para la celebración de la liturgia y demás prácticas católicas (ver figura 1), no faltando tampoco estas labores en el ámbito doméstico. El efecto que causaba en el feligrés la aplicación del dorado a las iglesias es conocido merced a las crónicas de la época, en las que se da cuenta de la valoración de estas labores.
Para el caso santafereño, el investigador Santiago Sebastián ha citado crónicas del siglo XVIII. En una de ellas, el padre Pedro Pablo Villamor afirmaba que en los templos de la ciudad "admira ver sus adornos, brillando en techos, y paredes de oro batido y bien bruñido, en tallas y cartelas; [...] repartidos con artificiosa disposición muchos altares, con tabernáculos dorados...". Junto con él, Basilio Vicente Oviedo también se maravillaba escribiendo que:
Al querer decir algo de la piedad y cristiandad que se ve resplandecer en los templos, tan magníficos en todo el religioso culto, con tanto costo y adorno en medio de la pobreza y escasez del Reino, brillando en techos y paredes sobrepuestos de oro bruñido en tallas y carteles labradas con tanto artificio que abrazan entre sus ramas tanta multitud de primorosas pinturas de imágenes de santos y muchas de sobresaliente escultura, sus tabernáculos, sus altares en tanto número, primor y aseo, todo dorado...1
En Quito, era el biógrafo de Santa Mariana de Jesús, Jacinto Morán de Butrón, quien ponderaba los retablos dorados de la catedral, que le parecían primorosos y magníficos, "que festeja la aclamación, y otras muchas Catedrales pueden embidiar"2. La importancia simbólica del oro en cuanto al significado religioso por su referencia en la Biblia, el prestigio dado por su uso y ostentación, así como sus técnicas de aplicación han sido objeto de estudio a través de la historia. A pesar del relevante papel de las labores de dorado, la identidad de los doradores, cuyo oficio multiplicó el valor de las obras, no ha recibido la merecida atención en comparación con los nombres de pintores y escultores que generalmente han sido destacados por la Historia del Arte.
En el caso colombiano se debe resaltar la recopilación de nombres de artistas realizada por Carmen Ortega Ricaurte3, quien incluyó las identidades de algunos artífices del dorado en su diccionario. Por su parte, en el ámbito ecuatoriano, Jesús Paniagua Pérez dedicó un artículo a la figura del dorador que, aunque acotado dentro del siglo XVIII, da relevancia al oficio a partir del análisis de documentación que ofrece nombres, características de las obras y cuestiones salariales4. Pero ha sido fundamentalmente a través del estudio de la retablística como se han rescatado del anonimato algunos de estos doradores, cuyo aporte fue indispensable para la construcción de esa apariencia tan característica de los escenarios barrocos hispanoamericanos.
En este trabajo estudiaremos la figura del dorador en dos grandes centros artísticos del norte del Virreinato del Perú durante el siglo XVII: Santafé -Bogotá, Colombia- y Quito, donde nos interesamos por sus condiciones de trabajo y por los comitentes de estas obras. La elección de Quito y Santafé como objeto de nuestro estudio se debe a la importancia que tuvieron como centros administrativos y artísticos durante el siglo XVII5, momento en el que se levantaron una buena parte de sus edificaciones religiosas, lo que dio lugar a la presencia de importantes artífices. Para ello analizamos varios contratos inéditos en archivos colombianos y ecuatorianos -que nos permitieron identificar a artistas desconocidos hasta la fecha-, así como referencias a doradores que aparecen en fuentes secundarias ya publicadas.
Nuestro principal aporte reside en la descripción de los doradores activos durante el siglo XVII en estas Audiencias, proporcionando datos novedosos sobre los precios de las obras; el tiempo de realización de las labores de dorado; las condiciones pactadas en los contratos tanto para el maestro dorador como para los oficiales que trabajaban con él; sobre las piezas de mobiliario que cuentan con constancia notarial a propósito de su dorado; y finalmente acerca del desempeño de distintas labores artísticas por parte de varios doradores de esta centuria.
Sobre la formación del dorador
En cuanto a la articulación del oficio en estos territorios, hasta el momento no se han hallado ordenanzas para los doradores dentro de la jurisdicción de las Audiencias de Santafé o de Quito. Pero a partir de las normativas novohispanas para "los pintores del Dorado" de 1557, reconfirmadas en 1686, se puede suponer que para ejercer el oficio debían dominarse ciertos conocimientos básicos: el aparejo con temple; las templas de los engrudos para el yeso vivo, para el yeso mate y para el yeso bol; el dorado y el estofado en todos los colores en bulto, al temple y al óleo; el esgrafiado; y el dar color sobre el oro. Además de ello, los doradores tenían que cumplir con las indicaciones relacionadas con la calidad de los materiales y tiempos de ejecución que garantizaran la óptima conservación de la obra, como era el uso de plata u oro finos y de copela6, y nunca utilizar estaño so pena de una multa, y de otra parte, que no se aparejara ningún bulto ni talla hasta después de tres meses de haberse labrado la obra para permitir la salida del agua de la madera7.
Para estas labores contaban con textos técnicos como el Quilatador de oro, plata y piedras, escrito por Juan de Arfe y que fue editado en diversas ocasiones entre los siglos XVI y XVII8. El trabajo del dorador estaba ligado al del batihoja por cuanto este era el encargado de realizar las hojillas de oro, para lo cual debía manejar con precisión la forma de hacer "bati-dura dorada", saber fundir rieles de oro y plata, y forjar cintas para soldadura de las que se obtenían panes cuadrados que se ponían en libros perfectos con respecto al patrón llamado "cayre"9. Del oficio de dorador se ocupaba la Real Academia Española en su Diccionario de la lengua castellana, incluyendo voces referentes tanto al dorador como a la tarea de dorar. Al primero lo definió como el artífice que daba o cubría de oro algún metal o madera10. Por su parte, el texto se refirió a "dorar" como cubrir una cosa con oro, haciéndola parecer de este metal; y además explicó las diferentes formas de dorado: reduciendo el oro "a muy sutiles panes, o haciéndolo polvo". Así, "unos doran de mate lo que es de madera, dándola primero una mano de yeso, y luego se encola encima, y sobre la cola, humedeciéndola antes, se sienta el oro. Otros doran con el oro en polvo, y otros a fuego con unos hierros hechos ascua, con que salen esculpidas en el oro las figuras que están grabadas en ellos"11.
Sin embargo, ni los archivos colombianos ni los ecuatorianos han dado cuenta de exámenes para conceder el título de oficiales o maestros en el arte del dorado durante el siglo XVII, y con ello tener un obrador o una tienda como sucedía en España y en Nueva España, en donde alcaldes y veedores del gremio examinaban a los aprendices o a los oficiales. Estos debían demostrar conocimientos no solamente sobre la técnica del dorado, sino también sobre generalidades del arte como habilidades en el dibujo, identificación de las partes y las proporciones de las obras de talla y dominio de estofas, encarnaciones, mates y pulimentos, además de comprometerse a no dorar ni policromar imágenes de talla o bulto que causaran "indevoción"12. Aunque en 1777 se difundió la Instrucción general para los gremios13 dictada para todas las provincias del Virreinato de Nueva Granada, no fue sino hasta 1789 cuando en el Reglamento de los gremios de la plebe para moralizarlos, emitido en Santafé, se planteó una división de diferentes agremiaciones. Entre ellos, el de pintores constituido por "los que pintan al oleo, al temple y doradores", y el de batihojas de oro y plata dentro del gremio de plateros14, aunque después de estas fechas tampoco se han encontrado ordenanzas para los oficios.
Se sabe que en Cusco los pintores, escultores y doradores formaban un solo gremio, según un pleito datado de 1688, pero no se han hallado sus ordenanzas, aunque sí conocemos una ordenanza del gremio de pintores en Lima fechada en 1649, en donde se destaca la exclusión de negros, zambos y mulatos para ejercer el oficio15. Por su parte Sevilla, una de las ciudades españolas con más nexos con América, tenía unas ordenanzas de los tiempos de los Reyes Católicos, las cuales organizaban a los pintores en imagineros, doradores, y pintores de madera y fresco16. Para la ciudad de Quito, en el siglo XVIII, hay una mención expresa al gremio de escultores y doradores. De hecho, en las actas de Cabildo de 1746 aparecen relacionados los gremios con representación de un maestro mayor, entre ellos el de pintores y encarnadores, el de escultores y doradores, así como el de batihojas17.
Los conocimientos del oficio de dorador llegaron con los maestros de este arte que viajaron al Nuevo Reino de Granada para poner tiendas. En este sentido, podemos mencionar a Diego de Valencia, un dorador natural de Guadalajara, España, quien ejerció su oficio en Santafé, dejando un testamento fechado en 162018. De igual manera, se tienen noticias de la llegada de herramientas para el oficio de dorador a Tierra Firme, entre las que se inventariaron a su salida de Sevilla, en 1621, un tornillo de cerrajero tasado en 30 reales, dos pares de tenazas de dorador a un precio de 12 reales y doce piedras de dorado que valían 24 maravedíes19. Se puede suponer que a medida que se consolidaron los oficios relacionados con la platería y la herrería, muchas de estas herramientas empezaron a ser hechas en el Nuevo Reino de Granada.
Junto con estos instrumentos, también arribaron en el siglo XVI desde la península ibérica otros materiales del oficio -según indican los investigadores José María Sánchez y María Dolores Quiñones-, aunque suponemos que durante la siguiente centuria siguieron entrando pinceles, pigmentos, aceites, barnices, y lienzos para la realización de obras, así como "bol y panes de oro y plata para los dorados y estofados de las obras de imaginería polícroma"20. De todas maneras, ya en el siglo XVII tenemos identificados a maestros batihojas trabajando en estos territorios, y suscribiendo contratos de aprendizaje que demuestran un desarrollo notable de esta actividad en la región. Asimismo, hallamos que en 1605 los francíscanos firmaron un contrato con dos batihojas, Joan de León y Cristóbal Díaz Carrasco, para que trabajaran con el maestro dorador y estofador Francisco Rodríguez, produciéndole los panes de oro y asistiéndole con el dorado del retablo mayor de su iglesia en Quito21.
Como apunta la historiadora Susan V. Webster, si bien durante los primeros momentos de la época virreinal se importaron ciertas cantidades de pan de oro y plata, estos también se elaboraron y vendieron en Quito por plateros y batihojas, estando a disposición de la clientela a través de los mercaderes locales22. Algunos batihojas eran contratados por los doradores para que les fabricaran los panes de oro. Por ejemplo, en 1648 el dorador y pintor Francisco Pérez Sanguino contrató al batihoja Antonio Sánchez, quien lo acompañaría a Rio-bamba, donde le surtiría el oro para el dorado de un retablo y sagrario de esa población23. Jesús Paniagua y Gloria María Garzón han señalado las minas de Barbacoas como el principal lugar de origen del oro utilizado por los batihojas para la producción de libros de hojilla en Quito, debido a la pureza del metal que allí se extraía. En menor medida se utilizaba el oro proveniente de Pichincha, Jaén de Bracamoros, Zaruma, Tola y Chaco ya que su ley era más baja y el uso de azogue para su beneficio lo encarecía24.
Los veedores debían verificar que plateros y batihojas utilizaran oro de 22 quilates ensayados, quintados y marcados. Pero durante el siglo XVII no hubo una normalización de los precios de libros de oro, y los montos variaban según el batihoja, por lo que en 1733 se propuso que el ciento de libros de 10 hojas tuviera un precio de 6.5 pesos25. Los batihojas de Santafé contaron con el oro extraído de numerosas minas ubicadas en diferentes zonas del Nuevo Reino de Granada que actualmente corresponden a los territorios de Antioquia, Chocó, Valle del Patía, Tolima, Huila, Santander y Norte de Santander. La enseñanza del oficio debió de basarse en los conocimientos importados desde Europa y transmitidos de forma oral a sus aprendices, además de la observación de las obras estofadas y objetos dorados y policromados que eran enviados hacia América26. Aunque se sabe con certeza que el tratado Arte de la Pintura de Francisco Pacheco circuló por el Nuevo Reino de Granada, se debe tener en cuenta que su publicación data de 1649. En este libro se pueden encontrar los consejos para dorar en sus capítulos "De la iluminación, estofado y pintura al fresco y de su antigüedad y duración" y "Del dorado bruñido y mate sobre varias materias y de la pintura de flores, frutas y países"27. También sabemos de su presencia en Quito, como lo demuestra el Tratado de pintura atribuido a Manuel Samaniego, pero es una obra fechable hacia 1800, y no podemos afirmar con certeza si en el siglo XVII ya circulaba entre los obradores de la ciudad28.
Los conciertos de aprendizaje para doradores que se conocen están ligados al oficio de pintor. En 1630, en Santafé, el maestro Lorenzo Hernández de la Cámara se comprometió a enseñar a pintar, dorar y estofar a Bernabé de Aguirre durante tres años. Además, el maestro le daría de comer, vestir y calzar al aprendiz, lo cuidaría en caso de que enfermara, y al finalizar este tiempo le proporcionaría un vestido completo con sombrero y zapatos. Se debe destacar de este contrato que el aprendiz tenía 23 años. No se trataba de un niño o joven, y afirmaba tener conocimientos básicos en estas artes. La enseñanza se llevaría a cabo en la oficina del maestro -posiblemente un taller en su misma casa- a la cual asistiría el muchacho sin trasladarse a vivir pues era casado29.
Quizás uno de los factores que influyó en el interés por aprender el oficio del dorado fue el paso que dieron las iglesias de indios desde los retablos fingidos hacia los retablos de madera dorada, debido a las mejoras exigidas por los visitadores a los encomenderos, así como por la fundación de hermandades dentro de las iglesias que demandaban obras para sus altares30. En general, los conciertos de aprendizaje de los diferentes oficios -no solamente el de dorador- no entraban en los detalles técnicos de lo que sería enseñado por el maestro al aprendiz. Sin embargo, la revisión de obras por parte de los restauradores ha corroborado el uso y dominio del estofado en la escultura neogranadina -grabado, pastillaje, corladuras, esgrafiado, escalfado, enfondado, brocado, punta de pincel y paños naturales-31.
Pintores y doradores
No todos los maestros doradores aparecen mencionados en la documentación notarial como pintores, pero sí hemos localizado a varios de ellos que aunaron las dos disciplinas. En la documentación protocolaria se les identifica como maestros pintores y doradores -o al revés-, suponiendo que podrían encargarse de ambas tareas a la vez, lo cual conllevaría más trabajo y, a su vez, más dinero. En el Quito del siglo XVII algunos de estos artesanos fueron Marcos Velázquez, maestro pintor y dorador; Antonio Gualoto, pintor y dorador; Juan Fonte, maestro pintor y dorador; Pedro Gallardo32; y Francisco Gallardo, a quien Gloria María Garzón cita como dorador y pintor activo en 170033. Francisco actuaba desde, al menos, 1673, trabajando para las órdenes religiosas y las elites quiteñas. A diferencia de estos, otro dorador que trabajó en Quito a comienzos de siglo, Marcos Francisco Rodríguez, fue nombrado como "maestro dorador y estofador", siendo el encargado de dorar, estofar y pintar el retablo de la iglesia de San Francisco34. La denominación de "maestro dorador" o simplemente de "dorador" no obedecía a un grado obtenido por un examen pues, como se dijo anteriormente, para el siglo XVII no encontramos gremios establecidos, por lo que se trataría más bien de un reconocimiento social a la experiencia y dominio de la técnica del contratista y a su capacidad de brindar su conocimiento a los aprendices.
Por su parte, aunque Francisco Fonte de Medina aparece citado en la documentación como dorador, en 1662 firmaba un contrato con el gobernador de Tumbaco, don Joan Agato, para dorar el retablo de la iglesia comprometiéndose a pintar "de mano buena quatro liensos que tiene el d(ic)ho retablo"35. Nada se indica acerca de si el propio Fonte de Medina se encargaría de realizar las pinturas, o si contrataría a algún pintor, ya que se le exigía que los cuadros fueran de mano buena. De todos los doradores mencionados, Susan V. Webster considera a Antonio Gualoto como el maestro indígena más renombrado en su época en el campo del dorado, estofado y pintura36. Este artífice fue el responsable de la pintura y dorado de los retablos de los dos transeptos y de los tres arcos del crucero de San Francisco de Quito (ver figura 2). El contrato para ese encargo data de junio de 1654, y en él Gualoto se comprometía a dar los acabados de conformidad con el que ya se había finalizado en la capilla mayor37. Esta tarea le llevaría 4 meses, y cobraría por ello 1900 pesos. De ese trabajo se conservan los retablos y, en los arcos, las pinturas de santos y santas franciscanos, y "niños morenos desnudos", como los llama Webster, que deben de ser ángeles, sobre fondo azul marino38. En cuanto a la forma de proceder, el dorador indígena realizaría primero los arcos, pasando a continuación al dorado de los retablos. Según Alfredo Costales, el hecho de que Antonio Gualoto, a pesar de no saber leer ni escribir, fuera tratado de "don" podría explicarse por su pertenencia a las elites indígenas39.
Fuente: Antonio Gualoto (dorador y pintor). 1654. Quito, Ecuador. Fotografía de Ángel Justo Estebaranz.
Respecto a la Audiencia de Santafé, los documentos de archivo revelan que no hubo restricciones para que los pintores aprendieran a dorar y se dedicaran a la vez a otros oficios, encontrándose también casos en los que los escultores doraban y policromaban sus propias obras. Más aún, existen casos de individuos dedicados a la pintura, la escultura, la policromía y el dorado, situación que fue prohibida por las ordenanzas de otros lugares como Nueva España, en donde los doradores no podían ser contratados para realizar pintura de imágenes de pincel o de bulto, así como los talladores y ensambladores no podían dorar sus obras de madera40. Si lo habitual es encontrar la mención al oficio de pintor y dorador, hubo casos en los que un mismo artesano desempeñó actividades alejadas, a primera vista, de estas denominaciones. Tal es el ejemplo de Juan Sánchez Tamayo, maestro dorador y espadero residente criollo de Quito, quien en 1636 firmó un contrato de aprendizaje para enseñar el oficio durante tres años a Diego Ortiz Sedeño, de 16 años41.
Según Webster, Pascual Gualoto, hijo de Francisco Gualoto, fue maestro platero y dorador, y trabajó con mucha frecuencia entre fines del siglo XVII y comienzos del siguiente para la iglesia parroquial de Santa Prisca42. En el siglo XVIII, aparecen incluso artífices como el maestro Pedro de Loza, quien en 1775 fue identificado como dorador y encarnador, mientras que en 1782 lo hace como dorador-escultor43. Desde finales del siglo XVI se encuentran documentos en los que una sola persona se dedicaba a varios oficios, como Juan de Rojas, quien se encargó del dorado de la capilla de los Mancipe en Tunja. Antonio Ruiz Mancipe anotó en su testamento las cantidades adeudadas por la obra en la iglesia mayor de Tunja, gracias a lo cual se sabe la identidad del dorador y los precios del trabajo. Allí Mancipe apuntó "que pague a Juan de Rojas, pintor de dorar y pintar los artesones y dorar las rejas de hierro y hacer el letrero de la capilla, ciento ochenta y cuatro pesos de oro de veinte quilates"; y además dejó constancia del precio de los materiales que fueron 13 000 panes de oro y colores que se gastaron en dorar y pintar la capilla, lo que tuvo un precio de 500 pesos de oro de 20 quilates44.
En otros documentos notariales tunjanos, Rojas fue reconocido como pintor y "escultor de imaginería"45, al igual que Sebastián Ponte, quien en su testamento se declaró escultor y policromador, debiendo en 1633 una lanza dorada para unos indios de Tunja, siendo este uno de los tantos encargos que le hacían indígenas de otros pueblos. Ponte fue hijo de Juan Recuero, quien en 1593 se asoció con el también pintor Mateo Maldonado para trabajar juntos por dos años en pintura mural, de caballete y de bulto, especificando que para esta última labor harían dorado y encarnaciones. La documentación indica que Recuero formó a sus hijos en estas artes pues en el testamento de su hijo Sebastián, le heredó los colores, el oro y las herramientas propias de su oficio a su hermano Juan Martínez de Ponte46. Pero también se dio en esta Audiencia un caso como el de Juan Sánchez Tamayo en Quito, pues Lorenzo de Aponte fue, además de dorador, espadero, platero y pavonador47.
Un aspecto importante que evidencia la colaboración entre maestros de distintos oficios es el respaldo que Juan de Rojas dio al ensamblador Juan de Moya, al ser su fiador en un contrato para un retablo de la Inmaculada Concepción en el convento dedicado a esta advocación en Tunja48. En otras regiones de la Audiencia de Santafé se encontraron artistas encargados tanto de la pintura como del dorado del marco. En 1606, en Vélez, Simón de Lora concertó un cuadro al óleo de la Santísima Trinidad, Nuestra Señora y los doce apóstoles, recibiendo para su elaboración 8 libros de oro, el lienzo y el marco con frontispicio, y como pago 240 pesos de oro de 13 quilates corrientes, fundido y marcado, pagado de la siguiente forma: 100 pesos en oro corriente y el resto en "géneros de la tierra" compuestos por alpargates, lienzo, conservas y azúcar49.
Otra de las ocupaciones de los doradores fue la tasación de pinturas con marcos dorados y otros objetos cubiertos con hojilla de oro en inventarios, testamentos, ventas de almoneda o en el avalúo de daños tras algún desastre natural o accidente. Uno de los pintores más renombrados en Santafé, Agustín García Zorro de Usechi, fue contratado en 1709 como "maestro del arte de pintura, escultura y dorado" para determinar el precio de las pinturas y de las molduras doradas -también denominadas guarniciones en el documento- que fueron propiedad de Francisco Usechi50. Igualmente, Manuel Pérez del Barco aparece identificado en 1713 como "maestro dorador y pintor y avaluador" en un documento notarial sobre el avalúo de bienes del contador José Ramírez. Pérez fue contratado por los albaceas del difunto para tasar el precio de pinturas y sus marcos, así como también de imágenes de bulto51. Aunque ambos manuscritos pertenecen al siglo XVIII, se trata de dos artistas que estuvieron activos en Santafé a finales del XVII, periodo en que se sitúa este artículo.
Se dio el caso de batihojas que también se dedicaron al dorado, como lo constata un contrato de dorado para el retablo de la capilla de la Hermandad del Clero de la parroquia mayor de Tunja, el cual fue otorgado a Salvador Calderón, maestro en ambos oficios, quien en 1654 obtuvo 1250 patacones52. Dentro de su investigación sobre platería, Marta Fajardo de Rueda ha aportado los nombres de algunos doradores activos en Santafé y Tunja, registrados en documentos notariales por sus obligaciones como doradores de retablos. Entre ellos incluye a Tomás de Acero -retablo mayor de la catedral de Santafé en 1708-; Salvador Calderón -retablo de las ánimas de Tunja en 1661-; Diego de Rojas -retablo de la capilla de la Virgen del Rosario en la iglesia de Santo Domingo en Tunja- (ver figura 3); Jacinto de Rojas -retablos de la ermita de Egipto de Bogotá en 1626-; y Juan de Virbiescas -dorador del retablo del convento del Santo Eccehomo de Boyacá entre 1652 y 1660-53.
Sobre el encargo del dorado y estofado a Diego de Rojas para los dominicos de Tunja se sabe, gracias al libro de gasto y recibo de 1682, que Martín de Aguirre pagó a su costa 24 pesos como limosna para el dorado del trono de madera de la Virgen. Ese mismo año se le pagaron 10 pesos a Rojas "que a todo costo doró el cielo del nicho de Nuestra Señora" en el camarín, además de 4 reales que se le dieron para su sustento. El mismo artífice se encargó de dorar el retablo en 1689 por 1000 pesos. Para ello, contribuyeron con sus donaciones el padre Buenavet Marroquín -8 patacones-, nuevamente don Martín Aguirre -100 patacones- y Francisco Landínez -70 patacones-54.
¿Qué tipo de objetos podían ser dorados?
En la documentación localizada se destaca por su alto número, la contratación del dorado de retablos. En este sentido, observamos que incluso para el caso de Pasto -ciudad bastante alejada de Quito- se aprovechó el desplazamiento desde la capital de Pedro Gallardo, un artesano bien acreditado como lo demuestra el abundante trabajo que tuvo durante la década de 1660 en la Real Audiencia, para que este dorase otras piezas de mobiliario litúrgico. Así, para el convento de Nuestra Señora de las Mercedes ubicada en Pasto, doró la capilla mayor del altar, pero también los pilares, arcos y dos púlpitos. Junto con estas piezas, los artesonados. De los arcos, pilares y púlpitos también se ocuparía de dorar su hijo, Francisco Gallardo, para el convento de Santo Domingo. Concretamente, en 1679 doraría cuatro arcos con cuatro pilares y también arreglaría dos púlpitos55. Esta tarea le reportó la cifra de pago más alta encontrada en Quito en el siglo XVII: 4500 pesos, más la comida para él y sus oficiales, y tres queros cada mes para estos. Junto con Francisco Gallardo aparecían Juan Chavar y Juan Sánchez, maestro batihojas. Asimismo, en 1687 Francisco Gallardo doraría los arcos de la capilla de la Virgen del Rosario de los españoles en el convento quiteño de Santo Domingo, y también la cripta, cobrando por ello 1500 pesos y desarrollándose el trabajo durante un año56.
Estos encargos a un mismo maestro del dorado de distintas piezas de mobiliario y de escultura, también se dieron en el siglo XVII en la Audiencia de Santafé, como se vio en la obra de Juan de Rojas para la capilla tunjana de los Mancipe. Uno de los trabajos más sobresalientes fue el realizado en 1633 entre los franciscanos y el español Lorenzo Hernández de la Cámara -alférez y mercader-, quien tenía la tarea de dorar, estofar y dar matices a seis medias tallas, a los follajes de cuatro pedestales y a seis tableros del retablo mayor de la iglesia de San Francisco de Santafé, a medida que el escultor -cuyo nombre no se registró- le iba suministrando las tallas terminadas. Según se dice en el contrato, entre ellos dos existía un concierto en donde se especificaba lo requerido en la policromía. El pago sería de 600 reales de a ocho (600 pesos de plata) de los que recibió inicialmente 352 patacones, dando como garantía sus bienes muebles y raíces, derechos y acciones y su propia persona en caso de no cumplir con sus obligaciones57. Lamentablemente, no se sabe con exactitud cuáles fueron los tableros dorados por Hernández en la Iglesia de San Francisco, que destaca precisamente por la profusión del dorado en el presbiterio (ver figura 4).
Las techumbres también serían objeto del trabajo del dorador Francisco Gallardo, en este caso aplicado en la vivienda del gobernador Antonio López de Galarza, quien en 1673 le encargó que dorara el cielo y las vigas de la cuadra de visita y la entrada de las casas de morada "y encarnar los serafines de ella y pintar dicha cuadra con azul y otros colores"58. La suma que recibiría el artífice -responsable de costear el oro y los oficiales- sería de 450 pesos. Junto con los retablos, otras piezas de mobiliario litúrgico, como las sillerías de coro, también fueron doradas. En 1627 los franciscanos de Quito contrataron al dorador Marcos Velázquez, residente en la ciudad, para que dorara y policromara "en perfecçion el asiento del coro" del convento de San Francisco, hasta la reja de arriba, con los santos que estaban en ella, poniendo los colores -carmín, bol, azul y bermellón- en conformidad con el juicio del padre fray Joan de Bohórquez59 (ver figura 5). Velázquez cobraría por este trabajo 500 patacones, y además los franciscanos debían suministrarle la comida a él y a dos maestros indígenas -"un corte de paño de la tierra para vestido y un carnero cada semana y de comer al dorador y officiales"-. La etnia de Velázquez no se especifica.
Fuente: Marcos Velázquez (dorador y autor de la policromía). 1627. Quito, Ecuador. Fotografía de Ángel Justo Estebaranz.
El autor de los muebles y esculturas del coro podría ser Antonio de la Torre, pues según Webster aparece como fiador en este contrato, y luego trabajó para San Francisco, pero hasta el momento solo se puede especular al respecto. Por otro lado, sobre los trabajos de las sillerías de coro y los muebles litúrgicos de gran tamaño como el tenebrario se cuenta con nuevos datos. Por ejemplo, en las cuentas de pago de la catedral de Santafé efectuadas entre 1600 y 1601, en donde el mayordomo de fábrica Cervantes registró el nombre de Diego de Salas60 como artífice de los matices al óleo y del dorado del tenebrario, se encontraron trabajos que costaron 35 pesos de oro corriente, es decir de 13 quilates61. Esta cantidad, que puede resultar muy discreta en comparación con las anteriores, se refiere a una pieza de mobiliario litúrgico, y no es un caso único en el ámbito que estudiamos. De hecho, en 1683 se pagaba 44 pesos a "Bartolo el dorador" por el dorado del "sagrario y otras cosas" de la iglesia de Guápulo62. Asimismo, el dorado de los marcos era otra actividad de importancia para estos artesanos. Como se demuestra en la monografía de Ángel Justo Estebaranz, el dorado de las piezas era una razón evidente para el encarecimiento de estas con respecto a otras sin dorado63. De ahí que en una parte importante de las tasaciones, cartas de dote, inventarios y testamentos quiteños y santafereños se hiciera alusión expresa a la existencia del marco dorado, y en cambio se obviara el autor y hasta el asunto de la pintura. Pero la mención al marco y la omisión del tema de la pintura no fue un fenómeno exclusivo de los territorios objeto de nuestro estudio, pues para la misma época, el investigador Francisco Herrera detectó una tendencia similar en inventarios de bienes sevillanos64.
Uno de los documentos que da cuenta de la participación de los doradores en las labores de aplicación de laminilla tanto en la retablística como en los marcos es el contrato entre Melchor de Rojas y Fernando Rodríguez de Castro. Rojas se comprometió a dorar el altar de santa María Egipciaca, el tabernáculo y los marcos de las pinturas para el convento concepcionista de Tunja, donado por este civil que tenía gran devoción a la santa65. La pintura de caballete neogranadina también tuvo aplicaciones de laminillas de oro y de oro en polvo en ciertos elementos como las aureolas, rayos, vestimentas, escudos o letras como se observa en el Museo Colonial de Bogotá, siendo frecuente en esta colección la presencia de estos detalles en imágenes pintadas de la Virgen66 (ver figura 6).
Fuente: Gaspar de Figueroa (pintor y dorador). Siglo XVII. Museo Colonial de Bogotá (Bogotá, Colombia). Fotografía de Oscar Monsalve.
Son raros los documentos en los que se especificó el dorado dentro de la pintura. Entre ellos, tenemos un manuscrito, fechado en 1664, que registró la obligación de Baltasar de Figueroa de pintar 28 cuadros de la vida de san Agustín, a 26 patacones la unidad, en un contrato con la Orden de San Agustín, representada por el padre fray Gregorio de Poveda; pinturas que se ubicarían en el convento tunjano. El contrato precisaba que las obras debían entregarse "escalfadas", es decir, formando figuras con la hojilla de oro67. Por otra parte, según Webster, en los trabajos de los primeros pintores quiteños se combinaron materiales y técnicas del dorado, pintura de oro, témpera y óleo en pinturas de caballete, paneles pintados y pinturas murales, así como en muebles, elementos arquitectónicos y otras piezas68.
Obligaciones y responsabilidades del dorador: oficiales y materiales
En los diferentes contratos identificados se encontraron datos que clarifican las responsabilidades del dorador. Para Webster, cuando se mencionan oficiales en los contratos, estos solían ser organizados, proporcionados y pagados por el comitente -los mismos franciscanos-, cuando los maestros eran europeos o criollos, pues ningún acuerdo estipulaba que aquellos debían proveer su equipo de profesionales69. En cambio, cuando el maestro era indígena se le daba más libertad para organizar, alimentar y pagar a su grupo de oficiales indígenas. Por lo tanto, estos tuvieron mayor control sobre los oficiales a su cargo. En ciertas ocasiones, eran los comitentes quienes se responsabilizaban de proporcionar los materiales al dorador. Tal fue el caso del sagrario para el tabernáculo del altar en la capilla de la cofradía de la Limpia Concepción -fundada por los montañeses en el convento de San Francisco-, cuyo dorado se encargó en 1631 a Juan Fonte, a quien los comitentes otorgarían el pan de oro70. En cambio -según la mayoría de los documentos quiteños- el artífice asumía esta responsabilidad.
Así, para el dorado del primer retablo mayor de la iglesia de San Francisco de Quito, el maestro dorador Francisco Rodríguez se comprometía a no alzar la mano de él hasta tenerlo acabado, poniendo para ello el oro, colores, barnices, aceites y todo lo necesario a su costa, contando dos indios que le ayudarían a hacer la obra71. A cada uno de estos les pagaría 8 pesos. Si quisieran más -se entiende que los comitentes de la obra-, lo debería pagar y suplir el convento seráfico. Asimismo, los solicitantes le debían buscar los colores y demás materiales necesarios y el oro que fuera menester. Por la obra en la que se concertaba, Rodríguez cobraría la enorme cifra de 2000 pesos, asumiendo el maestro el pago de materiales y el trabajo de sus oficiales. Según Webster, el antiguo retablo mayor de San Francisco fue de tres cuerpos, tal como los tiene el actual72.
Por otro lado, cuando Gualoto firmó su contrato para los dos retablos del transepto y los tres arcos de San Francisco de Quito, él mismo se hizo responsable del oro y de todos los gastos de materiales y oficiales. Por su parte, los franciscanos le darían de comer a mediodía solo al maestro, mientras que el convento se obligó a entregar los andamios de maderaje para dorar y pintar los retablos y arcos73. Por lo tanto, Gualoto pagaría y daría la comida a los oficiales. Tal como había sucedido medio siglo antes, el convento seráfico pagaba una importante suma de dinero, pero era el maestro quien tendría que pagar materiales y oficiales. Por ejemplo, en el trabajo realizado por Francisco Gallardo en la morada del gobernador Antonio López de Galarza, el artesano fue el encargado de poner el oro y los oficiales74. Cuando en 1696 el propio Gallardo se comprometió con el arcediano de la catedral de Quito, doctor Antonio Bernardo Aldarma, a dorar el retablo de Nuestra Señora de los Dolores -sito detrás del altar mayor-, el artífice quedó encargado de suministrar el oro -"bueno y grueso"-, el trabajo de los oficiales y la comida de estos, recibiendo para ello 1250 pesos75.
De otro lado, Juan Fonte Ferreira firmó en 1638 un contrato para dorar el retablo mayor de la iglesia de la Concepción, teniendo que poner el oro, los materiales y colores a su costo, y pagando por su cuenta a los oficiales, pinturas y todo cuanto fuera necesario76. Por esta tarea cobraría 1900 pesos. Curiosamente en la realización de este retablo -16 varas de alto por 11 varas de ancho-, encargado a Pedro Marín y a Juan Marín en 1637, y por el que cobrarían 7000 patacones, fueron las monjas quienes tendrían que poner los materiales de madera y labrazón, entregándolo en la iglesia del pueblo del Quinche, en donde se habría de labrar. El convento asumiría los gastos de su traslado77. Por lo tanto, la forma de proceder fue distinta en la realización del retablo -se les proporcionaban los materiales- y en su dorado -se encargaba el dorador del aprovisionamiento-. En el segundo caso, más numeroso que el primero, se encontró también a Francisco Fonte de Medina trabajando en 1662 para la iglesia de Tumbaco. El maestro pondría por su cuenta el oro, el bol, el yeso, los colores y los oficiales, mientras que los comitentes darían de comer a los indios y les pagarían 380 pesos78.
El tiempo de realización del dorado. El traslado al lugar de trabajo
El lapso de tiempo que llevaba la realización del dorado de un retablo dependía de las dimensiones de la máquina retablística, así como del número de oficiales empleados. En los contratos que hemos revisado, el periodo de dorado variaba entre dos y seis meses. En la documentación se mencionó explícitamente el tiempo previsto, incluyendo en ciertos casos unas cláusulas económicas ligadas al estricto cumplimiento de los plazos. Fueron varias las ocasiones en que no se dijo nada acerca del número de oficiales que, junto con el maestro que contrataba, habrían de intervenir la obra. Por el contrario este dato sí se especificó en el contrato de dorado del primer retablo mayor de la iglesia de San Francisco, en el que trabajarían el maestro y dos oficiales indígenas79. El tiempo más breve de dorado de un retablo que pudimos identificar en el Quito del siglo XVII fue de dos meses. Efectivamente en 1660 se obligó a Pedro Gallardo a dorar en ese periodo el altar de Nuestra Señora de Egipto -capilla e imagen- en la catedral, especificándose que si al término de las obras hubiera algún defecto, el maestro lo repararía a su costa80. Cuando en marzo de 1664 el mismo Pedro Gallardo firmó contrato para dorar el retablo de la capilla de San Bartolomé en el convento de San Francisco de Quito, se estableció un plazo de cuatro meses, aunque más adelante se especificó que eran seis meses81. Obviamente, el mayor tamaño de dicho retablo conllevaba un mayor tiempo de trabajo y más gastos en materiales, disparando los costos hasta casi el triple que el anterior.
Por su parte, Francisco Fonte de Medina suscribió un documento para dorar el retablo de la iglesia de Tumbaco, trabajo que le llevaría tres meses82. El contrato se firmó el 10 de noviembre de 1662, y el dorador se comprometía a finalizar los trabajos en el plazo de tres meses contando desde el día 13 de ese mes83. Habiendo cobrado ya 100 de los 380 pesos acordados, el resto se le abonaría conforme se fueran realizando y acabando las obras. Que los retrasos podían ir en perjuicio del dorador quedó claro en el contrato celebrado en julio de 1653 por Juan Pillajo para dorar un retablo de seis varas de ancho y ocho varas de alto en la capilla de la Limpia Concepción de la cofradía de Latacunga, todo a su costa, para el mes de octubre de ese año. Si no lo acababa para esa fecha, se le restarían 20 pesos de los 480 pesos de a 8 reales que sumaba el total de su trabajo84. Una cantidad más alta podría perder el pintor santafereño Baltasar de Figueroa si se demoraba en la entrega y dorado de los cuadros de la vida de San Agustín para el convento agustiniano de Tunja. Si pasaba el año pactado sin haber entregado las obras, el pintor perdería 200 pesos. La entrega de pinturas debía efectuarse la mitad a los seis meses y la otra mitad seis meses después85.
Mayor riesgo corrió Juan Fonte en 1631 al comprometerse a dorarel tabernáculo del altar de la capilla de la cofradía de la Limpia Concepción fundada por los montañeses en el convento de San Francisco de Quito86. Junto con esta obra, el maestro doraría el sagrario que se alojaría en el tabernáculo, aún por hacerse. El precio sería de 300 patacones de a 8 reales, haciéndose cargo Fonte de los gastos de dorado del retablo87. Para la finalización de los trabajos, el artífice dispondría de tres meses y medio, pues la obra debería terminarse para fines de noviembre del año del contrato. Pasado ese tiempo, de no haber concluido el dorado, el pintor sería llevado a prisión por parte de la Justicia Real hasta que finalizara la obra. Este dato es relevante, pues es el único entre todos los contratos de dorado en el que se explicita una amenaza de cárcel en caso de incumplimiento de plazos. En el momento de firmarse el acuerdo, Fonte ya había recibido 100 patacones. Otros 100 patacones se le otorgarían una vez terminada la obra, abonándose los 100 restantes un mes y medio después de finalizada la misma88.
Según Webster, el nuevo retablo lateral de la cofradía de la Inmaculada Concepción en la iglesia del convento de San Francisco fue realizado por el escultor Francisco de la Torre, siendo encargado por el prioste mayor don Francisco de Arellano y sus mayordomos el 27 de abril de 162989. El retablo tendría tres cuerpos con diez columnas y su sagrario, y de madera buena. El maestro tenía que acabar e instalar el retablo en cuatro meses, y para ello recibió 400 patacones. Pero pasaron más de dos años hasta que se completó el dorado del retablo. Quizás la dilación en la entrega alertó a los comitentes, y estos apremiaron al dorador con la mención a la posible prisión por el incumplimiento de plazos. De otro lado, debemos tener en cuenta que los mayordomos suplieron a Juan Fonte todos los libros de pan de oro90. Este dato también es interesante ya que indica quién proporcionaba el oro. En otras ocasiones, como hemos visto, se encargaba al artífice de la búsqueda de materiales, incluido el pan de oro. Por ejemplo, en 1678 Francisco Gallardo firmó un concierto con el convento de Santo Domingo para dorar el retablo que estaba enfrente del de Santa Gertrudis "con todos los remates del dicho tabernáculo y los marcos y aros y techumbres" por un montante de 560 pesos91.
Según Costales, Gallardo tenía que dorar también el retablo de la capilla mayor, y sus fiadores fueron el maestro batihojas Antonio Valencia y el maestro platero en oro Miguel Ximénez, quien se comprometió a dar todo el oro que se necesitara para la obra por la suma de 240 patacones. En este caso contamos con un dato apreciable, y es el costo del oro empleado para una obra de un precio medio, que en este caso pasaba de un tercio del total que cobraría Francisco Gallardo92. El investigador Costales Samaniego se ha referido al dorado de los arcos de la capilla de la Virgen del Rosario de los españoles en el convento quiteño de Santo Domingo y también al de la cripta, según contrato firmado en 1687 por Francisco Gallardo y cuyo trabajo se desarrollaría durante un año93. Este es el periodo más largo aparecido en los documentos quiteños del siglo XVII. En Santafé, las labores de dorado más prolongadas alcanzaron un año y dos meses, según se especificó en el contrato que por concurso había ganado el dorador Agustín García del Zorro y Usechi para dorar el tabernáculo de la catedral santafereña. El artífice se obligaba a cumplir la obra en 1708 a través de un concierto con el deán y el cabildo de la ciudad, contemplando un tiempo máximo de ejecución de un año y dos meses94.
Las tareas de dorado obligaban al maestro y sus colaboradores a trasladarse al lugar de realización de la obra. En el caso de los doradores quiteños, hemos descubierto contratos de dorado en localidades cercanas -Tumbaco- o distantes varias jornadas -Latacunga-, pero también en zonas remotas de la Real Audiencia, como Pasto. Precisamente a esta ciudad se trasladó desde Quito, Pedro Gallardo en 1668 para dorar en la capilla mayor del altar del convento de Nuestra Señora de las Mercedes, pilares, arcos y dos púlpitos de la Merced95. En el contrato de este dorado se hizo explícita la responsabilidad del maestro en caso de no acabarse la obra por cualquier accidente. El documento indicaba que, si reconociéndose por persona del arte que en lo que estaba ya realizado no se había podido gastar la cantidad convenida, Gallardo y su mujer deberían restituir lo que faltara, poniendo como hipoteca para ello las casas de su morada96. Cuando Francisco Gallardo se comprometió con el obispo Alfonso de la Peña Montenegro a dorar en 1673 el retablo del altar mayor y el sagrario de la iglesia de las carmelitas descalzas de Latacunga por la alta suma de 1425 pesos, este previó un periodo de ejecución de cuatro meses97.
El investigador Alfredo Costales suponía que la celeridad con que el artífice se comprometió a cumplir con el encargo se debía a que contaba con un selecto grupo de oficiales. Sin embargo, como se ha podido comprobar en otros contratos firmados en el siglo -algunos relativos a obras de gran envergadura como los retablos laterales y arcos de la iglesia San Francisco de Quito- cuatro meses era el tiempo de trabajo habitual para el dorado de una máquina retablística. En esa medida si por algo destaca el contrato mencionado es por la altísima cantidad de dinero invertida en la obra por el obispo, patrón y fundador del convento de Latacunga.
Por otro lado, estos manuscritos también demuestran -como lo habían señalado Paniagua y Garzón- que la movilidad fue una característica de los artesanos quiteños y cuencanos de distintos oficios, quienes durante los siglos XVI y XVII buscaron contratos fuera de su ciudad de origen. El traslado y la manutención eran pagados generalmente por quien encargaba la obra, pero no se ha hallado información concreta sobre el lugar de hospedaje de los maestros y oficiales durante la ejecución del trabajo. No obstante, sí se encontraron referencias sobre su alimentación, basada principalmente en carne de novillo, maíz, papas y chicha. En cuanto a la forma de pago, se identificaron varias modalidades. Inicialmente en el siglo XVII hubo una tendencia a pagar por adelantado, pero entrado el siglo XVIII se prefirió el pago de salarios por días trabajados debido a la informalidad que se presentaba en la entrega de las obras98.
Conclusiones
El siglo XVII fue un momento propicio para el desempeño de los doradores en las Audiencias de Quito y Santafé. Durante esta centuria fueron numerosos los maestros doradores que trabajaron para iglesias y conventos, tanto de las capitales como de otras poblaciones dependientes de ellas, en un momento en que la grandes iglesias se estaban terminando y necesitan ornamentarse -caso de los conventos franciscanos y dominicos quiteños-. Junto con los miembros de la Iglesia católica, los doradores también tuvieron clientes de las elites, quienes contrataban a estos artífices para decorar sus lujosas residencias, y que podían llegar a desembolsar sumas considerables en el dorado de muebles, marcos de pinturas y otros enseres. El precio más alto que hemos encontrado relativo al dorado de un retablo en ambas Audiencias durante el siglo XVII y comienzos del siguiente asciende a 6200 patacones por el dorado del tabernáculo de la catedral de Santafé, de los cuales el dorador -Agustín García Zorro y Usechi- deduciría los materiales y el pago a sus ayudantes99.
Entre los datos destacables, se observó que García Zorro debía presentar todo un libro de hojilla de oro para así demostrar "igualdad" en toda la obra, siendo el maestro batihoja Melchor de los Reyes, quien recibiría 1000 patacones. El alto precio pagado respondía no solo al tamaño del retablo, sino también al lapso de tiempo máximo previsto para la finalización de las obras -un año y dos meses-, plazo que superaba con creces el tiempo medio dedicado al dorado de retablos en estos territorios y época -de dos y cuatro meses-. En cambio, para Quito, el dorado más costoso fueron los 4500 pesos que cobró Francisco Gallardo en 1679 por dorar cuatro arcos con cuatro pilares y el arreglo de dos púlpitos del convento de Santo Domingo. La labor de un dorador era bien remunerada si comparamos su salario -aun descontando el precio del oro- con el real de plata diario que ganaba un indio agricultor en 1622, monto establecido por el visitador Juan de Villabona100, o con el salario de un oidor, que ganaba 4 pesos de 20 quilates por hacer visitas a pueblos en el año 1599101.
La crisis de explotación del oro que comenzó hacia 1570 y que causó una situación económica crítica entre 1610 y 1630102 pudo influir para que las principales obras de retablística dorada de iglesias y conventos santafereños fueran contratadas después de esta época. En cuanto a las etnias de los artífices, tras analizar los casos de Santafé y Quito, se comprobó que hubo doradores procedentes de la península ibérica, junto con otros criollos e indígenas, ayudados por oficiales indígenas. Para el caso de Santafé, los documentos no detallaron el origen del dorador, pero al no incluir la denominación "indio" en los manuscritos notariales -como sí se aclara en conciertos y contratos de otros oficios- se podría pensar en una composición mayoritariamente criolla y mestiza, sin excluir la presencia indígena, pues sí se ha constatado la existencia de indios pintores y plateros que, como se ha visto, eran artes muy cercanas a la del dorado. En Quito, la actividad de doradores como Antonio Gualoto o Juan Pillajo evidenció la presencia indígena en dicho arte. Estos artesanos desempeñaron su labor, en no pocas ocasiones, junto con otras tareas artísticas, llegando a ser nombrados como pintores -en un mayor porcentaje-, o como espaderos, plateros y pavonadores. Incluso existieron batihojas que también acometieron tareas de dorado.