Introducción
La producción de subjetividades generizadas, de ideales modélicos de género estructurados en torno a mandatos, imperativos y roles que se imprimen en los cuerpos constituye uno de los principales objetos de análisis y reflexión que desde el feminismo y los estudios de género se han desarrollado. Más de medio siglo ha pasado ya desde que Simone de Beauvoir formuló una de sus premisas más prolíficas, puntapié inicial de los estudios feministas: "No se nace mujer, llega una a serlo". Fundamento teórico y epistemológico para los feminismos, la noción de género contribuyó a desentramar el binarismo sexual y a desmontar las jerarquías y asimetrías que se construyen en torno a él1. En una propuesta más reciente, Judith Butler ha reelaborado aquel argumento desde una perspectiva postestructuralista, al afirmar que "el género es el medio discursivo/cultural a través del cual la 'naturaleza sexuada' o un 'sexo natural' se forma y establece como 'prediscur-sivo', anterior a la cultura"2. El género constituye así una categoría analítica central para abordar los múltiples mecanismos mediante los que son significados y producidos los cuerpos sexuados.
La producción del género, la reificación del binarismo sexual como elemento naturalmente dado, -suerte de esencia inscripta en los códigos de la naturaleza- y la consolidación de estereotipos que se producen en función de dicha dicotomía -que, siguiendo a Butler están atravesados por las nociones de complementariedad entre los sexos y hacen, de la heterosexualidad, una norma- es un proceso histórico y político, en el que se sedimentan significados y sentidos emergentes en diferentes contextos espaciales y temporales3. La problematización de los procesos mediante los que se construye género implica abordar el modo en que la medicina, la biología, o el discurso jurídico, entre otros, han operado activamente como engranajes de los dispositivos a través de los que se estableció y reforzó un ideal modélico femenino. En este trabajo avanzamos en este aspecto, al analizar el modo en que el discurso judicial, por un lado, y una institución de castigo femenino (la Cárcel del Buen Pastor) por el otro, operaron en la consolidación de un ideal modélico femenino al establecer conductas, roles, y atributos como notas distintivas de la identidad femenina, en la ciudad de Córdoba (Argentina) hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Este análisis parte de una concepción de la penalidad en sentido amplio, es decir, del complejo penal en su totalidad. Con base en David Garland4 esta concepción de penalidad atiende a las sanciones, las instituciones, los discursos y las representaciones que se ponen en juego. Centrarnos en la penalidad en su conjunto permite trazar conexiones y establecer relaciones entre los diversos dispositivos que la componen al mirar a través del lente de género. Es por ello que el abordaje propuesto analiza la interconexión entre justicia y castigo en el proceso de construcción de subjetividades generizadas. Un estudio pormenorizado de estas temáticas, de manera individualizada, ha sido abordado en diversas investigaciones5, sin embargo, en este caso se propone un tratamiento en conjunto y en línea de continuidad, ya que el trabajo de fuentes permitió cruzar datos entre los expedientes judiciales y los registros de la cárcel, de mujeres que fueron encerradas en el Buen Pastor y sobre las que se puso en práctica la estrategia correctiva diseñada por la institución de castigo. En ese sentido, este trabajo pretende dar cuenta de una de las tantas configuraciones locales que adquirió en Argentina el entramado de penalidad y género.
Las fuentes consultadas para este trabajo fueron los expedientes del crimen y reglamentos y disposiciones de carácter legal en materia delictiva y los de la Cárcel del Buen Pastor. Asimismo, se consultaron los libros de ingreso y salida de la cárcel y comunicaciones internas entre las administradoras y las autoridades provinciales. Este conjunto de fuentes se cruzaron para acceder a las causas de las mujeres condenadas por delitos de adulterio e infanticidio que fueron recluidas en la cárcel. El abordaje de las fuentes se hizo a partir de una mirada crítica, al reconocer que se trata, en su mayoría, de fuentes oficiales y que en los casos en que se aprecia la voz de los sujetos, se encuentra mediatizada por operadores jurídicos. De igual manera, respecto a la normativa que ordena el funcionamiento dentro de la institución, somos conscientes de la distancia que medió entre la normativa y la materialidad. Sin embargo, reconocemos aquí el carácter productivo de esas enunciaciones y normativas en el orden del género, a pesar de estas salvedades.
Sostenemos aquí que el discurso judicial se imbrica de manera complementaria con un modelo de castigo diseñado específicamente para mujeres, y que se concretó en la Casa de Corrección de Mujeres y en la Cárcel del Buen Pastor. Ambos operaron como dispositivos fundamentales en la producción de un ideal de mujer atravesado por la noción de madre/ esposa. De esta manera, el discurso judicial intervino en la reproducción y consolidación de los mandatos de género -cristalizados en figuras penales-, mientras que la Cárcel del Buen Pastor, institución a la que eran enviadas las mujeres acusadas, procesadas y condenadas por infringir ese orden normativo, operaba a partir de un reforzamiento de esos mandatos, con la finalidad de disciplinamiento y normalización por medio de estrategias que involucraban, centralmente, el aprendizaje de labores domésticas.
Para la realización de este trabajo resultaron fundamentales los aportes que desde la teoría feminista se han formulado en relación con el discurso jurídico. En ese sentido, los planteamientos aquí sostenidos son tributarios de los postulados de Carol Smart, quien afirma que el derecho constituye un mecanismo de "producción de identidades de género fijas"6 que a la vez que reproduce identidades generizadas, las consolida y resignifica. Desde esta perspectiva, el derecho es una estrategia creadora de género que "constituye una parte del proceso de la continua reproducción de la difícil diferenciación de género"7. A su vez, retomamos la propuesta de "pluralismo analítico" de David Garland8, que promueve una concepción de la penalidad como conjunto de prácticas sociales estructuradas y organizadas que proporcionan un marco regulatorio y normativo de la conducta humana, efecto de la condensación de significados y fuerzas diferentes, a la vez que es productora ella misma de efectos culturales. Retomar los aportes de Garland implica, de este modo, asumir la premisa de que "la cultura determina los contornos y los límites externos de la penalidad"9 y considerar, así, al castigo como un artefacto cultural que codifica signos y símbolos culturales, para enfatizar su carácter culturalmente construido. De esta manera, al comunicar, producir y ser producida por efectos culturales, la penalidad reproduce y construye subjetividades y por consiguiente representaciones de género.
La penalidad en Córdoba a fines del siglo XIX y principios del siglo XX
A partir de las últimas décadas del siglo XIX tuvo lugar en Argentina la construcción material e ideológica del Estado-nación. Ello significó el diseño y la articulación de instancias de control de la población y la centralización de la dominación en los Estados10. En este sentido, se puso en marcha un proceso de reorganización de las diversas instancias de control y se establecieron arquitecturas de autoridad y poder que no buscaban necesariamente eliminar formas privadas o informales de ejercer el poder, pero sí jerarquizarlas. Así, se diseñaron áreas de intervención y acción concretas, que se entendían como indispensables para garantizar la dominación del Estado, siendo una de ellas la penalidad. Atendiendo al orden de género esto se materializó en la creación de legislación e instituciones de control que legitimaron el ordenamiento de género heredado de la administración colonial, aunque con una diversificación de las instancias de aplicación.
Esa configuración de la penalidad comprendió la legislación de forma y de fondo, así como las instituciones de castigo. En la esfera local esto significó la construcción de la esfera punitiva del Estado provincial acompañada con el rediseño del Poder Judicial. Hasta la sanción de la constitución, las características más sobresalientes de este fueron la superposición de jurisdicciones y funciones. A partir de la sanción de la constitución en 1870 se estableció "una burocracia más densa y funcionalmente diferenciada"11. Con ella se buscó definir al Poder Judicial como único escenario de resolución de conflictos y de sanción del delito. Ello implicó no pocas tensiones en lo organizacional, dada la estructura y localización de la tradición jurídica colonial12, a pesar de significar la cristalización de tradiciones y configuraciones de autoridad y poder que quedaban así plasmadas en el ordenamiento legal estatal.
El Código Penal Nacional se sancionó en 1887 y a nivel provincial, ello se acompañó con un Código de Procedimiento Penal sancionado ese mismo año. Esta normativa, en consonancia con el Código Civil, configuró un ordenamiento jurídico en el que las mujeres se encontraban supeditadas a la autoridad masculina, cuando no degradadas en su condición. En este momento también se desarrolló un proyecto correccional femenino13, que procuraba modelizar y normalizar los comportamientos de las mujeres de los sectores subalternos, y operó para ello un conjunto de instituciones que iban desde la asistencia pública hasta la Cárcel del Buen Pastor, pasando por escuelas de oficios y asilos. La primera cárcel para mujeres -que data de 1862- fue producto de las gestiones de la Sociedad de Beneficencia quien mantuvo su administración hasta 1892, cuando se concedió su gestión a la Congregación de Nuestra Señora de la Caridad del Buen Pastor de Angers. Esta cesión, elemento repetido en diversas ciudades de América Latina14, otorgó a la congregación el manejo de la institución de castigo así como márgenes de operatividad tanto en la definición de la rutina institucional como en aspectos de corte material15. De este modo, para fines del siglo XIX se habían configurado las características que marcaron la penalidad femenina en Córdoba.
Es por ello que se configuró un espacio de normas, regulaciones, discursos y prácticas que, sin dejar de tributar al orden colonial, centralizaron el control de ese corpus legal, a la vez que lo profesionalizaron. Retomando los postulados del pluralismo analítico es importante atender a la manera en que los marcos culturales configuran e inciden en las definiciones de la penalidad, en general, y de los marcos legales y del castigo, en particular. El orden de género es un factor de incidencia importante, no solo para recuperar los postulados sobre los cuales tributa esa penalidad, sino también para analizar la manera en que lo consolida. En este sentido, nos centramos en las regulaciones sobre adulterio e infanticidio ya que, de acuerdo con los expedientes analizados, propician tratamientos jurídicos que atan la identidad femenina al matrimonio y a la fidelidad de la esposa y a la maternidad como destino y espacio de realización de las mujeres. Estos delitos reifican las características más importantes del ideal de domesticidad sobre el que se asienta el orden de género. Asimismo, se trata de figuras delictivas que, tal como señala Sol Calandria16 y como también se desprende de los expedientes, cuentan con la participación de un conjunto de personas que quedan, generalmente, al margen del proceso penal y de su deriva en encarcelamiento, reforzando la idea de una penalidad desigual.
El Infanticidio en el discurso judicial de la Córdoba de entresiglos
El delito de infanticidio fue establecido por el Código Penal Argentino de 1887, el cual estipulaba que:
La madre que por ocultar su deshonra cometiere infanticidio en la persona de su hijo, al momento del nacimiento o hasta tres días después y los abuelos maternos que, para ocultar la deshonra de la madre cometiesen el mismo delito, serán castigados con la pena de penitenciaria de tres a seis años.17
Las modificaciones introducidas posteriormente al Código Penal ampliaron el radio de extensión del atenuante a los padres, hermanos, marido e hijos que -para ocultar la deshonra de su hija, hermana, esposa o madre- cometieran o fueran cómplices del mismo delito18. En la lectura de los expedientes judiciales iniciados por infanticidio situamos dos dimensiones de análisis: en primer lugar, vemos que se ponen en juego por parte de los operadores judiciales una serie de discursos que refuerzan el ideal maternal como elemento en el que se anclaba la identidad femenina; en segundo lugar, encontramos la persistencia de los patrones culturales de organización de las sociedades tardocoloniales, en los que el honor familiar, fundamentalmente asentado en la pureza sexual de las mujeres de la familia, representa un bien a tutelar y preservar.
Siguiendo a Marcela Nari, consideramos que el proceso de maternalización de las mujeres constituyó una de las respuestas estatales tendientes a resolver la necesidad de "poblar la Nación"19. En este propósito se conjugaron varios discursos hegemónicos, médico-legales, que maternalizaban la identidad femenina y que la establecían como el "corolario del cuerpo femenino"20 a la vez que biologizaban las tareas de crianza y cuidado. En este marco conceptual, el infanticidio representaba el quebrantamiento del ideal maternal que constituía el "estereotipo de mujer por antonomasia"21. Caracterizado por los discursos de época como "el delito femenino más atroz"22, esta modalidad de filicidio contradecía el fundamento de la maternidad "como conducta instintiva y natural"23 de las mujeres.
En ese sentido, la comisión del delito de infanticidio hacía merecedoras a las autoras -mujeres jóvenes, generalmente empleadas en servicio doméstico o sin oficio determinado, y solteras24- de los calificativos más duros por parte del discurso judicial, en afirmaciones donde se reprochaba fundamentalmente la clara transgresión al ideal maternal que conllevaba dicho accionar. Así, desde los tribunales, los jueces afirmaban que:
Es tarea penosa para un magistrado cuando tiene que entender en causas como estas en que decae el ánimo y se constriñe el espíritu al saber que hay fieras humanas capaces de dar muerte al hijo de sus entrañas por el simple temor de ser castigadas.25
La Córdoba de entresiglos no fue ajena al proceso de maternalización de las mujeres, en un contexto signado por la emergencia de un entramado complejo de saberes e instituciones orientados a imponer el ideal maternal y "a convencer" a las mujeres que "sólo con hijos alcanzarían la feminidad verdadera, sólo así estarían completas y felices"26. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la producción de los códigos penales mantuvo de fondo elementos residuales, vestigios del ordenamiento jurídico colonial, que en materia de relaciones familiares continuaban siendo operativos. Conforme a dicho marco legal, el honor aparecía como un atributo específicamente masculino, derivado de la pureza sexual de las mujeres de la familia27. La legislación del infanticidio en Argentina hizo eco de tales preceptos y, a la vez que cristalizó el imperativo maternal constitutivo de la feminidad, estableció la necesidad de resguardar y preservar el honor familiar como atenuante de la pena en casos de infanticidios. De esta manera, pese a la ruptura con el ideal materno que conllevaba la acción infanticida, los jueces y operadores judiciales exhibieron algunos niveles de indulgencia frente a aquellas mujeres que lo hacían motivadas por la necesidad de resguardar el honor, y destacaban que: "Las madres que dan a luz a un hijo ilegítimo (...) se ven asediadas por la idea de dar muerte a sus hijos"28.
La maternalización de las mujeres implicó la articulación de una serie de prácticas y discursos que intentaron influir sobre las formas de pensar y vivir la maternidad por parte de las mujeres, al constituirla en un componente imprescindible de la identidad femenina, que se construyó en una "órbita donde maternidad y honra estuvieron constantemente en tensión, contradicción y, por sobre todo, estrecha relación"29. De este modo, bajo el atenuante de la pena, contemplado en el infanticido, subyacía la lógica de la protección del honor que permaneció incólume como un elemento para calificar este crimen en la legislación argentina y, sobre todo, si se vinculaba al "caso de nacimiento de un hijo ilegítimo, quien ponía automáticamente en peligro la reputación, el futuro y el trabajo de la mujer que cometía el delito"30. Los defensores estatales subrayaban este elemento cuando desarrollaban el proceso:
¿Por qué dio muerte Ramona Funes a sus hijos? ¿Fue o no para ocultar su deshonra? Yo digo que es esta causal poderosísima la que ha pesado como un plomo en el corazón de esa madre (...) sin embargo, ella confiesa que fue por temor a que la castigaran sus patrones. Pero esto es falso. Cualquier hombre observador en el trato con esta clase de gente comprende hasta donde llegan los estragos de la ignorancia (...) tienen el sentimiento de la vergüenza, de la delicadeza, del honor, pero les falta la noción de ello (...) La acusada es criada en una casa de moralidad y de orden que excluye la idea de disolución y libertinaje (...) Creer que Ramona Funes ha dado muerte a sus hijos por miedo a la represión de sus patrones es creer una de dos cosas: o que se trata de una imbécil irresponsable o de una prostituta. Si el dilema no es aceptable en ninguno de los dos términos, Ramona Funes no ha cometido el delito por temor a una represión, ha querido ocultar su deshonor, esconder la falta, instinto vivo en todo ser humano.31
De esta manera, y en el marco de una estrategia legal orientada a obtener la pena atenuada por el delito de infanticidio, el defensor de Ramona destacaba que la acusada no había cometido el acto por temor a sus patrones sino que, muy por el contrario y aunque la propia imputada lo ignorara, en su delito subyacía la motivación de la preservación del honor. El imperativo de resguardar el honor con el infanticidio como una forma de protección de la reputación familiar, que de lo contrario se vería afectada por el carácter ilegítimo o extramatrimonial del embarazo, asumía diferentes matices en cada caso. Así, por el ejemplo, el hecho de habitar una zona rural, "poblados pequeños con escasa población donde la mayoría de sus habitantes mantenía altos niveles de sociabilidad, se conocía entre sí y sabía de la vida de los demás"32 obligó a Casimira Ludueña a dar muerte a su hijo, "si es que este nació con vida, por ocultar a las gentes la vergüenza de su deshonra"33, mientras que en el caso de Juana Toledo, el impacto del embarazo en el honor familiar tuvo consecuencias en el vínculo con su padre, según este lo manifestó en su declaración:
Que hacía un tiempo que su hija Juana (...) había tenido sus debilidades y notándola embarazada el declarante se desentendió por completo de ella empezando (...) a mirarla como una persona completamente extraña a la familia (...) que regresado de la estancia "El Retiro" de Marcos Juárez (...) su esposa le dijo que su hija Juana había dado a luz a un hijo el que había nacido enfermo falleciendo enseguida a lo que el declarante contesto que nada le importaba porque como lo tenía tan ofendida su hija Juana no quería saber nada.34
El hecho de vivir con sus padres significó en la historia de Juana una mayor exposición a la vigilancia de sus progenitores en pos del resguardo del honor familiar. Por otro lado, el hecho de estar empleadas en el servicio doméstico repercutía en las condiciones en que estas mujeres transitaban su embarazo y en las modalidades en que se cometía el delito. Como indican algunos investigadores35, era frecuente que estas mujeres habitaran en las casas de sus patrones y convivieran con ellos, lo que las obligaba a ocultar su embarazo, aspecto que revestía especial interés para las autoridades judiciales dado que en este punto se jugaba el honor que exigía la figura penal para su configuración. La convivencia con sus patrones, "deshonor" y temor ante la posible pérdida del trabajo eran elementos que confluían en las historias de estas mujeres. Mientras algunas de las procesadas vivían en el domicilio de sus patrones, y daban a luz en esas residencias36, otras convivían junto a familiares37.
La soledad que parece caracterizar las historias de estas mujeres como elemento compartido por muchas de ellas -tanto durante el embarazo, cuando debían ocultarlo para evitar el deshonor, como en el parto- no evitó, sin embargo, que sobre las futuras acusadas se depositara la mirada vigilante de la sociedad. De este modo, patrones y vecinos "representaban algo así como una vigilancia respecto a conductas indecorosas o deshonestas sobre las que la justicia local debió actuar"38. Los datos que brindan los expedientes judiciales analizados indican que las denuncias que motivaban las actuaciones judiciales eran formuladas por vecinos -nunca familiares- lo que puede interpretarse como efecto de un mecanismo que erigía a vecinos y patrones en eslabón fundamental del control social ejercido sobre las mujeres de sectores populares o sobre aquellas que, en general, transgredían el mandato materno.
El caso de Rosario Guzmán ilustra este fenómeno. A Rosario, -jornalera, de 22 años "más o menos", oriunda de Pampayasta Sud, y de estado civil soltera- la denunciaron sus patrones que "la tenían en su casa por orden de las autoridades locales", porque "hallándose dicho individuo embarazado según su abultado vientre y resultó (...) que esta se había desocupado lo más ocultamente a distancia de media cuadra de las habitaciones donde se encontró la criatura muerta"39. Este elemento ilustra otro de los aspectos de interés para caracterizar a la población que fue procesada por infanticidio y aporta datos sobre las trayectorias de vida de las acusadas y el modo en que estas se inscribían y cristalizaban los mandatos de género de la Córdoba de fines de siglo XIX. En este sentido, recordamos que para las mujeres "vigiladas por compañeros de trabajo, patrones y vecinos, su cuerpo era un asunto público, no privado, sobre el que todos opinaban y sobre el cual todos comentaban y aún interrogaban, denunciando la mínima sospecha de crimen"40.
Un accionar distinto en función del género: adulterio y el deber de los esposos
El imperativo materno que anclaba la identidad femenina al rol de madre configuró una de las dimensiones fundamentales del discurso de la domesticidad atribuida a las mujeres en la Córdoba de entresiglos. Pero no menos relevante fue, en la producción de esa identidad, el mandato de "buena esposa". La mujer debía encontrar en el matrimonio su horizonte de realización personal. Como observa Calandria, "las categorías de sexo y diferenciación sexual se manifestaron en relaciones sociales desiguales"41 y el ordenamiento jurídico legal no permaneció ajeno a este proceso, sino que intervino activamente en él como discurso que tendía a reforzar identidades de género.
La construcción de la "buena esposa", como sujeto jurídicamente subordinado y cuyo ámbito de actuación eran los confines del hogar, constituyó un arquetipo reforzado por la legislación civil y penal argentinas. El Código Civil de Vélez Sarsfield "reprodujo las normas y valores que constituyeron el tejido del discurso hegemónico de la domesticidad con respecto a la mujer"42. Sus disposiciones convertían al marido en administrador de todos los bienes del matrimonio y de los adquiridos posteriormente por él, a título propio. Asimismo, las mujeres casadas eran objeto de una serie de limitaciones en las acciones y conductas que podían ejercer en la vida civil si no contaban con autorización del esposo. Por ejemplo, se les prohibía estar en juicio, celebrar contratos o adquirir bienes o acciones a título oneroso, contraer obligaciones, aceptar herencias o donaciones o desempeñarse laboralmente. De este modo, la normativa civil convertía a la mujer "en una incapaz relativa de hecho, imposibilitándola, por ende, para ejecutar actos de la vida civil"43.
La ley no. 2393 de matrimonio civil sancionada en 1888 por el Congreso argentino mantuvo intactas las disposiciones atinentes a derechos y obligaciones de los cónyuges, entre ellas las restricciones de la mujer para desempeñarse en la vida civil. La norma prescribía, en sintonía con el Código de Vélez, el deber de fidelidad de ambos esposos.
Art. 50. Los esposos están obligados a guardarse fidelidad, sin que la infidelidad del uno autorice al otro a proceder del mismo modo. El que faltare a esta obligación puede ser demandado por el otro por acción de divorcio, sin perjuicio de la que le acuerde el Código Penal.44
Si bien el ordenamiento civil imponía el deber de fidelidad como norma para "los esposos", la legislación penal, al tipificar el delito de adulterio -que implicaba la transgresión del deber de fidelidad- cristalizó una desigualdad de género en este sentido. Así, la normativa estableció la configuración del delito de adulterio en las mujeres cuando esta "cometa adulterio", mientras que para imputar el delito a los varones, se exigía que "tuviere manceba dentro o fuera de la casa conyugal"45. Esto permite interpretar, entonces, que el solo hecho de "cometer adulterio", sin tener "manceba"46 habría estado dentro de los márgenes de lo permitido y lo tolerable para la población masculina de fines del siglo XIX, configurándose de ese modo "una doble moral, un código para las mujeres distinto al que funcionaba para los hombres"47.
La lectura de los expedientes judiciales nos revelan en el adulterio el despliegue de los imperativos de domesticidad y de subordinación que el ordenamiento jurídico y las instituciones estatales le atribuían a las mujeres, reforzándolos como nota típica de la identidad femenina. Definido como delito doméstico por los juristas tardocoloniales, el adulterio era concebido -al igual que el infanticidio- como una afrenta hacia los cimientos que sostenían el honor familiar y, específicamente, el del marido ofendido. En un contexto en el que la acción criminal de las mujeres adúlteras afectaba la posición de los hombres de la familia, responsables y depositarios "del honor de sus mujeres"48, y en el que la pureza sexual femenina determinaba la honra masculina, el Estado a través de su legislación penal dejaba a discreción del ofendido la acción judicial, dada la correspondiente investigación de los hechos. El perdón de este último constituía en estas causas un elemento para la suspensión del proceso. De acuerdo con lo anterior, los maridos ofendidos manifestaban al tribunal que:
En atención a las promesas que me ha hecho mi referida esposa y el compromiso que acepta de no darme en adelante motivo de queja ni solicitar indemnización alguna por el arresto sufrido ni por el procedimiento observado (...) Pido que se sirva ordenar la libertad de los procesados y que se me entregue a mi esposa.49
En los casos de infanticidio, los vecinos operaron como agentes activos en las estrategias de control social ejercido sobre las mujeres de la Córdoba de entresiglos, siendo la voz de alerta ante los posibles delitos cometidos por ellas. Idéntica afirmación puede sostenerse en el adulterio, aunque ahora las denuncias no se llevaban ante una autoridad policial, sino ante la autoridad doméstica. Los vecinos dieron aviso, en algunas ocasiones, a los maridos por el posible adulterio cometido por su esposa. Así, había conoció el hecho que atentaba contra su honra el italiano Leonardo Visco, quien al formular la denuncia por adulterio manifestó que:
Mi esposa en las horas en que yo faltaba de la casa para atender a mi ocupación habitual de repartidor de licores hacía penetrar en ella a Luis Miranda y se entregaba con él a placeres amorosos con notorio escándalo, pues en la casa que habitamos viven también otras personas que son testigos de los actos delictuosos ejecutados, casi a diario por aquellos.50
La proximidad y cercanía que caracterizaban la vida en aquellas viviendas implicaba una agudización del control social ejercido por los vecinos en relación con las mujeres sospechosas, para lo cual habilitaban una observación minuciosa y un conocimiento detallado de los movimientos. De este modo, con gran precisión en los detalles sobre la rutina cotidiana de la mujer denunciada en este caso, un vecino relataba que:
Que [María y Luis] se daban citas en una casa situada en calle Fragueiro entre Sucre y veintisiete de abril (...) que cuando se veían en la pieza de aquella el asiento que los dos tenían era la cama matrimonial de María, lo que no he oído decir, sino que lo he visto (...) Que una de las tantas veces que María y Miranda hicieron eso, el deponente le dijo a María que era una inmoralidad que recibiera a Miranda delante de todas las criaturas a lo que esta le contestó "a usted no le importa".51
A partir de una lectura de la fuente podemos afirmar que, al menos en este caso, los vecinos no circunscribieron su actuación a operar como voz de alarma para advertir a la autoridad doméstica sobre el delito cometido, sino que la intervención narrada por el testigo, la formulación de juicios de valor sobre el comportamiento de la mujer sospechosa y manifestados directamente a ella indican que los vecinos habrían actuado como una suerte de "policía moral", no solo para el control y vigilancia detallada, sino también para formular valoraciones sobre la corrección moral de la acusada. En este sentido, María Altamira en su versión de los hechos señalaba que:
Preguntada si Gaspar Barrino le dijo que era una inmoralidad que recibiera a Miranda en su casa dijo: Que una vez, después de que Visco dijera a Miranda que no fuera a su casa, éste se paseó con la declarante en la puerta de su casa, y Gaspar se despertó observándole que hacía mal en recibir a Miranda no estando Visco.52
En la Córdoba de fines del siglo XIX pervivían aún con fuerza resabios de los parámetros socioculturales del periodo tardocolonial. Incluso durante la transición finisecular el honor operaba socialmente "como principio distribuidor del reconocimiento de méritos y privilegios"53. La nueva codificación mantuvo algunos de los elementos característicos de las normas coloniales y la plena operatividad del honor -cuyo cimiento residía en la pureza sexual femenina54- como factor de relevancia social. No obstante, las mujeres sometidas al escrutinio público y a la vigilancia permanente por parte de sus vecinos visibilizaron desde su accionar cotidiano los puntos de fuga, los quiebres y resignificaciones del imperativo maternal y de la buena esposa, una liberación frente a la domesticidad que implicaban, no obstante, el ingreso al espacio de regeneración de la Cárcel del Buen Pastor.
La Cárcel del Buen Pastor: un dispositivo normalizador de las mujeres desviadas
El Buen Pastor55, como institución correccional, fue un lugar en el que se recluyeron y por el que circularon, debido a una variedad de causas, una importante cantidad de mujeres durante el período analizado. Como parte de un entramado correccional mayor, la cárcel recibía a mujeres y menores que eran remitidas allí por cometer alguna contravención o por ser sospechosa o hallada culpable de la comisión de un delito. Dadas las configuraciones de la penalidad en Córdoba, a esa institución también eran enviadas mujeres y menores que esperaban una colocación laboral o que debían ser sancionadas por faltas que no tenían un correlato normativo, como la desobediencia a los patrones o padres.
Al igual que el resto de las instituciones penales, ese universo de reclusas se componía principalmente por mujeres y menores procesadas o enviadas allí por la sanción a causa de una contravención e incluso por aquellas que eran enviadas para un encierro correctivo56.
La cantidad de mujeres encerradas allí con sentencia firme era significativamente menor57. Para todas ellas, sin importar el tiempo que permanecían en la institución, el modelo de corrección era el mismo y estaba establecido con base en la realización de actividades y la prescripción de tareas relacionadas al ámbito doméstico; una estrategia cuyo anclaje y fundamento era el ideal de la domesticidad, bajo el cual educar a presas y asiladas en labores para los servicios domésticos.
Como ha postulado Garland, el castigo es un fenómeno sobredeterminado y los acontecimientos específicos que se dan en dicho ámbito obedecen a una pluralidad de causas que interactúan entre sí58. En nuestro para explicar las razones que llevaron a la expansión de las instituciones de encierro femenino en manos de la congregación del Buen Pastor, podemos destacar la baja tasa de criminalidad femenina en relación con la cantidad de delitos cometidos por varones59; la falta de consenso sobre quiénes debían encargarse del castigo femenino y sobre cómo explicar la criminalidad femenina60; la dificultad y el costo de establecer, en el corto plazo, una burocracia carcelaria femenina laica que se encargara de la institución61; y las percepciones médicas, filosóficas y jurídicas sobre la naturaleza de la mujer, que repercutían en la afirmación de su "inferioridad jurídica"62. En las próximas páginas analizamos el modo en que la Cárcel del Buen Pastor operó en Córdoba (Argentina), como dispositivo de normalización y corrección de las mujeres desviadas mediante el reforzamiento de los mandatos vinculados al ideal de domesticidad y la consolidación de los roles de género según la rutina prescripta para la regeneración de las presas.
Una vez que ingresaban a la institución, las mujeres se encontraban con una rutina ordenada detalladamente. De la lectura del reglamento redactado en 1900 por las religiosas de la orden del Buen Pastor con el fin de regular y establecer la rutina diaria que debía cumplirse por parte de las presas en la institución; y también de la revisión de notas e informes elevados por la superiora de la orden al Gobierno provincial, encontramos que las labores hogareñas, vinculadas al mantenimiento y limpieza del hogar, eran una de las principales actividades que se prescribían en la rutina cotidiana. En ese sentido, la institución formaba a las mujeres para que se desempeñaran en los quehaceres domésticos que se esperaban de una "buena madre y esposa", mientras que a su vez, las preparaban en tareas que también ofrecían una salida laboral en el servicio doméstico.
Desde el enfoque de Garland63, que entiende al castigo como artefacto cultural, identificamos la existencia de puntos de contacto entre las notas distintivas que presentó la rutina prescripta por el proyecto de normalización y disciplinamiento dirigido a la población femenina y ejecutado por la orden del buen pastor en Córdoba y el ideal de domesticidad. Siguiendo a Mary Nash, la ideología de la domesticidad conjuga y combina la identidad femenina a los imperativos de género de madre/esposa, a la vez que establece el plano doméstico como el ámbito de actuación femenina por antonomasia64. Los roles y estereotipos de género que se condensan en el ideal de domesticidad permearon la rutina diseñada para el disciplinamiento de las mujeres en la cárcel correccional. Ello se refleja en el informe que fue realizado en 1984 por encargo de la Inspección de las cárceles de la provincia, y donde se describía que las mujeres eran las responsables de preparar la comida tanto para ellas mismas como para los varones presos en la penitenciaria, así como de desarrollar tareas tales como lavado, planchado, costura "y otros oficios propios de su sexo"65.
En una línea de pensamiento similar, la educación que se brindaba a las internas estaba fuertemente orientada al aprendizaje de tareas domésticas, en clave de formación laboral: "La instrucción y educación que se dará a las condenadas, procesadas y detenidas, será proporcionada a su condición, procurando sobre todo inculcarles ideas de virtud, moral y amor al trabajo honesto y honrado"66. La propuesta educativa diseñada para ese espacio y puesta en práctica por las mismas monjas, se condecía con este propósito. El reglamento establecía, en este sentido, que "la Congregación del Buen Pastor (... ) establecerá, a más de la esmerada instrucción religiosa, que se enseñe lectura, urbanidad y economía doméstica"67. La enseñanza de esta asignatura "comprendía conocimientos y valores, considerados básicos para una 'buena' ama de casa: limpieza, preparación de alimentos, lavado, planchado y plegado de ropa (...) contabilidad casera, presupuestos y ahorro"68, por lo que es posible reconocer la estrecha relación de estos con el "ideal de mujer" que la institución correccional reproducía69.
El cruce que efectuamos entre los expedientes y los libros de ingreso y salida del Buen Pastor70 permiten reconstruir algunos aspectos de esta penalidad que se configuró, así como ciertas características de las personas que fueron acusadas de la comisión de estos delitos y la duración de su estadía en la institución, que es el mismo tiempo que estuvo bajo el tratamiento correctivo guiado por el ideal de domesticidad. Así, tenemos a Ramona Funes, acusada de infanticidio, de 20 años al momento de ingreso a la institución en 1893. Su oficio era sirvienta y su estado civil soltera. Estuvo en prisión hasta 1910. A Tránsito Rodríguez que ingresó también sospechosa de infanticidio, con 16 años de edad y soltera. Permaneció en la institución dos años, de 1894 a 1896. A Casimira Ludueña que ingresó por la misma causa en 1898, con 16 años y estuvo reclusa durante un año. Igual estadía tuvo Gerónima Rodríguez, de 19 años. Acusada de adulterio, María Luisa Maravessi, de 18 años de edad, ingresó a la institución en octubre de 1894, y permaneció allí solo veinte días. El registro de ingreso no suscribe como causa de llegada la sospecha del delito, sino que se dio "a pedido de su marido".
Como hemos señalado, la mayoría de la población que habitaba la cárcel estaba allí por razones no vinculadas a la comisión de un delito, y cuando sí lo era, estaban aún a la espera de una sentencia, es decir, en condición de procesadas. La amplia minoría de las mujeres que estaban allí encerradas, lo estaba por haber obtenido sentencia firme en la comisión de un delito. A lo largo del período estudiado, del total de los ingresos, aquellos que estuvieron fundados en la sospecha o en la confirmación de la comisión de un delito fueron apenas el 13 % del total de casos. A su vez, ese porcentaje se halla distribuido del siguiente modo: el 72 % de los casos se trata de crímenes contra la propiedad (como hurto); el 10 % fueron infanticidios; el 10 % por delitos contra las personas (homicidio, agresiones); 1 % por adulterio; y un 7 % que obedecían a motivos vinculados a la comisión -o sospecha- de otros delitos (como admitir juegos prohibidos o encubrimiento)-.
Joan Scott71 reconoció tempranamente el papel de los conceptos normativos al recuperar el rol del género como elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen los sexos. Al considerar los mecanismos que reproducen y refuerzan ese orden de género, los conceptos normativos que anclan, afirman y refuerzan el significado de varón y mujer, masculino y femenino, se entrelazan con las instituciones sociales. De este modo, y reconociendo que "las distinciones sustentadas en diferencias de género también desempeñaron un papel preponderante en la estructuración de la política penal"72 podemos afirmar que el "discurso de la domesticidad" asumió un rol estructurante en la configuración de la penalidad de entresiglos.
Conclusiones
La producción de un ideal modélico femenino es un proceso en el que intervienen un cúmulo de discursos, instituciones y prácticas que fijan los modos legítimos y aceptados de "ser mujer". De este modo, observamos cómo los imperativos de madre y esposa se fueron sedimentando a través de normas y regulaciones para un tiempo y espacio específicos del caso argentino. En las páginas anteriores analizamos la manera en que el discurso judicial y la rutina de la institución penal operaron en la construcción del modelo de feminidad en la Córdoba de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Así, a partir del abordaje de causas judiciales iniciadas por infanticidio y adulterio, demostramos que el ideal de madre y esposa constituyó uno de los sentidos dominantes en el "ideal de mujer" que la penalidad producía y reforzaba.
El discurso de los operadores judiciales combinó, en el caso del infanticidio, el imperativo materno con el mandato de preservar el honor familiar y, fundamentalmente, la pureza sexual de las mujeres de las familias. De este modo, pese a las condenas y duras calificaciones de las que resultaban merecedoras las mujeres procesadas por infanticidio, las autoridades judiciales se mostraban comprensivas cuando el hecho era motivado por la necesidad de resguardar el honor de la acusada y su familia. Los casos de adulterio, por otra parte, exhiben la discre-cionalidad del ordenamiento jurídico y del accionar de la justicia ante la ruptura del acuerdo de fidelidad que se consagraba con el matrimonio, ya que fue un delito que se configuró y se juzgó en razón del género del ofendido. Esto significó un reforzamiento del ideal modélico y del deber ser de buena esposa que suscribía el discurso de la domesticidad.
Las mujeres procesadas y condenadas por tales delitos eran remitidas, en la Córdoba finisecular, a la Cárcel del Buen Pastor para su corrección. La estrategia de disciplinamiento y normalización llevada adelante en el establecimiento gestionado por la congregación religiosa homónima se estructuró a partir del desarrollo de actividades domésticas. De esta manera, la rutina de normalización que se ejecutaba en la institución pretendía reforzar, en las mujeres recluidas, precisamente aquellas conductas y estereotipos que habían desobedecido. Esta rutina se establecía como método de corrección pero también operaba como modo de preparar a las reclusas para el mercado de trabajo. La formación laboral y escolar impartida en la cárcel preparaba a las mujeres que eran allí encerradas, para una inserción laboral que a su vez anclaba y reforzaba la división social y genérica de los espacios y los comportamientos y labores asignadas a cada sexo.
Un abordaje de la penalidad en su sentido amplio favorece la mirada en términos de conjunto de las instituciones y permite observar de manera más profunda la consolidación de un orden de género. Esto mismo, a su vez da cuenta de la importancia dada a su reproducción y conservación, en tanto identificamos un patrón de continuidad y coherencia entre las diversas instancias de este conjunto penal. En la Córdoba finisecular, el discurso judicial reforzaba imperativos de género asociados al ideal de mujer/madre/esposa. Su transgresión, que cristalizaba en los delitos de infanticidio y adulterio, era motivo de ingreso a la Cárcel del Bueno Pastor donde se ponía en funcionamiento una estricta rutina que, sobre la base del ideal de domesticidad, pretendía normalizar a las presas formándolas en los mandatos de género que, previamente, habían quebrantado.