Presentación
Conforme a una concepción del acto poético entendido como expresión de un lenguaje vivo, la obra de Antonio Gamoneda se revela como organismo esquivo a fijaciones genéricas. Desde esta base, como muestra radical de sus búsquedas y hallazgos por medio de la palabra, la imagen y, necesariamente en el autor del Libro del frío, el tacto, las denominadas "mudanzas" constituyen composiciones que, a modo de ejercicios de libre interpretación de textos ajenos, resultan asimiladas por la voz del poeta. Carmen Palomo señala, en las páginas de su tesis doctoral, que las mudanzas "nunca operan sobre el original de la obra sino sobre sus traducciones. Se trata en buena medida de recuperar la poesía acallada en la traducción y establecer una nueva literalidad poética donde se entrecruza la sensibilidad de Gamoneda con la del autor" (299)1. Se toma, pues, la musicalidad de la voz y se reformulan o reactivan las imágenes que surgen con ella.
A la hora de reanimar la poesía de Nezahualcóyotl podría decirse, metafóricamente, que Gamoneda restituye las tres distintas naturalezas anímicas de la persona en la tradición nahua, en este caso desde el propio cuerpo del lenguaje -poseedor, por derivación, de tres diferentes estratos o entidades fundamentales-. Nos referimos, en concreto, y conforme expone López Austin, a aquellos "centros anímicos, entidades anímicas y fluidos vitales" que se corresponden con el "yolia, 'vividor'; el tonalli (de tona, 'irradiar'); y el ihiyotl, 'aliento'" (citado en Martínez González, 2006: 178). Esta tripartición vendría a proponer2, previa traslación al ámbito poético y como parte del ejercicio de reanimación practicado por Gamoneda -sanador, en tal caso, de la voz-, una recuperación de la musicalidad de la palabra, de la imagen que porta a su vez y, acaso en primer término, según se ha indicado, una liberación del centro energético de aquella3 -centro que ha de ponerse en relación con el concepto de yolia, semilla cuyo rescate es axial en este suigéneris ejercicio-. Lo destacable, aquí, pasa por acentuar la identidad entre la naturaleza del ser y la del lenguaje y, en este sentido, atender al trabajo de reanimación desde categorías de restauración integrales, en la medida en que el lenguaje se presenta como organismo poseedor de su propia naturaleza, al tiempo que incide sobre quien entra en contacto con su esfera de actividad4.
De acuerdo con esta labor revitalizante, Gamoneda, a partir de las traducciones de Miguel León-Portilla y otros lingüistas, va a dar nueva expresión a algunos de los poemas del rey y poeta en lengua náhuatl Nezahualcóyotl [1402-1472], al tiempo que fundamenta por medio de estas recreaciones su particular poética compositiva. El planteamiento y propósito último del autor se recoge en el pasaje introductorio al segundo volumen de su Poesía reunida: "Pienso en un rescate, sin limitación de tiempos, territorios ni lenguas, que podría deparar un inmenso fondo universal, constituido por una poesía que aún existe, aunque en estado 'intangible'" (Gamoneda, Esta luz, vol. II. 10). Queda así emparentada su labor con lo que podríamos llamar una apocatástasis de la palabra: un proceso de reanimación del verbo orientado a privilegiar su musicalidad, todo ello en oposición a la constricción propia de un lenguaje meramente funcional. Dicho de modo desplazado, cuanto se propone es una comunión de lenguas dado que, frente a una voz territorial, se trata de recuperar aquella propiedad de la palabra que es común a todas las tradiciones y, en último término, constituye un protolenguaje.
Culto y reserva áurica
La necesidad de preservar un objeto, de ponerlo a salvo e incluso de esconderlo, y seguimos en ello un lugar común en los estudios antropológicos, está en los fundamentos de toda cultura -en referencia, al menos, a aquellos momentos en que este fenómeno no queda despegado del hecho cultual-. Todo lo situado dentro de ese reducto pasa de inmediato a tenerse como objeto dotado de significación superpuesta sobre una desnuda realidad. Lo decisivo aquí concierne a la capacidad de este objeto para devolvernos un componente de idealidad y así posibilitar un proceso de regulación y rearticulación energética, siendo en cualquier caso dicho objeto un elemento tanto de escisión como de sutura de dos o más aspectos de la realidad5. Lo reservado (preservado) es comprendido como entidad capaz de compensar, articular o absorber las tensiones de todo un colectivo, producidas en buena medida al chocar las necesidades -y deseos- cotidianas de aquel con sus demandas morales. Esta escisión de lo real, por lo demás, testimonia un sutil afán de derogación de antiguas conductas y creencias, así como la emergencia de otras distintas desde las que el sujeto se presenta en oposición a la naturaleza o al menos en un plano diferente respecto de ella. En la reserva áurica incorporada a la esfera cultural el sujeto encuentra el material con el que le resulta posible acentuar, para bien o para mal, sus dimensiones simbólicas; un material con el que articula idealizaciones capaces de activar, a su vez, su funcionalidad. De acuerdo con todo ello, la distinción entre un objeto cultual y un espectro de realidad cotidiano demanda y permite la cristalización de una serie de rituales capaces de dinamizar, de dotar de sentido -o sobresentido en verdad-, a un complejo tejido social6.
El presente desdoblamiento de la realidad afecta de lleno a la naturaleza del lenguaje -que asimismo determina dicha escisión-, siendo este un aspecto, en lo que aquí nos ocupa, advertible, actuante, en los Cantos de Nezahualcóyotl, surgidos en un momento cultural en el que la disyunción de lo real se le ha revelado al sujeto social, o al menos al compositor de dichos Cantos, en un grado decisivo. La desolación experimentada por este último deviene del escaso aliento de lo existente. Su palabra nace agónica: "Sabed que sufro cuando canto. Yo soy el Poeta y el canto surge de mí reunido con la tristeza" (Gamoneda, Esta luz, vol. II. 390). Como expresión de una imagen del mundo, la voz se hace eco de una desilusión, de una pérdida de la fuerza encantatoria que en un momento previo levantaba un orden de realidad. Motivos imaginales comunes al decir poético, tales como el vuelo del ave y la viveza de la flor, el canto de la naturaleza y su renovación, dejan paso a un lento apagamiento. Esta ineficacia del lenguaje para sostener una imagen viva atenta con especial vehemencia sobre quien cataliza el orden simbólico del que toma parte el cuerpo social, en referencia al cantor.
Nezahualcóyotl, desde su condición de regente-poeta, delata con nitidez las fallas de una estructura del par realidad/idealidad, el desencantamiento experimentado por quien pasa de un estado de embriaguez o abundancia a uno de cósmico abandono. Lo que a continuación se revela por medio del lenguaje es el pulso vacilante de una entera visión del mundo. La tensión necesaria para el desarrollo de la dinámica cultural no soporta en este momento el excesivo distanciamiento de las fuerzas que consolidan un imaginario que acaba por estallar, quedando sobre el suelo, rememorando la imagen de Heráclito7, un reguero de objetos alegóricos o formas vaciadas de sustancia.
Casa de canto
Recuerda José Luis Martínez (95) que la fundación de un lugar requería, entre los nahuas, del levantamiento de un recinto en el que cantar y bailar, vinculándose ambas actividades con un fenómeno ritual y, en suma, con el establecimiento de un puente entre actividades lúdicas y proyecciones cultuales. La necesidad de que el territorio de asentamiento se organizase en relación con un orden superior de realidad -cósmico o, en fin, coincidente con el mayor grado de idealidad abrazado por una sociedad determinada- es comentada por Martínez, quien junto a ello, en breves líneas, describe la organización del espacio profano y el sacro:
Según el modelo tolteca, ideal de vida civilizada para los antiguos pueblos nahuas, una ciudad comenzaba a existir cuando se establecía en ella el lugar para los atabales [tamborcillos golpeados en fiestas oficiales], la casa del canto y el baile. [...] Estas casas llamadas cuicacalli o 'casa de canto', disponían de espaciosos aposentos en torno a un gran patio para los bailes. Estaban situadas junto a los templos y en ellas residían los maestros [...]. Así pues, en las casas de canto se enseñaban los cantos profanos: hazañas de héroes, elogios de príncipes, lamentaciones por la brevedad de la vida y de la gloria, exaltaciones guerreras, juegos y pantomimas, elogios y variaciones sobre la poesía y 'cosas de amores', y en el calmécac los cantares divinos (95).
El asentamiento en un lugar, aún en lo concerniente a este aspecto, no solo era precedido por la delimitación ritual del territorio, sino que iluminaba, conforme a los actos prescritos, el carácter de realidad intermediaria, poseyendo el juego, o la actividad lúdica en general, un rol dominante en esta incorporación de comportamientos y creencias a odres culturales comunes y activos. Es justamente en estos fenómenos simbólicos donde es posible reparar, con cierta nitidez, en las articulaciones racionales y en las tensiones o permeabilidades irracionales que avivan un particular esquema de realidad.
En este orden de elementos, conviene no perder de vista el valor del canto, del pulso del tambor y del baile como ejercicios de reanimación o de exposición de un habla -musical- aún no escindida ni cristalizada. El sonido del tambor, como el del corazón -e incorporamos con ello el espectro de resonancias del recuerdo-, acompañado del canto y de la danza, vincula, en modelos como el atendido, la forma que se da a un determinado orden de realidad con un sistema de usos sostenido, a su vez, sobre premisas elementales (no culturales). De acudir a uno de los pasajes recogidos en la entrada correspondiente del Diccionario de música, mitología, magia y religión de Ramón Andrés, leemos que el sonido del tambor "guarda un fuerte carácter telúrico y mágico. Se ha dicho repetidamente que expresa el ritmo del mundo y el pulso de la naturaleza: los hace explícitos. Es el corazón humano que bate, el corazón del animal, el pálpito que acompasa lo viviente" (1535). Si orientamos este espectro de fenómenos hacia un registro lingüístico como el explorado, encontramos que, conforme al deseo de Gamoneda de levantar ese "inmenso fondo universal" -fáustica empresa-, se plantea, en consonancia con las funciones rítmico-musicales aludidas, la sustitución de un lenguaje convencional por uno poético de más activas potencialidades: cuerpo reanimado siempre a partir de la idea de un rememorar o recordar, de un traer al corazón. Un ejercicio que, en palabras de Yeats, vendría a constituir la revitalización de la Gran memoria.
Será en la fase catabática de lo que ha de comprenderse como un curso mítico, donde el poeta, el chamán, Orfeo -conocedor de los lugares donde se acumulan las reservas áuricas que avivan un imaginario-8, habrá de sondear la noche que habita tras el lenguaje, con la esperanza de un deseable regreso. Se asiste a un ejercicio de reagrupación de lo fragmentado -el lenguaje- que viene a descubrir no solo las posibilidades, sino también las carencias del símbolo, en Gamoneda restituido al estado de objeto neutro9: "Has escuchado el gemido del mar. Anuncia / una inminencia. / Líbrate / del pensamiento: esta / inminencia te excede. / Líbrate. No respondas / al gemido del mar" (Esta luz, vol. II. 247). Todo aquí viene a presentar, desnudo, el universo expresivo, o su "ir de la inexistencia a la inexistencia" (298), revelándose la voz, disuelta su solidez, fluida y derramada.
Reanimación de la voz
Como el practicante de la actividad teúrgica, el poeta trata de alentar lo que ha quedado desprovisto de vida, lo que ha perdido el calor que lo animaba y se ha apartado del mundo. En línea con esta labor -y regresando a la esfera poética y social habitada por Nezahualcóyotl-, la tarea llevada a cabo por quien funda su ciudad (metafórica o no) hasta cierto punto utópica demandará una actitud doble, un ejercicio paradójico, contradictorio y, a la larga, en un momento de saturación conceptual, de registro autorreferencial. Por ello, mientras se da rienda suelta a un impulso de regulación -esto es, a la idea de orden que, de acuerdo con Lévi-Strauss, ha de ponerse en relación con lo sacro- y distanciamiento respecto de un estado indiferenciado, se ansía a un tiempo no perder el vínculo con un dominio ctónico, buscándose restituir por medio del ritual aquello que ha sido escindido o rechazado.
Con esto último se alude a una drástica diferenciación entre un orden racional y uno irracional, al menos visto el fenómeno de modo esquemático10. Dicha situación cismática no solo se perpetúa en el uso común del lenguaje, sino que este último es, incluso, un factor que actúa decisivamente a la hora de fortalecer lo que no deja de corresponderse con un sistema de pactos y acuerdos entre las necesidades del sujeto, sus temores y sus idealizaciones. De modo análogo podría decirse que, así como cada sistema lingüístico porta sus propios dioses, esto es, las medidas, patrones y naturaleza de sus idealidades y modos de relación con lo real, la disolución del lenguaje anega el mundo formal, lo diluye en lo que podría denominarse una suerte de fundamento. Hasta un cierto grado afín a esta experiencia disolutiva, la voz de Gamoneda barre toda idealidad con el afán de encontrar en este despojamiento de sedimentos el mundo en su estado primero -descarnado-, poseedor y filtrado por una luz más suave, de distinta calidad.
De lo hasta ahora expuesto cabe comprender que, frente a un lenguaje mecanizado -aquel de uso común y, tema recurrente en Gamoneda, fácilmente apropiable e instrumentalizado, además de relativo a un proceso de homogeneización de ideas y por lo tanto de valores-, podemos advertir un lenguaje poético tensionado por dos fuerzas fundamentales: una esquiva a su uso cotidiano, si bien ceñida a la construcción dialéctica de un ordenamiento simbólico, y otra de naturaleza disolutiva que rehúye el orden de ideaciones normativamente articulado. Sin ahondar en ello, se trata, naturalmente, de una disyuntiva trasladable a la doble orientación de la función estética: la una construye esferas simbólicas, la otra las diluye.
Si deseamos ser escrupulosos y recoger la doble variante, a su vez, que se proyecta desde esta segunda función -y es necesario, pues presenta una distinción entre la palabra de Nezahualcóyotl y la de Gamoneda-, encontramos que en un caso la voz nombra el objeto aun para negarlo -primero individualiza y de inmediato rechaza lo individualizado-, mientras que en un segundo caso, más radical si cabe -característico de la voz de Gamoneda-, se destiñe directamente el color del objeto, se borra su nombre -y por derivación su existencia en nosotros- y con ello se devuelve la realidad a un estado no signado o, en verdad, débilmente signado. El mundo queda reducido a mera ilusión11: "Ah la morfina en mi corazón: duermo con los ojos abiertos ante un territorio blanco abandonado por las palabras" (Gamoneda, Esta luz, vol. I. 317); blancura explorada por Antoni Gonzalo Carbó no solo en la obra del leonés, sino también en otro poeta "mudado", en referencia a Mallarmé, a partir del concepto de kénõsis o vaciamiento de sí ("Tanatología Mística" 66).
Esta tachadura e incluso deshacimiento del verbo constituye un aspecto decisivo, más si cabe cuando por inercia se suele resaltar la función más evidente de la poesía, esto es, un nombrar o iluminar con el fin de rescatar del supuesto caos al objeto. El presente ejercicio de rescate se opone decididamente al curso de superposición de idealidades sobre realidades. Sin embargo, no es posible mantener el equilibrio ahí donde se demanda el agotamiento de las mediciones racionales: la poesía de Gamoneda tacha y disuelve, aun lamentándose el cantor del vacío que halla tras el mundo conceptual. El poeta solo encuentra, en este curso de deshacimiento, un territorio mortuorio como casa del ser -lugar de coincidencia de la voz de Gamoneda y la de Nezahualcóyotl-, siendo el universo de imágenes, en tales casos, tan evanescente como el Gran Pájaro Azul (Esta luz, vol. II. 391) -o el pájaro, sin más, en el espacio poético de Gamoneda- que se ausenta o se confunde entre la niebla, un ave de reverberación apagada -contrariamente, al menos en apariencia, a su significación en la poesía de Novalis-. El azul, en el poeta alemán saturado de misterio -un azul que Pável Florenski pone en relación con un desvelamiento aurático (483) y que Goethe estudió en detalle atendiendo, entre otros motivos, a los reflejos de la nieve-, remite aquí a una degradada infinitud o un sueño narcótico, tal y como se presenta en la visión del también "mudado" Trakl: "Al anochecer / te abandona un rostro azul y un breve pájaro canta oculto en el tamarindo" (Gamoneda, Esta luz, vol. II. 375).
Fantasmagoría, el cantor, pharmakon
Fantasmagoría
Cabe ahora retomar la idea de fundación de un terreno, con su dios o sus dioses del lugar incorporados o rescatados y, en grado incipiente, signados. Continuamos en el ámbito del habla poética, dado que desde esta podemos advertir las premisas del acto cultual y su continuidad -o en su caso anulación- por medio de la cultura -acto sometido, no obstante, a un cúmulo de tensiones comunes e incluso inmanentes a cada elemento del par-, en relación con el lugar liminal en el que se sitúa la poesía de Nezahualcóyotl, cuyo imaginario se ve sometido a una dialéctica entre un concreto modelo simbólico y una pérdida de oxígeno por parte de este último. Si con la fundación del lugar -y con la delimitación de lo real por medio del lenguaje- se posibilita la articulación entre un sustrato telúrico y un determinado ordenamiento cultural, con la saturación de sedimentos conceptuales y simbólicos el orden de realidad queda reducido a organización meramente funcional.
Todo ello no deja de constituir un proceso de largo alcance que acaba por definir nuevos modelos sociales hasta poco antes proscritos, en el sentido de que rasgos individuales comprendidos como anómicos o subversivos respecto del orden simbólico común comienzan a emerger y con ello a evidenciar una grieta en el sistema, situación especialmente conflictiva en una sociedad como la nahua, donde la supeditación de la vivencia individual a la colectiva era fundamental para la supervivencia de la comunidad. En lo que aquí nos ocupa, la sustitución de un modelo poético delator de un orden simbólico por otro revelador del vacío sobre el que se sostiene el constructo, se advierte como decaimiento integral de las fuerzas actuantes en el imaginario -estado interpretado como enfermedad colectiva-. De este drástico desteñirse de las imágenes van a participar aquellos autores, ya nombrados, cuyas visiones Gamoneda ha mudado, situado como queda Trakl en la sociedad que experimenta la crisis del lenguaje o tensionado Mallarmé por la página en blanco.
De poner este aspecto en relación con el planteamiento de partida, encontramos que modelos de cohesión imaginaria como la guerra, el juego o, en general, el conjunto de objetos culturales activos en una sociedad, quedan despojados del sentido anteriormente fijado a ellos, sentido descrito, en lo referente, de nuevo, a la sociedad nahua, por José Luis Martínez de modo sucinto:
Si la guerra era para los nahuas una manera de alimentar y agradar a la divinidad, la poesía era para ellos un substituto de la fogosidad guerrera, otra manera de propiciar al dios, hasta el punto de que "el canto era una substitución del sacrificio cruento". Semejante a la embriaguez de la guerra era la embriaguez de los cantos y era también otra manera de enajenación y comunicación oscura con el dios y con el mundo (97).
Esta embriaguez comunal, conforme a la que no hay acto o palabra que deje de ampliar las paredes de la esfera simbólica, se advierte, en el momento de licuación imaginal, como sueño o fantasmagoría tras la que en verdad nada queda, tal como si el fundamento de lo real fuese justamente el ensueño o la espectral imagen proyectada a través del sujeto. No es la carencia, en síntesis, sino contrariamente la saturación de significaciones, aquello que acaba por despojar al ser de su vivencia radical. Con la tarea disolutivo-regenerativa del poeta el resplandor azulado que precede a la noche, instante en que han ardido ya los límites y los bosques de imágenes se ven desbrozados, se ilumina escasamente el cadáver de cuanto no es, grado primero de realidad.
El cantor
Si bien el papel del cantor no deja de ser el de médium entre dos realidades, la articulada por un lenguaje descifrado y la remitente a su fundamento abisal, a un tiempo -o consecuentemente-se presenta como un elemento de negación en la medida en que aquello que ahora se ilumina es la irrealidad del mundo, incluyendo la suya propia: "yo iré allá para desaparecer como desaparece el humo en el aire" (Gamoneda, Esta luz, vol. II. 390). Lo que queda más allá del lenguaje da forma a una nueva negatividad tenida como espacio de ausencia, mientras que lo que reside en aquél -en el lenguaje- es testimonio de una ilusoria, empobrecida realidad. El orden natural queda invertido y el nacimiento es, metafóricamente, hacia la muerte, un nacer a la materia aun para experimentar su descomposición y quedar definido como resto ontológico. Se trata de una imagen próxima a la que el poeta expone, explícitamente, en otra mudanza cercana en asociaciones simbólicas. Nos referimos a uno de los poemas que conforman el Ciclo nahuatl de Helder. Merece la pena recordarlo:
Nacemos para el sueño, nacemos para el sueño.
No hemos venido a la tierra para vivir. Pronto seremos yerba que apenas reverdece;
verdes serán los corazones y los pétalos abiertos.
Nuestro cuerpo es una flor fresca y mortal (Gamoneda, Esta luz, vol. II. 407).
De volver la vista hacia el mundo de imágenes de Nezahualcóyotl cabe advertir cómo, solapados el rey y el poeta, aquella labor en principio llamada a afianzar el orden cultural se revela potencialmente adecuada para erosionar el esquema de ideas e imágenes con el que el cantor fundamenta su voz, siendo justamente el eclipse -la exacta anulación del rey y de quien canta su naturaleza solar- testimonio de un ocaso poéticamente simbolizado con la conversión de las plumas amarillas en huesos y cenizas:
Amigos míos, os digo que sufro. Sabed, amigos, que en Tlapala
las esteras de plumas amarillas se convertirán en humo que ascenderá lentamente;
yo iré allá para desaparecer como desaparece el humo en el aire;
será tendido sobre esteras de plumas amarillas
y las ancianas llorarán por mí (Gamoneda, Esta luz, vol. II. 390).
El pájaro azul, la flor azul ofrecida o revelada por al poeta, deviene en rosa negra, en estertor o pájaro herido, adentrándonos con ello en el motivo de la naturaleza atribulada del cantor, de raíz melancólica -en el sentido aristotélico-, toda vez que cuanto aquel celebra con su voz no es ya el encantamiento del cosmos, sino su situación mortuoria. Pudiera con ello decirse que este cantor, en referencia a Nezahualcóyotl, arrastra consigo, en su círculo mítico, su caída como rey, la agonía -solar- de quien se ve condenado a cantar su propio apagamiento. El periodo que cubre el reinado del rey-poeta va a adquirir la forma de una ensoñación consustanciada con un desolado paisaje: "La vida le parece a Nezahualcóyotl semejante a los libros pintados y el Dador de la Vida actúa con los hombres como el tlacuilo que pinta y colorea las figuras para darles vida. Pero al igual que en los libros, también los hombres van siendo consumidos por el tiempo" (J. L. Martínez 116). Impulso imaginal e impulso de disolución coinciden en la figura y la obra (rey y cantor) de Nezahualcóyotl, resultando esta segunda la que determina su pulso fundamental, siendo el natural poético el factor que dirige y conforma el carácter del individuo.
Todo elemento en la obra del rey-poeta consolida este modelo de exaltación y, en paralelo, de disolución de ideas y formas. En completa inversión a la escena mitológica -o a una de sus comunes representaciones-, el pájaro, el águila, se ve devorado por la serpiente en un eterno curso de renovación. La consustanciación del Gran Pájaro Azul -"tú, el Gran Pájaro Azul, la Luminosa Guacamaya, el Supremo Decisor, el que crea y concede la Vida" (Gamoneda, Esta luz, vol. II. 391)- con el cantor -"Yo soy el Cantor / Yo soy Nezahualcóyotl, soy el gran pájaro de la alta cabeza" (392)- somete a este, y a todo lo creado, al curso cíclico de la naturaleza, poéticamente presentado con un entregar el color propio -resto áurico del ser-12: "Amigos míos, he dado ya muchos pasos sobre la tierra destinada a la vida, y ahora yo, el que hace donación de su color a las flores que embriagan a los príncipes, / voy a decir mi voluntad" (389).
La palabra, preñada de vida -metafóricamente saturada de color-, se acaba por desvelar como nueva fijación de idealidades y, en consecuencia, como objeto suplantador de lo real. Es en tales ocasiones cuando, en este ejercicio de reanimación, la musicalidad del lenguaje devora las formalizaciones ya sin sentido, si bien acaso vistas por el sujeto como realidades aún palpitantes. Así comprendidas, las palabras-energía (tomando prestada la fórmula de José Ángel Valente), corrientes elementales por completo ambivalentes, imponen sus necesidades orgánicas e iluminan su doble naturaleza, creadora y disolutiva a un tiempo, aspectos que consolidan un idéntico fenómeno.
José Luis Martínez, en un comentario próximo a esta cuestión, recuerda que en el momento en que Nezahualcóyotl escribe sus cantos la poesía náhuatl "se encontraba precisamente en el periodo de transición de la creación anónima a la creación individual, y que Nezahualcóyotl es el primer poeta que pertenece ya plenamente a la nueva etapa" (101-102). No podemos dejar de advertir en ello la aludida pérdida de sentido de enraizamiento fundamental conforme al que la acentuación de la individualidad deriva en un principio poéticamente existencialista afín al pathos melancólico desde el que se contempla todo cuanto antes dotaba de aureola a la realidad del sujeto.
Todo aquí, en efecto, evidencia el tránsito por un periodo liminal, fenómeno especialmente advertible en lo referente a una palabra fijada al espectro de lo disolutivo, una palabra que, conforme a su naturaleza dual, en este caso provoca la fractura del orden simbólico. La tensión desnivelada entre aquello que trata de consolidar un orden social y aquello que anega las ideaciones nos sitúa ante un modelo poético llamado a revelar las grietas del imaginario. En relación con esa segunda función, los autores a los que Antonio Gamoneda se acerca en sus mudanzas a modo de injerto del que nace un creador no identificable con quien reescribe el texto ni con aquel del que se toma la palabra -pudiendo entenderse esto último a partir de las consideraciones hermenéuticas definidas por Gadamer-13, ofrecen un estado de cosas dominado por la idea de una voz prototípicamente contemporánea: el lenguaje se canta a sí mismo lamentando su no ser nada.
Pharmakon
En esta experiencia fronteriza, de acudir a un lugar frecuentado por Gamoneda cercano al expuesto al comienzo de estas páginas, el pharmakon se ofrece como ayuda natural a la hora de sustraer la propia identidad con el objeto de favorecer la emergencia de una segunda voz que ya no es la del poeta: voz de nadie, voz de nada. Inexistente el cantor, cuanto irrumpe es el lenguaje, su forma puramente musical, siendo este un aspecto explorado por Gamoneda en sus mudanzas de Mallarmé o de Helder -cuyas obras quedan explícitamente fijadas al campo semántico de la alquimia y la transformación del verbo-, pero ante todo, en tres textos fundamentales como el Libro de venenos; Plinio, Dioscórides y otros; y Para un diccionario apócrifo, modelos explícitos de encuentro o de identificación de la palabra con el remedio -y del cantor, por tanto, con el curandero-14.
Lo presentado en estos textos es una concepción de lo poético relativa a una síntesis de poesía, magia y religión, lo que nos sigue situando en el ámbito del conjuro y de lo encantatorio. La dualidad entre mundo objetual y mundo subjetivo es extraída de sí, arrastrada más allá de los límites de experiencia del sujeto, o al menos de su identidad: el recorrido del lenguaje, río de curso inmemorial, remueve aquellos sustratos depositados en la memoria (oscurecida) del ser y emerge, aún primigenia, en un canto de vida y de muerte. El proceso de reescritura explorado por Gamoneda, aunado a una negatividad en tanto que prevalece el deseo de despojar a lo individual de voz y de subsumir, como parte de este proceso, al lenguaje en un habla desde sí -ceñida a lo sacro-salvaje, no tocado, no tocable: intocable15-, atestigua la preeminencia que le es concedida al borrado de identidad en su sentido restringido. Aquello que se impone es la disolución de los coágulos del yo, su restitución en formas licuadas y abrazadas, en último término, a la corporeidad y porosidad de los objetos. Lo táctil irrumpe como lugar liminal desde el que el ser reajusta sus dimensiones. Cuanto pervive escasamente es una palabra sin autoría, solo voz o exposición de la sustancia infinita que conforma todo poema, energía permanentemente desbordada y rebosante de la experiencia subjetiva -en el sentido de un rebosar de esta, que a su vez queda completamente anulada-. Aquello que se percibe, e incluso materialmente se aprecia, es la disolución de lo fijado, un proceso que atesora la embriaguez de la imbricación entre pulsión vital e impulso de deshacimiento: la dicha de un nihilismo o aturdimiento desde el que el verbo deviene en energía creadora-destructora.
La voz del poeta se enraíza en el epicentro del lenguaje, si bien no desde la iluminación sino desde el apagamiento. Lo palpitante, identificado con el núcleo del verbo, no queda vinculado al cantor sino a la cosa cantada. El papel del poeta, terminación nerviosa, atenúa su valor en la medida en que se limita a articular la expresión remitente, en último término, a la nada blanquecina que baña lo real, quedando relegado el poeta a observar el dinamismo de la creación, y a exponerse a sí mismo como ser residual, perentorio, enajenadamente descifrado: "El velo se ha rasgado; súbitamente la vida queda reconocida como un arabesco angustioso, y se manifiesta su naturaleza ilusoria. En el hijo de un rey, el impulso hacia el dominio presagia la mayor victoria: al conocedor le será posible extinguir el foco de este incendio, cortar las raíces de este delirio de apariencia" (Colli 46). El cantor, por su parte, así lo testimonia:
Yo soy Nezahualcóyotl [...] y tú eres Yoyontzin, tú eres mi hijo. / Toma ya tu abanico y reúne tus flores para incorporarte a la danza sagrada. Toma ya tu cacao, bebe ya la flor del cacao y ven, entra, hijo mío, en la última danza. / Que comience el diálogo de los cánticos y las invocaciones. / Esta no es nuestra casa; no podremos vivir para siempre en la tierra. / También tú habrás de abandonarla, hijo mío (Gamoneda, Esta luz, vol. II. 392).
Son estas las palabras con las que Gamoneda cierra su traducción de los Cantos, dejando en el lector este mensaje que el rey-cantor nos ofrece como testimonio de la finitud vivida, en ocasiones gozada y finalmente despojada de ser como si de una piel ya inútil se tratase. El espejismo del mundo, su abanico de colores, queda disuelto en luz blanca.
Encontramos aquí que aquello que en Nezahualcóyotl da forma a una tensión opositiva, en Gamoneda se replantea desde una idea de anulación, embriaguez del apagamiento. No se ilumina, en verdad, el objeto para negarlo, sino que se despoja de significaciones superpuestas o, expuesto en forma de imagen, se oscurece la atmósfera habitada, atravesada por un relámpago que no puede definirse desde una idea de ser sino, a lo sumo, desde la revelación de la coesencialidad del sujeto/objeto con una nada. El presente apagamiento del mundo atesora en el poeta una energía creativo-destructiva acorde con las estéticas de la disolución que vertebran el horizonte estético del pasado siglo -en las que la creación deja paso a la descomposición o tachado del lenguaje- o el verbo de los más lúcidos heterodoxos. Todo ello como parte de un ejercicio orientado a la erradicación de sedimentos superpuestos -de un lenguaje superpuesto sobre un lenguaje sustancial, si así quiere verse- o de derogación de aquella palabra que envuelve el mundo en una cárcel de ideaciones sellando con ello la resonancia fundamental buscada por el poeta16:
Las palabras son expresiones impropias que establecen una red externa, un soporte para los sujetos representantes: así pueden manifestarse y circular las expresiones segundas, que en tanto que tales nacen clausuradas en una interioridad -"el universal primero se apacigua en el alma", dice Aristóteles- privada del aspecto resplandeciente, de la magia de la apariencia que caracteriza las expresiones primeras (Colli 191).
De estas últimas quedamos privados.
Eclipse del lenguaje
De entre los poemas que Gamoneda ha mudado de los Cantos de Nezahualcóyotl es el "Canto ante el destino" aquel en cuyas líneas encontramos con especial nitidez el reflejo de la fractura entre dos órdenes de realidad. Hacia el final del poema leemos, y no es problema reiterarlo, el lapidario: "Esta no es nuestra casa; no podremos vivir para siempre en la tierra. / También tú habrás de abandonarla, hijo mío" (Esta luz, vol. II. 392). La exposición cruda y desoladora del "Esta no es nuestra casa" delata el exilio del ser, o si se prefiere su abandono de una morada -aquella morada sacra al comienzo del texto aludida- que no es tal, como tampoco lo es, en correspondencia, el lenguaje. El poeta, que ansía encontrar realidad más allá de este, no advierte nada fuera de la red del orden conceptual17.
Canta, aquí, la naturaleza su son apenas audible por un individuo que atiende a la irrupción de esta y a su inmediato alejamiento. El sujeto deviene en contemplador de su propia desaparición. Los "signos y metáforas del mundo visible e invisible que substituyen, transfigurándolas, a las cosas aludidas" (J. L. Martínez 131) constituyen ahora un lenguaje indescifrable, ruinas de otra época que testimonian, tras el vacío iluminado por el cantor, una realidad e idealidad espectrales, quedando todo residuo sacro metamorfoseado como abono o resto orgánico. Una borrosa imagen de mundo se prefigura como teodramatización a punto de venirse abajo, derrumbada ya: aquello que el poeta escasamente afirma es el desplome de los cimientos de todo un orden simbólico. Lo iluminado revela una trágica fractura dado que el sujeto -la voz de Nezahualcóyotl o acaso la sociedad a la que representa- queda ya fuera del mundo.
El canto de Nezahualcóyotl se dirige a un dios -un no-dios, pura negatividad- tenido, en esos instantes, por puro reflejo, objeto especulativo tejido y destejido con el hilo del lenguaje, enredado a él, consustanciado con él. El poeta canta la densidad nihilista embrollada en la voz, su propio desplazamiento existencial. Si recogemos la idea de Martínez referente a que el rey-poeta no hace poesía sino teología, cuanto nos queda es la noción de que dios o el lenguaje, a través de sus criaturas, se queja de su no ser. Los términos, sobra decir, son intercambiables. Conforme a este apagamiento de la voz, conforme a su disolverse en una nada entrañal, de acercamos de nuevo a Mallarmé encontramos que, con su reducción del mundo al lenguaje, a su vez disuelto en el blanco de la página, se delata una des-encarnación -vector de fuga de la iconoclastia contemporánea-.
De otro autor "mudado" anteriormente aludido, en referencia a Helder, podríamos señalar algo no muy diferente. Nezahualcóyotl, por su parte, testimonia la desgracia no ya, o no solo, de la escisión de la propia vida, sino nuevamente del mismo lenguaje, que en tanto que objeto absoluto, signo que remite a sí mismo, denota, refleja y recoge un universo de imágenes ahora desvanecido. La forma de la realidad, en alusión a nuestro esquema de representaciones -y no deja de ser este otro lugar común-, no solo camina al compás de, sino que se ve condicionada por la forma del lenguaje, metáfora del mundo. La imagen resulta por completo contemporánea y viene a desintegrar todo un tejido simbólico. El lenguaje se hace excesivamente consciente, si bien, dada su capacidad para determinar la estructura de la realidad, con su disolución -la del lenguaje- determina, a su vez, la de esta última.
La poesía de Nezahualcóyotl nace en un momento en que se desintegra una percepción mágica del mundo al tiempo que emerge un esquema monoteísta -la propia "conversión" del rey-poeta a este modelo teológico ofrece pistas al respecto-, forma religiosa arraigada a un principio existencial según se desprende de los textos de Jeremías, de Job o en el Canto del arpista. Podríamos añadir que, con ello, no se deja de pasar, en un orden puro de ideas, de un irracionalismo de lo real a otro irracionalismo de lo real, resultando, sin embargo, que ambos atesoran una naturaleza racional desde sus preceptivas coordenadas. La aludida traslación de pensamiento va a denotar en los Cantos no ya un orden simbólico cohesionado, sino una tensión vinculable a la angustia con que se experimenta dicha traslación, formalizada como una herida.
Alcanzado este punto, se hace preciso insistir en que todo esquema racional ha de preservar un orden no racionalizado que permita su respiración, así como articular nuevas formulaciones o revisiones -en su sentido fuerte- de lo real. La pérdida de sustancia imaginal vivenciada por el rey-cantor se rearticula en la voz de Gamoneda, medio milenio después, conforme al nuevo deceso de una imago mundi, quedando el sujeto repentinamente aturdido una vez despertado de su enajenado sueño. Con la incipiente fragmentación del cosmos la organicidad del mundo habitado por Nezahualcóyotl queda definitivamente anulada, la armonía distorsionada y el duplicado de la realidad que sustentaba su tradición poética -sin que importe si escrita o no- fijado a un grado no asumible de conciencia -autoconciencia-:
En aquel bosque de símbolos de una mitología omnipresente, en que les era forzoso vivir y expresarse, y en que el mar no era mar, ni la tierra tierra, ni el sol sol, ni el tigre tigre, ni las flores flores, sino que todo era disfraces de la divinidad; dentro de aquella concepción místico-guerrera que los dominaba, y en la que les era preciso aceptar con alegría que la plenitud del hombre se manifiesta con la muerte en guerra, lo único real, viviente en sí mismo, que tenía era su soledad y su desamparo de hombres. Acaso muchos lo sentían confusamente así, pero Nezahualcóyotl y los poetas nahuas de su tiempo lo expresaron (J. L. Martínez 133).
Junto a una inicial visión animista, Martínez expone la idea de un vaciamiento producido al tiempo que un modelo monoteísta viene a presentarse como fundamento o, en este caso, como vaciamiento de lo real. Llevado esto al ámbito del lenguaje, la autoconciencia, vértice poético, se presenta impresionada sobre una palabra distanciada del mundo de cosas. El individuo, metafóricamente expulsado de la naturaleza, queda así en tierra de nadie.
El colapso dibujado responde a una situación natural en épocas cismáticas que cabe aclarar a partir de las consideraciones de Jaspers. Su idea, desarrollada en Origen y meta de la historia, relativa a la entrada en el tiempo-eje -para el autor acontecida en la época, amplia, en que se escribieron los primeros textos filosófico-morales- cabe vincularla, si bien invirtiendo el sentido que el filósofo le concede, con un despertar a la paradójica irrealidad de una realidad construida por medio del lenguaje: lo irreal es, en cierto modo, el lenguaje, no el mundo. Mediante el lenguaje el poema busca el mundo, se busca a sí. De expresarse en el marco teológico en que se mueven los Cantos, cabe añadir que el dios -en tanto que metáfora de un lenguaje racionalizado- busca un mundo que escapa de sí. Señala Jaspers que:
Lo que existió antes del tiempo-eje pudo ser grandioso -como la civilización babilónica, la egipcia, la india, la primitiva cultura china-, pero todas ellas vivían como dormidas. Esas viejas civilizaciones se prolongan y persisten sólo en aquellos de sus elementos que ingresan en el tiempo-eje y son recogidos y admitidos por el nuevo comienzo. En comparación con la claridad de la existencia humana en el tiempo-eje, cae sobre las viejísimas culturas precedentes un velo espeso, como si en ellas el hombre no se hubiera descubierto realmente a sí mismo (249).
Sin necesidad de refutar en detalle la visión del autor alemán, basta con proponer que el ser se tendrá por despierto en aquellos momentos en que su constructo simbólico no ofrezca fisuras, o que, si puede hablarse de un despertar con la entrada en un tiempo-eje, tal fenómeno llegará acompañado de un acento marcadamente existencial, un sentimiento de abandono o incluso una comprensión de uno mismo como ofrenda de sacrificio. Sea cuanto sea, el desplome de una imago mundi o la emergencia paulatina de otra, instala al sujeto en una esfera escindida en la que, vértigo invertido, la distancia respecto de cualquier fundamento queda hipertrofiada hasta lo abisal.
El ser reside en la voz: coincidencia del ser y la palabra
Dado que en un orden profético-poético el ser reside en la voz, consecuentemente, en el traslado de un poema a otra lengua cabe comprender que cuanto pervive es la musicalidad de la sustancia, que en verdad no es cantada por el poeta pues es ella la que se dice a sí misma. El cantor pone las palabras, ofrece el cauce sobre el que la voz energético-anímica circula libremente. El trabajo poético, desde esta concreta perspectiva, es entendido como una construcción de articulaciones, un tejido nervioso, en ocasiones enajenado, sobre el que esa potencia se libera, se expande y revitaliza un espectro de realidad. Con el decir del poeta este se hace consciente de que su realidad, confundida con el mundo lingüístico, con el espejismo racional, es por completo ilusoria.
Cuanto prevalece es, por tanto, la idea de una subjetividad consciente de su espectralidad, consciente no solo de su conciencia, sino de su autoconciencia. Expresado desde su revés, se articula la idea de que fuera del lenguaje la subjetividad, positivamente, se apaga, se pierde en la sustancialidad que viene a presentar al ser individual, en referencia a su ser consciente, como mera ilusión -de nuevo próximos, aquí también, a Mallarmé-. El lenguaje, así entendido, determina especularmente la finitud y caducidad del sujeto, cimbreándose -el lenguaje- sobre un fondo -siempre blanquecino en Gamoneda- propuesto como espacio absoluto si bien de neutra significación; pared blanca, página en blanco -Mallarmé-, espectro difuso -Trakl- sobre el que quedan apagadas, huérfanas, las formas de la vida.
Se da en ello una situación común a creadores en exceso conscientes del lugar de la palabra en el juego de representaciones, un juego del que, deliberadamente, en el momento en el que el ser se presiente o se sabe pieza en el tablero -o dado en el cubilete, en alusión a la poética de Mallarmé-, ya no se toma parte, o si así ocurre es desde una vivencia marcadamente disociada, en cierto modo trágica. En lo que respecta a la situación de Nezahualcóyotl, puesto que el valor mágico del mundo se ha disuelto, se evidencia ante todo una distancia insalvable entre el mundo articulado conceptualmente por el sujeto y el mundo en sí. El individuo no participa de lo real, sino que se vuelve espectador de lo real.
Eclipsado el mundo encantado, solo es posible razonar sobre esta pérdida. El apagamiento o agotamiento se hace explícito: la palabra pierde su potencialidad creadora y únicamente resuena un tono existencial resultante de lo irreal o vacío del mundo de representaciones, del mundo culturalmente signado. Tanto el rey-cantor como Gamoneda en su mudanza revelan así una negatividad, asumen un carácter interrogativo a modo de irradiación fundamental: "¿Qué habrá entonces después de la muerte? ¿Habrá allá una vida? ¿No habrá allá ni tristeza ni recuerdos? ¿También habrá allá una casa y una vida para nosotros? Sólo preguntas cierran el hermoso poema 'Los cantos son nuestro atavío'" (J. L. Martínez 118)18. Martínez, en este mismo pasaje, hace referencia a un "futuro cegado [que es] acaso una de las raíces de la angustia" (118)19, rasgo asumido por un Gamoneda que, cuanto deja ante nosotros, una vez borrado el universo de símbolos, es solamente un vacío, la tachadura o el oscurecimiento de la imagen, si se prefiere la ceguera producida por la blancura que el poeta alcanza a vislumbrar como fondo último de su dominio poético. La angustia de la voz ante la nada, más que una queja ante lo que no es, expone en su caso un sentimiento de abandono. Podría hablarse también de una carencia de calor. Aquello que se esclarece es, en fin, un interrogante, una reflexión sobre una imagen perdida, una voz entregada a recorrer, con fantasmal gestualidad, su pasado y su presente.
Reflexión final
En la mudanza que Gamoneda realiza del poema "La última flor", en concreto en su parte final, que a nuestro juicio recoge su esencia, se respira un aliento epicúreo que tanto recuerda a las dulces composiciones de Bai Juyi [772-846], autor, de entre los casi tres mil poemas que compuso, del Canto a la infinita tristeza, acaso uno de los textos orientales más conocidos en Occidente. Si acudimos de nuevo, por última vez, a José Luis Martínez, leemos que:
En la última parte del poema en que interviene Nezahualcóyotl éste habla de la poesía como flor que embriaga, y al final, como en los grandes poemas elegiacos, el poeta se refiere a su muerte como la muerte de la palabra poética: "Dentro de mi corazón se quiebra la flor del canto: ya estoy esparciendo flores", pero tiene la esperanza de que su fama vivirá por sus palabras y que sus cantos -como lo había anticipado en "Deseo de persistencia"- serán a la vez su mortaja y su resurrección: "Con cantos alguna vez me he de amortajar, / con flores mi corazón ha de ser entrelazado" (135).
Lo que Nezahualcóyotl ofrece desde cierta exaltación epicúrea de la vida y de las cosas hermosas que el poeta encuentra en esta, en Gamoneda -extrapolando todo ello al conjunto de su obra- adquiere un tono más resignado, delator de una reducción a cenizas, al no ser, de lo cantado. Los versos que del rey-cantor toma el leonés de adopción se modulan, en justa línea con su poética, hacia lo elegíaco: "yo iré allá para desaparecer como desaparece el humo en el aire, / seré tendido sobre esteras de plumas amarillas / y las ancianas llorarán por mí" (Gamoneda, Esta luz, vol. II. 390). La casa del ser es ahora su tumba. Cada frase adquiere el carácter de epigrama funerario. Las plañideras hacen acto de aparición y el lenguaje es el medio que el poeta encuentra para representar su desaparición -de algún modo adelantándose a ella como si con ello pudiese disfrazar su no haber sido-20.
En este último pasaje, con el que se pone fin al presente estudio, la voz se expresa, como la imagen en los retratos funerarios, desde su no ser. La palabra es capaz de hacerse advertir desde su reverso. No solo el lenguaje, sino la existencia misma se abre entonces como lecho mortuorio, entrada en la blancura o en el "no" que la tensiona.