SUMARIO
Introducción. 1. Constitucionalismo y convencionalismo dialógicos. 2. El caso Gelman y la deferencia a las decisiones democráticas fuertes. 3. Legitimidad democrática, control procedimental y calidad deliberativa. 4. Legitimidad ecológica y responsabilidades convencionales del Estado. 5. Comparando decisiones públicas desde un convencionalismo dialógico de tipo cooperativo. Conclusiones. Referencias.
INTRODUCCIÓN
La confianza en las instituciones y entre instituciones es una condición fundamental para la estabilidad y legitimidad de las estructuras políticas desde las que ejerce el poder en contextos de pluralismo. Por esta razón, no pocos teóricos han ensayado dinámicas constitucionales centradas en fórmulas cooperativas como alternativa a mecanismos rígidos de distribución de autoridad. Una de estas propuestas es la del constitucionalismo dialógico, que tiene en Roberto Gargarella a uno de sus más prominentes defensores, y que suele presentarse como un paso adelante respecto al tradicional sistema de frenos y contrapesos para orientar la interacción entre poderes en las democracias constitucionales modernas. Gargarella articula su modelo de un constitucionalismo dialógico desde un compromiso fuerte con los ideales democráticos, y con la convicción de que la justicia dialógica, además de acercar los tribunales a la ciudadanía, contribuye a la legitimidad de las altas instancias judiciales tanto a nivel doméstico como internacional.
En este trabajo me centraré en la manera como Gargarella concibe la dinámica dialógica en el marco de los tribunales internacionales de derechos humanos. Una vez haya resumido su propuesta en este aspecto, me detendré en su forma de usar este modelo para objetar el razonamiento de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, Corte IDH o la Corte) en el caso Gelman vs. Uruguay1. Las preguntas que aquí trataré de responder son dos: primero, si el constitucionalismo dialógico es un apoyo tan sólido como Gargarella pretende para concluir que la Corte IDH debería haber sido más deferente con Uruguay y su Ley de Caducidad2; segundo, si el constitucionalismo dialógico, tal como Gargarella lo concibe, es el mecanismo idóneo para asegurar la legitimidad de los fallos de un tribunal internacional de derechos humanos en el tipo de casos que este autor se plantea.
1. CONSTITUCIONALISMO Y CONVENCIONALISMO DIALÓGICOS
En un trabajo de 2014, Gargarella aboga por el constitucionalismo dialógico como un modelo en el que la ciudadanía y los diversos poderes del Estado interactúan para moldear las exigencias constitucionales a lo largo del tiempo3. Esta forma de constitucionalismo piensa en un sistema institucional que incentiva un diálogo que se proyecta en el tiempo y cuyo objetivo es la interpretación constitucional. Se trata de un intercambio de razones entre iguales, en el que participan tanto las instituciones como los ciudadanos, y se limita a las cuestiones de moralidad intersubjetiva4. El constitucionalismo dialógico de Gargarella, en resumen, tiene una vocación igualitaria, deliberativa e incluyente. Estos elementos dotan a su propuesta de una raíz democrática profunda, de tal manera que su propuesta, a diferencia de otras más elitistas, no se concentra meramente en tratar de identificar nuevas formas de diálogo entre poderes sino que busca más que nada la participación efectiva de la ciudadanía en el diálogo constitucional. Cuando esta inclusión se produce, el resultado del proceso político goza de un nivel de legitimidad que merece respeto institucional5.
Como muchos otros teóricos de la democracia, Gargarella utiliza dos razones para demandar que el juez constitucional persiga esta forma de diálogo: que tenemos desacuerdos profundos sobre cómo resolver los conflictos y dilemas morales que enfrentamos como sociedad y que, frente a tal desacuerdo, los jueces no poseen legitimidad democrática para decir la última palabra sobre el contenido de las exigencias constitucionales6. Ahora bien, ello no implica que la legitimidad democrática de esta última palabra resida en las voluntades de un parlamento o de la mayoría de ciudadanos. Las condiciones de igualdad, deliberación e inclusión restringen la legitimidad de estas voluntades, con lo que podríamos decir que, en el constitucionalismo dialógico, nadie está autorizado a decir la última palabra sobre cómo resolver nuestros conflictos de valores porque, como veremos en la sección siguiente, esta legitimidad proviene de la amplitud y profundidad del debate público7.
Por esta razón, el filósofo argentino opina que los altos tribunales se ajustan a la justicia dialógica cuando se ponen al servicio de la discusión pública y usan el control judicial como motor y garante de una deliberación colectiva igualitaria e incluyente8. Para cumplir esta función, el poder judicial no puede limitarse a aplicar las cláusulas constitucionales imponiendo su propia interpretación. El juez dialógico está abierto a buscar fórmulas para incorporar todas las voces en la interpretación constitucional (mesas de diálogo, audiencias, consultas, intervenciones) y prioriza respuestas que promuevan la deliberación colectiva (directivas, plazos, pautas flexibles). Al mismo tiempo, a más de aportar argumentos al debate colectivo, el juez dialógico actúa como garante de la calidad deliberativa de las decisiones mayoritarias, forzando a que estas decisiones estén fundadas en argumentos de carácter público9.
Si trasladamos este modelo a la práctica internacional de los derechos humanos y a sus instrumentos de protección, podríamos hablar de un "convencionalismo dialógico". Aunque el alcance de un tratado como la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José) es mucho más limitado que el de una constitución, y estamos en otro marco de relaciones institucionales, esta visión nos invita a imaginar que la interpretación de la Convención a lo largo del tiempo surge de un intercambio argumentativo entre la ciudadanía sujeta al Pacto de San José y las instituciones nacionales e internacionales que conforman esta estructura multilateral. Este diálogo tendría una vocación igualitaria, deliberativa e incluyente, con lo que la función primordial de la Corte IDH sería fortalecer una comunidad deliberativa en torno a las exigencias de derechos humanos10.
Para hacer efectivo un convencionalismo dialógico, la Corte puede emplear todos los instrumentos que he mencionado para incorporar voces ausentes y promover la deliberación, pero me voy a centrar en su papel de garante de la calidad deliberativa de las decisiones mayoritarias, algo que en el marco del Convenio Europeo de Derechos Humanos se ha presentado bajo la forma de un control procedimental de racionalidad. Según esta idea, el tribunal internacional debería prestar mayor atención a cómo se ha alcanzado una determinada medida restrictiva de derechos que al propio contenido de la medida11. Como refleja el examen crítico que Gargarella efectúa del fallo de la Corte IDH en el caso Gelman, su convencionalismo dialógico abogaría por que la Corte, cuando están en juego decisiones democráticas sobre el futuro de una sociedad, se limitara a realizar este control procedimental o de calidad deliberativa.
En la próxima sección expondré brevemente la posición de Gargarella en torno a qué nivel de deferencia deben los tribunales internacionales a las decisiones democráticas y cómo aplica sus reflexiones en este punto al fallo del caso Gelman.
2. EL CASO GELMAN Y LA DEFERENCIA A LAS DECISIONES DEMOCRÁTICAS FUERTES
Gargarella ha prestado atención al caso Gelman en varios artículos donde se ha preocupado por los límites democráticos a la adjudicación internacional en derechos humanos. Siguiendo con el presupuesto del desacuerdo persistente, su análisis parte de que una medida estatal puede tener mayor o menor legitimidad democrática, lo que nos permite distinguir entre decisiones democráticas débiles y fuertes. Una decisión democrática fuerte, esto es, una medida estatal que ha sido fruto de un debate deliberativo amplio y profundo, posee el grado de legitimidad que justifica una actitud deferente por parte del tribunal internacional.
En opinión de Gargarella, la Ley de Caducidad uruguaya, a diferencia de otras leyes de amnistía en la región, es un ejemplo de decisión democrática fuerte. En sus términos:
Una buena ilustración de una decisión democrática fuerte, sería la ley adoptada en Uruguay que concedía una amnistía a aquellos involucrados en violaciones graves de derechos humanos durante el período militar. La discusión sobre los perdones incluyó no solamente a la gente en las calles, artículos a favor y en contra de la decisión que fueron publicados en los principales diarios, debates en la televisión, sino también -y sobre todo- dos consultas populares directas llevadas a cabo por el gobierno uruguayo. [...] Por supuesto que al decir esto -que la decisión uruguaya de conceder perdones por las violaciones de derechos humanos fue democráticamente fuerte- no me refiero a que tal decisión fue buena o justa, o la mejor decisión moral ante los crímenes masivos que ellos sufrieron. Simplemente, pretendo decir que tal decisión representó una respuesta estatal permisible, que fue el resultado de un fuerte debate democrático12.
Su objeción general al razonamiento de la Corte IDH en este caso es que el tribunal (un órgano con credenciales democráticas muy débiles) no tuvo en cuenta el grado de legitimidad democrática de la norma en el momento de valorar si la amnistía prevista vulneraba los derechos de la Convención13. Ciertamente, el fallo de la Corte no otorga relevancia alguna al elemento democrático ni distingue la Ley de Caducidad de los casos de auto-amnistías en regímenes dictatoriales o de las dictadas de espaldas al procedimiento democrático14. La Corte iguala todas estas medidas por tratarse de generales (ya sea directamente o por sus efectos) y considera que, con independencia de cómo se hayan gestado, violan la obligación convencional de los Estados miembros, prevista en el artículo 1.1 del Pacto de San José, de prevenir, investigar y sancionar graves violaciones de derechos humanos.
Además del argumento del respeto que merece una decisión democrática fuerte como la uruguaya, Gargarella añade dos críticas adicionales. Por una parte, ahondando en la idea del desacuerdo acerca del contenido y alcance de los derechos, indica que la Corte IDH adoptó una interpretación controvertida del artículo 1.1, ya que esta disposición no indica de forma explícita que el Estado tenga la obligación de perseguir y sancionar estas violaciones. Lo que el artículo prevé es la obligación del Estado de respetar los derechos convencionales y garantizar su disfrute sin discriminación. Por otra parte, este autor también objeta que la Corte, de forma acrítica, concibe el castigo punitivo de los responsables como la única reacción estatal justificada frente a graves violaciones de derechos humanos. Aquí Gargarella defiende que una comunidad plenamente democrática debe poder elegir la forma en que quiere tratar este tipo de conductas y, al mismo tiempo, que el castigo penal no tiene por qué ser la mejor respuesta a los crímenes masivos15.
Dejaré al margen la interpretación del artículo 1.1 de la Convención y el tema de si el castigo penal es la respuesta adecuada frente a crímenes masivos. Me interesa destacar ahora que en la crítica de Gargarella al fallo en el caso Gelman hay involucradas dos objeciones diferentes. La primera es que la Corte IDH haya efectuado un juicio abstracto de compatibilidad con la Convención, es decir, que se haya centrado en determinar si el contenido de la decisión pública es compatible con el respeto a los derechos humanos; la segunda, que no haya distinguido la Ley de Caducidad, cuyo grado de legitimidad democrática merece deferencia, del resto de amnistías intentadas en la región. A mi modo de ver, el convencionalismo dialógico dirige a la primera objeción, pero no necesariamente a la segunda. Veamos por qué.
3. LEGITIMIDAD DEMOCRÁTICA, CONTROL PROCEDIMENTAL Y CALIDAD DELIBERATIVA
En su valoración crítica del caso Gelman, Gargarella mantiene una visión exigente de qué es lo que garantiza la legitimidad democrática de una decisión nacional. De un lado, no basta que esta decisión provenga de la regularidad democrática si no se ha dado voz a todos los ciudadanos por igual16. De otro lado, esta decisión debe ser el fruto de un intercambio argumentativo y no de la mera voluntad de un Estado democrático, por lo que su legitimidad depende también de la profundidad del debate previo a su adopción. De su modelo dialógico podemos extraer, entonces, que un tribunal internacional, cuando discrepa del criterio nacional, no debe sin más reemplazar la discusión democrática pero sí tiene la función de controlar que la medida estatal sea el fruto de una deliberación pública amplia y profunda.
La cuestión, sin embargo, es qué alcance deben tener las exigencias de amplitud y profundidad deliberativas cuando estamos pensando en un convencionalismo dialógico y, por tanto, cuando la justicia dialógica se aplica a un marco de cooperación internacional en la protección de derechos humanos. Gargarella asume que la medida uruguaya cumple estas exigencias. En este sentido, observa, "el pueblo uruguayo, de forma colectiva, estableció su visión de un tópico extremadamente difícil, luego de un cuidadoso, detallado y amplio debate", y también afirma que "la decisión examinada fue el resultado de un fuerte proceso de deliberación democrática", que "una comunidad democrática logró producir un acuerdo excepcionalmente democrático"17. ¿Pero son estas consideraciones suficientes para afirmar que la decisión uruguaya cumple con las exigencias dialógicas de amplitud y profundidad?
Ya he comentado que Gargarella percibe la participación ciudadana directa en el mantenimiento de la Ley de Caducidad uruguaya como un indicador de la fortaleza democrática de esta decisión. Ahora bien, no debemos olvidar que tampoco se trata de una decisión democrática fuerte en cuando a respaldo ciudadano, en particular si tenemos en cuenta que los resultados en las dos consultas populares fueron ajustados (con un 57.6% de apoyo a la ley en 1989 y un 52.3% en 2009), y que este apoyo disminuyó con el tiempo. Lo que muestran estos resultados es que la sociedad uruguaya se encuentra dividida en torno a la cuestión de dejar atrás el pasado por medio de una amnistía, y que con los años esta división ha persistido. Incluso podríamos defender con sentido que una decisión de tanta trascendencia para una sociedad (decisión que el propio Gargarella asimila a un momento constitucional ackermaniano), que puede forzar a todos a convivir con un pasado de crímenes masivos que queden impunes, requiere un porcentaje mucho más alto de apoyo popular para poder predicar su fortaleza democrática. Para valorar la adecuación de esta exigencia de mayoría cualificada también deberían tenerse en cuenta las consecuencias tan relevantes de una u otra decisión para las víctimas de la dictadura y la evolución de la jurisprudencia interna sobre su constitucionalidad18. Pero no me detendré en las cuestiones de amplitud sino en las de profundidad.
Aunque, en su análisis del caso Gelman, Gargarella no desarrolla una concepción sobre la exigencia de profundidad deliberativa, su perspectiva la podemos extraer de algunas de las funciones que asigna al juez dialógico, en particular las de forzar a que los legisladores justifiquen sus decisiones y evitar que estas decisiones no estén fundadas en argumentos públicos19. Ahora bien, ¿qué tipo de control está legitimado a ejercer un tribunal internacional de derechos humanos cuando le asignamos una función de garantizar que la decisión nacional esté justificada en argumentos públicos?
Podemos afirmar, como punto de partida, que en un marco cooperativo como el Sistema Interamericano, en el que son los Estados los que poseen la función primaria de proteger los derechos de la Convención, el rol dialógico que podemos asignar a la Corte IDH será el de garantizar una calidad deliberativa mínima en el proceso que ha conducido a la medida impugnada. Aún así, esta exigencia mínima de profundidad debe medirse en términos de racionalidad y no de voluntad democrática. En Gelman, los elementos de profundidad no pueden consistir, entonces, en el hecho de que la decisión fue precedida de dos consultas populares (este hecho tiene que ver con la amplitud deliberativa). La exigencia de profundidad mide si la Ley de Caducidad fue fruto de un largo debate en el que se valoraron seriamente las razones a favor y en contra de adoptar una amnistía general, tratando de alcanzar una solución al conflicto que todos pudieran razonablemente aceptar (bajo el presupuesto habermasiano de que los participantes en la discusión necesitan ser sensibles a la fuerza del mejor argumento20). Si ello es así, a diferencia de la amplitud, que requiere incorporar la voz de todos los afectados, la profundidad requiere que la ley uruguaya y su mantenimiento puedan ser presentados como un ejercicio razonable de proporcionalidad.
Gargarella pasa muy por encima la cuestión de por qué considera que la gestación y continuidad de la Ley de Caducidad ha ido acompañada de un debate argumentativo profundo, contentándose con afirmar que hubo una intensa discusión en los medios y que el debate, además de tener una amplia participación, fue transparente y limpio21. El filósofo argentino se centra más bien en la legitimidad democrática que proviene de la amplia participación ciudadana en la decisión. Pero si un convencionalismo dialógico debe atender a los dos elementos deliberativos, es importante preguntarse si la sociedad uruguaya realizó un esfuerzo argumentativo razonable para justificar la decisión. Como indica el propio autor, en esta valoración podemos distinguir entre un argumento público y un argumento correcto, pero el tribunal internacional debe fiscalizar si, efectivamente, se realizó un examen razonable de proporcionalidad, una cuestión que en parte es procedimental y en parte de contenido22.
De forma previa al fallo de la Corte IDH en el caso Gelman, la Ley n.° 15.848, aprobada por el Parlamento uruguayo el 22 de diciembre de 1986, había tenido sin duda una vida convulsa, con debates cíclicos sobre su validez y legitimidad, intentos de anulación y derogación, consultas populares y fallos dispares de la Corte Suprema de Justicia sobre su constitucionalidad23. En este sentido, resulta obvio que estamos ante una medida sobre la que ha habido un amplio debate social. Sin embargo, la cuestión dialógica relevante es si, a lo largo de este debate, una norma que decreta la caducidad del ejercicio de la pretensión punitiva del Estado para los delitos políticos cometidos en la dictadura se ha sujetado a este examen minucioso de proporcionalidad. ¿Se valoraron otras alternativas menos gravosas para los derechos humanos que pudieran permitir dejar atrás el pasado o, en los términos de la propia Ley de Caducidad, concluir la transición hacia la plena vigencia del orden constitucional? Así, incluso si Gargarella tuviera razón en su consideración de que el castigo penal no tiene por qué ser la mejor respuesta a los crímenes masivos, ello no implica que la amnistía general sea la única alternativa que cabe barajar frente a un castigo penal al uso. Entre el todo y el nada en cuanto a reacción, habría opciones intermedias que podrían haber sido examinadas con detalle.
Dado mi desconocimiento del contexto, no entraré a valorar esta cuestión, pero cabe indicar que ninguna de las alegaciones del Estado en el caso Gelman va en esta dirección de justificar con argumentos el porqué de la creación y mantenimiento de la Ley de Caducidad. Atendiendo a la historia de esta norma en el siglo xxi, el debate argumentativo interno parece haber ido en la dirección contraria, la de considerar que se trata de una norma inconstitucional que atenta contra el derecho internacional, al menos si atendemos a los sucesivos fallos de la Suprema Corte de Justicia de Uruguay entre 2009 y 2011 declarando su inconstitucionalidad24.
Mi hipótesis es que si este debate profundo no tuvo lugar, especialmente con un resultado favorable a la norma, el convencionalismo dialógico no debería apoyar la deferencia de la Corte IDH, más bien al contrario. Usando los términos de Jorge Ernesto Roa, un modelo dialógico "completo" podría entonces exigir una actitud de interferencia ante la amnistía uruguaya25.
A pesar de que Gargarella considera que la profundidad del debate es una de las condiciones de una decisión democrática fuerte, en el caso Gelman su interés central es la amplitud de la participación ciudadana en el mantenimiento de la Ley de Caducidad. Pero, en mi opinión, ni la participación ciudadana, ni la legitimidad democrática deberían ser un centro prioritario de interés, o al menos el único centro de interés, en el momento de valorar la deferencia internacional que la decisión uruguaya merece.
En la próxima sección justificaré por qué debemos rechazar la centralidad de la legitimidad democrática en un modelo dialógico aplicado a un convenio internacional de derechos humanos.
4. LEGITIMIDAD ECOLÓGICA Y RESPONSABILIDADES CONVENCIONALES DEL ESTADO
En algún otro trabajo he mantenido que ni la legitimidad democrática ni la legitimidad de compromiso derivada de la firma de un tratado son los parámetros centrales de moralidad política desde los que deberíamos orientar el funcionamiento de una estructura cooperativa de carácter internacional como el Pacto de San José26. Un número de voces creciente en Latinoamérica apela a consideraciones de legitimidad democrática para demandar un mayor ejercicio de subsidiariedad por parte de la Corte IDH, y estas voces suelen tener como réplica el argumento del compromiso internacional adquirido por los Estados al firmar la Convención y otorgar a la Corte la autoridad para interpretar sus exigencias. Pero la legitimidad democrática se aproxima a una estructura internacional desde una lógica doméstica de moralidad política, obviando que los Estados son aquí parte de un sistema de cooperación más amplio. Por su parte, la legitimidad de compromiso olvida que un tratado internacional es un instrumento vivo y que, por tanto, los compromisos que contiene se transforman a lo largo del tiempo.
Una alternativa a estos dos enfoques es pensar la pregunta por la legitimidad en los sistemas internacionales de derechos humanos como una cuestión "ecológica", tal como ha propuesto Allen Buchanan27. Un sistema de derechos humanos está configurado desde la actuación coordinada de diferentes instituciones, y su propia operatividad requiere el reconocimiento mutuo entre los actores involucrados, reconocimiento que, a su vez, hace posible la cooperación que debe darse para alcanzar los fines de la Convención. Si adoptamos este punto de partida, en el marco internacional no podemos determinar si una institución es legítima mirando solo sus propias características, es decir, valorándola de forma aislada. Su legitimad dependerá de cómo interactúa con el resto de actores del sistema. Cuando nos concentramos en la legitimidad ecológica, pues, pensamos en estructuras complejas con diversos actores y valoramos la autoridad moral de cada institución de modo relacional, preguntando por el tipo de interrelación y distribución de funciones que contribuye a reforzar la legitimidad de cada una de ellas y del sistema en su conjunto. Desde esta idea, el hecho de que la Corte IDH carezca de la legitimidad democrática que poseen los Estados respecto a sus propios ciudadanos no implica que carezca de legitimidad ecológica en el Sistema Interamericano; y, del mismo modo, que un Estado tenga legitimidad democrática no comporta que también tenga legitimidad ecológica dentro del sistema de la Convención. Como comenta Buchanan, los actores de un sistema de derechos humanos se legitiman recíprocamente. La función que desempeña la corte internacional contribuye a la legitimidad de los Estados porque refuerza la implementación doméstica de los derechos y mitiga los defectos del funcionamiento democrático para los grupos minoritarios. Al mismo tiempo, los Estados democráticos contribuyen a la legitimidad de la corte porque, de una parte, participan en esta estructura internacional aportando su pedigrí democrático (participación que también les aporta a ellos mayor legitimidad por su disponibilidad al control externo); y porque, de otra parte, retienen las funciones de creación normativa y ejecución, evitando así que el tribunal vaya más allá de sus capacidades, lo que disminuiría su legitimidad28.
Esta lógica de legitimación recíproca se plasma en un modelo de convencionalismo dialógico donde la interpretación de la Convención a lo largo del tiempo está menos centrada en la legitimidad democrática y más preocupada por la cooperación en la protección de derechos humanos. Como he defendido en otro lugar, la legitimidad ecológica favorece una comprensión menos estatista y más cooperativa del principio de subsidiariedad en la adjudicación internacional, en la que la prioridad de lo local se condicione a un equilibrio entre pluralismo y unidad que optimice el sistema en su conjunto29. Los ingredientes básicos de esta idea de subsidiariedad son la eficacia cooperativa (la cooperación no tendría sentido si no es eficaz para el fin común que se persigue) y el reconocimiento mutuo entre actores (que hace posible la continuidad de esta cooperación). Desde esta perspectiva, la prioridad del criterio del Estado, por mucha legitimidad democrática que posea su decisión, está condicionada a que las autoridades nacionales estén mejor posicionadas que un órgano internacional para decidir la forma adecuada de gestionar un determinado conflicto que afecta a derechos humanos.
La cuestión central para un convencionalismo dialógico es de qué depende que el Estado esté mejor situado para decidir. Mi idea es que un sistema cooperativo con vocación de permanencia, cuyos ejes son la eficacia protectora y el reconocimiento mutuo, vincula la mejor situación del Estado a su confiabilidad en tanto institución que colabora en un sistema regional de protección de derechos humanos30. En Europa se ha hablado de la subsidiariedad como una moneda de dos caras, que no solo habla de las responsabilidades del órgano internacional sino también de las responsabilidades que tienen los Estados31. Yo diría que hay al menos tres responsabilidades cooperativas cuyo cumplimiento muestra que el Estado es un actor confiable en un sistema regional de protección.
La primera es una responsabilidad de imparcialidad o neutralidad, que se ve comprometida cuando el Estado tiende a privilegiar un determinado grupo de interés, adopta doctrinas comprensivas o cede ante la presión de la moralidad dominante en detrimento de sus minorías. Esta imparcialidad es también la que persigue Gargarella en su modelo dialógico de corte democrático. Así, afirma este autor, "el sistema democrático se justifica sólo y en la medida en que contribuye a que tomemos decisiones imparciales", con lo que el juez dialógico, continúa el autor, bloquea "la posibilidad de que el proceso de toma de decisiones se convierta en una mera fachada al servicio de particulares grupos de interés"32. Cuando esta imparcialidad en la protección de derechos humanos falla, la confiabilidad cooperativa del Estado se pone en entredicho.
La segunda es la responsabilidad de adoptar lo que se ha denominado una "cultura democrática de la justificación", que sujeta a cualquier institución pública a una demanda de justificación dirigida a mostrar que los derechos están integrados en sus motivaciones para actuar. En términos de David Dyzenhaus:
A culture of justification is not only one in which parliamentarians offer political justifications to the electorate for their laws, but is also one in which they offer legal justifications in terms of the values set out in the bill of rights. That is a kind of political justification. But it is more than a justification of why one policy is better than another since it is also a justification of why the policy is consistent with the legally protected rights of those it affects. Moreover, it is a justification not only to citizens but also to courts, a feature inherent in the structure of a bill of rights that permits rights to be limited33.
Una cultura de la justificación (demanda que puede incluir al conjunto de la ciudadanía en el debate público) es también lo que reclama Gargarella cuando nos habla de que el juez tiene la función de forzar que el diálogo social redunde en decisiones fundamentadas en argumentos públicos. Así, en la instancia internacional, no basta constatar el carácter democrático del Estado o que la medida cuestionada provenga de un órgano democrático sino que, en línea con Gargarella, la confiabilidad cooperativa del Estado depende de la calidad deliberativa de la medida impugnada; de nuevo, del grado de amplitud y profundidad del debate interno que acompaña a la decisión nacional.
Por último, la tercera es la responsabilidad de adoptar una perspectiva convencional. Este deber cooperativo demanda que el diálogo público en sede nacional mantenga una mirada externa, el punto de vista del Convenio, podríamos decir, y que los actores domésticos muestren una capacidad de autorregulación convencional34. La confiabilidad del Estado disminuye cuando, por ejemplo, no hay disponibilidad local hacia el control externo para corregir déficits del mayoritarismo democrático, el debate público no incorpora los argumentos acumulados en sede internacional o se carece de una visión de conjunto en la protección regional de derechos. En un modelo dialógico de largo recorrido, la exigibilidad de esta visión de conjunto podemos sujetarla a una lógica incremental. A medida que los Estados van consolidando una cultura deliberativa de la justificación y, a partir de ella, se van formando consensos de mejora en la región, aumentarán la confiabilidad de los actores del sistema y las posibilidades de cooperación conjunta. Ello permitirá también aumentar las exigencias de mirada convencional (siempre en la forma de mínimos)35. Así, la demanda de un incrementalismo paulatino, que combine la mejora sustantiva con una garantía razonable de la seguridad jurídica, puede contemplarse como un instrumento de presión legítima sobre el Estado que proviene del resto de Estados y actores del sistema de la Convención, y cuyo objetivo es facilitar el progreso colectivo hacia un objetivo común36.
A los efectos de este trabajo, me interesa utilizar estas tres responsabilidades convencionales del Estado para justificar mi desacuerdo con la conclusión de Gargarella sobre el fallo de la Corte IDH en el caso Gelman, para pasar luego a comparar la Ley de Caducidad con la amnistía condicionada del Acuerdo de Paz colombiano.
5. COMPARANDO DECISIONES PÚBLICAS DESDE UN CONVENCIONALISMO DIALÓGICO DE TIPO COOPERATIVO
El compromiso con la imparcialidad es un primer aspecto cooperativo desde el que cabe examinar la confiabilidad de Uruguay en el caso Gelman. ¿Es la decisión política sobre una amnistía general un ámbito donde una corte internacional debería asumir como punto de partida la confiabilidad de un Estado democrático? Aquí cabe distinguir dos tipos de decisiones democráticas diferentes en un marco de pluralismo razonable. Una es la decisión que expresa una determinada forma de comprender o interpretar el contenido de un derecho humano, otra es la decisión que persigue un fin colectivo que afecta a los derechos humanos reconocidos en la Convención. Es este segundo tipo de decisión la que está en juego en el caso Gelman, y aquí el Estado no puede ser contemplado por defecto como un protector imparcial de los derechos humanos bajo una determinada interpretación de sus exigencias. Cuando es la urgencia de dejar atrás el pasado la razón por la que se asumen ciertos sacrificios en términos de derechos humanos, es el Estado quien debería tener la carga de probar la imparcialidad de su decisión. Por ello, solo cuando esta medida pueda presentarse como resultado de un ejercicio razonable de proporcionalidad que ha dado su justo peso a todas las razones relevantes, la carga de la prueba de su confiabilidad como cooperador del sistema interamericano puede verse satisfecha.
Además de la demanda de calidad deliberativa, que ya he examinado en la sección 4, otra cuestión importante es si la sociedad uruguaya, a lo largo del debate interno sobre la Ley de Caducidad, mostró poseer una perspectiva convencional, es decir, si hubo un ejercicio de autorregulación convencional. ¿En qué medida los argumentos aportados por la jurisprudencia de la Corte IDH sobre amnistías generales fueron tenidos en cuenta al discutir posibles opciones?, ¿mantuvo el Estado una visión de conjunto, ampliando su horizonte de perspectivas más allá de su propia ciudadanía, o valorando las consecuencias de una determinada medida para el Sistema Interamericano y no solo para su comunidad particular? La confiabilidad del Estado requiere poder responder afirmativamente a estas preguntas. Al mismo tiempo, si esta perspectiva convencional no orientó el debate, la decisión sería insatisfactoria desde la propia amplitud deliberativa de la que nos habla Gargarella, porque no incluiría la voz de todos los potencialmente afectados en la región por una decisión nacional de amnistiar crímenes masivos que pudiera ser validada internacionalmente. Quizá este autor piensa más bien en la amplitud local, pero ello supondría una forma algo parroquiana de percibir un sistema regional de derechos humanos.
En suma, es cierto que la Corte IDH en el caso Gelman se limitó a realizar un juicio abstracto de compatibilidad convencional, preocupándose de si el contenido de la decisión pública, con independencia de cuál fuera su origen, era compatible con el respeto a los derechos humanos. El fallo de la Corte carece de la flexibilidad del juez dialógico, pero mi apuesta es que un modelo de convencionalismo dialógico debería alcanzar, por otro camino, la misma conclusión de que la Ley de Caducidad, tal como fue pensada y ha sido mantenida, viola el Pacto de San José.
En esta valoración, valdría la pena comparar la Ley de Caducidad con la amnistía condicionada y el sistema penal alternativo previstos en el Acuerdo de Paz colombiano para las violaciones masivas de derechos humanos producidas durante el largo período de conflicto. El Acuerdo de Paz contempla un conjunto complejo de medidas que son también el producto de un intenso debate institucional y ciudadano sobre cómo alcanzar un equilibrio entre la necesidad imperiosa de paz y el respeto a los derechos humanos de las víctimas. Lo que me interesa destacar aquí, siguiendo las observaciones de Andrés Cervantes, es que la propia jurisprudencia de la Corte IDH sobre amnistías generales ha servido para que Colombia evitara un modelo de amnistía o indulto en términos absolutos37. Además de la participación de actores internacionales en el proceso de paz, la posición firme de la Corte y de otras instancias internacionales rechazando la validez de estas amnistías, incluso en regímenes democráticos, ha servido para que las instituciones colombianas tuvieran que realizar un mayor esfuerzo deliberativo y adoptar una perspectiva convencional en la configuración de las medidas. Este rechazo ha incentivado que se buscasen fórmulas de justicia transicional que permitieran alcanzar el mayor equilibrio posible entre los derechos humanos y el objetivo de la paz. De este modo, el sistema penal especial previsto en el Acuerdo de Paz, sea acertado o no, puede ser contemplado como el producto de una ponderación profunda entre las razones relevantes en un examen cuidadoso de proporcionalidad. Si esto es así, el fallo de la Corte en el caso Gelman ha tenido un efecto dialógico (positivo) importante, porque ha forzado a la sociedad colombiana a profundizar en el diálogo deliberativo38.
Aunque el contexto del Acuerdo de Paz tiene especificidades importantes, por tratarse de un gran pacto que busca dejar atrás medio siglo de conflicto armado, el contenido de las medidas adoptadas también refleja un esfuerzo importante en términos de imparcialidad. Por una parte, el sistema penal alternativo se aplica por igual a las conductas criminales de todos los actores del conflicto (que hayan suscrito el acuerdo). Por otra parte, la propia complejidad del proceso establecido, que incluye amnistías condicionadas a la deposición de las armas y a la colaboración con el establecimiento de la verdad, la limitación de crímenes amnistiables, el diseño de penas reducidas y especiales (sin prisión), así como la selección y priorización de casos, muestra un esfuerzo de imparcialidad argumentativa con el que se ha sujetado el objetivo de la paz a la lógica transicional de justicia, verdad, reparación y garantías de no repetición.
En el aspecto de participación democrática que a Gargarella le interesa, hay una diferencia que no es menor entre el caso uruguayo y el colombiano. Como es bien sabido, el Acuerdo de Paz también fue sometido a consulta popular, con un plebiscito en el que venció el rechazo al Acuerdo por un 50.21% frente a un 49.79%. Al mismo tiempo, el propio Gargarella, que ha alabado la fortaleza democrática de las consultas en Uruguay, ha escrito criticando el déficit democrático de la consulta colombiana por las múltiples debilidades deliberativas del proceso (falta de información, decisión binaria para un acuerdo muy complejo, sin apenas tiempo para el debate, etc.)39. A pesar de ello, el rechazo ciudadano obligó a replantear y renegociar el pacto, incorporando cambios propuestos por los defensores del "no". El Acuerdo Final fue firmado entre el Gobierno y las FARC-EP y ratificado por el Congreso de la República sin ser sometido de nuevo a consulta popular.
Si la justicia dialógica se centrara solo en la legitimidad democrática, y esta forma de legitimidad acabara priorizando la participación ciudadana, la Ley de Caducidad merecería mayor deferencia internacional que la amnistía condicionada prevista en el Acuerdo de Paz colombiano40. Pero discreparía de esta conclusión. Aunque la medida colombiana tiene menor amplitud participativa por no gozar del suficiente apoyo popular directo, posee mayor profundidad argumentativa, algo que también es indispensable en el modelo de Gargarella para que estemos ante una decisión democrática fuerte que goce de plena legitimidad. Al mismo tiempo, diría que el sistema de justicia transicional articulado en Colombia merecería mayor deferencia ante una hipotética impugnación en sede internacional porque, como he defendido, el Acuerdo de Paz es mejor en términos de legitimidad ecológica, y la legitimidad democrática no es lo único que importa en la aplicación dialógica de la Convención.
CONCLUSIONES
El constitucionalismo dialógico defendido por Roberto Gargarella es uno de los proyectos de diseño constitucional más ambiciosos y atractivos del panorama latinoamericano. No hay duda de que su implementación jurídico-política supondría un gran avance en el equilibrio institucional, especialmente, por su capacidad de contribuir a la confianza entre poderes y devolver a la ciudadanía el protagonismo que le corresponde en el diálogo social. Mis objeciones a la manera como Gargarella aplica el modelo dialógico en la esfera internacional parten de mi acuerdo de fondo con sus ideas y proyecto. Este trabajo solo pretende aportar algunos elementos de reflexión sobre los balances que el compromiso institucional con la amplitud y profundidad deliberativas demanda.