“Ahí los metían y los amarraban y los volvían nada.” (MF-SB-C)1
El rumor del mal es la clave de lectura analítica desde la cual problematizar las prácticas docentes en contextos educativos rurales. Discursos no pedagógicos latentes y desencadenantes de interacciones basadas en el miedo y la desconfianza, así como en el silencio, como estrategias de protección de la vida. El rumor es la fuente de aquello que se susurra a voces, pero con la precaución suficiente de no molestar ni alterar a quienes, a juicio de maestras y maestros, en un momento vital de sus historias cambiaron una trayectoria de paz por una de guerra. “Yo estaba presente cuando una señora desde la ventana de su casa mostraba el árbol en donde habían desmembrado, atado y matado a muchos” (MF-SB-C). El rumor del mal se constituye, entonces, como fuente de memoria viva que sigue fluyendo en las habladurías de los habitantes de estas zonas. “No podemos negarlo, la guerra tocó la puerta de nuestras casas y derrumbó la confianza entre los vecinos” (MM-SB-C), afirmó un maestro cuando recibió su plaza docente en la Chapa, Casanare. Esas fuentes de susurro han sido encausadas en paralelo por corrientes de construcción de paz y de violencia. Tras la reciente firma del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera entre el Gobierno nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP), el país ha intentado trascender los 50 años de su conflicto armado. Especialmente significativos son aquellos enfoques de memoria histórica que pretenden analizar los relatos de manera conjunta entre investigadores y víctimas bajo el propósito ético-político de “resistir a marginaciones, negaciones, silencios y olvidos impuestos por centros de poder” (Rueda, 2013, p. 20).
El rumor del mal, en términos categoriales, constituye un referente de problematización de aquellas comprensiones de la educación para la paz circunscritas únicamente al tema de la convivencia. Como clave analítica, se propone un enjuiciamiento ético y político de aquellas prácticas discursivas que, en momentos muy difíciles para el país, pero sobre todo para muchas maestras y muchos maestros de territorios rurales, constituyeron subjetividades del miedo, el desarraigo, la desconfianza y la precariedad. Figuraciones discursivas y aliteradas que impactaron las condiciones de vida y de buen vivir. En ese sentido, en este artículo se presentan algunas fragilidades en territorios rurales en donde aún persiste el rumor del mal. El mal como un fenómeno a través del cual, en la práctica, en las interacciones y en los discursos de la vida escolar rural se impide a los seres humanos su dignificación y florecimiento humano, término este último que proviene de la teoría de las capacidades esgrimida por Martha Nussbaum (1997), comprendidas como conjunto de condiciones -habilidades, conocimientos, políticas y programas- necesarias para el florecimiento humano.
La narrativa se interpretó como un tipo especial de discurso sobre las experiencias humanas (Mucchielli, 2016) o como un desentrañamiento de sentidos biográficos (Bolívar, Domingo y Fernández, 2001). El fenómeno del mal se fundamentó en varios pensadores, como Emmanuel Levinas, David Le Bretón, Hannah Arendt, Ernest Bloch, Friedrich Nietzsche, Aristóteles. Como hallazgos, se identificó que el maestro o la maestra rural se enfrentan al mal en lo inconfundiblemente rural (en términos de espacialidades, temporalidades y condiciones culturales); en la defensa de la vida (la escuela como trinchera de paz y la pedagogía como defensa en contra de los imaginarios de guerra); y en la constitución de sentidos formativos y pedagógicos como proyectos de vida, comprensión del ser y sentidos de libertad.
Estos hallazgos se asemejan a lo que afirma Bouvier (2014) en cuanto a que las hondas del mal no han acabado con la creatividad de las iniciativas de paz en caminos de superación del conflicto armado. Estas son hondas del bien que se contraponen a las masificaciones del mal. Hondas del bien que requieren de un empoderamiento de la sociedad civil y de una idea de Estado democrático, plural y diverso. Hondas del bien que reconocen la paz no como ausencia de conflicto en las relaciones humanas, sino como superación constante de este, para aprender a convivir los unos con los otros sin arrasamiento. Hondas del bien que propician todo un esfuerzo para transformar de manera paulatina la cultura del mal, que es la cultura de la guerra (Echavarría, Bernal, Murcia, González y Castro, 2015).
El método o el camino andado: criterios, reflexiones y formas del hacer investigativo
Sentidos narrativos y fenomenológicos
Este artículo se ubica en una comprensión de la fenomenología como disciplina para la construcción interdisciplinar, en la narrativa como fenómeno de producción de saberes y la interpretación como generación de conocimiento. Siguiendo a Embree (2011), se trata de un proceso fenomenológico en el que se interrelacionan el sentido reflexivo, el sentido descriptivo y el sentido apreciador de la cultura. El primero atañe a la observación de las cosas, en la medida en que se encuentran en uno mismo, en el grupo, en los otros y en sus grupos: cosas encontradas como la experienciación de ideales reales o conceptuales de las creencias, valoraciones y motivaciones. El segundo sentido trata del captar de la mente al nombrar y caracterizar: en un sentido amplio, la descripción de los hechos experienciados. Y, por último, el sentido apreciador de la cultura, que se entiende como crítica al positivismo y naturalismo, que no conciben la realidad social y cultural como generadora de sentidos y significados; por tanto, se centra en el mundo superior del lenguaje ordinario transmitido de generación en generación y en el mundo inferior o cultura básica en que se categorizan las experiencias de las creencias, valores y motivaciones como cosas encontradas.
El proceso investigativo, entonces, pretendió asirse a criterios fenomenológicos, para la observación y derivación de comprensiones en el territorio, para la generación de un tipo de escritura inscrita entre los testimonios y las bases y fundamentos. Se concibió especialmente que el relato de este artículo fuera de naturaleza fenomenológica, buscando en su escritura la expresión de maestros y maestras rurales, como fenómeno experienciado en la mutua interacción de cosas encontradas. En esta misma intención fenomenológica, aunque no escritural, se circunscriben Gómez Carrasco y Sáiz (2017), quienes aseveran que esta perspectiva encausa la descripción, comparación, explicación y entendimiento del estudio desde la mirada de los participantes.
Desde un punto de vista de la investigación narrativa, los siguientes son los criterios metodológicos que se tomaron como ruta: 1) una explicación recíproca entre lo biográfico singular y la estructura social o contexto (Sancho, 2014); 2) la representatividad comparativa en términos de pertinencia, plausibilidad o credibilidad temática (es decir, la representatividad empática); 3) la credibilidad, validez y sentido científico del método; 4) un balance entre autonomía y complementariedad (Bolívar, Domingo y Fernández, 2001). Otros autores hablan de criterios de construcción, gestación o coproducción de los datos biográficos, lo que implica un permanente diálogo entre el investigador y los participantes (Arias y Alvarado, 2015).
Los Talleres Pedagógicos fueron el corazón del trabajo de campo, al tiempo que este fue el eje articulador del proceso de investigación. Ambientes de aprendizaje, de investigación y de formación in situ creados por el grupo de investigación que se llevaron a cabo a través de la enseñanza ritualizada, la performancia pedagógica y la didáctica in situ. Por lo tanto, más que un instrumento de investigación para la interpretación de este artículo, se trató de un espacio-tiempo propicio para la observación e interacción fenomenológicas. La indagación de las categorías de la investigación se agenció en términos de la diversificación en las didácticas, la exhaustividad propia del volumen de la información, la objetividad en el registro (así como en la sistematización y en el análisis), la consistencia en las formas de indagación y la flexibilidad, a propósito del reconocimiento de la corporalidad, el discurso y las interacciones como materia de análisis. El papel de los investigadores en él se centró en propiciar las condiciones para: a) los autorretratos etnográficos; b) los metarrelatos etnográficos; c) la triangulación de perspectivas que responden a preguntas como: ¿qué dice la información?, ¿qué me dice la información?, ¿qué dicen otros autores con respecto a mis inferencias?, ¿qué conclusiones puedo proponer? Estas preguntas, a su vez, inspiraron una permanente reflexión sobre el quehacer investigativo y originaron, entonces, hipótesis, preguntas, tesis y argumentos para los resultados sobre la relación de la interpretación del mal con los escenarios de educación rural.
Los Talleres Pedagógicos fueron realizados sobre la base de entrevistas en los territorios (Tabla 1). En esa experienciación fenomenológica, los instrumentos tomaron forma de conversaciones semiestructuradas y enraizadas en el sentido investigativo y formativo de los Talleres Pedagógicos. Más que generación de conocimiento, esta tipología de entrevistas sucede en una interrelación entre sujetos y saberes (Hernández, 2014). Para este caso, “generar” conocimiento implicó reconocer la manera en que este está implicado en las personas: incorporado, corporeizado, pero también socialmente construido, empapado de valores que invitan a la experiencia de interacción. La experiencia de escucha y de estar alerta al lenguaje implícito, no verbal y verbal, así como la invitación a un momento de reflexión, son características de lo que se dio como un proceso, más que de investigación puntual, de formación-humanización-investigación en que tanto el investigador como el participante estuvieron implicados.
Territorio | Taller | Entrevistas o conversaciones semiestructuradas | Instituciones | Fechas |
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Casanare, Montañas del Totumo | 2 | 1 | Institución Educativa Simón Bolivar (SB) | 18 al 23 de marzo de 2018; 15 al 18 de abril de 2018 |
Gigante, Huila | 1 | 1 | Institución Educativa Escuela Normal Superior de Gigante (NS) | 07 al 08 de junio de 2018 |
Marquetalia, Caldas | 2 | 1 | Institución Educativa Patio Bonito (PB) | 22 al 28 de abril de 2018 |
Fuente: elaboración propia.
Algunos rumores teóricos sobre el mal
Al principio de la Ética Nicomaquea afirma Aristóteles: “todo arte y toda investigación e, igualmente, toda acción y libre elección parecen tender a algún bien; por esto se ha manifestado, con razón, que el bien es aquello hacia lo que todas las cosas tienden” (1993, p. 129). Esto implica que el mal es un contrasentido. No es lo que todos los seres humanos desean, sino aquello que llega por error, aquello a lo que los seres humanos acceden de una manera no natural, y por ello no es parte de lo deseado. No es racional, no es normal apegarse a lo malo: lo normal es coquetear con el bien. Por su parte afirma Aranguren: “el mal no es sino el ente mismo en cuanto inconveniente al apetito, su imperfección. Y la malicia o maldad consiste en la negación o privación de la actividad de la rectitud debida in agendo. El hombre está constituido de tal manera que nunca puede apetecer sino el bien” (1994, p. 274).
El mal, desde esta postura, es silencioso, no se escucha en la conciencia. Existe invisible, pues siempre se espera lo bueno. Lo malo existe detrás de las acciones, existe mimetizado en la naturaleza buena de la humanidad. Llegados a este punto, el mal es carencia de ser, pues el ser está inscrito en lo bueno, y si aparece el mal es porque hay vacíos de ser que se llenan con lo inscrito en él, es decir, como algo ajeno al ser mismo, como algo extraño a su propia naturaleza. Quizá por extraño el mal es incómodo a los seres mismos, pues no los deja ser en la bondad. El mal disminuye el bien del ser, hasta que lo anula de la existencia, lo tacha con marcas del mal. El bien es una virtud y el mal es un defecto; por ser carencia, hace al ser humano defectuoso, carente de aquello que lo hace completo: el bien. De esta manera, el mal no se puede limitar, pues no tiene ser, no hace parte del ser mismo, como afirma Plotino: “el mal es siempre indeterminado, nunca estable, por completo pasivo, desaseado y enteramente pobre. Y esto no es algo accidental sino la misma sustancia del mal, de tal modo que cualquier parte de él también lo posee toda ella” (1960, p. 124).
El bien como finalidad en sí mismo, como realidad del ser, y el mal como aquello que queda excluido de lo real, como lo que existe de manera incompleta, es una concepción que se prolongó con los herederos de Aristóteles, lo mismo que con los simpatizantes de Platón, como Plotino y el mismo San Agustín, quien mira el tema del mal desde la teología:
Que éste mi corazón te diga qué era lo que allí buscaba para ser malo de balde y que mi maldad no tuviese más causa que la maldad. Fea era, y yo la amé; amé el perecer, amé mi defecto, no aquello por lo que faltaba, sino mi mismo defecto. Torpe alma mía, que saltando fuera de tu base ibas al exterminio, no buscando algo en la ignominia, sino la ignominia misma. (1974, p. 119)
De esta manera el mal es una caída en la nada oscura y vacía, pues el bien, la bondad, está implícita en los seres humanos, mientras que el mal saca a los seres de su propia naturaleza, los separa del fin divino de la bondad. En este sentido lo normal es el bien, lo anormal es el mal, aunque el mal también puede ser una forma de bien, pues quienes apetecen el mal lo miran como un bien.
Otras vibraciones teóricas del mal las encontramos en Kant, cuando afirma, al inicio de la Metafísica de las costumbres: “ni en el mundo, ni en general tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción a no ser tan solo una buena voluntad” (1990, p. 21). Sin embargo, el mal existe en las actividades maléficas que trasgreden el rostro del otro: acciones que de una u otra manera afectan el ser y el estar de los seres humanos. El mal se representa en acciones como en la Primera y la Segunda Guerra Mundiales, en el conflicto bipartidista de Colombia, en las masacres de los guerrilleros, los paramilitares y los militares en el conflicto armado colombiano. Pero solo a nivel general, el mal también se hace presente en la delincuencia común, en las violaciones sexuales, el robo, el atraco, el hurto, pero también cuando un político promete en un plan de gobierno para ser elegido y después no cumple las promesas, así como en la corrupción, en las escuelas en donde los niños llegan descalzos y sin nada en el estómago, en donde el profesor tiene que viajar cuatro o seis horas para llegar a su sitio de trabajo, etc. El mal existe, su reflexión invoca el bien, pero el mal está ahí, listo para revelarse en cualquier acción cainesca.
El mal a la sombra del bien
En una primera instancia, y recurriendo al psicoanálisis, podemos afirmar que “el yo persigue el placer y trata de evitar al displacer. Responde con una señal de angustia a todo aumento esperado y previsto del displacer. Calificándose de peligro el motivo de dicho aumento, ya amenace desde el exterior o desde el interior” (Freud, 1938, p. 3380). Esta tesis, de entrada, nos muestra que todo lo que produce displacer -entiéndase: dolor, sufrimiento, daño- es malo. El mal entonces habita en las acciones que no generan placer y que, por el contrario, generan desagrado. Según esto, la cantidad de mal se puede determinar por la cuantía de malestar que produce una acción en las personas. Esta es una postura hedonista, que caracteriza el mal en coherencia con la ausencia de placer. También se puede pensar en otras opciones, tales como la eudemonista, la cual toma como referencia la felicidad, de tal manera que todo lo que genera infelicidad es malo. De forma similar podemos pensar en la tranquilidad, como expresión del estoicismo, según el cual todo lo que produce intranquilidad o preocupación se puede calificar como malo. Desde la utilidad, también podemos pensar el mal como toda acción que se trasforma en daño, en inútil.
El mal vibra en las acciones y aun en las palabras, de diferentes maneras. Sin embrago, esto no es absoluto, pues la ausencia de placer, de felicidad, de tranquilidad o de utilidad no necesariamente es mala y es necesaria una acción de un agente que no solo comporte ausencia de placer, sino que cause displacer: el dolor corporal por una herida o el sufrimiento por la pérdida de algún ser querido, la infelicidad porque alguien obstaculiza los fines de otro ser humano o la preocupación que emerge cuando otro ser puede disponer de la tranquilidad o una persona se apropia de los bienes de otro. Una acción no es autónoma, sino que está impulsada por un agente, por otro ser humano que la pone en marcha. De aquí que algunos juzguen a las personas como malas o como buenas. No obstante, esto también es dudoso, puesto que detrás de la intención que precede a las acciones está el contexto: la situación en la cual está sumergido cada individuo, cuyas decisiones dependen de este escenario. De alguna manera los agentes son víctimas del mal que se edifica silenciosamente a nivel social y cultural, dependiendo de las costumbres que predominan en la colectividad.
En coherencia con lo anterior, podemos pensar que la génesis del mal está en la manera como se estructura la sociedad, en los comportamientos, los hábitos que se legitiman tanto cultural como jurídicamente en el desarrollo de las comunidades. A nivel social, entonces, aparece la educación, que debe formar en el bien y no en el mal, y cuando esto pasa entonces aparecen las leyes institucionalmente constituidas, jurídicamente formalizadas. De ahí que quien viola las leyes reviva el mal y tiene que someterse a la justicia. El mal, entonces, está determinado por la transgresión de las leyes. No obstante, esto significaría que las leyes en sí mismas son buenas, tema problemático en nuestra sociedad. En este escenario hay que pensar en lo político como administración del Estado. Una buena política no es la que proporciona el bien para la mayoría, sino para todos los habitantes de la comunidad; una mala política es la que no crea este escenario y además obstaculiza el desarrollo normal de la humanidad. Por ejemplo, los Estados que generan violencia, que generan guerra, aun con otros países, esto es, que ponen en peligro la vida de los ciudadanos. Como afirma Arendt: “la política, se dice, es una necesidad ineludible para la vida humana, tanto individual como social. Puesto que el hombre no es autárquico, sino que depende en su existencia de otros, el cuidado de ésta debe concernir a todos, sin lo cual la convivencia sería imposible. Misión y fin de la política es asegurar la vida en el sentido más amplio” (1997, p. 67).
Los seres humanos sociables se necesitan los unos a los otros, y para ello está la política, que debe asegurar y notariar los comportamientos a partir de las leyes, las cuales los limitan o los liberan. De esta manera la política debe asegurar la paz y no provocar la violencia: “El desarrollo técnico de los medios de la violencia ha alcanzado el grado en que ningún objetivo político puede corresponder concebiblemente a su potencial destructivo o justificar su empleo en un conflicto armado” (Arendt, 2006, p. 9).
La libertad brota de la política, mientras que las leyes y las normas emergen de los encuentros entre los seres humanos. Lo político -entendido como lo que está entre- se edifica en coherencia con las posibilidades que tienen los seres humanos de elegir el bien y alejarse del mal. La libertad pone a los seres humanos en el dilema entre lo bueno y lo malo, pero la política debe servir como resorte espacial y temporal para la elección. Según Arendt, “cada ley crea antes que nada un espacio en el que entra en vigor y este espacio es el mundo en que podemos movernos en libertad. Lo que queda fuera de él no tiene ley y, hablando con exactitud, no tiene mundo; en el sentido de la convivencia humana es un desierto” (1997, p. 129).
Lo político y en particular las leyes diseñan o, por lo menos, pretenden diseñar el comportamiento que emerge de la individualidad, pero que tiene incidencia en la colectividad. Acá aparece el mal como sombra de los intereses privados por encima de los intereses colectivos o públicos. Pensando el mal político, Arendt acuña el término “banalidad del mal”, en el texto que se titula Eichmann en Jerusalén. Al final de la interpretación, dice Arendt: “fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes” (2008, p. 168). La banalidad del mal es un término muy frecuente en los escenarios de violencia y no lo es menos en Colombia. En los falsos positivos, por ejemplo, ¿qué tanta responsabilidad del mal que se comente tiene un soldado cuando lo que hace es ejecutar órdenes de un superior? Respecto de las masacres también se puede hacer el mismo análisis, es más, respecto de la misma violencia política este fenómeno tiene mucho valor.
El eco del mal en la historia
Genéticamente, el mal emerge en los seres humanos como un tema de interacción social, como una recurrencia nominativa que cobra sustancia en el ejercicio del poder, en el momento en que aparecen unos seres humanos que manejan y otros que se dejan manejar. Los nobles son los buenos, los plebeyos son los malos; esta tesis la defiende Nietzsche, como origen del mal y, por tanto, del bien: “el pathos de la nobleza y de la distancia como hemos dicho, el duradero y dominante sentimiento global y radical de una especie superior dominadora en su relación con una especie inferior, con un ‘abajo’ -éste es el origen de la antítesis ‘bueno y malo’” (1984, p. 32). Riqueza, nobleza, pureza, dominio, son términos que evocan el bien, mientras que siervo, pobre, plebeyo, impuro, sometido se traducen en la historia como malo. La maldad habita en lo bajo; la bondad arriba. El arriba y el abajo son antítesis que edifican la sensación de lo bueno como puro y lo malo como sucio: “El ‘puro’ es, desde el comienzo, meramente un hombre que se lava, que se prohíbe ciertos alimentos causantes de enfermedades de la piel, que no se acuesta con las sucias mujeres del pueblo bajo, que siente asco de la sangre, ¡nada más, no mucho más!” (p. 32). El mal camina silencioso en la historia y se manifiesta de muchas maneras como impureza, suciedad, debilidad, pobreza, impotencia, esclavitud, oscuridad, entre otras categorías que han marcado la imagen de la maldad. Mientras el bien camina siempre por la derecha, siempre de frente, el mal se esconde: “su alma mira de reojo; su espíritu ama los escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto lo atrae como su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse y humillarse transitoriamente” (p. 45).
Sin embargo, estos determinantes que ha creado la historia a partir del ejercicio del poder parece que se han invertido o por lo menos se confunden, producto de las ideologías y de la evolución metafísica. La pobreza se viste de bondad, la impureza se mimetiza de pureza, la esclavitud reclama el valor de la nobleza, la debilidad deja de ser un mal y pasa a ser una característica digna de piedad.
La sombra del mal en la subjetividad humana
El displacer, la infelicidad, la pre-ocupación, el daño, el dolor, la enfermedad son condiciones humanas, son factores amenazantes que siempre están latentes en la piel del ser. El ser humano es fragilidad y siempre es apertura a lo bueno, pero también a lo malo, como lo deja ver Levinas: “el Yo, de pie a cabeza, hasta la médula de los huesos, es vulnerabilidad” (2009, p. 123) . El ser no es una entidad terminada, es un proceso que está por terminar, de tal manera que lo que le llega lo fortalece o debilita, le hace bien o le hace mal. Los seres humanos están en constante cambio y este cambio se alimenta de la bondad y disminuye con la crueldad, como diría Pascal al referirse a la condición de la humanidad: “el hombre no es más que una caña, la más frágil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para destruirla; un vapor, una gota de agua, es suficiente para matarla” (1986, p. 81). El mal siempre está al acecho. Llega como una acción. Atraviesa la frontera del ser y se instala en la subjetividad humana. Vibra en la carne de los sujetos que lo padecen y aun de quienes lo ejecutan: “la muerte siempre amenazadora no detiene la ‘farsa de la vida’ -forma parte de ella, si la muerte es nada, no es ésta una nada pura y simple. Conserva la realidad de una parte perdida. El ‘nunca más’ -never more- revolotea como un cuervo en la noche lúgubre, como una realidad en la nada” (Levinas, 2006, p. 96).
La sensación de la proximidad de la muerte explota con la chispa del mal dirigido a la fragilidad humana. El mal se transforma en miedo, mientras que la mayor amenaza en contra de la esencia de la humanidad es la vida. El riesgo provocado por el mal pone al ser humano al borde del abismo: “sin salida del dilema, sin salida de la esencia: a la angustia de la muerte se añade el horror de la fatalidad, de la incesante confusión del hay, horrible eternidad en el fondo de la esencia” (Levinas, 1987, p. 257). La sensación de la muerte, en cuanto es provocada por el mal, con nombre de persona o Estado, no es solo pasiva, como la amenaza o la provocación de terror: ella también se manifiesta en la carne de los individuos por medio de la tortura, la mutilación o los desmembramientos corporales y, en general, con la provocación de dolor: “otros usos del dolor son clásicos, y se alimentan de la disparidad de fuerzas entre los individuos: la corrección, el castigo corporal, la tortura, el suplicio, etc. Son las vías privilegiadas de una cierta ‘trivialidad del mal’ que opera en la condición humana” (Le Breton, 1999, p. 18).
La presencia de la muerte, el dolor, son expresiones que revelan el mal; al lado de ellas también brota el sufrimiento. Ahora bien, no solo es una geometría del dolor sino la alteración del alma la que entra en escena cuando el mal irrumpe en la epidermis de los seres humanos: “el rastro orgánico del mal es un aspecto de una realidad más inasible: no es una lesión que sufre o el efecto de simpatía de un órgano mutilado, sino un ser humano en singular” (Le Breton, 1999, pp. 67-68). El sufrimiento trasciende la piel y se instala en el alma. Cobra rostro. El otro aparece como cómplice en el dolor, pero ahora en forma de sufrimiento: una sensación que hace un hueco de todo el cuerpo, que cierra las alternativas de libertad:
En el sufrir por falta del otro apunta el sufrir para la falta de los otros, el soportar el para el otro conserva toda la paciencia del sufrir impuesto por el otro. Sustitución del otro, expiación del otro. El remordimiento es la figura del “sentido literal” de la sensibilidad; dentro de su pasividad se diluye la distinción entre “ser acusado” y “acusarse”. (Levinas, 1987, p. 198)
La muerte, el dolor y el sufrimiento son producto del mal -cuando son causados por otros seres humanos-, pero el mal en sí mismo se desvanece en las acciones y cobra vida en el recuerdo. Las experiencias malas se almacenan con mucha fuerza en la memoria individual y colectiva. Parece que la maldad tiene más fuerza en el recuerdo que la bondad. El mal, como imagen, rumorea el ya de la experiencia en desnudo: los recuerdos de las experiencias malas siguen sonando como eco en la mente, de tal manera que continúan funcionando como mal en la existencia humana. La bondad se evapora de la memoria. Los sujetos no soportan el bien. Como afirma Ortega y Gasset: “el corazón del hombre no tolera el vacío de lo excelente y supremo” (1966, p. 338). Víctimas y victimarios están sometidos al mal: de alguna manera los victimarios también son víctimas del mal. Acciones repetitivas generan hábitos, de los cuales podemos decir que unos son buenos y otros malos, esto es, unos son virtuosos y otros viciosos: “entrando en la ordenación de la voluntad, los actos se definen como buenos (virtuosos) o, en caso opuesto, como malos (viciosos). Con independencia de esa ordenación el obrar se mueve en lo indiferente” (Camps, 1988, p. 448).
Hallazgos
El susurro del mal destella en el rostro de maestras, maestros, niñas y niños, y palpita en las maneras, en las formas, en la disposición que ellas y ellos han adoptado en coherencia con las circunstancias en las que ponen a circular el saber. La situación de la educación rural se deja ver en sus voces. Voces que claman por unas condiciones diferentes. En los decires brotan las necesidades, pero también deseos y esperanzas de una educación más efectiva, de una educación que vele por la libertad, por la igualdad y, en fin, por los derechos y deberes a los cuales está llamada a conducir la evolución pedagógica en Colombia. Algunas de estas voces se manifiestan a continuación en forma de categorías empíricas que han emergido en las enunciaciones de maestros y maestras de Montañas del Totumo (Paz de Ariporo, Casanare), Gigante (Huila) y Marquetalia (Caldas).
Se oye un rumor en la lejanía
“Más allá es otro mundo, ¿quién llega por allá a decirles está bien o está mal?” (MM-SB-C)
Maestras y maestros están comprometidos con su labor y pretenden, siguiendo las orientaciones de una política educativa de calidad, brindar las mejores experiencias de enseñanza a sus estudiantes; no obstante, esta intención parece desdibujarse. Las distancias, las inclemencias del tiempo, la falta de oportunidad real para formarse y la ausencia de control hacen que “enseñar con calidad” se constituya en todo un periplo lleno de obstáculos. Una maestra del Casanare manifiesta: “me da piedra [rabia] que los maestros tenemos muchas piedras en el camino para el buen desarrollo de nuestro trabajo como docentes. Y que la comunidad sea tan inconforme, problemática, chismosa y no valore el trabajo que hace el docente con sus hijos” (MF-SB-C). “Buen desarrollo” como criterio social y política educativa de acuerdo con los cuales se exige y valora los buenos desempeños de un docente colombiano, quizá sin contemplar que la calidad del bien y el desarrollo de capacidades humanas -ideales educativos- tienen un correlato local, tejido de voces y narrado en medio de la lejanía, las inclemencias del tiempo y las incomprensiones comunitarias del bien educativo. Una narrativa con sabor a abandono, incomprensión y, en muchas ocasiones, desespero. Una noción que se constituye más desde el sentido dado por la experiencia de lo adverso que desde el significado que pretenden posicionar las políticas educativas. Sufrir en carne propia la distancia, padecer corporalmente las muchas horas para llegar a la escuela y tener que iniciar las clases una y otra vez, dependiendo de cuánto se demoren las niñas y los niños en llegar, no deberían ser asuntos menores.
Es necesario, dice una maestra del Huila, pensar la educación rural de manera distinta. Es fundamental crear otras condiciones, tener otras comprensiones y, por supuesto, hacer otras inversiones, distintas a la de garantizar que haya baldes y escobas. Una de las características de la ruralidad es precisamente la distancia entre los profesores y la escuela, los estudiantes y la escuela, los profesores y los estudiantes, entre los estudiantes y los profesores. La distancia se acrecienta, se alarga. El espacio cobra un valor diferente en la educación rural. El centro, el punto de encuentro: la escuela está a la distancia, no se revela a la mirada, no está a la mano de los estudiantes y menos aún de los profesores. Hay que hacerla llegar a la vista, hay que trasportarse, hay que viajar a la escuela. Al respecto, declara uno de los profesores: “en la escuela hay un niño de 8 añitos, tiene casi 20 minutos en bicicleta, pasa el río a canoa, después coge el burro, y después a pie” (MF-SB-C). De la bicicleta a la canoa y de esta al burro para llegar a la escuela, para llegar al centro de encuentro con la formación, con el conocimiento, con los compañeros, con el profesor. La distancia, en este caso, es sinónimo de fatiga, pero aun así los niños llegan a la escuela: llegan al saber. No obstante, el camino desde la lejanía también es riesgo, también es peligro. El mal acecha no solo en la voluntad humana, sino en las encrucijadas del camino. Aquí el mal es unidireccional, pues no hay, aparentemente, un actor de este; es la naturaleza, es la distancia, es lo que les toca vivir para poder estudiar: “los niños de mi escuela caminan afortunadamente 40 minutos por la orilla del Ariporo (el río). Ahorita en el verano es suave. En el invierno, hay más dificultad. Hay una niña que tiene que pasar en canoíta, deja la canoa en la otra orilla, y sigue. Llegan con barro, pero llegan” (MF-SB-C).
La lejanía no solo es para los niños que se exponen a la infinitud del camino, también la padecen los maestros, a quienes les toca viajar de cualquier manera para llegar a la escuela. Así lo narra una maestra en Marquetalia: “Me tenía que levantar, irme a coger una lechera que salía a las 3:00 am. Llegaba a un sitio a las seis de la mañana. Allá dejaban la leche y la lechera se devolvía de allí, y yo, a seguir dos horas caminando para llegar allá. No, eso era una inclemencia muy horrible” (MF-PB-Cs).
Sin embargo, la distancia no es un obstáculo, como tampoco lo son las inclemencias del tiempo o la atrocidad de los caminos. Hay que llegar a la escuela: los niños son la motivación, la fuerza de la enseñanza, son el premio. Así lo deja ver una profesora de Gigante (Huila): “para mí rural es desde que salimos: nos las vemos con el clima, con todo lo que implica llegar a la escuela, el aire, el transporte, el frío, la lluvia, llegar allí, encontrar esos niños que creen tanto en uno” (MF-NS-H).
La distancia que recorren algunos profesores para llegar a la escuela se convierte en una tortura. Sobre todo en invierno, el camino se recorre, la familia queda a la distancia, la comodidad queda atrás, además en su labor hay que enfrentar el mal plasmado en la naturaleza.
La lejanía misma invisibiliza el territorio para la civilización. Los maestros y maestras se pierden en ella. Ni aun los coordinadores llegan hasta ellos. Las escuelas no existen para la percepción de los establecimientos educativos:
Más allá es otro mundo. ¿Quién llega por allá a decirles está bien o está mal? Yo ya no voy por allá, es muy complicado llegar, […] Varsovia es lejísimos, para salir toca en tractor; Risaralda, Alcaraván, Morichales, Normandía, Puerto Brasilia, esos son otro mundo por allá. […] El pasaje de allá vale doscientos mil pesos de una persona, es decir, que el maestro debe disponer de cuatrocientos mil pesos para ir y volver, entonces duran dos mesecitos para salir, entonces ellos lo que hacen es aprender a vivir por allá. (MM-SB-C).
Dejar el terruño, dejar el hogar, para poder trabajar, para poder enseñar. Son sitios que no son visitados, que son invisibles para la comunidad del conocimiento, para la comunidad pedagógica misma.
La incomprensión como trayectoria discursiva reiterativa produce un sujeto-maestro desvinculado de las finalidades educativas, lo cual, desde el punto de vista de la maestra y el maestro rurales explicita injusticias, descréditos y humillaciones públicas. Una maestra lo dice con las siguientes palabras: “impotencia al saber que mis estudiantes no han logrado las metas; tristeza, rabia al darme cuenta que no he sido valorado en mi trabajo, por los padres. Aún compañeros que me han desmeritado mi trabajo” (MF-SB-C).
El rumor del mal re-suena en nuestra memoria
“La guerrilla nos quemó el bus, nos hizo bajar a todos.” (MF-SB-C)
En las zonas de conflicto aún resuenan las voces de la crueldad. Aún murmuran, en los decires de los maestros y maestras rurales, los crímenes de los actores alzados en armas. Aún quedan los recuerdos. Aún persisten los recuerdos de los acontecimientos de guerra en algunas regiones. El mal es aún: aún habita como fantasma por los caminos de las veredas, incluso en las mismas escuelas:
Las casetas de las juntas no deben estar dentro de la escuela, pero esta caseta la hicieron los paramilitares. Me contaban la historia. Imagínese cuando ellos estaban acá en esta vereda ellos hacían ¡jornada de trabajo! Y mire cómo es la vida: ellos decían una jornada de trabajo el día tal a la hora tal y era que salía la gente todita. Usted vaya ahora como docente a decir “¡una jornada de trabajo!” y llegan tres o cuatro padres de familia, por el temor de esa gente; ese es el recuerdo de esa gente. (MF-SB-C)
No es posible borrar los recuerdos de algunos acontecimientos que están precedidos de acciones que lastimaron el corazón de los habitantes, que aún se conservan en las escuelas:
Otra experiencia tengo como estudiante en Arauca: la guerrilla nos quemó el bus, nos hizo bajar a todos, y, cuando me gradué de la Normal, fue cuando me pasó el chasco ese. Eso he vivido de trauma en trauma. Los Helenos2peliando con el Ejército. Yo trabajo en una vereda. Yo conocía a todos. Eso es traumático, porque uno no sabe qué comentarios lleven los niños. Uno tiene que cuidarse de hablar algo, de pronto alguna frase. (MF-SB-C)
En algunos sitios los alzados en armas desplazan a los estudiantes y profesores de la escuela, desacralizan el templo del saber:
Ellos ahí ensayando todos esos 30, 40, 50 muchachos. Ahí con unos palos, pues, como ensayándose […] ese, el mandamás, los ensayaba ahí, y yo con los muchachitos ahí en el salón. Era una cosa muy horrible. Uno veía el desastre. Esa gente maltratando a la gente. Por ahí amarrada y todo y uno ¡jmmmm!, Jesús de la misericordia, a mí me temblaba todo. (MF-PB-Cs)
Enseñar a leer, a sumar, enseñar ciencias sociales no tiene sentido para el mal. La vida social se hace presente en carne y hueso. ¿Cómo hacer de las vivencias un aprendizaje? Si se trata de uno de este tipo, no es lo más fácil: el cambio de marcadores por armas por la maldad, la presión hacia los maestros y maestras entre la espada y la pared, entre el mal y la bondad de ser profesor o profesora. ¿Qué hacer frente a este dilema? A uno se llega por la fuerza, al otro por amor: a la enseñanza se llega por la pasión. El mal es insensible; se coarta la idea misma de la enseñanza:
Llegaba yo allá a la escuela, y ellos allá, lo primero que preguntaban era… “¿a quién vio por allá?” ¡Y qué tal uno contestar! Uno podía ver que estaban matando a alguien por ahí en la carretera, ellos mismos… O “¿qué dijeron en el pueblo?” Pues nada… qué más va a decir uno: nada. Y yo llegaba a mi casa y yo a nadie le contaba nada. (MF-PB-Cs)
El silencio parece ser una de las estrategias más efectivas para los maestros, para salvaguardar su propia existencia:
Por allá nos dimos cuenta que llevaron uno y lo amarraron, ¿qué le hicieron? Y yo… sí, por allá lo tienen amarrado. Ahí en una casita más abajito; ahí los metían y los amarraban y los volvían nada. La casa la mantenían sola. Era una casita que se tomaron. Es que la casita es acá y la escuela queda ahí, en un filito. Entonces la casita era donde metían la gente: les hacían y deshacían. Eso pasaba, esa pobre gente ahí… Y ¿por dónde más iba a pasar uno? Yo pasaba era temblando. Todos los días me lo pasaba así. Y venían y me alcanzaban en esas camionetas, y decían: “venga, profe, ¿usted que vio por allá?”. Bregándomen a sacar, a ver si yo les chismoseaba o alguna cosa, para hacermen alguna cosa. (MF-PB-Cs)
El miedo, la impotencia, el silencio, la indiferencia son patologías que migran a la escuela y se instalan en la misma, irrumpen con el proceso de formación, obstaculizan el proceso de la escuela, ya no hay confianza, ahora solo se trata de sobrevivir, de ajustar la formación en coherencia con el mal. La vibración del mal duele como huella de la herida en el recuerdo de los profesores y los estudiantes. El recuerdo duele como duele ser testigo de la crueldad. Esas imágenes no se borran, siguen tatuadas en el alma:
Yo empecé a trabajar cuando el conflicto armado era terrible, eso fue como en el 2006, que para entrar acá al Totumo tenía que tener permiso de los paramilitares […]. Entré a trabajar y estando trabajando en la vereda cogieron a un muchacho porque había matado otro señor por robarle y se llevaron al muchacho y teníamos que reunirnos las dos veredas pa’ ver cuándo lo iban a matar. (MF-SB-C)
La impotencia frente a un ajusticiamiento, un maestro que está formado para dinamizar el conocimiento, para educar, para enseñar a leer y a escribir a los niños, para hacer ciudadanos, para hacer personas de bien, personas que respeten al otro, que respeten la vida… ahora toca ser testigo del mal:
Llegamos con los niños porque no nos dijeron qué iba a pasar. Llegamos allá con los niños, pues uno más o menos se imagina, uno de grande, pero los niños no saben qué estaba pasando. Miramos al muchacho sentado en la zorra, en el tractor, en la silla, y los paramilitares alrededor. El primero le disparó y la pistola no reventó. Nosotros con los niños pequeñitos de preescolar, primero, segundo, tercero, cuarto y quinto, los profesores, dos mujeres. Cuando el segundo le disparó, usted se puede imaginar, profe, después de que revienta el tiro y chispea sangre pa’ todos lados. (MF-SB-C)
Se rumorea que la escuela está abandona y derruida
“Pero vea, amanecen charcos aquí y charcos allá.” (MF-PB-Cs)
La lejanía, como antípoda de la cercanía, aproxima el mal, pone a rumorear al mal a los oídos y el alma, tanto de los estudiantes como de los maestros. La seguridad del centro, el confort que produce la casa se abre en los viajes que hay que hacer para llegar a la escuela. La casa es segura, la intemperie no: el mundo se abre y con ella se abre el peligro. No obstante, la escuela también debe ser un centro, un hogar, y esto implica la reconstrucción de la escuela. Hay que crear escuela, el espacio hay que habitarlo, hay que hacer del espacio en bruto un hogar, un encuentro para la enseñanza, un escenario de formación, un espacio de la familia de la pedagogía. Hay que convivir con los desafíos propios de la ruralidad: las inundaciones, la falta de accesibilidad para llegar a la escuela, los animales peligrosos. “Al levantarme, me encontré con una guio-boa”, decía una maestra. Las historias van desde hablar de las condiciones de precariedad de las poblaciones rurales, la pobreza de niñas, niños y sus familias, hasta comentar que la escuela está llena goteras, humedades. Así era el cuarto donde dormía la profesora Lucrecia: su cama estaba en el centro del cuarto de tres por tres. Del techo se desprendía un toldillo para protegerse de los sancudos. En una esquina estaba pegado con puntillas un palo de escoba y sobre él estaba colgada su ropa. Todas las paredes del cuarto estaban carcomidas por la humedad. El olor también era fuerte. El baño quedaba fuera de su cuarto. “Se imaginan tener que ir al baño a las tres la mañana”, decía la profe Lucrecia. Además, nos cuenta que su vida no solo tiene que ver con enseñar. También hay que aprender a cuidar la escuela antes de que terminen de caerse sus paredes. Gestionar con los padres de familia para que hagan un convite y la pinten, la desyerben y tapen las goteras. “Cuando llueve, se moja todo este salón, y antes de empezar clase toca decirles a los niños que hagamos aseo”, decía la maestra Lucrecia. “Hay unos chivos allí; esos chivos llegan en la mañana y son como unos veinte o treinta. Cogen esa pared y se rascan”, señala la maestra, “y miren cómo me tienen esa pared de sucia. Así que le dije a los estudiantes que trajeran árboles para sembrar, y usted qué cree que hay un árbol de esos, se lo comieron. ¡Huyyy, esos tienen una lengua!” (MM-SB-C).
Luchar contra los daños que hacen los chivos o contra las vacas también son labores que los maestros y maestras deben enfrentar para hacer de su escuela un lugar digno para convertir los espacios en sitios de formación. Pero, además, hay otros intrusos que hacen su aparición también en las escuelas. A la pregunta “¿qué se puede hacer con esos animales?”, una profesora de Marquetalia respondió:
¿Qué hay que hacer? ¡Yo no sé! Llamar los papás y decirles que miremos a ver cómo vamos a tapar esos rotos. Y vea, ¿aparentemente dónde ve rotos usted? Eso se ve, bueno. Pero vea, amanecen charcos aquí y charcos allá. ¿No ve cómo está el pisito? [...] Yo he estado es barriendo todos los días porque dije “no, hasta que no fumiguen esos murciélagos, vamos a ver”. (MF-PB-Cs)
El profesor es constructor de escuelas: el ingenio, la creatividad, la iniciativa aparecen como motivadores de su labor. Tener la escuela linda, por lo menos adecuada para sus labores: para darles a los niños un hogar pedagógico que posibilite la enseñanza. La escuela no es una estadía de paso: no es un sitio temporal para los caminantes de la vida académica; es un centro, el punto cero en donde moran los niños, las niñas, los maestros y las maestras y al que habitan con su conocimiento. Es un hogar de comprensiones y diferencias. Por ello debe ser un sitio seguro, limpio y confortable. Allí viven. Allí se rinde homenaje a la educación. La escuela es sagrada, es un templo de formación. Allí se cincela el acontecimiento de la educación:
Ser maestro es la cosa más grande que existe. Me siento muy orgullosa de poder decir: “¡Ay… allá van mis estudiantes!”. Lo que hice es muy importante: aportar en la vida de seres humanos; que los maestros no veamos lo que quisiéramos. Cierto, también es una realidad, la crisis es general, porque estamos mal pagados. (MF-NS-H)
Conclusiones
La educación es un derecho. Todos estamos de acuerdo con ello. Pero beneficiarse plenamente de ese derecho, especialmente en los territorios rurales, es un desafío. Las condiciones de éxito para lograr aprendizajes de calidad, desde una clave analítica del mal radical, parecen sufrir ciertos desajustes, incongruencias que permiten ilustrar una política bien intencionada, un maestro, una maestra muy comprometido, pero una escuela deteriorada, alejada y abandonada por el Estado. También, una escuela tatuada por el conflicto armado colombiano. Repasar los relatos de los maestros y de las maestras es aproximarse a cómo se constituye la experiencia pedagógica, no vista desde los libros y la historia de la pedagogía contada en grandes ideales. Es una pedagogía encarnada, cotidiana, contingente y exigente. Una pedagogía que nace de las grandes ideas, pero se reconfigura en la vida cotidiana de maestras y maestros que sortean cada mañana el aroma del contexto, ya sea como modelo mental, social y cultural, arraigado en una tradiciones y creencias, o en ciertas experiencias del conflicto armado colombiano que pasó por la escuela rural y dejó sus huellas en las subjetividades de sus habitantes: pérdida de dignificación, miedo, desarraigo, desconfianza y precariedad. Desde el punto de vista del maestro o la maestra rural, ello constituye justamente los escenarios para trabajar en las dinámicas de la escuela rural. Los maestros y maestras esbozan que hay una ética, una política cotidiana que afina el sentido crítico para identificar la precariedad del Estado en asuntos educativos, y los impactos que eso tiene en su constitución como maestro o maestra y en lo que ello implica para la formación del niño. El mal, como fenómeno, impide a los seres humanos su dignificación y florecimiento humano. Entonces, si así se toma, el rumor del mal no solamente explicita una condición, sino que provee una analítica y una toma de postura y genera una propuesta de transformación alternativa. El mal como creación del ser humano responde a las intenciones del otro contra el otro, sin espacios de interdependencia, reciprocidad o reconocimiento de la dignidad humana. El mal -más que la condición de inexistencia del bien- depende exclusivamente del arrasamiento humano y del impedimento del florecimiento humano. Martha Nussbaum se refiere al florecimiento humano así: “uno podría considerar el estado de funcionamiento humano como una concepción comprensiva del florecimiento humano, tanto en propósitos privados como públicos, en lugar del objeto de un consenso político, específicamente”3.
Es así como el maestro o la maestra rural crean condiciones de dignificación y de florecimiento humano en varios ámbitos: en primer lugar, en lo que respecta a la comprensión del mal en lo inconfundiblemente rural, en la espacialidad rural, marcada por la lejanía, lo que exige varias horas y varios transportes para llegar a la escuela. En términos de una temporalidad rural asociada con los ritmos del campo (el cuidado del ganado, de la cocina), y unas comprensiones culturales que bien pueden estar en contravía de la función social de la escuela (por caso, los imaginarios sociales de padres, madres y cuidadores que afirman la pérdida de tiempo de sus hijos en la escuela cuando deberían estar trabajando). Esto permite ratificar que la educación rural no es un concepto urbano. Educar en la ruralidad comporta grandes desafíos concernientes a “las condiciones pedagógicas y de calidad con que se oferta este derecho a las comunidades y [relacionados] con las situaciones sociales, culturales, económicas y políticas que enfrentan los niños y las niñas para beneficiarse de esta aparente oportunidad” (Echavarría, Vanegas, González y Bernal, 2019, pág. 18).
Salir de la comodidad de la casa y marchar a la lejanía de la escuela, marchar a la lontananza inmensa del camino, sentirse extraño en el trasegar de las carreteras, el bosque, el río, la montaña, esta travesía que hacen tanto los estudiantes como los maestros los aleja de la privacidad del hogar, los expone a la intemperie, al desamparo del camino. Como diría Otto Bollnow: “en su medio ambiente [el maestro] se encuentra amparado, está fuertemente enraizado en su patria y la lleva consigo incluso cuando recorre grandes distancias sobre la tierra” (1969, p. 92). Los profesores en el trasegar se sienten apátridas, rehenes de su propio caminar. Sin embargo, cuando llegan a la escuela, hacen allí su nuevo hogar, su nueva patria.
En segundo lugar, el maestro o la maestra crean condiciones de florecimiento humano en torno a la defensa de la vida contra el mal de la guerra. Para ello han tenido que hacer de la escuela una trinchera de paz. Cuando no se ha tratado de acciones violentas que han incidido directamente en los actores de las escuelas (estudiantes, padres y madres, o los mismos maestros) o en las dinámicas de esta (clases, cambios en los escenarios), han sido los imaginarios de la guerra los que crean miedo, sensaciones de indefensión, desarraigo, cambios en las interpretaciones de lo que es una vida buena y virtuosa. Velásquez-López y Tangarife-Motato (2019) manifiestan que, en su oficio, el maestro, más que un docente, es un articulador de tejido social -desde el punto de vista de la reproducción social señalado por P. Bourdieu y J. C. Passeron (citados por los autores antes mencionados)-. La escuela rural, entre tanto, es el lugar de construcción de iguales con perspectiva ciudadana, así como el lugar en el que se encuentra la microlocalidad con las instancias a escala mundial. Por último, los maestros son agentes que materializan la política institucional educativa en posibilidades para los procesos de posconflicto. Textualmente, Velásquez-López y Tangarife-Motato afirman:
Mediante el estudio se ha encontrado que los maestros de las escuelas rurales son un dispositivo no solo para examinar lo que ha acontecido y lo que pasa, o lo que se proyecta, sino también para generar y transmitir una transformación decidida y adecuada de políticas para el postconflicto proyectadas a largo plazo con el fin de ir consolidando el derecho a la ciudadanía y a la vida digna. (2019, p. 204)
Siguiendo esta ruta comprensiva, los maestros y maestras de la ruralidad construyen resguardos de la guerra y proyectan posibilidades de transformación. La esperanza está imbricada en la educación rural. Es la certeza de la salvación. La escuela, como la condición de posibilidad humana: desde la salvación de la guerra, hasta la creación colectiva por parte de los cuerpos que allí existen y se interpretan el uno al otro en el compartir político de la posibilidad. Así lo dice Bloch:
La desesperación roza casi totalmente aquella nada a la que se aproximan todos los afectos de espera negativos; la confianza, en cambio, tiene en el horizonte el todo al que se refiere esencialmente ya la más débil esperanza, incluso la implicada con un futuro inauténtico. La desesperación trasciende, en tanto que su nada asume la intención en la certeza del acabamiento; la confianza trasciende, en tanto que su todo traspone la intención en certeza de salvación. (2004, p. 84)
En tercer lugar, el maestro y la maestra crean condiciones de florecimiento humano en oposición al mal de la imposibilidad de establecer proyectos de vida desde la propia decisión del aprendiz, a través de la construcción y reconstrucción de escenarios pedagógicos y educativos, con miras a la formación, concebida como: proyectos de vida, comprensión del ser y sentidos de libertad. Aunque en el aula pedagógica toda simbología es política y toda política es pedagógica (el aula es el lugar educativo en que las categorías humanas se interrelacionan), el sentido de una actividad devenida del saber del maestro o maestra está en la posibilidad que da al aprendiz de hacer otras elecciones (más allá de la dicotomía entre grupos armados o no pasar de las paredes de su casa). Es la construcción de escenarios diferenciados entre el ser y la libertad del ser: decidir, formarse y reflexionar sobre la manifestación del ser, el relato de la vida en la acción o experiencia, el trasegar entre la discordia y la concordia del sí mismo y del otro. Bachelard diría: “para nosotros la conciencia del tiempo es siempre una conciencia de la utilización de los instantes, siempre activa, nunca pasiva; en resumen, la conciencia de nuestra duración es la conciencia de un progreso de nuestro ser íntimo, por lo demás, aunque ese progreso sea efectivo, fingido o incluso simplemente soñado” (1999, p. 80).
La guerra es el aniquilamiento del ser, sea simbólica o directamente, esto es, en la interpretación liberadora del ser. El temor a que se repita predomina en muchas de las escuelas rurales. “Matar, al igual que morir, es buscar una salida del ser, ir allí donde la libertad y la negación operan. El horror es el acontecimiento de ser que retorna en el seno de esa negación, como si nada se hubiese movido” (Levinas, 2006, p. 73). Los recuerdos del mal se esconden detrás de las palabras. El mal se alimenta de la impotencia de lo que se vivió, porque nadie puede contra esos recuerdos, nadie puede contra la conciencia de lo vivido: “El mal es para el hombre bien a su hora. No debe huirse siempre del dolor ni ir siempre detrás del placer, escribió Montaigne, definiendo de esa manera la ambivalencia de la relación del hombre con el mundo” (Le Breton, 1999, p. 51). La educación rural, entonces, es lucha continua y constante, temporalidad latente, en contra del mal y sus posibilidades de actualización.