Las reflexiones que propongo están inscritas en el desarrollo y prolongación de un trabajo sobre la ficción, particularmente sobre la ficción literaria. Las apuestas de este trabajo las presenté hace cuatro años en Santiago (Chile) bajo el título “Políticas de la ficción”. La ficción, por lo regular, es equiparada con la invención de seres y de situaciones imaginarias. Sin embargo, sabemos que, al menos desde Aristóteles, la ficción es algo totalmente diferente a la producción de seres imaginarios. Es una estructura de racionalidad. Ella es un modo de presentación por medio del cual diferentes cosas, situaciones y acontecimientos se hacen perceptibles e inteligibles. A la vez, es un modo de articulación que construye formas de coexistencia, sucesión y encadenamiento causal entre acontecimientos que, al mismo tiempo, les da a esas formas la modalidad de lo posible, lo real y lo necesario. Ahora bien, no se puede perder de vista que esta doble operación es requerida en donde sea necesario producir un cierto sentido de realidad. Es requerida, por ejemplo, cuando lo que se busca es definir las condiciones, los medios y los efectos de una acción, es decir, el sentido mismo de lo que significa actuar. Es igualmente necesaria en aquellos casos en los que uno se dedica a definir los objetos y el carácter de un conocimiento, a saber, el sentido mismo de lo que significa y de lo que realiza el acto de conocer. La acción política que identifica situaciones y que designa sus respectivos actores, que vincula acontecimientos y que deduce de dicho vinculo posibles e imposibles, usa ficciones, tal y como lo hacen los y las novelistas. Y lo mismo pasa con las ciencias sociales cuando pretenden exponer la conexión racional que encadena los acontecimientos y las situaciones a espaldas de sus respectivos actores. Se trata, en todos estos casos, de construir lo común identificando tanto los actores y el mundo que estos últimos comparten según modos variables de repartición de lugares y de roles, así como las situaciones y formas de transformación de dichas situaciones. De esto se deriva una consecuencia que ya he señalado antes: los discursos que pretenden vincular (rapporter) la ficción literaria a la realidad política y social, tal y como se suele asociar un efecto a su respectiva causa, no hacen, en realidad, sino vincular una ficción a otra, una forma de racionalidad causal a otra. Esto quiere decir, a la inversa, que las transformaciones puestas en marcha en la construcción de las ficciones reconocidas como tales(2) pueden ayudarnos a aclarar las transformaciones menos visibles que afectan nuestras maneras de construir la racionalidad de la política, la sociedad y la historia, y, en especial, aquellas ficciones que definen el reparto (partage)(3) de las condiciones sociales al determinar tiempos, espacios, posiciones y capacidades. Esto implica, también, que dichas transformaciones pueden ayudarnos a construir -tomando distancia de las ficciones dominantes, y divergiendo y oponiéndose a estas- otros mundos comunes elaborados a partir de otros modos de repartición (repartition) de lugares y roles; de otras capacidades de ver, sentir, hablar y actuar; de otro tipo de situaciones y transformación de dichas situaciones. La hipótesis que quiero sostener es simple: el corazón de las transformaciones de la ficción literaria y del tipo de comunidad que ella teje toca la cuestión del tiempo. En este punto se cruzan dos preguntas: por un lado, la pregunta por aquello que hace posible la articulación entre los seres, y, por otro lado, por aquello que hace posible el encadenamiento entre los acontecimientos. Es desde este punto vista que quiero proponer algunas reflexiones sobre las metamorfosis modernas de la ficción literaria y sobre las relaciones de estas metamorfosis con las ficciones que ordenan nuestras sociedades y nuestros saberes sobre la sociedad.
Para llevar a cabo esta tarea partiré de un hito significativo, a saber, de una obra cuyo tema es la larga historia de las transformaciones de la ficción en el mundo occidental. Se trata del libro de Erich Auerbach, publicado en 1946, Mimesis: la representación de la realidad en la literatura occidental. ( 4 ) En el último capítulo, Auerbach (2003) aclama un libro en el cual él veía no sólo el coronamiento supremo de la literatura occidental, sino también la promesa de una “vida común de la humanidad sobre la tierra” (p. 521). Libros que elaboren y mezclen (brasser) los tormentos y las esperanzas de una humanidad en mutación, sin duda, no hacen falta. Sin embargo, aquel libro que escogió Auerbach está, aparentemente, muy lejos de las grandes epopeyas de la condición humana. Se trata, en efecto, de To the Lighthouse, novela escrita por Virginia Woolf. Esta novela cuenta una tarde y una mañana hechas de pequeños acontecimientos insignificantes en el entorno familiar de una casa de vacaciones en una isla. El pasaje que Auerbach decide comentar, con el ánimo de justificar su afirmación, nos narra lo más insignificante de los acontecimientos domésticos: el ama de casa y madre de familia, Mrs. Ramsay, teje para el hijo del guardián del faro un par de calcetines que prueba sobre las piernas de su hijo.
¿Cómo esta tarde de verano de una familia pequeñoburguesa puede anunciar el futuro de la humanidad? En dos capítulos anteriores, antes de detenerse en esta novela de Virginia Woolf, Auerbach definió el corazón del realismo de la novela moderna. Este, para él, sólo puede representar al ser humano como un ser involucrado en una realidad política, económica y social global en plena evolución. Aparentemente esta realidad se ha desvanecido en el transcurso de dos capítulos. Pero con ella, también parece haber desaparecido el encadenamiento de acciones que constituían el corazón mismo de la acción novelesca. Es esta doble pérdida la que lamentaba György Lukács en 1930, otro teórico de las transformaciones modernas de la novela, al denunciar una evolución que pasaba de la predominancia de la narración activa al reino de la descripción pasiva. Inicialmente, se tendrían “personajes completos”, imaginados por Balzac, con sus luchas y enfrentamientos, a través de los cuales el novelista revelaba la influencia del capitalismo sobre la sociedad de su tiempo. De allí, se pasaría a las descripciones de Zola, aquellas que representaban los momentos del proceso social que se preceden y se siguen los unos a los otros, de la manera como se preceden y se siguen tantas cosas inertes, tantas “naturalezas muertas”. Se llegaría, por último, con James Joyce, a aquel punto extremo de la fragmentación de la experiencia que transformaba la vida interior misma de los personajes en “una cosa estática y reificada”.(5)
Este sería, al parecer, el mismo camino que sigue Auerbach al ir de Balzac a Virginia Woolf: un camino que se desvía, simultáneamente, tanto del agenciamiento construido de las intrigas ficcionales como de la vida común de los seres humanos. Sin embargo, Auerbach le presenta a esta cuestión -y a la respectiva sospecha de “despolitización” que la implica- una réplica que revierte por completo la perspectiva: el microrrelato de Virginia Woolf no nos desvía ni aleja de las cuestiones y los desafíos de la comunidad humana. Abre, al contrario, su futuro. Y si el microrrelato lleva a cabo esta apertura, no lo hace a pesar de arruinar el agenciamiento de acciones que se ha tenido hasta ahora como el principio mismo de la ficción, sino más bien porque lo arruina. En palabras de Auerbach, “lo que Virginia Woolf logra en su novela del faro fue intentado siempre en obras de esta clase, aunque no siempre con la misma comprensión interna y la misma maestría: detenerse en un suceso cualquiera, aprovecharlo, no al servicio de un encadenamiento planificado de acciones, sino en sí mismo como suceso” (p. 520; modificación propia a la traducción en español del texto de Auerbach).
Es una afirmación extraordinaria: el logro (achèvement) supremo de la ficción realista occidental es la destrucción de aquel “encadenamiento sistemático de acciones” que parecía ser la condición mínima de toda ficción. Se le da el privilegio a la circunstancia cualquiera, la circunstancia que Auerbach denomina momento cualquiera. ¿Cómo pensar este gesto, este logro que se presenta bajo la forma de una destrucción radical? ¿Y cómo el reino del momento cualquiera presagia una nueva vida común sobre la tierra? Auerbach responde esta pregunta aludiendo a las consideraciones banales sobre el contenido de aquellos momentos cualesquiera que implican, como él lo manifiesta, “lo elemental y común a todos los hombres en general” (p. 520). Ahora bien, es clave destacar que él mencionó con antelación que lo común que se pone en juego en el momento cualquiera no sólo implica el contenido del tiempo, sino su forma misma. Si hay una política de la ficción, ella no proviene de la manera por medio de la cual se representan la estructura de la sociedad y sus conflictos; no proviene tampoco de la simpatía que, como ficción, podría suscitar por los oprimidos o, incluso, de la energía que podría engendrar contra la opresión. Ella proviene, más bien, de aquello mismo que la hace posible como ficción, a saber, la manera por medio de la cual identifica acontecimientos y la forma como los vincula entre sí. El corazón de la política de la ficción es el tratamiento del tiempo.
Este asunto, después de todo, era ya conocido desde la Antigüedad; había sido formulado ejemplarmente en el noveno capítulo de la Poética de Aristóteles, en el cual lo que en últimas se explica es en qué medida la poesía es más filosófica que la historia. Lo es, manifiesta Aristóteles, porque la poesía -a la que entiende no como la música de los versos, sino como la construcción de una intriga ficcional- pone de manifiesto cómo las cosas pueden suceder. La poesía dice cómo las cosas ocurren a consecuencia de su propia posibilidad, mientras que la historia expone sólo cómo las cosas pasan las unas después de las otras en su sucesión empírica. De esta manera, la acción trágica lo que nos muestra es el encadenamiento de acontecimientos necesarios o verosímiles por medio de los cuales los seres humanos pasan de la ignorancia al saber y de la fortuna al infortunio. Ahora bien, no se trata de seres humanos cualesquiera, sin duda, sino de seres humanos que deben ostentar un “renombre y un estatus elevado”. Para pasar de la fortuna al infortunio se debe pertenecer al mundo de aquellos cuyas acciones dependen de los azares de la Fortuna. Para soportar y sufrir una desgracia trágica, que es producto no de un vicio, sino de un error, se debe ser parte de aquellos que pueden cometer errores, debido a que son ellos los que pueden proponerse grandes propósitos y equivocarse calculando los medios de sus acciones. La racionalidad poética del encadenamiento de lo necesario o de lo verosímil aplica sólo a aquellos seres humanos a los que se los denomina seres humanos activos, debido a que son quienes viven en el tiempo de los fines: aquellos objetivos que la acción busca, pero también aquel fin en sí que constituye la forma privilegiada de la inacción, a saber, el ocio. Este tiempo, el tiempo de los fines, se opone claramente al tiempo de los seres humanos pasivos o mecánicos, no porque ellos no hagan nada, sino debido a que su actividad está encerrada en el círculo de los medios que apuntan, exclusivamente, a los fines inmediatos de la subsistencia, y porque su inactividad no es más que el descanso necesario entre dos gastos de energía.
La ficción construida es más racional que la realidad empírica descrita, y esta es la superioridad de una temporalidad sobre otra. Estas dos tesis aristotélicas fundaron, incluso llegando hasta nuestros días, la racionalidad dominante de la ficción. Pero la fundaron a través de una jerarquía que no tenía necesidad de ser argumentada, debido a que dicha jerarquía pertenecía a las evidencias que estructuraban el mundo: la jerarquía de formas de vida que distingue los seres humanos “activos” de los seres humanos “pasivos” por su manera de habitar el tiempo, por el marco sensible de su actividad e inactividad. Se puede plantear, entonces, la siguiente pregunta: ¿esta jerarquía de temporalidades que sostenía a la racionalidad ficcional no fue destruida en la Edad Moderna? ¿El marxismo, en particular, no volvió a esta concepción? Con este último, es precisamente el mundo oscuro de la producción y de la reproducción de la vida material lo que se convierte en el principio mismo de la racionalidad causal. Así, la historia, definida a partir de su fundamento -la producción de la vida material-, no sólo opone su racionalidad a los arreglos arbitrarios de la ficción, sino que también resulta abierta, de modo exclusivo, a aquellos que logran comprender las leyes del futuro de una humanidad sin jerarquías. Pero invertir una oposición es, aún, mantener sus términos y la estructura de sus relaciones. De hecho, la ciencia histórica ha retomado a su manera la jerarquía de los tiempos. Sin duda, esta ciencia ya no es más el vano saber que los héroes trágicos adquirían, siempre demasiado tarde, justo en el momento en el que pasaban de la fortuna al infortunio. Ella le da a quien la conoce, muy al contrario, la visión del encadenamiento de las causas y los medios que le ayudan a ajustar los medios a los fines, con miras a realizar una felicidad futura. Sin embargo, la ciencia histórica lo hace oponiendo de nuevo el tiempo de los hombres activos -el tiempo del encadenamiento de los causas, aquel tiempo conocido por la ciencia y que es puesto en marcha por sus detentadores- al tiempo de los hombres pasivos, cuya obligación material los obliga a permanecer en la caverna: lugar en donde las cosas sólo aparecen las unas tras las otras, en una inmediatez que no organiza nada. A lo sumo, sólo los espejismos de la ideología.
Como forma de relato, la ciencia marxista de la historia es aún aristotélica. Es natural, entonces, que en donde toma en cuenta la ficción literaria, lo haga asociando sus razones con aquellas que hacían parte de la vieja jerarquía tradicional. Esto es precisamente lo que hace Lukács: oponer el tiempo de la novela realista auténtica -a saber, la de aquellos “personajes completos” que al perseguir sus propios fines voluntariamente nos revelaban la estructura de la realidad social y de la evolución histórica- al tiempo sucesivo, al tiempo reificado de las naturalezas muertas de la novela naturalista o de la fragmentación joyceana de la experiencia. Quizás es esta complicidad entre la nueva racionalidad científica y la vieja racionalidad ficcional la que plantea Auerbach en el momento en el que vincula el “realismo serio de los tiempos modernos” con la representación del hombre “comprometido con una realidad global, política, económica y social en constante evolución”. Esta realidad en evolución constante no hace más que reproducir, tal vez, de manera constante la separación entre aquellos que viven en el tiempo de las causas frente a aquellos que viven en el tiempo de los efectos. Así, los ejemplos por medio de los cuales Auerbach ilustra las conquistas de la novela realista francesa son, en realidad, contraejemplos, es decir, lugares y momentos en donde dicha evolución parece suspenderse: en Balzac, el comedor con olor a guardado de la pensión Vauquer, en Papá Goriot; en Stendhal, el aburrimiento de las comidas en el Hotel de la Mole, en Rojo y negro; en Flaubert, aquellos almuerzos en el comedor húmedo de Madame Bovary. Esta aparente contradicción tiene su lógica: para Auerbach, el “realismo serio” es también, e incluso en especial, un realismo que quiebra la antigua separación que consagraba la representación de personas pequeñas a géneros bajos, tales como la comedia o la sátira. En esta medida, el realismo serio hace que los sujetos, toda clase de sujetos, sean susceptibles de los sentimientos más profundos y complejos. Esto es precisamente lo que simbolizan Julien Sorel, el hijo del carpintero, quien se toma por asalto la jerarquía social, y Emma Bovary, la hija del campesino, quien se vuelca a la conquista de pasiones ideales; Julien Sorel y Emma Bovary, ambas/os “serios” hasta la muerte en el deseo que los impulsa a vivir una vida diferente con respecto a la vida a la que estarían destinadas las personas de su misma condición. Pero vivir otra vida es, ante todo, habitar otro tiempo distinto al tiempo del trabajo y de la reproducción. Y el aburrimiento es la entrada en aquel otro tiempo. Es la experiencia del tiempo vacío, un tiempo por lo regular desconocido para quienes la vida diaria se reparte entre el tiempo de trabajo que alimenta y el tiempo de descanso que repara. Por esta razón, la experiencia del tiempo vacío no es simplemente una frustración, sino más bien una conquista, una transgresión del reparto que separa a los humanos en dos bandos, según sus maneras de habitar el tiempo.
No es ni frente al trabajo productor ni tampoco frente a la realidad social global que el reparto jerárquico de las temporalidades se ha quebrado. Es, al contrario, con la suspensión de dicho reparto, con la entrada de cualquiera (n’importe qui) en este tiempo vacío, que se dilata en un mundo de sensaciones y de pasiones desconocidas. Un mundo desconocido para los imprudentes y las imprudentes que vienen a quemar sus alas y sus vidas, pero también para la ficción, que en este mundo descubre un modo inédito de ser del tiempo: un tejido temporal cuyos ritmos ya no están definidos por los objetivos proyectados, por las acciones que buscan cumplirlos y por los obstáculos que los entorpecen, sino más bien por medio de los cuerpos que se desplazan al ritmo de las horas, de las manos que borran el vapor de los vidrios para ver la lluvia caer, de las cabezas que se apoyan, de los brazos que caen, de las caras conocidas o desconocidas que se perfilan detrás de las ventanas, de los pasos sonoros fugaces, de un aire de música que pasa, de los minutos que se deslizan los unos sobre los otros y se funden en una emoción sin nombre. Tal es el tiempo de Emma Bovary, aquella jornada de la cual Auerbach ha extraído aquel famoso almuerzo. Es sin duda un tiempo desesperante para la heroína que no sabe qué es lo que espera y que no sabe que ese no-saber es, al mismo tiempo, un goce nuevo. Este tiempo es, en últimas, un tiempo nuevo para la ficción liberada de las expectativas que le eran familiares, y que ahora, en cambio, se introducía en la multiplicidad infinita de las sensaciones ínfimas y de las emociones sin nombre de las cuales se componen las vidas que escapan a la jerarquía temporal.
Este es el camino, sin duda, que desvía a la democracia ficcional de la gran historia, en donde la ciencia histórica la veía naturalmente localizada del lado del universo de los microacontecimientos sensibles. La revolución democrática de la ficción no consiste en la gran invasión de las masas sobre la escena de la historia. Como toda revolución, ella es el movimiento gracias al cual aquellos que no eran nada devienen todo. Y devenir todo, en el orden ficcional, es devenir el tejido mismo en el seno del cual -y por los eslabones de los cuales- los acontecimientos se tejen los unos a los otros. La gran revolución que señala Auerbach, sin por ello cerrarla, tiene lugar cuando el tejido gracias al cual los acontecimientos se enlazan unos a otros es el tejido mismo por medio del cual les llegan y ocurren acontecimientos a aquellos y aquellas a quienes no deberían ocurrirles, a saber, a aquellos y aquellas que viven, al parecer, en el inframundo del tiempo de la reproducción, en la caverna en donde las cosas simplemente se suceden entre sí. El momento cualquiera no es sólo el momento de las actividades esenciales a las cuales los seres humanos se entregan. Y la promesa de humanidad que está contenida en los momentos cualesquiera de Virginia Woolf no consiste en que por todos lados, a lo largo del mundo, hay mujeres que tejen y que se ocupan de sus hijos. Por una parte, el momento cualquiera es el elemento de un tiempo de coexistencia que se opone al tiempo exclusivo de la tradición narrativa; es el tiempo en el cual los momentos insisten en extenderse en círculos hasta el infinito, en lugar de ser momentos que suprimen sin cesar a aquellos que les precedían antes de que también les llegue su turno de ser suprimidos; pero, por otra parte, es también el tiempo que no conoce ningún tipo de jerarquías entre aquellos momentos que lo constituyen. Esto es lo que ejemplifica otra novela de Virginia Woolf, Mrs. Dalloway: historia de un solo día, en el cual los paseos londinenses de una mujer de mundo, de su hija y de su antiguo amor experimentan un espacio-tiempo inédito, en donde los mismos acontecimientos sensibles se implican y se extienden paso a paso, afectando asimismo a todos los cuerpos, y en especial a aquellos que el orden anterior mantuvo separados o que hacía invisibles. Pero el momento cualquiera es también el momento de oscilación ubicado en la línea fronteriza entre el todo y la nada, el momento de reencuentro entre aquellos que viven dentro del tiempo de los acontecimientos que se encadenan y aquellos que viven en el fuera-del-tiempo en el cual nada sucede. Es, así, que los círculos del momento cualquiera compartido que se tejen en la mañana en las calles de Londres alrededor de la elegante Clarissa Dalloway -cuando sale a comprar flores para su recepción- encuentran su punto de suspensión en dos figuras ejemplares. Por un lado, existe saliendo justo de la entrada de la estación del metro, como brotando de la tierra, una forma temblorosa, “como una chimenea, como una bomba oxidada, como un árbol azotado por el viento” (p. 112),(6) cuya voz sin edad ni sexo murmura un canto ininteligible sin comienzo ni fin. Y existe, por otro lado, aquel joven decepcionado de sus ambiciones poéticas y traumatizado por la guerra, cuyo delirio transforma el tejido de los acontecimientos sensibles insignificantes en la revelación de una religión nueva que él viene a anunciarle al mundo. Este joven, Septimus, se lanzará por la ventana para escapar de la sabiduría tiránica de los médicos que lo querían internar en un manicomio. Sabemos que su acción prefigura aquella acción de la autora, Virginia Woolf, quien escapará por medio del suicidio de la locura y de los médicos. La tarea propia de la literatura es, entonces, transcribir la potencia de aquellos momentos que oscilan entre el acontecimiento y el no acontecimiento, entre la palabra y el mutismo, entre el sentido y el no-sentido bajo sus dos figuras: la estupidez de la falta de sentido y la locura del exceso de sentido. Esto implica construir con palabras un mundo común que incluye la distancia de las palabras con ellas mismas, que enlaza el tiempo transcurrido del día de Clarissa Dalloway y el de los transeúntes con los que ella se cruza tanto con el tiempo de la “vieja bomba oxidada” que canta cerca de la salida de la estación del metro como con el tiempo desorientado de Septimus. Pero esta inclusión de lo excluido no se deja pensar ni como la supresión de las diferencias en una universalidad que las trasciende ni como el reconocimiento de su coexistencia pacífica. Ella es la inclusión violenta de una forma de comunidad sensible que, como comunidad, la hace explotar; es la inclusión en un lenguaje de aquello que excede a dicho lenguaje. Es esto lo que puede significar la frase “lengua extranjera dentro de la lengua”, que ha sido reivindicada por Proust y largamente comentada por Deleuze: la transgresión de aquel reparto ordenado de voces y de idiomas que se llama cultura, una transgresión que encuentra su límite en el acto de incluir en la lengua la imposibilidad misma de hablar.
Esta inclusión uno la encuentra ilustrada de forma ejemplar en otra gran novela del siglo XX, que la pone en marcha llegando, incluso, a destruir de un modo más radical el orden de sucesión temporal que ya había sido quebrado por Virginia Woolf. Pienso en El ruido y la furia de Faulkner. La novela es conocida por la complejidad de su estructura temporal: es elaborada a partir de las idas y venidas desordenadas entre tres días de 1928 y un día de 1910. A este desorden temporal corresponde la explosión, la escisión de cuatros voces narrativas: una narración objetiva y tres narraciones subjetivas. Estas tres últimas están distribuidas de la siguiente manera: la primera es dada a un personaje que vive el último día de su existencia antes de su suicidio, y las otras dos, a sus hermanos, el frío y calculador Jason y el idiota de Benjy. Es sabido que la narración del idiota es la que abre la novela y la que le da su tonalidad. Este privilegio dado al idiota es considerado con gusto como la simple literalidad de la célebre frase de Macbeth, personaje que con su nombre le da título a la novela de Shakespeare: “La vida es una historia contada por un idiota, llena de ruido y furia, que no significa nada”.(7) Faulkner quería sólo tomar la frase al pie de la letra y, así, poner la narración en la boca de un idiota de nacimiento, incapaz de comprender algo de lo que ve, de coordinar u organizar algo de lo que experimenta. Y es esta vivencia de un ser que sin más se ve afectado por choques sensibles sin reflexión lo que abraza la narración.
Pero esta manera un tanto simple de comprender el monólogo del idiota se revela con rapidez insostenible. ¿Cómo comprender que este idiota sordomudo nos transcriba con fidelidad las palabras que se intercambian alrededor de él, y que se supondría que él no debería comprender, y que a la vez comprenda a aquellos que se refieren a él como un sordomudo? Lejos de que la novela tome prestada la voz del idiota mudo para manifestar la absurdidad de la vida, ella, a la inversa, le presta a aquel que no habla otra clase de mutismo. Le presta la voz de la escritura impersonal, por medio de la cual se refuta toda jerarquía de los seres parlantes. Ella da la palabra articulada al canto ininteligible de la “vieja bomba oxidada” sobre la cual venía a concentrarse, apiñarse y comprimirse, en Virginia Wolf, el alegre circuito del momento sensible compartido. No se trata sólo de hacer decir por medio de un idiota que el mundo es idiota. Se trata, por medio de la escritura, de transformar el ruido del idiota en palabra humana. Todo el trabajo de la novela, con su estallido, con su escisión de tiempos y de voces, se puede sintetizar en dos frases de la última parte de la novela, aquella parte de la narración objetiva en donde, por supuesto, Benjy no habla, dado que un sordomudo no habla. A lo sumo, sólo gruñe. Y eso es justo lo que nos dice el narrador en esta parte al hablarnos del quejido de Benjy: “No era nada”, nos dice, “sólo sonido” (p. 541).(8) Pero la frase siguiente transforma esa nada en la virtualidad de un todo: “Habría podido ser la totalidad del tiempo, de la injusticia y de la tristeza convertida en palabra por un instante a través de la conjunción de los planetas” (p. 541). En esta simple frase se encuentran condensadas y problematizadas las dos grandes oposiciones que han servido para jerarquizar a los seres humanos a partir de sus maneras de ser y de hablar, esas dos oposiciones formuladas, en paralelo, tanto en la Poética de Aristóteles como en su Política. Existe la oposición, que evoqué más arriba, entre la crónica que expone solamente cómo las cosas pasan, y la ficción, que se encarga de manifestar cómo las cosas pueden llegar a suceder. Y existe también la oposición célebre que funda la comunidad política por medio de la separación entre dos usos del órgano vocal: la voz animal que señala el placer o la pena experimentada y el logos humano gracias al cual se puede manifestar y discutir lo que sería lo justo frente a lo injusto. En mi libro El desacuerdo (La Mésentente) intenté mostrar que la diferencia entre la voz y el discurso no es el dato natural fundante de la comunidad política, sino más bien la disputa misma del conflicto político. La política empieza cuando aquellos a quienes rechaza el reparto de lo sensible instituido -al situarlos e identificarlos como animales ruidosos, es decir, como vidas que sólo expresan sufrimiento o furia- se afirman como seres parlantes capaces de participar en un mundo común y de discutir sobre lo justo y lo injusto. Ilustré ese comienzo de la política por medio de la escena ejemplar de la secesión de plebeyos romanos en el Aventino; lo hice siguiendo la reescritura que Ballanche realizó de este suceso durante el tiempo de las revoluciones modernas. En la dramaturgia de Ballanche, el conflicto tiene que ver por completo con un asunto de poder reconocer, o no, el significado de una manifestación física: para hacer escuchables sus reivindicaciones, los plebeyos deben, ante todo, hacer escuchable que ellos hablan. Los plebeyos deben hacerles escuchar a los patricios que ellos son seres parlantes. Es decir, deben hacerse escuchar por aquellos que consideran que el habla de los plebeyos es una imposibilidad física: lo que sale de la boca de los plebeyos no contiene palabra alguna para los patricios, sino sólo, como lo expresa uno de ellos, “un sonido fugitivo, una suerte de chillido, un signo de necesidad y no una manifestación de inteligencia”.(9) La escena original de la política es una escena en donde aquellos a los que no se les entiende, aquellos a los que no se les “ve” hablar, hacen como si hablaran y probaran que ellos, en efecto, hablan y que, en ese sentido, lo que sale de sus bocas no es un quejido sino la exposición de una demanda de justicia. Se podría decir que las dos frases de Faulkner sobre el padecimiento del idiota nos ofrecen una escena original de la literatura, que resulta simétrica a la escena original de la política, una escena figurada por medio de aquel relato de la secesión plebeya. Simétrica y disimétrica. Porque, por supuesto, jamás el idiota podrá tomar la palabra con el objetivo de probar que él habla. Es el escritor, y sólo él, quien expone la “totalidad del tiempo, de la injusticia y de la tristeza convertida en palabra por un instante a través de la conjunción de los planetas” (Faulkner 1990, 541). Esta es la forma específica de disenso que la literatura pone en marcha con sus propios medios. La política pone en práctica el disenso bajo la forma de la toma colectiva de la palabra por parte de aquellos que tienen la intención de dar pruebas de que son capaces de hablar. La literatura, por su lado, les otorga una palabra singular a quienes no pueden probar que hablan, a quienes no pueden, en absoluto, hablar. Por medio de la identificación de la voz del mudo con la escritura muda, la novela de Faulkner pone en juego su propia forma de justicia. La novela construye el mundo sensible común, en el cual el quejido de Benjy es entendido como discurso: un mundo sensible que incluye su propia contradicción. Por un lado, la novela le da al idiota un tiempo enriquecido, un tiempo multiplicado en profundidad que se opone al tiempo monótono del hermano astuto. Por otro lado, la novela mantiene la irreductible separación entre el idiota y las personas razonables. Al monólogo del idiota se oponen, en efecto, dos narraciones incapaces de escuchar sus palabras: tenemos la narración objetiva, que entiende dicho monólogo sólo como un compendio de gemidos, y tenemos el monólogo del tercer hermano, el hombre razonable, Jason, quien se encarga de alimentar la familia con su trabajo, que consiste en dudosas especulaciones en el mercado, hechas a corto plazo, con dinero que no es suyo. Jason es el hombre que no confunde el tiempo, el hombre de la racionalidad económica y del progreso lineal de la historia; un progreso que empuja hacia la puerta de salida a los idiotas y, en especial, a los inadaptados, a todos aquellos que no son capaces de adaptarse a su marcha racional. El tiempo de Jason se extiende hacia el punto en el cual cada uno se ubica en el lugar que le corresponde: el punto en el que Jason será, por fin, el maestro de sí mismo y en donde, a la vez, Benjy, el idiota, será puesto en el lugar que naturalmente lo esperaba, el asilo. Sin embargo, la complejidad de la estructura narrativa de la novela, con su explosión y escisión de tiempos y de voces, sirve para retrasar de modo indefinido el momento en el que el tiempo del progreso desearía ponerse en ejecución. La novela tiene la capacidad de retener al idiota en un tiempo y un mundo comunes y, con él, a todos aquellos y aquellas a quienes el tiempo de la economía y el poder, el tiempo de los vencedores, para retomar las palabras de Benjamin, empuja continuamente hacia los márgenes, hacia los espacios sin-lugar y hacia los tiempos fuera-del-tiempo.
Mantenerse en pie en aquella frontera, de donde las vidas van a caer en la nada elevándose a una totalidad del tiempo y de la injusticia, es quizás la política más profunda de la literatura. Se desearía verla lanzar combatientes al asalto, acompañar el movimiento victorioso del proceso histórico. Pero tal vez sus historias, que parecen mantenerse tímida y frívolamente a distancia de los grandes tumultos de la Historia, ponen en marcha un desplazamiento más radical, que cuestiona la temporalidad en la cual dicho asalto y su victoria han sido pensados. Es Walter Benjamin quien ha hecho explícito este desplazamiento al afirmar la necesidad de separar la “tradición de los oprimidos” del tiempo de los vencedores, aquel tiempo con el cual había permanecido solidaria la ciencia marxista. Es Benjamin quien ha señalado la necesidad de ligar la dialéctica, no a los avances del tiempo, sino a sus paradas, a sus superposiciones, a sus vueltas, rodeos y explosiones. Pero antes de Benjamin, son quizás ciertas obras literarias las que han propuesto las fórmulas ficcionales de una ruptura en el orden del tiempo que se contraponen a las victorias de la historia, al situarse en aquel borde del tiempo en donde se nubla, confunde y entorpece el reparto que separa seres humanos activos frente a seres humanos pasivos. Dichas novelas lo han hecho, por supuesto, mediante la utilización y el trabajo con las palabras. Estarían volcadas, se podría afirmar, a interpretar el mundo, cuando sería necesario, más bien, transformarlo. Sin embargo, se trata más bien de un trabajo hecho con palabras requerido para quebrar el muro que separa el ruido de la voz. Pero no sólo eso. También, establecer una oposición entre interpretar y transformar es, en sí mismo, una interpretación, un trabajo efectuado con palabras, realizado para validar la idea de que hay un tiempo de los seres humanos pasivos frente a un tiempo de los seres humanos activos. En esta medida, el asunto no consiste en oponer ficción y realidad, sino más bien ficción y ficción: dos maneras opuestas de construir el tiempo común como lugar en donde se despliega el paisaje de lo visible. Tenemos la ficción del proceso global, en donde cada uno y cada cosa están puestos en su lugar, en donde en el centro se sientan los vencedores, en las periferias se pudren los retrasados y en los asilos se encierra a los vencidos. Y tenemos la ficción del borde de la nada y del todo que multiplica el tiempo con la intención de reotorgarle a aquel orden de la realidad social y global su estatuto de ser un tiempo entre los otros, y, a la vez, de reenviar a la ciencia de la necesidad al lugar de la arbitrariedad de una interpretación: al lugar de Jason, el pequeño calculador.
Tal vez este mapa de ficciones y de temporalidades toma una nueva dimensión en un mundo en donde el orden capitalista ha tomado, para su propio beneficio, la lógica marxista de la necesidad del proceso histórico. Un orden capitalista que se ha volcado a una marcha histórica dirigida al triunfo mundial del libre mercado, en donde el destino de los individuos inadaptados que se envían a los asilos se convierte en el destino de poblaciones enteras y cada vez más numerosas, que son rechazadas, concentradas y abandonadas en guetos o en campamentos en los márgenes del mundo común. Recordando este contexto, no estoy buscando hacer de la literatura el refugio último de un discurso que ha tomado partido por las víctimas que produce y reproduce de manera incesante el poder los vencedores. Lo que la paradoja de la escritura del idiota trae consigo no es la compasión por las víctimas; es, más bien, la existencia de aquel tiempo común y de aquel mundo común de los que hablamos antes al retomar a Auerbach. Él nos hablaba de un modo un poco simple: lo común es siempre, de hecho, una relación de lo común y de lo no común. El orden dominante nos dice que únicamente hay un solo tiempo, el tiempo del mundo globalizado; pero este tiempo común es justo el que excluye sin remisión a quienes no se pueden adaptar, es decir, a quienes él mismo, como tiempo, no cesa de rechazar y de abandonar en sus márgenes: aquellos a los cuales el tiempo de valorización del capital no quiere porque sus tiempos de trabajo son muy caros; aquellos que viven en tierras y zonas poco seguras como para garantizar la regularidad del proceso de valorización; aquellos que no tienen la capacidad de implicarse en el tiempo acelerado y flexibilizado exigido. Sin cesar, el orden dominante nos recuerda que no hay un mundo común entre aquellos que conocen las exigencias del tiempo global y todo el resto de retardados que las ignoran: obreros anclados a los privilegios arcaicos de los derechos sociales, migrantes que huyen de sus países atrasados con el objetivo de arribar a los ilusorios países de la riqueza y la libertad, fanáticos de religiones y sociedades tradicionales, clases en declive atemorizadas por la circulación mundializada de migrantes, etcétera. Sin duda, hemos sido testigos, en los últimos años, de cómo en las plazas de algunas grandes ciudades se han reunido multitudes étnicas compuestas de hombres y mujeres que por lo regular viven en los intervalos de temporalidades diferentes: del trabajo, del desempleo, de los estudios, del trabajo artístico y de sus intermitencias, del voluntariado, entre otros. Estas multitudes han distorsionado el tiempo y el espacio destinados y consagrados a la circulación de hombres y mercancías para constituir un tiempo común desconectado del tiempo de los flujos económicos administrados por las potencias financieras y las agendas de poder estatales. Sin embargo, a estas multitudes, y al tiempo que constituyen, los explicadores del orden dominante los califican como la expresión de una parodia efímera de otro mundo. A las tiendas de campaña de este mundo efímero, los explicadores las instalan en el corazón de los espacios metropolitanos, espacios de los cuales ellos son copartidarios por derecho de nacimiento. Las instalan lejos de las carpas levantadas por la juventud abandonada de los guetos y de otras tiendas de campaña, en donde se amontonan los refugiados de los campos africanos o los migrantes que caminan con lentitud sobre el lodo del Norte, con la esperanza de llegar a Inglaterra. Las instalan lejos de aquellos que hablan otras lenguas, que piensan y viven según los preceptos de religiones que les son extranjeras. El orden dominante nos manifiesta que sólo hay una opción: seguir el ritmo de los vencedores o solidarizarse con el tiempo de las víctimas, acompañar a los primeros a socorrer a los segundos. Hace poco un grupo de arquitectos concibió un proyecto singular, a propósito de aquella “jungla” en Calais, en el norte de Francia, en donde los migrantes que venían de África o del Medio Oriente se amontonaban a la espera de una travesía que los condujera a Inglaterra. Esta jungla fue vivida por Calais, pequeño pueblo provincial, como una verruga en su cuerpo. Ese grupo de arquitectos proponía darle un giro a dicha perspectiva: planificaron la edificación de una ciudad nueva, una ciudad-mundo que aboliría la separación de espacios, temporalidades y formas de vida. Frente a este proyecto, el Gobierno francés respondió mediante el desmantelamiento de la jungla y terminó enviando a los migrantes en pequeños grupos hacia diferentes lugares, dispersos entre sí, en donde las municipalidades y las asociaciones de voluntariado estaban dispuestas a recibirlos. Habría entonces una simple alternativa: pertenecemos al tiempo de los vencedores -escapando en algunos momentos a ciertos anhelos de utopía fraternal- o al tiempo de los vencidos. Por supuesto, tanto los movimientos que han ocupado plazas y calles de nuestras metrópolis como también aquellos que se han encargado de apoyar a los migrantes y a los refugiados rechazan esta opción. Pero también nos indican la urgente necesidad de pensar otro tiempo, que se distancie del tiempo lineal, en donde la larga duración de las estrategias se opone a los momentos efímeros de la revuelta y a los objetivos distantes de la acción de socorro ofrecida a los desafortunados. Se trata, más bien, de otro tiempo, de una forma de temporalidad que construye momentos arrancados al tiempo ordinario de las mercancías y de la dominación: un tiempo que no es ni el tiempo de los vencedores ni tampoco el tiempo de las víctimas, sino el tiempo de los no-vencidos. Quizás es en este sentido que se tiene que repensar, siguiendo a Benjamin, la “tradición de los oprimidos”, a saber, construyendo un tiempo no exclusivo, no unilineal, no orientado por una teleología de la historia, que les daría la victoria sólo a aquellos que comprenden su movimiento y que marchan siguiendo su sentido. Es quizás el tiempo de este futuro común el que se revelaba en las frases enigmáticas de Auerbach, de las cuales partí, alrededor de las formas modernas de una ficción literaria en apariencia ajena a las preocupaciones de la política. Esta es, en todo caso, la idea que intenté defender: sin duda, hoy existe un lugar para repensar las formas temporales de aquella tradición de los oprimidos, a la cual yo prefiero denominar una tradición de la emancipación. Existe un lugar para arrojarse a buscar en formas de ficción, que algunas veces se catalogan como elitistas, los elementos para pensar aquel tiempo sin vencedores ni víctimas, que yo propongo llamar el tiempo de los no-vencidos.