Introducción
En este trabajo se presenta la resiliencia socioecológica como marco analítico útil para analizar los efectos de la migración inducida por causa del cambio ambiental global. Para ilustrarlo empíricamente, analizaremos las estrategias implementadas, tanto por los fondos de adaptación al cambio climático como por las agencias de cooperación de los países donadores, para fomentar la resiliencia con el fin de reducir la migración desde el llamado Triángulo Norte de Centroamérica. Será indispensable describir, en un primer momento, el fenómeno de la migración centroamericana hacia América del Norte a principios del siglo XXI. En un segundo momento, abordaremos algunos ejemplos de ayuda internacional para la adaptación al cambio climático.
Resiliencia socioecológica y migración inducida
La resiliencia es un concepto originalmente utilizado en la física de materiales con el fin de describir las propiedades de estos para cumplir con sus funciones esenciales de transporte y resistencia. Después se adoptó en la psicología con el propósito de analizar las capacidades de los seres humanos para resistir los efectos de episodios traumáticos como las guerras o el aprisionamiento. A partir de la década de los setenta del siglo XX, con la obra del biólogo C. S. “Buzz” Holling, la resiliencia fue trasladada a la ecología para analizar los efectos de la transformación de los ecosistemas en sus poblaciones biológicas (Calderón-Contreras 2018). A partir de ese momento, ha permeado los discursos más relevantes en torno a las políticas públicas de gobernanza del cambio ambiental global y sus efectos. La migración inducida o forzada es considerada actualmente como uno de los efectos más importantes del cambio ambiental global. Se entiende que la migración es una estrategia de adaptación que implica la potencial reubicación de millones de personas, dado que las nuevas condiciones ambientales de las zonas de origen complican sus modos de vida. De acuerdo con algunas posturas académicas, dicho proceso migratorio implica un asunto político que requiere ser abordado a partir de la política pública, pues, desde sus inicios, la idea de desplazados ambientales ha sido caracterizada como un problema que es necesario prevenir a toda costa (Methmann y Oels 2015). Menos acuerdo todavía hay entre la comunidad internacional para ampliar la Convención de Refugiados o Convención de Ginebra y establecer la categoría jurídica de refugiados ambientales. Actualmente, los postulados apoyados en el marco de la resiliencia socioecológica buscan resaltar las habilidades de grupos humanos vulnerables a la migración forzada de estar mejor preparados para resistir los efectos de dichos procesos. Uno de los ejemplos más importantes utilizados para el análisis empírico del surgimiento de los refugiados ambientales, la migración forzada por causas ambientales y la desestabilización militar ocasionada por las consecuencias socioecológicas del cambio ambiental global ha sido la Primavera Árabe, entre 2010 y 2012; esta consistió en rebeliones armadas, protestas y encuentros violentos que generaron procesos migratorios, desplazamientos forzados y militarización, cuyos orígenes a la postre serían relacionados con una sequía que paralizó la producción de alimentos en el Medio Oriente (Soffiantini 2020). En Latinoamérica han existido antecedentes de oleadas migratorias inducidas por causas ambientales y con gran relevancia regional: de la migración histórica de mexicanos residentes en áreas progresivamente desertificadas a la desaparición de glaciares andinos y el subsecuente desplazamiento de residentes de comunidades aledañas (Feng, Krueger y Oppenheimer 2010; Altamirano 2020; Hosmer-Quint 2020). Dada la militarización de las fronteras en América del Norte, bajo la presión del expresidente estadounidense Donald Trump con la cooperación del Gobierno de México encabezado por el presidente Andrés Manuel López Obrador, la opción de facilitar mayor tránsito de migrantes centroamericanos hacia el norte parece palidecer y una alternativa es fortalecer la resiliencia de las comunidades vulnerables.
Esta postura surge directamente del concepto de resiliencia más utilizado en estudios socioecológicos, que indica que esta es la habilidad de un sistema complejo para absorber los impactos externos mientras se lleva a cabo un cambio en dicho sistema, manteniendo sus mismas funciones esenciales y su identidad (Folke 2006). Dicha definición parte de la discusión sobre la posibilidad de que la resiliencia como concepto aplicable a la política pública sea una capacidad o una habilidad.
En la adaptación a la ecología del concepto de resiliencia, C. S. Holling (1973) distinguió entre resiliencia de ingeniería (o resiliencia como mantenimiento) y resiliencia ecológica (o resiliencia como adaptación). La primera describe el grado de perturbación que un sistema puede resistir para luego regresar a su estado de estabilidad anterior. En la segunda, en cambio, el mantenimiento de dicho estado es menos importante. Para que un sistema sea resiliente, solo es necesario que sus relaciones básicas no cambien y que aún pueda realizar sus funciones básicas (Holling 1973). Cuando la resiliencia pasó de un enfoque disciplinario, desde la biología o la ecología, a un enfoque transdisciplinario que incluye factores sociales, empezó a proveer explicaciones a las principales características de sistemas complejos, específicamente socioecológicos. Desde esta perspectiva, la resiliencia no solo busca hacer más robustos los sistemas socioecológicos, sino también analizar y potenciar las oportunidades que surgen de las transformaciones que sufre un sistema, enfocándose en sus patrones de autoorganización y en el surgimiento de nuevas trayectorias (Heath et al. 2020).
La migración inducida por el cambio ambiental global ha sido abordada desde la resiliencia socioecológica como el elemento transformador de un sistema socioecológico local. Son precisamente las características de la resiliencia socioecológica (autoorganización y surgimiento de nuevas trayectorias) las que vinculan el concepto de resiliencia con la política pública de gobernanza de los problemas asociados con la migración. En este artículo postulamos que la construcción de resiliencia para disminuir la migración forzada debe considerar la autoorganización de los grupos humanos más vulnerables y las nuevas trayectorias que se abren por las condiciones dinámicas del cambio climático.
El análisis de la migración desde una perspectiva de sistemas socioecológicos es relevante e innovador, dado que desde la misma noción de refugiados ambientales se busca analizar las razones sociales y ambientales que obligan a las personas a migrar. En este sentido, es posible asumir que cuando un sistema socioecológico es modificado en torno a su productividad, sus condiciones climáticas o sus características de gobernanza, se posibilita la migración de las personas que lo habitan, las cuales buscan reforzar sus patrones de resiliencia para mejorar sus condiciones sociales. La migración se constituye como una estrategia de resiliencia que será caracterizada empíricamente en las siguientes secciones.
El objetivo de este trabajo es ofrecer una reflexión teórica, desde la ecología política, acerca de la migración centroamericana inducida por causas ambientales. Como parte de la metodología que hemos empleado está la consulta de trece expedientes de solicitud de recursos a los fondos de adaptación al cambio climático, disponibles en las distintas páginas oficiales de las instituciones internacionales de crédito que los asignan. Tales expedientes contienen no solamente la petición presentada por los gobiernos de la región, sino información valiosa acerca del desarrollo del proyecto. Además, estudiamos los informes del programa de cooperación Bosque y Agua de la Agencia Alemana para la Cooperación Internacional (en alemán, GIZ), también disponibles en línea, y notas de prensa locales relativas a los temas del artículo. Cinco visitas a la región en los últimos veinte años han contribuido, igualmente, a nuestros conocimientos sobre esta.
La migración centroamericana y su gobernanza
El Triángulo Norte de Centroamérica designa la región compuesta por Guatemala, El Salvador y Honduras. Estos países forman un bloque económico y comparten algunas condiciones sociales similares, como altos índices de violencia reciente asociados a pandillas.
La migración a los Estados Unidos proveniente de Centroamérica se ha quintuplicado entre 2010 y 2015, según las cifras de personas detenidas en la frontera con México.1 De acuerdo con las autoridades de migración mexicanas, el 65% huyen precisamente de Honduras, Guatemala y El Salvador por desempleo y crisis económica; el 19% lo hacen por bajos ingresos y malas condiciones laborales; el 9% por violencia e inseguridad, y apenas el 1% por reunificación familiar (cifras citadas en IDB et al. 2017). Esta última cifra es sorprendente, pues la reciente diáspora centroamericana en Estados Unidos, provocada por las guerras civiles y por algunas catástrofes como terremotos y huracanes, debería reflejarse en mayor migración motivada por lazos familiares entre el migrante y su lugar de destino.
En El Salvador, a finales de la década de los ochenta del siglo XX, aproximadamente el 10% de la población se encontraba en los Estados Unidos. Otro 5% había ido a México y a países vecinos (Wood 2010). Según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, entre 1998 y 2005, casi 46.000 convictos fueron deportados de Estados Unidos a Centroamérica (UNODC 2007, 40). Estos hechos debieron crear una tradición migratoria en muchas poblaciones que habían guardado el contacto con su tierra de acogida temporal, aunque esto no se refleje en los datos de las autoridades migratorias mexicanas.
Las estadísticas provenientes de grandes encuestas o registros institucionales (por ejemplo, las autoridades migratorias de cada país o la Organización de Naciones Unidas) pueden ofrecernos pistas para comprender la migración centroamericana, pero no aportan por sí solas explicaciones causales coherentes.
Investigadores especialistas de la migración forzada, trabajadores sociales y miembros de organizaciones civiles de apoyo a los migrantes han estudiado la violencia como causa de desplazamiento desde Centroamérica hacia el norte. A finales del 2015, Vickie Knox, estudiante de doctorado de la Universidad de Londres, hizo entrevistas a migrantes centroamericanos en un refugio en Ciudad Ixtepec, al sur de México. También entrevistó en Santa Tecla, El Salvador, a salvadoreños deportados desde México. “Todos habían huido del Triángulo Norte de Centroamérica debido a la violencia criminal y a la inseguridad” (Knox 2017, 18). Esta migración forzada estaría motivada en particular por la presencia de grupos criminales, por la falta de control por parte del Estado (los llamados “Estados fallidos”) y por la imposibilidad de migrar internamente en vez de emprender el largo viaje al norte. Pero las cifras disponibles no coinciden con la aplicación amplia de esta hipótesis a todas las migraciones desde Centroamérica y tampoco nos conducen a modelos causales concluyentes (Bolaños-Guerra 2019).
Lo mismo ocurre con la perspectiva que explica gran parte de la migración centroamericana por causas ambientales, como la sequía o los huracanes. Esta compite con las anteriores hipótesis que privilegian la violencia o la reunificación familiar. Para explorar la hipótesis ambiental en el estudio de la migración desde América Central es primero necesario conocer tanto las causas de expulsión, como los indicadores de la degradación de los ecosistemas locales y el aumento de la temperatura que hace inviables, por ejemplo, plantaciones de café (Vilchez Mendoza et al. 2020). Desde el punto de vista de su importancia biológica, Centroamérica llegó a tener extensiones significativas de bosques tropicales húmedos, que son los ecosistemas más ricos en biodiversidad y en producción de lluvias para la agricultura y el uso doméstico de agua. La destrucción de este tipo de selva estratégica para conservar el clima ha sido evidente y verificada con imágenes satelitales y dictámenes de campo (Tellman et al. 2020).
A partir del huracán Mitch (1998) se empezó a hablar cada vez más acerca del impacto del cambio climático en la región. Smith (2007) reconocía que el nexo de este evento hidrometeorológico con el cambio ambiental global era incierto, pero afirmaba que servía como un ejemplo potencial del modo en que se verían afectadas grandes poblaciones por eventos climáticos, particularmente con el desplazamiento de millones de personas. El informe de 2001 del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas (Albritton y Dokken 2001) ya estimaba que, durante el siglo XXI, las precipitaciones en el invierno descenderían en América Central. Junto con la posible reducción de las precipitaciones durante las temporadas húmeda y seca (Karmalkar, Bradley y Diaz 2011), y la previsible desaparición de los bosques de pino y de entre el 45% y el 75% del bosque de niebla y sus especies emblemáticas (como el quetzal), los ecólogos científicos señalaban que, a cambio, podría generarse un aumento del ecosistema más biodiverso: la selva tropical húmeda (rain forest) (Dirzo y Bonilla 2013).
Sin embargo, procesos hidrometeorológicos como los huracanes, las sequías cíclicas asociadas a El Niño y las plagas expandidas por el calentamiento del bosque templado (por ejemplo la de la roya del cafeto) precedieron a olas migratorias hacia el norte, como las llamadas “caravanas centroamericanas” (Bolaños-Guerra 2018). A partir de 2012, la combinación de la depreciación del precio internacional del café con la afectación por roya de grandes extensiones de cultivos del grano en el departamento de Quetzaltenango, Guatemala, empujó a agricultores a partir a los Estados Unidos. La vinculación de ello con el aumento de temperatura está atestiguada y la alternativa que encuentran quienes no parten es cambiar a cultivar productos de tierra caliente, como el plátano (Leutert 2018; Lynch 2019). Se trata, en el fondo, del fenómeno de extensión del bosque tropical hacia lo que fueran bosques templados, tal como lo predijeron los modelos de cambio climático para la región. El mapa 1 muestra el traslape del Corredor Seco Centroamericano con zonas cafetaleras, además de ciudades importantes que afectan la disponibilidad de agua y alimentos en una región que se está urbanizando.
En la primera década del siglo XXI se presentaron 36 huracanes en la subregión de Mesoamérica y el Caribe, mientras que durante los años ochenta apenas hubo 15 de estos procesos hidrometeorológicos y 9 en los años noventa del siglo XX (UNEP y Eclac 2010). La intensa temporada de huracanes del 2005 en el Atlántico coincidió con el incremento más alto en 20 años en la temperatura superficial del mar Caribe (Ortiz 2008). Pero este récord en el número de ciclones tropicales fue superado en 2020, que se ha convertido en el año más activo en el Atlántico en tormentas del que se tenga registro, fenómeno también asociado con la alta temperatura superficial del océano, en gran medida por el cambio climático. Dos huracanes que alcanzaron en noviembre la categoría 5 en la escala Saffir-Simpson golpearon las costas de Centroamérica y desencadenaron, semanas después, una nueva caravana migrante hacia los países del norte (Associated Press 2021). Así, han sido tanto los modelos climáticos como el recuento de daños acumulados lo que muestra que Centroamérica pelea los primeros sitios en vulnerabilidad al cambio climático con el Sahel, las pequeñas islas del Pacífico y Bangladesh (Eckstein, Künzel y Schäfer 2017).
Al observarse, desde la ecología política, que la vulnerabilidad de la región frente al cambio climático se daba tanto en términos de sostenibilidad ambiental como social y económica, surgieron proyectos para describir técnicamente el fenómeno. Detrás de estos esfuerzos de ecología política está el gran incentivo de la ayuda financiera internacional a partir, por lo menos, de la Conferencia de las Partes (COP 19) de Varsovia, en 2013. En esa ocasión, los países desarrollados se comprometieron a otorgar niveles crecientes de ayuda para la adaptación de los países vulnerables ambientalmente y en vías de desarrollo. También se abrió camino al llamado Mecanismo de Varsovia que otorga asesoría y ayuda a los países afectados, frente a procesos hidrometeorológicos extremos y sequías (Acosta Cajiao 2020). Así, la oferta de créditos y donaciones destinados a la adaptación al cambio climático han estimulado la creación de discursos ambientales que, si bien no están inspirados únicamente por la ecología científica, obtienen coherencia y sustento gracias a la ecología política.
Los proyectos financiados por los fondos internacionales de adaptación comprenden desde la cosecha de agua de lluvia en barrios populares de Tegucigalpa, que analizaremos más adelante, entre otras estrategias de manejo del agua,2 hasta prácticas agroecológicas para conservar el suelo y mejorar las técnicas de producción,3 pasando por la transferencia de conocimiento para mitigar la desertificación. Paradójicamente, ninguno de los trece expedientes consultados provenientes de los fondos internacionales de adaptación busca de manera explícita evitar la migración inducida por sequías, plagas o huracanes. Solo el programa de cooperación Bosque y Agua de la GIZ se ocupa directamente de la erosión del suelo por la sequía en el Corredor Seco Centroamericano. Sin embargo, la falta de referencias directas a la migración ambiental no es necesariamente un argumento para negar que dichos proyectos de cooperación se enfoquen en la adaptación al cambio ambiental global. Estrategias como la introducción de corales transgénicos,4 variedades de café genéticamente modificado, árboles de aguacate Hass o megaproyectos de infraestructura5 son objeto de controversia, pero la ecología política permite una gran diversidad de opciones siempre que el resultado sea el establecimiento de conexiones socioecosistémicas que produzcan resiliencia. La resiliencia, en este caso, coincide con el derecho a no migrar.
Escasez y necesidad: características de la autoorganización
Charbonnier (2020) define las particularidades de la civilización occidental de los últimos tres siglos apelando a la abundancia material que hizo posible la Revolución Industrial y a la libertad sacralizada por la filosofía política. La situación reciente de América Central podría ser descrita por la escasez material y la consecuente falta de libertad (a la manera en que el cambio ambiental global amenaza al resto del planeta). Pero esto no siempre fue así. Al contrario, un observador afirmaba, en 1888, en uno de los primeros anuarios estadísticos de El Salvador, que no había indigentes en ese país:
No se conoce el pauperismo. Nadie muere en el Salvador de miseria; país abundante de recursos, cualquiera, hasta la persona más necesitada, puede conseguir el sustento diario. Los frutos que da la tierra en abundancia constituyen para la clase menesterosa una especie de paraíso terrenal en donde abunda el sabroso plátano, el agradable y nutritivo aguacate, el suave huisquil, y muchos otros frutos que se obtienen muchas veces sin remuneración alguna. (Reyes 1888, 96)
Por más exagerada que fuese esa afirmación, y compensada además por la presencia de males como la violencia y las enfermedades tropicales, es verosímil que en el siglo XIX los ecosistemas centroamericanos ofrecieran suficiente comida a la población para sobrevivir, en un contexto de baja densidad poblacional. En el año 2000, en cambio, el 27,85% de los niños ni siquiera satisfacían sus necesidades básicas de alimentación (Unicef 2000). No solo en el ámbito rural, ni de manera exclusiva entre los más pobres, la inseguridad alimentaria ha sido grave en las últimas décadas. En 2008, casi la mitad de los salvadoreños decían que en algún momento del año no habían podido pagar alimentos para ellos o sus familias (Aaron 2009).6 No es de sorprender que la inseguridad alimentaria esté también muy presente en los testimonios actuales de pandilleros. Una de las razones que lleva a los jóvenes a unirse a una pequeña pandilla o clica es que, en ella, “si come uno, comemos todos, y, cuando no come alguno, nadie come”; “Todos comemos de la misma tortilla”. Estas ideas se repiten en diversos testimonios y canciones de rap (Bolaños-Guerra y Martínez-Bohórquez 2017; Nateras Domínguez 2014, 341).
Otros indicadores, como la esperanza de vida, han mejorado a través de los años, pero como hemos visto el hambre es un factor central en las explicaciones de la migración reciente de centroamericanos hacia el norte, tanto por razones históricas (la continuidad de la inseguridad alimentaria de los años setenta a la actualidad) como por las cifras que apuntan a las consecuencias de factores ambientales. Según el estudio del Programa Mundial de Alimentos, del Banco Interamericano de Desarrollo y de otros organismos internacionales (IDB et al. 2017), el 47% de los actuales migrantes de El Salvador, Honduras y Guatemala provenientes de zonas secas, afectadas por el fenómeno hidrometeorológico de El Niño, están dejando su país por inseguridad alimentaria. La citada encuesta a la gente del llamado Corredor Seco Centroamericano (área geográfica que estudiaremos más adelante) fue complementada en ese estudio con entrevistas a informantes clave, discusiones en grupos focales y una segunda encuesta sobre inseguridad alimentaria.
La población en emergencia que fue encuestada identificó las seis principales causas de emigración, y surgieron a la cabeza “estar sin comida” (57 por ciento), “estar sin dinero” (17 por ciento) y “pérdida de cultivos” (7 por ciento). […] Las discusiones focales del estudio de 2016 identificaron estos principales motivos de emigración, en orden de importancia: violencia, pobreza y desempleo (El Salvador); pobreza, desempleo y pérdidas agrícolas (Guatemala) y desempleo, pobreza y búsqueda de un mejor futuro (Honduras). En general, la sequía y sus consecuencias se consideran el principal problema de los hogares durante el periodo del estudio. Las fuentes calificadas añadieron la reunificación familiar como factor determinante de la emigración. (IDB et al. 2017, 10)
La muestra de este estudio fue de 123 encuestas, en igual número de hogares, lo que convierte a la investigación en indicativa, no representativa. La muestra tampoco fue aleatoria, pues solo se incluyeron en ella hogares con uno o más miembros de la familia que emigraron.
Este importante estudio del Programa Mundial de Alimentos apunta a una causa específica de tipo ambiental que ni siquiera es el cambio climático. Se trata del fenómeno de El Niño, un patrón climático no provocado por el ser humano y que se produce cuando las temperaturas del océano Pacífico, cerca del ecuador, varían. Este proceso hidrometeorológico natural ocurre cada dos a siete años. Al parecer, aunque El Niño contribuye al calentamiento del planeta, el cambio climático generado por el hombre no necesariamente deriva de forma directa en la intensificación de El Niño. Sin embargo, por el momento se trata de un tema debatible y no se tiene información concluyente. Si El Niño contribuye al calentamiento del planeta, ello induce incendios y uso de energía adicional (por ejemplo, para aire acondicionado), lo que, a su vez, genera emisiones de gases de efecto invernadero que tienen efectos acumulados en el sistema del clima mundial y ocasiona variaciones en la frecuencia e intensidad de fenómenos climáticos.
En resumen, las más recientes olas migratorias desde el Corredor Seco Centroamericano parecen estar relacionadas con la inseguridad alimentaria que, a su vez, es agravada por un fenómeno natural con lazos inciertos y complejos con el cambio climático. Es posible que el futuro solo agrave la situación de ciertas zonas:
Los impactos de estos eventos en la población y en la economía de la región han sido tremendos: las pérdidas económicas derivadas de 11 eventos hidrometeorológicos recientes evaluados llega a 13,64 billones de dólares y el número de personas impactadas alcanzó su pico con el huracán Mitch en 1998, con más de 600.000 personas afectadas […] Un gran porcentaje de la población en Centroamérica vive en o cerca de terrenos muy inestables con suelos arenosos, volcánicos, proclives a avalanchas de lodo, que son la mayor causa de muertes y destrucción. (Magrin et al. 2014, 1508; traducción propia)
Violencia y degradación ambiental: surgimiento de nuevas trayectorias socioecológicas
Trataremos de explicar ahora la aparente contradicción entre las explicaciones provenientes, por un lado, de la encuesta del Programa Mundial de Alimentos del 2017 y de los datos recabados por las autoridades migratorias mexicanas y, por otro lado, los testimonios recogidos por los estudios de campo ya citados. Los primeros enfatizan la inseguridad alimentaria y el desempleo; los segundos, la violencia. Creemos que esas diferencias podrían ser atribuidas, en parte, a la manera de recabar la información. Mientras que los campesinos dispuestos a partir o detenidos por las autoridades mexicanas conforman la muestra de las primeras encuestas y estadísticas, las personas de la ciudad que huyen de la violencia están más presentes en los albergues donde hacen trabajo de campo científicos sociales y donde colaboran miembros de organizaciones civiles. A su vez, la mayor presencia en los centros de ayuda de centroamericanos provenientes de las urbes y que huyen de la violencia puede atribuirse a sus redes de solidaridad y a su capital cultural. Los campesinos provenientes del Corredor Seco Centroamericano no cuentan con el mismo capital social y huyen del hambre de manera más improvisada y aventurada. Confirmar o refutar esta hipótesis es importante, pues es probable que la solidaridad hacia los migrantes centroamericanos se haya concentrado en una minoría (urbana, desplazada por la violencia), dejando más desprotegidos a los migrantes rurales que ni siquiera alcanzan a llegar a los albergues. Posteriores estudios deben emprender regresiones estadísticas a partir de bases de datos confiables para explorar el peso de cada causa.
La migración internacional proveniente de Centroamérica parece explicarse por dos motivos. Por un lado, la población rural del Triángulo Norte podría ser reticente a desplazarse internamente por miedo a la violencia de las ciudades y por carecer del capital cultural para desempeñar actividades distintas a la agricultura. Por su parte, la población urbana ya experimenta esa violencia de cárteles y pandillas y huye tras las amenazas de extorsión o para proteger a los menores del reclutamiento forzado de los grupos criminales.
El surgimiento del Corredor Seco Centroamericano
Los especialistas pueden describir el tipo de suelo, la flora y fauna, el viento y la densidad de población de Centroamérica de una manera muy detallada que permita comprender la vulnerabilidad de cada lugar a la sequía. Pero, para los efectos del presente artículo, identificamos tres principales tipos de clima relacionados sobre todo con la elevación. Con climas cálidos a temperaturas promedio de 24 ºC, las tierras bajas suelen encontrarse a elevaciones de hasta 900 metros y ofrecen las condiciones para que se desarrollen los bosques tropicales, tanto los secos estacionales como los perennes. En segundo lugar, están las zonas templadas, entre 900 y 1.800 metros sobre el nivel del mar y con temperaturas promedio de 18 a 24 ºC, las cuales están ocupadas por bosque de niebla tropical y bosques templados de coníferas locales y robles u olmos de hoja ancha. Por último, las tierras altas, entre 1.800 y 3.400 metros sobre el nivel del mar, presentan temperaturas promedio de 12 a 18 ºC y ofrecen a la vista pastos y páramos (Dirzo y Bonilla 2013, 24). Los resplandecientes quetzales viven normalmente por encima de los 1.400 metros sobre el nivel del mar y necesitan los árboles maduros muertos de estos tipos de bosques para habitar en su interior. Esta especie emblemática (que está en el escudo de Guatemala) es un ejemplo adecuado del tipo de transformaciones que enfrentan los sistemas socioecológicos centroamericanos por el cambio ambiental global. Con la desaparición de buena parte de su hábitat por efecto de dicho cambio, el futuro del quetzal está comprometido (Renner, Waltert y Mühlenberg 2006; Renner, Voigt y Markussen 2006). Resulta trágico, pero su gradual pérdida de presencia es también el anuncio de nuevas trayectorias socioecológicas para la región. Así como el quetzal, es probable que el café dé paso progresivamente a cultivos tropicales como el plátano o a variedades de café más resistentes que las actuales modalidades gourmet (Vilchez Mendoza et al. 2020). Los productores que logren adaptarse a las nuevas condiciones, permanecerán. Otros preferirán migrar a Estados Unidos y México.
Es también necesario explicar brevemente cómo surge la separación actual de bosques secos y húmedos, relacionados respectivamente con el océano Pacífico y con el mar Caribe: “La corriente fría de California en la costa del Pacífico enfría el aire, evitando que absorba mucho vapor de agua del océano y, entonces, reduciendo las probabilidades de precipitación de este lado de la región” (Dirzo y Bonilla 2013, 25). Con este insumo geográfico podemos entender que, con el apoyo de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), se han identificado las zonas secas de cada país y se ha señalado la existencia de un Corredor Seco Centroamericano (Van der Zee et al. 2012). Identificar esta biorregión era estratégico para poder conectar el tema global del cambio climático con la ayuda humanitaria a la región, así como dotar a las autoridades locales y a académicos de una categoría científica para comprender los fenómenos hidrometeorológicos. Se trata de un ejemplo de autoorganización, pues la intervención de las instituciones internacionales, de los fondos para la adaptación al cambio climático y la colaboración de los científicos extranjeros se realiza con el acuerdo, si no es que por iniciativa, de los países del Triángulo Norte.
El Corredor va de Chiapas, México, al occidente de Costa Rica y a las provincias occidentales de Panamá. Incluye distintos bosques tropicales secos (seasonally dry tropical forests), por ejemplo, los de la provincia de Guanacaste en Costa Rica y los departamentos de Zacapa, El Progreso y Chiquimula, en Guatemala. Al nombrarlo y usarlo se confirma con rigor y claridad que los países más vulnerables a la sequía o a la precipitación extrema en América Central son Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua.
El Corredor Seco es una de las zonas más variables del mundo en lo que al clima se refiere. En años de El Niño, las precipitaciones descienden entre 30% y 40%. Y, dado que casi la mitad de los 2 millones de pequeños productores centroamericanos de granos habitan en esta área geográfica, es estratégico estudiar su resiliencia socioecológica. En particular, cuando fue definido el Corredor Seco, la cobertura boscosa se encontraba desconectada entre sí por causa de actividades como la agricultura de hortalizas (papa y repollo, principalmente), el café y la ganadería. Así, la agroindustria no solo rompió con la producción de alimentos tradicionales que estaban en la base de la alimentación de la población centroamericana, sino que transformó los ecosistemas. El reto, por lo tanto, es reconstruir la conectividad de las áreas naturales y garantizar la viabilidad económica y la sostenibilidad ambiental de la explotación de los recursos naturales locales.
La región trifronteriza del Trifinio
En 2011 fue declarada por la Unesco la Reserva de la Biósfera Transfronteriza Trifinio-Fraternidad, por su importancia para la biodiversidad y la captura de agua dentro de un territorio compartido por El Salvador, Guatemala y Honduras. La región del Trifinio se encuentra parcialmente en el Corredor Seco Centroamericano. Además, mediante el programa de cooperación alemán Bosque y Agua, se otorgó asistencia técnica a los productores de la zona por ocho años, durante los cuales se convenció a los campesinos de la región de que sembraran y explotaran árboles de aguacate Hass y melocotón o durazno. Estas variedades vegetales fueron elegidas dado que los árboles en general reducen, por definición, la deforestación y la erosión del suelo, comparados con las matas de café, los granos o las hortalizas, sin hablar de la ganadería. Además, sus frutos son una fuente de ingresos y de alimento, incluso cuando otros cultivos mueren por la sequía (Schneider y Azmitia 2017).
En cambio, el cultivo de hortalizas, dada la fuerte incidencia de plagas y enfermedades, suele requerir una gran cantidad de pesticidas químicos que tienen un impacto negativo en la salud de las comunidades y en la biodiversidad local. Debido a la expansión del cultivo de hortalizas, en el Trifinio se estaba perdiendo la vegetación permanente y gran parte de la microcuenca ya no tenía árboles (Schneider y Azmitia 2017, 8).
Con el apoyo de la Agencia Alemana de Cooperación Internacional y de los gobiernos de los tres países se proporcionó a los locales fertilizantes, utensilios de trabajo, asistencia técnica y formación. Desde un enfoque decolonial, sería posible investigar si bajo el programa de cooperación existía un interés de los donadores de ver aumentadas las exportaciones de aguacate o aceite de aguacate hacia Alemania, dada la caída de la producción de los mercados español y californiano por el estrés hídrico. Pero, para los efectos de este artículo, lo importante es evaluar el éxito del programa para aumentar la resiliencia socioecológica local, es decir, el derecho a permanecer, a no migrar, satisfaciendo las necesidades básicas. De entrada, los partidarios aseguran: “En San Juan Buena Vista los resultados fueron particularmente significativos. El coeficiente de escorrentía, por ejemplo, se redujo en un 83% con el establecimiento de las parcelas de aguacate” (Schneider y Azmitia 2017, 10). El coeficiente de escorrentía es el indicador que mide la cantidad proporcional de precipitación anual que no se infiltra. La escorrentía se traduce en erosión.
Otro indicador del éxito de esta nueva trayectoria socioecosistémica fue el aumento de la participación organizada de los productores en la gestión conjunta de este negocio. En 2014 se llevó a cabo el primer encuentro de empresarios y microempresarios de aguacate de Honduras, donde se fundó un Comité Nacional de la Cadena de Valor del Aguacate (Schneider y Azmitia 2017, 13). Es conocido que dos de los principios de diseño característicos de las instituciones que explotan sosteniblemente recursos naturales durante periodos largos, según la Premio Nobel de Economía Elinor Ostrom, son: los arreglos de elección colectiva en los que la mayoría de los afectados pueden participar y el reconocimiento mínimo de derechos de organización de los productores por parte de las autoridades gubernamentales (Ostrom 2000). Estos elementos pueden ser observados en el Trifinio hondureño.
Riesgos socioecológicos del cultivo del aguacate Hass
La producción de aguacate se ha convertido oficialmente en una estrategia prioritaria para el desarrollo económico en Honduras, lo cual no deja de ser controvertido dado que este cultivo, con raíces poco profundas, demanda un alto consumo de agua (hasta 6 litros por fruta) y podría amenazar recursos forestales al sustituir los árboles locales. Además, existen riesgos sociales, ejemplificados en Chile por el despojo del agua necesaria para uso doméstico y en pequeños cultivos, con el propósito de favorecer a las plantaciones de palta (aguacate) (Budds 2004). Estos daños colaterales también son visibles en la tala desmesurada de robles y pinos en Michoacán, México, para ampliar la frontera frutícola por el aguacate (Mas et al. 2017), así como en la violencia del crimen organizado en ese mismo lugar, dado que las organizaciones extorsionadoras se ven atraídas por el modelo de acumulación de ganancias que genera el “oro verde” (Ornelas 2018). Además, es interesante observar que el ejercicio de autoorganización que hemos descrito en el Trifinio centroamericano hubiera podido elegir vías alternativas; por ejemplo, una estrategia de cultivo de hortalizas orgánicas, sin pesticidas tóxicos, o el cultivo de árboles maderables. Cada proyecto habría enfrentado dificultades, ventajas e inconvenientes, pero se optó por una vía que reforestara (aún con árboles de una variedad exótica y comercial, el aguacate Hass) la zona de amortiguamiento del bosque núcleo de las áreas naturales protegidas en el Trifinio y que contribuyera así a formar una cortina contra el viento y evitar la erosión del suelo.7 A diferencia de Chile y California, Mesoamérica es centro de origen del aguacate y no se introdujo desde cero -los locales lo conocían desde hacía siglos, como ya hemos documentado con el testimonio de Reyes (1888) -, sino que se pasó a su producción masiva y a su comercialización. Por lo que respecta al estrés hídrico de la región, al que suele contribuir este fruto, este se concentra en algunos meses de las temporadas de sequía, lapso que puede ser soportado por los árboles sin morir. En resumen, se eligió una trayectoria socioecológica que aumentara la resiliencia frente a la sequía cíclica. Además, los intereses materiales de los habitantes fueron protegidos con la elección de una variedad vegetal altamente valorizada en el mercado mundial. Ambos factores, el ambiental y el económico, conforman aspectos de la resiliencia socioecológica.
Así, el enfoque teórico que hemos elegido en el presente artículo nos permite adoptar una perspectiva pluralista y dialógica antes que univocista. Como cualquier otra estrategia de explotación de los recursos naturales, la producción de aguacate no es intrínsecamente sostenible o insostenible; depende, por ejemplo, de si se la compara con la producción de hortalizas o si se realiza en un ambiente semidesértico o seco solo por temporadas (como el istmo centroamericano). En efecto, la sequía en Centroamérica no se caracteriza necesariamente por la reducción del volumen anual de agua de lluvia, sino por el agravamiento de la temporada seca (Van der Zee et al. 2012), a la cual es resiliente el árbol de aguacate.
La invención del Corredor Boscoso Central
Para finalizar nuestro estudio de las estrategias orientadas a aumentar la resiliencia que contribuya a disminuir la migración centroamericana, analizaremos una que el Gobierno hondureño ha emprendido con el fin de obtener fondos para la adaptación al cambio climático.
En 2014 se creó un nuevo concepto ecológico, el Corredor Boscoso Central hondureño, en analogía con el Corredor Seco, como una especie de “marketing ambiental”. La noción de marketing urbano ha sido usada para describir la planeación, comunicación y promoción de grandes proyectos de reordenamiento de ciudades que compiten por recursos (por ejemplo, ganar la sede de los Juegos Olímpicos o de una feria internacional y, con la inversión obtenida, rehabilitar barrios depauperados de Barcelona, Lisboa o Río de Janeiro) (Benko 2000). En el presente caso, se trataba de poner a competir a Tegucigalpa con las ciudades de Daca, Niamey, Managua, entre otras, por la obtención de valiosos recursos para la adaptación al cambio ambiental global. Aunque existen billones de dólares comprometidos por los países industrializados, la disputa por obtenerlos es dura.
De acuerdo con la prensa local, el 27 de noviembre de 2014, el Comando de Ecosistemas de las Fuerzas Armadas de Honduras sobrevoló la periferia de la ciudad capital de Tegucigalpa con los alcaldes municipales para “apreciar las potencialidades y problemas del corredor y compartir reflexiones sobre las alteraciones que amenazan los recursos naturales del corredor” (“Corredor Boscoso Central” 2014). El Corredor Boscoso Central inicialmente estaba compuesto por trece municipios (incluido el Distrito Central, es decir, la ciudad capital de Tegucigalpa), pero el de Villa de San Francisco se incluyó posteriormente en el proyecto “por su influencia sobre el Parque Nacional La Tigra y la participación política y activa de sus líderes” (Adaptation Fund 2017, 5). Como se observa, se trataba de recurrir a un marco de ecología política y resiliencia socioecológica, sujeto a negociaciones y participación local, más que a un estricto enfoque de conservación de ecosistemas naturales y prevención de la migración ambiental. Ello ilustra la reticencia del Gobierno hondureño a destinar la cooperación internacional para adaptación climática a la protección de poblaciones rurales susceptibles de migrar.
Luego de que el Gobierno fundamentara la categoría geográfica y ecológica de Corredor Boscoso Central, se presentó en 2017 la solicitud de recursos al fondo surgido del Protocolo de Kyoto y financiado principalmente por Alemania. El proyecto, beneficiario de 4.379.000 dólares, se llamó “Adaptación basada en ecosistemas en las comunidades del Corredor Boscoso Central de Tegucigalpa”. Aunque nombrar y definir el corredor había sido anunciado como parte de una campaña para prevenir incendios forestales, entre los objetivos del proyecto estaban aumentar la resiliencia relacionada con el agua en la población, supuestamente la “más vulnerable de Honduras” (mediante la cosecha comunal de agua de lluvia). También formaban parte de las metas elaborar la ley de agua y fortalecer una red meteorológica nacional (Adaptation Fund 2017).
Futuras investigaciones deberán discutir si la ayuda para la adaptación tendría que ceñirse a criterios más estrictos que vinculen objetivamente la vulnerabilidad ambiental más aguda con los objetivos de las solicitudes: ¿deben focalizarse los recursos en las regiones efectivamente más vulnerables al hambre, la sequía y que expulsan al mayor número de migrantes? ¿O la autoorganización para la resiliencia socioecológica tiene que ser coordinada por las autoridades estatales en forma de políticas públicas ordinarias, las cuales pueden favorecer los asentamientos urbanos más numerosos y las ciudades capitales? En el caso del proyecto descrito, la idea de que la violencia en las ciudades y las pandillas son una causa de preocupación igual o más importante que la inseguridad alimentaria pareció influir en los responsables de los fondos verdes. El Comité de Ética y Finanzas del Fondo de Adaptación aprobó que el dinero fuera empleado para los pobres urbanos, antes que para los desplazados ambientales rurales:
El entorno urbano densamente poblado en Honduras plantea desafíos particulares para la adaptación, a saber, la violencia en áreas empobrecidas, el movimiento continuo de las laderas a pesar de las continuas obras de estabilización y reducción de riesgos, y un aparente déficit de infraestructura donde la escasez de agua es la norma y las comunidades urbanas no están lo suficientemente adaptadas a la variabilidad climática actual. (Ethics and Finance Committee 2014)
Conclusión
En este artículo hemos defendido la tesis de que la construcción de resiliencia para disminuir la migración forzada debe tomar en cuenta la autoorganización de los grupos humanos directamente afectados, quienes establecen conexiones complejas con instituciones internacionales, cultivos exóticos rentables y alianzas con consumidores cercanos o lejanos. Pero la noción de autoorganización en ecología política no es autoevidente y puede hacer referencia a las comunidades locales o a grupos más grandes, incluidos los Estados nacionales y sus políticas públicas.
Hemos visto que, según las autoridades migratorias mexicanas, el 65% de las personas detenidas en la frontera sur de ese país huyen de Honduras, Guatemala y El Salvador. Si los ciudadanos de Belice, Costa Rica, Nicaragua o Panamá no migraron en grandes cantidades a Estados Unidos y México en la última década, parece obvio que no existían en la misma medida las causas presentes en el Triángulo Norte: inseguridad alimentaria debida a la degradación ambiental y violencia.8 Futuras investigaciones deberán dilucidar estas interrogantes con modelos estadísticos rigurosos.
Muchos testimonios recabados por etnógrafos y miembros de organizaciones civiles afirman que la violencia es la causa central de la migración internacional desde Centroamérica. Pero los reportes cuantitativos recientes que hemos citado al inicio de este ensayo le dan a la violencia un peso igual o inferior al de otros factores como el hambre y el desempleo. Hemos afirmado que la variación en las causas de la migración desde Centroamérica que plantean los informes oficiales y los estudios de campo pueden deberse a diferencias metodológicas. Migrantes provenientes de las ciudades estarían muy representados en los centros de ayuda por centroamericanos apoyados en México por la Iglesia católica. Resta investigar por qué la violencia no es una de las primeras causas de migración en las cifras recabadas por las autoridades migratorias mexicanas. En esta investigación hemos mostrado que la idea de que la violencia urbana es supuestamente la problemática principal de América Central ha permeado incluso entre los encargados de asignar los fondos para la adaptación al cambio ambiental global. Junto con la violencia de las pandillas, sin embargo, hay otras formas de violencia: la de los megaproyectos de infraestructura (presas, parques eólicos) y proyectos de explotación de recursos naturales (minería, ganadería, diversos monocultivos industriales) impuestos por la fuerza y que también generan desplazamiento (Global Witness 2017; Lakhani 2020); o la derivada de tratados de libre comercio que transforman la producción agrícola tradicional y, con ella, los ecosistemas locales; finalmente, la violencia de una sociedad industrial, sustentada en el uso de combustibles fósiles, que es la principal causante del cambio ambiental global y cuyos proyectos de cooperación internacional para la adaptación climática no llegan a las poblaciones más vulnerables. Más allá de interrogantes académicos, deberíamos asegurarnos de que la solidaridad hacia los desplazados ambientales y por inseguridad alimentaria no sea menor que la dirigida hacia las víctimas urbanas de la violencia.
Es cierto, sin embargo, que las principales causas estructurales de la migración desde el Triángulo Norte de América Central (el hambre, el desempleo o la violencia) tienen vínculos directos o indirectos con la degradación ambiental. No condenamos la ayuda internacional a los pobres urbanos, incluso proveniente de los fondos verdes; solamente enfatizamos la complejidad del tema. No podemos suponer que sea una coincidencia que Honduras, Guatemala y El Salvador sean simultáneamente de los diez países más golpeados por el cambio climático en la última década, de los más violentos del mundo, grandes expulsores de migrantes y de las naciones más pobres del continente. Creemos que se trata, claramente, de violencia y migración inducida también por causas ambientales. Muchas de las personas que huyen de los peligrosos barrios marginados de sus ciudades, sumadas a los que parten directamente desde el campo centroamericano, son migrantes ambientales y deberían ser reconocidas como tales, para recibir visas humanitarias. Es necesario preguntamos si una de las razones por las cuales la migración y la violencia en el Triángulo Norte de Centroamérica no han sido atribuidas, por las autoridades estadounidenses y mexicanas, a la vulnerabilidad ambiental es porque, si así se hiciese, Estados Unidos y México se verían más presionados a otorgar protección migratoria a los ciudadanos de esta región. Dado que la migración actual a Estados Unidos y México proviene en gran medida de Centroamérica, un reconocimiento oficial de la complejidad de la vulnerabilidad ambiental aumentaría la presión de la opinión pública internacional para conceder solicitudes de asilo. En contraste, sí se suele reconocer la vinculación de la violencia en Siria, Yemén o Afganistán con las sequías y la desertificación ligadas al cambio ambiental global (Soffiantini 2020). El mensaje retórico pareciera ser que el cambio climático, no las potencias occidentales, habrían producido las guerras en Medio Oriente. Y que serían factores sociales locales, las pandillas, no el cambio climático, lo que produciría oleadas migratorias desde Centroamérica.
Los estudios de resiliencia socioecológica en Centroamérica, que van más allá de investigaciones biológicas sobre la flora y la fauna, no solo están siendo motivados por los procesos hidrometeorológicos extremos que provocan oleadas migratorias. Además, los recursos internacionales destinados a la adaptación al cambio climático invitan a la construcción de una perspectiva de desarrollo humano que saque el máximo provecho de los fondos para el clima. Haber nombrado el Corredor Seco Centroamericano a partir de las zonas secas de cada país es un ejemplo de autoorganización para impulsar proyectos sostenibles y detener la migración ambiental. Algunas otras acciones, como el uso de la ayuda a la adaptación para financiar políticas públicas metropolitanas en Tegucigalpa o favorecer el cultivo del aguacate Hass en el Trifinio, podrían ser cuestionadas (a pesar de que, como hemos mostrado, el aguacate es un cultivo tradicional en Centroamérica desde hace siglos). Las comunidades locales, profundamente vulnerables ambiental y económicamente, abren con esas prácticas nuevas trayectorias para enfrentar el cambio ambiental global, modificando los sistemas socioecológicos de los que forman parte.