Introducción
Este artículo revisa cómo diferentes instituciones graficaron el espacio de la Patagonia norte entre los siglos XVI y XX, legitimando prácticas que perviven hasta el presente. Según Carla Lois (2006), los mapas construidos por el Estado resultan de la articulación entre la técnica, las coyunturas políticas y su política territorial. "Así puede explicarse que los mapas oficiales hayan representado y representen no sólo aquello que les es posible desde el punto de vista técnico, sino también "ficciones cartográficas" que expresan la política territorial oficial" (Lois, 2006). La Iglesia católica también siguió esta ficcionalidad cartográfica, desde la geografía de la religión (Carballo, 2009), lo que nos permitirá profundizar en los sentidos de territorialidad en la Patagonia, en un diálogo directo con valoraciones temporales.
Como tierra mítica y legendaria, desde "Los Césares" hasta la "tierra maldecida por la esterilidad" de Darwin (1890), la Patagonia se presentó, primero ante los ojos de la corona española y después del Estado argentino, como un desafío. Desde mediados del siglo XVIII, el diseño geográfico de los límites físicos de sus territorios siguió los mismos términos de subalternidad, en el sentido gramsciano de los sectores marginalizados, de explotación, conquista militar y sumisión de la etapa colonial. La corona diseñó administraciones donde la Patagonia dependía de amplias circunscripciones (Capitanía General de Chile, Gobernación y Virreinato del Río de la Plata). Con las reformas borbónicas, el Virreinato del Río de la Plata incorporó a la Patagonia en los mapas, pero marcó la frontera bonaerense con los pueblos indígenas a través de enfrentamientos, pactos políticos y acuerdos comerciales.
La Pacificación de la Araucanía chilena (1861-1883) y la Conquista del desierto en la Patagonia argentina (1879-1884) incorporaron por la fuerza a los territorios del sur. Si bien la historiografía chilena reemplaza el término conquista por pacificación, la argentina sigue sosteniendo el de conquista como la acción militar que busca apoderarse de un territorio. Por otro lado, es importante señalar la resistencia de los pueblos originarios de uno y otro lado de la cordillera que, tanto en la etapa colonial como nacional, frenaron la ocupación al sur del Bío Bío en Chile y del río Colorado en Argentina. "Las campañas militares de Chile y Argentina siguieron su curso hasta fines de 1885, luego de esa fecha ya no hubo más resistencia, la mayoría de los focos fueron apagados con un costo muy alto de vidas, especialmente mapuche" (Bello, 2014: 289).
Esta incorporación territorial puede señalarse como la ruptura de la articulación transversal del territorio patagónico entre el Atlántico y el Pacífico, pues la región argentina se relaciona con Buenos Aires y la chilena con Santiago. Tras el proceso de conquista, además de la corona española, la Iglesia católica sumó sus propias marcas territoriales bajo el mismo parámetro de subalternidad.
En este trabajo observaremos cómo, a través de los esquemas territoriales seleccionados, ambas instituciones graficaron un espacio que no solo se refiere a elementos visibles, sino a marcas de sentidos que inciden en modelos urbanos y reconocimientos poblacionales. Entendemos, junto a Quintero Pérez (2008: 107), que aun cuando lo social y lo espacial se condicionan en los mismos procesos, esta vinculación
implica un proceso de apropiación y adaptación desde ambos blancos y es allí, precisamente, donde se entiende la importancia de las prácticas de control como estrategia para apropiar y regular el uso y la ocupación de los espacios, y por ende su construcción social.
La mirada colonial
Durante la época colonial, la Iglesia y la monarquía dibujaron con trazos de poder el espacio americano (Brace, et al., 2006). La apropiación de la Patagonia por parte de la corona española dio como resultado un territorio de tránsito y de contacto con una tensión fuerte hacia el comercio del Pacífico mediante expediciones, entradas esclavistas desde el sur de Chile y de misioneros jesuítas como avanzada institucional de la frontera. La Tabula Geographica Regni Chile del jesuita Alonso de Ovalle, de confección horizontal y de lectura vertical, nos muestra este territorio integrado señalando la cordillera (Figura 1). Los dibujos interiores del mapa son muy profusos en el territorio del Pacífico y difusos hacia el Atlántico, hasta los mínimos contornos de los ríos bonaerenses. Sin embargo, la Iglesia de ese período integra a la Patagonia, incluido el oeste cordillerano, en la amplia Archidiócesis de Buenos Aires.
En el siglo XVIII, la búsqueda del conocimiento del interior del territorio fue impulsada por el "descubrimiento político" en 1774, a partir de la obra Descripción de la Patagonia del jesuita inglés Thomas Falkner y la pretensión de España de volver al escenario mundial. La urbanización de los confines fue la estrategia. La fundación de Carmen de Patagones por el Virrey Vértiz, cerca de la desembocadura del río Negro en 1779, reordenó el territorio hacia el comercio del Atlántico, explorando el potencial de este espacio y la comunicación con Chile a través de las cuencas de los ríos.
Los resultados de la expedición científico política enviada por el rey Carlos III al mando de Alessandro Malaspina (1788 y 1794) fundamentaron la política de marginación de la Patagonia por el Imperio español, "constatando la inhabitabilidad -para el hombre civilizado- de esos ambientes ecológicos" (Navarro Floria y Sciglitano,2005:91). Sin embargo, la sugerencia de Malaspina de ocupar ciertos espacios y controlar los arreos de ganado fue reasumida por instituciones coloniales que enviaron expediciones como las de Cerro Zamudio (1803) y de la Cruz (1806) para establecer el contacto interoceánico con Chile, atendiendo al aprovechamiento del espacio pampeano a través de los pasos cordilleranos.
En la primera mitad del siglo XIX, los distintos gobiernos criollos asignaron a este espacio "un papel marginal, fronterizo, en la dialéctica del desarrollo de las fuerzas productivas del área central pampeana" (Navarro Floria, 1994: 17). Durante el proceso independentista a inicios del siglo XIX, para las Provincias Unidas del Río de la Plata, la Patagonia continuaba siendo denominado como un territorio bajo el dominio indígena (Figura 2 y Figura 3). En esa etapa las modificaciones jurisdiccionales eclesiásticas se produjeron en los territorios del norte con la creación de diócesis y obispados. La Patagonia siguió integrada a Buenos Aires sin reconocer poblamientos que demandaran otro tipo de jurisdicción (Figura 4).
Nota. Mapa elaborado a pedido del Estado Nacional para la Exposición de Filadelfia. Fuente:Napp, 1876: s.p.
Nota. Mapa elaborado a pedido del Estado Nacional para la Exposición de Filadelfia. Fuente:Napp, 1876: s.p.
Avanzado el siglo XIX, el afianzamiento de las estancias, la expansión ganadera y los saladeros transformaron a la Patagonia en un espacio fronterizo en disputa entre las naciones indígenas y las provincias de la Confederación (1835-1852), antesala de la organización política del Estado argentino.
De esta manera, dentro del "complejo fronterizo'; constituido por la Araucanía, las pampas y la Patagonia, algunos grupos, como los "salineros de Calfucurá -así denominados en las fuentes documentales-tuvieron hacia mediados del siglo XIX un protagonismo singular, en la medida en que esta agrupación desarrolló extensas relaciones con un amplio arco de sectores indígenas y, paralelamente, se consolidó como uno de los principales interlocutores diplomáticos del Estado argentino en el campo político indígena (De Jong, 2014: 226).
La explotación ganadera definió el lugar de la Patagonia en el mercado mundial que, en este período, contaba con escasas avanzadas poblacionales de blancos como Carmen de Patagones para el abastecimiento, comercio y negociación interétnica. Los viajeros, exploradores, científicos y políticos que recorrieron la Patagonia con distintos intereses en esos años, como Guillermo Cox (1857 y 1862) y Martín De Moussy (1860 y 1864), nos muestran esta frontera señalando "territorios de indios del sur"; que englobaba distintas y variadas parcialidades étnicas relacionadas entre sí (Navarro Floria, 1999; Lois, 2006). En 1865, la Iglesia, en línea con los cambios, elevaba a este territorio inmenso de la Diócesis de Buenos Aires al rango de Archidiócesis, sin modificar jurisdiccionalmente su espacio, pero delimitando su demarcación con Chile y estableciendo una política de misiones de frontera hasta Carmen de Patagones (Copello, 1945). El prestigio ganado por estas misiones justificaba su presencia en la política de frontera (Congreso de la Nación, 1876), mientras la urbanización incipiente se consolidaba en las colonias de Conesa, Valcheta y Catriel en el territorio de Río Negro, creadas en 1899 y evangelizadas por la Congregación Salesiana.4 La transversalidad de los ríos se presenta como una lógica espacial para el proyecto de civilización y evangelización de la Iglesia a través de las misiones.
La conquista de los territorios del sur
La inserción de la Patagonia a la Nación se resolvió con la campaña militar violenta que echó por tierra acuerdos preexistentes de convivencia con los pueblos originarios (Briones y Carrasco, 2000). Esto sumió al territorio patagónico en un esquema centralista que lo situó en una doble subalternidad. Por un lado, formando parte de una Nación que velaba por los intereses de Buenos Aires por sobre el resto. Por el otro, su característica de tierra de conquista y dominio presuponía la incapacidad de su población para administrarla, inscribiendo espacio y poblaciones en "colonias internas" (Navarro Floria, 2008).
En Argentina, durante el período inmediato a las campañas5 y tras la apropiación de las tierras ocupadas por los indígenas, se fijaron los límites políticos con Chile y se emprendió el camino de "ciudadanización" de la población como un "otro interno", instrumentalizado políticamente para marginar o incorporar en términos de desigualdad económica y social a los pueblos originarios a través del tutelaje (Delrio, 2005). Estas acciones se realizaron por medio de la expulsión, la eliminación, los traslados compulsivos, la evangelización, la colonización, entre otros métodos. La Patagonia se presentaba como un desafío para instalar allí la civilización y el progreso con modelos urbanos que implicaban asentamientos de migrantes. Tal es el caso de las colonias galesas que desde 1865, tanto en la costa como en la cordillera, proponen avanzadas territoriales y religiosas que la Nación mira con desconfianza y la Iglesia siente como competencia (Williams, 2014).
Hacia fines del siglo XIX, existieron tres hitos centrales que marcaron tensiones institucionales en la territorialización patagónica: 1) la llegada de la Congregación Salesiana a Argentina en 1875 y a la Patagonia en 1880; 2) la separación entre el Estado y la Iglesia que se concretó mediante un conjunto de leyes laicas en 1884; y 3) la incorporación de la Patagonia en 1884 al Estado argentino, sin autonomía política, mediante la Ley de Territorios Nacionales (Ley 1532/1884).
Este ordenamiento territorial dependiente del gobierno central, del Vicariato (Territorios Nacionales de Neuquén, Río Negro y Chubut) y de la Prefectura Apostólica (Territorios Nacionales de Santa Cruz, Tierra del Fuego y las islas del sur compartidas con Chile), creados por el Vaticano en 1884 y gerenciada por los Salesianos como territorio ad gentes,6 construyeron el espacio desde sus tramas de poder. Ambas administraciones se superpusieron a las del Estado y la Iglesia diocesana. La creación de un Vicariato por parte del Vaticano, sin consultar al Estado argentino, generó serios conflictos en los que cada agencia buscó legitimarse para dominar un territorio. Para la Arquidiócesis de Buenos Aires, la Patagonia era un Territorio Nacional con jurisdicción eclesiástica en el que "no hay más Indios salvajes [sic]" (Monsignore Leone Federico Aneiros, 1885: 799-800). El reconocimiento por parte del Estado de ese territorio como perteneciente a la jurisdicción de la Arquidiócesis de Buenos Aires buscaba poner límite al control y al monopolio misionero salesiano que había diseñado un proyecto de desarrollo socioeconómico alternativo al del gobierno. La Congregación Salesiana comprendió tempranamente por qué "el gobierno entonces no quiere absolutamente sentir hablar de indios y consecuentemente de Vicariato" (Visita Straordinaria D. Ricaldone, 1909: 3). Ni el Estado argentino, ni el arzobispo querían que la Patagonia se convirtiera en "territorio salesiano" pero la falta de personal y la conveniencia económica que significaba el desarrollo de la obra misionera y educativa en el territorio dejó las puertas abiertas a la Congregación.
Por otro lado, las reformas institucionales que emprendió el Estado entre 1884 y 1904 resultaron menores e incompletas. Las políticas de desarrollo formuladas tuvieron serios escollos para ser aplicadas por los intereses fuertes de otras regiones (Navarro Floria, 2004). Esta contradicción estatal favoreció la acción misionera y educativa de la Congregación Salesiana que, en 1911, logró el otorgamiento a perpetuidad de las misiones de la Patagonia, no así el reconocimiento del Vicariato Apostólico que se desarticuló en vicarías foráneas7 dependientes de tres jurisdicciones diocesanas, pero administradas por los Salesianos, y con las facultades y los subsidios necesarios de una jurisdicción ordinaria.
La población de la región, estructurada en términos de dependencia, necesidad y minoridad, formó urbanizaciones precarias con escasa conectividad (Ruffini, 2007). Este tutelaje se trasladó al ámbito religioso mediante el bautismo, a través del cual los indígenas considerados "infieles" devenían "indígenas conversos" (Nicoletti y Barelli, 2010). La urbanización del espacio se asoció a la red escolar que el Estado implementó con la Ley de educación común 1420 en 1884, mientras que la Iglesia introdujo una cuña en el sistema con la creación de su propia red escolar y parroquial. Los complejos misionero educativos se extendieron hacia los ríos Negro, Colorado y Chubut con parroquias, escuelas de primeros grados y de agricultura (San Miguel, Stefenelli y Sagrado Corazón, Choele Choel). En el opúsculo propagandístico del salesiano Milanesio se escribieron los nombres de las poblaciones originarias, sujetas de evangelización y las ciudades, soporte y base de la obra salesiana. Estas últimas señaladas con un cuadrado por su importancia y porque "indican establecimientos misioneros donde existen dos o tres casas o residencias" (Milanesio, 1904: XII). Los nombres de las etnias y los kilómetros del recuadro buscaban mostrar el objetivo misionero y la dimensión de la obra misional (Figura 5). Ese dinamismo continuó en el mapa del salesiano Antonio Fasulo (Figura 6), donde se dan las explicaciones de los lugares visitados por los misioneros, institutos de Salesianos e Hijas de María Auxiliadora, ciudades con más institutos y centros de poblaciones. Mientras el mapa de los Salesianos nos muestra un claro dinamismo a través de los trazos manuscritos y la temporalidad, los mapas de las jurisdicciones diocesanas permanecen intactos y vacíos, pero el límite con Chile ya se encuentra claramente marcado.
Siguiendo la lógica territorial de la transversalidad de los ríos, los salesianos unieron su carisma educativo con su marco ideológico neofisiócrata, que consideraba a la actividad rural asistida por el Estado como un verdadero principio ordenador de la economía y de la sociedad en conjunto. Sus proyectos también contenían una postura crítica sólida frente a la realidad del latifundio ganadero, resultante del sistema liberal de distribución de la tierra pública en las dos primeras décadas de presencia del Estado argentino. Milanesio (1904) advertía que, tal como se había dado el proceso de distribución de la tierra pública, la concreción de su programa de acceso a fracciones pequeñas sería prácticamente imposible. Los proyectos de colonización agrícola salesiana buscaban aportar una solución que superara el modelo de desarrollo latifundista y ganadero que tendía a consolidar una estructura poblacional y productiva débil.
El Estado intervencionista de la década de 1930 impactó en el ordenamiento patagónico sobre todo por la instalación de los Parques Nacionales y el incremento de las jurisdicciones de las fuerzas militares de frontera con gendarmería nacional.
En 1934, la Iglesia anticipaba su organización diocesana definitiva con la permanencia de la Congregación Salesiana a través de su primer obispo Nicolás Esandi, centralizando en Viedma, como sede episcopal, la amplitud de todo el territorio patagónico. Como sede del Vicariato Apostólico Primero y como sede episcopal después, la Diócesis de la Patagonia y de Viedma siguieron posicionando su centro de poder en la capital atlántica del territorio, desde donde se fueron desprendiendo las diócesis patagónicas restantes durante el siglo XX.
La conquista del "confín" en términos de soberanía nacional: la ciudadanización en "gradientes"
En el período del peronismo histórico (1943-1955) se avanzó en el reconocimiento de los derechos políticos, firmándose la provincialización de los Territorios Nacionales de la Patagonia continental (Neuquén, Río Negro, Chubut y Santa Cruz) en 1955. Ese logro, en términos de ciudadanía, no tuvo un correlato con la autonomía en el desarrollo local. Durante esta gestión se profundizaron las lógicas de colonialismo por la expansión del proceso de extracción de hidrocarburos, producción energética y establecimiento de áreas intangibles para la norpatagonia, que repitieron recurrentemente el supuesto de la necesidad de un tutelaje externo para lograr el desarrollo adecuado (Navarro Floria y Williams, 2010). De hecho, lejos de tener permisos para construcciones independientes del poder central, la organización del interior nacional fue particularmente disciplinada en función del modelo de país que el peronismo buscaba estructurar. El sitio particular que se le otorga a la Patagonia en el documento La Nación libre, justa y soberana, de 1950 (Presidencia de la Nación, 1950), evidencia el fortalecimiento de la Patagonia como ámbito de recursos, justificador de una mirada extractiva sobre la organizativa, que no descansa en las dinámicas productivas locales, sino en un control, y un manejo siempre desde y hacia un punto exterior al territorio (Núñez y López, 2015).
Los paisajes supuestamente vacíos de los Parques Nacionales fueron de particular interés para un territorio desde el cual se sostenía un determinado sentido de nación (Carreras Doallo, 2012), lo que fue de una relevancia enorme para la Patagonia por la dimensión de las áreas protegidas ubicadas en las regiones cordilleranas. De modo que sea por la explotación hidroeléctrica de los ríos, por la extracción de hidrocarburos o, incluso, por los sentidos otorgados a los paisajes, el territorio patagónico siguió dibujándose y pensándose como un área vacía, aun en la antesala del reconocimiento de los derechos políticos de sus habitantes.
La misma idea de espacio vacío se recreó al interior de las provincias de Río Negro y Neuquén, recientemente formadas, para justificar el centralismo administrativo. La artificialidad de esta mirada ha sido particularmente evidente en el territorio rionegrino, dado que las fragmentaciones internas generaron tensiones en el espacio que aún, hasta la fecha, ponen en discusión e introducen inestabilidad en la definición de los centros efectivos del poder político provincial. A pesar de la autonomía política lograda, el reconocimiento de los sujetos sociales del territorio continuó mediado por una espacialidad subalterna, que tuvo como resultado la existencia de gradientes de ciudadanía que, en este espacio, se vincularon, como en tantos otros, a etnia, clase, género y sitio de pertenencia (Núñez, 2016).
Así como las provincias conquistaron su autonomía, la Iglesia católica consolidó sus jurisdicciones de gobierno con las diócesis, las cuales siguieron la lógica centralista heredada del Arzobispado de Buenos Aires, concentrada en la capital rionegrina de Viedma. La ruptura de la territorialidad provincial fue en 1953 con otro salesiano: monseñor Borghatti, primer obispo de la diócesis de Viedma que se circunscribió a la provincia de Río Negro, mientras que la de Neuquén se creó en 1961 con el salesiano Jaime de Nevares.
De este modo, la organización eclesiástica ha sido coetánea con la de los estados provinciales. La continuidad siguió con el predominio de la Congregación de Don Bosco en las cabezas episcopales, y en la diversificación y ampliación hacia otros niveles educativos del subsistema escolar privado y confesional que había nacido hacia fines del siglo XIX (Teobaldo, García y Nicoletti, 2005).
Las miradas estatal, nacional o provincial no han dado lugar al reconocimiento de sujetos sociales en forma amplia y compleja, repitiendo la idea de minoridad, propia del período territoriano, sobre aquellas poblaciones que aún se justifican como necesitadas de tutelaje y con relación a las cuales, llamativamente, se han justificado limitantes en cuanto a inversión y desarrollo.
Se ha observado cómo la apropiación del territorio patagónico por parte del Estado no llevó necesariamente a una incorporación de su población en el proceso de integración social. Las capacidades locales se ocultan en el discurso que sostiene la construcción territorial estatal, sea por el centralismo de la mirada proyectada desde el gobierno nacional, sea por el sitio de reclamo y necesidad naturalizado por las administraciones locales. En función del modelo extractivo y latifundista, los pueblos originarios, y sólo los que sobrevivieron al exterminio de la conquista, pudieron integrarse desde los márgenes. Los pioneros, los inmigrantes extranjeros y de otras provincias fueron sumándose a este modelo de exclusión, buscando las fisuras que les permitieran asentarse y desarrollarse (Núñez, 2016).
Por su parte, la Congregación salesiana se reorientó a fortalecer el subsistema educativo confesional y, en la Patagonia, asumió la enseñanza religiosa en el período peronista. La continuidad se manifestó en la capacidad de adecuación y captación de las demandas sociales locales; el protagonismo en el ámbito educativo privado y confesional; la opción social de sectores medios y altos locales por algunos colegios salesianos; y la captación de sectores carenciados por otros establecimientos de la Congregación que, en ambos casos, siempre tuvo una matrícula desbordante (Teobaldo, García y Nicoletti, 2005).
Como Milanesio a fines del siglo XIX y en la primera mitad del XX, el salesiano Alberto María de Agostini mostraba las posibilidades de desarrollo de la Patagonia en su texto Río Negro, la terra promessa argentina, publicado en 1954, donde focalizaba el desarrollo rionegrino en el Alto Valle y en la zona cordillerana del Nahuel Huapi: el "emporio de ricchezza del'Alto Valle" (de Agostini, 1954: 8), al que ilustraba con la historia del proyecto agrícola del Padre Stefenelli y del ingeniero Cipolletti, y el "Parco Nazionale del Nahuel Huapi" (de Agostini 1954: 3-4). Como Milanesio (1904), de Agostini (1954) subrayaba la importancia de la inmigración italiana, destacaba aquel sueño hecho realidad en la Colonia Villa Regina y la agroindustria con las cuatro centrales hidroeléctricas formuladas en los Planes Quinquenales de Perón. En medio de estos polos territoriales se encontraba "una zona árida y esteparia" caracterizada por "la falta de agua en el Departamento 'El Cuy'" (de Agostini, 1954: 9), mientras que el desarrollo estaba focalizado en el ferrocarril trasandino de Zapala a Curacautin.
En este texto pervive en el imaginario salesiano la figura del pionero en sus dos versiones: los "auténticos e ignorados" colonos del Alto Valle y la figura individual de Primo Capraro admirada "por la población de Bariloche y de sus amigos de la Argentina y Chile [...] por su obra benéfica y progresista" (de Agostini, 1954: 12). De Agostini omite que el plan maderero y agrícola de Primo Capraro fue abandonado en la región del Nahuel Huapi a causa del establecimiento del Parque Nacional, de modo que la articulación entre la mirada salesiana y la estatal quedó circunscrita al Alto Valle de Río Negro y a Neuquén.
Reflexiones finales
El objetivo de nuestro trabajo fue revisar la pervivencia en el imaginario social norpatagónico de los sentidos de desarrollo y territorio desplegados por las dos instituciones presentes en dicho espacio desde la época colonial: la corona española y la Iglesia católica, a través de la Compañía de Jesús, en el periodo colonial, y el Estado argentino y la Congregación Salesiana, en la etapa nacional.
En la Patagonia, el modo de trazar el territorio en los mapas da cuenta del espacio que busca clarificar los sentidos oficiales de apropiación de la región. Durante el período colonial, tanto en la etapa de conquista como en la del "descubrimiento político", las marcas territoriales fueron de tránsito y de contacto a través de una lógica de transversalidad tensionada hacia el oeste cordillerano. Esta tensión transcordillerana se observa en la política imperial del siglo XVIII con el reordenamiento territorial y la fijación de límites, la cual choca con la estrategia de la Iglesia, y el crecimiento intenso y extenso de la Compañía de Jesús (Figura 1). La crisis del Imperio español inicia la política de marginación de la Patagonia. La inhabitabilidad y el espacio vacío perduran en términos de larga duración, conviviendo, paradójicamente, con la idea de transversalidad, en el sentido de comunicación interoceánica (Navarro Floria, 1994). Estas pervivencias en tensión se pueden observar en la apropiación del discurso para justificar la conquista del territorio y el exterminio de los pueblos originarios por parte del Estado, y la evangelización y formación de colonias mixtas por parte de la Iglesia. Como bien sostiene Delrio (2005), en los territorios del sur, a diferencia de los del norte, se hizo patente el supuesto de la extinción (absorción/ asimilación) que colocaba al indígena en el pasado.
En la segunda mitad del siglo XIX, con la inserción de Argentina en el mercado agroexportador, la Patagonia se transforma en frontera. Para el Estado como frontera del progreso (Navarro Floria, 2009) y para la Iglesia, con la creación de la Archidiócesis (1865), como territorio ad gentes.
Hacia fines del siglo XIX, con las conquistas militares de los territorios patagónicos, Argentina y Chile abandonan la transversalidad para dirigirse hacia el sur con estrategias y resultados semejantes. La organización estatal y la inserción primario exportadora en el mercado mundial reorganizaron el territorio en función de los intereses del Estado central. Desde el aspecto jurisdiccional, la superposición de los Territorios Nacionales con el Vicariato Apostólico de los Salesianos trajo serios conflictos institucionales y sostuvo hacia los habitantes el tutelaje, la minoridad y subalternidad que se proyectaron en gradientes de ciudadanía desde el Estado, y en civilización y evangelización por parte de la Iglesia. Mientras el Estado justificaba sus políticas de exterminio con el "espacio vacío" "sin indios salvajes" la Iglesia justificaba su presencia en tierra ad gentes. La puja por el territorio y sus habitantes se tradujo en reformas incompletas y menores por parte del Estado, y en una política defensiva para sostener su obra y sus misiones por parte de la Congregación. Los proyectos civiles alternativos no pudieron derrumbar el centralismo y el latifundismo. Tampoco pudieron hacerlo los Salesianos con su propuesta de colonias agrícolas mixtas y su red educativa.
El imaginario establecido desde el Estado nacional a fines del siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX, y por las organizaciones provinciales posteriores reprodujo las ideas del espacio vacío y de territorio de extracción, que proyectaron en la territorialidad un sentido de subalternidad y colonialismo recurrente.