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Revista Colombiana de Antropología
Print version ISSN 0486-6525
Rev. colomb. antropol. vol.40 Bogotá Jan./Dec. 2004
¿PERLAS DEL CARIBE? LA SALUD PÚBLICA EN HAITÍ Y CUBA
ARACHU CASTRO-PAUL FARMER
UNIVERSIDAD DE HARVARD
Resumen
A PARTIR DE LAS TRAYECTORIAS DEL SIDA EN HAITÍ Y EN CUBA, SE PROPONEN ALTERNATIVAS a las ideologías predominantes en salud pública internacional, que sobre-enfatizan la costo-efectividad y la sostenibilidad como criterios para asignar recursos. En Haití, donde el sida es la principal causa de muerte, la prevalencia de VIH es la más alta de América. En Cuba, con la menor prevalencia de América, su gobierno continúa mejorando los indicadores de salud y provee de atención integral a todas las personas con sida, a pesar de la grave crisis económica. Las situaciones de sida tan dispares reflejan los caminos divergentes hacia el desarrollo: mientras Cuba promueve los derechos sociales y económicos de su población, Haití sucumbe a la desigualdad creciente y a la deuda externa. Lo insostenible no es tratar el sida de quienes viven en la miseria, sino el abismo mundial, cada vez mayor, que impide que la tecnología médica alcance a quienes más la necesitan: los pobres.
Palabras clave: VIH/sida, Haití, Cuba, pobreza, tratamiento antiretroviral de alta eficacia, costo-efectividad.
Abstract
USING THE LENS OF AIDS TRAJECTORIES IN HAITI AND CUBA THE ARTICLE EXAMINES the health of these two countries, and in so doing, challenges currently predominant ideologies in international public health, including over-emphasis on costeffectiveness and sustainability as criteria to allocate resources. In Haiti, where AIDS is the number one cause of all adult deaths, the prevalence of HIV is the highest in the Americas. In Cuba, where the prevalence of HIV is the lowest in the Americas, its government has continued to improve health indicators and to provide comprehensive care for all AIDS patients despite a deepening economic crisis. The two distinct stories of AIDS in Cuba and Haiti mirror the nations' divergent paths to economic development: Cuba's promoting social and economic rights for its citizens, and Haiti's succumbing to increased inequalities and foreign debt. It is not the treatment of the destitute sick with AIDS that is unsustainable, but rather the ever-widening global outcome gap that prohibits medical technology from reaching those most in need of it: the poor. Instead of focusing on GNP and other standard economic measures, the health of the poor should be considered the most telling public policy and international public health outcome.
Key words: AIDS, HIV, Haiti, Cuba, poverty, highly active antiretroviral therapy (HAART), cost-effectiveness.
ACTUALMENTE, EN AMÉRICA LATINA -DONDE LA EVALUACIÓN DE LA SALUD pública se ha convertido en un ejercicio arriesgado- se están redefiniendo, dramáticamente, las prioridades en salud. No son la imposibilidad de evaluar el estado de salud de la región, ni las diferencias considerables dentro y entre las naciones lo que lleva a un impasse analítico; evaluar ahora el estado de la salud de un país es arriesgado debido a los campos ideológicos minados que deben atravesarse cuando se analiza la salud pública en América latina.
En el pasado, tales evaluaciones fueron quizá más fáciles, y no porque la salud pública fuera en aquel entonces un área más fuerte. Más bien había consenso en que la salud de los más pobres era un indicador confiable para medir cómo estaban haciendo su trabajo los administradores del bienestar público. En este momento, sin embargo, ni siquiera está claro quiénes están a cargo de velar por la salud pública. Rudolph Virchow, considerado el padre de la medicina social, denominó a los médicos como los "abogados naturales de los pobres": ellos debían defenderlos, ya que el impacto de su condición social -la pobreza- se presenta en su cuerpo como una enfermedad prevenible y tratable. Virchow describió también esta posición en los términos bastante gráficos de la epidemiología moderna: "Las estadísticas médicas serán nuestro estándar de medición; pesaremos vida por vida y veremos dónde hay la mayor cantidad de muertos, entre los trabajadores o entre los privilegiados" (citado en Rosen, 1974: 182, de Medinische Reform de Virchow; véase también, Eisenberg, 1984). En este ensayo* partimos de la cuantificación de Virchow para examinar de manera crítica una algo distinta y más problemática aún: la importancia creciente asignada a los argumentos económicos para evaluar las intervenciones contra la pandemia del sida, así como las consecuencias poco saludables generadas por estos argumentos en los países pobres. Mediante la exploración de las trayectorias del sida en Haití y en Cuba, analizamos el impacto de distintos argumentos económicos y cuestionamos las ideologías que hoy día predominan en la salud pública internacional.
EL ANÁLISIS DE COSTO-EFECTIVIDAD Y LA SALUD DE LOS POBRES
A MEDIDA QUE SE HA CONVERTIDO EN UNA EMPRESA DE MAYOR ENVERGADURA, la salud pública ha ido definiendo su territorio de acción; desde que los estados-nación surgieron en América latina, han ido definiendo agendas nacionales sobre la salud pública, con frecuencia bajo la asesoría de expertos provenientes de instituciones internacionales. El "estado del bienestar" que se fue construyendo desde la década de 1930 hasta que comenzó a decaer a principios de 1980, apenas había comenzado en Latinoamérica cuando ya el endeudamiento, la rapacidad de las elites locales y los cambios en las agendas económicas planteados por asesores del primer mundo trataban de acabar con él como responsabilidad pública.
La salud de los pobres se considera ahora menos importante que la contención de los costos de los servicios públicos de salud; con frecuencia, los gobiernos tratan de minimizar las exigencias del gasto público en salud en el presupuesto nacional, que se dedica en cambio a satisfacer metas supuestamente más importantes, como el cumplimiento de pagos a acreedores internacionales o la privatización (véase Kim, Millen, Irwin y Gershman, 2000). Desde hace algunos años, es posible observar las consecuencias funestas de este cambio, que relegó el criterio epidemiológico de las enfermedades a segundo plano a favor de argumentos económicos que promueven la no provisión de los servicios considerados "no costo-efectivos", sin ofrecer siquiera alternativas a las personas que los necesitan y que son demasiado pobres para costearlos (véase Kim, Shakow, Castro, Vanderwarker y Farmer, 2003). La Organización Mundial de la Salud (OMS, 2001: 21-23) nos recuerda que:
Al igual que el bienestar económico de los hogares individuales, la buena salud de la población es un factor crítico para la reducción de la pobreza, el crecimiento económico y el desarrollo económico de la sociedad a largo plazo. Este punto es ampliamente aceptado por analistas y encargados de diseñar políticas públicas, pero su significado cualitativo y cuantitativo es muy subvalorado tanto en los presupuestos de inversión de los países en desarrollo como en los de los gobiernos donantes.
Y son precisamente estas asignaciones presupuestarias nacionales e internacionales las que, influenciadas por argumentos de costo-efectividad, han generado retrasos considerables en la ejecución de programas integrales de atención al sida, que incluyen la terapia antiviral de alta eficacia (HAART en inglés), retrasos que han incrementado la magnitud de la epidemia.
Quienes luchan por promover la salud entre los pobres se encuentran a la defensiva, viéndose obligados a demostrar que las intervenciones que proponen son tan efectivas como poco costosas, sin importar la gravedad del problema de salud en cuestión. Aparte de los ministerios de salud locales, los más grandes financiadores de la salud pública en América latina, con excepción de Cuba, son las agencias financieras internacionales tales como el Banco Mundial y, de manera menos directa, el Fondo Monetario Internacional (véanse los estudios de caso en Kim et al., 2000). Esto tiene sentido hasta cierto punto, dada la innegable asociación entre economía y salud (Castro y Farmer, 2004; OMS, 2001; PNUD, 1990). Sin embargo, la nueva contabilidad tiene su lado oscuro: estas fuentes sitúan los fondos destinados a la salud pública dentro de un marco desarrollado por economistas que trabajan dentro de un paradigma en el que se supone que las fuerzas del mercado, solas, solucionarán los problemas sociales y de salud. Se trata de un paradigma minado ideológicamente. A medida que se hacen esfuerzos por determinar si una intervención es "costo-efectiva", se excluyen de los análisis las personas enfermas sumidas en la pobreza. En el debatido Informe mundial de la salud 2000 de la Organización Mundial de la Salud (OMS), puede leerse que "el análisis de costo-efectividad por sí sólo es importante para lograr mejorar la salud en general, pero no lo es necesariamente para lograr la segunda meta en salud: reducir la iniquidad" (OMS, 2000: 55). Sin embargo, en esa misma página, un algoritmo define "las preguntas que deben hacerse para decidir qué intervenciones deben financiarse y proveerse". Por ejemplo, si una intervención es un bien público pero no se la considera costo-efectiva, el algoritmo indica en la dirección de "no proveer". Si otra intervención no representa un bien público -como quiera que se le defina-, tiene externalidades significativas, una demanda adecuada y no tiene un costo catastrófico, pero los beneficiarios son pobres y no es costo-efectiva, de nuevo el algoritmo nos señala en la dirección de "no proveer" (OMS, 2000: 55, adaptado de Musgrove, 1999). ¿Impiden estos argumentos económicos promovidos por el principal organismo internacional en salud que se provea un servicio médico amplio a los más pobres?1.
A medida que el tiempo pasa, ciertas corrientes de la atención en salud de América latina se han vuelto más evidentes. Algunas han sido favorables, tales como las campañas de vacunación y otras intervenciones que buscan disminuir la mortalidad infantil. El informe regional de la Organización Panamericana de la Salud, La salud en las Américas 2002, enfatiza sobre el mejoramiento de algunos índices de salud en la región (OPS, 2002a). Y esto es lo más irónico de la salud pública en América latina: las estadísticas nacionales continúan sugiriendo mejorías, pero los pobres no están tan bien como podría esperarse si los frutos de la ciencia y la tecnología se utilizaran más sabia y equitativamente (véase Castro y Farmer, 2003).
Incluso una revisión rápida del Informe mundial de la salud 2002 revela las grandes diferencias de salud entre los países de la región. Si se considera la esperanza de vida, una medida estándar de la salud de un país y de sus logros generales, en 2001 Cuba podía jactarse de una esperanza de vida de 76,9 años, mientras que la población de Haití podía esperar vivir sólo hasta los 50 años, bajando de los 53 del año anterior (OMS, 2002: 178-180). Por lo demás, en casi toda América latina es posible observar cómo un compromiso menor con la financiación de la salud pública y la puja por su privatización han dado pie al incremento en la brecha en el acceso a la atención médica de calidad (López-Acuña, 2000). Estas tendencias pueden observarse, incluso, cuando se van trasladando los frutos de la ciencia a las terapias eficaces.
Desde la década de 1980, en América latina se han llevado a cabo muchas reformas financieras del sistema de salud con el fin de limitar o reducir el gasto público y cumplir con las metas de ajuste fiscal y compensar las pérdidas generadas por condiciones macroeconómicas adversas, corrupción o mala gestión de los gobiernos locales y nacionales. Ya que muchas de las reformas en el sector fueron parte de reformas macroeconómicas más amplias, se introdujeron numerosos cambios sin evaluar su impacto potencial sobre el acceso a la salud o sin utilizar los principios rectores actuales en materia de reformas del sector (OPS, PNUD y Caricom, 1999). Por otro lado, muchas de las reformas financieras del sector se enfocaron hacia sistemas de salud que se administraban con base en una lógica de mercado, y aumentaron la dependencia de las cuotas de los usuarios, lo que dejó a quienes trabajan en el sector informal o están desempleados sin acceso adecuado a servicios médicos, debiendo asumir la totalidad del riesgo financiero de enfermarse (Russell y Gilson, 1997). Estas "innovaciones" inspiradas en el mercado, adoptadas rápidamente por los que diseñan políticas públicas como parte de las reformas de la salud (Iriart, Merhy y Waitzkin, 2001; Laurell, 2001), han debido enfrentar una protesta popular y política creciente en contra de la privatización y otras reformas del mercado introducidas recientemente (Rylko-Bauer y Farmer, 2002)2.
En esta era de reducción de costos en el gasto público y de reformas de los sistemas de salud, proveer servicios médicos adecuados a personas enfermas que viven en la pobreza absoluta puede ser un verdadero reto, especialmente porque la llegada del sida en la década de 1980 coincidió en América latina con la reducción en el gasto social (véase Escobar, 1995). Al transferir las responsabilidades esenciales de los ministerios de salud al sector privado, muchos países dan pruebas de la tendencia creciente hacia la separación de las funciones de la financiación de la salud, los seguros médicos y la prestación de servicios de salud (OPS, 1996). El surgimiento de distintos actores públicos y privados en la financiación de la salud y la prestación de servicios, y la alta demanda de servicios de salud causada por problemas emergentes -como el sida o el dengue- y persistentes -como la tuberculosis y la malaria- plantean nuevos retos para el sistema, retos que, además, se mezclan con viejos problemas tales como la ineficiencia institucional del sector, la iniquidad persistente en la cobertura y el acceso, los costos crecientes y la mala calidad del servicio (Barberia et al., 2002).
Al tratar de afrontar la pandemia del sida, América latina y el Caribe se encuentran ante un reto formidable (Castro et al., 2003). En el momento en que escribimos este texto, al menos 1,5 millones de personas en América central y Sudamérica, y al menos 420 mil en el Caribe, viven con VIH (Onusida, 2004). El Caribe, con una prevalencia de 2,2% de VIH en adultos (Onusida, 2001), tiene la segunda tasa de infección por VIH más alta del mundo fuera de África subsahariana (Onusida, 2004). Las tasas de prevalencia de VIH varían de un país a otro: en Haití, la de adultos se estima en 5,6%; en República Dominicana es de 1,7% y en Jamaica de 1,2%, mientras que en Cuba es 0,1% (Onusida, 2004). El estado asociado de Puerto Rico tiene una de las prevalencias de sida más altas en Estados Unidos -342,8 casos por cada 100 mil habitantes-; sólo el distrito de Columbia (Washington, D. C.) y el estado de Nueva York tienen tasas más altas, pero en Puerto Rico no existen datos sobre la prevalencia de VIH (Centers for Disease Control and Prevention [CDC], 2002: 23).
Hasta la fecha, la respuesta a esta crisis por parte de los países más ricos y sus instituciones -agencias de ayuda humanitaria, organizaciones no gubernamentales (ONG) y la industria farmacéutica- ha sido insuficiente. La tasa de mortalidad y la creciente incidencia de VIH en países cuya dependencia de la ayuda extranjera es alta, ofrecen la objeción más elocuente en contra de las evaluaciones económicas. Hasta que se hicieron los primeros desembolsos del fondo mundial de lucha contra el sida, la tuberculosis y la malaria en 2003, casi toda la ayuda contra el sida en países con dificultades económicas consistía en la promoción de campañas de educación y en la distribución de condones para prevenir la transmisión de VIH3. Sin embargo, muchas de las personas con mayor riesgo ya saben que el VIH es un patógeno que se transmite por contacto sexual y que los condones puede prevenir su transmisión. En Haití, más de 97% de la población conoce la existencia del sida, y 62% de mujeres y 82% de varones conoce por lo menos una forma de prevenir su contagio (Cayemittes, Placide, Barreré, Mariko y Sévère, 2001). El riesgo no proviene tanto de la ignorancia como de la violencia estructural padecida por millones de personas en América latina debido a procesos históricos, políticos y económicos (véanse Farmer, 1999, 2003a; Castro, 2003).
Para distribuir recursos, las agencias de ayuda dependen, cada vez más, del uso de análisis de evaluación económica. Los enfoques contemporáneos de evaluación económica de la salud pública incluyen análisis de costo-beneficio y costo-efectividad, que dependen, a su vez, más de la proyección de resultados derivados de inversiones en intervenciones específicas en salud que de datos empíricos. Estos análisis contribuyen a la planeación financiera y de presupuestos, ayudan a evaluar si las intervenciones pueden presupuestarse y a identificar áreas para mejorar la prestación de servicios y el ahorro en costos operativos (Gold et al., 1996; Murray y Lopez, 1996; Holtgrave, 1998). Los análisis de costo-beneficio miden el consumo de recursos de una intervención en particular y en la ecuación sólo se incluyen insumos. La mayoría de las evaluaciones económicas de programas de salud usan los análisis de costo-efectividad (Holtgrave, Qualls y Graham, 1996), que no sólo tienen en cuenta los insumos sino que van un paso más allá, al incluir resultados de salud en las ecuaciones matemáticas, medidos en unidades naturales tales como "vidas salvadas" o "infecciones evitadas". El análisis de costo-efectividad permite comparar intervenciones, ya que estima el costo por unidad de resultados producidos. Un tipo específico de análisis de costo-efectividad es el análisis de costo- utilidad, en el que los resultados se miden en "unidades genéricas" tales como años de vida ajustados por discapacidad (disability adjusted life years o DALYs en inglés) (Murray y Lopez, 1996) o años de vida ajustados por calidad (quality-adjusted life years o QALYs en inglés), y cuyo objetivo es escoger el resultado que produce "más salud" por dólar gastado. Este tipo de análisis se considera el más apropiado cuando una intervención tiene el potencial de afectar tanto la cantidad como la calidad de vida; es decir, cuando influye sobre la morbilidad y la mortalidad.
Existen numerosos artículos y escritos que preguntan y responden con confianza la pregunta: "¿Es costo-efectivo tratar el sida en países pobres?". Estos ejercicios de costo-efectividad, que suelen concluir que tratar la enfermedad de VIH en sitios con altos niveles de pobreza es menos costo-efectivo que prevenirlo, se basan en datos escasos del continente más afectado. Las revistas médicas de más circulación carecen de informes sobre proyectos de tratamiento en África, a pesar de lo cual presentan argumentos que enfrentan la prevención al tratamiento: "Los datos sobre la costo-efectividad de la prevención del VIH en África subsahariana y sobre la terapia antirretroviral de alta eficacia indican que la prevención es por lo menos veintiocho veces más costo-efectiva que el tratamiento" (Marseille, Hofmann y Kahn, 2002: 1851). Otra publicación que autoproclama la "revisión sistemática de la evidencia" concluye que las "intervenciones más costo-efectivas son las que buscan prevenir el VIH/sida y tratar la tuberculosis, mientras que el tratamiento para adultos y los cuidados paliativos son las menos costo-efectivas" (Creese, Floyd, Alban y Guiness, 2002). Sin embargo, estas conclusiones no se basan en experiencias reales sino en otras proyecciones de costo-efectividad (véase Freedberg y Yazdanpanah, 2003). Finalmente, ¿qué podemos decir de los artículos que sostienen que una intervención -la prevención en trabajadoras y trabajadores sexuales- es mucho más costo-efectiva que otra -la prevención de la transmisión materno- infantil o el tratamiento del sida-, cuando tales análisis se escriben como si Tailandia o Tanzania estuviesen experimentando epidemias comparables? (Jha et al., 2001). Tal como se ha dicho, "Ante la ausencia de vida, cualquier otro indicador es irrelevante" (Barnett y Whiteside, 2003: 282).
Sostenemos que se ha exagerado la utilidad de los análisis económicos -cargados de muchos supuestos- como herramienta para diseñar y financiar políticas, creando otro campo ideológico minado (véase Moatti et al., 2003). Al aceptar de manera poco crítica que los recursos estén limitados -uno de los presupuestos fundamentales de la economía- y abogar por el uso de herramientas de decisión diseñadas para medir intervenciones específicas y no la valoración completa de todo un programa de salud, estas aproximaciones han postergado la inversión potencial en la prevención y tratamiento del sida en Haití. Pocas evaluaciones económicas han controvertido las actuales presuposiciones sobre la mala distribución de la riqueza (véase Attaran y Sachs, 2001). Incluso, menos evaluaciones han tratado de trascender la definición restringida de resultados o de reformular las ecuaciones matemáticas para incluir otros resultados tales como el menor riesgo de transmisión (Blower y Farmer, 2003) o los beneficios sociales derivados de proveer un tratamiento apropiado a las personas con VIH, tal como ocurre en Cuba. Estos beneficios tienen un impacto en los hogares, la comunidad y la nación, al ayudar a que las personas afectadas continúen trabajando y cuidando hijos y parientes.
La omisión de estas variables sociales no debe ser tomada a la ligera, dada la forma en que la pandemia del sida amenaza el desarrollo económico. Un estudio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) concluyó que, si no se controla, la incidencia creciente de esta enfermedad llevará a la caída en el producto interno bruto (PIB) y al descenso en el ahorro doméstico (Nicholls et al., 2001). Pero no fue sino en julio de 2003 cuando el Banco Mundial anunció que:
El VIH/sida causa un mayor daño a largo plazo a las economías nacionales que lo que se podía asumir previamente, ya que al matar a adultos jóvenes la enfermedad le quita a los hijos de las víctimas del sida a uno o a sus dos padres para que los amen, críen y eduquen, y de esta forma socava las bases del crecimiento económico a largo plazo (Banco Mundial, 2003, con referencia a Bell, Devarajan y Gersbach, 2003. Énfasis nuestro).
Más aún, el sida en América latina y el Caribe podría crear una "generación ausente", como ya ha ocurrido en muchas partes de África subsahariana, donde la mayor parte de la población en edad de trabajar o entre treinta y cincuenta años ha muerto o morirá a causa de la enfermedad, dejando como supervivientes a niños y niñas -huérfanos en muchos casos- y a las personas de edad avanzada. Sin la población en edad de trabajar habrá menos docentes, trabajadores del área de la salud, agricultores, empleados en las fábricas y otras personas que puedan impulsar el desarrollo en los países más afectados. Creemos que si la meta es mejorar la salud pública el uso del análisis de costo-efectividad debe mejorar. Si se tienen en cuenta las variables sociales dentro del análisis de costo-efectividad de las intervenciones en salud, proveer atención integral contra el sida sería mucho más "costo-efectivo" que lo que sugieren las publicaciones de medicina y de salud pública contemporáneas.
Otros estudios indican la existencia de una serie de problemas con el uso de la evaluación económica como herramienta en la toma de decisiones, problemas que incluyen la ausencia de datos confiables para cada país, la falta de metodologías sistemáticas, la limitación de la extrapolación de resultados entre lugares diferentes y el desequilibrio inherente entre la eficiencia y la equidad en la destinación de recursos (Kumaranyake y Watts, 2001; Kaplan y Merson, 2002; Brock, 2003). Por ejemplo, la mayoría de los cálculos de costo-efectividad no se recalcularon después de que los costos de los antiretrovirales -los principales culpables de los altos costos de los programas integrales de atención del sida- empezaran a bajar (Farmer, Léandre, Mukherjee, Gupta et al., 2001). La combinación de todos estos factores ha resultado en la negativa a invertir a tiempo en programas integrales de atención al sida.
LA SALUD EN LAS PERLAS DEL CARIBE
ISLAS VECINAS, CUBA Y HAITÍ DICEN SER LA "PERLA DEL CARIBE" DEBIDO a la riqueza que brindaron, bajo el régimen colonial, a España y a Francia, respectivamente. Aunque, como ya lo había notado José Martí hace más de un siglo, "Es tierra Haití tan peculiar como notable, y en sus raíces y constitución tan diversa de Cuba, que sólo la ignorancia crasa puede hallar entre ellas motivo de comparación, o argüir con la una respecto de la otra" (1894: 51), es con algo de fascinación y a la vez de temor que decidimos comparar la salud pública y el sida en ambos países y el impacto de la lógica de la costo-efectividad en ámbitos tan diversos. Exploramos también las ideologías que subyacen a las decisiones tomadas dentro de Haití y de Cuba, y, también, los comentarios externos sobre estos dos países y la salud de sus poblaciones. El impacto de la ideología económica neoliberal sobre las políticas de salud es aparente en los ejercicios de raciocinio, incluyendo los que definen ciertas intervenciones como no "costo-efectivas" y otras como no "sostenibles" o con "tecnología poco apropiada".
Haití tiene la tasa de mortalidad materna más alta de América; mientras que la de Cuba está entre las más bajas. Haití tiene la tasa de mortalidad infantil más alta de América; Cuba la más baja. Las principales causas de muerte de adultos jóvenes en Haití son el sida y la tuberculosis; Cuba, en cambio, tiene la prevalencia de VIH más baja de América y muy poca tuberculosis (OPS, 2002a). El Informe sobre desarrollo humano 2003 ubica a Haití en el puesto ciento cincuenta de ciento setenta y cinco países, y a Cuba en el cincuenta y dos (PNUD, 2003). Usando todos los criterios convencionales, Haití es el país más pobre de América y uno de los más pobres del mundo: el producto interno bruto per cápita en 2001 era de 460 dólares (PNUD, 2003); 67% de la población vive en la pobreza, el desempleo supera 70% y menos de uno de cada cincuenta haitianos tiene empleo estable (Banco Mundial, 1997). La violencia política, al igual que otros problemas generados en gran parte por la pobreza, son endémicos. Alrededor de 40% de la población de Haití no tiene acceso a servicios de salud; aproximadamente 20% acude al sector público, 20% al sector mixto público-privado y el 20% restante al sector privado (basado en OPS, 2002a). Por el contrario, en Cuba el PIB per cápita del año 2000 se estimó en 1.475 dólares (OPS, 2002a: 198), el desempleo en 1998 era de 7% (PNUD, 2000) y el acceso a la salud pública era de 100% (OPS, 2002a).
La historia del empobrecimiento de Haití, cómo se generó y se sostuvo, es importante, aunque olvidada con frecuencia (para una visión general de la historia turbulenta de Haití, véase Farmer, 2003b [1994]). Antes de la revuelta de esclavos en 1791, Haití era el competidor principal de Cuba en el mercado mundial del azúcar. El éxito de la economía haitiana del azúcar, basada en plantaciones, dependía de tierras fértiles, de grandes inversiones francesas y de la captura e importación de cientos de miles de esclavos. La revuelta de esclavos llevó a la independencia en 1804 y aseguró la libertad del sistema colonial opresivo (Farmer, 2003b [1994]). Sin embargo, las tensiones entre la elite haitiana, que prefería la producción de bienes de consumo para el mercado internacional, y los campesinos, quienes preferían mantener y sembrar sus tierras, reprodujeron las desigualdades del sistema colonial (Mintz, 1985b). Mientras tanto, la caída de la producción azucarera en Haití y en otras colonias inglesas y francesas del Caribe contribuyó a la rápida expansión del porcentaje de mercado controlado por Cuba, convirtiéndola en el mayor productor (Ferrero, 2000). En 1868, los hacendados cubanos, frustrados por la repatriación a España de los beneficios de la industria azucarera floreciente y temiendo la violencia y devastación económica vista en la revuelta de esclavos haitianos, empezaron a considerar los beneficios potenciales de abolir la esclavitud y unir a los criollos cubanos con los esclavos para luchar por la independencia (Portuondo y Pichardo, 1974). Cuba logró transformar su fuente de mano de obra de la esclavitud al trabajo proletario (Mintz, 1985a), obtuvo la independencia en 1898 y mantuvo su liderazgo en el mercado mundial del azúcar. Cuba a partir de 1902 y Haití de 1915 fueron ocupados por Estados Unidos de América hasta 1934, y estuvieron sujetos durante varias décadas a la economía de su vecino del norte (Domínguez, 1978). La búsqueda de la soberanía nacional llegó a su cúspide con la revolución de 1959 en Cuba, dos años después de que Haití empezara a padecer la sangrienta dictadura de los Duvalier.
A lo largo de las últimas cuatro décadas, sus caminos hacia el desarrollo han divergido de manera notable, algo que es apreciable en las políticas de salud, en las económicas y en otras políticas sociales. Mientras que Cuba promovió los derechos sociales y económicos de sus ciudadanos, en particular el derecho a la salud y a la educación, Haití sucumbió ante una desigualdad y deuda externa crecientes. En Haití, después de un corto periodo de gobierno democrático en 1991, otro golpe de estado deterioró las condiciones de vida y acabó con la ya frágil economía del país. Aunque la comunidad internacional prometió unos 800 millones de dólares a la democracia restaurada en 1994 -y desintegrada de nuevo diez años después-, la mayor parte de esta ayuda no llegó al país. En 2001, las instituciones financieras internacionales y los principales países donantes iniciaron un embargo bilateral y multilateral de la ayuda contra el gobierno de Haití (Farmer, 2003b; Farmer y Castro, 2003). Los efectos del embargo de la ayuda internacional repercutieron sobre el deterioro de la salud de la población haitiana y en el desmoronamiento de su sistema de salud (Farmer, Smith-Fawzi y Nevil, 2003).
Las condiciones de salud en Haití son de las peores del mundo. Todos sus índices de salud pública son deficientes, y tampoco es una coincidencia que tenga la prevalencia más alta de VIH en América. El impacto de la pobreza sobre la salud pública es evidente en cualquier centro de salud. Los pacientes están más enfermos, padecen de tuberculosis, hipertensión, malaria, disentería y complicaciones de la infección de VIH, y se presentan en estado avanzado. Los niños están desnutridos y muchos tienen, incluso, una grave desnutrición proteico-calórica, además de alguna infección. Algunos tendrán tifus, sarampión, tétano o difteria4. Otras personas se presentan con una emergencia quirúrgica: abscesos, infecciones en la cavidad torácica, fracturas, heridas por arma de fuego o de machete.
Como en otras partes del mundo, las tasas de mortalidad infantil en Haití descendieron de manera lenta pero constante en las últimas décadas. En años recientes, estas tendencias se han revertido y la mortalidad infantil se calcula ahora en 80,3 por cada 1.000 nacimientos, que la Organización Panamericana de la Salud (OPS) atribuye al aumento de la pobreza, al deterioro del sistema de salud y al sida (OPS, 2002a: 338). De manera similar, las tasas de mortalidad juvenil son las peores de la región, en gran parte debido a la desnutrición, a las tasas bajas de vacunación y a otras consecuencias de la pobreza. Las tasas de mortalidad materna son espantosas. Incluso los estimativos más conservadores -523 por cada 100 mil nacimientos- son los peores de toda América latina (OPS, 2002a) y la única investigación comunitaria, efectuada alrededor del pueblo de Jacmel, en el sur de Haití, dio una tasa de 1.400 por cada 100 mil nacimientos (Jean Louis, 1989). Durante este mismo periodo, las estadísticas "oficiales" de Haití reportaron tasas menores, con una oscilación de mortalidad materna entre 230 y 340 para los años comprendidos entre 1980 y 1987 (PNUD, 1990) hasta estimativos más altos en los años siguientes, 1987 a 1992, de 600 muertes maternas por cada 100 mil nacimientos (Banco Mundial, 1994). En cuanto al agua y los alimentos, de nuevo la historia es poco halagadora. De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), Haití es el tercer país más hambriento del mundo (FAO, 2000). La historia del agua es aún peor: en un "índice de pobreza de agua" reciente, Haití ocupa el puesto 147 entre 147 países (Sullivan, Meigh y Fediw, 2002).
El sida es un problema serio en Haití. Se estima que 250 mil personas padecen de VIH/sida (Fondo Mundial, 2002a, 2002b), por lo que es quizá el único país de América en el que es la principal causa de muerte entre la población adulta (OPS, 2002a). Haití fue el primer país después de Estados Unidos de América en reportar casos de sida. A final de la década de 1970, unos cuantos haitianos jóvenes previamente saludables presentaron síntomas de inmunosupresión, tales como sarcoma de Kaposi e infecciones oportunistas poco usuales. En este "brote" haitiano, 74% de varones con infecciones oportunistas vivía en el área urbana de Puerto Príncipe y 33% en el barrio de Carrefour, punto de encuentro de trabajadores sexuales (Pape et al., 1983; Pape, 2000).
Desmintiendo creencias erróneas que vinculaban a la población haitiana con la propagación del VIH desde África hacia Estados Unidos, las investigaciones mostraron que ninguno de estos hombres había estado en África, pero que en cambio sí habían viajado a Estados Unidos o habían tenido contacto con varones estadounidenses. En medio de la controversia sobre el origen del VIH en América, los investigadores ahora creen que el VIH se extendió en Haití mediante el contacto con estadounidenses y no al contrario. Los trabajadores sexuales varones cuya clientela era mayoritariamente estadounidense contribuyeron a la propagación del VIH en Haití y al resto del Caribe (Farmer, 1992).
Se describe la epidemia de sida en Haití como "generalizada", ya que afecta a las mujeres de igual manera o más que a los varones (Pape, 2000), no está circunscrita a ningún grupo claramente definido y se ha propagado desde las áreas urbanas a los rincones más remotos del Haití rural. El VIH mata entre 12 mil y 47 mil personas haitianas por año, con un estimativo acumulado de 196 mil muertes y 200 mil huérfanos (Onusida, 2004; Fondo Mundial, 2002a). El VIH, además, ha agravado una ya muy grave epidemia de tuberculosis. Un estudio realizado en un barrio de habitaciones rápidas de Puerto Príncipe encontró que 15% de adultos estaba infectado por el VIH (Desormeaux et al., 1996; véase, también, Farmer, 1999). De manera sorprendente, la tasa de tuberculosis pulmonar activa y, por tanto, potencialmente infecciosa entre las personas con VIH de este barrio era de 5.770 por cada 100 mil habitantes. En Cuba, la prevalencia era de 11 por cada 100 mil habitantes en 1999 (PNUD, 2003). En Haití, entre 15 y 45% de pacientes hospitalizados en áreas urbanas están infectados de VIH; en los sanatorios de tuberculosis la proporción supera 50% (Pape, 2000). Se estima que alrededor de dos mil personas con sida en Haití reciben tratamiento antiviral de alta eficacia, tanto en la Meseta Central como en Puerto Príncipe, y se espera que el número siga aumentando (Fondo Mundial, 2004).
En 1989, poco después de que el sida se declarara enfermedad prioritaria en Haití, se formó la comisión nacional de lucha contra el sida, y al mismo tiempo se creó la oficina nacional del sida con empleados de planta del Ministerio de Salud Pública y de la Población (Fondo Mundial, 2002a). Esta oficina funcionó hasta el golpe de estado de 1991, cuando cesó la ayuda externa (Pape, 2000). Mientras que en 1991 la asignación presupuestaria del Ministerio de Salud era de 6 millones de dólares, al volver la ayuda extranjera en el periodo entre los dos embargos el presupuesto aumentó de manera considerable, llegando a 57 millones de dólares en 1999 -lo que representaba 10,5% del total del presupuesto público y entre 0,8 y 1% del PIB-. La mayor parte del presupuesto del Ministerio de Salud -69% en 1996-1997- dependía de manera casi total de la ayuda externa (OPS, 2002a).
En 1998, el Ministerio de Salud declaró la salud como un derecho fundamental, aunque reconoció que existían dificultades para lograr esta meta debido a la falta de recursos financieros y humanos (OPS, 2002a). A pesar de la existencia de estos problemas, la oficina nacional del sida se reorganizó en 2001, cuando el presidente de Haití lanzó el ejercicio quinquenal del plan nacional estratégico (Fondo Mundial, 2002a). Un año antes, el Banco de Haití había determinado que el país producía la misma cantidad de bienes y servicios que en 1980, mientras que la población había crecido 75% en el mismo periodo de tiempo (Banque de la République d'Haïti, 2000). Con una economía en regresión, un embargo sobre la ayuda extranjera y la mayoría de expertos internacionales en salud pública asegurando que la atención integral contra el sida era insostenible y no costo-efectiva en escenarios con pocos recursos, ¿qué más podía hacer el gobierno de Haití? ¿Era acaso la voluntad política existente suficiente para captar recursos externos para la lucha contra el sida?
Ver al resto de América latina con ojos haitianos es un ejercicio instructivo. Al igual que en Haití, los pobres fueron quienes sintieron el impacto de las tendencias adversas antes que nadie, ya que su salud se deterioró, por lo general de forma grave. Muchas veces se compara a Haití, de manera desfavorable, con República Dominicana. Ninguno de estos dos países tiene mucho de qué vanagloriarse en materia de salud pública. La República Dominicana, ubicada en las dos terceras partes de la isla que comparte con Haití, también tiene índices de salud bastante pobres, aunque nunca tan malos como los de Haití. En 1999- 2000, dos terceras partes de la población haitiana vivían por debajo de la línea nacional de pobreza, mientras que en las otras dos terceras partes al oriente de la isla, 25,8% de dominicanos vivían en la pobreza en 1998 (OPS, 2002a).
¿Pero, qué hay de Cuba, el segundo vecino más cercano de Haití? Es imposible encontrar una situación con mayor contraste en toda América latina. Existen algunas similitudes: distantes unos 150 kilómetros, los dos países tienen un clima idéntico. Y al igual que en Haití, la economía cubana ha sufrido alteraciones enormes en la última década. En 1991, después de perder 85% de su comercio exterior como resultado del desmantelamiento de la antigua Unión Soviética (Comisión Económica para América Latina y el Caribe [Cepal], 1997 [2000], 2001), Cuba entró en un periodo de crisis económica, declarado de forma oficial como "periodo especial en tiempos de paz". La dependencia de la Unión Soviética había conferido al país una protección contra el bloqueo económico de Estados Unidos iniciado en 1961. Aunque Cuba se benefició enormemente de sus vínculos económicos con la Unión Soviética, esta dependencia se tornó desastrosa a partir de 1989. Ante la imposibilidad de importar derivados del petróleo, alimentos o medicamentos y de distribuirlos a precios muy subsidiados, la economía cubana entró en crisis. Además, el Congreso de Estados Unidos decretó en 1992 el acta de democracia cubana (Cuban Democracy Act), que restringía la venta de alimentos, medicamentos, materias primas y equipos médicos a Cuba, y penalizaba a los países que entregaran medicamentos y otros bienes a la isla. Estas nuevas restricciones y la pérdida de divisas generaron una escasez de medicamentos y de equipos médicos (Castro, Togores y Barberia, 2003)5. Esta contracción económica fue tan grave como la de cualquier economía latinoamericana.
¿Y cuál fue el impacto de estos movimientos sísmicos sobre la salud de la población cubana más pobre? ¿Acaso es una historia similar a la de Haití, donde la crisis económica tuvo, de forma inevitable, efectos inmediatos y adversos sobre el sector de la población más descubierta? La respuesta es negativa. De hecho, aunque se habla bastante de los daños causados por el embargo estadounidense en la medicina cubana, el pueblo cubano sigue teniendo un buen estado de salud. Esto se debe en gran parte a la estructura de los sistemas económicos, sociales y de salud pública de Cuba (véanse Feinsilver, 1993; Chomsky, 2000; Barberia y Castro, 2003):
Imagínese un sistema de salud universal, de cobertura amplia, que integra terapias alternativas y que ofrece atención médica sin costo alguno para el paciente. Imagínese que la práctica de la medicina no requiere de ninguna transacción financiera entre el médico y el paciente, el hospital y el paciente, o la clínica y el paciente. Imagínese que la educación médica es gratis y que la atención médica no sólo es considerada un derecho sino una de las principales formas de promover la salud y el bienestar de toda una comunidad y también de las personas que la integran. Esto es la medicina en Cuba (Beinfield, 2001).
Además, el control estatal de la economía ayudó a distribuir de forma más equitativa el impacto generado por la crisis, evitando que golpeara más fuerte a los pobres, algo que hubiera sido imposible en una economía en desarrollo que otros considerarían como "modelo" y, por ende, capitalista.
Indicadores tales como la mortalidad infantil en realidad continúan decreciendo: en 1985 la mortalidad infantil era de 15 por cada 1.000 nacidos vivos, en 1990 fue de 10,7, en 1995 de 9,4 y en 2000 de 7,2 (Ministerio de Salud Pública [Minsap], 2001). Los datos del Banco Mundial dan una cifra de mortalidad infantil para Cuba de 6 por cada 1.000 nacidos vivos, muy por debajo de los 27 por cada 1.000 nacidos vivos registrados en América latina y el Caribe (Banco Mundial, 2003b). De hecho, el impacto sobre las tendencias generales de morbilidad y mortalidad durante el periodo especial fue mínimo, con la excepción del aumento en las enfermedades infecciosas que se creía estaban bajo control, como era el caso de la tuberculosis (Marrero, Caminero, Rodríguez y Billo, 2000)6. Una de las razones por las que los efectos fueron mínimos -y, sin duda, hay varias- es que el gasto en salud se incrementó durante la crisis económica para proteger a las personas más vulnerables de los efectos adversos sobre la salud. Entre 1990 y 1997 el gasto en salud en moneda local se incrementó tanto en términos absolutos como relativos de 6,6 a 10,9% de las asignaciones nacionales (Ministerio de Finanzas y Precios, 1998). El gasto en pesos cubanos creció a pesar de que el costo de los medicamentos y otros insumos aumentó de manera significativa con respecto a los que tenían antes de la pérdida del comercio subsidiado con el bloque soviético -los que sólo se producen en Estados Unidos simplemente no pueden obtenerse, tales como ciertos tratamientos para el cáncer o repuestos para instrumental médico-. Mientras que en la década de 1980 se asignaron 227 millones de dólares provenientes de importaciones al Ministerio de Salud Pública además del presupuesto nacional, entre 1990 y 1995 la asignación anual proveniente de importaciones bajó a un promedio de 80 millones de dólares, llegando a 67 millones de dólares en 1993 (Minsap, 1996).
A pesar de la prevalencia alta de VIH en el Caribe, a finales de 2002 Cuba había registrado 4.517 casos de VIH desde que comenzó la pandemia; de los 3.413 aún vivos, 928 habían sido diagnosticados con sida en esa fecha (Pérez-Ávila, 2003). Todo ello nos lleva a una prevalencia de VIH en Cuba por debajo de 0,1% (Onusida, 2004). En 1983, aunque la etiología de la nueva enfermedad era aún desconocida, Cuba creó una comisión nacional para el sida que recomendó la destrucción costosa de todos los productos sanguíneos importados y prohibió la importación de productos nuevos. La comisión nacional para el sida creó, a partir del bien desarrollado sistema de atención primaria, un sistema de vigilancia epidemiológica en cada hospital para detectar sus manifestaciones clínicas (Pérez-Ávila, Peña-Torres, Joanes- Fiol, Lantero-Abreu y Arazoza-Rodríguez, 1996).
A finales de 1985 se diagnosticó el primer caso cubano de VIH en el Instituto de Medicina Tropical de la Habana (IPK). El paciente había trabajado como internacionalista en Mozambique hasta 1977; su esposa también tuvo un resultado de VIH positivo. Cuando el IPK informó al viceministro de epidemiología sobre la existencia de estos dos primeros casos, el gobierno cubano asignó 2 millones de dólares para importar treinta y cuatro juegos de diagnóstico ELISA que permitieron practicar 750 mil pruebas de VIH, lo que equivale a un promedio de 400 mil donaciones de sangre al año (Pérez-Ávila, 2003, comunicación personal). Los juegos ELISA importados se distribuyeron a todos los bancos de sangre del país y para 1986 todas las donaciones de sangre se tamizaban para detectar VIH7.
A partir de 1986, los contactos sexuales de personas diagnosticadas con VIH fueron inscritos en el programa de notificación de parejas, y se les practicaron exámenes para detectar el VIH cada tres meses durante un año a partir del último contacto sexual con la persona con VIH (Hsieh, Chen Lee y de Arazoza, 2001)8. Mientras que entre 1986 y 1993 y para contener la epidemia Cuba dependió de sanatorios para personas con VIH, que crearon mucha controversia, esta estrategia se ha transformado en una combinación de atención interna y ambulatoria (Castro, Farmer y Barberia, 2002)9. Cuba es uno de los pocos países en desarrollo que garantiza atención y tratamiento integral a todas las personas con VIH. Desde 1997, las embarazadas con VIH reciben AZT y sustitutos para la leche materna para prevenir la transmisión materno-infantil (González- Núñez, Díaz-Jidy y Pérez-Ávila, 2000). Desde 2001, todas las personas cubanas con VIH con diagnóstico de sida reciben terapia antiviral de alta eficacia y, desde junio de 2004, 1.533 pacientes están recibiendo ese tratamiento (Pérez-Ávila, 2004, comunicación personal), consistente en tres antiretrovirales genéricos producidos en la isla que incluyen inhibidores de transcriptasa inversa y uno de proteasa10. Desde 2001, las muertes por sida y la incidencia de infecciones oportunistas relacionadas con el VIH han disminuido. El número de pacientes hospitalizados en el IPK ha descendido de noventa al mes en 2000 a doce mensuales en 2001, aunque la incidencia de VIH ha aumentado (Pérez-Ávila 2002, comunicación personal).
VIDA, MUERTE Y LA LÓGICA DE LA COSTO-EFECTIVIDAD
¿QUÉ CONCLUSIONES PODEMOS SACAR DE ESTA COMPARACIÓN? AVIVA Chomsky no ahorra palabras en su comentario sobre el sistema cubano de salud pública y los "falsos presupuestos" sobre economía y salud que deja al descubierto:
Mientras que los análisis predominantes sostienen que el "desarrollo" en términos estándares (es decir, el aumento del PIB) es un prerrequisito para mejorar el estado de salud de la población de un país, el ejemplo cubano sugiere que, con respecto a su efecto sobre la salud, la distribución de recursos dentro de un país es mucho más importante que el PIB. Mientras que estos enfoques predominantes aseguran que cualquiera de las opciones disponibles para los países pobres requiere sacrificios en el área de la atención médica para los más pobres, el ejemplo cubano muestra que existen opciones económicas que distribuyen los sacrificios de una manera distinta (Chomsky, 2000: 332)11.
¿Qué otros países, aparte de Cuba, hubiesen invertido dos millones de dólares para contener la propagación del VIH cuando tan sólo se habían diagnosticado dos casos? La experiencia cubana en la lucha contra el sida es un reproche a quienes se empeñan en utilizar criterios de costo-efectividad a la hora de establecer prioridades de salud pública. La experiencia cubana defiende también el argumento de que el tratamiento integral del sida es "sostenible" en las comunidades más afectadas, y demuestra que, frente a otras demandas en competencia, la atención es "costo-efectiva" y de "alta prioridad".
Algunos economistas de la salud sugieren que una intervención que salve vidas y cuyos costos sean de dos a tres veces el PIB por año de vida salvado es un gasto razonable (Garber, 2000). Incluso tomando este cálculo burdo (para una visión crítica véase Moatti et al., 2003: 254-255), y de acuerdo con todo criterio, un régimen antiviral de tres medicamentos a precios genéricos sería una buena inversión, incluso en Hatí, siempre y cuando los medicamentos se utilicen de forma correcta. Pero cuando la organización Partners in Health solicitó a varias agencias internacionales que luchan contra el sida financiación para ampliar un proyecto piloto en una zona rural de Haití (Farmer, Léandre, Mukherjee, Claude et al., 2001) todas se negaron, con el argumento de que los costos de los medicamentos eran demasiado altos para cumplir con los así llamados requerimientos de sostenibilidad, dada la pobreza extrema de Haití. Partners in Health contactó entonces a las compañías farmacéuticas con el fin de conseguir contribuciones o mejores precios, pero estas las remitieron a las mismas agencias internacionales que ya habían dictaminado la falta de sostenibilidad del proyecto. Resulta irónico que un sondeo hecho por la Organización Panamericana de la Salud demostrara que algunos antiretrovirales eran más costosos en 2001 en Haití que en Estados Unidos (OPS, 2002b)12.
Argüimos que lo que resulta insostenible no es el tratamiento de las personas enfermas más pobres, sino la creciente brecha mundial que prohíbe que los frutos de la ciencia lleguen a quienes más los necesitan. Los enfermos que viven en la miseria nos recuerdan que los mecanismos sacrosantos del mercado no contribuyen a los intereses de la equidad mundial en salud13. Resulta difícil apoyar la afirmación, diseminada entre las instituciones financieras internacionales, según la cual las políticas económicas neoliberales que se favorecen en este momento contribuirán alguna vez a los intereses de quienes viven con VIH. Si el objetivo es curar o aliviar el sufrimiento de los pobres, se han erigido enormes obstáculos para financiar lo que alguna vez se consideró un bien público (véase Smith, Beaglehole, Woodward y Drager, 2003). Nos preguntamos si la agenda neoliberal de las instituciones financieras internacionales puede estar aumentando los riesgos de VIH mientras castigan a quienes se atreven a ofrecer tratamiento médico a los pobres (Lurie, Hintzen y Lowe, 1995). Por ejemplo, el 28 de junio de 2001, el Banco Mundial aprobó 155 millones de dólares para apoyar programas contra el sida en el Caribe. Aunque reconoce que "la República Dominicana y Haití conjuntamente dan cuenta del 85% del total de casos de VIH/sida en el Caribe", no se incluyó a Haití en este programa de crédito (Banco Mundial, 2001). ¿Cómo podemos pensar en una estrategia eficaz para enfrentar el VIH cuando los países donantes y sus intereses políticos y económicos y sus instituciones continúan imponiendo las reglas del juego?
Aun cuando la antropología médica estudia los presupuestos ideológicos de las diversas aproximaciones a la salud pública, es necesario que resultados tangibles, como las tasas de morbilidad y mortalidad, continúen siendo el centro de estos análisis. Es obvio que el debate más importante en las políticas sociales y de salud es sobre qué resultados son los vitales. Para los economistas, las medidas como el PIB y la deuda externa son índices clave -materias que, de por sí, tienen una carga ideológica-; para los expertos en educación, las tasas de alfabetización son la medida clave. Es interesante que la comunidad dedicada a la protección de los derechos humanos casi siempre se restringe a privilegiar los derechos de expresión y representación, mientras excluye los derechos sociales y económicos, omisión que debería preocupar a los médicos, quienes necesitan suministros de bienes tangibles -las herramientas de su profesión- antes de poder trabajar (Farmer, 2003a). A menos que se otorgue a los pobres de América latina algún derecho a la salud, al agua, a la alimentación y a la educación, sus derechos se violarán de la misma forma que en Haití: sus vidas serán cortas, desesperadas y carecerán de libertad.
Aquí volvemos, como siempre, a la salud de los más pobres como el resultado más evidente de las políticas sociales. Aun cuando las economías y la bolsa de valores nacionales se encuentren en un periodo de crecimiento, en términos absolutos y relativos la salud de la población latinoamericana más pobre continúa siendo pésima. Los edificios brillantes de los barrios más ricos latinoamericanos y las estadísticas deplorables de salud están relacionados, ya que la privatización de la prestación de los servicios de salud ocurre de forma simultánea y como parte del mismo ambiente político que las transferencias masivas de dinero público a las cuentas bancarias privadas (Kim et al., 2000).
Como creemos que la evaluación de la salud de los más pobres es la mejor forma de evaluar la salud pública en América latina, argüimos que es mejor evitar afirmaciones confiadas sobre "costo-efectividad" y "tecnologías apropiadas". Cuba ha desarrollado pruebas sofisticadas de carga viral cuyo costo es una fracción de lo que cuestan en Estados Unidos, y ha producido muchos antiretrovirales. "No es por accidente que Cuba, el país que desautoriza las presuposiciones que subyacen al argumento, casi nunca se incluya en los análisis que tratan de defender las reformas neoliberales" (Chomsky, 2000: 332). En la actualidad, la experiencia cubana nos lleva a reconsiderar la lógica económica de las intervenciones para disminuir la propagación del VIH y para reducir el número de muertes.
En Haití, donde el sida es la razón por la cual la esperanza de vida ha descendido de forma acelerada y el número de huérfanos ha aumentado, es posible observar un obstruccionismo bastante abierto al uso de la terapia antiviral de alta eficacia. Dejando de lado cualquier tipo de argumento moral, cualquier lógica económica que justifique que la orfandad de los niños es aceptable debería inspirar desconfianza, ya que el costo social a largo plazo, aunque difícil de medir, es mucho más alto que el costo de prolongar la vida de madres y padres para que puedan criar a sus propios hijos. Por lo demás, tratar a las personas con sida disminuye drásticamente no sólo la mortalidad (Marins et al., 2003) sino también la cantidad de infecciones oportunistas y, por tanto, el número de admisiones hospitalarias (Gebo, Chaisson, Folkemer, Bartlett y Moore, 1999). El tratamiento antiviral de alta eficacia ya fue declarado costo-efectivo en Europa, América del Norte e, incluso, en Brasil, donde el VIH se ha convertido para muchos en una infección crónica (Freedberg et al., 2000).
Con frecuencia oímos que vivimos en una "época de recursos limitados". ¿Pero con qué frecuencia los antropólogos, médicos o especialistas en salud pública desafían este eslogan? La riqueza del mundo no se ha agotado, simplemente es inaccesible para quienes más la necesitan. Al cuestionar estos presupuestos económicos, los antropólogos de la salud pueden contribuir a repensar los paradigmas de la salud pública que restringen a los más pobres el acceso a la atención médica. Desafortunadamente, en salud pública la investigación etnográfica no se considera una fuente confiable de información. Pero el fetichismo de los números significa que el análisis de costo-efectividad goza de influencia sobre quienes diseñan las políticas públicas, aun cuando no se sustente en la experiencia o la investigación empírica.
¿Qué debemos hacer si queremos tomar en cuenta la salud de la población latinoamericana más pobre y actuar de manera consecuente? Por supuesto que necesitamos recursos y, para ser honestos, los recursos no deberían ser un problema. En esta época de beneficios nunca vistos hasta ahora en las industrias -especialmente la industria farmacéutica de investigación- y de fortunas individuales impresionantes, ¿es acaso impensable que distribuyamos esta riqueza? Seguramente, existe algún modo de reorientar una porción de este flujo de beneficios para atender a los enfermos más pobres. De lo contrario, médicos y especialistas en salud pública tendrán que limitarse, impotentes, a observar el flujo de recursos a lo largo del gradiente establecido de acuerdo con nuestras políticas, con nuestras decisiones y nuestros puntos ciegos, hasta que se concentre cada vez más en las manos de unos pocos. Si la salud de las personas más pobres es la medida por la cual se juzgarán nuestros esfuerzos a favor de la salud pública, tendremos mucho que explicar cuando la historia se siente a examinar nuestro caso.
Notas
* Publicado originalmente en 2004 como "Pearls of the Antilles? Public Health in Haiti and Cuba", en Arachu Castro y Merrill Singer (eds.). Unhealthy health policy, a critical anthropological examination. Altamira Press. Walnut Creek, California. Agradecemos a Jen Singler y Theresa Liu por su ayuda en la investigación, y a Lorena Barberia por nuestras discusiones productivas y continuas sobre la economía cubana. Jorge Pérez-Ávila fue invaluable, como siempre, al compartir su conocimiento sobre el sistema cubano de salud y su programa nacional de sida. La Fundación Ford, por medio de un contrato de investigación establecido con el Centro David Rockefeller de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Harvard en enero de 2003 (contrato número 1035-0359), nos ayudó a iniciar nuestra investigación sobre la asignación de recursos para el sida en el Caribe.
Traducción de Santiago Giraldo, Instituto Colombiano de Antropología e Historia, revisada y actualizada por Arachu Castro, Universidad de Chicago.
1. Es importante anotar que, de manera positiva, la Organización Mundial de la Salud, en una sesión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas del 22 de septiembre de 2003, declaró "un estado de tratamiento de emergencia" para la pandemia del sida, definiendo un plan necesario y ambicioso que busca proveer terapia antiretroviral a tres millones de personas en países pobres antes de finales de 2005.
2. Se ha sostenido que a medida que el mercado estadounidense se ha saturado, las corporaciones dedicadas a la salud han dirigido su atención hacia los países en vías de desarrollo, con el fin de exportar sistemas de atención administrados, sobre los que ha aumentado la vigilancia en Estados Unidos (Waitzkin e Iriart, 2001).
3. Desde que empezó, en enero de 2002, y hasta enero de 2005, el fondo mundial ha aprobado proyectos por un total de 3.100 millones de dólares y ha desembolsado 910 millones en becas a doscientos cincuenta programas en ciento veintidós países en sus cuatro primeras convocatorias; en este momento se encuentra evaluando propuestas para la quinta convocatoria (Fondo Mundial, 2005a). El fondo fue convocado originalmente por Kofi Annan, secretario general de las Naciones Unidas, y autorizado en una cumbre del G8 en Génova, en julio de 2001. Desafortunadamente, enfrenta en este momento falta de presupuesto. De los 6.140 millones de dólares prometidos, a marzo de 2005 sólo había recibido 3.390 millones (Fondo Mundial, 2005b).
4. La polio, enfermedad que se anunciaba erradicada en América, reapareció en la isla de la Española en 2000 (CDC, 1994, 2000). Esta reaparición inesperada fue el resultado del descenso en las tasas de vacunación bajo el régimen militar. Las tasas de vacunación nacionales contra el sarampión y la polio llegaron a su punto más bajo, y una encuesta de la OPS sugería que en 1993 sólo 30% de los niños haitianos había recibido vacunas contra el sarampión, la polio, las paperas y la rubéola (OPS, 1993). Sólo era cuestión de tiempo -esta vez, de algunos meses o años- para que estas enfermedades volvieran a aparecer. Como documentamos para la zona central de Haití, el sarampión llegó de forma rápida (Farmer, 1996). Pero incluso la polio, que se creía vencida para siempre, pudo volver, y en efecto lo hizo. El tipo de polio que volvió se derivó de una vacuna, pero esta variación era plenamente capaz de generar parálisis y muerte, y pudo propagarse debido a que sólo pocos niños fueron vacunados en la década de 1990.
5. Pero también ha generado el crecimiento de la industria farmacéutica local, que para mediados de la década de 1990 le aportaba a Cuba unos 100 millones de dólares al año en exportaciones. En 2003, cerca de 80% de los más de 800 medicamentos esenciales utilizados en Cuba se producían en doce fábricas locales. Los precios de los medicamentos producidos localmente se subsidian por medio de la red de farmacias de barrio (Castro, Togores y Barbería, 2003).
6. En 1998, la notificación de casos de tuberculosis en Cuba era de 11,7 por cada 100 mil habitantes, aunque en 1992 era de 3,2 y había estado descendiendo desde la década de 1980, con un promedio de 6,9 a lo largo de esos diez años, incidencia menor que la reportada en Estados Unidos. Sin embargo, estas tasas continúan siendo extremadamente bajas comparadas con las de otros países con pocos ingresos, donde entre 45 y 69% de las muertes son debidas a enfermedades infecciosas (Gwatkin y Guillot, 2000; OMS, 1999).
7. Un año después, Cuba había producido su propia prueba serológica para el VIH, y en 1988 contaba con la prueba Western Blot de fabricación propia (Pérez-Ávila et al., 1996).
8. El tamizaje se expandió progresivamente para incluir a partir de 1987 a grupos específicos considerados de riesgo: donantes de sangre, mujeres embarazadas, pacientes internos adultos, pacientes diagnosticados con enfermedades de transmisión sexual, prisioneros, reclutas del ejército y quienes hubieran viajado al extranjero desde 1975 o tuvieran contacto frecuente con extranjeros, entre otros criterios.
9. El primer sanatorio para enfermos de sida, en Santiago de la Vegas, cerca de La Habana, abrió sus puertas el 30 de abril de 1986.
10. Siguiendo el modelo de producción estatal adoptado en países como Brasil, en Novatec, una empresa farmacéutica propiedad del estado cubano, se producen ciertos antiretrovirales -zidovudina [AZT], didanosina [DDI], lamivudina [3TC], estavudina [D4T], dioxicitidina [DDC], e indinavir [IDV]- para el tratamiento de casos nacionales de sida, con materia prima importada.
11. En un artículo de 1992 que examina la tasa de mortalidad en países desarrollados, Wilkinson dice que un menor grado de desigualdad se traduce en mejores resultados en salud: "Pero el efecto aparente de la distribución del ingreso sobre la salud es demasiado amplio para explicarse únicamente por cambios en la mortalidad del grupo más pobre. Si Estados Unidos o Gran Bretaña adoptasen una distribución del ingreso más parecida a la de Japón, Suecia o Noruega, los resultados indicarían que la esperanza de vida aumentaría dos años en promedio. Eso es mucho más de lo que se ganaría si se venciera el detrimento en la salud de las minorías más pobres (Wilkinson, 1992: 1083). Concluye que: "Las desigualdades en salud resultan del alcance de la carencia relativa en cada sociedad" (Wilkinson, 1992: 1084).
12. Por ejemplo: indinavir: 6,49 dólares en Haití y 2,42 en Estados Unidos; efavirenz: 4,84 y 3,94, respectivamente; abacavir: 8,45 dólares y 5,57; y lamivudina: 5,43 y 4,15 (OPS, 2002b).
13. El mercado fracasa en cuanto a la investigación y desarrollo; por ejemplo, en el caso de la tuberculosis, el último tratamiento innovador fue desarrollado hace más de treinta años (t'Hoen, 2000). De 1975 a 1996, menos de 1% de las mil doscientas entidades moleculares nuevas vendidas en el mundo se destinaron al tratamiento de enfermedades tropicales (Trouiller y Olliaro, 1999), a pesar de que las enfermedades infecciosas continúan siendo causa importante de mortalidad mundial, siendo responsables, en 1998, de 25% de las muertes en el mundo y de 45% de las muertes en países de bajos ingresos (OMS, 1999). Una revisión un tanto honesta del desarrollo de medicamentos anota que "pocos desarrollos se basan en la necesidad": el costo promedio de lanzar un medicamento nuevo al mercado es de unos 224 millones de dólares, costo que las compañías farmacéuticas argumentan que no podrían recuperarse para enfermedades endémicas en los países pobres, con pocos recursos y sin leyes de propiedad intelectual que prohíban que los productos genéricos, mucho más económicos, se introduzcan en el mercado (Trouiller y Olliaro, 1999: 164).
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