Introducción
En el libro Piel negra, máscaras blancas, Franz Fanon devela los mecanismos de la clasificación de la vida en un mundo colonial, a través de la descripción del comportamiento del binomio hombre negro/hombre blanco. Para este autor existe una zona del ser, la cual es producto del contraste de la existencia del hombre blanco frente a la del hombre negro, de tal modo que relega a este último a una existencia fantasmal; siempre definida en términos de carencia respecto a la del hombre blanco (Fanon, 2009). Según Ramón Grosfoguel, estas zonas pueden entenderse más ampliamente como una división entre lo humano y lo subhumano (Grosfoguel, 2013). Es esta concepción la raza es el eje de la clasificación de la vida. El género aparece -en el mejor de los casos- como un elemento que marca la diferencia entre personas al interior de cada zona, pero no como un elemento constitutivo de la frontera entre lo humano y lo subhumano. Tal es el caso de la teoría de la clasificación social de Aníbal Quijano y de la lectura de Fanon que hace Grosfoguel (Quijano, Castro-Gómez, & Grosfoguel, 2007).
Los feminismos negros, decoloniales y poscoloniales afirman que la raza siempre esta imbricada al sexo (Davis, 2005; Dorlin, 2009b; Lugones, 2008; Oyěwùmí, 1997; Segato, 2016). Afirmación que se sustenta en lo observable en archivos coloniales. Karina Ochoa analizando los archivos de la junta de Valladolid encontró que la teología española del siglo XVI definió la subalternidad de lo indio y a lo negro basándose en la analogía entre estos y el femenino blanco (Muñoz, 2014). A través de revisión de archivos médicos, Elsa Dorlin demuestra que el discurso médico ilustrado de corte hipocrático, reifica el cuerpo masculino como superior, construyéndolo como arquetipo del cuerpo sano. Discurso que lo ubica como biológicamente superior frente al femenino -considerado como intrínsecamente patológico (Dorlin, 2009a). La racialización a través de este discurso pasa por atribuirle al hombre no blanco rasgos femeninos blancos, y a la mujer no-blanca una feminidad defectuosa respecto a la hegemónica (Dorlin, 2009a, 2009b).
La frontera entre la zona del ser y del no-ser se explorará -además de su dimensión sexual- desde: la consideración de su relación con la necropolítica1 ejercida por para-Estados sobre poblaciones relegadas al margen de las naciones latinoamericanas; el análisis de la relación entre el gobierno del sufrimiento y la construcción de cuerpos para el proyecto del capital; así como el análisis de su relación con las economías legales e ilegales.
Este artículo busca responder a las siguientes preguntas ¿Cuál es la relación entre la frontera entre la zona del ser y del no-ser con la frontera entre economía legal e ilegal?; ¿Cuál es su relación con el fenómeno de la cohabitación de gobiernos estatales y paraestatales?; ¿Cuál es su relación con el género?; Cual es la relación entre la administración de la crueldad y la producción y reproducción de esta frontera? El objetivo es explorar el funcionamiento de la frontera colonial entre lo humano y lo subhumano y los mecanismos que sujetan los cuerpos a uno u otro lado.
La banalidad de la crueldad
El caso del comercio global del chocolate es un buen ejemplo respecto a cómo la frontera entre la zona del ser y del no-ser se integra a la economía mundial. En esta sección intentaremos mostrar esta relación.
África produce el 73 % del cacao del mundo, sigue Latinoamérica con un 13 % y Asia y Oceanía con un 14 %. El 49 %, es comprado y manufacturado en Europa, un 22 % en América, un 23 % en Asia y Oceanía, y solo un 16 % en África. Así, mientras que África concentra tres cuartos de la producción, Norteamérica y Europa concentran tres cuartos de la compra (World Cocoa Foundation, 2012).
En 2017 el mercado de cacao estaba avaluado en USD 103.28 billones y se pronosticaba que para 2024 llegará a los USD 161.56 billones en ganancias. Esto significa un crecimiento a un CAGR (Compound Annual Growth Rate) de cerca del 7.0 % entre 2018 y 2024 (Zion Market Company, 2018b). Sin duda es una industria en crecimiento que deja grandes ganancias a las compañías que manufacturan el grano. Barry Callebaut, Cargill, Nestle SA, Mars, Hershey, Ghirardelli Chocolate Company y Mondelēz International son las empresas líderes2 (Research and Markets, 2019; Zion Market Company, 2018a, 2018b). Empresas cuyas sedes principales están en Suiza o en Estados Unidos.
El crecimiento y las enormes ganancias que representa la industria para Estados Unidos y Europa, dependen del bajo costo al cual las empresas adquieren el grano. Insumo producido en su casi totalidad por pequeñas granjas ubicadas en Costa de Marfil y Ghana (Mistrati & Romano, 2010; World Cocoa Foundation, 2012). La fragmentación entre las granjas productoras constituye el cimiento de la inequitativa relación de poder entre proveedores y compradores del grano (Tulane University, 2015). Esto permite un amplio margen de maniobra para que los grandes conglomerados negocien un precio bajo (Raconteur, 2018; Whoriskey & Siegel, 2019). Situación que incentiva a los minifundistas a hacer uso de terceras empresas que les proveen de mano de obra económica, lo que les permite percibir alguna ganancia. Mano de obra muchas veces proveniente del tráfico de niñas y niños puestos a trabajar en condición de esclavitud (Tulane University, 2015). El resultado es que allí trabajan 2.12 millones de niñas y niños, de los cuales el 96 % realiza trabajos peligrosos.
A inicios de la década del 2000, varios medios internacionales denunciaron el tráfico de niñas y niños, el trabajo esclavo y los malos tratos ligados a la producción de cacao en Costa de Marfil, proveedor del 40 % del grano que utiliza la industria global. Como consecuencia de la presión mediática, las grandes compañías se vieron obligadas a firmar el Harkin-Engel Protocol en 20013. Proceso que contó con el apoyo y firma del senador estadounidense Tom Harkin y el representante a la Cámara de Estados Unidos Eliot Engel, el presidente de Costa de Marfil, representantes de la International Labor Organization y de la sociedad civil (Tulane University, 2015). El estudio de seguimiento, contratado por Estados Unidos con la universidad de Tulane, encontró que el trabajo considerado peligroso, realizado por niños y niñas, aumentó en un 46 % doce años después de la firma del protocolo (Tulane University, 2015).
Las acciones emprendidas por la industria del chocolate básicamente se han reducido a la apertura de escuelas cerca de las plantaciones, para que las y los niños puedan alfabetizarse mientras realizan labores consideradas peligrosas aun para adultos (Tulane University, 2015; Whoriskey & Siegel, 2019). La única medida que resultaría efectiva es bastante clara: aumentar el pago a las granjas que cultivan el grano para que así estás no se vean incentivadas a reducir costos a costa del trabajo esclavo. Esto tendría consecuencias en el precio del chocolate y en los márgenes de ganancia de las compañías y sus accionistas. El afán por no afectar ni el consumo del chocolate, ni las ganancias de las empresas, envía un mensaje claro; garantizar el consumo de un producto dispensable y banal en el norte global, justifica la esclavitud de niñas y niños costamarfileños y ghaneses.
Nunca se ha comprobado que existan relaciones directas entre las mafias que trafican niños y niñas y las compañías acusadas de beneficiarse. Como se mencionó anteriormente, las empresas crean las condiciones para que este tráfico se dé, a través de negociar un precio extremadamente bajo del grano, desde una posición de extrema inequidad frente a los propietarios de las pequeñas granjas, quienes a su vez contratan a las mafias (Raconteur, 2018; Whoriskey & Siegel, 2019). Esta dinámica dificulta establecer un vínculo directo entre las empresas y las mafias. Tenemos un panorama en el que las grandes transnacionales operan siempre legalmente, al tiempo que el margen de sus ganancias es extremadamente dependiente de actividades ilegales. Actividades que incentivan indirectamente, a través de la negociación del precio y la compra a bajos costos del cacao, y de las cuales, además, son las principales beneficiarias.
Un niño o niña de en promedio 13 años, gana entre 0 y 24 dólares por semana, laborando en jornadas que pueden llegar a las 18 horas, 7 días a la semana, en una actividad peligrosa y de altísimo desgaste físico (Whoriskey & Siegel, 2019). Situación que contrasta con la escala salarial de los empleados de una empresa de chocolate, como la Barry Callebaut, escala que va de los 3 a los 9 mil dólares anuales (Indeed, 2019). Trabajo que además está regulado por las leyes de EE. UU. o Suiza. Esto muestra una codependencia entre una división geopolítica del trabajo y la división entre economía legal e ilegal. La diferencia entre la mano de obra estadounidense y europea frente a la ghanesa o la costamarfileña, radica en que mientras las dos primeras operan dentro de la economía legal e institucionalmente regulada, las otras están ancladas al mercado ilegal y reguladas por normas mafiosas sin anclaje institucional.
La compra y manufactura del cacao pertenece al lado legal de la economía, por lo que las ganancias pueden utilizarse directamente en las principales bolsas de valores del mundo, alimentando así el mercado financiero (Mistrati & Romano, 2010). Así mismo, el 80 % de los puestos directivos de los principales bancos de Wall Street, corazón de la economía financiera, están ocupados por hombres blancos (Dinero, 2015), lo que nos lleva a que el dinero producido con un insumo producido por niñas y niños africanos, en condiciones de esclavitud, no solo llega al norte global, sino que concretamente se concentra en hombres blancos, en este sentido, el hombre blanco es el máximo beneficiario de esta codependencia entre economías legales e ilegales.
En el norte global, M&M, Hersheys, Milky Way, son marcas asociadas por la publicidad a las festividades, como el día de San Valentín, o a una infancia feliz. Situación que contrasta dramáticamente con la crueldad contra niñas y niños negros que subyace a su producción. La inexistencia de sanciones contra las compañías responsables deja de manifiesto que para los Estados donde residen dichas compañías -EE. UU. y Suiza principalmente-, y para el sistema internacional de regulación del comercio, el bienestar del mercado financiero prima sobre el de la población infantil africana. Nótese que en este proceso hay una asignación tacita de valores diferenciados a las vidas en función de una clasificación colonial de los cuerpos.
El precio del placer de las poblaciones mayoritariamente blancas del norte global, es el sufrimiento de población infantil negra africana: el placer se concentra en el blanco y el sufrimiento en el negro. En esta óptica, negro y blanco constituyen un lugar dentro de una forma de «economía» global del sufrimiento.
Los para-Estados y los Otros de la nación
En este apartado abordaremos el caso del gobierno paramilitar de la vida con el objetivo de identificar cómo la frontera entre la zona del ser y del no-ser se integra a los modos en que los Estados-nación gobiernan sus poblaciones.
En la segunda mitad del siglo XX, la actualización de la crueldad como técnica de control territorial, desarrollada por el imperio francés durante la guerra de independencia de Indochina y de Argelia, fue importada por los Estados Unidos a través de la migración de militares franceses, cuya colaboración fue definitiva en la creación de la Escuela de las Américas (Falquet, 2016, 2011; Velásquez Rivera, 2007)4. Se trató de la migración de personas concretas, cuyo saber hacer era producto de la experiencia imperial francesa, y cuyo tránsito facilitó la exportación de técnicas de conquista (Velásquez Rivera, 2007).
Las técnicas desplegadas para gobernar los territorios coloniales franceses en la primera mitad del siglo XX, constituyeron el núcleo de la Doctrina de Seguridad Nacional, que, a su vez, constituyó la semilla del paramilitarismo en América Latina (Falquet, 2017; Robin, 2012). La importación de esta forma de racionalización de la crueldad, aportó un sistema de gobierno de los cuerpos dejados al margen por los procesos de construcción nacional en la región.
Un ejemplo del tipo de gestión de los cuerpos, difundida desde la Escuela de las Américas hacia los Otros de las naciones latinoamericanas, es el genocidio sufrido por las comunidades mayas Q’eqchi’, Mam, Chuj, y Kaqchikel en Guatemala entre 1960 y 1996, durante la guerra civil (Fulchiron, 2016). La tortura, la violación sistemática y planificada, los desplazamientos forzados planificados, las desapariciones forzadas operadas por agentes estatales y paraestatales en el conflicto guatemalteco, obedecieron a directrices trazadas por la Escuela de las Américas (Muñoz, 2013; Segato, 2014, 2016).
Otro ejemplo es el paramilitarismo colombiano de finales del siglo XX y comienzos del XXI. Durante los años 1980 y en el contexto de la lucha contraguerrillas, los militares y la derecha, los narcotraficantes y los grandes propietarios agrarios, utilizaron la violencia paramilitar como método de gobierno de los habitantes de los territorios bajo su dominio, con el fin de alinear tanto los territorios, como sus habitantes, dentro de su universo de intereses. Luego entre los años 1996 y 1997, durante la etapa de consolidación del neoliberalismo, los diferentes grupos paramilitares creados entre los años 1970 y 1990 se aglutinaron en una estructura común llamada Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), bajo el comando de Carlos Castaño Gil (Velásquez Rivera, 2006).
Primero las AUC, y posteriormente los grupos paraestatales resultantes del proceso de paz de este grupo con el gobierno de Álvaro Uribe, entre los años 2002 y 2008, han sido eslabones clave en las cadenas de producción conectadas al mercado global legal: aceite de palma, diversos productos de explotación minera, las bananas, la explotación de ganado, entre otros (Romero, Valencia Agudelo & Alonso Espinal, 2007). Todos esos productos están conectados a unas redes económicas que sobrepasan por mucho sus territorios de origen, pero cuya producción es dependiente del control de estos territorios y de sus habitantes por ejércitos paraestatales. Estos grupos están igualmente implicados en actividades ilegales, especialmente la explotación ilegal de oro y el tráfico de cocaína (Mantilla Valbuena, 2012).
Los territorios controlados por los paramilitares son territorios considerados estratégicos, a la vez por la economía legal y la ilegal. Desde esta perspectiva, el rol económico de estos grupos es bastante más claro que su rol anti-insurreccional. De hecho, el Informe anual del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre Colombia en 2018, describe como en los años posteriores al acuerdo de paz entre el Estado colombiano y las Farc, los territorios antiguamente controlados por esta guerrilla han pasado a ser gobernados por estructuras paraestatales, heredadas del proceso de desintegración de las AUC, y que en la mayoría de los casos están vinculadas a la economía ilegal (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, 2019).
La administración de territorios habitados por los Otros de la nación -o del imperio-, por parte de para-Estados es un punto en común entre el caso de las AUC, el de las colonias francesas y el del genocidio guatemalteco. En el caso colombiano, el Caribe rural hace parte de los territorios dejados históricamente al margen de la acción estatal. Para entender ello hay que tener en cuenta que durante la primera mitad del siglo XX, durante los procesos de conformación de la nación, la acción del Estado colombiano, como la de los otros Estados latinoamericanos, se focalizó sobre sus poblaciones blancas y blanco-mestizas urbanas, excluyendo al resto (Segato, 2007). Los territorios dejados al margen comenzaron a ser integrados al mercado transnacional solo hasta los años 90 (Harvey, 2007). Junto a ellos sus habitantes, quienes, en este proceso, en vez de devenir objeto de la biopolítica -como en el proceso de conformación de la nación- lo devienen de la necropolítica -es decir de la administración de su muerte (Mbembe, 2006; Segato, 2014; Valencia, 2016).
La crueldad contra el cuerpo femenino y la destrucción de la comunidad
Las acciones de las AUC son una expresión de lo que Rita Segato ha calificado como nuevas formas de la guerra. Guerras que se caracterizan por: la normalización de la informalización de las normas que las rigen; el protagonismo de ejércitos para-estatales vinculados a la esfera ilegal de la economía; un nuevo paradigma territorial en el que este está compuesto por redes de cuerpos que constituyen a la vez la población y el territorio a ser gobernados; el protagonismo de identidades ideológicas adoptadas de forma instrumental, para cohesionar cada red de cuerpos-territorios dentro de un campo compartido por las distintas facciones identitarias, y en el que estas se disputan recursos; campo en el que pese a sus diferencias, todas convergen en su participación de un mismo proyecto histórico, cuya columna vertebral es la acumulación de capital financiero; y el desarrollo de un proceso de mafialización de la política (Segato, 2016). Para Segato, en estas guerras los cuerpos femeninos «encarnan el país enemigo, su territorio» y por ello devienen cuerpos sacrificiales; cuerpos que son atacados pese a no hacer parte del antagonista bélico (Segato, 2014, p.363).
En el caso de la conquista paramilitar del Caribe colombiano, los cuerpos femeninos en efecto devinieron cuerpos sacrificiales, en la medida en que en la mayoría de los casos las mujeres no hacían parte de la confrontación bélica. Sin embargo, estos cuerpos, más que encarnar un país enemigo, encarnaron El enemigo, en cuanto constituían un eje de la posibilidad de existencia de proyectos políticos comunitarios contrarios a la integración de los territorios, sus recursos y sus habitantes al mercado global.
El gobierno para-institucional de ciertos territorios del Caribe colombiano, estuvo acompañado de la regulación de la vida cotidiana de los habitantes. En esta regulación la gestión de los cuerpos femeninos y los cuerpos LGBTIQ, tuvo un rol protagónico para establecer una nueva forma de normalidad. Los principales rasgos de este proceso se vislumbran en tres de los casos recopilados en el informe de la Comisión Nacional de Memoria Histórica sobre las mujeres en el Caribe colombiano, y en el análisis de los perfiles de las víctimas de las AUC identificados por dicho informe.
El primer caso, es el de un concurso de belleza en donde las participantes, en su mayoría menores de edad, fueron violadas. Esto muestra un rediseño del tipo de espacios tolerados para la participación de las mujeres en la vida pública, en la cual estas son reducidas a objeto sexual. Por otro lado, la violación de las niñas consideradas reinas de belleza, envía tres mensajes a la comunidad: primero, que la soberanía se marca sobre los cuerpos femeninos; segundo, la marca dejada sobre los cuerpos femeninos delimita las fronteras del territorio dominado por las AUC; tercero, expresa y construye la soberanía paramilitar sobre el territorio y su población (Segato, 2014). Este tipo de actividad ilustra la radicalización de la diferencia sexual implicada tanto en el dominio territorial como en la regulación paramilitar de la vida.
El segundo caso es el de un combate público de boxeo entre homosexuales y mujeres chismosas organizado por las AUC. Los dos grupos perseguidos tienen un elemento en común: encarnan de una u otra manera disidencias frente a una norma de género específica. Las chismosas retan el modelo de feminidad que espera de las mujeres pasividad y una participación social limitada al ámbito de lo doméstico. Los homosexuales retan la norma de la heteronormatividad obligatoria (Centro de Memoria Histórica, 2011). El carácter de espectáculo muestra un proceso pedagógico, en que se trasmite una lección respecto a las existencias permitidas bajo el gobierno paraestatal de la vida, y los costos de desafiarlas. Estas formas de crueldad ejercidas como respuesta a un desafío a la heteronormatividad no fueron aisladas. Muchas veces esta escaló hasta la aniquilación de los cuerpos disidentes, tal como lo muestra el informe «Aniquilar la diferencia» del Centro Nacional de Memoria Historica -CNMH- sobre las violencias contra la comunidad LGBTIQ (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2015).
El tercer caso fue el de tres mujeres del pueblo Rincón del Mar, torturadas en público luego de ser catalogadas de chismosas por las AUC. Según el testimonio de una de ellas -embarazada al momento de los hechos-, le arrancaron el cuero cabelludo en público después de haberla desnudado mientras le decían «perra, hija de puta, tu vida no vale nada y tu mereces la muerte». Dos días antes, la misma mujer y su prima habían sido secuestradas por paramilitares que les decían «hijas de puta, ustedes existen para cuidar a los niños y no para ir a fiestas» (Centro de Memoria Histórica, 2011, pp.70-71). Esto muestra la implantación de un modelo específico de feminidad definida por roles domésticos y de reproducción, modelo que implica la confinación de las mujeres en espacios privados (Centro de Memoria Histórica, 2011; Centro Nacional de Memoria Histórica, 2015).
La Comisión de Memoria Histórica plantea los siguientes perfiles en las víctimas femeninas de las AUC: perfil indiscriminado (por ser mujer), perfil transitivo (familiar de un contrincante bélico), perfil estigmatizado (miembro del contrincante bélico), perfil emblemático-representativo (mujeres con poder dentro de las comunidades) y perfil transgresor (desafiaban normas morales a ser implantadas por el grupo) (Centro de Memoria Histórica, 2011).
Muchas de las víctimas responden a los dos últimos perfiles. Al trasgresor corresponden las prostitutas, «chismosas», expendedoras de droga, LGBTIQ, brujas, etc. (Centro de Memoria Histórica, 2011, p.52). Fueron expuestas a la crueldad por no responder a la representación paramilitar de lo «femenino» o de lo «normal», definido como tal desde la heterosexualidad y la organización patriarcal de la vida. El carácter público de la persecución, aniquilación y tortura de estas personas muestra de nuevo el carácter pedagógico de las acciones de este grupo.
El caso del perfil emblemático-representativo, corresponde a las mujeres que tenían roles clave en la vida pública y/o roles de cohesión comunitaria (Centro de Memoria Histórica, 2011, p.52). Esto significa que la vida comunitaria dependía en alguna medida de sus roles públicos para existir en cuanto comunidad; la persecución de estas mujeres puede ser visto como parte de un proceso de alienación de la comunidad frente a los medios para existir en tanto tal.
Los otros tres perfiles se diferencian de los dos anteriores en el tipo de mensaje enviado a través de la violencia sobre sus cuerpos. En el indiscriminado fueron clasificados las mujeres que fueron objeto de violencia por el solo hecho de ser mujer. El transitivo muestra la reducción de las mujeres a objetos; la violencia sobre sus cuerpos iba dirigida al contrincante. El estigmatizado muestra un acto bélico tradicional en el que el objeto de destrucción es un contrincante bélico -sin embargo, el hecho de tratarse de mujeres definió formas generizadas de muerte o tortura (Centro de Memoria Histórica, 2016; 2011).
El perfil indiscriminado nos muestra que hubo una dosis de crueldad asociada al hecho de ser mujer; en otras palabras, se devino mujer, dentro de este proyecto de gobierno, por medio de devenir un objeto de crueldad. En esta óptica, ser mujer constituye un indicador de un lugar dentro de una forma de «economía» del sufrimiento, en el que la crueldad tiene un rol disciplinador central. En el caso de los perfiles transgresor, emblemático y, parcialmente el estigmatizado, la crueldad se canalizó hacia ellas por no ajustarse a la expectativa paramilitar de lo que una mujer debe ser. El perfil indiscriminado revela una forma de gestión de la vida basada en niveles diferenciados de exposición de los cuerpos a la crueldad en función del género. Los tres restantes develan el precio de desafiar la norma de género.
La forma espectacular de la violencia paramilitar constituye una pedagogía de la crueldad, es decir, se trata de acciones tendientes a enseñar a negar el carácter humano a una persona (Segato, 2016). Cabe notar que no todas las personas estuvieron igualmente expuestas a estas acciones, lo que devela que las personas no están situadas de manera equidistante en los márgenes de lo humano. Algunas están más lejos y en esa medida son el objeto privilegiado de la crueldad.
La variación de grados de exposición que se revela en los perfiles muestra que la negación de la humanidad puede ser dosificada. El hecho de no ser un hombre constituyó una primera escala de exposición a la crueldad. Aquí encontramos a las mujeres del perfil indiscriminado y transitivo. Luego hay un segundo nivel, aumentado, en el que se ubican quienes desafían dicha norma. Es el caso del perfil emblemático, el transgresor y parcialmente del estigmatizado.
La comunidad es el enemigo
Las reuniones entre mujeres fueron prohibidas en el contexto de la persecución de las mujeres chismosas por parte de las AUC en el Caribe. Situación que también se vivió en otras regiones bajo su control como el Pacífico y el Putumayo, lugares en los que las mujeres fueron violentadas por ser catalogadas como chismosas, pero también peleonas, bochincheras o infieles (Centro de Memoria Histórica, 2016; Martínez Montoya, Bello Ramírez, Michelle del Pino, Bermúdez Pérez, & Serrano Murcia, 2017). Mujeres que tienen en común su disidencia respecto a un modelo de feminidad definido por la pasividad y la sumisión.
En las sociedades rurales, las chismosas son a la vez el producto de universos organizados comunitariamente y constructoras de este tipo de universo (Fasano et al., 2009; Feregrino, 2018; Bernal Nemocón, 2013; Ortega, 2008). Se trata de mujeres que encarnan roles protagónicos en la regulación social, propia al diseño comunitario de la vida y que resultan contrarios a la expectativa de sumisión femenina. Estas mujeres fueron transformadas en objeto de crueldad, como castigo por el rol que jugaban en la vida pública de sus comunidades. En este orden de ideas, esta persecución hizo parte de un proceso de exclusión de las mujeres de la esfera pública.
Las mujeres y personas LGBTIQ, pese a no ser parte de la confrontación bélica -en la mayoría de los casos- no eran ajenas al conflicto. En su calidad de cuerpos disidentes frente a la norma de género, eran en sí mismos el enemigo del proyecto de progreso que las AUC buscaban implantar. Estas personas no fueron violentadas por considerarse parte del territorio del enemigo -como podría ser leído desde la teoría de las nuevas formas de la guerra- sino para aniquilar la posibilidad de estar en el mundo que estaba encarnado en ellas.
En lo comunitario, viven proyectos históricos, que, aun habitando dentro del mundo moderno, lo desafían constantemente al contener otras formas de ser y estar en el mundo que resultan alternativas, e incluso contrapuestas, a las formas del proyecto hegemónico (Segato, 2015; Escobar, 2017; Bello-Urrego, 2018). Las mujeres están en el foco de la violencia paraestatal, porque los roles históricamente asignados a lo femenino, en los mundos comunitarios, las colocan en posiciones políticas determinantes para la reproducción del tejido social; madres comunitarias, parteras, transmisoras de información, organizadoras de espacios festivos de encuentro etc. En esta óptica, las AUC, al canalizar la crueldad hacia las personas disidentes de la norma de género -mujeres desafiadoras del modelo de feminidad paraestatal y personas LGBTIQ- estaban atacando la vida comunitaria y persiguiendo los proyectos políticos e históricos que viven a través de los cuerpos perseguidos.
Las AUC pueden ser abordadas como parte de los dispositivos de irrupción del mercado y el capital, en los mundos comunitarios, con el fin de integrar tanto los territorios como sus habitantes en flujos transnacionales de capital. Este proceso de integración se inscribe en el fenómeno global que Segato define como avance del «frente colonial/estatal - empresarial - mediático - cristiano». Este concepto denota la estrecha relación existente entre la destrucción de lo comunitario en América Latina, la irrupción de ejércitos paraestatales en territorios dejados al margen de la acción estatal, la radicalización de relaciones patriarcales preexistentes y la llegada de proyectos productivos, del Estado, de medios de reproducción de la cultura hegemónica -como el porno-, de iglesias evangélicas -las cuales ganaron un rol político clave en las poblaciones de los territorios afectados por el paramilitarismo- que promueven subjetividades individuales y coherentes con la explotación capitalista (Centro de Memoria Histórica, 2016; 2011; Centro Nacional de Memoria Histórica, 2015; Segato, 2015).
Las AUC no constituyen un fenómeno político marginal, sino una expresión de un proceso amplio, propio a las dinámicas de integración al mercado global de los territorios que habían quedado fuera de su alcance durante el desarrollo de la economía empresarial de principios del siglo XX. El gobierno de los habitantes de estos territorios se ejerce por medio de una forma de gobierno basada en la crueldad ejercida sin ningún límite. Esto contrasta con el proceso biopolítico del que fueron objeto los cuerpos de la mano de obra de la naciente industria de principios del siglo XX (Noguera, 2003). Y ambas formas de gobierno responden a dos mecanismos diferentes de integración de los cuerpos al mercado global según estos estén en la zona del ser o del no-ser.
La administración de la crueldad y la frontera entre la zona del ser y del no ser
La división internacional del trabajo está imbricada a la codependencia entre economías legales e ilegales, frontera genéticamente vinculada con la división colonial entre el ser y el no-ser. A partir de allí se desarrolló la idea de que existen formas de gobierno propias a la zona del ser -basadas en la administración institucional y estatal de la vida y en medidas biopolíticas-, y otras, propias a la zona del no-ser que operan paralela y concomitantemente, pero que implican una negación constante del reconocimiento de la humanidad de las poblaciones que allí habitan. Siendo estas últimas, poblaciones gobernadas por para-Estados a través de la necropolitica y de la administración de la crueldad. Igualmente, se mostró que el género no es un elemento que se inserte en una frontera definida racialmente, sino que, desde su imbricación con la raza, constituye el eje de la separación entre lo humano y lo subhumano.
La mano de obra infantil esclava de la industria del chocolate y el control territorial del Caribe colombiano por las AUC, constituyen buenos ejemplos de la dependencia de la economía transnacional respecto a la cohabitación entre dinámicas y mercados legales e ilegales. Mercados cuyo funcionamiento exige una explotación de las personas, que resulta incompatible con lo que los límites institucionales y legales propios a los Estados modernos permitirían hacer. Así que la parte del proceso productivo que requiere de estos modos de explotación para producir suficiente lucro opera fuera de dichos límites y al margen de la gestión de los Estados.
La idea de que los Estados modernos son dependientes de la cohabitación entre la regla y su excepción no es nueva. De hecho, basándose en Schmitt, Benjamín y Kafka, Agambem ya afirmaba ello (Segato, 2014). Al observar el tipo de normas que aplican sobre unas u otras poblaciones en las cadenas de los procesos productivos globales vemos que hay zonas donde hay una primacía de la norma y otras donde prima la excepción. Distribución que se corresponde con la ubicación de los territorios donde habitan dichas poblaciones dentro de divisiones geopolíticas coloniales.
En la zona del ser opera una sujeción mediada por medidas biopolíticas y la gestión estatal, lo cual contrasta con una zona del no-ser en el que la sujeción es producto de la administración de la muerte y la dosificación de la crueldad sobre los cuerpos operada sin límites legales por parte de aparatos mafiosos paraestatales. En el proceso de producción del chocolate, el mercado y fuerza de trabajo regulada por normas legales está mayoritariamente ubicado en el norte global, mientras que la producción del principal insumo -el cacao- es mayoritariamente administrada por mafias de tráfico infantil. El caso de las AUC muestra otras caras del mismo fenómeno.
Los Estados-nación latinoamericanos se caracterizan por haber actualizado la frontera colonial entre sujetos de primera y de segunda, a través de generar centros y márgenes de inclusión a la nación (Rivera Cusicanqui, 2010). El fenómeno de la cohabitación entre la metrópoli y la colonia, al interior de un mismo Estado, genera lo que Segato define como la división entre la nación y sus Otros (Bello-Urrego, 2018; Segato, 2007). La presencia del gobierno de las AUC, en los territorios dejados al margen de la acción estatal, muestra como la frontera entre la comunidad conciudadana y los Otros se materializa en la sujeción de unos y otros a formas diferentes de gobierno. Formas que se complementan y cohabitan bajo un mismo Estado. En el primer caso, el territorio donde prima la norma -el norte global- es diferente al de donde prima la excepción -las excolonias Costa de Marfil y Ghana-. En el segundo caso se trata de un mismo Estado. Sin embargo, ambos casos comparten un elemento esencial: lo blanco se opone a lo no-blanco y la norma se asocia al gobierno del primero y la excepción al del segundo.
Además de lo anterior, los casos de la división del trabajo en la producción de chocolate y el del proceso de disciplinamiento de género, en la conquista del Caribe colombiano por parte de las AUC, ilustran como la crueldad constituye un mecanismo de naturalización de relaciones del tipo dominador-dominado. En términos fanonianos, estaríamos hablando de la crueldad como mecanismo de epidermización; del proceso por medio del cual el poder se fija a través de transformarse en carne.
El ángulo de lectura que emerge desde esta óptica, muestra que las categorías de subjetivación modernas -negro, blanco, mujer, lesbiana, transexual etc.- entran a hacer parte de las experiencias concretas de las personas en la medida en que los cuerpos son expuestos a una cantidad de crueldad dosificada. Estas categorías se convierten en carne a través de un dispositivo preciso: la normalización de una exposición sistemática a la crueldad, dosificada en función del valor asignado a la vida de un ser según la clasificación colonial-patriarcal de su cuerpo: una economía de la crueldad. Clasificación que viabiliza la reproducción de la división internacional del trabajo sobre la que se sustenta el capitalismo, a la vez que es producida dentro de esta misma división.
El análisis de la conquista paramilitar del Caribe, muestra que la categoría mujer no es homogénea, la negación del reconocimiento del carácter humano -y la dosificación de la crueldad que acompaña esta negación- no es equivalente según la zona del ser o en la del no-ser, y aun dentro de cada zona hay variaciones. Aunque no por ello se desdibuje la frontera entre las zonas.
El carácter interseccional de las experiencias de dominación, es un tema ampliamente desarrollado por el Black Feminism y los feminismos poscoloniales y decoloniales. El análisis de las conquistas paramilitares del territorio colombiano da luces respecto a algunos de los mecanismos por medio de los cuales esta interseccionalidad opera. Así como sobre la relación entre esta y el funcionamiento de la frontera entre la zona del ser y del no-ser.
Hubo una distinción ontológica entre mujeres blanco-mestizas, objeto de la biopolítica durante los procesos de construcción de nación en América Latina, y las Otras dejadas al margen. Frontera que se radicalizó una vez estas últimas devienen objeto de la necropolítica y de la política de la crueldad de los ejércitos paraestatales, a partir de los años 90. Ahora, entre estas últimas emergió una segunda distinción; entre quienes desafiaron el modelo de feminidad que las AUC buscaban implantar y quiénes no. Desafío que ubicó a quienes lo encarnaron en una posición más cercana al objeto que de lo humano, respecto a quienes sí lo hicieron.
Mujer como categoría arquetípica, es al hombre una existencia fantasmal, equivalente a la que Fanón describe en la oposición hombre blanco-hombre negro: un ser cuya existencia está secuestrada en la de un ser autoerigido como pleno. Esta categoría, se divide en subcategorías que definen diferentes grados de reconocimiento de humanidad dentro de lo femenino. Sin embargo, lo masculino blanco sigue siendo la norma máxima, porque es el arquetipo de la mujer blanca el que constituye la norma para constituir a la otra como Otra, Otra que a su vez se constituye como norma de otra y así sucesivamente; una cisgénero sobre una trans, una lesbiana blanca sobre una negra, una mujer urbana sobre una rural, una mujer con plenas capacidades sobre una con capacidades diversas etc. Más que una dicotomía ontológica tenemos una lógica de organización de la existencia dentro del binomio humano/subhumano. Lógica que hace moldeables e infinitas las jerarquías sin que por ello lo masculino blanco normativo se desestabilice como parámetro máximo de humanidad.
Maria Lugones, Oyeroye Yoruma, Rita Segato, el feminismo comunitario maya y aymara, entre otros exponentes de los feminismos decoloniales y poscoloniales afirman, desde diferentes perspectivas, que la intromisión de la norma de género del invasor, constituye el punto de quiebre hacia la destrucción del mundo comunitario y la sujeción de sus individuos al proyecto del capital (Lugones, 2008; Oyěwùmí, 1997; Segato, 2007). Esto es evidente en el caso de la conquista del Caribe colombiano. Pero este caso aporta un elemento adicional, permite ilustrar la relación entre el ataque a las mujeres y el ataque a proyectos políticos que compiten con el proyecto del capital.
El contraste entre las biopolíticas que constituyeron la nación colombiana, con la necropolítica y la economía de la crueldad, que rigen la inclusión tardía de las poblaciones dejadas al margen en ese proceso, revela un elemento en común: la aniquilación de otros proyectos históricos es condición para la integración de los sujetos al proyecto del capital. En el caso de la emergencia de la nación esto pasó por medio de políticas, principalmente higiénicas y educativas, enfocadas a construir un cuerpo blanco-mestizo en la primera mitad del siglo XX. En el caso de la integración de los territorios otros en la etapa neoliberal del capital, esto pasa por destruir la posibilidad de existencia de la vida comunitaria. En este panorama se puede observar como las feminidades del mundo comunitario, en cuanto tejedoras de vínculos, fueron convertidas en enemigo.
Según Segato, en las nuevas formas de la guerra el cuerpo de las mujeres es un territorio de conquista, en esta medida son medios a través de los cuales un bando de hombres envía mensajes a otro (Segato, 2014). Contrario a esta idea, encontramos que las mujeres en el Caribe no fueron atacadas en calidad de terceras partes. Si bien en efecto en su mayoría eran ajenas al conflicto bélico estas fueron perseguidas, disciplinadas y asesinadas por su participación en un conflicto aún más profundo: el proyecto del capital contra la política de lo comunitario.