Introducción
Las minas antipersona son armas que han sido utilizadas en la guerra desde hace varios siglos. A pesar de que el primer registro oficial de estas hace referencia al uso realizado por un militar alemán en los años 1700, se encontró que en China existían desde hace aproximadamente 600 años (Ortega, 2016). Estas son armas que se activan de manera involuntaria por la misma víctima, y producen grandes consecuencias en el cuerpo de la persona que lo padece (Ruiz & Castaño, 2019). En este sentido, fueron diseñadas como un artefacto de guerra portátil, fácil de instalar en las superficies, con un gran alcance, y con la finalidad de debilitar al combatiente en el mayor grado posible. Lo anterior se debe a dos razones: primero a su tamaño, que oscila entre 5 y 15 cm de diámetro; y, segundo, a que se activan por medio del contacto directo con la superficie por medio de cables de disparo (Trimble & Clasper, 2001).
Además, las minas antipersona se clasifican en diversos tipos dependiendo de la forma en la que se entierran y se activan. En 2014, la Campaña Internacional para la Prohibición de las Minas - ICBL estableció una clasificación de acuerdo a si la mina es activada por la víctima o de forma remota. La primera de estas, a diferencia de la segunda, representa un mayor peligro, pues tiene un leve contenido de metales que son difícilmente detectados (Vega et al., 2020). Si bien es cierto que las minas antipersona existen desde hace varios siglos, fue hasta la Segunda Guerra Mundial y posteriormente en la Guerra del Golfo que fueron utilizadas masivamente, lo que luego ocasionó exhaustivas búsquedas para desactivarlas; pese a esto, el problema es de gran magnitud y una muestra de ello está en que solo en Kuwait se sembraron entre 5 y 7 millones de minas (Hernández, 2010).
Por lo anterior, el objetivo de esta investigación consistió en evaluar estadísticamente la situación de este tipo de armamento en Colombia entre los años 1990 al 2020, en relación a los casos asociados a las afectaciones por minas antipersona.
La hipótesis del presente estudio se define así:
H0: el número de casos relacionado con las minas antipersona en Colombia se ha reducido en el tiempo. H1: el número de casos relacionado con las minas antipersona en Colombia se ha aumentado en el tiempo.
Estado del arte
La siembra indiscriminada de minas antipersona por parte de grupos armados al margen de la ley es una problemática mundial en crecimiento, que afecta de manera indiscriminada a personas y países en todas las regiones del mundo. Este acontecimiento es difícil de controlar, y se vive en diferentes partes del mundo, como por ejemplo en el Medio Oriente, donde persisten conflictos que han provocado que el mismo Estado Islámico contribuya a crear grandes extensiones de territorio infestadas por minas antipersona en países como Irak, Siria y Afganistán, lo que se constituye sin duda en una amenaza humanitaria. Otro ejemplo es el caso de Yemen, donde este fenómeno viene presentando un crecimiento acelerado en la última década debido a las acciones de las fuerzas hutíes. Asimismo, Colombia tampoco se escapa a esta realidad, ya que, pesar de los diálogos y acuerdos de paz, la situación se presenta de nuevo impulsada por las disidencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y otros grupos paramilitares que utilizan las minas antipersona con la finalidad de proteger los cultivos ilícitos de cocaína u otras siembras ilegales (Bruce et al., 2010).
El conflicto armado en Colombia, que se ha caracterizado por el uso de estas minas como una forma de ataque a la población civil, ha generado no solo daños físicos profundos en las personas, sino también fracturas en los núcleos familiares de las víctimas, quienes son principalmente habitantes de las zonas rurales del país, las cuales son lugares abandonados y descuidados por el gobierno. Esta situación ha despertado un gran interés en la academia, que parte de un análisis riguroso de los acontecimientos y de la inspección de las medidas implementadas por el Estado para la prevención del uso y la erradicación de dichas armas. Sin embargo, en Colombia esta problemática gira en torno a la dificultad que hay para impedir la producción, el almacenamiento y el transporte de las mismas, ya que a pesar de que existen regulaciones como el tratado de Ottawa de 1997 firmado por la nación y la Ley 759 de 2002 que establece su prohibición, los grupos armados al margen de la ley hacen caso omiso a dichas regulaciones, estimulan el negocio del tráfico de armas y siembran minas a lo largo del territorio de forma indiscriminada, lo que termina por poner en peligro a la población (Illera & Contreras, 2018).
En este sentido, se estima que Colombia es el segundo país con un mayor número de víctimas por minas antipersona, lo que demuestra cómo los derechos fundamentales de miles de colombianos han sido vulnerados a lo largo de la época de la violencia en el país, lo que se traduce en un daño profundo en las víctimas y en sus familias, y hace que la reparación de las víctimas sea una tarea ardua e incierta (Illera & Leal, 2017).
De acuerdo con los datos brindados por el informe del Monitor de Minas Terrestres, en Colombia existen aproximadamente entre 50.000 y 100.000 minas antipersona, sembradas de principalmente en zonas dominadas por los grupos disidentes, quienes las utilizan para proteger su territorio y evitar a la vez la entrada a cultivos ilícitos existentes en las regiones al margen de la ley. Se estima que las FARC es el grupo que más utiliza estas armas, seguido de los Tigres Tamiles de Sri Lanka y el Ejército de Liberación de Karen de Myanmar (Hernández, 2010). Asimismo, en el año 2015 Colombia fue considerada el segundo país con mayor número de víctimas después de Afganistán, con unas cifras altamente significativas. Además, países como Libia, Ucrania y Siria también experimentaron altas cifras de víctimas de estos artefactos explosivos (Peñaloza, 2019). Según la Unicef (2015), la problemática de las minas antipersona radica en la carencia de información acerca de la cantidad real de minas existentes alrededor del mundo. Por ejemplo, se estima que estos artefactos han sido sembrados en cerca de 70 países entre Asia, América, Europa y África; sin embargo, la falta de cooperación por parte de quienes han enterrado las armas genera un desconocimiento del lugar en el que se encuentran ubicadas, lo que dificulta cuantificarlas (Unicef, 2015).
En el caso de Colombia, la población campesina es la más afectada por el conflicto armado y es quien ha sufrido las consecuencias de la guerra entre el Estado y los grupos ilegales que se instalan en estos territorios. En este sentido, la mayoría de los afectados por las minas son habitantes de las zonas rurales, entre ellos niños y jóvenes que, al movilizarse hacia los cultivos que cuidan, hacia la escuela o el trabajo, terminan siendo inocentemente perjudicados por los efectos de estas armas. Ante esta situación, los campesinos han denominado las minas antipersona como “minas quiebrapata” (Gutiérrez, 2014, p. 10), en referencia al peligro para las extremidades que estas representan. Por ello, estas armas son la fuente de angustia constante en la población que teme a movilizarse libremente por el territorio, pues cuentan con sistemas de autodestrucción que no necesitan de una activación sincrónica, son de uso masivo e indiscriminado, tienen un largo periodo de vida y manejan un costo bajo (Arias & Ospina, 2020).
Método
Para llevar a cabo el presente estudio se analizaron las bases de datos reportadas por la Oficina del Alto Comisionado para la Paz y el Departamento Administrativo de la Presidencia de la República. El estudio es de tipo descriptivo de carácter longitudinal. Las variables evaluadas fueron: Número de casos relacionados con las minas antipersona en el país entre los años de 1990 al 2020. Igualmente, se realizó una discriminación por departamento, sexo, zona rural y urbana, condición de la persona, rango de edad, actividad que desempeñaba, tipo de mina y si sobrevivió o no la persona implicada en el hecho. Para el análisis de la información se utilizaron los siguientes métodos estadísticos: análisis de clúster, correspondencia múltiple y de frecuencias de tipo univariado. Se utilizaron los paquetes estadísticos: SAS University y R versión 3.6.1.
Resultados
En general, uno de cada cinco hechos asociados con las minas antipersona se presentó en el departamento de Antioquia, seguido de Meta, Nariño y Caquetá. La zona cafetera conformada por los departamentos de: Quindío, Caldas y Risaralda presentan las estadísticas más bajas. De igual manera sucede con las zonas costeras del Atlántico, Guajira y Magdalena, como se puede apreciar en la Tabla 1. La información reportada por la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, indica que los municipios donde se han presentado el mayor número de casos relacionados con las minas antipersona son: Vistahermosa, ubicado en el departamento del Meta, con 370 víctimas; Tame (Arauca) donde se han presentado 348 víctimas; Tumaco (Nariño) con 346; Tarazá (Antioquia) con 271; y San Vicente del Caguán (Caquetá) con 267 víctimas.
Por otra parte, en la Figura 1 se aprecia la evolución en el número de víctimas por minas antipersona en Colombia en las últimas tres décadas, y en ella que se evidencia que entre los años 2002 y 2012 se presentaron el mayor número de casos.
Asimismo, en la Figura 2 se muestra que el sexo más afectado por las minas antipersona es el masculino, además se señala que el 19.7% de las personas que son afectas por estas armas mueren, y se añade que la mayoría de las víctimas son mayores de edad que comúnmente habitan en zonas rurales. La fuerza Armada ha sido la más perjudicada con un 60.7% de los hechos registrados. Por último, se destaca que el 10.3% de las personas técnicas en desarme de minas se han visto afectadas.
En cuanto a los acontecimientos por departamentos, Antioquia es el que registra las cifras más altas víctimas, así como el mayor número de afectados que son menores de edad. En la Tabla 2 se puede apreciar que en todas las regiones del país han sucedido hechos relacionados con estos artefactos explosivos, sin embargo, las cifras varían según la región. Por ejemplo, en los departamentos de Guainía y Amazonas se dan las menores cifras, mientras en los territorios donde existe presencia de grupos guerrilleros se dan las mayores incidencias.
Nota. V1: víctimas civiles; V2: víctimas de la fuerza pública; V3: víctimas femeninas; V4: víctimas masculinas; V5: víctimas heridas; V6: víctimas muertas; V7: víctimas mayores de edad; V8: víctimas menores de edad.
Con respecto a la destrucción e intervención de las minas, en la Tabla 3 se pueden apreciar los datos de los últimos 16 años en Colombia. Por otra parte, el análisis de clúster permitió definir cinco grupos, el primero de ellos está conformado únicamente por el departamento de Antioquia, ya que presenta el mayor número de víctimas; el segundo clúster está conformado por los siguientes departamentos: Meta, Nariño, Norte de Santander, Putumayo, Caquetá, Cauca, Tolima, Arauca y Bolívar; y, por último, el tercer clúster lo integran los departamentos que tienen las menores incidencias, los cuales son: Atlántico, Vichada, Amazonas y Guainía (ver Figura 3). En general, se puede afirmar que total de víctimas a la fecha es de 12.032, de las cuales 4.791 son civiles y 7.241 corresponden a la fuerza pública.
Nota. MAP: mina antipersona concebida para que explosione por la presencia, la proximidad o el contacto de una persona; AEI: munición o dispositivo explosivo que ha sido modificado o elaborado, y que tiene la capacidad de causar la muerte o lesión a una persona; MUSE: munición sin explosionar o explota.
Para continuar con el análisis, en la Figura 4 se refleja que en el último lustro se han desactivado el mayor número de minas, lo que ha sido posible principalmente gracias al apoyo de organizaciones como la Brigada de Ingenieros de Desminado Humanitario (BRDEH) y Hazardous Areas Life-Support Organization (HALO). En concreto, el área total despejada en Colombia es de 8.342.745 m2. Al profundizar más en estos datos, se puede apreciar que a partir del año 2017 se han despejado más territorios que contaban con la presencia de este tipo de armamento, lo que a su vez se relaciona con el menor número de casos de víctimas en la última década. De estas zonas despejadas, un 96.9% son áreas habitadas por civiles. Igualmente, es notable destacar que la mayoría de los estudios efectuados se han clasificado como no técnicos, tal como se puede observar en la Figura 5.
Sobre las operaciones de desminado realizadas por departamento y por tipo de mina, en la Tabla 4 observamos que Colombia ocupaba el segundo lugar -después de Afganistán- en el mundo en cuanto al número de víctimas nuevas de las MAP y de los REG. Además, el país ocupó el primer lugar a nivel orbital respecto al número de víctimas de la fuerza pública por artefactos explosivos. Igualmente, observamos que el total de MAP destruidas a la fecha es 2.688, seguida de las MUSE (1.144) y AEI (342). Es importante recordar que la información de las figuras se recopiló de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz.
Por último, en la Figura 6 se observa que, de los efectos generados por las minas antipersona, los casos más frecuentes se relacionan con la amputación de piernas, seguido de quemaduras en el cuerpo y problemas en los oídos y en los ojos.
Discusión
El uso de estas armas ha generado polémica a lo largo del tiempo y ha cuestionado las verdaderas intenciones de quienes la usan, no solo porque afectan y vulneran el cuerpo de personas inocentes, sino porque violan las normas mínimas, si pudiera decirse así, que se establecen internacionalmente en las guerras y en el Derecho Internacional Humanitario. Sin lugar a dudas, las minas antipersona van en contra de los principios fundamentales del hombre, ya que producen sufrimientos innecesarios y limitan la proyección de las regiones (Peñaloza, 2019). Estas armas afectan de manera indiscriminada a civiles y combatientes, generan daños que superan lo físico, conducen a daños emocionales, y producen situaciones de exclusión que afectan a las víctimas, a sus familias y su entorno (Ruiz & Castaño, 2019).
La dificultad para localizar y cuantificar estos artefactos hace que sea aún más difícil establecer las cifras de las víctimas, y que un gran número de muertes causadas por los efectos de estas armas sean reportadas bajo nombres diferentes. Lo anterior se debe en parte a que, por la distancia entre las zonas rurales y urbanas donde se encuentran los centros médicos, las víctimas no alcanzan a ser atendidos por el personal y mueren en el camino. Una muestra de ello lo encontramos en los datos reportados por el Comité Internacional de la Cruz Roja, en los que se señala que el 15% de las víctimas de estos artefactos explosivos tarda más de 72 horas en llegar a un centro asistencial de salud. También, se reporta que el 60% logra llegar después de 24 horas, y que solo el 25% de las víctimas logran acceder a las clínicas dentro de las seis horas siguientes a los hechos, lo que indica que apenas una pequeña porción de los afectados posiblemente alcance a sobrevivir (Illera & Leal, 2017).
Esta misma situación se evidencia en países como Angola, Afganistán, Etiopía, Mozambique, Somalia, Camboya, Sudán, Irak y Nicaragua, donde como consecuencia de la guerra, miles de civiles inocentes han resultado heridos o asesinados al ser víctimas de los efectos de una estrategia militar que busca aterrorizarlos y controlarlos mediante el uso de estas armas (Ortega, 2016). Otro de los países que dentro de sus estrategias y políticas militares optaron por el uso de las minas antipersona fue Chile, donde a raíz de las constantes crisis con Bolivia y Perú en la década de los setenta, se decidió sembrar las fronteras chilenas con minas (Aranda & Salinas, 2015).
Como ha sido mencionado anteriormente, las minas antipersona no solo generan daños profundos físicos sino también emocionales y sociales en las víctimas y en sus familias (López et al., 2020). En Colombia, la mayoría de los afectados han sido miembros de la fuerza pública, es decir, combatientes que en medio de la lucha del Estado contra los grupos armados guerrilleros han sufrido los efectos de estas armas. Según cifras oficiales, este grupo representa el 61% del total de las víctimas, mientras que el 39% restante corresponde a los civiles que habitan en las zonas que rodean los cascos urbanos, que en su mayoría son campesinos y se dedican al cuidado de la tierra, y que han resultado gravemente heridos o incluso han perdido su vida como consecuencia de estos artefactos explosivos que quedan sembrados en la tierra después de que finalizan los conflictos. Pero no solo los civiles y campesinos sufren las consecuencias de este flagelo, sus familias también son víctimas de esta violencia pues sufren indirectamente las consecuencias de los daños que generan las minas en las personas, ya que esta situación transforma su estilo de vida e inclusive el trabajo que desempeñan, lo que termina por afectar su proyección socioeconómica (Ruiz & Castaño, 2019). Un hecho importante a destacar es que el 11.4% de los casos de minas antipersona en Colombia ocurrió en el período de negociación de paz, específicamente entre 2012 y 2016 (Manzano et al., 2020).
Es evidente que una de las principales consecuencias del uso de las minas antipersona es el daño social, económico y ambiental que genera en las regiones. Esto se debe principalmente a que ser víctima de ellas produce una serie de consecuencias alrededor del estilo de vida de las personas y en su manera de sustento, lo que sin lugar a duda modifica la calidad de las tierras en las que estas armas han sido sembradas, debido a que perjudican los suelos, la fauna y la flora. No obstante, es el factor emocional y psicológico de las víctimas y sus familias uno de los más preocupantes, pues las minas, además de amenazar las actividades cotidianas de la población, desencadenan una angustia constante que hace que la comunidad afectada se aleje de las demás comunidades, y que población infantil no pueda desenvolverse con naturalidad (Vega et al., 2020).
El impacto económico no se queda atrás, ya que cada vez son más las personas que por ser víctimas de las minas pierden oportunidades de empleo, lo que debilita la economía de las comunidades y las capacidades de comercio de las mismas (Vega et al., 2020). Esto se debe principalmente a que las víctimas, tras sufrir los impactos de estas armas pierden movilidad y experimentan un deterioro de su estado de salud, lo que les dificulta realizar sus tareas con normalidad y las hace menos atractivas para el mercado laboral (Astaiza & Calderón, 2014).
Sin embargo, los esfuerzos internacionales en pro de la destrucción, la desaceleración de la producción y la reducción del comercio de minas terrestres han tenido cada vez mejores resultados. Dichos esfuerzos se ven reflejados, por ejemplo, en el Tratado de Prohibición de Minas, el cual establece acciones y operaciones claras para el retirar la mayor cantidad posible de estas armas, buscando reducir considerablemente el número de muertes y de personas gravemente lesionadas, ya sean combatientes o civiles, quienes se ven diariamente amenazados por la presencia de estos artefactos en sus territorios. Es importante no perder de vista que lograr el control de esta problemática posibilitará un mejor desarrollo para las comunidades, garantizará una mejor calidad de vida y asegurará el bienestar de miles de jóvenes, mujeres y niños (UNHRC, 2020).
El proceso de Desminado Humanitario, que son las operaciones que permiten eliminar los peligros de los artefactos explosivos terrestres, y que incluyen una serie de acciones posteriores a la desactivación del arma, han posibilitado el restablecimiento de los suelos y, junto con ello, un mejoramiento en la calidad de vida y en la sustentabilidad de las poblaciones amenazadas. A esto se le suman las acciones de los tratados internacionales, que en defensa del Derecho Internacional Humanitario buscan actuar de manera eficaz en cuanto a la erradicación de las MAP. Lo anterior ha sido posible gracias a los esfuerzos del Ejército Nacional, quien ha diseñado y ejecutado las operaciones de desminado con la colaboración de agentes internacionales, instituciones locales e instancias administrativas de cooperación. En conclusión, los procesos de desminado son una responsabilidad de los Estados, que deben velar por la reparación, reconstrucción y bienestar de las comunidades afectadas por la guerra, así como también garantizar la seguridad de sus habitantes, poner en marcha planes de desarrollo y sostenibilidad y, sin lugar a duda, buscar siempre que la justicia se aplique (Cabrera & Pachón, 2017).
Conclusiones
Las minas antipersona han afectado considerablemente a las fuerzas armadas y a la comunidad civil, lo que ha generado, entre otras cosas, que una parte significativa de la población se vea obligada a migrar, debido a que los campos que usualmente utilizaban para la cosecha de cultivos o la actividad ganadera han sido sembrados con armas.
Esta problemática se debe al peligro que estas armas representan para la población, ya que son artefactos que atentan contra la vida de miles de campesinos y soldados inocentes, quienes, al momento de realizar sus labores, o simplemente movilizarse por el territorio, pueden verse perjudicados gravemente hasta el punto de perder su vida. Por esta razón, el Estado debe velar por la garantía de los derechos y la seguridad de la población mediante programas, estrategias de identificación y desinstalación de las minas, las cuales permitan despejar los territorios y asegurar su protección.
En este sentido, Colombia debe establecer alianzas estratégicas con el fin de conseguir apoyo logístico y económico, así como también asesoría continua para el desminado del territorio. Se debe enaltecer la labor de todas las personas dedicadas a erradicar las minas antipersona al igual que el binomio canino, quienes diariamente exponen sus vidas en pro de garantizar los Derechos Humanos.