No es mal político ni aun económico lo que trae a peor traer a España; es daño moral, es que están emponzoñados los manantiales de la vida común. Miguel de Unamuno (1971, p. 109)
Como es bien sabido, Unamuno no es un teórico de la filosofía moral. Eso ni siquiera formó mínimamente parte de sus preocupaciones filosóficas. Sin embargo, aunque no lo sea, don Miguel es, y en esto estaremos todos de acuerdo, un pensador seriamente comprometido con la regeneración espiritual de su España de finales del siglo xix y principios del xx. Entre sus preocupaciones regeneracionistas se destaca obviamente su incesante deseo de influir en términos éticos sobre la vida de sus conciudadanos. Y es en este preciso punto, el de la regeneración del país tras el Desastre del 98, en el que la filosofía moral unamuniana empieza a esbozarse y a delinearse.
Si no estamos equivocados en cuanto comentadores e intérpretes de su pensamiento filosófico, hay dos dimensiones claramente heterogéneas sobre las cuales don Miguel reflexiona en relación con el tema de la moralidad. La primera es la que se refiere a la “interioridad” del hombre de carne y hueso y que se conecta, a raíz de ello, con los conceptos de “bondad”, “conciencia” e “intención”. Y la segunda es la que se refiere a la “exterioridad” del mismo, de la cual forman parte las nociones de “obra” y de “imposición mutua”. Y, porque partimos de este supuesto teórico, hemos estructurado el presente estudio en dos apartados que titulamos sugestivamente: “El concepto de ‘bondad’ en la formación del yo-interior” y “El concepto de ‘obra’ en la formación del yo-exterior”.
Empero, estamos forzados a admitir que dicha división de su pensamiento filosófico no es de nuestra autoría, ya que puede ser hallada ya en la década de los cincuenta del pasado siglo en los comentarios de Carlos Blanco Aguinaga. Nos referimos, en concreto, a su célebre artículo “Interioridad y exterioridad en Unamuno”, publicado en la Nueva revista de Filología Hispánica, en el año de 1953. Sin embargo, entre él y nosotros hay una diferencia hermenéutica muy clara en el análisis del pensamiento unamuniano, la cual no se refiere al hecho de que Aguinaga analice dichos conceptos desde un enfoque antropológico y no ético, como intentaremos en este artículo, sino más bien al hecho de que Aguinaga se disponga a analizar los mentados conceptos desde una perspectiva diacrónica, señalando cómo el rector salmantino transita de su ensalzamiento del concepto de interiorización hacia su loar del de exteriorización, a raíz de su accidentada vida política, hasta llegar a la afirmación de ambas realidades en unidad conflictiva a consecuencia de su regreso a España tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera y la consecuente instauración de la Segunda República, mientras que nosotros, prescindiendo de dicho análisis, nos enderezaremos hacia la posibilidad de constituir un sistema de pensamiento moral unamuniano a partir de los aspectos teórico-conceptuales que caracterizan cada una de las fases de su formación intelectual.
Escribe Blanco Aguinaga a este propósito:
Así, obligado por la crisis del exilio, Unamuno abandona su visión simplista del mundo y del hombre, y si antes su pensamiento marchaba por “afirmación alternativa de los contrarios”, ahora la afirmación no es ya alternativa sino simultánea, fundida en la unidad dinámica de la paradoja. Las parejas de contrarios se aceptan ya en su interacción agónica. Por eso, en 1934, terminada su obra y casi terminada su vida, en plena madurez y posesión de su pensamiento, pudo rectificar su viejo concepto de historia e intrahistoria: “lo que llamé la intra-historia es la historia misma, su entraña”. Entraña y extraña son ya la misma unidad en agonía; en agonía que es vida, no es síntesis armónica, que sería muerte. (1953, p. 701)
Más allá de lo que nos separa hermenéuticamente, hay una eterna verdad en la afirmación de Aguinaga de que Unamuno abdica de su método filosófico inicial, el de la “afirmación alternativa de los contrarios”, a favor de la afirmación simultánea de los mismos. Y esto nos parece decisivo. Empero, si bien es cierto que partimos de este supuesto teórico y que en este aspecto coincidimos con Aguinaga, no deja de serlo también que nos acercamos más a la propuesta interpretativa defendida por Cerezo Galán para comprender las significaciones teórico-conceptuales que la última etapa de formación intelectual unamuniana (1931-1936) ofrece para interpretar la totalidad de su pensamiento filosófico.
Escribe Galán en su conocido libro de comentario a la obra de Unamuno Las máscaras de lo trágico, de 1996:
¿Por qué aferrarse a la leyenda o a la historia? Porque al cabo éste es el único texto consistente, y sin destinarse a la historia no es posible la vida del espíritu. A diferencia de la oposición trágica, aquí pare ce apuntar una solución dialéctica. No hay un noumeno inalcanzable, donde se guarda el secreto del verdadero yo. Tampoco hay una historia meramente externa y fenomenal, sino la unidad dialéctica, procesual, de lo uno y lo otro. (p. 678)
Enunciadas las dos tesis de lectura de la última etapa de formación intelectual unamuniana, debemos definir el motivo por el cual nos decantamos por la defendida por Cerezo Galán. Puede parecer teóricamente arriesgado, sobre todo para los pensadores más unamunianos, acostumbrados a la idea de que el pensamiento del rector salmantino no puede casarse bajo ningún imperativo con la noción de sistema -¡y cuanto don Miguel contribuyó para ello!-; sin embargo, lo que nos interesa en cuanto intérpretes de su pensamiento, al contrario del informe de Unamuno y de los unamunistas en general, es realizar una lectura sistemática de su pensamiento filosófico, en el presente caso, de su filosofía moral. Es por ello que nos es más simpático, en términos hermenéuticos, interpretar la última etapa de la formación intelectual unamuniana como un momento de síntesis de su pensamiento, el cual creemos que se estructura a partir de una dialéctica procesual entre interioridad y exterioridad, en lugar de apuntar a la unión en la discrepancia entre ambas realidades, como parece proponer Aguinaga.
No extrañará, pues, al lector, que nosotros -sin que nos detengamos en ningún tipo de análisis diacrónico del pensamiento de nuestro autorpresentemos las diferentes etapas de su formación intelectual como expresiones de un todo armónico con el cual pretendemos constituir un sistema filosófico unitario. Es por ello que proponemos, en el sentido contrario a la exégesis común del pensamiento de Unamuno, la lectura conjunta y armónica de cada una de las mentadas dimensiones de su pensamiento moral, con vistas a verificar cómo ambas se complementan y se prestan mutuo apoyo.
El concepto de “bondad” en la formación del yo-interior
En esta aventura se ve acaso más que en otra alguna cómo era el espíritu de Alonso Quijano, a quien sus virtudes le valieron el sobrenombre de Bueno, el espíritu que guiaba al de Don Quijote, y cómo en la bondad del hombre está la raíz del heroísmo del Caballero. (Unamuno, 1968a, pp. 173-174)
El pensamiento axiológico unamuniano se nos presenta ab initio como un tema casi laberíntico a raíz no solo de su propia organización, sino también de algunas interpretaciones de sus comentadores que, en virtud de sus planteamientos contradictorios, maximizan los problemas inherentes a la propia exégesis del texto unamuniano. Prueba de ello son las posiciones, aparentemente antitéticas, de Barros Dias y Álvarez Turienzo, que abogan bien sea por la omnipresencia del tema en la obra del autor (Cfr. Barros Dias, 2002, p. 149) o bien por su manifiesta escasez (Cfr. Álvarez Turienzo, 1989, p. 235). La justificación de esta muy obvia contradicción hermenéutica radica, hay que afirmarlo, en la propia obra del autor, que al alejarse del conceptualismo clásico, termina por caer en planteamientos más o menos fenomenológicos sobre el tema. No nos extraña, pues, que el primer intérprete, que reflexiona desde el ámbito de la Filosofía de la Educación, considere que el tema moral constituye el epicentro de las preocupaciones filosóficas del autor, mientras que el segundo, más cercano a la Filosofía Moral, tienda a reducir su pensamiento ético al capítulo xi de Del sentimiento trágico de la vida, de 1913, titulado, sugestivamente, “El problema practico”.
Si se tienen en consideración los estudios de Álvarez Turienzo, el pensamiento ético de Unamuno podría dividirse en tres etapas: la primera, ubicada entre los años de 1864 y 1880, correspondería a su periodo de recepción de la cultura tradicional española; la segunda, circunscrita entre los años de 1880 y 1897, sería una época de crítica de dicha cultura, a raíz de la adhesión intelectual del autor al ideario filosófico del cientificismo progresista de Spencer y Taine; y la tercera, desde 1897 hasta 1936, correspondería a su época de madurez intelectual, cimentada en torno a la categoría de “subjetividad individual”. En esta última etapa, conviene subrayarlo, Unamuno se ha acercado intelectualmente a autores como san Pablo, san Agustín, Lutero, Pascal y Kierkegaard, que lo han alejado de forma definitiva de su positivismo inicial (Cfr. Álvarez Turienzo, 1989, p. 248). Pues bien, a partir de dicha división, que aceptamos como buena, se verifica por lo pronto que el pensamiento ético-normativo de nuestro autor podría estructurarse, desde una perspectiva hermenéutica, en torno a los conceptos de “heteronomía” y “autonomía” de la “ley moral”. Y en efecto, si se mira bien, tanto en el primer periodo, que Unamuno pretendió cristalizar en sus Recuerdos de niñez y mocedad, de 1908, como en el segundo, el de los ensayos que componen su En torno al casticismo, publicados en 1895, la moralidad se halla polarizada a partir de un principio externo a la propia “conciencia individual”: en el primer caso, se trata de “Dios”; y en el segundo, del concepto de “intrahistoria”. Solo a partir de 1897, a raíz de su primera crisis espiritual, se operará una honda transformación dentro del pensamiento unamuniano, que pasará a estructurarse a partir del concepto de “subjetividad individual”. En lo que concierne al tema, quisiéramos subrayar que la “autonomía moral” defendida por Unamuno a partir de 1897, y que da origen a obras como Vida de Don Quijote y Sancho, de 1905, o Del sentimiento trágico de la vida, de 1913, no supone una ruptura con respecto a su pensamiento anterior, sino que, a contrario sensu, lo integra como humus fundacional de su pensamiento axiológico; el “hombre individual” es el centro de la acción moral, es cierto, pero en el hombre unamuniano la moralidad no arranca del “individuo aislado”, sino de la “comunidad espiritual” de la cual forma parte, o, dicho de otro modo, el hombre unamuniano no crea sus pautas axiológicas a partir de cero, sino que tiene siempre en cuenta el “espíritu del pueblo”, que en Unamuno es, hay que subrayarlo, casi coextensivo a la “religión popular española”. Ahora bien, dado que no constituye el objetivo de nuestro estudio el análisis cronológico de la obra del autor, nos centraremos en su periodo de madurez, con el objetivo de determinar los postulados ético-educativos que Unamuno propuso para la formación espiritual de su pueblo.
La “ética autonómica” de Unamuno se basa en tres vértices fundamentales: (1) en el “sentimiento”, (2) en el “deseo de inmortalidad” y (3) en la “duda” (Cfr. Unamuno, 1969, p. 263). A partir de la formación filosófica del autor, la “facultad del sentimiento”, de cuño romántico, pronto se estableció como eje fundacional de su sistema filosófico y, por ende, de su pensamiento moral, colocándose, en razón de ello, en las antípodas de la filosofía y moral ilustradas de Kant, que están polarizadas en torno a la “facultad de la razón”. Para el rector salmantino, el “sentimiento moral” arranca del “sentimiento de nuestra mortalidad”, esto es, de la intuición congojosa de la estructura temporalmente finita de la vida humana (Cfr. Unamuno, 1968a, pp. 209-210). Fue bajo este horizonte filosófico que Unamuno hizo la recepción de la doctrina spinoziana del conatus (contenida en las proposiciones 6-9 de la Parte iii de la Ética), que tiene, como es bien sabido, un papel decisivo en la formación de su pensamiento, ya que el hombre unamuniano, siendo constitutivamente “deseo de inmortalidad”, no puede dejar de angustiarse y de rebelarse en contra de su ocaso existencial; y este hecho nos permite también percibir un paralelo muy evidente entre su pensamiento y el de Schopenhauer, por lo menos en lo que toca a la identificación del concepto de “conciencia” con los de “dolor” y “voluntad”. Finalmente, la “duda” constituye el último eje del pensamiento ético de Unamuno. Para el bilbaíno, la pistis y la gnosis no pueden fundirse en una síntesis integradora al modo hegeliano, sino que se oponen más bien en lo que toca a la aspiración vital del hombre unamuniano. En contra de lo que pudiera parecer, la “duda unamuniana”, de carácter existencial en su acepción axiológica, se ubica en las antípodas de la “duda teórica” de Descartes, por dos motivos: en primer lugar, porque la “duda unamuniana” se sitúa en el seno del sistema filosófico del autor mientras que la “cartesiana” se halla en la antesala del mismo, y después porque, como ya hemos indicado, la unamuniana es de carácter “existencial” mientras que la cartesiana es eminentemente “teórica”. Ahora bien, fue a partir de estos tres vértices de su pensamiento moral que el rector salmantino determinó sus dos más importantes postulados ético-educativos: en primer lugar, exhortó a su pueblo a que encarnase en sentimientos, ya que cuando están en cuestión las relaciones intersubjetivas, es el “sentimiento”, y no la “razón” o las ideas que uno posee, lo que permite fomentar relaciones interpersonales empáticas de tolerancia y concordia; y, en segundo lugar, exhortó a sus conciudadanos a que adoptasen una conducta moral no fundamentalista (Cfr. Unamuno, 1966, p. 1262), en la medida en que el “escepticismo radical” que supone la concreción de la aspiración vital de inmortalidad no permite conductas éticas inflexibles sino reflexivas y conscientes de la limitación de sus supuestos o fundamentos filosóficos. Unamuno expresó estos dos postulados así:
(1) Hay en los pueblos un santo y sano instinto a no prendarse más que de hombres que encarnan en sentimientos. Saben que no es conciencia fecunda la conciencia que no sea personal. Recogeos, pues, a estudiar, pero sin dejar la acción. (Unamuno, 1971, p. 73)
(2) El que basa o cree basar su conducta -interna o externa, de sentimiento o de acción- en dogma o principio teórico que estima incontrovertible, corre riesgo de hacerse un fanático, y, además, el día en que se le quebrante o afloje ese dogma, su moral se relaja. […] // Pero al que cree que navega, tal vez sin rumbo, en balsa movible y anegable, no ha de inmutarle el que la balsa se le mueva bajo de los pies y amenace hundirse. Éste tal cree obrar, no porque estime su principio de acción verdadero, sino para hacerlo tal, para probarse su verdad, para crearse su mundo espiritual. (Unamuno, 1969, p. 263)
Si es cierto, como lo subraya Álvarez Turienzo, que Unamuno no nos propone una “moral deontológica” ni “teleológica” (Cfr. Álvarez Turienzo, 1989, pp. 251-252), sino más bien una moral de corte esencialmente “existencial”, donde el “hombre” es llamado, bajo la inspiración kierkegaardiana, a formar su “alma” o, si se quiere, su “personalidad” a partir de las nociones de “responsabilidad” y “libertad” (Cfr. Ferraro, 2003, p. 129), no deja de ser igualmente cierto que esa misma moralidad de carácter existencial se halla estructurada en torno a un conjunto mínimo de principios deontoteleológicos que expresan una actitud vital. De este modo, si desde un “enfoque teleológico” la finalidad de la moralidad unamuniana radica en la formación y “salvación de la personalidad humana”, desde un enfoque “deontológico”, los medios conducentes a materializar dicha finalidad se basan en la concreción de un “imperativo existencial” que Unamuno, en su Del sentimiento trágico de la vida, de 1913, apoyándose en sus lecturas de Kant, determinó en los siguientes términos: obra de tal modo como si tu muerte fuese una injusticia (Cfr. Unamuno, 1969, p. 264). En lo que concierne al tema, cabría puntualizar tan solo que en la reformulación que Unamuno propuso del “imperativo categórico” kantiano hay un dato particularmente significativo que se consustancia en el siguiente supuesto: si en Kant es la “razón” la que determina en exclusiva la “voluntad”, con vistas a que una “acción” transite del terreno de la “legalidad” hacia el de la “moralidad”, en Unamuno, por el contrario, una “acción moral” solo lo es verdaderamente si la “voluntad” es determinada en exclusiva por el “sentimiento” o, si se quiere, por el sentimiento de mortalidad personal (Cfr. Unamuno, 1970, p. 855):
¿Cuál es nuestra verdad cordial y antirracional? La inmortalidad del alma humana, la de la persistencia sin término alguno de nuestra conciencia, la de la finalidad humana del Universo. ¿Y cuál es su prueba moral? Podemos formularla así: obra de modo que merezcas a tu propio juicio y a juicio de los demás la eternidad, que te hagas insustituible, que no merezcas morir. O tal vez así: obra como si hubieses de morirte mañana, pero para sobrevivir y eternizarte. (Unamuno, 1969, p. 264)
Fue a partir de este supuesto teórico que Bonete Perales afirmó, aunque lo hiciese de forma parcial, que la “muerte” constituye el criterio axiológico por excelencia para juzgar si una determinada acción es o no moral (Cfr. Bonete Perales, 2000); y dicha tesis es tanto más acertada cuando el Obermann, de Senancour -y su sentencia “el hombre es perecedero. Puede ser, mas perezcamos resistiendo, y si es la nada lo que nos está reservado, no hagamos que sea esto justicia” (Unamuno, 1969, p. 264)-, y el Mefistófeles, de Goethe -que afirma demoniacamente que “todo lo que nace merece hundirse” (1969, p. 264)-, se presentan a Unamuno como los dos modelos de moralidad e inmoralidad por excelencia. Así pues, no nos extraña que según Unamuno, Don Quijote sea también un modelo de moralidad -el español, se entiende- y que, por ende, pueda establecerse como un criterio ético de moralidad en la medida en que su acción es un reflejo de la lucha vital, irracional y desesperada en contra de la disolución de la existencia humana. Empero, en Unamuno la “muerte” o la “inmortalidad” no constituye el único criterio de moralidad, y es en este aspecto en que se equivoca Bonete Perales, ya que hay otro, que también se relaciona con el héroe cervantino. Como es bien sabido, el idealismo ético de don Quijote supone una dualidad onto-cosmológica entre el mundo material y espiritual, y ese hecho condujo a Unamuno a una nueva formulación del concepto de “existencia”, que se estructura en torno a los supuestos teóricos de la “actividad del ser” (Cfr. Unamuno, 1968a, pp. 131-132) y de la “vida como formación de un alma” o, si se quiere, de la “persona humana” (Cfr. Unamuno, 1969, p. 309). Sin embargo, esta nueva concepción de “existencia” no supuso únicamente la reafirmación del concepto unamuniano de “voluntad”, en el cual resuenan las presencias de Schopenhauer -Wille zum Leben- y de Spinoza -conatus essendi-, sino también la categoría onto-gnoseológica de “intrahistoria”, que se identifica en el autor, como es bien sabido, con el concepto romántico de Volksgeist. Esto implica que la concreción del heroísmo quijotesco supone, en conjunto, la afirmación de su “voluntad”, esto es, la lucha contra la muerte, que ha de ser el principio a partir del cual el hombre se hará a sí mismo, y la afirmación del sustrato espiritual del propio pueblo como principio y fin, como alfa y omega de la constitución normativa de la persona humana.
Es por ello que la interpretación que preconiza Cerezo Galán con respecto al tema nos parece tan significativa. En primer lugar, porque interpreta “la elección originaria de sí mismo” a partir de la confluencia de supuestos existencialistas y esencialistas, de tal forma que el hombre unamuniano está llamado a forjar, en la temporalidad de su existir, “su símbolo ideal” a partir de sus raíces intrahistóricas (Cfr. Cerezo Galán, 1996, p. 338); y después, porque dicho hombre, que busca su esencia ideal, no puede ser identificable con “el ‘superhombre’ nietzscheano sino [más bien con] el ‘intrahombre’ cristiano” (1996, p. 340). De este modo, lo eterno en el “hombre”, su “esencia” o “personalidad”, tiene sus raíces en la propia noción de “intrahistoria” tal como ha sido conceptualizada por el autor en los ensayos que componen su En torno al casticismo, publicados por primera vez entre el invierno y la primavera de 1895. Si esta interpretación no está desencaminada, las varias etapas del pensamiento moral unamuniano se conectan entre sí por un nexo de fundamentación teórica, dado que la moral autonómica unamuniana, tan característica de su pensamiento de madurez, supone como fundamento ético la “heteronomía moral” presente en el concepto de “intrahistoria”. Lo que es particularmente significativo, ya que permitió que Unamuno se alejase de la ortodoxia católica a favor de un cristianismo evangélico más cercano al propio pueblo. Y si esto es así, dos son los criterios de moralidad y otros dos son los postulados educativos presentes en la obra unamuniana: en primer lugar, la exhortación a la anticipación de la muerte, ya que solo a través de la misma el “hombre” puede percibir la “vanidad de su ser” y la necesidad de constituir su personalidad en torno al bien moral; y después, la exhortación al conocimiento del “espíritu del pueblo”, ya que solo por participación en el mismo, al modo de las ideas platónicas, como sostiene con mucho acierto el susodicho comentador, cada individuo puede realizar su proyecto ético-existencial (Cfr. Cerezo Galán, 1996, p. 338). Lo cual quiere decir, a guisa de resumen, que en Unamuno la moralidad, al arrancar del horror a la muerte, que se expresa en el deseo irracional de inmortalidad, solo se concreta en términos axiológicos a partir de la tradición espiritual del propio pueblo. Lo que implica dos criterios de moralidad: el de naturaleza existencial, expreso en el imperativo “obra de modo que a tu propio juicio y a juicio de los demás […] no merezcas morir[te] [del todo]”, y el de talante romántico, que podríamos expresar de este modo: obra de tal forma que el ideal normativo de tu pueblo sea, simultáneamente, el sustrato espiritual de tu propio sentir ético. Y es precisamente aquí donde la interpretación unamuniana del concepto de hidalgo como “hijo de sus obras” (Unamuno, 1968a, p. 70) adquiere su pleno sentido, ya que la moralidad inherente al héroe cervantino radica en la voluntad de no morir, inspirada por la realización de obras cuyo contenido moral permita la ascensión de cada hombre al mundo de la fama -o de la inmortalidad histórica-, contenido que ha de hallar su sustrato ético en el sentir moral del propio pueblo, que debe ser apropiado, individualmente, por cada sujeto ético.
Don Quijote discurría con la voluntad, y al decir “¡yo sé quién soy!”, no dijo sino “¡yo soy lo que quiero ser!”. Y es el quicio de la vida humana toda: saber el hombre lo que quiere ser. Te debe importar poco lo que eres; lo cardinal para ti es lo que quieras ser. El ser que eres no es más que un ser caduco y perecedero, que come de la tierra y al que la tierra se lo comerá un día; el que quieres ser es tu idea en Dios, Conciencia del Universo: es la divina idea de que eres manifestación en el tiempo y el espacio. (Unamuno, 1968a, p. 82)
Como hemos afirmado con anterioridad, la moralidad unamuniana supone, bajo la influencia del movimiento romántico, la inversión del pensamiento ilustrado de Kant. Si en Kant la “buena voluntad” solo es activa en el sujeto moral cuando la “voluntad” está determinada en exclusiva por la “razón”, al revés, en Unamuno las acciones humanas solo tienen carácter de moralidad cuando están determinadas exclusivamente por el “sentimiento”. Dentro de este cuadro teórico-conceptual, a partir del traslado de la reflexión moral del “objeto” al “sujeto ético” (Cfr. Unamuno, 1970, p. 820), Unamuno propuso una distinción conceptual entre el “hacer el bien” y el “ser bueno” (Cfr. Unamuno, 1966, pp. 1207-1208), que lo llevó a relativizar las acciones morales a favor de la categoría de “bondad” (Cfr. Unamuno, 1970, p. 821). La importancia que don Miguel concedió a dicha categoría, en cuanto fundamento ético de las acciones humanas, resulta no solo de su convicción de que lo fundamental radica en la “subjetividad humana”, sino también del hecho de que esta constituye la causa final de las acciones morales. Con dicha toma de posición, Unamuno radicalizó de tal forma su pensamiento que terminó por sostener que eran preferibles malas acciones precedidas de buenos sentimientos que, al revés, buenas acciones precedidas de malos sentimientos, lo que abrió paso para que propusiese una distinción teórico-conceptual entre las nociones de “moral” y “religión”, que mantuvo durante todo su pensamiento de madurez (Cfr. Unamuno, 1966, p. 1208; 1969, p. 349). A partir de esta postura, el postulado ético-educativo unamuniano, de talante religioso, se cristalizó en la exhortación a la “bondad”, es decir, a la purificación de la “subjetividad” a través del sentimiento de mortalidad personal, capaz de purificar la voluntad humana a partir del concepto de “compasión”:
(1) Ahora medito mucho en el problema de la gracia y el libre albedrío (lo formulo a la antigua) y recuerdo aquel estupendo pasaje de [Dostoyeski] en que un pobre borracho, padre de una puta, dice que en el último juicio les dirá el Padre: venid, benditos, y entrad en mi reino porque no os habéis creído dignos de él. Es más religioso (doy a esto forma paradójica) sentir bien y obrar mal que sentir mal y obrar bien (¿Cabe sentir mal?) Reconocer la propia miseria y pedir gracia; he aquí todo. (Carta de Unamuno a Pedro Corominas, Salamanca, 15.XII.1899, Archivo CMU, texto dactilografiado)
(2) No es lo mismo obrar el bien que ser bueno. No basta hacer el bien, hay que ser bueno. No te basta tener hoy en tu activo más buenas obras que ayer, es preciso que seas hoy mejor que ayer eras. En rigor, ¿qué obras buenas son esas que al acumularse y añadirse unas a otras no te han mejorado? Buenas obras que al atesorarse en ti no te mejoran, son vanas buenas obras de vanidad aparentes. (Unamuno, 1970, pp. 819-820)
Dentro del pensamiento unamuniano, y en relación directa con el concepto de “bondad”, se presentan las nociones de “conciencia” e “intención”, cuya relación no es meramente accidental sino esencial, en virtud de que en Unamuno el “sujeto ético” se constituye como eje fundacional de su concepción de moralidad. Asimismo, para don Miguel cada “acción moral” deberá ser siempre “consciente” puesto que no hay moralidad sin conciencia. Esta idea está presente en su ensayo “La santidad inconsciente”, de 1915, cuando nuestro autor, en las antípodas del poeta portugués Guerra Junqueiro, se opuso a la identificación de los conceptos de “santidad” e “inconsciencia” (Cfr. Unamuno, 1968b, pp. 1057-1058). Y dicha toma de posición es tanto más significativa cuanto que, en términos educativos, Unamuno pretendía combatir las elevadas tasas de analfabetismo de su España finisecular. Por ello, su posición ético-educativa fue siempre la de la lucha constante por la educación del pueblo, con vistas a que su patria no se convirtiera en un limbo. Esta misma postura puede encontrarse ya en su ensayo “Sobre el fulanismo”, de 1904, donde Unamuno afirmó que la moralidad de las acciones crece en directa proporcionalidad a la conciencia de las mismas (Cfr. Unamuno, 1966, p. 1106), lo cual implica que nuestro autor se ubica dentro del seno de las “éticas de la conciencia”, como puede verse en las siguientes palabras:
Y te repito que hay que acabar con eso de la santidad inconsciente. El que llaman santo inconsciente no es más que un imbécil, y el que llaman héroe inconsciente un bruto, y nada más que un bruto. Y no necesitamos ni imbéciles ni brutos. Lo que necesitamos es gente que sepa lo que es. Poetas como Guerra Junqueiro, a sabiendas de que son poetas, que cantan la santidad inconsciente de los poetas, ¡bien!; pero nada de pastores de esos que sean santos sin saberlo. ¡Ante y sobre todo, conciencia, conciencia, conciencia! ¡Todo menos convertir a la Patria en un limbo! (Unamuno, 1968b, p. 1058)
Ahora bien, si es cierto que en Unamuno una “acción moral” para serlo tiene que ser siempre “consciente”, no es menos cierto también que dicha acción solo puede concretarse bajo el concepto de “intención”, que se establece en su pensamiento axiológico como la causa eficiente de las acciones morales. Si se tiene en consideración su ensayo Nicodemo el fariseo, de 1899, pronto se nos hará patente que Unamuno concibe la realidad humana a partir de una escisión radical entre los conceptos “tiempo” y “eternidad” (Cfr. Unamuno, 1969, p. 373). A partir de dicha escisión, el “hombre temporal” surge en Unamuno como el resultado de sus elecciones y acciones externas mientras que el “hombre eterno” se refiere a su raíz ontológica, estructurándose a partir de la categoría de “intención”. Con dicha conceptualización, Unamuno se ha permitido introducir en su pensamiento moral el concepto de “libertad” por oposición al de “necesidad”. Asimismo, si el “hombre temporal”, al estructurarse bajo el horizonte de la “necesidad”, es el resultado de sus elecciones pasadas, presentes y futuras (Cfr. Unamuno, 1970, p. 819), que siendo de naturaleza irreversible le fijan su esencia existencial (Cfr. Unamuno, 1969, p. 372), el “hombre eterno”, el que vive en las entrañas de cada presente intrahistórico, al no estar condicionado por la categoría de la “necesidad”, puede rehacer la “intención” de sus “acciones”. Aquí, el concepto de eternidad utilizado por Unamuno, siendo muy cercano al teorizado en los ensayos que dan cuerpo a su En torno al casticismo, debe ser concebible como el sustrato ontológico que anima el propio presente intrahistórico, en el cual se funden el pasado, el presente y el futuro (1969, pp. 371-372), lo que permite la renovación de la “intención” en cada momento de la existencia humana. De este modo, la propuesta educativa unamuniana, en cuanto heredera de su “subjetivismo ético”, supone una exhortación a la purificación de la “intención” humana puesto que, pese al hecho de que no sean cambiables las “acciones temporales”, lo es la “conciencia ética” que desde la eternidad las animó en el tiempo. En relación con el tema, creemos que es significativo que dicha propuesta unamuniana suponga una concepción negativa de la naturaleza humana en lo que concierne a la inevitabilidad del pecado, como lo demuestra su aceptación tácita de la sentencia paulina “no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero hago, ¡miserable de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?” (1969, p. 374), ya que tal inevitabilidad halla en el hombre eterno, y por lo tanto en la “conciencia intencional”, la posibilidad de su “reconversión existencial”:
Tu hombre carnal, el de la costra mundana, el que se pasea por las miserias, es esclavo. Eres esclavo en tus actos mas no en tus intenciones. Así que obras, queda tu acción sujeta a las cadenas de toda apariencia; así que te produces en el tiempo, a lo irrevertible e irreparable del tiempo se somete tu acción. No es tanto en el hacer cuanto en el querer donde has de buscar tu libertad, porque el espíritu sopla, como el viento, donde quiere, y oyes su sonido sin saber de dónde viene. Intérnate en esa santa libertad, refúgiate en ella de las tiranías de esa costra de tu alma, y así puedes exclamar con el apóstol: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero hago, ¡miserable hombre de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”. Si tus malas obras te asedian oponles tu buena intención y busca en la buena fe sacudirte de ellas. (Unamuno, 1969, p. 374)
La cuestión de la “libertad”, tal como es planteada por Unamuno a lo largo de su extensa obra, exige que sea analizada en contraposición al problema del “determinismo”. Si se analizan con algún detalle sus novelas Paz en la guerra, de 1897, y Abel Sánchez: una historia de pasión, de 1917, percibimos que la referida cuestión está presente en las figuras de Ignacio (Cfr. Unamuno, 1967, p. 110) y Joaquín Monegro (1967, p. 710). Está presente en Ignacio por cuanto este personaje se constituye, de alguna forma, como un símbolo del condicionamiento humano en su dimensión somática, en virtud de su pulsión hacia la concupiscencia. Y está presente en Joaquín Monegro en su dimensión psíquica por cuanto la envidia le destruye toda su vida espiritual. Pues bien, según nuestro parecer, dentro de la obra literaria unamuniana la expresión más contundente acerca del mencionado condicionamiento humano está presente en la locución de Joaquín en que afirma: “Señor, Señor. Tú me dijiste: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’. Y yo no amo al prójimo, no puedo amarle, porque no me amo, no sé amarme, no puedo amarme a mí mismo. ¿Qué has hecho de mí Señor?” (1967, p. 728). Aquí, el lamento del personaje evidencia, desde el primer momento, su condicionamiento espiritual. Sin embargo, la posición unamuniana en relación con el tema no supone la derogación total de la “libertad”, pues si por un lado el autor tiene plena consciencia de que el hombre es un ser condicionado por un conjunto de factores biológicos, psicológicos y culturales, por otro, cree igualmente que el hombre puede superarlos, si no total por lo menos parcialmente, a partir de su “voluntad”, puesto que ser libre es, inmediatamente, querer serlo. Pues bien, al identificar los conceptos de “libertad” y “voluntad”, Unamuno se permitió ubicar una vez más el fundamento de la moralidad en la noción de “intención”. Lo que en términos ético-educativos supone la afirmación de que cada sujeto es tanto más “libre” cuanto más la “bondad” determine su “voluntad”.
-Tú has sido aquí la víctima. No pudiste curarme no pudiste hacerme bueno…
-¡Pero si lo has sido, Joaquín!… ¡Has sufrido tanto!…
-Sí, la tisis del alma. Y no pudiste hacerme bueno, porque no te he querido.
-¡No digas eso!…
-Sí, lo digo, lo tengo que decir, y lo digo aquí, delante de todos. No te he querido. Si te hubiera querido me habría curado. No te he querido. Y ahora me duele no haberte querido. Si pudiéramos volver a empezar… (Unamuno, 1967, p. 758)
En definitiva, para Unamuno cinco son los postulados ético-educativos que deben estructurar la “conciencia moral” del pueblo español. El primero consiste en la afirmación del “escepticismo axiológico” como única forma de superar los fundamentalismos éticos, ya que solo una moral cimentada en la “duda”, sobre su propio fundamento, puede impedir la irrupción de los “dogmatismos axiológicos”. El segundo supone la anticipación reflexiva de la muerte y el conocimiento de la idiosincrasia del pueblo como criterios de moralidad, dado que solo la muerte y el Volksgeist pueden constituirse como criterios axiológicos a partir de los cuales puede establecerse la moralidad o inmoralidad de la “acción moral” del “sujeto ético”. El tercero consiste en la exhortación a la “bondad” en cuanto fundamento ético, ya que solo una “buena voluntad”, y no las “acciones exteriores”, puede constituirse como la base de la moralidad. El cuarto exige la afirmación de la “conciencia moral” puesto que no hay ni puede haber nunca cualquier tipo de “santidad inconsciente”. Y el quinto supone la lucha contra el determinismo somático, psíquico y espiritual, a partir de una “libertad” fundada en la categoría de “voluntad”, puesto que si el sujeto moral desea ser verdaderamente libre, pese a la inevitabilidad del “pecado”, lo será tanto más cuanto que “necesidad” y “libertad” se refieren al “hombre temporal” y “eterno”, respectivamente.
El concepto de “obra” en la formación del yo-exterior
El satánico yo es dañino mientras lo tenemos encerrado, contemplándose a sí mismo y recreándose en esa contemplación; mas así que lo echamos afuera y lo esparcimos en la acción, hasta su soberbia puede producir frutos de bendición. (Unamuno, 1966, p. 1212)
Los conceptos de “obra” y de “imposición mutua” coronan el pensamiento moral unamuniano y son expresiones de la “exteriorización” del “sujeto ético”. Si los conceptos de “conciencia” e “intención”, que hemos analizado en el apartado anterior, se vinculaban con el aspecto más subjetivo de la ética del autor, al revés, los conceptos de “obra” e “imposición mutua” se refieren a la parte más objetiva de la misma. Podría afirmarse, en razón del vínculo que hermana los temas de la “ética” y la “personalidad”, que la moral unamuniana participa de una doble dimensión, que esos temas consustancian los conceptos de “interiorización” y “exteriorización” del “sujeto moral” o, si se quiere, las categorías onto-gnoseológicas de “intrahistoria” y de “historia”. En el paso de una a otra dimensión, nos parece ineludible la influencia de Thomas Carlyle, sobre todo en lo que concierne a la afirmación del concepto de “obra”.
Tomás Carlyle, en el capítulo xi, “Trabajo”, del libro tercero de su Pasado y presente (Past and Present), dice: “El último Evangelio en este mundo es: conoce tu obra y llévala a cabo. “¡Conócete a ti mismo!” Largo tiempo te ha atormentado ese tú mismo; jamás llegarás a conocerlo, estoy seguro. No es tu tarea la de conocerte a ti mismo; eres un individuo incognoscible; conoce lo que puedes obrar, y óbralo como un Hércules.” Tales son las palabras de Carlyle, de quien algunas veces he tomado sentencias, pero siempre citándole en tales casos, para que lo sepan los badulaques que hablan de él y de mí sin haberlo leído. (Unamuno, 1966, p. 1211)
En relación con el tema, nos parece bastante significativo el vínculo que el autor estableció entre el concepto de “obra” y las nociones de “humildad” y “soberbia activa”. Para Unamuno, el “obrar” constituye el mayor acto de “humildad” (Cfr. Unamuno, 1966, pp. 1211-1212), en la medida en que cada “individuo” se constituye como “persona” en relación con la sociedad en que singularmente se inscribe y de la cual recibe su esencia espiritual. De esta forma, cada obra individual tiende a aumentar la espiritualidad de la sociedad, es decir, su idiosincrasia propia o, si se quiere utilizar la terminología hegeliana, su Volksgeist. No nos extraña, pues, que el autor entienda el concepto de obra como un acto de humildad ética. La radicalización del pensamiento unamuniano surge cuando el autor identifica el concepto de “obra” con el concepto de “soberbia activa”, y exhorta a sus conciudadanos a la misma como ideal axiológico. Si en términos filológicos la “soberbia” tiene una connotación muy peyorativa, ya que según la Real Academia Española dicho término significa la “altivez y [el] apetito desordenado de ser preferido a otro”, en Unamuno dicho concepto, al escindirse en “soberbia activa” y “pasiva”, pierde la mencionada carga negativa para metamorfosearse en un concepto muy positivo. Para el rector salmantino, la “soberbia activa” es la actitud moral que permite que cada sujeto ético realice una obra capaz de aumentar el espíritu de su comunidad espiritual:
La mala es, en efecto, la soberbia ociosa, la que se limita a la propia contemplación y a repetir el “¡si yo quisiera!…”. Mas desde el momento en que, persuadido uno de su superioridad, se lanza a obrar y desea que esa superioridad se manifieste en obras, cuando su soberbia pasa de contemplativa a activa, entonces pierde su ponzoña, y hasta puede llegar a ser, y de hecho llega a ser muchas veces, una verdadera virtud, y virtud en el sentido más primitivo, en el etimológico de la palabra virtus, valor. Soberbia cuyos fundamentos se ponen al toque de ensayo y comprobación de los demás, deja de ser algo malo. La soberbia contemplativa es la que envenena el alma y la paraliza. La activa, no. La mala es la soberbia del que por no ver discutida, o aun negada, su superioridad, no la pone a prueba. La lucha purifica toda pasión. (Unamuno, 1966, p. 1211)
El concepto de “obra” tal como es concebido e interpretado por el propio autor en su Vida de Don Quijote y Sancho, de 1905, es decir, en la relación que establece con la formación de la identidad humana (Cfr. Unamuno, 1968a, p. 70), permite que cada individuo, en cuanto “hijo [natural] de sus obras”, se constituya como un ser único e insustituible. En este aspecto, la particularidad de la reflexión unamuniana estriba en la inflexión que hace del mencionado concepto para el campo de los oficios, donde cada “individuo” debe, apoyándose en su “trabajo”, intentar inmortalizarse a partir de su “acción moral” (Cfr. Unamuno, 1970, p. 616). Asimismo, a través del ejercicio ético-laboral, cada “hombre” debe formar su esencia espiritual o, si se quiere, su “personalidad”. La importancia de dicho planteamiento se hace sentir, por de pronto, si se conecta con los fundamentos ontológicos de la antropología del autor. Si, como es bien sabido, el hombre unamuniano es animado en términos ontológicos por una tensión originaria de persistencia y si, desde un enfoque espiritual, esta solo se logra con la formación de una personalidad única e insustituible, entonces el “desarrollo moral” de un determinado “oficio” es fundamental para la formación de la identidad de cada individuo. Para el rector salmantino, la realización de los “oficios” tiene tres grados de moralidad conformes a los motivos que impulsan al sujeto-ético. El nivel más bajo de la jerarquización axiológica es el económico, y consiste en la realización de un oficio con vistas a la autosubsistencia material. El nivel intermedio es el estético, e identifica la realización del mismo con la categoría de lo bello, con vistas a la adquisición de fama y prestigio. Y el nivel más elevado es el religioso, en el cual los conceptos de “oficio” y “persona” se conectan de tal forma que la formación e inmortalización de cada sujeto ético queda vinculada a la realización axiológica de su oficio.
(1) Y hay quien puede decir: “Yo consumo producción”. ¡Feliz el trabajador para quien es la mayor recompensa su trabajo! Aunque tenga, en otro sentido, que vivir de él, aunque tenga que preocuparse con su trabajo [sic] medios para poder seguir trabajando, para llevar adelante su obra, que es la eternidad de su alma. (Unamuno, 1970, pp. 616-617)
(2) Aquí tenéis un zapatero que vive de hacer zapatos, y que los hace con el esmero preciso para conservar su clientela y no perderla. Ese otro zapatero vive en un plano espiritual algo más elevado, pues que tiene el amor propio del oficio, y por pique y pundonor se esfuerza en pasar por el mejor zapatero de la ciudad o del reino, aunque esto no le dé ni más clientela ni más ganancia y sí solo más renombre y prestigio. Pero hay otro grado aún mayor de perfeccionamiento moral en el oficio de zapatería, y es tender a hacerse para con sus parroquianos el zapatero único e insustituible, el que de tal modo les haga el calzado que tengan que echarle de menos cuando -“se les muera”, y no solo “se muera” - y piensen ellos, sus parroquianos, que no había haberse muerto. (Unamuno, 1969, p. 270)
Las implicaciones éticas de su concepto de “obra” culminan con la noción de “imposición mutua”. En este aspecto, se hace sentir la influencia de Darwin (Cfr. Unamuno, 1971, p. 261) y de Rolph (Cfr. Unamuno, 1966, p. 1131) en lo que respecta al vínculo que la ética unamuniana mantiene con el concepto de “lucha por la vida” (Cfr. París, 1989, p. 144). Si en Unamuno el conatus essendi es la característica mayor de la naturaleza humana y si para concretarse en términos espirituales, el espíritu de cada sujeto ético debe sobrevivir después de su muerte biológica, entonces cada individuo necesita imponerse de tal forma que se perpetúen rasgos de su personalidad en sus semejantes. Podría pensarse que el cuadro teórico-conceptual inherente a la construcción del pensamiento ético del autor supone una “actitud egoísta” y “beligerante”. Sin embargo, pese a su apariencia conceptual, la ética unamuniana supone una dimensión señaladamente “altruista”, dado que en Unamuno la “defensa de la identidad” es al mismo tiempo una “defensa de la alteridad”. A este propósito quisiéramos puntualizar, tan solo, que siendo el hombre simultáneamente un producto y un productor de cultura (Cfr. Unamuno, 1966, p. 996), la “imposición mutua” no representa únicamente la posibilidad de que cada individuo pueda inmortalizarse, sino también la posibilidad de que su comunidad o país se desarrolle en términos espirituales puesto que cada individuo, al trasmitir su espíritu, aumenta el espíritu de sus semejantes y, por ende, de la comunidad en que se inserta. Fue a partir de dicho supuesto antropológico, como nos lo sugiere su ensayo “Verdad y vida”, de 1908, que Unamuno terminó por proponer una reconfiguración del Decálogo bíblico, trasformando sus fórmulas negativas, puramente prohibitivas, en fórmulas positivas e invasoras, puesto que solo a través de estas últimas el espíritu individual y colectivo, de los individuos y los pueblos, podría desarrollarse en sus acciones y reacciones recíprocas (Cfr. Unamuno, 1968a, p. 264):
Con una moral agresiva, tratando cada cual de imponerse y no de conservarse, esforzándose por perpetuarse y eternizarse, así es como se han realizado todos los adelantos, así es como se ha cumplido el progreso. (Unamuno, 1971, p. 262)
Quisiéramos terminar el presente capítulo con la exposición de la postura unamuniana con respecto a las éticas estoica y epicúrea. Si se tiene en consideración su Diario íntimo, de 1902, para Unamuno ambas actitudes axiológicas son el resultado de una moral filosófica “puramente racional”, de la cual se aleja en virtud de que su formación filosófica sea más cercana al vitalismo y romanticismo de la segunda mitad del siglo xix (Cfr. Unamuno, 1970, p. 835). A partir de dicha toma de posición, el rector salmantino publicó en 1916, es decir, tres años después de su Del sentimiento trágico de la vida, su ensayo “El deber y los deberes”, en el cual se propuso comentar las actitudes morales estoica y epicúrea. Fue por ello que en el ensayo, teniendo en consideración a Kant, criticó la moral del “imperativo categórico”, la moral de las puras formas, a favor de los pequeños deberes concretos y llenos de contenido de base cristiana. En el centro de la crítica unamuniana al filósofo de la ilustración alemana radica el vínculo moral que Unamuno establece entre los conceptos de “deber” y “felicidad”, puesto que interpretados kantianamente, en sus acepciones puramente formales, suponen el sacrificio de las felicidades individuales y concretas a favor de una concepción ideal de la felicidad (Cfr. Unamuno, 1969, p. 605). Para ejemplificarlo, Unamuno se refirió a la Inquisición católica, que bajo el deber absoluto de “salvar almas ajenas” se propuso “matar herejes” (1969,
p. 606). El mismo parecer negativo le mereció el hedonismo. Para Unamuno, el “deber por el deber” era tan despreciable como la búsqueda del “placer por el placer”. En relación con este último aspecto, en su ensayo “Recuerdos y ensueños”, de 1925, no dejó de criticar la tendencia de la búsqueda desenfrenada del “placer”, que invadió los pueblos europeos después de la Primera Guerra Mundial (Cfr. Unamuno, 1970, p. 616). Empero, esta misma posición ya la había defendido, hay que subrayarlo, en sus ensayos “Sobre la lujuria” y “Sobre la pornografía”, ambos de 1907, cuando se propuso criticar el “sensualismo transpirenaico” que empezaba a esparcirse por las ciudades españolas de mayor densidad poblacional, como Madrid y Barcelona. Para don Miguel, el “desnudo”, tanto en el teatro como en el cine (Cfr. Unamuno, 1968a, p. 316), era una consecuencia de la estrechez de espíritu que debería combatirse. Fue por ello que juntó su voz a la de Maeztu a favor de la creación de una “Liga antipornográfica” (1968a, p. 324).
Si no estamos desencaminados, en los cimientos de la mencionada crítica del autor a las posiciones tanto estoica como epicúrea, no puede dejarse de percibir la afinidad intelectual sentida por Unamuno con respecto a los fundamentos de la moral cristiana (Cfr. Unamuno, 1969, p. 265). Sin embargo, como lo pone de relieve Díaz-Peterson, Unamuno no ha dejado de criticar en numerosos pasajes de su obra el catecismo del P. Astete, sobre todo en lo que concierne a su defensa de una “fe dogmática” (Cfr. Díaz-Peterson, 1995, pp. 13-20); crítica que tuvo como consecuencia más relevante, como lo subraya Anna Hamling, su condena post mortem por herejía, llevada a cabo por el obispo de Salamanca Enrique Pla y Deniel (Cfr. Hamling, 1999, pp. 51-52). Asimismo, la “moral cristiana” en que Unamuno se apoya debe ser pensada como la moral que brota de la tradición espiritual española, que se vertebra en torno a la figura de Jesucristo, y no tanto como la moral subyacente al pensamiento escolástico y que es defendida por la Iglesia católica.
En definitiva, desde la perspectiva de la “exteriorización” del “sujeto moral”, dos fueron los postulados ético-educativos que el rector salmantino propuso para la regeneración de su España finisecular: en primer lugar, propuso el concepto de “obra” y, después, el de “imposición mutua”. Para Unamuno, cada “hombre” debería tener como su primera preocupación moral la formación de su espíritu o, si se quiere, de su “persona”. Para ello debería activarse el concepto de “obra” ya que solo a través de sí mismo cada individuo podría constituirse como un ser único e insustituible. En este aspecto, hay que subrayarlo, la posición del autor será la de afirmar los oficios como la conditio sine qua non de la formación de la persona humana, confiriéndoles varias dimensiones éticas en consonancia con sus grados de moralidad: el económico, el estético y el religioso. Empero, el concepto de “obra” expresa tan solo el primer deber moral del hombre unamuniano, ya que directamente correlacionado con el mismo surge el concepto de “imposición mutua” que, concretándose a partir del conatus essendi, implica el fomento de la espiritualidad o de la personalidad de los demás y, por ende, de la comunidad espiritual. Asimismo, los conceptos de “obra” e “imposición mutua” son dos nociones señaladamente correlativas e interdependientes. Si por la primera el sujeto ético puede constituirse a sí mismo a partir de sus acciones axiológicamente positivas, por la segunda los demás pueden, igualmente, desarrollar sus propias personalidades a través de la recepción de los rasgos espirituales de cada sujeto ético. O sea, a través del concepto de “obra” el sujeto moral tiene la posibilidad de formar su “yo-externo”, que después de imponérselo a los demás, terminará por constituirse en alimento espiritual del “yo-interno” de cada individuo de su comunidad espiritual.
Conclusiones
Después de nuestro recorrido por el pensamiento moral unamuniano, verificamos que, a pesar de sus muchos conceptos apenas delineados, don Miguel tiene una visión clara -clarísima, diríamosacerca del sentido último de la existencia humana, del origen del bien moral y de los criterios de moralidad de cada acción ética.
Su dualismo antropológico y sus consecuencias ético-normativas son quizás su mayor aportación al campo de la filosofía moral. La distinción entre “yo-interior” y “yo-exterior”, así como sus nociones respectivas de “bondad” y “obra” nos parecen fundamentales para determinar un pensamiento axiológico mínimamente consistente tanto más cuanto que tales nociones se conectan con sus sui generis concepciones de “tiempo” y “eternidad”. A este propósito, la “intención”, conceptualizada como viviendo en las entrañas de la “eternidad intrahistórica”, permite la “reconversión existencial” del sujeto ético que ve la fijación de su “persona” en el “tiempo irrevertible”.
Convencido, en la línea de Dostoievski, de que la raíz del problema ético radicaba en los malos sentimientos, propuso la distinción entre “ser bueno” y “hacer el bien”, mostrando que era preferible la primera realidad con sacrificio de la segunda que a la inversa. Y después de haber puesto el fundamento moral en la buena voluntad, se dirigió a los oficios y al concepto de “obra” como condición de posibilidad de la formación de la persona humana. Lo que es tanto más significativo cuanto que de la mano de Carlyle consideró imposible el conocimiento del “yo-íntimo” de cada individuo. Asimismo, aunque sea incognoscible para siempre lo que uno es en su realidad nouménica, queda lo que uno quiere ser y las obras conducentes para la concreción de dicho deseo moral.
No quisiéramos terminar la presente reflexión sin subrayar, por último, que a pesar de que Unamuno no lo haya explicitado, los conceptos de “bondad” y “obra” son correlativos. Porque si la “bondad” ha de purificar los sentimientos humanos con vistas a la realización de “buenas obras”, así también las “buenas obras” han de purificar los sentimientos humanos con vistas a que el “yo-íntimo” se purifique del “mal moral”