Introducción
La reparación de estructuras arquitectónicas con el fin de conservar sus condiciones de uso es un hecho regular a lo largo de la historia de las edificaciones, sin embargo, la formalización de estas prácticas responde a un proceso extenso en el tiempo, no libre de discusiones teóricas entre los que se muestran partidarios de llevar a cabo labores de mantenimiento regular y otros que en muchos casos defienden la necesidad de la reconstrucción total (Bernardi et al. 3). En la actualidad, con respecto a los edificios que se consideran de valor patrimonial, lo segundo es un hecho impensable, pero ¿cómo se gestionaron a lo largo de su propia historia la conservación y la reparación de tales edificios?, ¿contribuyeron dichas prácticas a garantizar su periodo de vida útil?, ¿se puede considerar que las intervenciones de esta naturaleza son parte de su patrimonio técnico?
En el caso de las obras de fortificación, los trabajos de reparación y reconstrucción han sido durante siglos una práctica habitual. Por una parte, se trata de estructuras que por su naturaleza funcional están expuestas a embates físicos de muy diversos tipos de armamento, como también a la acción de las condiciones ambientales propias del lugar en que se construyeron y que responden por lo general a razones de tipo estratégico, sin que en ocasiones sea posible privilegiar las limitaciones del entorno. Así, desde el siglo XVII, algunos autores registraron en sus tratados lo habitual de tales actividades, como en el caso de Baltasar Siscara, quien anotaba que "en las guerras de Catalunya [...] no hay palmo de fortificación que no se haya rehecho muchas veces, con daño inestimable de la Hacienda Real" (Siscara s. p.); otros, como Giacomo Lanteri (78), daban cuenta de los procesos de naturaleza técnica necesarios en la reparación de murallas y baterías, haciendo uso por ejemplo de tierra, fango y tepes.
Por su formación académica y por su práctica profesional, los ingenieros militares debían enfrentarse a numerosas situaciones en las cuales mantener y reparar tanto obras de fortificación como casi cualquier género de obras civiles era parte de su labor habitual. En tal sentido, estudios recientes dan buena cuenta de casos como el de las murallas de Pamplona (Echarri 229), que a lo largo del siglo XVII fueron reconvertidas a los principios de la fortificación moderna sobre la impronta de sus estructuras medievales, o el de las obras defensivas de La Habana (Ramos 73), en el que destaca la reconstrucción del castillo del Morro, a cargo del ingeniero Silvestre Abarca entre 1764 y 1767, sobre la planta original de la misma edificación, diseñada por Bautista Antonelli en 1593, además de varios ejemplos en la propia Cartagena de Indias en torno a los fuertes de San Felipe de Barajas y San Luis (Gámez 45), reconstruidos después de sufrir ataques militares por parte del enemigo.
Por su parte, en el ámbito de las obras civiles, su contribución se ejemplifica en casos como el de la restauración del puente del Diablo, en Martorell, a cargo del ingeniero militar Juan Martín Cermeño (Capel et al. 315; Crespo), llevada a cabo en 1762 sobre el arco principal de la estructura, de origen medieval. También son relevantes los trabajos de mantenimiento y reparación que Sebastián Feringán llevó a efecto en los diques del arsenal de Cartagena del Levante en la segunda mitad del siglo XVIII (Peñalver y Maciá 852), entre otros (Nóvoa 183). Este tipo de trabajos demandaba en la mayoría de los casos una mirada técnica más exigente que la labor misma de edificar sobre una nueva planta, en tanto que se partía de una condición patológica que requería un trabajo previo de evaluación y diagnóstico, a partir del cual se estudiaban las alternativas y se orientaban las tareas de ejecución, con un alto grado de dificultad no solo por su naturaleza misma, sino también por la previsión que se debía tener para no acabar de dañar lo existente.
Ya en cuanto a la manera en que se llevaron a cabo algunas reparaciones en las murallas de Cartagena de Indias en la primera mitad del siglo XVIII, una mirada transversal a su desarrollo permite identificar saberes técnicos relacionados con procesos de esta naturaleza, así como responsabilidades profesionales, modelos organizacionales propios de los artesanos de la construcción y posiciones de carácter institucional. Para esto, se describirá y analizará el caso de una serie de recomendaciones e intervenciones llevadas a cabo durante casi un siglo en las cortinas que conformaban la Muralla Real o frente de la Marina, situada de manera frontal al mar Caribe, en el sector noroccidental de la ciudad. Como fuente documental se privilegiarán los planos relativos a las obras de reparación y reconstrucción de esta estructura, elaborados por los ingenieros militares a cargo, además de los informes manuscritos que amplían las descripciones sobre las consideraciones técnicas que se tuvieron en cuenta para los diseños y las obras.
Daños y primeras intervenciones en la Muralla Real
Las primeras obras defensivas proyectadas para Cartagena de Indias suelen fecharse en torno a 1586, con la llegada del ingeniero militar Bautista Antonelli, quien diseñó la traza de la muralla que había de rodear el núcleo urbano, dotada de trincheras, fosos, revellines y baluartes, conforme a las normas de la poliorcética renacentista. Las obras de construcción se iniciaron en 1602 (Zapatero, Historia 54) y estuvieron a cargo del ingeniero Cristóbal de Roda, posteriormente reemplazado por el maestro mayor Lucas Báez. Sin embargo, prácticamente desde el inicio de las obras se advirtió sobre la manera en que la fuerza de los vendavales inundaba las zanjas para los cimientos, tiraba al suelo los muros de piedra y arruinaba los andamios de madera dispuestos para su reparación.
La agresividad del mar se hizo siempre más evidente en el tramo de la muralla comprendido entre los baluartes de Santa María -llamado originalmente Santo-domingo (Segovia 51)- y Santa Catalina, entre los que se fueron construyendo los de La Cruz, San Carlos, La Merced y Santa Clara, que en conjunto constituían la Muralla Real o de la Marina, de casi 1 350 m de longitud (figura 1). Tal condición se puede atribuir a su exposición frontal a la acción del viento y el oleaje del mar Caribe, caracterizado por fuertes vendavales en ciclos regulares a lo largo del año.
La primera referencia a la necesidad de reparar la Muralla Real de Cartagena de Indias aparece en un plano fechado en 1665 y firmado por Juan de Hita, en el cual se presenta un diagnóstico del ruinoso estado en que ella se encontraba y se incluye una propuesta de recalce de las cimentaciones existentes empleando sillares nuevos de gran tamaño, cortados de forma regular (figura 2). Adicionalmente, se planteaba la necesidad de dar una solución a largo plazo del problema mediante la construcción de una escollera sumergida situada a suficiente distancia de la base de la muralla, con el fin de evitar la acción erosiva del mar.
No se tiene noticia de que la Corona española haya llevado a cabo entonces las obras de reparación de la muralla conforme a este proyecto; por el contrario, un nuevo diseño con los mismos fines fue redactado en 1668 por Francisco Ficardo (AGI, MP, P, 253) y otro más en 1689 por Juan Bautista de la Rigada (AGI, MP, P, 115). Así, cuando se produjo el ataque del barón de Pointis a Cartagena de Indias en 1697, al deterioro causado por la naturaleza en su más inmediata obra de defensa, se sumaron las voladuras con pólvora provocadas por los soldados franceses en los baluartes de Santa María y Santa Catalina. Por otra parte, en 1713 y 1714 se presentaron sendos temporales que terminaron de derribar los baluartes y las cortinas que se construyeron en el siglo XVI.
El ingeniero Juan de Herrera y Sotomayor lideró entonces un plan de obras de reparación y reconstrucción, sobre la base de un detallado informe que él mismo remitió al virrey príncipe de Santo Buono en 1716 (Laorden 107) y que habría de desarrollar en una serie de planos en los que se hace alarde del manejo de las técnicas constructivas que debían ponerse en práctica para su rehabilitación (Marco 227). El primero de ellos, fechado en 1721 (figura 3) y firmado por Herrera y Sotomayor junto al también ingeniero Alberto Mienson, da una idea general de la extensión de la muralla que se debía reconstruir, comprendida entre los baluartes de La Cruz y Santa Catalina, soportada en una serie de contrafuertes escalonados, levantados sobre su cara interior. En esta solución pudo haber sido importante la experiencia que Mienson había tenido dos años antes cuando participó en el diseño de la denominada muralla del Vendaval de Cádiz, arruinada también a causa de la socavación de sus cimientos debido al oleaje (Muñoz y Tejedor 693).
El detalle de la solución técnica quedará desarrollado en un plano fechado un año después (figura 4) y firmado también por Herrera y Sotomayor, en el que se muestran (haciendo uso de una perspectiva paralela) los contrafuertes escalonados de base trapezoidal que debían levantarse a la espalda de las cortinas, así como los lienzos de muralla que hacía falta construir, dotados con la inclinación habitual de su cara exterior en proporción 1:5, asentados a su vez sobre sillares o cepas que debían ponerse por debajo del nivel medio del mar con el fin de resistir la acción del oleaje. En el dibujo, siguiendo las reglas de la representación, el color rojo indicaba lo que ya estaba construido y el color amarillo, lo proyectado.
Se adoptaba de esta manera una de las soluciones que en la materia aparecía ya explicada en la obra del tratadista francés de la fortificación Antoine Deville (93), por medio de la cual los contrafuertes encargados de dar estabilidad frontal a las cortinas y construidos con sillares, disponían de la mayor cantidad de masa en su tercio inferior, lo que acortaba la altura del centro de gravedad y reducía la cantidad de materias primas usadas en su construcción (Galindo, "El legado técnico" 95). La solución constructiva explicada por Deville (figura 5) será reproducida en otros tratados de fortificación: el francés Georges Fournier (Fournier lám. 34c) incluirá una lámina casi idéntica en su libro publicado en 1649 y el sacerdote español Vicente Tosca (pl. 20) la explicará de forma casi idéntica en el volumen V de su Compendio matemático, publicado en 1712 (Galindo, El conocimiento constructivo 135).
Otro plano del frente de la Marina elaborado, como el primero, en 1721 (figura 6), no solo detallaba la grilla de pilotes de madera que debía emplearse como base de la cimentación de la muralla, sino que introducía como solución duradera al problema producido por la acción del oleaje, la construcción de una escollera cuasisumergida que debía elaborarse en cascotes de piedra confinados entre pilotes de madera y un terraplén para fuerza consolidado entre dicha escollera y la base de la muralla. Soluciones de naturaleza similar también habían sido presentadas en tratados de fortificación publicados previamente, como en el de los italianos Maggi y Castriotto, en el cual se explicaba la manera de usar pilotes o cajones de madera rellenos con piedras como recurso constructivo para las cimentaciones bajo el agua; igualmente, una explicación de este tipo aparece en la obra del ingeniero militar español Cristóbal de Rojas, relacionada con el uso de cajones hechos de tablas con sus juntas calafateadas y en los cuales se vertía mampostería "muy gruessa, y bien ligada, y trabada con sus ligazones". Conocido en el ámbito castellano como "sistema de cajones flotantes", se ponía en práctica cuando debido a la profundidad del lecho, no se conseguía un nivel adecuado del suelo sobre el cual cimentar con firmeza cualquier obra de fortificación.
Sin embargo, la solución de Herrera y Sotomayor para el frente de la Muralla Real en Cartagena de Indias apelaba de manera casi literal al método de gavias o gaviones, explicado por el holandés Samuel Marolois (199) y retomada también por Fournier (Fournier lám. 34a), orientada a salvaguardar una edificación situada a la orilla del mar, de tal manera que sus muros quedaban protegidos de la acción de las olas mediante una escollera artificial levantada con pilotes de madera, amarrados con cuerdas y estacas, y dispuestos en filas para que el espacio residual entre ellos se rellenara con cascotes de piedra suelta (figura 7). Se trataba de una solución de bajo costo, que empleaba materiales locales de fácil consecución, sin que mediaran carpinteros o canteros hábiles, como sí ocurría en el caso de la construcción de los contrafuertes. El ingeniero Herrera y Sotomayor ya había descartado en su informe de 1716 la construcción de una estacada como mecanismo de defensa, debido a la presencia de la broma, un molusco que deterioraba progresivamente los extremos de los pilotes de madera en el término de seis meses (Laorden 107).
La visión del proyecto de Juan de Herrera y Sotomayor se completa con otros tres planos de interés, dibujados por Joseph de Figueroa y fechados en 1725 y 1733 (Zapatero, Historia 89-91), respectivamente, cuando ya el primero había fallecido. En el primero (AGI, MP, P, 129) se da cuenta de la reconstrucción del baluarte de Santa Catalina, representando mediante dos perspectivas paralelas, de tal manera que la primera muestra el estado previo de la estructura, muy deteriorada, y la segunda, su estado terminado; en el otro plano de ese mismo año (AGI, MP, P, 128) aparece la muralla que se estaba levantando entre los conventos de La Merced y Santa Clara y, como en el anterior, se dibujan los cajones de madera construidos en la zona de la playa inmediatamente delante de las caras de los baluartes con el fin de proteger sus fundamentos de la acción del oleaje del mar (Cruz et al. 130).
En el tercer plano (AGI, MP, P, 133) se representa el avance logrado para entonces en la reconstrucción de los lienzos del frente de la Marina entre los baluartes de Santa Clara y Santa Catalina, bajo la dirección de Josep de Herrera y Sotomayor, hijo de Juan. En este documento se revela la fidelidad que los ingenieros militares guardaban a los dictados del proyecto original, al menos en lo que respecta a la geometría y la disposición de los contrafuertes escalonados. Sin embargo, la plaza de Cartagena no tendría en los cinco años posteriores ningún director de ingenieros y fortificaciones, de tal manera que el plan integral de mejoras quedaría prácticamente detenido (Parrón 81).
Desde el punto de vista urbano, la reconstrucción del frente de la Marina tuvo un fuerte impacto en la conformación de las manzanas de los barrios de La Merced y Santo Toribio, ya que al poderse contener de manera efectiva las inundaciones producidas por el mar sobre buena parte del frente noroccidental de la ciudad, se salvaguardaban las plazuelas de La Merced (junto a la iglesia y el convento del mismo nombre) y La Paloma (frente al convento de Santa Clara), así como las propias edificaciones que las circundaban. Quedaría pendiente, sin embargo, la terminación del lienzo de muralla comprendido entre los baluartes de Santa Clara y Santa Catalina, lo cual limitaba el crecimiento del convento de San Diego sobre su propio predio, que sería usado durante varios años como campo de cultivo.
Los estudios relacionados con la financiación de las obras de construcción y reparación de las fortificaciones en Cartagena de Indias, así como con las condiciones del personal empleado en ello, son escasos y de reciente datación. Con relación a lo primero, la investigación de Serrano (109) revela que los recursos para este tipo de trabajos provenían de dos componentes públicos y uno privado: el situado y los derechos y rentas constituían el aporte de la Corona, que se complementaba con préstamos de comerciantes y élites locales, necesarios para cubrir las demoras y la falta de liquidez para atender situaciones imprevistas. En el caso de Cartagena de Indias, se disponía además de un sistema de financiación directa que daba a las autoridades de la ciudad cierta autonomía en economía militar en virtud de su importancia comercial y estratégica.
En cuanto a lo segundo, resultan importantes los trabajos de Solano (200) y Martínez (245), quienes con relación al siglo XVIII destacan la existencia tanto de pequeños talleres artesanales que servían en los proyectos de construcción y reparación de fortificaciones, como de grupos de sobrestantes, artesanos, peones voluntarios, esclavos del rey y desterrados, los cuales trabajaban de manera directa en el desarrollo de las obras, dedicados a operaciones menos especializadas y de carácter manual o en las que primaba la fuerza física, por lo que recibían a cambio un pago en forma de jornal. El grupo mayoritario era el de los peones voluntarios, mientras que los sobrestantes y artesanos constituían el conjunto de menor número pero con mayor retribución económica (entre 3 y 12 veces de lo que recibía el peón peor pagado). Todos ellos conformaban un grupo heterogéneo, de diversos lugares de procedencia, con variado nivel de formación y experiencia laboral.
Reparaciones posteriores a 1741
El modelo laboral adoptado para la construcción de murallas y otras obras de fortificación se mantuvo durante todo el siglo XVIII en Cartagena de Indias, con una disminución progresiva del empleo de mano de obra esclava, y estaba aún vigente después de la invasión inglesa liderada por el almirante Vernon en 1741, cuando se dio comienzo a un vasto y ambicioso plan de reparación y construcción de obras de nueva planta en la ciudad y su entorno. Para ello se contó con la participación de ingenieros militares recién llegados desde la península, entre los que destacó la figura de Antonio de Arévalo, a cargo, amén de otros proyectos, de la reconstrucción de la Muralla Real, afectada no solo por el ataque inglés sino también por los vendavales que azotaron la ciudad en 1761, los cuales rompieron el baluarte de La Cruz, lo que hizo que el agua invadiera de nuevo las calles de la ciudad.
La figura de Arévalo ha sido poco estudiada (Zapatero, "El ingeniero militar"), especialmente desde el punto de vista de su formación técnica y sus importantes aportes en este campo, mediante la aplicación de soluciones innovadoras en temas tan variados y complejos como el diseño de mecanismos para aprovechar la sedimentación de las arenas del mar, la construcción de obras de cimentación, la edificación de instalaciones militares, la rehabilitación estructural e incluso la cartografía, entre otros.
Su primera tarea consistió en elaborar un completo diagnóstico del estado de la Muralla Real, acompañado de planos y perfiles de cada una de las secciones en las que era necesario intervenir. Ante todo, el ingeniero español trató de situar el verdadero origen de los daños en la acción de las olas del mar "que baten el pie de esta Muralla, descargan su furia contra ella, llenas de cascajo, o lajas, piedras peladas, arenas gruesas, caracoles y otras cosas, que [...] van gastando la cantería en la altura del nivel de la marea baja" (AGMM, SU, Col., Mss 6893). Además, señalaba Arévalo que "También está expuesta esta Muralla a que las violentas resacas y corrientes del Mar saquen la arena debajo de los cimientos, y causen su total ruina como es de temer y que tal vez hubiera sucedido" (AGMM, SU, Col., Mss 6893), lo que hoy bien se conoce como socavación de la cimentación. Para entonces, el escaso conocimiento científico sobre los efectos del oleaje dificultaba la resolución de problemas de esta naturaleza; los tratados de fortificación que se usaban en la formación de los ingenieros españoles describían procesos de canalización, construcción de esclusas, puertos y faros, pero nada que ilustrara sobre la manera de hacer frente a los efectos del mar en la base de las murallas a causa de las olas (J. Sánchez 307).
Acto seguido, Arévalo, basándose en las evidencias constructivas y los vestigios de intervenciones anteriores que encontrara en los lienzos de la Muralla Real, hizo un recuento de las obras nuevas y de reparación, donde señaló los aciertos y los errores de carácter técnico del pasado, para finalmente proponer dos soluciones que se debían llevar a la práctica de manera inmediata. Primero, y con el fin de minimizar el embate de las olas, recomendó "hacer el escollo o contradique GGG con los ramales GH [refiriéndose a la imagen 1 de la figura 8] [...] para formar una playa artificial de arena entre esta obra y la Muralla, que contenga el Mar" (AGMM, SU, Col., Mss 6893).
En otro plano (figura 9), delineado ese mismo año y firmado por Arévalo, se aprecian dos secciones paralelas de la escollera de 1 631 varas castellanas de longitud (1 353 m), compuesta cada una por el dique propiamente dicho, confinado entre cuatro filas paralelas de pilotes de maderas nativas con un grosor de entre 4,5 y 5 varas (3,3 m y 4,15 m) y 45 pies de altura (13,3 m) sobre el nivel del suelo sumergido. Las estacas debían quedar clavadas a una profundidad de 7 varas (5,81 m), "encintadas, amordazadas, cargadas de piedra seca y coronadas de cantos en bruto" (AGMM, SU, Col., Mss 6893).
A fin de evitar la acción de la broma, Arévalo recomendó también hacer los pilotes con las maderas
que llaman de corazón, mientras que las del contradique y ramales podrán ser de mangle la mayor parte y el resto de corazón; pues aunque criadas en el mar resisten menos la broma que éstas, enterradas son tan fuertes como mas, por cuya razón y por la mayor prontitud y ahorro de la Real Hazienda, se han cortado y conducido de estas de mangle con los negros de S.M. (AGMM, SU, Col., Mss 6893)
Desde el punto de vista técnico, las filas de pilotes constituían la estructura del enrocamiento que con seguridad, a lo largo de los años, debía ganar estabilidad gracias a la acción cohesiva de corales y moluscos que se iban depositando en sus paredes, de tal manera que la ruina de las maderas no ponía en peligro su estabilidad.
Desde el dique y hacia el frente del mar, se desprendía un plano inclinado hecho con piedras, que formaban en sección un triángulo rectángulo asentado sobre el lecho marino, cuya base alcanzaba las 15 varas (12,4 m) de ancho; hacia atrás, otro cuerpo también de rocas y solo 7 varas (5,8 m) de espesor y 3 varas (2,5 m) de altura, servía de contrafuerte al dique. Sobre la estructura se asentaban grandes sillares de piedra (cantos en bruto), tan gruesos que evitaban el regreso del mar después de romper sus olas contra la base de las murallas a fin de evitar la socavación.
Por su parte, los 13 brazos perpendiculares o espigones (denominados en el plano "ramales GH"), confinados entre la escollera y la base de la muralla, estaban llamados a delimitar las zonas de playa ganadas al mar y de manera especial frente a los baluartes de Santo Domingo, Santa Clara y Santa Catalina. Experiencias similares en América del Sur solo se habían llevado a cabo en las costas de El Callao, donde el cosmógrafo Pedro de Peralta y el ingeniero Nicolás Rodríguez diseñaron en 1724 un campo de espigones (aunque sin la presencia de la escollera paralela a las murallas), con el fin de conformar playas naturales de arena y proteger así los fundamentos de las cortinas (González 155).
Adicionalmente, y para resolver el problema de la socavación de las cortinas, Arévalo propuso que sus bases se revistieran con nuevos paramentos de piedra, reforzándolas exteriormente con un rodapié también de piedra y forma cóncava, a fin de deslizar lo que él denominó olas impelentes, es decir, aquellas que luego de golpear contra la cara del muro, se deslizaban en caída y con fuerza sobre la cara superior de los cimientos (figura 10). Con esta solución, evitaba la demolición de la obra y reutilizaba las estructuras existentes que estaban en posición vertical, empleando para ello piezas grandes y pesadas de cantería, con sus juntas embetunadas y haciendo uso de grapas de fierro emplomadas, de tal manera que adquirían un comportamiento monolítico. Cada rodapié debía hacerse con piedras labradas, asentadas en una grilla de madera que descargaba el peso sobre el suelo firme mediante pilotes también de madera, apelando a una técnica habitual en otros proyectos de fortificación de la época, que se habían adaptado bien a las condiciones de la América hispánica (García 945; Mendonça y Pousada 1540).
Aprobados los diseños por el ingeniero Juan Martín Zermeño y el marino de guerra Jorge Juan, la construcción se terminó en 1771 sin que la escollera quedara visible, cubierta por las playas formadas frente a la Muralla Real. Los diseños se cumplieron de manera casi estricta, aunque dos adiciones posteriores mejoraron ostensiblemente sus condiciones: por una parte, entre 1779 y 1800 se construyó, también bajo la dirección de Antonio de Arévalo, un espigón de cantería frente al baluarte de Santa Catalina, y entre 1789 y 1798 se aprovechó el tramo de la muralla comprendido entre dicho baluarte y el de Santa Clara para construir junto a este último un edificio destinado al alojamiento de las tropas, dotado de bóvedas ojiva -les de albañilería a prueba de bombas. Daños ocurridos en 1818 sobre la escollera, a causa de los temporales, exigieron trabajos de reparación pero sin que llegara a verse afectado el frente de la muralla.
El espigón tenía como objetivo cubrir cualquier ataque que se hiciera a la muralla desde la playa recién conformada. De acuerdo con el plano que detalla su diseño (figura 11), debía construirse como una plataforma alargada y de baja altura dispuesta perpendicularmente a la cara del baluarte de Santa Catalina que miraba hacia el mar, aunque de eje quebrado; la arena compactada que constituía el terraplén quedaría confinada entre muros de cantería cimentados sobre pilotes. En el lado del espigón opuesto a la playa se construiría un foso húmedo, aprovechando la condición natural del suelo. Transformaciones posteriores alteraron significativamente el proyecto original (Zapatero, Historia 164).
Por su parte, la construcción del alojamiento para la tropa, diseñado a partir de un sistema de veintidós bóvedas ojivales, contó también con características técnicas importantes. Hasta antes de levantarse el tramo de muralla comprendido entre los baluartes de Santa Clara y Santa Catalina -y que cerraría por completo la plaza de Cartagena de Indias (con sus cuatro barrios de Santa Catalina, San Sebastián, La Merced y Santo Toribío)-, el primero de ellos tenía dos flancos principales que se cortaban en un ángulo obtuso, de tal manera que desde su vértice noreste se desprendía una estacada de madera, a manera de defensa provisional, que terminaba en el borde del segundo baluarte (Cabrera 120).
Si bien Arévalo pudo conservar el mismo trazado geométrico para construir la cortina pendiente, decidió prolongar en línea recta uno de los flancos del baluarte de Santa Clara, haciéndolo más grande y con mayor separación a los muros posteriores del convento del mismo nombre. La nueva muralla se cimentó sobre la playa artificial y fue dotada además de altura suficiente para emplearla como apoyo continuo a un conjunto de bóvedas perpendiculares de perfil ojival, a prueba de bomba, como sugerían los tratados en la materia (M. Sánchez 357). Esta altura era sin embargo superior a las 6 varas que tenía la restante, desde el baluarte de La Cruz, por lo que se hizo necesario levantar sendas rampas en cada extremo sobre la superficie de los baluartes, hasta alcanzar la cota necesaria (figura 12).
Una revisión minuciosa del diseño del alojamiento a prueba de bombas permite apreciar el cuidado en la disposición de las baterías sanitarias (separadas de las habitaciones y próximas al mar para la evacuación directa de las aguas negras), así como de los receptáculos que permitían captar las aguas lluvias y llevarlas mediante conductos subterráneos para la limpieza de las letrinas. También se advierte la disposición de tres aspilleras hechas en el frente hacia el mar, en el interior de cada alojamiento, que ayudaban a la ventilación cruzada y al hecho singular de que en el tramo de muralla próximo al baluarte de Santa Catalina, Arévalo aprovechara la ruina de una más antigua, recubriéndola con piezas de cantería lo que contribuyó en algo al costo de la obra, terminada en 1798.
Desde el punto de vista urbano, el cierre definitivo de este tramo de la Muralla Real no solo completó el sistema defensivo de la ciudad, sino que dio paso a la conformación de la llamada plaza de las Bóvedas de Santa Clara, tal como empezó a ser registrado en planos posteriores.
Conclusión
Parece claro, a partir del caso estudiado, que en la preservación del patrimonio arquitectónico, además de la mirada de carácter científico, también es importante el conocimiento de los saberes y las tradiciones de orden operativo que se han puesto en práctica para la construcción o rehabilitación de una edificación. Las fuentes históricas brindan información acerca de los materiales usados y los procesos constructivos, pero también dejan en evidencia los conocimientos, las alternativas técnicas y los procesos de toma de decisiones por parte de los ingenieros en las labores de rehabilitación. Mediante el análisis llevado a cabo aquí, a partir de planos originales y documentos relativos a la reparación de murallas del siglo XVIII, es posible poner en evidencia la forma en que las destrezas se integran al patrimonio y cómo la acción de preservación es, en sí misma, parte de él.
Por otra parte, las intervenciones realizadas por los ingenieros militares españoles muestran un elevado nivel de conocimientos y una clara adaptación a las condiciones del medio local en el que dichos expertos trabajaron. Se destaca de manera particular su preocupación e interés por preservar lo existente cuando les correspondió enfrentar obras de reparación, no con una mirada conservacionista pero sí animados por el ahorro de los gastos y el manejo racional de los materiales de construcción. Esta singular actitud hace que muchos de los edificios de Cartagena de Indias, como en otras partes de América Latina, deban ser entendidos como estructuras de capas superpuestas, donde cada una de ellas se convierte en expresión cultural de una época y una técnica particulares.