1. Introducción
En el año de 1864 se instauró en México un gobierno monárquico encabezado por Maximiliano de Habsburgo. Si bien desde 1848 con la derrota de México en la guerra contra Estados Unidos y la consecuente pérdida de territorios tanto liberales como conservadores, coincidían en que se debían implementar reformas para salir de la crisis, divergían en los caminos a seguir. Mientras que los liberales abogaban por instituciones republicanas, los conservadores consideraban que la monarquía era la forma de gobierno más adecuada para alcanzar la paz y la estabilidad política. Con la Constitución liberal de 1857 se acentuaron las diferencias político-ideológicas entre ambos grupos y la pugna política escaló a guerra civil. El enfrentamiento armado (que duró desde 1857 a 1861) aunado a la decisión del presidente Juárez de suspender los pagos a la deuda externa, fue la oportunidad para que los imperialistas mexicanos pudieran emprender su proyecto de nación1.
Los conservadores, pueblos indígenas de Oaxaca y algunas tribus del norte como coras, mayos, ópatas y yaquis se unieron a los intervencionistas franceses. Después de dos años de lucha armada, gracias al apoyo político y militar de Napoléon III (emperador de Francia), llegó al trono del imperio mexicano Maximiliano de Habsburgo. El imperio duró poco, menos de tres años. Durante ese lapso se vivió en guerra constante, pues los liberales seguían luchando para recuperar las riendas de la nación y, por ello, el imperio no logró afianzar su poder en la totalidad del territorio mexicano. Fue en la región del centro, bajo dominio político y militar de los imperialistas, donde más se sintió la política de Maximiliano2.
Una de las políticas del proyecto liberal a inicios de la segunda mitad del siglo XIX fue la desamortización de tierras de las corporaciones civiles (pueblos y ayuntamientos) que se materializó con la expedición de la Ley Lerdo del 25 de junio de 1856. Aunque, se ha señalado que los «devastadores efectos» de esta ley se generaron después del triunfo de la República, durante el segundo imperio se observan los esfuerzos y la angustia de las comunidades indígenas «frente al apoderamiento de sus tierras por parte de las haciendas vecinas […], así como su desesperación por no poder participar en las adjudicaciones de tierras en un plano de igualdad o de preferencia con respecto a los denunciantes de bienes comunales y de baldíos»3. Justamente, para calmar el descontento y ganar legitimidad, Maximiliano de Habsburgo implementó una política proteccionista hacia las denominadas clases menesterosas, entre estas, hacia los indígenas. Así lo muestra la ley del 1 de noviembre de 1865, que estipuló la manera como los pueblos debían concluir sus diferencias por tierras y aguas, al igual que la ley del 25 de junio de 1866, que reconoció a los vecinos de los pueblos la propiedad de los terrenos de repartimiento y de comunidad, y, también, la ley del 16 de septiembre de 1866 que concedió fundo legal y ejido a aquellos pueblos que no los tuvieran4.
En este punto es menester aclarar que la política proteccionista de Maximiliano no implicó la negación del liberalismo. El emperador continuó con el proyecto liberal de construir una nación de ciudadanos-propietarios, de ahí que no dio marcha atrás en convertir la propiedad comunal en propiedad privada. La diferencia respecto a los gobiernos republicanos radicó en que la monarquía buscó establecer los mecanismos que disminuyeran los efectos negativos de las leyes desamortizadoras5 y, en ese sentido, «fue más sensible a los problemas indígenas, y procuró conciliar los intereses de las comunidades con los del Estado». En palabras de Erika Pani, «la originalidad del proyecto de Maximiliano frente a los gobiernos liberales se encuentra más en la forma que en el objetivo final»6.
En el contexto de reformas liberales previas al imperio, la monarquía significó un viraje relevante en la relación de los sectores más desfavorecidos y la nueva autoridad. Su gobierno implementó una política que buscó proteger a las denominadas clases menesterosas y ahí se inserta la fundación, en abril de 1865, de la Junta Protectora de las Clases Menesterosas (en adelante JPCM). La JPCM fue un espacio institucional diseñado para escuchar las quejas y demandas de los desvalidos; su principal función era «recibir todas las quejas fundadas de las clases menesterosas» y proponer los medios de «resolverlas en justicia»; su carácter era consultivo, de modo que no tenía la atribución de solucionar problemas, pero contaba con el apoyo del emperador y era escuchada por éste7. Dado que la Junta no era un órgano de decisión, la historiografía ha señalado que, a pesar de su intenso trabajo, la mayoría de los expedientes (como los trabajados aquí) finalizan con la petición de más documentación, de ahí que los archivos no indiquen el resultado de los casos abordados y, para el ámbito local, se indique que las disposiciones del imperio fueron «letra muerta»8; aunque se reconoce que los sinodales de las juntas recibieron quejas y solicitudes que, cuando no las pudieron satisfacer directamente, por lo menos, pudieron canalizar; tampoco se desconoce el papel de la Junta en la elaboración de leyes agrarias y la legislación protectora del trabajador, a partir de las cuales, según Meyer, se probaría la «eficacia de dicha institución»9. Más allá de la eficacia o no de la Junta y de sus límites resolutivos, destacamos que este organismo cumplió el papel de escuchar a los «menesterosos» y canalizó su descontento para ganar adeptos al imperio.
Y, ¿quiénes eran las clases menesterosas? Aquella persona o colectivo cuya «situación económica o de injusticias generalizadas» requerían la mano protectora del emperador por medio de la Junta. Entre ellos no solo estaban los indígenas, sino los trabajadores de las primeras fábricas mexicanas, los peones de haciendas y los arrendatarios de tierra, aunque, de acuerdo con Jaime del Arenal, los expedientes muestran un dominio casi «absoluto del actor colectivo frente al individual»10.
¿Cómo funcionaba la JPCM? La Junta dependía del Ministerio de Gobierno y estuvo formado por cinco vocales: un presidente, un vicepresidente secretario, un subsecretario y dos vocales más, entre los que se destacan el presidente de la Junta, Faustino Galicia Chimalpopoca, abogado, «oriundo del valle de México, profesor de náhuatl en la universidad y en el colegio de San Gregorio»11 y, quien, durante los gobiernos liberales, fungió como administrador de los bienes de las parcialidades de indios en ciudad de México. Que el presidente de la Junta fuera un ex gobernador de la república de indios, indica la estrategia imperial de contar con un funcionario capaz de atraer el apoyo de los indígenas y, de quien viceversa, éstos esperarían obtener conceptos favorables a sus quejas y solicitudes.
Además de la Junta nacional, en julio de 1865, este organismo estableció las Juntas Auxiliares en el resto del territorio, que estaban organizadas de la misma manera; su principal función era proponer a la Junta las «medidas que tiendan a cortar abusos o a introducir mejoras en la condición de los pueblos y a darles los informes que pidan»12; ahí llegaban las solicitudes y quejas que pasaban al prefecto y este solicitaba la información pertinente o tramitaba la decisión. Por su parte, la Junta nacional solicitaba información a la gobernación y a otros ministerios y dictaminaba, y, si se justificaba, por medio del Ministerio de Gobernación o de otros funcionarios, propondría las soluciones correspondientes al emperador. Aquí, es importante reiterar que, como órgano consultivo, la Junta tenía limitaciones de acción, pues el cumplimiento de sus disposiciones dependía de la buena voluntad de las autoridades del Ministerio de Gobernación, del Archivo Imperial o de los municipios, entramado institucional que dificultó resolver muchos de los casos que llegaron a sus manos13.
Durante los dos años de funcionamiento, la Junta no solo examinó las quejas recibidas y dictaminó, sino que elaboró proyectos de leyes que fueron adoptados; también debía responder a las «diversas instancias del estado (prefecturas, ministerio de Gobernación, de Fomento, de Justicia, el gabinete del emperador)», y recibía un informe mensual de las juntas auxiliares y los informes solicitados a las prefecturas14.
Ahora bien, historiográficamente, el relato oficial caracterizó al segundo imperio como un «mero accidente histórico» que rompía con la larga vocación republicana, de ahí que se le considerara como «un periodo anómalo» de la historia nacional. La historiografía desarrollada desde la década de 1980 ha reemplazado tal visión destacando la relevancia de dicho periodo en el devenir de la historia mexicana. Los estudios han enfatizado en el indigenismo de Maximiliano, así como en los rasgos liberales de su educación y de la política imperial. También ha llamado la atención el estudio de la cultura jurídico-política no solo desde la visión que el emperador y sus colaboradores tenían del indígena, sino desde la mirada de los gobernados y de los intermediarios y de las formas de resistencia y negociación con el estado15. El presente texto se inserta en estas últimas tendencias. A partir de las quejas presentadas contra las autoridades locales ante JPCM16, se propone caracterizar el funcionamiento cotidiano del estado17 en relación con la población rural del centro mexicano, a través del estudio de casos que corresponden a las actuales Puebla, Tlaxcala y el Estado de México, durante el imperio de Maximiliano de Habsburgo. Los testimonios de la JPCM permiten apreciar las prácticas diarias de las autoridades sacando a flote los efectos del estado en la cotidianidad de los pueblos rurales. A su vez, ofrecen la posibilidad de aproximarnos a las representaciones que tanto los menesterosos (en este caso, indígenas) como los funcionarios construyeron el gobierno y sus autoridades. Específicamente, indagamos tanto en la imagen que los habitantes plasmaron acerca de las autoridades del gobierno local e imperial, como en las funciones que se suponía debían desempeñar, y la participación o lugar de los grupos e individuos en el sistema político.
Este artículo busca poner en práctica los planteamientos que desde la antropología del estado y los aspectos cotidianos de su formación se han esbozado para abordarlo en relación con los sectores populares. Acogemos la propuesta de Philip Abrams, quien apela por el análisis de dos objetos distintos: el sistema-estado y la idea-estado. El sistema-estado18 concebido como un nexo palpable de la práctica y la estructura institucional centrada en el gobierno dominante, y la idea-estado que es proyectada, difundida y adoptada como creencia en diferentes sociedades y momentos.
La historiografía de las últimas décadas sobre la construcción del estado-nación plantean que ésta debe comprenderse como un proceso negociado, en el cual el estado no sería una entidad o un agente que gobierna por encima de la sociedad sino un conjunto de prácticas e instituciones de gobierno ejercidas por individuos en interacción con la sociedad19. En este sentido, retomamos los postulados de la «formación del estado» que confieren relevancia a las formas de autoridad y gobierno, preocupándose por conocer cómo se gobierna20. Se trata de comprender al estado tanto desde las perspectivas y experiencias de los actores que formaron parte de sus instituciones, como desde la visión de los gobernados.
Metodológicamente es necesario explicitar que, si bien los documentos presentes en el ramo de la JPCM son una fuente valiosa para acercarnos a los requerimientos de los grupos «desvalidos», contienen limitaciones acerca de las voces y los ritmos21 que se representaban en las demandas, pues usualmente eran transcritos por vecinos o autoridades que desempeñaban el papel de intermediarios22. Ya fuera asesorando o transcribiendo las reclamaciones, tales personajes eran los encargados de expresar las quejas en los términos que demandaba el discurso público. De manera que, aunque resulta casi imposible conocer las voces de los sectores populares, sí podemos acercarnos a los motivos de sus demandas, conocer las circunstancias que experimentaban en su día a día con los gobernantes locales y aproximarnos al imaginario que circulaba acerca de éstos y sus funciones.
Como hipótesis se plantea que las quejas sobre las autoridades locales efectuadas por las clases menesterosas, al mismo tiempo que reflejarían aspectos de la práctica política cotidiana, mostrarían la visión que tenían acerca de las autoridades; imagen que, en el caso de los funcionarios de la JPCM, era la que convenía señalar como, por ejemplo, la del buen gobernante, pues así aumentarían las posibilidades de que escucharan y respondieran a sus requerimientos. La población rural del centro mexicano, aprovechando la oportunidad que se presentaba por la debilidad del régimen y las ansias de legitimidad del emperador, usaron los instrumentos y los términos discursivos, permitidos por el gobierno para denunciar ante las autoridades centrales los abusos que cometían las autoridades locales. Al aprovechar el recurso institucional de la JPCM, los sectores populares construirían una imagen de los funcionarios locales desde aspectos negativos, y cuestionaron el accionar de tales empleados públicos ante la autoridad suprema, quien, evidentemente, sería retratada bajo características positivas. De manera que dichos sectores serían conscientes de los niveles de autoridad estatal y, así, estarían dando una imagen del estado descentralizada y desagregada a nivel local, y centralizada, única y coherente en el nivel más amplio. Por otro lado, dado que se trataba de un escenario oficial, la visión que los vocales de la JPCM plasmaron acerca del gobierno y la autoridad, se basó en el principio de obediencia de las autoridades subalternas al emperador, en preservar la tranquilidad y acatar las leyes para mantener el imperio, así como un orden social estable.
El texto se articula en tres apartados. El primero esboza las características de la política imperial en relación directa con la creación de la JPCM y la necesidad de legitimación, a la par que menciona someramente la adopción de parte de los peticionarios del marco discurso común y de los rituales del poder -aspecto que ya ha sido trabajado por la historiografía-. El segundo apartado muestra el encuentro cotidiano y conflictivo entre las autoridades locales y los vecinos de los pueblos rurales. Dado que dicha situación se refleja en la gran mayoría de los expedientes, partimos de un caso concreto para relatar las situaciones violentas, que suponía la relación del día a día entre los que ejercían el poder y los gobernados. El tercer apartado abordará las representaciones reflejadas en las peticiones de las clases menesterosas acerca de las autoridades locales y centrales; al igual que la visión de autoridad y de gobierno que los vocales de la JPCM plasmaron en sus comunicados.
2. Política imperial y búsqueda de legitimidad
El imperio de Maximiliano de Habsburgo se percibió como una oportunidad para «restructurar» las relaciones de los indígenas con el poder, debilitadas por la política de desamortización de tierras comunales. Si en algunos momentos, lugares, niveles de autoridad y sobre ciertos asuntos los gobiernos del México independiente habían ignorado las peculiaridades de los antes llamados naturales, el mandato de Maximiliano ofreció a los indígenas acceso preferente a la autoridad. Las audiencias otorgadas por el emperador cada domingo23, al igual que el organismo consultivo de la JPCM, dan cuenta de la cercanía que se buscaba promover entre el gobernante y los más «desfavorecidos» de la sociedad.
El carácter monárquico del régimen de los Habsburgo llevó a impulsar una cultura política que privilegiaba una relación directa entre el rey y sus súbditos, de ahí la creación de la JPCM. La Junta no solo constituyó un puente por el cual los sectores populares podían expresar sus demandas, sino que también representó un medio a través del cual el emperador podía conocer, de primera mano, la situación social y el grado de descontento de sus súbditos. Por medio de las peticiones se buscaba prevenir estallidos violentos y controlar a las autoridades locales e intermedias y, de esa manera, ampliar la esfera de acción estatal. De modo que, como señala Marino, la Junta no solo significó obtener información para efectuar tareas de gobierno, sino que al atender las solicitudes, el recién asumido emperador, necesitado de consenso y legitimidad, descubría el poder de que el pueblo estaba demandando algo de él24.
La Junta cumplió su objetivo, pues gozó de gran popularidad entre los menesterosos. A ella se dirigieron pueblos de indios, indígenas, al igual que arrendadores, presbíteros, socios de una compañía, particulares y vecinos. También acudieron militares, jueces, licenciados, prefectos políticos y comisarios que, en varios casos, lo hacían en nombre de otros, usualmente pueblos o comunidades de indios. Los menesterosos se quejaban de las autoridades por corrupción en la administración de justicia, cobros indebidos, someterlos a trabajos forzados, negligencia en el cumplimiento de funciones, despojos, entre otros. Otras quejas se centraron en los malos tratos y en los abusos de poder cometidos por particulares y hacendados. En cuanto a las solicitudes, la mayoría estuvieron relacionadas con problemas de tierras25.
Por medio de la JPCM entonces, la política imperial buscó que la «autoridad Suprema» fuera percibida como algo accesible a los indígenas y, así, mostraba que el imperio estaba dispuesto a escucharlos26. En este sentido, se desplegó una imagen ilustrada del soberano protector y padre de sus súbditos, interesado en los problemas que los aquejaban27. Maximiliano se veía a sí mismo como padre solícito de los indígenas, promotor de su bienestar y protector de sus labores agrícolas. Ya fuese por propaganda, simpatías con los indígenas o quedar bien en Europa, es evidente la política indigenista del imperio28.
Por su parte, los peticionarios, para hacerse escuchar, acogieron el marco discursivo común, es decir, ya fuera por ellos mismos o sus apoderados, adoptaron las formas y los lenguajes de la dominación: dirigirse a las autoridades adecuadas, adoptar los apelativos correctos y el orden de presentación debidos para dirigirse a ellas29. En efecto, las solicitudes que llegaron a la JPCM se presentaron en los términos establecidos por el régimen, y los peticionarios utilizaron el medio institucional indicado para tal fin. Representaron al emperador como su «querido padre» y a la emperatriz «Carlotita» como su madre, y se presentaban a sí mismos como «sus menesterosos hijos», quienes esperaban que Dios guardara a sus «Magestades» muchos años para que siguieran gobernando a sus hijos. De igual manera, se presentaban ante el Presidente de la Junta con el mayor respeto y deseos bienaventurados pues esperaban que se encontrara «disfrutando [de] completa salud en unión de la Señorita y de los niños y de todas las personas de su mayor estima»30. En sí, en palabras de Jean Meyer, la Junta «contribuyó en su momento a la popularidad de Maximiliano entre los indios y el pueblo en general», y así fue construyendo la legitimidad del imperio.
En la condición de grupos sociales subordinados, algunos pueblos e indígenas adoptaron las formas y los lenguajes de dominación para que sus peticiones fueran escuchadas. Como ha señalado la historiografía mexicana, tales grupos acogían los rituales del poder del discurso público al presentarse en términos de deferencia e inferioridad31 y destacando las virtudes y bondades de sus gobernantes32. Por su parte, Jennie Purnell destaca que los campesinos del Michoacán decimonónico, al mismo tiempo que protestaban contra los abusos de las autoridades locales, afirmaban su respeto hacia la autoridad estatal33.
3. Encuentros cotidianos
Los abusos, ultrajes y malos tratos de parte de las autoridades locales eran temas recurrentes de queja. Algunos funcionarios del sistema estado (autoridades civiles, militares y judiciales) ejercían el poder del que los investía su cargo para beneficiarse a sí mismos sin considerar el bien público de los pueblos. El caso que expusieron los vecinos del pueblo de Santa Catarina Ayotzingo, ubicado en Chalco, al presidente de la JPCM es representativo de los abusos y maltratos cometidos por algunas autoridades locales. El conflicto con el alcalde se originó porque éste se negó a cumplir la ejecución de la orden que «S.M.Y»34 había expedido para que se distribuyeran tres terrenos entre «los indígenas pobres». El alcalde solo procedió al repartimiento de uno de ellos y esto ocasionó resistencia de los peticionarios35.
La queja suscrita por ocho vecinos del pueblo de Santa Catarina Ayotzingo exponía que cuando uno de los vecinos, Arcadio García, se dirigió a solicitar el repartimiento de otro de los tres terrenos dispuestos por la ley, el presidente del ayuntamiento lo llevó a la cárcel con falsas acusaciones y con intenciones de fusilarlo. Por su parte, el informe del subprefecto del Chalco señalaba que el comandante de la guardia rural, en consonancia con el alcalde municipal de Ayotzingo, habían apresado a García por acusaciones de delitos comunes y políticos. Se le incriminaba de «tinterillo»36 y de pertenecer a los disidentes37. De manera que las autoridades civiles en conjunto con la guardia rural utilizaron medidas coercitivas para detener las acciones de los pobladores.
La versión de los peticionarios era diferente. Por la solicitud que enviaron a la Junta para que dictaminara el repartimiento de uno de los tres terrenos, el alcalde los persiguió y llegó al punto de «intentar pasar por las armas al referido Arcadio», fingiendo una orden del emperador38. Al parecer, la autoridad no solo estaba conspirando contra los vecinos, sino que utilizaba la figura del emperador para validar sus acciones.
El ejercicio arbitrario de poder llegó más lejos. Los peticionarios relataron que al encontrarse reunido Tomas Alfaro en la casa de María Rosa Xolalpa en compañía de sus tíos con el objeto de enviar un correo para averiguar sobre el expediente que tenían en la Junta; llegó una guardia en compañía del alcalde «y preguntando que quienes eran y que abrieran la puerta les mando a dicha guardia que los agarraran y esta les hecho de cañonazos y ellos se defendieron con una rama de árbol y lograron huir de sus manos»39. Los esfuerzos de huida no fueron suficientes y al final tanto Alfaro como Xolalpa fueron consignados a la corte marcial.
Ahora los peticionarios se dirigían a la Junta para que intercediera ante el emperador y se indultara y colocara en libertad a los presos. Si al principio habían recurrido a esta institución para quejarse por el incumplimiento del mandato de repartir tres terrenos, después acudieron a la Junta para que colocara en libertad a los vecinos que, a causa de manifestar su inconformidad con los procedimientos de la autoridad acerca del incumplimiento de reparto de tres terrenos, fueron perseguidos y encarcelados bajo falsas acusaciones. Los vecinos acudieron a este organismo porque se habían agotado las opciones judiciales. Señalaron que por «voces sueltas» se decía que Alfaro no saldría de prisión, pues el juez encargado del caso era su «peor enemigo» porque era hermano del alcalde40.
En este punto es importante señalar que recurrir a la Junta tampoco garantizaba una respuesta favorable. La Junta tenía dificultades burocráticas y políticas que obstaculizaban sus funciones, pues, aunque ésta pedía directamente a los prefectos políticos o subprefectos los informes y datos para examinar las quejas y solicitudes, los funcionarios no siempre estuvieron prestos a colaborarle. Y cuando los enviaban, la Junta no «podía constatar la verdad de las afirmaciones de unos funcionarios que fácilmente podían coludirse con los responsables de las quejas y reclamaciones para ocultar la verdad»41. Así, algunas autoridades locales habrían representado un obstáculo no solo en el tipo de información que enviaban a la Junta sino en la ejecución de las resoluciones favorables a los menesterosos.
Marino ha llamado la atención sobre un aspecto relevante para entender el motivo de las quejas hacia las autoridades locales. Señala que la aplicación de leyes ilustradas y liberales durante cincuenta años legalizaron el que personas no indígenas se avecindaran en los pueblos, y esto les otorgó derechos cívicos y económicos y hasta la dirección de la política municipal. De modo que el hecho de que muchos pueblos buscaran saltarse a las autoridades locales inmediatas e intermedias reflejaba los conflictos generados por innovaciones previas a la desarmotización: los cambios políticos y electorales que «otorgaron la administración local a grupos que anteriormente sólo podían ejercer su mayor poder económico por mecanismos informales». En el contexto del imperio y, por medio de la Junta, entonces, los menesterosos encontraron la oportunidad de manifestar el descontento que venía desde antes de la aplicación de las leyes desamortizadoras42.
En sí, los encuentros cotidianos entre algunas autoridades locales y los pobladores estaban lejos de ser armoniosos. Había conflictos de intereses entre ambos bandos, cuestión que salía a flote ante el incumplimiento de las órdenes superiores de parte de las autoridades subalternas. Una decisión favorable a los sectores populares no garantizaba que las autoridades locales pudieran o quisieran hacerla cumplir. De ahí las constantes quejas que se presentaron directamente a las autoridades centrales.
4. Representaciones de autoridad
Según las comunicaciones de los peticionarios que se identificaron como «vecinos del pueblo», «autoridades auxiliares» y «vecinos principales» ¿Cuál era la imagen y las funciones que debían tener y desempeñar las autoridades locales? ¿Cómo concebían a las autoridades «supremas»? ¿Qué papel se designaban a sí mismos en el espacio público? Y de la misma manera, los vocales de la Junta, ¿cómo concebían a las autoridades subalternas y cuál era su percepción de gobierno? Veamos.
Concepciones de autoridad y gobierno según las peticiones
Los peticionarios usualmente demandaron los abusos que cometían las autoridades locales -bien sea militares, jueces o alcaldes- por asuntos relacionados con la tierra, el cobro indebido de contribuciones y el desempeño de funciones contrarias a los intereses de la población. En la comunicación dirigida al Presidente de la JPCM en el año de 1866 por los vecinos del pueblo de San Sebastián Cuanopallan del Distrito de Tepeaca43, se aprecia la adopción del ideal de imparcialidad que debía imperar entre las autoridades, además de la posibilidad de removerlos de sus cargos por no cumplir con dicha cualidad. Los vecinos se mostraban como vigilantes de las autoridades locales y con derecho a denunciarlos ante la autoridad suprema.
Los peticionarios categóricamente solicitaron la remoción de los jueces del pueblo. ¿Por qué? Tales autoridades se habían negado a ofrecer apoyo a la diligencia de terrenos que estaban adelantando ante «V. S» (vuestra señoría); la negativa de los jueces los hacía partidarios de la contraparte. La falta de imparcialidad era evidente cuando uno de los jueces expresaba públicamente que multaría o colocaría presos a todos aquellos que anduviesen involucrados con asuntos de tierras. Además, los quejosos expresaron que uno de los jueces no solo multó sin motivo a ocho vecinos, sino que también los previno con que no dijesen nada a la autoridad de superior rango, el juez distrital del Palmar44.
Para los suscritos, las autoridades debían contar con la confianza de los gobernados, y por ello solicitaron explícitamente que se nombrara a otros jueces: personas de «notoria probidad» que merecieran la «confianza» de los vecinos. Esas fueron las razones que los llevaron a dirigirse al Presidente de la JPCM como el «bienhechor» de quien dependía la «felicidad» de los suscritos45. La representación que tenían de aquellos jueces del pueblo indicaba que no eran autoridades imparciales, que no actuaban con integridad y honradez, cualidades impropias de los funcionarios estatales. Por otra parte, la imagen que proyectaban del presidente de la JPCM era la de la autoridad que debía protegerlos para conseguir la felicidad; los peticionarios siempre esperaban que la «junta benéfica» hiciera «el bien»46. Así, trasladaron el ideal ilustrado del emperador como padre protector a Faustino Chimalpopoca, el abogado indígena de la JPCM.
Algunos pueblos se atribuyeron a sí mismos la capacidad de hacer remover a autoridades que no beneficiaran sus intereses. En el mes de junio de 1866, los jueces auxiliares de los pueblos de San Andrés Jimilpa y Santiago Magzda, sujetos a la jurisdicción de Jilotepec, se dirigieron al «trono de V. M [Vuestra Magestad]», para que los aliviara de tantos «infortunios y sufrimientos». No solo pedían que el alcalde municipal, el maestro de escuela, el juez de paz y otros individuos fueran destituidos de los cargos públicos, sino también que se les expulsara del pueblo47.
En la comunicación se representa a la «autoridad suprema» como una persona que tenía grandes capacidades intelectuales. Al enfatizar en la debilidad del lenguaje con el que se expresaban, debilidad que «V. M. [Vuestra Magestad] comprenderá por la elevación de su inteligencia»48, estaban contrastando el conocimiento y preparación superior que tenía la «autoridad Suprema» con la inferioridad en el modo de expresarse de los peticionarios. También, apelaron «al Benigno Corazon de V. M» y suplicaron «rendidamente»49 que atendiera sus requerimientos. Como hemos señalado, los escritos se escribían al emperador en términos de respeto y sumisión50, tal y como lo esperaban los grupos dominantes, es decir, expesaban lo que seguramente querían oír las autoridades. Los motivos que llevaron a que las autoridades auxiliares de dichos pueblos se presentaran ante el trono del emperador resultan sugerentes para apreciar la práctica política cotidiana, la imagen que habían construido de las autoridades locales y el lugar que debían tener las autoridades de su «raza» en la ocupación de cargos públicos. Veamos.
La primera queja se relaciona con la ilegalidad a que dichos funcionarios habían recurrido para obtener los puestos públicos y a la «exclusión de los de nuestra raza», a quienes se les denominaban auxiliares y, por consiguiente, se les sujetaba a la voluntad y capricho de los otros. Según su visión, las autoridades que los gobernara no solo debían ser originarios del pueblo, de su «raza»51, sino que además debían velar por el «bien público» de los pueblos52; aspectos que, de acuerdo con los quejosos, no cumplían los funcionarios que en aquel momento ejercían el poder.
El individuo que se encontraba en el cargo de alcalde municipal en conjunto con su hermano, el maestro, alentaban a los demás para que, «abusando de la autoridad» que les confería los cargos públicos, los maltratatan, oprimieran y humillaran «creyéndonos de peor condición que las bestias»:
Que abusando de la autoridad anexa a los mismos cargos públicos, consiguen sin tropiezos su objeto, que es oprimirnos, vejarnos, maltratarnos y humillarnos hasta el último extremo, creyéndonos de peor condición que las bestias, para fundar después en nuestra misma humillación, la ineptitud para el desempeño de dichos cargos públicos que ellos consideran como una herencia de sus padres53.
Leyendo cuidadosamente las anteriores líneas se comprende que a pesar de que dichas autoridades se valían de la humillación para fundar la idea de ineptitud de los indígenas en el desempeño de cargos públicos, éstos no compartían tal idea y más bien se consideraban capacitados para ejercer como autoridades de sus pueblos. De manera que, aunque abiertamente no lo manifestaran, las autoridades indígenas auxiliares se asumían con las capacidades suficientes para ocupar cargos públicos, a pesar de las consideraciones de sus contrapartes.
Según su concepción, la autoridad política debía contar con una moral religiosa incuestionable, aspecto del que también carecían los implicados. Por el hecho de haber defendido los derechos de los habitantes, tales funcionarios veían como enemigo al «respetable eclesiástico» y por ello lo acusaron injustamente. Además, el alcalde había mandado a derribar las casas curales y una ermita que pertenecía a la iglesia54. En tales condiciones, se comprende la razón por la cual los peticionarios pusieron en cuestión la moralidad religiosa de las autoridades que los gobernaban, un motivo más para reforzar el argumento de la remoción de cargos.
También denunciaron que dichas autoridades buscaban establecer el servicio personal que «no debemos soportar» y aludieron a otras prácticas reprochables de las autoridades tales como la prohibición de uso del monte del común del pueblo, a la detención de los animales y al maltrato que daban a los pastores bajo el pretexto de que estaban dañando los pastos55.
La imagen que los peticionarios presentaban de sí mismos también implicaba la idea de supervisores, pues solicitaban que debía exigirse, por la autoridad competente, la justificación de la inversión de los ingresos que entraban al fondo municipal. Dichos ingresos constituían el pago del censo que ellos hacían a causa de la tenencia de unos terrenos adjudicados conforme a las leyes de desamortización56. Así que además de denunciar los malos tratos, la cuestionable moralidad religiosa del alcalde y sus seguidores, a la par de la humillación que sufrían los de «su raza» de parte de tales autoridades, los que suscribieron la comunicación también se presentaron como supervisores del ejercicio de poder y como actores sociales, capaces de desempeñar cargos públicos puesto que contaban con los requisitos necesarios: eran originarios de su pueblo, y por ende, de «raza» indígena, respetaban la moralidad religiosa y tenían las capacidades suficientes para velar por el bien común.
¿Cuál fue la respuesta que obtuvieron? Los vocales explicitaron la necesidad de respetar los derechos de los quejosos para evitar el descontento y que se extendiera una concepción negativa tanto del sistema político como del gobernante. Se buscaba evitar «su descontento para unir sus voluntades al partido de la paz, y tomen parte en el exterminio de muchos que dándoles motivo de queja, no quisieran sino el desconcepto del sistema y del que gobierna»57. En este sentido, se recomendó que mientras se practicaba una investigación de todos los puntos mencionados en la acusación, no solo se debía suspender a los funcionarios implicados, sino que se debían retirar del pueblo58, tal cual lo habían solicitado los peticionarios.
Las anteriores proposiciones permiten apreciar que el régimen de Maximiliano estaba ávido de consenso y legitimidad y, por ello, las autoridades centrales recomendaban atender las peticiones de los indígenas, pues se pretendía que dichas poblaciones tuvieran un concepto favorable del gobierno. Este proceso de construcción hegemónico constituía el momento indicado para que tales sectores reclamaran ante el régimen, oportunidad que algunos pueblos no desaprovecharon. Si bien no se conoce la respuesta definitiva, es palpable la intención de mantener en armonía a los pueblos con el imperio.
Ahora bien, otra de las funciones que debían desempeñar los alcaldes era la publicación de los decretos de interés público como, por ejemplo, la ley del primero de noviembre de 1865. Dicha ley intentó liberar a los peones de la servidumbre en las haciendas59, de ahí la importancia para los pueblos. Los vecinos principales del pueblo de San Baltazar Tamaxcalac se quejaron ante la Junta porque el alcalde había abandonado sus funciones -al dejar de publicar el decreto- y de esa manera perjudicaba sus derechos60. Tres meses después de enterarse de la existencia del decreto, acordaron marchar a la capital con el objeto de dar a conocer su situación ante la «respetable» junta61 ¿Cómo procedió este organismo institucional?
Una vez solicitado el informe al Prefecto de Puebla, la JPCM se limitó a recordar a las autoridades que publicaran la ley tal y como lo disponía la reglamentación. Ahora bien, al conocer la respuesta del subprefecto de Temascalac, se encuentran dos versiones de los hechos. Dicha autoridad afirmaba que no era verdad que el alcalde hubiese dejado de publicar las leyes. Éste había reunido a los habitantes del pueblo que no sabían leer con el propósito de darles a conocer el contenido de la ley en cuestión, sin fijarla en ningún paraje público «porque eso era inútil» y además debido a que solo recibía un ejemplar de cada decreto cuyo lugar se destinaba al archivo62.
El contraste de versiones muestra el entramado de los conflictos que suponía la práctica burocrática en relación con la población. ¿Quién decía la verdad? No se sabrá con certeza. No obstante, es posible plantear una aproximación. Si se tiene en cuenta que la publicación atañía directamente a los intereses de los quejosos y que invirtieron esfuerzos, tiempo y recursos económicos para dirigirse a la capital a denunciar la falta de cumplimiento de las funciones del alcalde, ante un hecho que tenía serias implicaciones para los habitantes del pueblo, resulta poco verosímil la versión del funcionario.
Concepciones de autoridad y gobierno en los voceros de la JPCM
El concepto que esbozaron los vocales de la Junta acerca de las autoridades y el gobierno se fundó en el ideal de justicia y la sujeción de las autoridades subalternas. Los funcionarios de la JPCM, como representantes de un organismo institucional, además, debían basar sus procedimientos en las prescripciones normativas. El ocurso presentado por Andrea Teodora Pineda del pueblo de San Bartolomé del Monte al Presidente de la JPCM constituyó la oportunidad para que los vocales expresaran la imagen que tenían de las autoridades locales. La queja se presentó porque el juez del partido no había hecho justicia a la peticionaria ante un despojo causado por el alcalde de la municipalidad de Zumpango. Además de haberse negado a administrar justicia, el juez la trató de manera «despectiva y ultrajante»63.
El vocal que atendió el ocurso señaló que, si bien con arreglo a las leyes por medio de la Junta no podía atenderse la solicitud de restitución, había una medida que, sin introducir una innovación perjudicial a los procedimientos de las leyes, se podía aplicar: la de evitar los abusos que cometían los jueces. Explicitaban que la Junta centraba su atención no en las leyes, sino en las personas encargadas de la ejecución y en que los magistrados cumplieran estrictamente con sus deberes64.
El panomara no obstante, era desolador. Había una distancia entre la conducta de las autoridades subalternas y el celo del «augusto soberano». La concepción que se tenía acerca de las autoridades políticas y judiciales consistía en que debían cumplir los deberes de impartir justicia con sumo interés, tratar humildemente a los «infelices» y ser personas dignas que ejercieran sus funciones sin sucumbir a la influencia de los poderosos. No obstante, la realidad era otra:
[…] puedo asegurar sin temor de equivocarme, que la mayor parte de nuestros males son debidos a esa falta de celo con que las autoridades ya políticas ya judiciales desempeñan sus atribuciones y lo que es mas esa especie de abatimiento a que ellas mismas se han reducido, pues olvidando su dignidad se doblegan al capricho de los poderosos y tratan a los infelices con orgullo y altivez.65
La situación se agravaba si las autoridades judiciales se negaban a cumplir con las disposiciones emitidas por el «Soberano», tal y como había acontecido con el juez objeto de la queja. Ahora bien, más que la negación de impartir justicia, la desobediencia a un mandato superior constituía una falta mayor pues se irrespetaba el «principio de autoridad». Al desprestigiarse tal principio no se podría conservar el orden en la sociedad y reinaría la anarquía, de ahí la necesidad de cortar con los abusos impartidos por autoridades locales66. La obediencia representaba así, el imperativo para mantener el orden social: la sociedad se mantenía estable bajo el principio de autoridad. Esa era la concepción de gobierno y el actuar de las autoridades se debía dirigir a conseguir tal propósito.
La cuestión iba más allá y atañía a la legitimidad. Si una autoridad subalterna desatendía las disposiciones del emperador, significaba que este carecía del derecho, la licitud de gobernar. Mientras que algunos pueblos e indígenas estratégicamente mostraban una imagen que acogía las ideas, leyes e instituciones que animaban al régimen y a las autoridades67 cercanas a Maximiliano, la práctica política de algunas autoridades subalternas evidenciaba, aunque con diferencias de grado, falta de congruencia con los compromisos hacia el régimen. En este punto, siguiendo a Falcón, es pertinente mencionar que los pueblos, más que apoyar decidida y exclusivamente a la monarquía, eran expertos en «negociar en corto», es decir, se ajustaban a las circunstancias y formas o se mimetizaban con ellas68. Por ello, antes de la monarquía y después de restaurada la república, éstos utilizaron el discurso de ciudadanía y reconocieron el marco institucional y a las autoridades del sistema republicano69.
En el caso del pueblo de S. Bartolomé del Monte encontramos que, a pesar de que los vocales de la Junta conocían los abusos cometidos por los funcionarios locales, apelaban por mantener la armonía entre los vecinos y sus autoridades. Ante la queja de abusos propiciados por el alcalde municipal, el párroco y el «Diputado de fiestas» de Nopalucan, tales como cobrar contribuciones que no estaban decretadas por la ley y valerse del servicio personal de los indígenas -que estaba prohibido por la normativa-, además de los ultrajes, amenazas y persecución proferidos contra los vecinos, la junta buscó no revivir «odiosidades y mala inteligencia» entre los vecinos y las autoridades del pueblo70; colocó en duda las acusaciones sin que no hubiese una investigación previa, pues era injusto juzgar sin más el accionar de las autoridades. Aunque no era suficiente la petición para acusar a los funcionarios, y dado que se buscaba mantener la tranquilidad en el pueblo, se pretendió evitar los desmanes de parte de las autoridades previniendo la «mas estrecha responsabilidad», en el cumplimiento de las disposiciones que prohibían las prestaciones de servicio personal y el pago de toda contribución o impuesto que no estuviera marcado por la ley71. Así que, por encima de las acusaciones y los abusos cotidianos, se buscaba preservar la tranquilidad en los pueblos solicitando a las autoridades locales que se limitaran a seguir los parámetros legales. Esa era la idea de gobierno que se desplegaba de algunos funcionarios estatales, o, por lo menos, era la que tenían que señalar en el espacio público y por escrito.
5. Consideraciones finales
Abordar el estudio de algunos pueblos del centro mexicano bajo el imperio de Maximiliano de Habsburgo, a través de las peticiones que presentaron ante la JPCM para pedir la remoción de autoridades locales y para denunciarlos por sus malos tratos y por el incumplimiento de las prescripciones legales, constituyó uno de los caminos para aproximarnos a las representaciones de las autoridades locales y conocer las situaciones que enfrentaban los sectores populares en su relación con los funcionarios locales.
A pesar de las limitaciones que presentan este tipo de fuentes -por estar escritas dentro de los parámetros del discurso público- fue posible conocer algunas visiones de las autoridades locales por parte de los pobladores rurales. En las comunicaciones los peticionarios se identificaron como «vecinos del pueblo», «autoridades auxiliares» y «vecinos principales», actores que conocían los resquicios institucionales para hacer escuchar las demandas de los pueblos. En las poblaciones estudiadas existía un ideal del tipo de autoridad que debería gobernarlos en los ámbitos locales: en primer lugar, debían ser individuos originarios del pueblo y de «raza» indígena; segundo, debían velar por el bien público atendiendo las demandas de los gobernados; tercero, debían demostrar moralidad religiosa; cuarto, debían ser imparciales; y quinto, debían tener las cualidades de honradez y dignidad, y debían ser humildes en el trato con los demás miembros del pueblo. Ahora bien, cuando se encuentran peticiones en las cuales se solicitaba la remoción de autoridades locales, y que en su lugar individuos de «su raza» ocuparan los cargos públicos, se comprende que los peticionarios asumían que los sujetos indígenas tenían las condiciones y cualidades necesarias para ejercer como autoridades.
Por su parte, los vocales de la Junta concibieron que los funcionarios y el gobierno debían basarse en el principio de justicia y de autoridad, y el respeto a las leyes. Las autoridades locales debían mostrar sumo interés por el cumplimiento de sus funciones, no debían dejarse influenciar y debían ser personas dignas que trataran humildemente a sus gobernados. Al mismo tiempo que apelaron por mantener la armonía entre los pueblos y el imperio, también consideraron necesario evitar conflictos entre las autoridades locales y los habitantes. En últimas, la concepción que tenían los voceros de la Junta de los funcionarios y el gobierno se sostenía bajo el principio de la obediencia que debían las autoridades subalternas a los mandatos del «Soberano» y a las leyes. Así sería posible mantener el orden social, el fin principal de gobierno.
Los peticionarios entonces, haciendo eco del marco discursivo común del poder, acogieron los términos de sumisión y respeto con que debían presentarse ante las autoridades centrales para que sus quejas fueran escuchadas. Utilizaron el medio institucional indicado y el discurso público gubernamental. El estudio de la práctica política permitió ver en acción tanto a los sectores populares como al estado. El sistema estado evidente en los funcionarios civiles y militares que desplegaron su poder para imponer y cobrar contribuciones, ejercer medidas coercitivas y perjudiciales para algunos pueblos; y el organismo institucional de la JPCM que se presentaba como el camino para hacer conocer las demandas contra las autoridades locales y servir como intermediario entre el emperador y los pueblos, constituía el ala protectora de los desfavorecidos. Y la idea del estado expandida y desplegada por el régimen, y que presentaba la imagen del emperador como un padre protector que escucharía las quejas de sus hijos, fue asumida, al igual que los valores del régimen, por algunos representantes de los pueblos (al menos eso expresaron en el espacio público por escrito) con el propósito de defender intereses de tierra y cargos públicos. Así, parece plausible estudiar al estado en su funcionamiento cotidiano, una propuesta teórico-metodológica que podría aplicarse para otros periodos y lugares.