Los géneros policial y de terror han tenido una presencia sostenida y medular en la ficción argentina. Desde los decimonónicos relatos góticos de Juana Manuela Gorriti y el fantástico de Eduarda Mansilla -precursora de la modalidad imaginativa de Silvina Ocampo y de textos de Jorge Luis Borges como "El Aleph" (Lojo 299)- hasta las oscuras narraciones de Mariana Enríquez -sin olvidar los cuentos de terror de Horacio Quiroga y el neofantástico de Julio Cortázar-, la literatura argentina se ha preocupado por reinterpretar los miedos sociales y los aspectos más siniestros de lo cotidiano. Por su parte, las ficciones policiales de Eduardo L. Holmberg, Borges, María Angélica Bosco, Angélica Gorodischer, Rodolfo Walsh, Manuel Puig, Ricardo Piglia, Claudia Piñeiro y tantos otros pusieron en juego mecanismos ligados al enigma, el crimen y sus implicancias sociales, y permitieron imaginar el modo en que "la narrativa policial define la forma de la literatura argentina" (De Rosso, "En el octavo círculo" 635).
Las novelas del corpus, Santería y Sacrificio, de Leonardo Oyola, y Súcubo e Incubo, de Nicolás Correa, forman parte de anunciadas sagas inconclusas (aún) configuradas en los bordes de los géneros policial y de terror. Si bien los juegos de verosímiles que plantean las tradiciones de estos géneros pueden percibirse como incompatibles -el policial alude a la esquemática racionalidad burguesa, y el de terror, a un quiebre de los paradigmas cognoscitivos dominantes-, ambos problematizan aspectos ligados a los antagonismos sociales y a las epistemologías hegemónicas en el capitalismo, y su combinación tiende a exacerbar dichos efectos de sentido.
Las novelas Santería y Sacrificio, de Leonardo Oyola, muestran el asedio de lo inexplicable en cruce con el delito en una comunidad que vive en los extremos más pobres de la ciudad. Las estrategias de distribución de la información y su desciframiento se presentan desde la voz de Fátima Sánchez, una vidente que reside en la villa de Puerto Apache1. La narradora reconstruye en flashbacks su orfandad, el asesinato de su pareja -una figura del narcotráfico zonal- y la imposibilidad de controlar el futuro que ella misma predice. A partir de ese lugar de enunciación se narra la confrontación con el mal, como consecuencia del rechazo de una asociación espuria con la poderosa Marabunta -una exprostituta VIP heredera de un imperio económico-. En esta trayectoria individual se cuela un correlato de la derrota colectiva: el desalojo de los humildes habitantes de Puerto Apache, para dar paso al megaproyecto inmobiliario de la construcción de Puerto Madero, un lujoso complejo residencial y comercial.
Con modos figurativos afines, el relato Súcubo, de Nicolás Correa, parte de un rechazo de Ciro, el enunciador, a una conspiración con otros personajes para violar a una gitana. Aunque procura mantenerse ajeno a la acción violenta, Ciro es cómplice porque protege la identidad de los delincuentes y sostiene el secreto del asedio al cuerpo femenino, lo que trae funestas consecuencias para el barrio de Santa Clara. El narrador arrepentido reconstruye esta historia desde su presente como exorcista en un penal, para explicar los avatares de su pasado y la desaparición de esta comunidad consumida por un demonio local. La segunda parte de esta ficción, Íncubo, ostenta el revés de la posición enunciativa ya que el relato es asumido por una joven huérfana poseída, que refiere el abandono de las instituciones estatales y las vejaciones físicas y morales sufridas desde su infancia.
Antes de avanzar en el análisis y explicitar la matriz teórico-metodológica que constituye la presente perspectiva, propongo señalar algunas consideraciones respecto a las condiciones históricas en que estas producciones emergen. Leonardo Oyola (1973) irrumpe en la narrativa argentina contemporánea para hacer visible la actualidad del género policial. Desde la publicación de Siete y el Tigre Harapiento en 2004, Oyola se concentra en ficcionalizar la voz de delincuentes y marginales. De este modo, con el lenguaje del submundo construye un universo que pone en cuestión las configuraciones violentas de una sociedad plagada de desigualdades. Entre sus textos más destacados se puede mencionar Chamamé (2007), que en su trama representa una amistad delictiva atravesada por la traición y que ganó el premio Dashiel Hammett; y Kryptonita (2011), novela que incorpora la ciencia ficción para mostrar la dimensión heroica de una comunidad criminal. Con Hacé que la noche venga (2008), Oyola incursiona en el terror, matriz discursiva que también emplea en una novela recientemente publicada, Ultratumba (2020), donde la narración de un motín se fusiona con una invasión zombi en un penal.
Por su parte, las producciones de Nicolás Correa (1983) circulan con menor asiduidad en los abordajes de la crítica académica. El autor ha publicado varios libros de cuentos como Made in China (2007) -donde aparece el cuento "Heroína", más tarde transformado en novela-, Engranajes de sangre (2008) y Prisiones terrestres (2010); el volumen Virgencita de los muertos (2012), premiado por el Círculo Independiente de Poesía de México, y las novelas Súcubo (2013), Íncubo (2015) y Heroína. La guerra gaucha (2018). Esta última recrea la voz de una excombatiente de Malvinas transgénero y viene a desarmar toda una noción de patria basada en la opresión y en la desigualdad. Gabriela Cabezón Cámara escribió la contratapa de su única edición, donde sostiene que Heroína discute con toda una gesta de la literatura nacional y "el esfuerzo macho de hacernos una lengua padre".
Aunque de una manera diferencial (debido a la distancia de diez años que los separa), los autores aquí abordados pueden considerarse como parte de la segunda generación de la Nueva Narrativa Argentina. En Los prisioneros de la torre. Política, relatos y postdictadura, Elsa Drucaroff define la noción de generación como un tiempo-espacio en el que se convive con experiencias y hechos históricos que forman un fondo común de pertenencia. El periodo dictatorial de 1976 a 1983, la guerra de Malvinas en 1982, los gobiernos de Carlos Saúl Menem -signados por la "hegemonía de ciertos valores, hábitos culturales y formas de encarar la política y la vida social que se impusieron con explícito cinismo" (172)- y el estallido social de finales de 2001 -saqueos, manifestaciones multitudinarias, represión y caída del gobierno de Fernando de la Rúa- son algunas de las vivencias compartidas por los escritores de la Nueva Narrativa. Si bien el año de nacimiento de Correa encuentra al país en plena democracia, se puede sostener que el peso de estos años oscuros y sus funestas consecuencias permanecen en la conciencia de la población aún mucho después de 1982. En todo caso, Drucaroff designa como "prisioneros de la torre" a los literatos nacidos después de 1960, que emergen al ámbito intelectual en los noventa, signados por el peso de la militancia o el compromiso político de sus antecesores y la responsabilidad de trazar un rumbo diferente reelaborando la catástrofe (34,35).
Asimismo, el objetivo de este artículo no es preguntarse por la reescritura de un pasado de derrota política sino más bien construir una lectura que incorpore los sentidos sociales del cambio histórico, con herramientas de la hermenéutica dialéctica (Feuillet). Más específicamente, el interrogante fundamental podría enunciarse en los siguientes términos: ¿de qué manera las novelas estudiadas articulan, alrededor del complot, los relatos individuales, los procedimientos enunciativos y las figuraciones de lo colectivo mediante la reescritura del género policial y de terror?
1. HERMENÉUTICA DIALÉCTICA Y COMPLOT
Para modular este análisis retomo algunas categorías del método propuesto por Fredric Jameson en Documentos de cultura, documentos de barbarie, en el cual se prioriza la interpretación política de los textos a partir de una dialéctica de mediaciones entre la obra individual y sus sentidos colectivos. Este modo de lectura que, siguiendo a Juan Manuel Romero, denomino hermenéutica dialéctica, no tiene por objetivo descifrar las intenciones ni los "velos ideológicos" ocultos, sino reconfigurar los significados ligados a la historia y lo social. Según Romero, "Se trata de un sentido iluminador de la praxis política del colectivo social oprimido, en tanto que inervador de la acción políticamente transformadora o generador de una comprensión crítica a la sociedad existente" (14).
Es clave mencionar aquí el concepto marxista de modo de producción, que opera en el fondo de esta configuración interpretativa como dimensión del sentido a reconstruir en el nivel colectivo. Sin embargo, cabe señalar que el modo de producción no se percibe como una categoría mecanicista que expresa la determinación económica sino como una "totalidad conflictiva" que relaciona varios niveles (cultural, ideológico, político, económico) de lo social. Es decir, desde el punto de vista dialéctico, debe ser posible reconstruir una totalidad histórico-social que incorpore las contradicciones y heterogeneidades sin desactivar el conflicto, y que se despliegue desde las especificidades abordadas (Adorno 76). Para esto, Jameson propone una reelaboración de los horizontes de interpretación medievales, de modo que cada texto tiene un sentido "literal" ligado al referente textual; una clave "alegórica" o código interpretativo (el modo de producción); una articulación de estas exégesis en un nivel "moral" que considere implicancias subjetivas del conflicto, y un sentido "anagógico" que aporta la manifestación de la lectura política o colectiva (26).
Estos horizontes están en el fondo de la presente propuesta interpretativa, en la cual se privilegian los pasajes de lo individual a lo social, de lo textual a lo alegórico y de lo económico a las ideologías en conflicto. Asimismo, para percibir dichos tránsitos, es necesario definir un elemento mediador que conecte estos planos. El complot tiene, en nuestra lectura, el estatuto de un ideologema -una unidad mínima del discurso que puede manifestarse como sistema conceptual o de creencias que abarca lo axiológico (71)- y permite, por tanto, conectar los antagonismos privados desplegados en los textos con un conjunto de significaciones históricas y sociales. Este instrumento, además, define los procedimientos narrativos, los modos de circulación de la información en los relatos, tematiza las confrontaciones entre el bien y el mal (que involucran tanto aspectos del terror sobrenatural como cierta percepción del poder en el capitalismo) y caracteriza las formas de asociación entre los personajes de la ficción.
El complot, tal como lo define Luc Boltanski, en Enigmas y complots. Una investigación sobre las investigaciones, permite unificar desciframiento y secreto, inteligibilidad y desconocimiento, de allí que lo retomemos como instrumento de lectura que expone antagonismos imaginarios en conexión con lo real (Jameson 63). Peter Knight describe los sucesos conspirativos del siguiente modo: "when a small group of powerful people combine together in secret to plan and carry out an illegal or improper action, particularly one that alters the course of events" (15). El propio Boltanski retoma esta conceptualización en su trabajo y presenta objeciones ligadas al carácter humano de los participantes (son comunes las sospechas de conspiraciones extraterrestres o sobrenaturales) o a la participación en la dominación de quienes ostentan asociaciones secretas (una revuelta popular también puede leerse como complot -que, a su vez, no siempre es "coordinado" ni "planificado"-). Por último, la ilegalidad tampoco es un rasgo excluyente, puesto que incluso el Estado concierta maquinaciones por medio de servicios secretos, espías y alianzas con sectores privados (Boltanski 243-245).
De modo que vale la pena tener en cuenta aquí una advertencia de Adorno respecto a las definiciones codificadoras que dificultan los razonamientos en la dialéctica. Según el filósofo, una verdadera definición, que impulse el pensar en lugar de restringirlo a lo conocido, debería crear una constelación, un campo magnético de ideas. El autor afirma que: "no es que los conceptos, al adoptar en las constelaciones diversos significados, se vuelvan vagos, sino que en verdad son vagos en tanto aislados. Mientras que solo a través de este contexto encuentran su determinación" (367). Por eso se apunta aquí a abordar la noción de complot como ideologema mediador, que no solo puede resignificar ciertos aspectos del poder en el capitalismo, sino también poner de relieve que la trama conspirativa modula las maneras de decodificar lo cotidiano y articular resistencias. Así es que se tendrá en cuenta el funcionamiento de lo confabulatorio de manera más amplia, en el marco de las dinámicas paranoicas de desciframiento, de relación entre la verdad y lo decible.
Los abordajes del crítico argentino Ricardo Piglia -quien también subrayó la idea del complot como lógica del poder estatal, ligada a sus formas de control poblacional, a los flujos de dinero y a la dimensión de la amenaza (12)- pueden especificar esta relación de la maquinación con la ficción. Para el crítico argentino, el complot es el punto de articulación entre los procedimientos de construcción de los relatos -que involucran el escamoteo de información- y ciertas operaciones descifradoras, que invocan lo paranoico. Además, la propia idea de revolución se relaciona con la maquinación, porque el único modo de escapar a una sociedad tramada en base a la asociación secreta de poderosos es articular contracomplots o complots contra el complot. Sobre las novelas de Roberto Arlt, Piglia señala: "El sujeto siente que socialmente está manipulado por unas fuerzas a las que atribuye las características de una conspiración destinada a controlarlo y debe complotar para resistir el complot" (19).
Lo señalado es clave para el abordaje del corpus, ya que las novelas se estructuran desde posiciones enunciativas ambiguas, que desmitifican los mecanismos conspirativos "invisibles" del modo de producción y organizan comunidades marginales para desarrollar formas conspirativas de resistencia local. Por otra parte, conviene retomar, en esta instancia, algunos aspectos del género policial (Lafforgue y Rivera; Mandel; Giardinelli; Maltz; De Rosso, Nuevos secretos) y de terror (Martínez de Mingo; Caroll; Culleré; Schwarzböck; Gasparini) que están en el centro de las poéticas de los autores abordados y que rescriben una tradición de la literatura nacional mencionada al comienzo del artículo. Según Elvio Gandolfo, el terror argentino reelabora las coordenadas del complot y lo paranoico en una tensión entre la amenaza de lo sobrenatural y la marca de lo siniestro, esta última está centrada en factores de "presión fóbica" (376). El término "puntos de presión fóbica" es acuñado por Stephen King para referirse a miedos que no siempre son sobrenaturales ni individuales (las arañas, las serpientes, las alturas) sino sociales, políticos y económicos (King 20-21).
Siguiendo a Ezequiel de Rosso, se pueden mencionar los dos umbrales que definen el género policial. El primero de estos umbrales es el caso criminal que motiva una terceridad (un conjunto de vínculos problemáticos entre un detective -o cualquier figura descifradora-, el criminal y el Estado), y el segundo, ciertas reelaboraciones de la cultura de masas ("En el octavo círculo" 617). Los narradores de las ficciones de Correa y Oyola enlazan una serie de informaciones destinadas a descifrar el enigma de lo social tras las tramas delictivas y a enhebrar secretos individuales con formas de organización de la desigualdad. De este modo, hacen uso del policial como artefacto cultural que permite repensar la dominación y, a la vez, reflexionar sobre los modos diferenciales de distribuir la verdad. En este sentido, lo desconocido se lee no solo en el plano de las maquinaciones del poder, sino también como punto de cruce entre el saber y el no saber, lo que configura un movimiento de sentido que replica los enigmas del policial y que oscila entre lo individual y lo colectivo, entre lo racional y lo misterioso. La noción de complot, entonces, permite aludir al problema de la dominación en el capitalismo, desnudando la dimensión política de las prácticas de opresión y resistencia.
2. BRUJAS, EXORCISTAS Y POSESAS. NARRADORES DE LO INCIERTO
En las novelas abordadas, el complot escenifica los antagonismos individuales en universos que intercalan lo racional y lo irracional, precisamente, estos planos yuxtapuestos funcionan exacerbando las contradicciones sociales. La focalización en la conciencia de los protagonistas regula el acceso a la información según la estructura indicial de los relatos policiales hacia el descubrimiento de un enigma. De esta manera, el misterio se expone en el resquicio que queda entre el funcionamiento de las mecánicas de dominación y los asedios de lo inexplicable.
Por ejemplo, en Súcubo, el lector descubre las causas del encierro del narrador, Ciro, conforme avanza el relato, así como la identidad del verdadero culpable del asesinato de su amigo Coke y el destinatario de su relato epistolar. En Íncubo se revela hacia el final la causa de la soledad de Fátima en el convento en ruinas, y su vínculo con el narrador de Súcubo. En Santería y Sacrificio, la Víbora Blanca también reconstruye antecedentes de sus contiendas con la Marabunta, pero el recorrido indicial es hacia el futuro, puesto que lo que se rememora es el contexto de las anticipaciones sobre los crímenes y secuestros que perpetrará la diabólica Lucía Fernández.
Asimismo, los narradores son mediadores entre lógicas y mundos que conviven conflictivamente, entre los universos de la racionalidad delictiva (violaciones, asesinatos, participación en comunidades criminales) o del "fuera de la ley" y del terror sobrenatural (me refiero a los indicios de la suspensión de las leyes naturales, que llevan al desajuste cognitivo, dejando al lector desamparado ante el caos y lo incognoscible [Lovecraft 17]). Por eso en sus discursos no hay certezas sino miradas parciales, transgresoras y a veces delirantes, que, no obstante, arrojan lucidez sobre el mundo que habitan.
El narrador de Súcubo irá revelando su secreto conforme avanza la historia del barrio de Santa Clara, donde la dominación se narra en clave de violencia sexual. La complicidad adolescente en un episodio de violación acorrala a Ciro en cada etapa del relato, como un signo de la tragedia privada y comunitaria. El silencio de los amigos que complotan para violentar a una gitana tiene consecuencias funestas, como declara el enunciador: "Los tres juramos mantener el secreto. El Coke se lo llevó a la tumba" (17).
En el presente de la enunciación, Ciro es un exorcista que usa su poder en beneficio de una comunidad de desplazados, la población carcelaria, e intercala el relato de su pasado con narraciones sobre los sortilegios que realiza en la cárcel, donde establece alianzas con distintos personajes. De este modo, la serie delictivo-conspirativa de la violación de la gitana y el asesinato de Coke aparece entreverada con un catálogo de hechos inexplicables. A la vez, como los detectives de las novelas policiales, el exorcista es un marginado, que ubica la enunciación desde el lugar ajeno a las instituciones. A esto se suma la habilidad de ver lo que nadie puede observar y de expulsar el mal de los cuerpos ajenos (gracias a técnicas aprendidas de la lectura de relatos de religiosos). Ante esta evidencia, el narrador se posiciona en las orillas de lo social y también de las racionalidades dominantes, declarando su perspectiva: "Soy un marginado de la institución. Ni siquiera puedo compararme con los santos exorcistas. No entro en las clasificaciones. Aunque soy exorcista como muchos de ellos, es verdad que soy un caso raro" (173).
Los métodos de exorcismo de Ciro son heterodoxos, mezclan oraciones e invocaciones católicas con cantos en lenguaje quechua que aprende de un expreso de ascendencia indígena. Este no es el único uso de las tradiciones populares en Súcubo, allí aparece el relato legendario, espeluznante y cruel sobre el destino de la desaparición de los pueblos. Es el caso de la historia de la gitana de Perm, una anciana cubierta en harapos que convoca un ejército de mujeres-súcubos para consumir las energías de todos los hombres del pueblo en interminables orgías nocturnas. En dicha metaficción, además, los habitantes desechan al hijo que nace de las entrañas de la anciana y este demonio-súcubo vuelve para acorralar una y otra vez a la comunidad. La leyenda atormenta a Ciro luego de su participación en el complot con los violadores y se hace real en Santa Clara cuando comienzan a desaparecer los personajes masculinos.
En Santería y Sacrificio la voz de Fátima Sánchez también está prefigurada por las dinámicas de la marginalidad y la excepcionalidad. La enunciadora de estas novelas tiene el poder de ver lo que nadie puede observar, característico de las figuras detectivescas pero exacerbado por la percepción de lo sobrenatural. A su vez, logra comunicarse con un heterodoxo mundo religioso que engloba el universo de los muertos y los cultos populares, como el del Gauchito Gil2. Así lo concibe la enunciadora: "Yo tengo fe. Tengo poder. Y estoy armada. Por eso la gente viene a consultarme. Por eso me pagan. Porque no cualquiera habla con el Gaucho. No cualquiera habla con Dios. Y sobre todo porque no alcanza con rezarles" (Santería 19). Pero su atribución del poder de las invocaciones choca con la predicción de Lorelei, una prima transgénero que tira las cartas y le anuncia a Fátima su ruina.
Sumado a esto, la Víbora Blanca es una narradora transgresora aún de lo sagrado, dado que contraviene el código ético que prohíbe el intercambio del don por dinero. Su trayectoria narrada en forma de flashbacks tiene también un doble anclaje que replica la yuxtaposición entre lo racional y lo misterioso. Una de las versiones resulta más ajustada al conocimiento de lo "comprobable": la niña nace en una comunidad de inmigrantes brasileños, El Jabuti, y su piel "blanca" se configura como signo de una anomalía biológica o de la amoralidad de la madre -que muere en el parto-. Por eso Fátima es abandonada por su padre en un basurero del cinturón ecológico, de donde la rescata Ña Chiquita, madre sustituta que la entrena en la profesión.
Como en Súcubo, en Santería se narra una metaficción legendaria que replica en clave sobrenatural una tragedia comunitaria. La leyenda dice que una misteriosa anciana resucitada recibe a una bebé de manos de dos hombres desnudos, lampiños, con los ojos blancos y la boca cosida. Ante esta aparición, la mujer adopta a la niña "tan blanca como el color de las salinas" (76) y emigra de su paupérrimo pueblo para procurarle alimento. El rastro de hormigas coloradas la conducen a Providencia, donde son asistidas por los pobladores. Pero al amanecer todos los habitantes aparecen transformados en cadáveres asediados por las hormigas. Esta peregrinación durante los "Amaneceres del Algarrobo Pazioca" culmina con el cruce de caminos entre la Víbora Blanca (Fátima) y la niña-demonio (la Marabunta) que se enfrentan en un desolado territorio ajeno a todo rasgo de humanidad.
Al igual que la voz de Ciro, que rodea el espacio misterioso entre la historia propia y la metaficción, la de Fátima se ubica en el cruce entre estos universos, en el exacto borde incierto entre lo inverosímil y lo legendario. En aquel lugar se interseca con la historia de su antagonista, Lucía Fernández, una figuración del demonio, la "Marabunta". Esta exprostituta vip asciende socialmente enredándose con poderosos corruptos de todas las esferas sociales, desde militares hasta intendentes asociados a organizaciones delictivas. Así se configura como diabólico, maligno e inexplicable el funcionamiento conspirativo de la sociedad capitalista.
Fátima es el nombre también de la narradora de Íncubo, una joven poseída con una oscura infancia de orfandad y maltrato. La enunciadora reconstruye su pasado en un relato desarticulado, en el cual presenta los antecedentes de la transformación de su cuerpo en incubadora del mal. El foco narrativo ubicado al interior de esta conciencia -que solo puede modular una exposición refractaria de la anarquía violenta de su memoria- confronta al lector de lleno con la incerteza y el horror de la siguiente manera: "El desorden de mi relato, ya te lo confesé, me obliga a ir reponiendo cosas que voy recordando y permanecían olvidadas. Ahora vuelvo a narrarte aquello que quedó pendiente y me devuelve a la forma en que los depravados se debatían nuestros cuerpos" (195).
En Íncubo también aparece, en el relato de la posesión de Constanza (otra niña que habita el convento), una metaficción que ostenta la dinámica del abuso de poder en el plano colectivo: "El abuelo, en sus memorias, había dejado escrito que: ¿Lograremos exterminar a los indios? Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia, sin poderlo remediar. Esa calaña no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría a colgar ahora si reapareciesen ... Su exterminio es providencial y útil' (129). A este suceso se liga la posesión como una suerte de castigo aplicado sobre los descendientes de los opresores, de modo similar a la venganza del súcubo en la primera parte de la saga.
De cualquier manera, en Íncubo la violencia es inescrutable, inexplicable en términos humanos, porque es perpetrada por representantes de los poderes capitalistas que conspiran contra el extremo más débil y desprotegido de lo popular. Son funcionarios políticos, religiosos, empresarios y terratenientes quienes consuman estos ataques orgiásticos contra niñas huérfanas, y exhiben así la apariencia más perversa de su constitución como clases dominantes. De esta forma lo narra Fátima: "La hermana Greta administraba los placeres de los siete hombres: el intendente Acuña, el obispo Marazza, el empresario Ángelus, el terrateniente Grenuel, Pichino, el Negro y Dio Fetente, y de sus dos hermanas Justina y Hebe" (195).
En la segunda parte de la saga de Correa, los episodios de posesión ocupan el punto exacto en el que la presión fóbica se exhibe en el cuerpo como eje de la violencia social e individual. Así como en Súcubo se relata desde la culpa por el secreto y la complicidad que desencadena la destrucción incontrolable, en Íncubo se enuncia desde la pérdida de dominio sobre el propio cuerpo poseído por el mal y la impotencia ante la depravación de los invasores:
Acto seguido, veía que mis extremidades se contorsionaban como si fueran de goma, el cuerpo se arqueaba mirando al cielo y así permanecía con el invasor ya dentro para horadar mi íntimo espíritu, roer mi alma, romper la fe, vociferar que estaba abandonada en un mundo perdido y que yo podía ser la reina de un tiempo por venir. De mi boca, orejas y nariz entraban y salían arañas, cucarachas, gusanos que me habitaban en esas horas nocturnas. (74).
El de Fátima es un cuerpo que propone no solo una flexión fuera de toda posibilidad física sino también un astillamiento de la conciencia, una representación de lo transgresor en todos los planos: lenguaje, cuerpo y cultura. Es decir, el efecto de terror recae también sobre la imposibilidad de disciplinar el cuerpo y el comportamiento de la niña, que representa en la sociedad burguesa los valores de la virtud y la inocencia.
Mientras en Súcubo la crónica de la violación (un saber que el enunciador posterga permanentemente) es breve y alusiva; en Íncubo, la enunciación abunda en detalles expandiendo y proyectando la monstruosidad de dichas escenas. Estas zonas del relato son el espacio de las verdades más terribles de lo social; asimismo, es allí donde Íncubo despliega el diálogo con una tradición de narrativa argentina que recuerda a pasajes de "El matadero", de Esteban Echeverría y de "El niño proletario", de Osvaldo Lamborghini, y que no deja de abrevar en la dimensión espeluznante del poder:
El empresario se arrojó sobre mi cavidad y empezó a morder los labios. El dolor que me producía era insoportable, pero eso excitaba aun más al enfermizo ser que tenía de verdugo ...
Miré al costado y vi a las gemelas que no dejaban de llorar, tomadas de las manos, y que los Egregors las acechaban enloquecidos. El horror se desplegaba en cualquier parte. Constanza era golpeada una y otra vez de manera atroz, de su cuerpo brotaba sangre que el padre lamía, entre embestida y embestida. (154,155)
Desde las ruinas del convento, Fátima reclama un abandono de Dios que revela la desidia de todas las instituciones que debían proteger a una niña huérfana, y que solo conspiran para maltratarla. Allí su cuerpo se transforma en hábitat de lo que rechaza, producto de las violaciones o del encuentro con Baal Zebub: "El hijo que llevo en mis entrañas, que crece como un cáncer desbocado, es el hijo del señor de las Moscas" (299).
Lo que se configura, desde esta perspectiva narrativa, como umbral entre lo inexplicable y los horrores sociales: "Esa era una nena de doce años atormentada por lo inexplicable e invisible. Yo, como el límite de una frontera difusa entre la realidad y lo otro, una zona indefinida en la que ningún lazo, ninguna oculta semejanza confundía los abismos celestiales con el minúsculo dibujo de la palabra terror" (74). La danza macabra que quiebra certezas y empuja al caos opera desde la perspectiva con la que Fátima relata su historia en Íncubo, porque el lector asiste a una conciencia que oscila entre los mundos de la realidad y la pesadilla, o permanece en el límite paranoico que impide separarlos.
A pesar de este panorama desalentador, un resquicio de rebelión y expectativa se traza cuando la posesa se asocia con la señorita Miguel Ángel Bustos3, una rata que toma la forma de hada madrina en los bordes demenciales de su conciencia para apoyar a la joven en su rebelión: "Cerré los ojos, pensando que todo era una pesadilla más de las muchas que tenía, pero la señorita Miguel Ángel comentó: yo te voy a relatar los sucesos si vos no podés con ellos. Te voy a enseñar cómo se narra este tipo de fenómenos. ¿Acaso creés que las ratas no podemos relatar?" (151). Así, el contracomplot se narra desde la perspectiva paranoica y alucinada que domina toda la novela.
3. CONTRACOMPLOTS Y RESISTENCIAS IMPOSIBLES
En el plano individual, el enfrentamiento de la Víbora Blanca con la Marabunta implica un rechazo al complot con el poder -porque Fátima se niega a cumplir el pedido de Lucía de realizar un "amarre" que se inscribe fuera de sus códigos éticos- y una consiguiente maquinación contra la dominación, que toma la forma de una resistencia local. Del mismo modo, en Súcubo, Ciro rechaza de modo parcial el complot patriarcal para violar a la gitana, aunque mantiene el secreto. Tampoco sucumbe a los encantos del demonio cuando el asedio del mal deviene en la destrucción del barrio de Santa Clara y la muerte de todos sus habitantes -excepto Ciro y Fátima, una bebé que queda a su cuidado y que será la protagonista de Íncubo-. A estas confabulaciones dominantes, que alegorizan una forma de poder inescapable en el plano colectivo, se oponen, en el interior de las ficciones, fuerzas de resistencia asociativas, secretas, ilegales y sobrenaturales.
Como se expuso antes, el exorcista y la posesa de Correa y la Víbora Blanca de Oyola narran desde la excepcionalidad, la incerteza y la ignominia. En esta instancia, no obstante, vale destacar que estos personajes son sobrevivientes y subversivos, porque desobedecen y conspiran contra los poderes económicos y sobrenaturales. Ciro se alía secretamente con su vecino Víctor y una colectividad de mujeres del barrio de Santa Clara para rescatar a los hombres caídos en desgracia; Fátima, con su coenunciadora fantasmática, contra los abusadores del convento (y de la sociedad), y con Ciro contra los demonios que la poseen; la Víbora Blanca (apadrinada por el Gauchito Gil) con el expolicía Aguirre, su sobrino Danielín y su amigo el Emoushon, contra la Marabunta y la legitimidad de su imperio económico. En todo caso, estos contracomplots suscitan comunidades mínimas que tienen como objetivo una disputa local contra el mal, una batalla que se presenta tan desigual como imposible.
Sumado a esto, las narraciones de Oyola y Correa están ancladas en una dinámica de poder que desplaza, destruye, hambrea y asedia comunidades enteras. Esta dimensión colectiva del sentido se reconstruye en las metaficciones de los Amaneceres del Algarrobo Pazioca en Santería y Sacrificio, en la destrucción del propio barrio de Santa Clara en Súcubo, o en el robo de territorios indígenas en Íncubo. El punto de presión fóbica apunta allí a un peligro para la clase dominante, la exhibición de la desigualdad, permeada por estos territorios que alegorizan la ineficacia e injusticia de las transformaciones históricas.
En Santería, Fátima destaca esto respecto al desplazamiento de Puerto Apache: "Otra villa recuperada, dicen ellos, los que gobiernan. Y todos contentos. Menos nosotros, los que en teoría deberíamos estar festejando por el progreso. Esa topadora que nos está pasando por encima. Esa topadora que nos va a condenar al olvido" (136). Lo que se desnuda allí, de nuevo, es una economía que va por debajo y que tiene la forma de una conjura misteriosa contra los menos beneficiados, como lo revela el discurso de la Víbora Blanca: "Seguramente es un negocio donde los cobros y las ganancias vienen de otras cosas que el Apache jamás les iba a poder dar. Porque la villa solo tenía para ofrecer eso; su territorio. Un territorio que antes se supo disputar también entre la gente del Apache" (137,138).
En Súcubo, el barrio de Santa Clara tiene una fuerte tradición de militancia y organización que opera como fondo del ataque diabólico. En este sentido, el lugar del asedio no es simplemente alegórico, está cargado del peligro que implica la asociación comunal. El espacio que elige el súcubo en este caso es la "unidad básica", el área de reunión de los militantes peronistas del barrio. Allí, asimismo, se constituye el agujero negro por el que se cuela la destrucción de conspiraciones peligrosas para la dominación, por eso el reducto de reuniones políticas de la comunidad es destruido en un incendio final.
Asimismo, Ciro es el único personaje de sexo masculino que se mantiene ajeno al asedio del súcubo, tal vez por el rechazo a la militancia política del barrio. Este aspecto justifica la sospecha de sus vecinas, patente en el siguiente diálogo:
La madre del Elías interrumpió:
-Sabés una cosa, yo no entiendo por qué vos no estás ahí. ¿Cómo es eso?
La Iaia saltó en mi ayuda.
-Será que no milita, Heli, es lo único que se me ocurre. Yo, de los que estaban ahí y conozco la mayoría sé que milita. (Correa, Súcubo 185).
Entretanto, la voz de Ciro deja que se cuele la perspectiva socarrona y lúcida de la Nueva Narrativa, cuando es capaz de desacralizar las figuras que presiden el espacio:
Los dibujos de las caras de Perón, Evita, el caudillo, separados, juntos, al lado de San Martín o Belgrano, estaban deformados. Había varios que desde chico me causaban impresión: el primero era de Perón, tenía una papada tan grande que parecía una paloma buchona, otro de una Evita muy cabezona, y uno del caudillo tan patilludo que era igual al hombre perro de La guerra de las galaxias. (182).
Por su parte, en Sacrificio también aparece la posibilidad de la rebelión teñida de ironía política, ya que una de las puertas del infierno está ubicada en un pueblo fantasma. Cuando Lorelei confiesa que "la puerta está en una estación de trenes abandonada en el sur de la provincia" (77) toma sentido la humorada del expolicía Aguirre: "-No me digás nada: la otra puerta está en Anillaco, ¿no?" (77)4. Además, la derrota de la Víbora Blanca se configura en un contexto narrativo que conjuga la rebelión con lo sobrenatural, asociando estas escenas a un efecto irreal y ambiguo. La Marabunta irrumpe en un hotel tomado en Once donde se esconde Fátima y secuestra a su hijo mientras Lorelei y el Emoushon combaten con muertos vivos en el espacio mítico de la estación de trenes de Tucumán.
De este modo, los antagonismos que no pueden resolverse en el ámbito de lo racional constituyen desafíos para estas conspiraciones en el espacio de los muertos, la magia y lo inexplicable. El conjuro mágico de Lorelei en Tucumán proyecta un destino rebelde determinado por el lenguaje y el origen social, la bruja logra liberar a los muertos y estos la llaman "María de color ébano", porque lleva en su piel la historia de los esclavos. Por su parte, la dimensión del sacrificio redentor es ocupada por el Emoushon, que muere heroicamente designado como el "pobre Cristo roto". Paralelamente, desde el hospital psiquiátrico la Víbora Blanca enuncia una nueva visión del futuro: el contracomplot en germen entre su hijo, su sobrino y Aguirre para exterminar a la Marabunta. En la saga de Correa, Ciro y Fátima también se encuentran en el espacio donde los poderes inexplicables se disputan la posesión de los cuerpos, y desde allí se prometen un futuro de resistencia. "Puedo responder a la pregunta de cómo seguir después del horror: seguir con el horror a cuestas. Exhibirlo en carne propia" (Íncubo 299), dice la posesa de Correa.
Es decir, las subversiones que proyectan estas novelas no solo alcanzan los presentes de su enunciación, sino que se proyectan a un futuro donde sus descendientes y aliados deberán conspirar también contra los horrores de la dominación, aún en el plano sobrenatural e inexplicable. Por último, los relatos estudiados narran los horrores contemporáneos sin evadir aspectos misteriosos ni dejar de lado ninguna ignominia, logran así tematizar la crueldad de las hegemonías sostenidas en el tiempo, más allá de las alianzas entre clases dominantes que consumaron el genocidio durante la última dictadura militar. Esta mirada supone un posicionamiento lúcido ante el presente y hacia delante, que conspira contra la tendencia a invisibilizar "la democracia corrupta y decepcionante que vivimos" (Drucaroff 26).
4. UN FINAL ABIERTO
Las sagas de Oyola y Correa no están aún completas, por tanto, el futuro incierto de sus personajes se ofrece como interrogante sobre las formas de resistencia y representación de la desigualdad. Desde este punto de vista, no podemos ofrecer aquí conclusiones totalizantes, aunque sí recoger los aspectos clave de nuestro análisis. A partir de la hermenéutica dialéctica se articularon los elementos conspirativos privados para retomar el modo de producción como clave alegórica, que se despliega en los complots del poder en el nivel económico, ideológico-religioso y cultural. De esta forma, el punto de vista teórico-metodológico posibilitó el registro de las dimensiones de sentido individuales y su estrecha vinculación con lo social. El ideologema del complot se integró aquí como instrumento mediador para descifrar las asociaciones secretas suscitadas por las dimensiones inabarcables de la dominación e interpretar posibilidades de resistencias subversivas.
En estas novelas, la superposición conflictiva de mundos sobrenaturales (las criaturas diabólicas, la posesión, los súcubos) con puntos de presión fóbica (la improductividad, la pobreza, el hambre, la violencia sexual, los complots políticos) suponen la reescritura imaginaria de una serie de antagonismos sociales. Los cruces entre temporalidades antiguas, que perviven en los relatos míticos y se proyectan a futuros catastróficos, hablan de los modos en que los relatos de los vencidos sobreviven para desnudar sus verdades sobre el "progreso". La pobreza y el hambre se instalan expandiéndose hasta convertirse en una serie de privilegios que desplazan a comunidades actuales, a la villa de Puerto Apache, a Santa Clara, a las poblaciones indígenas o gitanas. Se hace evidente así el funcionamiento caótico de un modo de producción que, paralelamente al bienestar económico de algunos sectores, produce excesos de miseria y destrucción (Eagleton 28).
De modo que, en este corpus, lo inexplicable semiotiza un misterio (no clausurado) del funcionamiento del capitalismo, las asociaciones obligadas entre sectores del poder que pueden asediar impunemente y destruir todo a su paso. Los empresarios, intendentes, curas y obispos que violan a las huérfanas de Íncubo alegorizan zonas del poder relacionadas al mal, del mismo modo que los militares, funcionarios y poderosos con quienes se alía la Marabunta en las ficciones de Oyola. Esto es, el modo de producción solo sostiene su hegemonía en virtud del ocultamiento de estos complots, por tanto, revelarlos en enunciaciones que incorporen las complejidades sociales constituye, en sí mismo, un acto subversivo.
Así, los enunciadores de Sacrificio, Santería, Súcubo e Íncubo desnudan la ignominia de los poderosos, haciendo descifrables algunas claves del saber sobre los modos de organización social, pero además articulan contracomplots con otros derrotados. Sus relatos tocan los bordes del horror en narraciones enigmáticas, colmadas de secretos, caóticas, pero extremadamente lúcidas. Si, como señala Daniel Link, "el mundo es una selva de signos" y "la función del género pasa (y de ahí su interés) por las formas en que intenta resolver la contradicción de lo social" (7), la yuxtaposición de las matrices del género policial y de terror hacen evidente que esta resolución abunda en los modos conspirativos de enunciación y resistencia.
Por último, queda por destacar que las historias de nuestro corpus convocan voces que violentan las normas de lo social, porque la mirada sobre el horror no puede ser cándida: la vengativa Víbora Blanca transgrede los códigos de la magia al obtener dinero de esta actividad, Ciro participa de una violación ocultando el secreto que deviene en el asesinato de Coke, Fátima extermina cruelmente a los violadores en el convento. Estos personajes exponen su historia desde el cruce entre posiciones transgresoras y excepcionales, median entre los universos de lo racional y lo incognoscible, y por eso pueden construir narraciones inciertas, focalizadas en una pregunta sobre lo venidero más que en certezas totalizantes. Allí yace su gesto subversivo, ya que no clausuran el misterio de la dominación, aunque desnudan el carácter conspirativo del capitalismo, y ponen en escena lo más recóndito, oculto y espeluznante de este modo de producción. Ya lo advierte Mark Fisher: "El capital es, en todos los niveles, una entidad espeluznante, a pesar de surgir de la nada, el capital ejerce más influencia que cualquier entidad supuestamente sustancial" (12).