Las evidencias científicas sobre la degradación ambiental, resultante del modo de habitar y del hacer uso de los ecosistemas por parte de la humanidad, han sido reafirmadas por los últimos informes internacionales sobre el estado de la biodiversidad, los ciclos biogeoquímicos, la biósfera y los procesos esenciales para la vida. Los datos del informe de la Plataforma Intergubernamental en Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos [IPBES] (2019) señalan que casi un millón de especies animales y vegetales están en peligro de extinción, es decir, estamos perdiendo una octava parte de la biodiversidad.
Por su parte, el Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático [IPCC] (2018), en su informe especial sobre calentamiento global, advirtió sobre la necesidad de una drástica reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero para detener el calentamiento global y no superar los 1,5° C. Este mismo organismo, en su último informe alertó que solo será posible parar el calentamiento global en niveles muy por debajo de 2° C "si aplicamos transiciones sin precedentes en todos los aspectos de la sociedad, los ámbitos de la energía, la tierra y los ecosistemas, las zonas urbanas y las infraestructuras, y la industria" (IPCC, 2019, p. 5).
Simultáneamente, en Argentina -y también en la región- no cesa la creciente conflictividad en torno a la disputa por los bienes comunes. El también creciente corpus de investigaciones en torno al tema muestra el interés y la preocupación del ámbito científico por el avance de la conflictividad (Merlinsky, 2013, 2016; Muñoz, 2016). Los conflictos ambientales se expresan en Argentina en torno a la minería a cielo abierto, al fracking, al desmonte, a la disposición de los residuos, a la afectación por agrotóxicos, así como también hay movilizaciones y debates en torno a normativas sobre la regulación del agua, a la protección de los bosques nativos, a los glaciares y a los humedales.
En un material recientemente publicado bajo el título Atlas del agronegocio transgénico en el Cono Sur (Aranda, 2020) se muestran las dramáticas consecuencias en la salud de las poblaciones próximas a los territorios colonizados por el monocultivo de la soja y el maíz transgénico. El monocultivo industrial conlleva consecuencias en diferentes aspectos: acaparamiento de tierras, desplazamiento y criminalización de campesinos y pueblos indígenas, degradación de ecosistemas y destrucción de las economías regionales, el control del mercado por parte de corporaciones y, finalmente, el impacto del agronegocio sobre los cuerpos, especialmente de las mujeres. Pueblos y escuelas rurales son expuestos a las fumigaciones con agrotóxicos. Hoy existe evidencia probada sobre los efectos en la salud de personas y ecosistemas (Ávila et al. 2017; Bernardi et al., 2015; Díaz, 2017; Klier et al., 2017; Verzeñassi, 2016). Con la presencia creciente de estudios científicos, se van configurando observatorios de conflictos ambientales, redes y encuentros de afectados1.
La irrefutable situación que atravesamos hace innecesario dar mayores explicaciones acerca de por qué la educación ambiental representa en este momento una prioridad. Una educación que omite -u oculta- estos efectos devastadores del desarrollo parece, más bien, educar de espaldas a la responsabilidad ética que le compete. Si la educación es un hecho político-pedagógico, entonces, asumimos aquí que nuestro sistema educativo ya ha tomado un determinado posicionamiento, porque, indudablemente, siempre se parte de "pensar la educación desde cierta opción: educación para qué, educación en favor de quién, educación contra qué" (Freire, en Marín, 1978, p. 3).
Este artículo surge de la integración de los fundamentos teóricos sobre los que se apoyó una propuesta de lineamientos políticos y conceptuales producidos por los autores para la nueva gestión gubernamental asumida en diciembre de 2019, en Argentina. Tales fundamentos teóricos se conforman a partir de una recopilación bibliográfica proveniente del pensamiento ambiental y pedagógico crítico de América Latina. Se han priorizado las obras que aportan a la relación entre educación y ambiente, y desde allí se plantea la postura propuesta, de cara a repensar la arquitectura de un sistema educativo en clave ambiental crítica.
El texto se organiza en tres apartados: en el primero se presenta un estado de la cuestión en materia de políticas educativas en el país; en el segundo, se desarrolla la posición de los autores en torno a qué educación ambiental se propone; y, en el tercero, se plantean las gramáticas urgentes que deberían permear el sistema educativo. Se finaliza con una síntesis del posicionamiento político y pedagógico y, tangencialmente, se mencionan los retos frente al contexto de pandemia.
La educación ambiental en el sistema educativo argentino: entre lo omitido, lo censurado y lo irresuelto
En términos de la degradación de nuestro sistema de vida -entendida como una profunda crisis civilizatoria (PNUMA, 2003) -, es indiscutible que el sistema educativo argentino carece del correspondiente correlato en materia de políticas educativas y de las instancias que la materializan: los núcleos de aprendizaje prioritarios [NAP]2, los diseños curriculares jurisdiccionales, los contenidos de la enseñanza en los programas escolares de las instituciones en cada una de las jurisdicciones y los libros de textos producidos por las editoriales. La incorporación efectiva de la educación ambiental en el proyecto educativo nacional -a diferencia de otros temas, como la educación sexual integral, los Derechos Humanos o la educación intercultural bilingüe- 3 ha sido largamente pospuesta, por la falta de formación de los decisores, pero fundamentalmente por su resistencia a reconocer en la crisis ambiental, la crisis misma del modelo epistémico que sostiene la "arquitectura global de la educación" (Breidlid, 2016, p. 14). Esta situación convierte a la educación ambiental en un problema político y pedagógico irresuelto, que interpela la propia concepción del sistema.
En Argentina, ha sido el propio sistema educativo nacional el más reacio a incorporarla (Sessano & Corbetta, 2016). Con tímidos avances en la normativa noventista -Ley Federal de Educación N°24.195/92 (Argentina, 1993) y la Resolución N° 37/94 del Consejo Federal de Cultura y Educación (1994) -, la educación ambiental apareció asociada a las propuestas de contenidos transversales. Es a través de la Ley General del Ambiente N° 25.675/02 (Argentina, 2002) que por primera vez se la enuncia concretamente. Años más tarde, es la Ley Nacional de Educación N° 26.206/06 (Argentina, 2006) la que la adopta y se compromete a proveerla en todos los niveles y modalidades. La cartera educativa se dispone a definir, con base en la citada Ley General de Ambiente N.° 25.675/02, un mecanismo de coordinación de las políticas y estrategias para incluir la educación ambiental "en los contenidos curriculares comunes y núcleos de aprendizaje prioritario, así como [la capacitación] a los/as docentes en esta temática" (Art. 89).
A la fecha, sin embargo, ha sido el Ministerio de Ambiente el que ha liderado la apuesta. El Ministerio de Educación concurre más bien como ente periférico, con algunas acciones aisladas de extensión y de formación docente. Las primeras se sucedieron en el marco Programa Nacional de Extensión Educativa Centro de Actividades Juveniles, donde los jóvenes desarrollaban actividades educativas vinculadas al cuidado del ambiente y al disfrute de la naturaleza. Las segundas fueron impulsadas en puntuales ocasiones por el espacio sindical docente argentino, en el marco de los acuerdos paritarios4. Cabe destacar una acción -coordinada por la cartera ambiental, como siempre- que quedó tristemente trunca: los Manuales de Educación Ambiental, producidos para todos los niveles educativos del sistema obligatorio. Este material de relevancia y de alta calidad académica fue censurado en un contexto de fuertes presiones por parte de gobiernos provinciales, las corporaciones mineras y el agronegocio (Sessano, citado por Lavaca, 2015).
Otro intento, se produce entre 2010 y 2015, cuando el Ministerio de Educación vuelve a ocupar un lugar periférico. En ese caso, el Programa Conectar Igualdad5 desarrolla una línea de formación docente a través del Plan Escuelas de Innovación Educativa. Entre las áreas de formación transversal se ubicó a la educación ambiental, lo cual permitió relacionar ese campo con las TIC. A finales de 2015, con la asunción de un nuevo gobierno de clara tendencia neoliberal, el programa fue desactivado y el personal en su gran mayoría despedido.
Así, bien sea por la baja densidad de acciones en materia de política pública, o por su concreta omisión, el sistema educativo nacional ha ignorado por lo menos dos cuestiones: (1) que la educación ambiental, desde hace ya mucho tiempo, es una marcada demanda que la sociedad, sin distinción de clases y sectores, le plantea a la educación institucionalizada; y (2) que los contextos concretos en los cuales los sujetos habitan, desarrollan sus vidas y se educan están atravesados por graves conflictos ambientales, que ponen en riesgo la vida humana y no humana (Canciani et al., 2017; Telias et al., 2014). Extraña, por cierto, la miopía de no reconocer en la crítica realidad socioambiental6 contenidos "significativos" para la enseñanza; todo esto pese a que el constructivismo en la pedagogía ha tenido gran influencia desde las últimas décadas del siglo XX (Ortiz, 2015).
¿Qué educación ambiental se propone?
La educación ambiental se concibe, en este trabajo, como un enfoque educativo transversal capaz de interpelar los modelos modernos/coloniales de conocer, producir y consumir. Es una educación que identifica, desde una perspectiva crítica, los efectos devastadores de un modo de habitar, mientras se propone aprender sobre otros modos de pensar y conocer el mundo. Es una educación preocupada por "el desperdicio de la experiencia" (Souza, 2006, p. 22) y por la equívoca forma en que hacemos uso del conocimiento desarrollado por la ciencia.
La educación ambiental es una educación que cree en su propia potencialidad transformadora. Se piensa desde Latinoamérica y desde la diversidad ecosistémica y cultural. Busca comprender, pero también aprehender de las múltiples bioculturalidades (Nemogá, 2016) -entendidas como la posibilidad de reconocer la complejidad de la vida, en todas sus formas y existencias, así como la pluralidad de culturas desde donde ese mundo complejo se interpreta y se habita-. Estas bioculturalidades, al no verse contempladas en las lógicas y en las construcciones disciplinares -como conocimientos fragmentados y constreñidos por un único paradigma-, las desbordan y las desestabilizan. Así, la educación ambiental debe partir de reconocer el desfase entre:
1. una perspectiva epistémica moderno-capitalista, que dio forma a un pensamiento científico de enorme utilidad y efectividad -pero, a su vez, pensamiento instrumental y parcelado que ha servido como herramienta de sometimiento de la vida-, sostenido en una pedagogía de las certezas de la cultura dominante -occidental- y epistemológicamente excluyente; y
2. una perspectiva biocultural y pluricultural que recupera otras visiones posibles, otros métodos, otros conocimientos y saberes, y se propone subsanar esa brecha para comprender y proteger los ecosistemas y las culturas (Ángel, 1996), al promover la transversalidad, la interdisciplina y la pedagogía de la duda con base en una ética de la vida.
En concordancia con lo anterior, la educación ambiental no puede ser condescendiente con los modelos productivistas de desarrollo, toda vez que han sido la causa del drama socioambiental actual. Vivimos y educamos en escenarios de crisis socioambientales -globales y locales- inéditos: la transformación tecnológica; la evidencia de una colonialidad que ha subyugado desde las formas de producir y alimentarse hasta las de gozar, pensar y educar; la ampliación de las fronteras de la destrucción capitalista sobre la naturaleza; la desigualdad persistente; la profunda crisis de la democracia; en fin, el inocultable fracaso de un modelo de vida. Lo anterior exige repensarlo casi todo -incluso el pensar mismo-, por ello la educación ambiental que se propone está ubicada desde una pedagogía crítica. Suárez et al. (2016) sostienen que tal pedagogía crítica debe dar "cuenta de la diversidad epistemológica y de la pluralidad político-pedagógica del campo" (p. 9); mientras, por otra parte, debe reconocer "en los educadores-educandos las cualidades de ser productores de conocimiento, formadores de sujetos protagonistas con potencialidad política y emancipatoria" (p. 11). Esta propuesta entiende
el discurso público de la pedagogía como una intervención de política [...] como una práctica de deconstrucción de nuestras formas de hacer, pensar, decir, escribir, experienciar la pedagogía, la formación, la enseñanza escolar; como un ejercicio de producción discursiva afirmativa, propositiva, desde el Sur, en torno de las formas de ser, existir y luchar. [...] [Se trata] de disputar sentidos en torno de las experiencias y los procesos educativos que vivimos, diseñamos y criticamos en América Latina. (p. 17).
Por otra parte, es una educación que busca, en sus propias raíces, concretar ese tan esquivo buen vivir, en tanto paradigma crítico de la modernidad eurocéntrica y como proyecto político intercultural (Vanhulst, 2015). En un sentido estricto, la noción del buen vivir se arraiga en la visión de los pueblos andinos -el sumak kawsay en kichwua de Ecuador y Bolivia; o el sumak qamaña, en aymara, también de Bolivia-. Según Vanhulst (2015), en un sentido amplio, la idea del buen vivir podría sintetizarse como la posibilidad y el derecho de todas las personas a acceder igualitariamente a una vida digna, entendida como un transcurrir saludable, creativo, pacífico, autónomo y convivencial; un existir sin sometimientos intra-humanos de ningún tipo: ni laborales, ni religiosos, ni étnicos, ni de género; tampoco interespecíficos, con acceso a satisfactores limitados pero suficientes -alimentos sanos, educación, trabajo, refugio/vivienda, ocio, afecto, cuidado, amistad, contacto con la naturaleza, posibilidad de despliegue de la inteligencia con límites éticos-.
Un brevísimo repaso histórico nos permitirá visibilizar un modo situado de pensar la educación (ambiental) que ya tiene un itinerario recorrido desde el pensamiento ambiental latinoamericano (Corbetta, 2019; Leff, 2009)7. Una vez instalada la cuestión ambiental en la agenda internacional -a través de la Conferencia de Estocolmo de 1972- y pese a la hegemonía de los países desarrollados ejercida desde los organismos internacionales y en perspectiva globalizante, América Latina fue capaz de producir a lo largo del tiempo, posiciones y concepciones críticas, que en gran medida permanecen desconocidas para nuestros sistemas educativos, lo cual revela la subordinación que estos han sufrido y sufren, respecto de las formas hegemónicas de educar. El eje de ese posicionamiento alterno ha sido construir marcos políticos y conceptuales, desde donde la región se piense y piense su particularidad en sus propias claves. Las respuestas más tempranas al pensamiento del Norte han sido el Modelo Mundial Latinoamericano (Herrera et al., 1974) como alternativa a Los Límites del Crecimiento (Meadows et al., 1972) y el Seminario de Cocoyoc -México, 1974-. En ambas instancias queda claro que el despilfarro del Norte y los Nortes del Sur8 eran/son los responsables directos de desafiar los límites ecosistémicos, pero, sobre todo, de la injusta distribución de la riqueza y el desigual acceso a los bienes comunes.
Estos esfuerzos de pensamiento autónomo -solo por mencionar los más tempranos- han desencadenado respuestas tanto al modelo de desarrollo -en sus versiones de alternativas de desarrollo y alternativas al desarrollo (Rojas-Mora & Eschenhagen, 2014) - como al modelo educativo que lo sostiene y lo reproduce. Sin embargo, las relaciones de poder existentes y una episteme colonializada (Grosfoguel, 2011) han mantenido esos esfuerzos en la marginalidad. Por ende, aun cuando la tradición educativa popular y pública en la región es rica en experiencias alternativas, ha prevalecido, más bien, un modelo educativo instruccional y emulador de modelos exógenos. No es casual, pues, que hasta ahora la educación ambiental en nuestra región -especialmente bajo el enfoque de educación para el desarrollo sustentable- también tienda a omitir los relatos de resistencia y de contrapropuestas.
El problema de la aceptación y la falta de compromiso de la educación para convertir en hecho pedagógico la crisis ambiental no es, sin embargo, solo de los latinoamericanos. Más bien, refleja -de diferentes formas y en todo el mundo- la incapacidad de la racionalidad dominante para reconocer que su manera de abordar el mundo y de concebir la vida son las causas mismas de la crisis. Por eso, aportar a su solución les implica cuestionarse -profundamente- en sus propios fundamentos históricos y epistemológicos. A eso se refería Morin (1999) cuando decía que "en lo sucesivo el destino planetario del género humano, podría ser otra realidad fundamental ignorada por la educación" (p. 2). El destino planetario y el de nuestra región, en particular, no puede ya regirse según las lógicas que lo han conducido al borde del exterminio.
Las gramáticas urgentes para nuestros sistemas educativos
Urge recuperar, visibilizar y recrear los saberes negados, para aprenderlos y fertilizar con ellos una nueva epistemología y una renovada pedagogía ambiental. No obstante, también persiste la deuda con los conocimientos que las propias ciencias han generado: las ciencias del clima y las ciencias de la tierra. También hay una deuda con las disciplinas híbridas, entendidas como todas aquellas que han logrado dialogar con la ecología: la economía -economía ecológica-, la ciencia política -ecología política-, la antropología -antropología ecológica-, entre otras (Toledo et al., 2002). A estas se les debe sumar la ciencia posnormal, que piensa en una comunidad de pares extendida e integra criterios éticos al pensamiento científico (Funtowicz & Ravetz, 2000), o las miradas feministas, de género y las interculturales (Walsh, 2013). Correlativamente, urge reconocer aquellos conocimientos otros omitidos: "la poética, el mito, la literatura [...] para que el universo de la ciencia vuelva a ser habitado por un saber que replantee las cuestiones del Poder y del Poder del Saber" (Galano, citado por CTERA & EMV, 2004, pp. 9-10).
En lo que sigue, se han identificado tres corpus de documentos, que, en claves distintas -y situados en forma diferente en el contexto mundial-, confluyen como bases para repensar las gramáticas de la educación. El primer corpus lo conforman la Carta de la Tierra (The Earth Charter International, 2000)9, el Manifiesto por la vida, por una ética para la sustentabilidad (PNUMA, 2003)10, la Declaración Universal de los Derechos de la Madre Tierra (Rights of Mother Earth, 2010)11 y la Encíclica Laudato Si (Papa Francisco, 2015)12. Este grupo constituye los fundamentos éticos y el giro epistémico con capacidad de resituar a la educación en pos de la sustentabilidad de la vida. A la luz de al menos estos cuatro documentos deben releerse los NAP para interpelar desde la dimensión ética y epistémica al sistema educativo en su totalidad. La educación ambiental puede y debe hacer una contribución fundamental en ello. Dice Laudato Si, en su punto 210:
La educación ambiental ha ido ampliando sus objetivos. Si al comienzo estaba muy centrada en la información científica y la concientización y prevención de riesgos ambientales, ahora tiende a incluir una crítica de los "mitos" de la modernidad basados en la razón instrumental (individualismo, progreso indefinido, competencia, consumismo, mercado sin reglas) y también a recuperar los distintos niveles del equilibrio (sic) ecológico: el interno con uno mismo, el solidario con los demás, el natural con todos los seres vivos, el espiritual [...] La educación ambiental debería disponernos a dar ese salto hacia el misterio, desde donde una ética ecológica adquiere su sentido más hondo. (Papa Francisco, 2015, pp. 1159).
Se trata de anteponer la vida a cualquier otro valor y educar para ello. La Carta de la Tierra, en su preámbulo, enfatiza sobre el crítico momento de la historia de la Tierra y la urgente necesidad de que la humanidad elija su futuro: "es imperativo que nosotros, los pueblos de la Tierra, declaremos nuestra responsabilidad unos hacia otros, hacia la gran comunidad de la vida y hacia las generaciones futuras" (The Earth Charter International, 2000, p. 1). Se trata, pues, de construir una profunda transformación del vínculo que la humanidad tiene con la Madre Tierra: "comunidad única, indivisible y auto-regulada, de seres interrelacionados" (Rights of Mother Earth, 2010, p. 1).
Asumir nuestra responsabilidad hacia la comunidad de la vida implica reformular los contenidos del conocimiento en función de una transición epistémica que desplace progresivamente las finalidades del conocimiento y de la educación, centradas en valoraciones y subjetividades mercantilizadas; orientadas a fomentar una razón productivista y competitiva. Si aceptamos que el crecimiento ilimitado no es una posibilidad, ya no deberíamos educar en ese imaginario. La lógica del acaparamiento de los llamados recursos naturales -privatista, desigual, excluyente- ha sido la herramienta por excelencia para someter la bioculturalidad. Ecosistemas, cuerpos y culturas han sido colonizados y colonializados. Ecocidio, etnocidio y epistemicidio son la tríada resultante. Así, trabajar pedagógicamente este primer corpus implica una crítica al extravío de la civilización, mientras se hace la transición hacia otras valoraciones que generen subjetividades asociadas a la reproducción ampliada de la vida, a la cooperación y a la acción colectiva.
Un segundo corpus es conformado por los diagnósticos del IPCC13 y del IPBES14. Los diagnósticos en sus últimas actualizaciones deben convertirse en referencias obligadas para todos los educadores y estudiantes en el ejercicio de conocer el estado de nuestro mundo, de cara a reorientar la intencionalidad educativa en el sentido enunciado.
Finalmente, existe un tercer corpus de materiales, que provienen desde los territorios en conflicto, con base en la construcción de conocimientos propiciados por y desde las luchas, con participación de diferentes colectivos docentes, ecologistas, indígenas, campesinos, que tienen o pueden adquirir valor pedagógico. Solo por mencionar algún ejemplo, el cajón de herramientas recopilado por la Cátedra Libre de la Soberanía Alimentaria de la Universidad Nacional de La Plata15 es un repositorio de gran importancia educativa. Entre los materiales allí disponibles, pueden mencionarse una batería de audiovisuales denominados Alimentos soberanos para los niños latinoamericanos16. Este tipo de producciones es lo que las políticas públicas de educación deben potenciar pedagógicamente, en el marco de un país y un continente impactados por la injusticia social y ecológica, pero también por la resistencia social y la re-emergencia cultural. Esto es parte del ejercicio que le compete a una educación ambiental puesta al servicio de lo que Porto (2001) ha denominado re-existencia17.
Residen aquí visiones alternas sobre la naturaleza y visiones divergentes sobre qué hacer hacia el futuro. Son otras formas del saber resultantes de prácticas de vida y de la experimentación expresa y deliberada de sujetos individuales y colectivos, capaces de hacer ensayo-error en sus propios contextos territoriales. Este tipo de materiales, por otra parte, podrían coadyuvar a territorializar los sistemas educativos en las jurisdicciones que, en gran parte, no terminan nunca de adecuar sus diseños curriculares a la propia realidad local.
De lo que no concluye
Para finalizar este texto, nos enfocaremos en dos ítems. El primero es una síntesis del enfoque sobre el que hemos operacionalizado la reflexión. El segundo plantea un reto emergente, resultado de la pura emergencia humanitaria en la que el covid-19 nos ha instalado.
En el primer caso, debe señalarse que la educación ambiental que demanda el presente enfoque educativo, político, crítico y latinoamericano requiere a su vez de pedagogías y didácticas propias, autónomas, sin constricciones de los enfoques disciplinares, aunque en diálogo con ellos. No se trata de una educación ambiental que intervenga las formas en que las disciplinas van incorporando a su manera las preocupaciones ambientales, pero sí debe hacer lugar a su interpelación desde una perspectiva pedagógica autónoma, para habilitar territorios de duda sobre el conocimiento y sus formas, su sentido y su utilidad. Se trata de abrir nuevas posibilidades y horizontes educativos y cognitivos con base en los saberes negados, porque allí están las re-existencias.
En el segundo caso, debe advertirse que, cuando los insumos para este artículo ya estaban escritos, la pandemia del covid-19 azotaba al resto del mundo y comenzaba su incursión en la región latinoamericana. La importancia de lo sostenido aquí, en cuanto a la urgencia de construir una política pública en educación ambiental adquiere, por cierto, una relevancia aún mayor. A las gramáticas urgentes descritas en el apartado anterior, les adicionamos la emergencia de otra expresión tan desesperada como propositiva de autoría colectiva: el Pacto Ecosocial del Sur (2020). Este pacto es un llamado ineludible para hacer la transición hacia una nueva versión de mundo, con base en medidas concretas frente a la crisis del covid-19.
La violencia del covid-19 emerge asociada a la violencia con que hemos destruido las ligas con el resto de la naturaleza: la devastación de los ecosistemas, con la consecuente desigual distribución de los bienes naturales. El virus se ha manifestado en un contexto donde el modelo agroalimentario productor de enfermedades zoonóticas construye ecocidios cotidianos que refuerzan la ya persistente crueldad sobre los sectores históricamente condenados.
Ojalá la crisis nos sirva para reflexionar sobre qué tan dispuestos estamos a interrumpir los sistemas de desmantelamiento de las tramas de la vida y qué tan dispuestos estamos a pensar e instalar una educación que sea ambiental. De lo contrario, habremos optado por seguir reproduciendo modelos educativos antropocéntricos forjadores de pensamientos de destrucción masiva.