Introducción
La historia del derecho y las emociones se ha enfocado principalmente en la criminalidad y los tribunales1. Un campo que ha gozado de gran atención ha sido el uso del perdón, tanto el apartamiento de querella o perdón de parte2 como las súplicas de indulto o lettres de remission3. La clemencia en la justicia del rey, que implicaba una amplia gama de negociaciones en la administración de justicia, ha sido estudiada tanto en Europa como en América4. Esta virtud formaba un eslabón fundamental en la unión emocional entre los vasallos y el soberano. Mediante la clemencia, que se concretaba jurídicamente en el indulto y moralmente en el perdón5, el rey tenía la posibilidad de expresar el amor a sus súbditos, a la vez que le permitía “exigir” la retribución amorosa en forma de lealtad y tributo6. Este atributo regio tenía una función particular en el tiempo de rebeliones, cuando era especialmente útil para restaurar el vínculo entre el soberano y los vasallos, roto por una manifestación de descontento general7.
En este artículo nos centramos en la clemencia desde el ámbito del gobierno de la Monarquía Hispánica, en un momento en el cual se cuestionó la esencia misma de esta virtud como elemento vinculante del soberano y sus vasallos. Analizamos la clemencia desde lo político, antes que desde lo jurídico, aunque, en términos de un sistema jurisdiccional donde gobernar es hacer justicia, dicha distinción es todo menos que tajante.
La discusión que trataremos en este texto se desarrolló concomitantemente con el cuestionamiento del uso de la clemencia en los tribunales. Este fue un proceso que se llevó a cabo alrededor de la propuesta de construcción de un sistema legislativo renovado que reemplazara al “anticuado”, “oscuro” y “cruel” derecho de la monarquía. El impulso del derecho patrio y la codificación tuvo como objetivo, además, eliminar toda aquella legislación “extraña” a la experiencia histórica hispano-indiana. En este contexto, cuestionamientos a la clemencia como los de Montesquieu y Beccaria contaron con cierta aceptación, pero no sería hasta después de los procesos de Independencia que tendrían aplicación práctica8.
A diferencia de la clemencia en el tribunal, en la que la súplica particular era fundamental para conseguir el perdón frente al juez, en el ámbito de gobierno el perdón debía otorgarse a un cuerpo colectivo: una ciudad, una provincia, incluso un reino. La manera ideal de conceder el indulto sería tras haber vencido a los rebeldes, castigado a sus principales líderes, y luego aceptar el clamor de misericordia de los vencidos. Pero este arquetipo no siempre se ajustaba a las circunstancias, pues generalmente el capitán del regimiento pacificador debía sentarse a negociar los términos para que los rebeldes retornaran a sus oficios. Los puntos podían ser varios, pero casi siempre se incluía una cláusula que demandaba el perdón y olvido de lo sucedido, sin que se castigara a nadie, ni siquiera a los cabecillas.
La rebelión de 1781 fue particular porque no había memoria de un movimiento capaz de poner en jaque a la Audiencia misma y al virrey de Santa Fe. El objetivo de los comuneros no consistió en derrocar al gobierno, pero sí las medidas impuestas desde la regencia. No fueron pocos los magistrados y oficiales que se sintieron humillados por haber sido obligados a firmar las capitulaciones y el perdón general a los rebeldes de Socorro, Tunja y Santa Fe. Esta ofensa a las autoridades de Santa Fe profundizó el clima de animadversión entre estos y los habitantes del Nuevo Reino. Los calificativos de un país ocupado por personas que tendían a la rebeldía, el ocio y la criminalidad ganaron fama entre varias autoridades. Este sentimiento de desconfianza se incrementaría con el descubrimiento de supuestos planes para derrocar el gobierno, gestados dentro de las familias principales de Santa Fe. En esos términos, la idea misma del vasallaje estaba en duda: ¿eran los habitantes del Nuevo Reino verdaderos vasallos? Más aún, ¿eran estos merecedores del premio de la clemencia?
Con este artículo nos proponemos poner en discusión la idea de la clemencia regia durante estas décadas en las que se cuestionó la idea misma de vinculación emocional entre los vasallos y el soberano. Nuestra hipótesis es que durante este corto periodo de tiempo se afianzó una idea que consideró que la clemencia no podía ser una virtud que fuese útil para la obediencia de los vasallos, no porque el rey no fuese capaz de usarla, sino porque en los tiempos que se vivían entonces, se pensaba que los habitantes del Nuevo Reino recibirían la clemencia no para retornar el amor al monarca, sino para convertir el perdón en insurrección. De esta manera, pretendemos incorporar la virtud de la clemencia como un aspecto fundamental en la discusión misma de la obediencia y la legitimidad de la monarquía, la cual se vio cuestionada en estas décadas, pero nunca desapareció de la práctica del gobierno hispano.
1.Entre clemencia y obediencia
El conflicto entre los comuneros del Socorro y las autoridades del Nuevo Reino de Granada, iniciado en abril de 1781, pudo darse por saldado después de dos hechos capitales: la ejecución pública de José Antonio Galán, en febrero de 1782, y el indulto general promulgado a nombre de Carlos III por el arzobispo-virrey Antonio Caballero y Góngora, en octubre del mismo año. El perdonar a los rebeldes con una muestra previa de rigor era una actuación regular del gobierno de la monarquía, se había ejecutado así antes, y no parecería constituir un evento particular el haber dispensado de la pena a la mayoría de los rebeldes del Socorro, ni siquiera a varios de sus capitanes. La pacificación de la región se había logrado, los rebeldes volvieron a sus asuntos, las reformas se aplicaron posteriormente sin mayor resistencia; de esta manera, no era factible que se iniciara una nueva rebelión.
Pero la calma que se notaba en las provincias no se correspondía con el temor a una posible rebelión que se estaría fraguando desde los círculos de las familias criollas. El conde de Torre-Velarde, oidor de la sala del crimen en 1797, le escribió al ministro Manuel Godoy que, después de haber pasado un año en el reino, no podía concluir otra cosa sino que sus habitantes eran víctimas de una naturaleza frugal que los hacía ociosos, ladrones y, lo más preocupante, “fáciles de seducir y soberbios”. Este espíritu propicio para la sedición y la adopción de las doctrinas de los “filósofos” se habría visto alentado, además, por la factible esperanza de impunidad que habría dejado tras de sí el perdón de los comuneros de 1781. Esta acción, lejos de resaltarse como una estrategia política que calmó definitivamente los ánimos de las provincias, fue señalada por el conde de Torre-Velarde como la forma más propicia de acrecentar la insolencia de los vasallos, ya que “en ves de ahogarse y extinguirse su espíritu de rebelión, parece se lo á aumentado la piedad”9.
La carta del conde de Torre-Velarde surgió como respuesta a la noticia de la fuga de Antonio Nariño y su posible arribo a las costas cartageneras. El interés del oidor, más que informar de la conducta de los habitantes del Nuevo Reino, consistía en mover al Príncipe de la Paz para que centrara la vista por un momento en esta región del imperio y le enviara un refuerzo de tropas que liberara a Santa Fe de su estado de indefensión. El temor a la conspiración no era una actitud exclusiva de este oidor, antes bien, pareciera que por la época en que este escribió la misiva, los oficiales reales, en particular aquellos de origen peninsular, estuviesen más inclinados a la actuación rigurosa que a la clemencia real.
El proceso que se llevó contra los conspiradores santafereños descubiertos en 1794 muestra que los oidores habían cerrado filas para castigar rápidamente a los sospechosos de levantarse contra la monarquía. Aunque las pruebas contra los acusados no eran suficientes para pasar de la sospecha a la certeza semiplena, Manuel Godoy les indicó tanto a los oidores como al virrey Ezpeleta que, en estos casos, “convenía de valerse del rigor con preferencia á qualq[uier]a otro medio”10. No obstante, el virrey, que en principio había actuado con total apoyo a la captura y el enjuiciamiento de los conspiradores, cambió su actitud hacia una más benevolente. El arzobispo de Santa Fe suplicó al Real Acuerdo el perdón a los acusados con apoyo del virrey11, convencidos de que, en lugar de perturbar el orden del reino, el uso de la benignidad podría traer mayores beneficios para que los rebeldes pudieran “conocer, detestar y amargamente llorar sus yerros”, y, además, excitar en ellos el “reconocimiento, generosidad, veneración y […] ciega sumisión á sus soberanos”; sentimiento que se extendería a familiares, amigos y conocidos12.
Llama la atención que el virrey, teniendo la facultad para perdonar arbitrariamente delitos a nombre del rey, no haya concedido el indulto directamente a los conspiradores. Aunque le escribió en varias ocasiones a Godoy para que ordenara el giro hacia la benevolencia, no hubo una solicitud directa de su parte. Según algunos procuradores de los acusados, el virrey les había prometido verbalmente que buscaría el perdón real, pero esta solicitud no se realizó, o no se ha hallado evidencia documental de esta. Pero los procuradores sabían que el virrey estaba facultado para conceder perdones y había un precedente de peso para que les concediera el indulto a sus protegidos. Una de las impetraciones fue hecha por Juan José Caballero, quien le expuso al virrey para que le concediera el perdón a su parte:
“No tema V[uestra] E[xcelencia] q[ue] por dejar impune á mi parte se corrompan los demás espíritus; su suerte no puede hacer otra cosa q[ue] atemorisar, y dár al Reyno entero el ejemplo, el más funesto. Borre V[uestra] E[xcelencia] su delito por el perdón, y anonade la memoria de [é]l, haciendo nacer el amor y el reconocimiento, bolviendo un hijo al seno de su desgraciada madre, un hermano á los brazos de sus aflijidos hermanos, un pariente á toda su familia llorosa, y un ciudadano á su amada patria, q[u]e ansiosa espera el termino de sus desdichas”13.
Con total naturalidad, el procurador Caballero apela al principio de la clemencia como autoridad en su sentido más primigenio, como el ejercicio virtuoso de la dignidad real que “aumentaba” en calidad el poderío regio14. El principio clásico del poderío regio consistía en que el rey munificente atraía a los vasallos a la lealtad, en tanto que el tirano lo hacía mediante el temor. Por esta razón, el procurador argumentaba que con el castigo se daría el ejemplo más funesto, en tanto que con la clemencia renacerían el amor y sumisión al rey. Apeló asimismo el procurador a una fórmula inveterada: el dolor de la madre. El rey podría considerar justo el castigo del hombre, pero cómo causar con ello el dolor de una “desgraciada madre” que, junto con su “llorosa” familia, no era merecedora de pena alguna. Estas imágenes pretendían mover el sentimiento del rey a través de su vicario, prometiendo el arrepentimiento, y con este, la recompensa de la lealtad. Ezpeleta no concedió el indulto. Apenas respondió a la súplica con una sentencia desapasionada: “No se le dio tal palabra [de conceder el indulto ofrecido], y es necesario esperar las resultas de esta causa”15.
Para el tiempo en que el oidor conde de Torre-Velarde escribió su petición, el virrey Ezpeleta había sido reemplazado por Pedro de Mendinueta, quien era menos propenso a la conmiseración. Este virrey estaba convencido de que la calma no era sinónimo de subyugación, sino la señal de una hipócrita obediencia. Como le dijo a Godoy, “ellos [los habitantes del Nuevo Reino] conservarán su aparente tranquilidad hasta que la ocasión les proporcione sacudir el suave yugo que los gobierna”16. Unos meses antes, el Real Acuerdo de Caracas había utilizado un argumento similar para demeritar la concesión de indulto a los implicados en la conspiración de Gual y España. Después de atraerlos a la confesión mediante la oferta de perdón, el Real Acuerdo estimó que estas delaciones no fueron honestas; al contrario, se consideraron hechas con el solo propósito de “gozar a la sombra de ellas el yndulto concedido al Real nombre de Su Magestad”17.
El espíritu riguroso de la década de 1790 parece haberse relajado un poco en los albores del siglo decimonónico. Era claro que Carlos IV deseaba reformar la concesión de perdones, de tal modo que la facultad de conceder indultos quedase como un mero adorno en el título de los virreyes18. Un ejemplo de esto fue el que concedió el virrey Mendinueta a favor de Antonio Nariño, Antonio Ricaurte y Diego de Espinosa, dictaminado como justo por el Consejo de Indias, pero no así por el rey. Para el monarca era necesario vigilar a estos personajes peligrosos, incluso si se consideraba que su arrepentimiento era sincero, y conminó al virrey a que, en adelante, limitara este tipo de decisiones a lo estipulado en las leyes, con lo cual evitó toda medida de composición y gracia, “pues el hacerlo con mis vasallos criminales y dispensar el rigor de las penas, es el atributo más noble de la soberanía, que de modo alguno puede ni debe ejercer”19.
Pareciera que Carlos IV asumió que la monarquía debería desprenderse de su hábito de benevolencia sin hacerlo así el rey mismo. A diferencia de sus predecesores, en conmemoración de su coronación solamente concedió un indulto a los desertores en 1789 y así lo repitió dos veces más (1802 y 1804). Los indultos generales, que fueron relativamente comunes durante el reinado de Carlos III20, se limitaron a un par de cédulas en el del rey cazador (1795 y 1803). Por la forma de promulgación de los indultos generales, sabemos que no se deberían relacionar estos textos con la voz del monarca21, así que, si el texto de los indultos es más o menos escueto, no constituiría un reflejo de los sentimientos compasivos del rey como persona privada. Pero el indulto general debía considerarse como una manifestación de los sentimientos políticos de la monarquía, específicamente de la alegría. Dentro de la lógica de una monarquía corporativa, en la que el cuerpo del rey se extendía místicamente a la república22, los eventos de alegría que se reflejaban en el semblante real se extendían al pueblo23. De esta manera, si el rey estaba alegre, no podía gozar de la felicidad completa si sabía que algunos de sus vasallos estaban gimiendo por la opresión de sus cadenas. De allí que el perdón general surgiera de la alegría del rey.
2.La clemencia y la obediencia, fundadas en la dialéctica amor-temor
La clemencia real era la manifestación del amor del rey hacia sus súbditos. No dependía de una regla escrita o disposición legal. Podía ser la respuesta a una súplica, pero no se consideraba como la obligación del monarca. No existe doctrina sobre la clemencia real, apenas un par de tratados enfocados en el efecto jurídico del perdón. Esta característica intrínseca del poder regio en la Edad Moderna es, como el don, ejemplo típico de una convención24, una regla que es entendida por la mayoría y que está lo suficientemente arraigada como para que se considere, por decirlo así, verdadera25.
En las Partidas se dejó sentado que el perdón era una de las formas en las que el rey debía amar, honrar y agradar a su pueblo, para que, de esta manera, todos sus súbditos lo retribuyeran igualmente con amor y le temieran si respondían con desagradecimiento26. Esta idea evidentemente no fue creada por Alfonso X. Según la doctrina cristiana, el perdón fue entregado simbólicamente por Dios a los reyes como parte de su potestad, de tal manera que, al ejercer esta regalía, el príncipe podía sacrificar su legítimo derecho de vengar la ofensa y sustituirlo por una manifestación de amor27. Como parte de la economía del don, se esperaba (mas no se exigía) que este acto de dulzura y amor fuese retribuido con la lealtad hacia el rey28. Pero, y aquí está la clave del perdón real, la clemencia solamente daría esos frutos en tanto existiera la posibilidad del castigo. Así como la vinculación con el Dios cristiano está basada en el amor y temor a su persona, el perdón del rey solamente podía ser justo en tanto fuese temido y amado.
Juan López de Cuéllar, oidor del Consejo de Navarra, en respuesta a una consulta del virrey de ese reino acerca de la facultad virreinal para agraciar reos, publicó en 1690 el tratado iuridico-político sobre la práctica de indultos, basado en buena medida en la obra del jurista napolitano Garsia Mastrillo, cuyo monumental tractatus de magistratibus y el anexo ad indultum generale fueron obras con cierto prestigio entre algunos tratadistas hispanos29. En el tratado, López de Cuéllar asentó que la autoridad regia para remitir delitos fue concedida por Dios para que estos demostraran su majestad, y dispuso esto para que la clemencia real se asemejara a la misericordia divina, y con esta fuera amado, no solamente temido con la justicia30.
La clemencia, entonces, era una manera de demostrar la suprema autoridad del rey mediante la manifestación volitiva de una donación amorosa que liberaba a los reos de la pena resultante de sus faltas. Con el ejercicio de la clemencia se asumía que se ganaba la obediencia del cuerpo de vasallos gracias a la dialéctica de temor-amor31. Era un componente de la convención según la cual, la obediencia de los vasallos se ganaba a través de la dialéctica de temor-amor. De este modo, una amplia gama de actos de clemencia demostrados por el rey y, en su nombre, por jueces y otros servidores (desde conmutaciones hasta indultos generales)32, se consideraba conveniente para la república, por cuanto existía la promesa o ejecución de castigos vindicativos y ejemplarizantes33.
Los “filósofos políticos” del mundo hispánico de los siglos XVI y XVII resaltaron la idea de que la monarquía católica se sustentaba en el príncipe político cristiano, guiado por la virtud, antes que por la razón de Estado34. Durante la guerra de Flandes se afianzó la idea de que la clemencia debía acompañar la fuerza militar para “ganar corazones”, restaurar la paz y aumentar la autoridad del príncipe35. En la tratadística, esta ambivalencia entre clemencia y fuerza quedó plasmada por “políticos” como Pedro de Ribadeneyra, Juan de Mariana, Eusebio Nieremberg y Saavedra Fajardo. Ribadeneyra, jesuita toledano preocupado entonces por el conflicto en Flandes y la decadencia del Imperio hispánico, postula la sustentación doctrinal del príncipe virtuoso en su Tratado de la religión y virtudes de 1595. En este postuló la idea ya expuesta arriba de que el príncipe debía ser “manso y benigno, para que por la mansedumbre sea amado, y por la fortaleza temido; manso para los rendidos, y para los buenos desvalidos; severo y grave para humillar á los soberbios y altivos; en perdonar sus injurias, fácil y piadoso; en castigar las de Dios, terrible y zeloso”. Ribadeneyra consideraba que la verdadera fortaleza del príncipe radicaba en seguir la “ley evangélica” que ordenaba amar a los enemigos y hacer el bien a quienes lo aborrecían, en imitación de Dios, quien era “benigno para con los ingratos y malos”36.
El gobierno del príncipe político cristiano privilegiaba los “medios suaves” sobre los rigurosos, al menos al nivel de la cédula que era pregonada por bando. En el caso de la guerra de Flandes, el perdón se ofreció ampliamente para aquellos que demostraran arrepentimiento por haberse levantado contra su “señor natural”, pero, en secreto, el rey se reservaba la posibilidad de castigar a los culpables del delito de lesa majestad37. Varias décadas después, Felipe IV concedió un perdón general a los involucrados en el tumulto de la ciudad de México de 1624 y, de esta manera, priorizó el amor y la lealtad de sus vasallos al rey38. Desde cierta perspectiva, el perdón podría interpretarse como la aceptación de la incapacidad para controlar a los vasallos39, pero era, asimismo, la forma de reafirmar la benevolencia del rey y atraer la gratitud de los súbditos liberados de la pena. Además, aunque se perdonó a la mayoría de tumultuarios, ocho de los cabecillas fueron excluidos del perdón40, con lo cual quedaba equilibrado el tándem amor-temor, propio del príncipe cristiano.
El ideal del uso de la clemencia se correspondía con un paradigma en el que el oficial se servía de su prudencia para decidir cómo actuar en derecho, para lo cual priorizaba la equidad respecto a lo estrictamente jurídico. Aunque los oficiales tuvieran la capacidad para usar la severidad, se consideraba preferible tratar con benevolencia a los vasallos y conminarlos con suavidad a la obediencia, antes que someterlos con rigurosidad y ganarse su odio41. En este sentido, aun en el desequilibrio de la dialéctica temor-amor, el oficial podía servir a la equidad al permitir un nivel tolerable de desorden, siempre y cuando este fuese favorable a la república. De esta manera, el amor al reino debía prevalecer sobre el deseo de aplicar el castigo sobre los malvados. Incluso en estos casos, quedaba la esperanza del arrepentimiento de los yerros y la transformación del insolente en el más leal vasallo.
En la práctica, durante el siglo XVIII el perdón continuó siendo un recurso para resolver los conflictos y restituir la relación afectiva entre el rey y los vasallos42. Por ejemplo, tras la concesión del perdón a los comuneros del Socorro en 1782, el arzobispo-virrey le explicó al Ministro José de Gálvez que la promulgación de esa gracia se hizo con el propósito de “radicar más la tranquilidad conseguida en esos vastos Dominios”43. Pero lo más interesante fue el hecho de que, casi al finalizar su escrito, dijera que “En mucha parte de este yndulto notará V. E. expresiones que no merecen estas gentes, pero hay ocasiones en que para decir a uno lo que debe hacer es menester suponer, y aun asegurar, que lo há hecho”44. Es decir, que aunque se aceptara que muchas de las frases atenuantes de la culpabilidad de los partícipes (en especial, los cabecillas) no eran honestas y que las concesiones fueran inmerecidas, para lograr la obediencia de los vasallos era necesario representarlos como si en realidad hubiesen sido víctimas del engaño y tuvieran la filial inclinación a obedecer a su legítimo señor.
El hacer mención a la contrición que lleva al arrepentimiento, al dolor que causa la deslealtad, era una costumbre de la súplica. No obstante, sería un equívoco equiparar este remordimiento con el sacramento de la penitencia, ya que, en este último, la confesión llevaba al perdón divino. En contraste, en el fuero de lo temporal, la confesión llevaba a la condena. La paradoja es que la confesión conllevaba el castigo, pero el arrepentimiento podía abrir el camino a la condonación o remisión de la pena45. Solamente el culpable podía ser indultado. Este era uno de los principios fundamentales de la institución jurídica del indulto46. Al presentarse a solicitar el indulto, el reo tenía que enfrentar el hecho de ser culpable y arriesgarse a recibir la pena de la que era merecedor. Por ello, era fundamental “mover a la clemencia” a los jueces y que estos, a nombre del rey, remitieran la sentencia y borraran el delito por el cual se estaba siendo juzgado. No obstante, la remisión de la pena no conllevaba automáticamente la restituio famæ ni la restitución de los bienes embargados en el juicio47. En caso de que el reo deseara que se le borrara la infamia que había contraído por cometer un delito, debería recibir la explícita mención de la restitución de su fama y bienes48. Por esta razón, se consideraba que los inocentes no debían acogerse a los indultos, pues estos siempre irrogaban infamia49.
Era relevante convencer a los jueces de la sinceridad del arrepentimiento, puesto que estos podían decidir que no sería justo conceder la remisión de la pena si no había honestidad en la súplica. Vale la pena traer a la vista nuevamente el indulto dado a Nariño, pues el Consejo de Indias consideró sincera su compunción. Según lo resumido en el informe de su confesión de 1795, Nariño negó que su intención hubiera sido infundir las ideas francesas con la impresión ilegal de los Derechos del hombre y que fue un acto de imprudencia, antes que de rebeldía. Decía, además, que le “causaba horror” pensar en las consecuencias de sus actos, especialmente si estas habían llevado a la sublevación. En su momento, el fiscal Manuel M. Blaya valoró como insincero el arrepentimiento de Nariño, y esto tuvo mucho peso para que se le condenara50. Tal vez, en 1798 no hubiese una total recuperación de la confianza, pero la profecía incumplida de una sublevación generalizada (así como de la augurada invasión inglesa) permitió relajar los ánimos de las autoridades, tanto en Santa Fe como en la península. El gobernador del Consejo de Indias dejó consignado en su voto que, al no haber ningún movimiento en las provincias del Nuevo Reino, no había razón para persistir en la rigurosidad. De hecho, recordó la tradicional estrategia que llamaba a ganar corazones mediante la clemencia, antes que forzar a la obediencia con la severidad:
“Nada inclina más a la subordinación que el uso prudente de la piedad y del perdón oportuno de los delitos y desvíos de los hombres, y más corazones ha conquistado la benignidad que la fuerza y el rigor. Si los ánimos están exasperados de antemano, el castigo irrita más y precipita a los mayores desaciertos, y muchas veces conviene tanto el disimulo como el más eficaz remedio del mal que se experimenta”51.
El uso de la clemencia era parte de una estrategia política que no se derivaba de una norma inmodificable. El problema con el que se enfrentó la idea del príncipe político cristiano durante el dominio borbónico radicó en el desencanto por la dialéctica temor-amor y los focos de rebeldía, real o imaginada, que persistían en los dominios del rey en América. De manera dispersa, ciertas voces se quejaron de la benevolencia con la que se trataba a los vasallos rebeldes. Una de estas fue alzada por el fiscal de la Audiencia de Santa Fe en la redacción de la relación de mando del virrey Messía de la Cerda, en 1772. El Estado del Virreinato de Santa Fe, como se tituló a ese documento, aseguraba que los “buenos vasallos” se veían amenazados por los indígenas rebeldes, quienes, en lugar de ser castigados, eran premiados con la suavidad. Esta estrategia, de acuerdo con el fiscal, había sido infructuosa y, antes bien, había hecho de los indígenas pertinaces en su insumisión52.
La clemencia del rey no fue cuestionada, pero sí el hecho de que con su aplicación se atrajeran el amor y afecto de los vasallos. Visiones como las de José de Gálvez, que consideraba que entre los americanos rebeldes la única manera de alcanzar el vasallaje y la obediencia era “por el temor del castigo”, sin opción para la clemencia53. También en Nueva España, el virrey De Croix había elevado la queja al rey por el estado de insurrección que habría dejado la política de clemencia con los vasallos: “el fatal y abominable sistema de mis antecesores ha puesto este país en el extremo de la maldad, en la inobediencia, en la impunidad”54.
Manuel del Socorro Rodríguez, abogado y publicista de gran prestigio en Santa Fe, aprovechó la tribuna de la que disponía como director del Papel Periódico de Santa Fe para resaltar los riesgos de la clemencia, para lo cual usó como ejemplo el evento más impactante del momento, como fue la ejecución de Luis XVI. En quince números impresos entre abril y septiembre de 1794, publicó el “Retrato histórico de Luis XVI”, que consistía en un discurso apologético del último Borbón y una advertencia para los ilustrados lectores de su diario sobre los nefastos efectos que conllevaría dejar impunes las conspiraciones y sublevaciones55. El retrato no hace una comparación explícita entre la insolencia del vulgo francés y los vasallos americanos, pero es claro que hay en este texto un interés por educar a los magistrados respecto a las consecuencias nefastas del exceso de benevolencia y el hecho de permitir la difusión de ideas contrarias a la monarquía.
Rodríguez consideraba que la decadencia de Francia inició con el reinado de Luis XV y que la revolución se habría gestado desde 1775, con la guerra de las harinas56. Lo que argumentaba era que, si Luis XVI hubiese sido más riguroso con los rebeldes de entonces, se hubiese logrado “contener los Espíritus sediciosos”. No culpa al soberano por haber actuado guiado por su bondad. Al fin y al cabo, estaría recurriendo a una conducta histórica de los príncipes católicos que preferían “inspirar la ternura del corazón de un Padre respecto de sus hijos”. Los verdaderos responsables de la debacle habrían sido los magistrados, incapaces de mover la actitud del rey para que entendiera “que la indulgencia y el perdón en semejantes casos son contrarios a la misma humanidad, y destructores del bien público, que es la suprema ley”57. La conclusión de Rodríguez era que si entonces se hubiera ejecutado a unos pocos o, en sus palabras, “derramado alguna corta porción de aquella sangre vil y criminal”, la Revolución francesa no se habría concebido58.
Llama la atención que el fin del “retrato” consista en unos apartados del testamento de Luis XVI, de los cuales resalta el perdón que el rey próximo a su ejecución les concede a todos sus enemigos, incluidos sus carceleros, y ruega a Dios que los perdone, así como ellos le deberían perdonar las que consideraran sus faltas59. Lo anterior resalta el carácter de la crítica al uso de la clemencia entre los “ilustrados” del Nuevo Reino. El rey debía interpretarse como una persona llena de virtudes, pero la salud de la república sólo se mantendría si los magistrados y oficiales eran los suficientemente cuidadosos como para evitar el desorden de los vasallos y del pueblo. La advertencia era simple: el soberano tenía todo el derecho de demostrar su munificencia al pueblo, pero sería maldad y no obediencia lo que se obtendría con la misericordia cuando la clemencia del rey premiaba a un cuerpo de vasallos inmerecedores de ese privilegio60.
3.La clemencia como premio a la obediencia
Francisco Azero, franciscano misionero en las provincias de Tunja, Vélez y Socorro, fue el encargado de dictar la plática doctrinal exhortatoria posterior al suplicio de José Antonio Galán y sus capitanes en la plaza mayor de Santa Fe. Algunos meses después, este exhorto fue distribuido mediante un impreso titulado Premios de la obediencia: castigos de la inobediencia. En este, el fraile aprovechó el símbolo de la granada, que adornaba el escudo de armas de Santa Fe, para representar el carácter “agridulce” del gobierno, el cual mezclaba la acritud de la severidad con la dulzura de la clemencia61. A lo largo del sermón, Azero puso en juego ese binomio, donde les correspondía el castigo a los malvados y el premio a los desobedientes. La enseñanza que pretendía dejar con este escrito era simple: si los vasallos querían “experimentar la rigurosa Justicia del Juez de la Tierra, y del de él Cielo” podían ser desobedientes al rey; si, al contrario, deseaban “mansedumbre, y piedad”, solamente deberían demostrar la obediencia debida a su señor natural62.
Este discurso dejaba claro que, si bien existía la posibilidad de indulto, el olvido y perdón de las ofensas de los vasallos, estaba condicionada por las pruebas de obediencia y lealtad63. Los indultos incluían siempre una condición en la que los perdonados perderían cualquier acto de clemencia en caso de reincidencia, pero, en el caso del concedido a los comuneros, la condición aprovechaba la distinción sutil entre indulto y perdón. El indulto correspondía, en sentido estricto, a la remisión de la pena merecida, en tanto que el perdón se relacionaba más con la reconciliación entre el ofensor y el ofendido. Con el primero, se libera de la pena, con el segundo, se lavaba la infamia64.
En Azero, la idea de ciega obediencia era una condición ideal, posible. Decía: “si esta ciega obediencia fuera siempre el exemplo de todas nuestras acciones. ¿Qué pecados podría haver[?]”65. La clemencia del rey era parte de su naturaleza, pero que no hubiese castigos sería el efecto de un pueblo virtuoso, afecto a la obediencia. Hasta cierto punto, coincide con Montesquieu, quien decía que “al pueblo virtuoso, pocas penas”66. Pero en la filosofía del francés, así como en Beccaria, el equilibrio no debería ser entre amor y temor, o entre obediencia y desobediencia, sino entre leyes y castigos.
El clamor por la obediencia del fraile Azero no era innovador. De hecho, llevaba a primer plano el ideal de sumisión franciscana, sustentada en la humildad del vasallo. Tampoco fue novedoso el exhorto del capuchino Joaquín de Finestrad, pacificador de la provincia del Socorro, quien asumió un enfoque más cercano a la obediencia ignaciana, que valoraba como la forma más perfecta de sometimiento aquella en la que el vasallo recibía el mandato del superior como si proviniera de sí mismo67. Esta sumisión provenía, además, del mismo ordenamiento divino que otorgaba potestad a los reyes y estableció el orden natural del mundo. La rebelión, por tanto, era una insumisión tanto contra el rey como contra Dios68. Una frase como la expuesta por el virrey De Croix tras las rebeliones novohispanas de 1767, en la que se conminaba a los vasallos a “callar y obedecer”, se asemeja a la dicha por Finestrad, según la cual “al vasallo no le toca examinar la justicia y derechos del Rey, sino venerar y obedecer ciegamente sus reales disposiciones”69. Expresiones similares se habían manifestado previamente en diversas ocasiones70, de manera tal que, antes que una expresión novedosa, era la reiteración de la búsqueda infructuosa de la obediencia vasallática.
Podría considerarse que el perdón sería el resultado de la debida obediencia. Así, solamente aquellos leales vasallos que fallaron, por debilidad, ignorancia o engaño, serían remitidos de sus penas. Si la libertad venía acompañada de la contrición del delincuente, entonces la obediencia sería la deseada: una sumisión del entendimiento para actuar en consonancia con la voluntad del monarca. Tal vez, por esta razón, Finestrad resaltaba al posible vasallo lector que comparase la tranquilidad del espíritu alcanzado tras el perdón general con la angustia que tenía durante los tiempos de la revolución. El indulto no sólo daba tranquilidad al no ser castigado, también aquietaba el alma del pueblo agitado, por lo que sería deseable conservar dicho estado pacífico, antes que regresar a la incertidumbre creada por la insolencia. Sólo en la reconciliación con Dios y el rey obtenida tras el perdón se alcanzaría la felicidad. En palabras del fraile: “Por fortuna vuestra y grande consuelo mío, rayó en tiempo la luz del desengaño y aún no acabáis de admirar la propia felicidad de que ahora gozáis, libres de aquellos peligros, reconciliados con el Dios de las Misericordias y perdonados por nuestro amado Soberano”71.
La clemencia como premio por la obediencia era otra forma de representar la dialéctica amor-temor, aunque con un mensaje dirigido a los vasallos72. Así, si Manuel del Socorro Rodríguez les advertía a los magistrados y oficiales que actuar débilmente contra los rebeldes representaría la ruina de la monarquía, en Finestrad, la amenaza iba hacia los pobladores del Nuevo Reino: “Vosotros que no quisisteis vivir en mares de clemencia pereceréis en abismos de justicia”73. El texto de Finestrad no llegó a oídos de los vasallos del Nuevo Reino, ni siquiera a los sujetos ilustrados de sus principales ciudades74, pero ¿cuántos sermones dominicales habrán transmitido ese mensaje a indígenas, esclavos, campesinos y vecinos del Nuevo Reino de Granada? Esta es una pregunta abierta que podría ser resuelta posteriormente.
Conclusiones
Después de la Rebelión de los Comuneros de 1781 parecía evidente que la única manera de recuperar el orden sería a través de la obediencia. Las autoridades del reino repetían que la ausencia de rigor había marcado el camino hacia la rebeldía y la desobediencia. El levantamiento de los comuneros parecía dar la razón a personajes como el regente Gutiérrez de Piñeres, quien se opuso a todo tipo de conmiseración con los levantados75. Tal como lo sugirió años más tarde Manuel del Socorro Rodríguez, la clemencia solamente ocultaba el sentimiento de rebeldía, pero no sometía a la sumisión a los vasallos insumisos.
Esto generó una ideología paradójica, en la que se aceptaba que el rey tenía la potestad de perdonar a su arbitrio, pues este era una elemento fundamental de su ser soberano, pero, por otro lado, debería impedírsele utilizarla, ya fuera mediante el consejo o el rechazo de las impetraciones de perdón. El argumento que sirvió en este caso fue el de un príncipe virtuoso que no podía ser bondadoso con un pueblo corrupto, lo cual contradecía la idea de que la república era el reflejo de su príncipe.
Lo anterior tenía un efecto político más profundo. Si los pobladores del Nuevo Reino eran esencialmente deshonestos, ¿cómo sería posible creer en sus súplicas? Toda confesión, cada manifestación de arrepentimiento, debería ser tomada como una mentira. No habría entonces posibilidades de clemencia. De hecho, esta posición tuvo sus efectos en la década de 1790. El mismo Carlos IV negó la posibilidad de conceder un indulto general tras su coronación, con lo cual puso el ejemplo. Manuel Godoy rechazó cada propuesta de moderación e incentivó la persecución de los conspiradores en ambos lados del Atlántico. En la Audiencia de Santa Fe, el arribo de la cédula de perdón de 1795 no se acompañó de liberaciones. Al contrario, el fiscal Blaya desestimó cada una de las impetraciones y consultas que llegaban a su despacho. La Audiencia de Caracas utilizó la oferta de perdón como una estrategia para atraer a los conspiradores y capturarlos.
Las décadas de 1780 y 1790 fueron una época en la que se problematizaron los principios mismos de la relación entre el soberano y sus vasallos. Aunque la posible injerencia externa era una preocupación, lo era tanto como la destrucción de esa unión sentimental entre el rey y los súbditos americanos. La clemencia, que fue considerada durante siglos como la amalgama que unía este vínculo amoroso, se apreció entonces como aquello que podía llevar a la decapitación del príncipe. La obediencia debida, ciega y muda, debería ser aquello que restaurara la unión que se había quebrado por años de uso del perdón, antes que del rigor.
Con este artículo dimos cuenta del cuestionamiento al vínculo emocional de la monarquía durante las últimas décadas del siglo XVIII, fundamentado en la misma tradición de pensamiento monárquico que estuvo en circulación, por lo menos, desde el siglo XVI. Si bien hubo un cuestionamiento a la utilidad de la clemencia como vínculo emocional entre los vasallos y el monarca, la esencia misma de la misericordia regia se mantuvo incólume. Tampoco provino este cuestionamiento de la adopción de principios propios de la cultura de la Ilustración. Al contrario, se cuestionó a dicha “filosofía” por corromper a los vecinos principales y fomentar a través de ellos las ideas revolucionarias en “el vulgo”. La solución propuesta al problema permaneció en el campo de la moral y la virtud. Por esta razón, fue relativamente sencillo retornar a una política de clemencia cuando amainó el temor a la revolución.