Introducción
En la República Argentina los crímenes cometidos en el marco de la última dictadura militar (1976-1983) fueron denunciados por los activistas de las organizaciones de derechos humanos, quienes lograron instalar el tema en la esfera pública, aun en plena dictadura. Prueba de ello fue que el candidato a presidente que finalmente triunfó en las elecciones, Raúl Alfonsín (de la Unión Cívica Radical), llevó como una de sus promesas centrales de campaña el juicio a los culpables por las desapariciones y las torturas llevadas a cabo por las fuerzas represivas en dictadura. Ya en democracia, el gobierno de Alfonsín cumplió con la promesa de promover el juicio a los represores. Así, las cúpulas militares se sentaron en el banquillo de los acusados y fueron condenadas por dichos crímenes. Se trató de un proceso relevante para la democracia naciente, a pesar de que muchos de los activistas lo consideraron inconcluso o insatisfactorio.1
El gobierno de Alfonsín mismo, algunos meses después del juicio a las Juntas Militares, bajo presión militar sancionó las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que implicaron el inicio del cierre del proceso de justicia. Las leyes ponían un freno a los procesos judiciales y exculpaban a algunos de los represores cuyos juicios estaban en marcha, con la idea de que cumplían órdenes de sus superiores. El ciclo de lo que el activismo en derechos humanos llamó “la impunidad” terminó de solidificarse cuando en 1989 y 1990, al poco tiempo de asumir, el nuevo presidente Carlos Menem, del Partido Justicialista, sancionó los indultos a través de los cuales los represores que estaban encarcelados quedaron en libertad. Entre finales de la década del ochenta y mediados de la década del noventa, Argentina transitó un período en el que la problemática de los crímenes cometidos por la dictadura parecía cerrada. Las organizaciones de derechos humanos no tenían la capacidad de movilización que habían alcanzado en los albores de la democracia. No obstante, promediando la última década del siglo XX, el tema de las violaciones a los derechos humanos volvió a aparecer en la agenda, a raíz de nuevas declaraciones de represores que confesaron sus crímenes y del nacimiento de organizaciones como la que crearon los hijos e hijas de las víctimas del terrorismo de Estado.2 En la segunda mitad de la década, las organizaciones de derechos humanos y muchos otros actores que las acompañaban recuperaron la iniciativa, y a la demanda de justicia, orientada a un Estado al que acusaban de garante de la impunidad, le agregaron la demanda de memoria por los crímenes cometidos. La pretensión de memoria estaba orientada a que la propia sociedad no olvidara los crímenes sufridos, aunque no perdía de vista que su garante debía ser el Estado.
El 8 de julio de 1999 la Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires, en la República Argentina, aprobó una resolución a través de la cual creó la Comisión Provincial por la Memoria (CPM). En agosto de 2000, la misma Cámara sancionó la ley N° 12.483, “Ley de creación de la comisión”, lo que implicó que la Comisión dejó de funcionar allí y pasó a ser una institución extrapoderes, autónoma y autárquica, financiada por el estado de la provincia. El artículo primero de esta ley consigna: “Créase la comisión Provincial por la Memoria que tendrá como actividad fundamental esclarecer y dar a conocer la Verdad Histórica de los hechos aberrantes ocurridos en los años de la última dictadura militar”.3 De acuerdo con su artículo quinto: “La mencionada Comisión estará integrada por seis (6) legisladores, tres (3) de cada cámara, ocho (8) personas representativas de reconocida trayectoria en el ámbito político, académico y de los Derechos Humanos, y cuatro (4) personalidades notables de la comunidad bonaerense”.4
El objetivo de este artículo es mostrar y analizar el proceso de surgimiento de la CPM, institución compuesta, por un lado, por una comisión de “notables”, personas reconocidas socialmente que provienen de diferentes ámbitos ligados a las luchas por la memoria y la defensa de los derechos humanos. Sus actividades son ad honorem, y su función es legitimar la institución y al mismo tiempo definir las orientaciones generales de sus políticas. Por otro lado, un equipo técnico o staff, trabajadores que llevan a cabo las tareas cotidianas de la institución, que cobran un sueldo por sus actividades y que están a cargo de efectuar las tareas cotidianas de la institución.
A través de un recorrido por la trayectoria de los ideólogos de esta institución y el contexto en el que fue fundada, el presente artículo señala cómo y por qué se decidió y logró crear una institución dentro del estado bonaerense. A su vez se indagan tres aspectos de la institución que deben ser pensados de manera articulada: sus objetivos originales, sus estrategias y su forma institucional. Se toma en consideración cómo se inscribió la CPM en los debates sobre la memoria, a fin de mostrar que el tipo de memoria que la institución promovió en sus orígenes fue fundamental para lograr su inserción en el estado bonaerense. En términos metodológicos, el artículo se basa en análisis de documentos de la institución y de entrevistas semiestructuradas realizadas a algunos de sus protagonistas por el autor.
El artículo forma parte de una investigación de más largo aliento que incluye referencias a otro tipo de experiencias mixtas, es decir, donde se cruzan los organismos de derechos humanos y el Estado, en la Argentina posterior a la dictadura. Estas experiencias muestran que la CPM no supone una novedad extrema en términos de este entrecruzamiento de actores. No obstante, por su forma institucional, y por la extensión de instituciones semejantes a esta surgidas a posteriori, se puede señalar que estamos frente a una institución sumamente relevante y original.5
Este trabajo, al igual que la investigación de la cual forma parte, supone una indagación acerca del lugar que la CPM ocupó dentro del campo de los derechos humanos y la memoria (en adelante, campo). A partir de un uso flexible de la categoría creada por Pierre Bourdieu, entiendo al campo como un espacio social compuesto por actores que reclaman los derechos humanos, centralmente los que fueron violados durante la dictadura, y la memoria de aquellos crímenes. Además de compartir estos objetivos, los actores (que pueden incluir las agencias estatales dedicadas a estos temas) forman parte de un espacio jerarquizado, es decir, en el que hay diferentes legitimidades a la hora de definir qué son los derechos humanos y cuál es la memoria que se pretende construir (ambas cuestiones objeto de importantes disputas). Esas diferentes legitimidades implican disputas internas dentro de ese espacio social.6
Para abordar la CPM en cuanto agencia estatal se parte de la idea de tomar al Estado como institución heterogénea. En relación con esto se sugiere “no personalizar al Estado. Esto significa dejar de considerar al Estado como si fuera un actor unívoco y autoconsciente, que es comparable a la identidad de una persona” (Bohoslavsky y Soprano 2010, 23). Otro principio de análisis sugerido por estos autores (contradictorio con el anterior sólo en apariencia) propone “personalizar al Estado. El Estado son las normas que lo configuran y determinan, pero también son las personas que producen y actualizan sus prácticas cotidianas dentro de sus formaciones institucionales y en interlocución con esas normas” (Bohoslavsky y Soprano 2010, 24). En relación con esta personalización del Estado resulta de gran utilidad analizar las trayectorias de sus miembros, puesto que sus recorridos personales, institucionales y militantes explican cómo “personalizan” sus prácticas como agentes estatales.
1. Los ideólogos de la CPM
Como ya se señaló, la primera forma institucional de la CPM, antes de convertirse en una institución extrapoderes, fue la de una comisión parlamentaria que funcionó en el ámbito de la Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires entre mediados de 1999 y 2000.7 Ahora bien, ¿cómo surge la idea de crear una Comisión por la Memoria en el seno del Parlamento? Como señala Raggio (2011), no se trató de una iniciativa surgida en el Poder Ejecutivo provincial, ni tampoco de una demanda de los organismos de derechos humanos (ODH). La idea surgió del encuentro entre Gabriela Cerruti (periodista que había trabajado en el diario Página/128 y realizado estudios de posgrado en Europa, donde se había puesto en contacto con investigaciones y autores ligados a los temas de la “memoria colectiva”) y Alejandro Mosquera, miembro del Frente por un País Solidario (Frepaso)9, y por entonces presidente de la Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires.
Aquí propongo un modo de pensar al Estado que relativice la clásica distinción entre “Estado” y “sociedad civil”, como si se tratara de compartimentos estancos. Por el contrario, considero más fructífero prestar atención a las porosidades entre ambas esferas. Tomar en consideración la zona de confluencias entre los agentes que ocupan cargos en el Estado y los miembros de la sociedad civil favorece la comprensión del funcionamiento de las agencias estatales. En el mismo sentido, un análisis de las trayectorias de las personas que provienen de la sociedad civil y se vuelven funcionarios estatales es fundamental para comprender cómo se constituye esta zona de confluencia entre lo social y lo estatal. “Pensar así al sector público estimula a saber más acerca de cómo esas personas se convirtieron en el Estado […], cómo legitimaron sus posiciones y decisiones y contra quién debieron competir” (Bohoslavsky y Soprano 2010, 25). En línea con esta propuesta, consideramos las trayectorias de los dos ideólogos de la CPM para ver sus recorridos militantes y profesionales. La idea es no sólo mostrar qué representaciones sobre la memoria y los derechos humanos tenían, sino además ver cómo adquirieron durante sus trayectorias el capital social y político que luego les permitió crear una institución como la CPM. Es decir, indagar no sólo acerca de sus representaciones y sus prácticas, sino también las posibilidades materiales que tenían de crear una institución como esta.
a. Trayectoria y perfil de Gabriela Cerruti
Gabriela Cerruti, en un libro autobiográfico llamado Herederos del silencio, traza un recorrido personal, cuya primera estación es su simpatía por los militares y un sentimiento de horror por los crímenes de la guerrilla.10 Esa posición era propia de cómo se pensaban estos conflictos en sus espacios de sociabilidad, en la localidad de Punta Alta, provincia de Buenos Aires (ciudad en la que se encuentra una importante base militar). La última estación de ese recorrido, que a todas luces supone una transformación de sus posiciones personales, es el deseo de que la defensa de los derechos humanos y la de la memoria por los crímenes de la dictadura se hicieran extensivas a toda la sociedad. Cerruti asocia su interés y participación en estos temas con la idea de “sacrificio”, inscripta en una militancia de corte religioso. Cuando era adolescente, ese sacrificio cristiano se mostraba asociado con una defensa del accionar represivo de los militares, cuyo discurso originalmente hacía propio. Esto la llevó a participar en un acto político en el que hablaba Emilio Massera, quien había sido jefe de la Armada e integrante de la Junta Militar que gobernó el país en la última dictadura y uno de los responsables máximos de la implementación del terrorismo de Estado.11 Luego, ya mudada a la ciudad de La Plata, donde existía un importante movimiento humanitario, se acercó con relativa rapidez a la lucha de las Madres de la Plaza de Mayo y quedó alejada definitivamente de la militancia religiosa.
Una vez que se alejó del cristianismo se acercó al mundo humanitario y al de la militancia peronista, a la que se aproximó luego de iniciar sus estudios en la Escuela de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata.12 Inscripta en ese espacio de sociabilidad que la conectó con el ideario político insurgente de los años setenta, comenzó a reivindicar la militancia revolucionaria. Luego, desencantada de la violencia política como modo legítimo de tramitar los conflictos políticos, adoptó una narrativa de corte humanitario, enfocada en cuestionar los crímenes estatales sin reivindicar la violencia de las luchas revolucionarias de los años setenta.
En el relato de Cerruti aparece un aspecto que será clave para la conformación de la CPM: la referencia generacional. En sus palabras:
[…] quienes nos asomábamos en esos años a la militancia política estábamos marcados por el discurso del radicalismo13 y de las organizaciones de derechos humanos que defendían valores hasta entonces devaluados en la política argentina […]. Estaba claro que si había habido alguna lucha por la recuperación de la democracia, y era sin dudas la que habían llevado adelante los grupos de derechos humanos, esta había sido esencialmente pacífica. No había margen para perpetuar los sueños de revoluciones por la fuerza de los setenta. Era la paz por sobre la violencia, la prolijidad en lugar del desorden, la convocatoria al término medio, a la tolerancia, la convivencia y el diálogo […]. La libertad de expresión, la tolerancia, el respeto a las diferencias, el pluralismo, habían sido hasta entonces términos del discurso “burgués”. Pero ahora, frente a la enormidad de la represión, teníamos que admitir que, tal vez, todo habría sido un poco menos grave si hubieran estado funcionando las instituciones, si alguien hubiera pedido cuentas de lo que estaba sucediendo, si hubiera existido algún mecanismo de control. (Cerruti 1997, 202-204)
Ya inscripta en esas redes de relaciones que le ofreció la militancia humanitaria, Cerruti advierte la existencia de legitimidades dispares:
Víctimas y sobrevivientes parecían pertenecer a una casta diferente, la única con derecho a hablar de estos temas. Existía una distancia inconmensurable entre ellos y mi generación, aquellos que habíamos tenido la suerte, o la desgracia, de haber nacido demasiado tarde. […] Me sentía parte de un público pasivo, resignada a observar cómo la historia se escribía dentro de ese grupo de personas a quienes admiraba y envidiaba porque los intuía depositarios de un tesoro, únicos dueños de los parámetros morales y las verdades indiscutibles. (Cerruti 1997, 225; énfasis del autor)
Como se verá luego, tanto esa memoria humanitaria distante de la revolucionaria como ese diagnóstico sobre las legitimidades de sus portadores serán centrales en la conformación de la CPM.
Durante su a trayectoria laboral, Cerruti trabajó en revistas y diarios diversos, entre los que se destaca el periódico Página/12. Allí cumplió varias funciones: fue corresponsal en Inglaterra entre 1993 y 1995, período en el que realizó estudios de posgrado. Cuando regresó a Argentina buscó crear una institución que tomara como modelo lo que estaba sucediendo en Europa, es decir, un modo de tramitar los conflictos del pasado reciente en el que el Estado (y no sólo las víctimas) fuera la institución que se hiciera cargo del deber de memoria. En primera instancia, evaluó y descartó la idea de crear una comisión en el seno de la ciudad de Buenos Aires porque:
[…] sentía que en Buenos Aires, en Capital, era muy difícil hacer eso porque había ya como un lugar ocupado por los organismos de derechos humanos, en la política incluso y que era muy difícil. Porque era entrar en una disputa con los organismos, para hacerles entender esto. Entonces lo que había que hacer era irse de la Capital y probar en otro lugar y después desde ese otro lugar mostrar que esto podía funcionar así. (Entrevista a Gabriela Cerruti 2011, énfasis del autor)
El uso de las cursivas pretende subrayar una idea que será retomada luego: el papel asignado a los organismos de derechos humanos en este proyecto. Tras este diagnóstico, Cerruti decidió socializar el proyecto a Alejandro Mosquera, a quien conoció a través de sus redes de relaciones personales y profesionales.
b. Trayectoria y perfil de Alejandro Mosquera
Alejandro Mosquera, por su parte, comenzó su militancia política en la Federación Juvenil Comunista (la Fede).14 Hijo de militantes barriales y sindicales del Partido Comunista (PC) del conurbano bonaerense que habían sufrido la represión en diversos gobiernos militares, inició su participación política en la escuela secundaria durante (y contra) el gobierno dictatorial de Lanusse15 y atravesó la década del setenta militando en la Fede. En el marco de esa militancia cumplió el servicio militar para el que había sido sorteado. La Fede tenía la estrategia de enviar a sus militantes a realizar el servicio militar, pero previamente los sacaba de la esfera pública para evitar que los reconocieran. A pesar de ello, Mosquera fue tratado, de acuerdo con su relato, de un modo en especial agresivo por parte de sus superiores, precisamente a raíz de su militancia política.16
Durante su vida de estudiante universitario, que coincidió con los últimos años de la dictadura, Mosquera fue protagonista del intento de rearmado del movimiento estudiantil universitario. Ya en democracia, en 1985, fue a Nicaragua a apoyar la Revolución Sandinista como parte de la Brigada del Café. Allí estuvo a cargo de un pelotón, tarea para la cual fue formado militarmente en Argentina. El 6 de junio de 1986, Mosquera fue designado secretario general de la Fede por el Comité Central del Partido Comunista.17 La Revolución Sandinista y la resistencia a la dictadura argentina parecen ser dos experiencias que marcan los posicionamientos políticos posteriores de Mosquera; así lo relata:
Yo era hijo de dos procesos: la lucha contra la dictadura y el proceso nicaragüense. Si vos decís qué me marcó a mí en particular y a muchos jóvenes de la Fede en ese momento eran esos dos procesos. En uno, que cuestionábamos la posición histórica del Partido Comunista respecto a eso, entonces íbamos por otra concepción. Y de otro lado, la revolución nica, que era nuestra revolución.18
Luego de formar parte de la Fede y de ser su secretario general entre 1986 y 1991, pasó a militar en el PC. Mosquera señala que por aquellos años, “sin autorización partidaria, en más de una ocasión, [se] pusieron bombas en los cajeros bancarios como propaganda” (Gilbert 2009, 711). Se alejó del PC luego de participar de una línea interna que criticaba las posiciones del partido durante la dictadura, para formar el Frente Grande (FG), partido del cual fue miembro fundador.19
A partir de la formación del Frente Grande surgen los vínculos entre Mosquera y los militantes de los ODH. El FG constituyó luego el Frepaso, partido que implicaba una mayor moderación política y que incluía dirigentes no tan asociados a la tradición de (centro) izquierda, pero que compartían un posicionamiento opositor respecto de la presidencia de Menem. A partir de 1997, Mosquera ingresó a la Cámara de Diputados de la provincia de Buenos Aires, en representación del Frepaso. En el marco de la conformación de la Alianza, que unió al Frepaso con la Unión Cívica Radical (UCR) -el partido político históricamente más relevante de los que ocupaban el espacio opositor al gobierno de Menem-, se estableció un acuerdo, según el cual, en primer término, presidía la Cámara Francisco Ferro, de la UCR, y luego Alejandro Mosquera, por el Frepaso. Mosquera entonces fue presidente de la Cámara durante 1999 y 2000, período en el que presentó la resolución para crear la CPM.
Ya en el inicio de su mandato, el 10 de diciembre de 1998, Mosquera señaló en su discurso de asunción que sentía “orgullo” por la coincidencia entre esa fecha y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, acaecida cincuenta años antes. También expresó su “alegría” por el hecho de que los dictadores Augusto Pinochet y Emilio Massera estuvieran en prisión (“El Frepaso” 1998). Sus referencias a la justicia y los derechos humanos permiten leer en qué espacio político y social pretendía instalar Mosquera su actividad en la Cámara y anticipan la importancia que dio durante su presidencia a las demandas históricas del campo.
En definitiva, la trayectoria de Mosquera incluye: lucha contra la dictadura, la participación en la Revolución Sandinista, la militancia en la Fede, en el PC y en el Frente Grande. Este último espacio le permitió tener lazos con referentes de los ODH y, de ese modo, potenciar su capital social hacia dentro del campo.20 A su vez compartió con esos militantes un universo de sentido ligado a la noción de “derechos humanos”, lo que implicó, en términos de su trayectoria política personal, haber dejado de lado militancias políticas guiadas por la idea de la “revolución”.21 Es sabido que este cambio de paradigma que realizó Mosquera no fue simplemente un desplazamiento personal sino que acompañó un cambio de época que lo incluyó y lo trascendió. Para cerrar, un dato no menor es el capital político acumulado por Mosquera, que se refleja en su rol como presidente de la Cámara. Sin la presencia de un presidente de la Cámara que portara ese capital social dentro del campo y, concomitantemente, esa voluntad de intervenir política e institucionalmente en los modos en que nuestra sociedad se vinculaba con el pasado reciente es difícil pensar que la creación de la CPM habría sido posible.
2. Los primeros pasos de la CPM
Un semestre más tarde de su asunción como presidente de la Cámara, Mosquera presentó el proyecto ideado con Cerruti para crear la CPM; su aprobación fue el 8 de julio de 1999. A partir del texto de la resolución que la creó se puede ver cuáles eran sus objetivos:
[…] evaluar, planificar e implementar el funcionamiento de un ámbito destinado a documentar, e investigar los horrores del terrorismo de Estado que asoló a la República Argentina durante todos los golpes militares de este siglo y, fundamentalmente durante la dictadura militar instaurada entre 1976 y 1983. Asimismo dicho ámbito deberá contribuir a la educación y difusión de este tema y a la construcción de la memoria colectiva para que nunca más se repitan hechos de esta naturaleza. (CPM 1999b; énfasis del autor)
A continuación veremos qué estrategias fueron elegidas para llevar adelante esos objetivos, qué actores fueron convocados para desarrollar esas tareas, cuáles eran los interlocutores con los que la institución dialogaba, qué forma institucional se eligió para la CPM y qué implicaba esto en relación con las formas estatales y los actores de otras esferas sociales, especialmente los ODH.
a. Memoria del “horror”
En este apartado haré una presentación de cuáles eran los lineamientos originales de las memorias que la institución se proponía construir.22 Como señala Elizabeth Jelin: “Toda narrativa del pasado implica una selección. La memoria es selectiva; la memoria total es imposible” (Jelin 2002, 10). Es decir, tener memoria supone seleccionar, ordenar y jerarquizar los recuerdos. Recordar exige subrayar algunos eventos, construirlos con una determinada clave interpretativa, silenciar u olvidar otros acontecimientos o sacarlos del centro de la escena en pos de resaltar otros. Esto vale tanto para la experiencia individual de recordar como para su dimensión intersubjetiva, social.
En ese sentido, lo que se advierte en la resolución que crea la CPM (que puede ser leída como un documento bautismal) es su pretensión de construir una memoria de los “horrores”. Se piensa el pasado como aquello que debe ser dejado atrás, algo a lo que no se quiere volver. Se trata de hacer memoria para que aquello que aconteció “nunca más” vuelva a suceder. No se busca entonces retomar experiencias pasadas para recuperarlas, para aprender de ellas y resignificarlas, y mucho menos se trata de reivindicarlas, de trazar nuevos recorridos en el presente, herederos del pasado. El objetivo es recordar para que aquel “horror” no vuelva a suceder.23
En un documento interno, que fue escrito para iniciar las discusiones sobre cómo debía ser la relación con el pasado reciente, se señalaba el siguiente desafío: “cómo transformar la destrucción masiva, el trauma, en conclusiones que puedan ayudar a las nuevas generaciones a encontrar nuevos caminos” (CPM 1999a).24 En relación con esto, la invitación que se realizaba era a “lograr que dentro del dolor se encuentre un espacio para que la tragedia no se mantenga en un presente continuo sino que se transforme en lecciones para el presente y el futuro” (CPM 1999a). Destrucción masiva, trauma, dolor y tragedia eran lo que el pasado tenía para ofrecer; el desafío era transformar eso en una lección, y parte de esa lección cargaba un imperativo: nunca más.
La centralidad de la memoria, planteada de ese modo, en singular, tenía como contracara el olvido. Es un clivaje muy propio de los años noventa, en los que esta disputa cobraba la forma de un enfrentamiento entre los ODH y el poder político.25 Este clivaje memoria/olvido, complementado con justicia/impunidad y democracia/dictadura, circulaba en los documentos que la CPM producía para abrir sus discusiones con otros actores sociales. También formaba parte de la estrategia de legitimación hacia dentro de la legislatura bonaerense, espacio en el marco del cual, como se dijo, fue creada la CPM.26
En la fundamentación de la ley de creación de la CPM se señala lo siguiente:
Los jefes de la última dictadura militar en la Argentina sabían que el recuerdo y el olvido son parte fundante de una comunidad. Por eso, en su intento por cambiar las bases de esta sociedad se plantearon una política de olvido. Olvido no sólo de lo que estaba sucediendo en ese momento. Más que eso, los militares estaban decididos a terminar con la memoria histórica que hacía transmitir de generación en generación los ideales de resistencia a la opresión, participación y movilización política. (Cámara de Diputados 2000)
Aquí, además del clivaje memoria versus olvido, se observa un matiz en la memoria que pretende construir la CPM. No se trata sólo, como se viene señalando, de recordar el “horror” infligido a las víctimas sino también de poner de manifiesto, ahora sí, las experiencias de resistencia y movilización. De acuerdo con la última afirmación citada, existen experiencias históricas que deben ser recordadas y cuyos ideales es necesario recuperar. Sin embargo, en esta tensión entre recuperar una memoria del horror y una memoria de las resistencias, la CPM se inclinará más hacia la primera de las opciones.27
La CPM ha variado las memorias que ha producido a lo largo de su historia. Sin embargo, detenerse en la memoria que la CPM construye en sus comienzos se vuelve central, toda vez que es esa memoria la que la Comisión produce y reproduce en el momento de surgir. Es decir, a través de ese modo de interpretar y recordar el pasado elige legitimarse frente a otros sectores sociales, pero fundamentalmente frente a los parlamentarios, primero, y al Ejecutivo provincial, luego, que eran los que debían avalar su creación. Analizar esta memoria es, entonces, comprender qué tipo de memoria se permitía reproducir el estado provincial, aun si lo hacía desde una institución autónoma y autárquica.
En los primeros documentos de la CPM, prácticamente no hay menciones a las luchas políticas que encarnaban los militantes que el terrorismo de Estado transformó en víctimas. Lo que prima es una narrativa universalista que, a través de la referencia a la condición de víctima, permite asociar experiencias históricas diferentes. La ausencia de las menciones a las experiencias políticas de las víctimas de la represión favorece una vinculación más directa con el Holocausto.28 En la medida en que las luchas políticas que precedieron a la represión estatal no aparezcan en la escena, la figura del “genocidio” logra cumplir de mejor modo la función de legitimar la denuncia por la dimensión del “horror”. Suele decirse que las víctimas del nazismo fueron centralmente elegidas por algo fundado en el “ser”, como es la condición de judío, y no en el “hacer”, como sería algún tipo de militancia política que explique el exterminio. De allí que la condición de víctima de los desaparecidos, desligada de la militancia política que muchos de ellos realizaban antes de su desaparición, favorecía la conexión con el exterminio nazi.
En relación con esto se encuentra la invitación que hizo la CPM a los intelectuales y expertos europeos o norteamericanos especialistas en el nazismo a formar parte de Primer Encuentro Internacional sobre la Memoria Colectiva (marzo de 2000).29 La decisión de organizar una jornada de este estilo puede ser leída como la voluntad de instalar la incipiente institución en un escenario de alcance mundial y al mismo tiempo legitimarla en la esfera local, para lo cual, como se sostiene, era clave la conexión de sentido entre el terrorismo de Estado local y el Holocausto.
3. Expansión del campo y redistribución del capital
Si en términos de la motivación central de la comisión puede advertirse su carácter memorístico (en el sentido de que lo principal de esta institución en ciernes, a tono con su nombre, era “mantener viva la memoria”), y en términos del contenido de esa memoria puede señalarse su fundamento ligado al “horror” (en la medida en que la cuerda de esa memoria anudaba términos como dolor, tragedia, trauma y sufrimiento), en cuanto al proyecto institucional lo primero que hay que destacar es su carácter expansivo.
La inserción en la Cámara de Diputados (para luego pasar a ser extrapoderes), la conformación llamativamente amplia de la comisión de “notables”, la convocatoria a sectores de la sociedad civil del interior bonaerense o de la propia capital provincial, y la articulación con intelectuales y expertos de renombre nacional o internacional, dan cuenta de un rasgo distintivo de la CPM: la intención de que “la memoria” deje de ser propiedad de ciudadanos ya comprometidos con estas luchas y se expanda al resto de la población.
Esto suponía un doble movimiento: por un lado, expandir los relatos a todos los “ciudadanos de buena conciencia”,30 de modo que la memoria trascendiera el mundo de la militancia que la había sostenido desde el terrorismo de Estado en adelante. Y por el otro, ampliar la base de quienes enuncian esas memorias, lo que también puede traducirse en que ya no sean las víctimas directas las que tengan la potestad de hablar sobre el pasado reciente.31
En el discurso que Mosquera pronunció cuando se creó la CPM se observa esta intención:
Resultaría importante que esta comisión además de investigar y recoger opiniones de los sobrevivientes y testigos, cuente con un centro investigador para poder dar testimonio no sólo de quienes fuimos cohabitantes de ese momento histórico sino de toda la comunidad de nuestra Nación. Es decir, no solamente contar con el testimonio de los sobrevivientes o de los familiares sino del conjunto de nuestra sociedad para profundizar los valores que se fueron recuperando desde la llegada de la democracia. (Énfasis del autor)32
Aquí se puede ver una idea que está en el origen de la CPM: “ampliar el círculo de los que recuerdan”. Esto suponía un diagnóstico de situación que implicaba dos cuestiones: en primer lugar, que los interesados en la memoria del pasado reciente eran un grupo social cerrado y definido, conformado por los militantes de organizaciones de derechos humanos y los que simpatizaban con esos reclamos; ese era el primer círculo que se debía ampliar. En segundo lugar, el hecho de que quienes enunciaban esa memoria eran, no exclusiva pero sí centralmente, los familiares de los desaparecidos; ese era el segundo círculo que se debía ampliar.33 En ese sentido, la referencia al “centro investigador” permite advertir con qué herramientas materiales y simbólicas la CPM encararía esa tarea. El modo de trascender la enunciación de las víctimas, de los testigos, era recurrir a un centro de investigación, un espacio que se fundiera en un carácter académico, profesionalizado, en el que la memoria no fuera ya (o no sólo) un relato construido a partir de una experiencia personal sino que fuera expresión del estudio historiográfico, antropológico o sociológico, en definitiva, especializado.
En la entrevista realizada a Gabriela Cerruti, ella señala algo que explica cuáles eran por entonces las intenciones de quienes fundaron la CPM:
[…] yo creía que había que hacer algo con respecto a la memoria que involucrara a los organismos de derechos humanos pero en un lugar casi te diría de legitimación y de asesoramiento, pero que hubiera una cuestión de llevar adelante, desde la generación más joven y que tuviera una vinculación que lograra mezclar el relato de la víctima, el relato de la sangre, digamos, con el relato académico, que es como se hace el mundo, digamos, el tema de la Shoah y del Holocausto. (Énfasis del autor)34
Algunas preguntas pueden enmarcar tanto lo señalado por Cerruti como la afirmación anterior de Mosquera: ¿quién tiene la legitimidad para hablar del pasado? ¿Quien lo vivió/lo sufrió o quien lo estudió? Está claro que no se trata de una antinomia, puesto que haber sido víctima del terror estatal no es contrario a abordarlo desde una mirada profesional. Lo que intento señalar es el fundamento de legitimidad de la palabra. ¿A quién escucha una sociedad cuando pretende conocer su pasado reciente? O, como contracara, la pregunta que se hacían los creadores de la CPM, ¿a quién debe escuchar una sociedad? Lo que los ideólogos de la CPM estaban intentando era revertir una tendencia que la sociedad argentina transitaba ya desde la propia dictadura. Esto es, pretendían que no fueran las víctimas directas las únicas que enunciaran el pasado. La disputa claramente era por el capital simbólico propio del campo: enuncia quien tiene el poder de enunciar.
Hay tres modos de reconocer cómo la CPM, al señalar su voluntad de ampliar el círculo de los que recuerdan, pretende producir un desplazamiento de la centralidad de lo sanguíneo a lo académico, lo que implicaba una redistribución del capital, cuyo rasgo más relevante es que se realizaba desde una institución estatal.
En primer lugar, hacia dentro de la CPM, que, como señalé, estaba compuesta, por un lado, por una comisión de “notables” y, por el otro, por un equipo técnico: ambos incluyen integrantes en cuyas trayectorias se destacan su pertenencia y/o su pasado académico.35 En el proyecto de resolución que crea la CPM se indica que “se formará un Equipo Técnico que estará integrado por miembros a designarse a propuesta de entidades académicas con sede en la Provincia de Buenos Aires” (CPM 1999b). Que fuera la Universidad de La Plata la que eligiera a los empleados de la CPM favorecía la idea de que eran elegidos con criterios técnicos o profesionales, fundados en aptitudes que se pretenden objetivas (como puede ser la certificación de algún tipo de carrera académica); lo cual es distinto de lo que puede suceder cuando el criterio aplicado es la pertenencia a alguna institución basada en el vínculo sanguíneo con las víctimas.
En segundo lugar, hacia el interior de la provincia de Buenos Aires. En su primera reunión, el día 7 de septiembre de 1999, se señala que uno de los objetivos de la CPM era organizar: “jornadas de trabajo regionales, que permitan darle a este proyecto un real anclaje provincial […] De este modo se pretende avanzar en la construcción del consenso, recogiendo opiniones de investigadores, organismos, y sectores sociales interesados en el tema” (CPM 1999a). Los destinatarios de estas primeras reuniones de la CPM eran docentes, investigadores y actores sociales de diversos sectores. En primera instancia, estos encuentros, llamados “Foros regionales”, se realizaban en localidades de la provincia de Buenos Aires y se organizaban a través de redes de relaciones de las que los miembros de la CPM ya formaban parte, en general ligadas a organismos de derechos humanos o instituciones educativas.
La CPM desde el comienzo orientó su trabajo a articular actividades, hallar interlocutores, promover espacios de intercambio, con actores individuales e institucionales pertenecientes a diferentes localidades de la provincia de Buenos Aires, con la intención de darle un “anclaje provincial” (CPM 1999a). Estas jornadas, protagonizadas por referentes del sistema educativo y otros sectores sociales locales, requerían, a pedido de los actores de dichas localidades, la presencia de algunos miembros de la comisión de “notables”. Es decir, la CPM buscaba legitimar su accionar hacia el interior de la provincia y lo hacía gracias a las redes de relaciones preexistentes y también a la legitimidad que irradiaban algunos miembros “notables”. Esto demuestra que la intención de ampliar el círculo de los que recuerdan (y enuncian el recuerdo, como señalé) no supone un enfrentamiento con los referentes de organismos de derechos humanos fundados en el vínculo sanguíneo, sino un trabajo articulado que tuvo a su vez como objetivo trascender el “relato de la sangre”.
La centralidad del carácter educativo que tenía la CPM se advierte en el artículo segundo de su ley de creación, en el que señala que uno de los objetivos de la institución será: “contribuir a la educación y difusión de este tema, diseñar contenidos curriculares para la enseñanza básica y superior, y planes de divulgación en los medios de comunicación” (Cámara de Diputados 2000). Esta afirmación se sostiene con la esperanza de que sean las instituciones educativas un espacio privilegiado para la preservación de esta memoria:
Es en la escuela donde debe hablarse del horror, del terrorismo de Estado, del genocidio, para develar la verdad de procesos históricos. Sólo el trabajo mancomunado de maestros, padres y alumnos ayudará a encontrar las razones sociales del autoritarismo para combatirlas.36
La escuela era entonces para la CPM ese espacio privilegiado para implementar políticas que promovieran la circulación de conocimiento sobre el pasado reciente y la relación intergeneracional. Ahora bien, la pregunta por el espacio de circulación de saberes y experiencias también se traduce en el interrogante por el sujeto de enunciación. Este interrogante abre el primer texto elaborado por la CPM (otro documento bautismal), lo que denota la importancia que para los propios actores tenía el tema de la legitimidad de la palabra:
Educar en esa verdad a las generaciones venideras. Lograr que dentro del dolor se encuentre un espacio para que la tragedia no se mantenga en un presente continuo sino que se transforme en lecciones para el presente y el futuro. Este camino, así como es imperativo, trae aparejado riesgos morales e intelectuales que debemos hacer frente. ¿Quién tiene el patrimonio del relato de lo sucedido? (Énfasis del autor)37
No es casual que el primer interrogante del primer documento que la CPM produce para abrir las discusiones sobre el pasado reciente cuestione el “patrimonio” del relato. Lo que implica esa pregunta es la preocupación porque los familiares de las víctimas no continúen siendo quienes portan la legitimidad exclusiva para hablar del pasado reciente. Para realizar ese proyecto, la CPM hacía valer su condición de agencia estatal y su capacidad de intervenir en las instituciones escolares. La escuela como espacio y los profesionales como los actores protagonistas actuaban como contrapeso de la legitimidad dominante de las víctimas directas del terror estatal.
En tercer lugar, este fundamento académico que la CPM pretende dar a su institución se advierte en la articulación con referentes de renombre del mundo intelectual ligado al pasado reciente nacional y fundamentalmente internacional. En ese sentido, la primera acción de dimensiones considerables que llevó adelante la CPM -lo que da cuenta de la centralidad que tenía para sus creadores este tema- fue la organización del “Primer Encuentro Internacional sobre la Memoria Colectiva”, realizado en marzo de 2000, es decir, apenas unos meses después de la creación de la CPM, cuando figuraba bajo la órbita del Parlamento y aún no era una institución extrapoderes. A este encuentro, además de participar investigadores y docentes locales, se invitó a un grupo de intelectuales y expertos extranjeros cuya obra era reconocida en el local e incipiente campo de estudios de la memoria: Andreas Huyssen, Abraham Huberman, Dov Shilansky, James Young, Juan Corradi, Maltem Ahiska, Estela Shindel, entre otros.38
No se trataba sólo de hacer circular en la esfera pública la memoria elaborada por aquellos actores que resistieron al terror estatal, como los organismos de derechos humanos, sino de producir una memoria bajo la lógica de las instituciones académicas, educativas y del Estado. La estrategia que pensaba la CPM para evitar que se repitieran los errores consistía en no limitarse a la memoria fundada en la experiencia vivida: ¿Cómo fue posible el “horror”? ¿Cuáles fueron/son sus condiciones de existencia? ¿Qué tipo de sociedad produce ese “horror”? ¿Cómo construir una sociedad basada en la tolerancia? ¿Cómo se ve? Preguntas que, en primer lugar, invitan a una respuesta que se funda más en saberes especializados y profesionales, que en lo meramente experiencial, y que, en segundo lugar, permiten reconocer la centralidad de las instituciones del Estado en el proyecto institucional encarado por la CPM.
a. Autonomía y autarquía
Ahora bien, más allá del tipo de memoria que la CPM proponía elaborar es pertinente detenerse en el estatus institucional que fue cobrando esta comisión. No debe naturalizarse el hecho de que este conjunto de actores, entre los que estaban incluidos los ODH, decidiera crear una institución como la CPM e intentara y lograra darle rango estatal, autónomo y autárquico.39 A diferencia de los rasgos anteriores de la CPM, este parece ser algo menos premeditado, resultado de coyunturas no previstas por los protagonistas.
Cuando se piensa la relación entre “Estado”40 y memoria, uno de los primeros elementos que debe ser incorporado en el análisis es que la mayoría de los actores que conformaron la CPM portaban trayectorias, en el marco de las cuales el “Estado” aparecía como ese otro al que se le demandaba. La historia de los ODH, a pesar de que incluye la capacidad de articular actividades con lo estatal, supone, en términos históricos, la demanda al “Estado”. En primer lugar, al “Estado” dictatorial para que no viole los derechos humanos, luego al “Estado” democrático para que investigue y realice justicia por aquellos crímenes. Más aún, los derechos humanos son, por definición, derechos que sólo el “Estado” puede violar, de manera que un organismo de derechos humanos siempre va a encontrar más cerca o más lejos a esta institución como destinataria de sus demandas.
A la hora de indagar la relación entre el mundo humanitario y las agencias estatales hay un rasgo específico de la CPM: no se trata del Estado incorporando instituciones o actores provenientes del campo humanitario, sino de estos actores creando una institución estatal, ingresando al Estado, habitándolo. Como señala Jelin: los actores desarrollan “estrategias para ‘oficializar’ o ‘institucionalizar’ una [su] narrativa del pasado. Lograr posiciones de autoridad, o lograr que quienes las ocupan acepten y hagan propia la narrativa que se intenta difundir” (Jelin 2002, 36). En la medida en que se reconoce que la memoria de la CPM es una memoria entre otras y que de manera progresiva la lucha de la CPM no fue estrictamente de la memoria contra el olvido, lo que queda establecido aquí es que la CPM se constituye como institución estatal porque concibe que este es el mejor modo de imponer su memoria, darle solidez y permanencia en el tiempo.
Los creadores de la CPM se valieron de la producción intelectual realizada por investigadores que problematizaron el Holocausto en clave de memoria e intentaron que sus aportes enriquecieran las discusiones locales o que sus argumentos valieran para fortalecer las posiciones de la CPM. Así, se lee en un documento de la CPM, elaborado en 1999, cuando la institución daba sus primeros pasos:
James Young afirma que a pesar de que las memorias de los individuos son muchas veces diferentes, y hasta competitivas entre sí, la memoria de una sociedad puede existir sólo en la medida en que sus instituciones y rituales, dan forma e inspiran. “Las razones de la memoria y las formas que la memoria toma son siempre maniatadas socialmente, parte de un sistema de socialización en el que los ciudadanos ganan una historia común a través de la memoria vicaria de la experiencia de los otros. Si parte del compromiso del Estado es crear un sentido de valores e ideales compartidos, entonces debe ser parte de ese ánimo crear una memoria común”. (CPM 1999a)
Ese sentido de valores e ideales compartidos era en buena medida esa forma de concebir los conflictos políticos de la Argentina de los años setenta, llamada narrativa humanitaria (Crenzel 2008). La novedad aquí es que esa narrativa, surgida para enfrentar el poder estatal autoritario, ahora se instalaba en el “Estado”, ya que pensaba a esta institución como capaz de darle solidez institucional y permanencia intergeneracional a este conjunto de valores.
Asimismo, la referencia al “Estado” que ofrece el documento deviene interrogante, lo que da cuenta de que el rango institucional que debía adquirir la institución era objeto de discusiones: “¿Es una tarea del Estado la construcción de la memoria colectiva? ¿O debe ser llevada a cabo por iniciativas de la sociedad civil, o incluso por fundaciones privadas?” (CPM 1999). Para responder a estos interrogantes, el documento de la CPM de 1999 elige:
[…] volver una vez más a Young con la idea de que “Las instituciones de una sociedad están automáticamente maniatadas para crear una memoria común, o al menos la ilusión de esta”. El Estado es al fin de cuentas el mayor “creador de uniformidad” o “unidad” de estas memorias parciales o creencias compartidas a través de la creación de “espacios comunes para la memoria”. (CPM 1999a)
Estas ideas fueron el eje del documento con el que la incipiente CPM abrió el juego del debate en los foros regionales. Se trataba de espacios de discusión donde un conjunto de actores -militantes sociales y políticos, docentes e investigadores, por lo general integrantes de las redes de relaciones que el campo humanitario había creado luego del terrorismo de Estado- daban forma a una institución que acabaría siendo estatal. El desafío era poner en tensión aquella famosa cita del escritor checo Milan Kundera, según la cual “la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido” (1978, 14). En esta reflexión se advierte una concepción del poder frente a la cual el hombre queda ajeno, cuando no es llanamente su víctima.41 El poder es el otro, es aquel que quiere el olvido. De modo que lo que se estaba gestando con la CPM, si bien no carecía de antecedentes, supuso un cambio de paradigma: ahora el poder, en este caso el “Estado”, sería el garante de la memoria y no del olvido.
El pasaje de Comisión Parlamentaria a la adquisición de rango estatal extrapoderes, con su carácter de autónoma y autárquica, no fue algo automático ni estaba previsto en los primeros documentos que dieron forma a la institución. En ese cambio de estatus intervino la coyuntura política provincial. El dato clave de esa coyuntura fue, como plantea Raggio (2011), la combinación de dos acontecimientos: uno previo a la creación de la CPM y el otro inmediatamente posterior. El primero, sucedido en 1998, es el “hallazgo” del archivo de Dirección de Inteligencia de la Policía Bonaerense (DIPBA), realizado por funcionarios del Ministerio de Seguridad. Este acervo había quedado bajo protección judicial de la Cámara Federal de La Plata, que por entonces llevaba adelante el Juicio por la Verdad.42 El segundo hecho es el resultado de la elección a gobernador de la provincia, en octubre de 1999; es decir, apenas tres meses después de que se creara la CPM en el Parlamento. Al triunfo del candidato Ruckauf, quien había planteado en su campaña la promesa de aplicar políticas de seguridad llamadas de “mano dura”,43 se le agregaba su promesa de elegir como ministro de Seguridad a Aldo Rico, un exmilitar que había sido protagonista de los levantamientos militares durante el gobierno de Alfonsín, a través de los cuales presionaron al Poder Ejecutivo para lograr el fin de los juicios por los crímenes cometidos en la dictadura. Esto lo ubicaba en las antípodas de todos los integrantes de la CPM y del campo en general. En un documento interno, fechado en noviembre de 1999 y elaborado por el equipo técnico para difundir entre los miembros de la comisión de “notables”, se señalaba:
Los últimos acontecimientos políticos en la provincia de Buenos Aires nos plantean la urgencia de ejercer nuestra memoria activa. La eventual designación de un militar con vinculaciones con la mafia policial al frente de un virtual ejército armado, como es la policía bonaerense, requiere que nos pronunciemos en forma vehemente y estemos preparados para responder frente a esta nueva situación […] Por otra parte hemos avanzado en la redacción del proyecto de ley que dará autonomía a la Comisión para que ningún poder político pueda inmiscuirse en sus decisiones.44
Por su parte, los jueces de la Cámara Federal manifestaron su inquietud respecto a la recientemente creada CPM, cuyos miembros se acercaron a plantearle su preocupación al entonces ministro de Seguridad, Carlos Soria. Este planteo tuvo un importante impacto mediático y fue acompañado de una promesa del aún gobernador Eduardo Duhalde para acercar fondos destinados a la digitalización y preservación de los documentos. En ese contexto surgió la idea de que la CPM pasara a ser una institución estatal, extrapoderes, autónoma y autárquica. La decisión, canalizada a través de un proyecto de ley presentado por Mosquera a fines de 1999 y sancionado un año después, fue un modo de proteger a la CPM de los avatares políticos que pudiera sufrir la provincia. En esta coyuntura se observan de manera explícita la existencia de un “Estado heterogéneo” y la importancia de reconocer qué personas “son” el Estado. Esta heterogeneidad toma distancia de la idea del Estado como algo monolítico y ayuda a comprender cómo logró insertarse en su seno una institución como la CPM.
La voluntad de la CPM de quedar a cargo del archivo, lo que finalmente sucedió en diciembre de 2000, se entiende, en primera instancia, por la potencia de este archivo como prueba jurídica en eventuales juicios punitivos o en los Juicios por la Verdad que se desarrollaban por entonces. De modo que el nacimiento de la CPM está estrechamente ligado a estos dos acontecimientos, que a su vez están articulados: el hallazgo del archivo de la DIPBA y la realización de los Juicios por la Verdad.
Conclusiones
Para entender el proceso de surgimiento de la CPM y algunas de las características centrales que la institución cobró fue necesario efectuar un repaso por los actores que protagonizaron este proceso y el contexto en el que lo hicieron. Allí se observaron voluntades provenientes del terreno periodístico y el político enmarcadas en las redes de relaciones que el campo de los derechos humanos y la memoria había ido conformando desde la dictadura hasta fines de los años noventa (y que luego continuó).
En términos de memoria, lo que la CPM reponía era un relato centrado en el horror, es decir, en lo que la dictadura había hecho con las víctimas, sin atender a lo que estos actores habían realizado antes de ser víctimas (su militancia política). Esto implicaba la cristalización de la narrativa humanitaria por sobre otras memorias que subrayan la importancia de recordar los proyectos políticos que encarnaban las víctimas. En ese sentido, apelar a la memoria del Holocausto fue decisivo para lograr que su legitimidad irradiara hacia las memorias locales.
En lo referido al lugar de enunciación, la CPM encaró un proceso de apertura del “círculo de los que recuerdan” y también de los que producen esas memorias. Es decir, desde la CPM se pretendía que los familiares de los desaparecidos no fueran la única voz autorizada para hablar del pasado reciente, y con el fin de asumir esa disputa la institución buscó sostenerse en una voz profesionalizada que validara sus enunciados no tanto en la experiencia personal como en la expertise.
Por último, la forma institucional que adquirió la institución, es decir, su autonomía y autarquía, fue un rasgo distintivo que puede ser leído más como resultado de la contingencia, que como consecuencia de la planificación original de sus ideólogos. Con el paso del tiempo y la apertura de otras instituciones orientadas por fines similares a los de la CPM en otros distritos, la autonomía y la autarquía de esta institución resultaron rasgos prácticamente excepcionales.
En suma, el cruce entre las redes de relaciones personales e institucionales propias del campo y la voluntad de un conjunto de actores que pretendía (y logró) estatalizar la lucha por la memoria, y a su vez alterar las lógicas de reparto de capital hacia el interior del campo, dio por resultado una institución pionera y sumamente original.