Cualquier español que de propósito inquiriere, buscare, cavare, o hacerlo mandare las sepulturas antiguas de los indios en los reinos del Perú y los tesoros que en ellas hallare, tomare para síe se quedare con ellas, comete pecado mortal de hurto o de rapiña (Las Casas, 1992, p. 181).
En la década de los sesenta del siglo XVI, en el marco de los más amplios debates sobre la legitimidad de la conquista del Nuevo Mundo, se produjo un encendido intercambio de pareceres en torno a un elemento concreto: la licitud moral de desenterrar sepulturas indígenas para apropiarse de los tesoros que en ellas hubiere. Este debate tenía la mirada puesta principalmente en la abundancia de riquezas de las tumbas, templos y adoratorios del Perú (Delibes, 2012), tesoros que habían representado una gran oportunidad de enriquecimiento para muchos de los primeros conquistadores, pero también para los siguientes pobladores que fueron llegando al Perú en las décadas posteriores a los años de conquista y que confiaron en la inversión que representaba el lucrativo negocio de desenterrar huacas1 indígenas.
Para el que fuera obispo de Chiapas la búsqueda de estos tesoros ajenos implicaba nada menos que un gravísimo "pecado mortal de hurto y de rapiña", que tan solo podría repararse con la controvertida "Restitución lascasiana" tras la muerte de los que habían cometido semejante profanación (Lohmann, 1966). Sin embargo, cuando el fraile dominico escribe en 1566 su tratado De Thesauris (Las Casas, 1958), cuyo objetivo central fue frenar la profanación de templos y sepulturas del Perú que desde años anteriores se venían cometiendo en busca de los codiciados tesoros, habían pasado más de ochenta años de la fecha en que los primeros europeos pusieran sus pies en tierra americana, por lo cual, evidentemente, esta apasionada denuncia surgía de las experiencias vividas en el continente durante las décadas previas. Desde que Cristóbal Colón advirtiera la presencia de adornos de oro en las poblaciones indígenas antillanas la búsqueda de metales, oro, plata y piedras preciosas (Figueroa, 2017) había sido incesante en la conquista de todo el territorio americano sin reparar en los medios empleados para ello: intercambios pacíficos y/o violentos, saqueos, robos, secuestros, trabajos forzosos o, así mismo, desentierro de tumbas indígenas. Entre estos saqueos, según recordara el cronista mayor de su Majestad, Antonio de Herrera y Tordesillas a principio del siglo XVII, se habría dado el de las tumbas del Zenú, su beneficioso y conflictivo expolio y su rápido agotamiento, lo que dio lugar al inicio del debate moral que en ciertos círculos religiosos se produjo sobre el desbaratamiento de sepulturas y el robo de tesoros de huacas indígenas: "la codicia del oro que se había hallado en las sepulturas del Zenú dio materia a los religiosos de disputar si se podía tomar con buena conciencia" (Herrera y Tordesillas, 1615, p. 147).
En el presente trabajo queremos analizar la política de la Corona con respecto a estas profanaciones de sepulturas y templos indígenas durante las primeras décadas del siglo XVI, antes del mencionado debate lascasiano. Para ello prestaremos especial atención al caso más llamativo en la década de los años treinta del siglo XVI: el desentierro de sepulturas del pueblo indígena del Zenú o Cenú, que tiene lugar durante los acontecimientos que rodean la fundación y "pacificación" de la Gobernación de Cartagena, ya que será el expolio de dicho cementerio, dada su riqueza y la gran cantidad de tumbas destruidas, el momento más relevante en cuanto a la regulación de la actividad huaquera que será aplicada en épocas posteriores en otros territorios americanos.
De tesoros y sepulturas: el descubrimiento y saqueo de las sepulturas del Zenú
Desde los inicios de la conquista y colonización de la costa Caribe colombiana estuvo presente la búsqueda de objetos de sepulturas indígenas, los cuales generalmente se incluían entre todos aquellos obtenidos por otros medios y descritos genéricamente como bienes de rescate. Pocos años después de la fundación de Santa Marta por el capitán Rodrigo de Bastidas (Miranda, 1976), el nuevo gobernador García de Lerma se dirigió en 1529 hacía las vecinas poblaciones indígenas tayronas de la Sierra Nevada de Santa Marta en busca del ansiado botín y riquezas (Orlando, 1996). Durante esta expedición el gobernador halló una serie de "enterramientos antiguos que en toda la tierra no se ha hallado cosa semejante"2, y entre muchas otras acusaciones de mal gobierno, de extorsión a indígenas que se hallaban en pueblos ya pacificados, de no pagar los derechos correspondientes a su majestad del oro de rescate, etc., será acusado de sacar
... secretamente muchas (sepulturas) y las más ricas de todas, porque truxo dos canteros de Castilla que se las sacaban con otros muchos criados suyos queel tenía y gente que el alquilaba y desta manera sacó más de quince días que lo traían a costales3.
El caso de García de Lerma expone en buena manera la serie de aspectos que poco más adelante sería necesario regular a fin de evitar conflictos y fraudes. Pero sería, a partir de 1533, después de la fundación de la vecina villa de Cartagena y el hallazgo de las afamadas riquezas de los sepulcros del Zenú, cuando tendría lugar la más intensa actividad de huaquería que se había registrado en la época de la conquista hasta dicho momento. Según la historiadora María del Carmen Gómez Pérez (1985), en su exhaustiva investigación sobre Pedro de Heredia y la gobernación de Cartagena, el oro de las tumbas halladas en el Zenú sostuvo el fisco de dicho territorio, deducido el quinto del rey, desde 1533 hasta 1537. Por tanto, por primera vez desde el inicio de la conquista, el desentierro de sepulturas se convirtió en la actividad económica principal que sustentaría, durante algunos años, a una de las recién fundadas gobernaciones americanas.
Las ricas sepulturas que atrajeron a Pedro de Heredia pertenecían al grupo indígena zenú, famoso por su orfebrería y cuya maestría aún puede admirarse en los valiosos objetos metálicos que han podido conservarse a pesar del intenso expolio y destrucción sufrido durante esta década del siglo XVI y en los siglos posteriores4. Lo que sería en poco tiempo la gobernación de Cartagena, a la llegada de los españoles se hallaba poblada por grupos indígenas de diversa procedencia. Los zenúes o cenúes habitaban las llanuras bajas del Caribe colombiano desde muchos siglos antes de la aparición europea, teniendo lugar su mayor expansión y crecimiento demográfico entre los siglos II a. n. e. y X d. n. e. Esta expansión se debió a la creación de un complejo sistema hidráulico de canales de drenaje que les permitió ocupar amplias zonas inundables. Sin embargo, a partir del siglo XI d. n. e. se produjo una desocupación gradual de dichas áreas y abandono de sus canales, y los habitantes de la región pasaron a ocupar tan solo las zonas altas. Los datos arqueológicos y la información aportada por cronistas coloniales muestran para inicios del siglo XVI una alta población establecida en una gran zona relacionada cultural, económica y políticamente que se denominaría Gran Zenú (Plazas y Falchetti, 1986; Plazas, Falchetti, Van der Hammen y Botero, 1988).
Según los cronistas, esta zona estaba dividida en tres provincias o subgrupos diferentes gobernados por tres caciques emparentados por un mismo linaje: los finzenú, que se ubicaban en el río Sinú y eran los más próximos al mar Caribe, los panzenú en la zona este, que llegaba hasta el río Cauca y abarcaba también gran parte del río San Jorge, y los zenufana, que se extendían por la montaña antioqueña (Aguado, 1963; Díaz, 1998; Duque, 1965-71; Plazas y Falchetti, 1981; Simón, 1953). (Mapa 1).
El famoso cementerio que sería expoliado por Pedro de Heredia y su hueste estaría situado en el Finzenú, el pueblo más próximo a Cartagena. El cronista y fraile Pedro de Aguado aseguraba que eran sus habitantes "todos plateros y artífices de labrar oro", motivo por el que acudían del Panzenú y Zenufana con oro a cambio de piezas y joyas labradas (Aguado, 1963, p. 515). El dominico Bartolomé de Las Casas afirmó que los españoles se habían visto atraídos a dicha región por las habladurías de los indios que afirmaban que era una tierra de mucha riqueza:
Porque aquella provincia era el fosario y entierro de mucha gente de la tierra adentro, que venían a enterrar a sus muertos de muchas leguas y enterraban con ellos todo el oro que tenían (Las Casas, 1965, p. 43).
El Finzenú destacaba también por ser un distrito sagrado a donde iban a reposar los restos mortales de los caciques y jefes de los otros pueblos (Duque, 1965-71; Aguado, 1963; Falchetti, 2000). Había sido una necrópolis de gran importancia, lugar de enterramiento de los grupos indígenas de la zona desde muchos siglos antes de que hicieran presencia los españoles, que pondrían con su expolio fin al reposo y descanso de los antepasados zenúes y trastocarían para siempre la vida cotidiana de sus descendientes5.
A pesar de que el pueblo se hallaba muy despoblado, con apenas veinte casas principales y otras pocas dispersas por los alrededores (Simón, 1953) aún debía quedar constancia de su antigua riqueza en el siglo XVI. Al llegar al pueblo, narra fray Pedro Simón, entraron los españoles a una casa que parecía un templo, donde había doce grandes ídolos de madera cubiertos con objetos de oro, una especie de hamaca que era un adoratorio con multitud de estos objetos de oro encima, así como unos árboles de los que colgaban campanas de oro fino. Cuando, maravillados por los tesoros, preguntaron donde podían hallar más de aquellos, les dijeron que había unos árboles que tenían debajo grandísimos tesoros. Según el fraile, los indios más antiguos del Zenú tenía por costumbre el plantar árboles como forma de señalización de estas sepulturas, siendo, generalmente, los árboles elegidos ceibos (Simón, 1953; Parsons, 1952). En su ansia por abrir una tras otra cada una de las ricas sepulturas, se debieron convertir estos hombres en auténticos expertos en los patrones de enterramiento de los zenúes. Otra forma de señalizar las sepulturas, generalmente las más modernas según el fraile Simón, sería la construcción de túmulos de tierra, de forma piramidal, ya que afirmaba el cronista que muchas de estas sepulturas eran "tan altas de montones empinados sobre la tierra, hechos a manos, que se divisaban desde muy lejos» (Simón, 1953, p. 122). Esta costumbre de construir túmulos a la muerte de un dirigente continuaba en uso en el siglo XVI. Eran construidos por la comunidad y la altura de los túmulos era proporcional al estatus social del difunto enterrado, hecho que parece haber sido contrastado arqueológicamente (Falchetti, 2000)6. Ejemplo de ello fue uno de los túmulos de mayor tamaño expoliado "a quien los españoles le pusieron la sepultura del Diablo, que se divisaba desde una gran legua de distancia" (Simón, 1953, p. 122). Por último, otras tumbas no estarían señalizadas ni con árboles ni con túmulos de tierra, por lo que no dudarían en prender fuego a la sabana para descubrirlas, ya que, una vez que la vegetación había desaparecido, retiraban la capa de tierra quemada y allí, donde debajo de la tierra oscura aparecía arenilla blanca procedente de otro estrato, sabían que había una sepultura.
Hubo mucha cantidad de sepulturas que no tenían mogote ni señal encima de la tierra, y a estas descubrían dando fuego a la sabana, y después de quemada la paja cavaban y daban cata en la haz de la tierra, y donde hallaban dos dedos de tierra negra y luego una arenilla blanca era sepultura (Aguado 1963, p. 516).
Según el franciscano Fray Pedro de Aguado, los españoles pronto se dieron cuenta de que de forma general las sepulturas seguían un patrón determinado, ya que tenían los objetos más valiosos de oro junto al corazón del difunto, por lo que...
... No hacían más de en descubriendo la sepultura volver el rostro al sol y cavar a la parte siniestra de la sepultura, y así hallaban con menos trabajo lo que había dentro, porque como en aquella parte del corazón no hubiese oro no curaban de buscarlo, porque tenían ya entendido que había de ser su trabajo en vano (Aguado, 1963, p. 516).
De los objetos que se perdieron en estos años de saqueo desenfrenado poco podemos saber, salvo imaginarlos como aquellos que afortunadamente se han conservado (Falchetti, 2000). El cronista Juan de Castellanos recordaría las sepulturas del Zenú en su épico poema sobre la conquista de la región describiendo la gran belleza de los objetos que contenían dichas tumbas y la fiebre del oro que se apoderó de los conquistadores:
Estas eran cuadradas sepulturas y tenían riquísimos caudales tanto que nos afirman escrituras que pesaban el oro por quintales; piezas de diversísimas figuras y de todas maneras animales acuáticos, terrestres, aves, hasta los más menudos y de baja casta. Dardos con cercos de oro rodeados, con hierros de oro grandes y menores, y en hojas de oro todos aforrados; ansimismo muy grandes atambores y cascabeles finos enlazados según los de pretales y mayores, flautas, diversidades de vasijas, moscas, arañas y otras sabandijas (Castellanos, 1847, pp. 381-382).
Cascabeles, flautas, diversos animales y figuras de oro que acabarían, en su mayoría, fundidos y repartido el metal entre sus saqueadores.
En el segundo tercio del siglo XVI se incorporará a la Corona española toda esta región situada entre la desembocadura del río Magdalena y la culata del golfo de Urabá, que será bautizada como Cartagena de Indias. Según Gómez (1985), la empresa conquistadora de Pedro de Heredia, nombrado gobernador de Cartagena en 1532, se desarrolló guiada por la falta de medios económicos, lo que marcó su conquista hacia la obtención rápida del mayor botín que pudiera encontrarse7.
En enero de 1534, Heredia inició una primera expedición al interior del territorio al mando de una hueste de ciento setenta hombres, entre los que iban soldados macheteros y azadoneros para abrirse camino en la espesura de la montaña, y treinta hombres a caballo (Aguado 1963, p. 510). Nada más llegar al Finzenú encontraron las primeras sepulturas:
En el camino de ida dimos en un pueblo que se dice Cenú no de mucha población, así en él como en la comarca... los indios decían que todas las sepulturas tenían oro y el gobernador para saber la verdad mandó abrir una de la que se sacaron 10.000 pesos8.
A partir de esta primera y exitosa excavación se desataría la fiebre del oro entre la hueste de Heredia y comenzarían las disputas en los meses y años venideros.
Pedro de Heredia, y junto a él su hermano Alonso, serían acusados por sus hombres de tratar de alejarlos de las sepulturas y no dejarles quedarse en el Zenú trabajando en el desentierro de tesoros con el fin de apropiarse ellos de las mejores tumbas, de adueñarse del oro de la compañía conformada por los hombres que trabajaron conjuntamente en el cementerio y, como veremos más adelante, de no haber abonado los derechos correspondientes a la Corona. Tras las expediciones de los hermanos Heredia sería entonces el oidor Juan de Vadillo el que arribó a la Gobernación con el objetivo de someter a Heredia a juicio de residencia e inspeccionar el estado de la Administración y corroborar con sus propios ojos la serie de denuncias que los conquistadores habían hecho contra su antecesor. Durante su estancia continuó la inspección de las sepulturas que estaban abiertas y la recogida del botín que de ellas se había sacado (Gómez, 1985). De esta forma, Vadillo recurrió a la misma forma de financiación que había denunciado, y durante el tiempo que duró su presencia en el Zenú, según narraron algunos testigos, el oro de las sepulturas comenzó a agotarse. En su propio juicio de residencia sería acusado de haber sacado mucho oro de las sepulturas sin estar presente veedor Real (Borrego, 1983). En 1538, con el objetivo de someter a Vadillo a juicio de residencia arribaría a la región el licenciado Juan de Santa Cruz, que durante una expedición al Zenú acabaría con las ya casi agotadas sepulturas indígenas (Borrego, 1983). Desde la primera llegada al Zenú de Heredia, en 1534, hasta al menos la presencia de Juan de Santa Cruz a final de la década, las sepulturas reportaron enormes ganancias a los conquistadores.
El inicio de la regulación y fiscalidad sobre los tesoros de sepulturas
Un repaso a la Recopilación de Leyes de Indias y a la documentación normativa emitida por los monarcas y las audiencias americanas nos muestra que, en torno a la década de los años treinta, la Corona y sus representantes comenzaron a emitir una serie de normas para tratar de regular de forma específica el desentierro de sepulturas indígenas. Muchas de estas fueron emitidas conforme llegaban denuncias o noticias de disputas de diferentes partes del nuevo continente, como el caso de las denuncias de fraudes y disputas del Zenú que nos ocupa. Esta normativa, a veces incluso contradictoria cuando se emite para una región u otra, iba a estar centrada fundamentalmente en cuatro grandes temas o aspectos: 1) quiénes podrían sacar tesoros de las sepulturas de indios; 2) quién podría determinar este primer aspecto y, por tanto, podía otorgar licencia para tal fin; 3) cómo se gravaría lo obtenido en esta actividad específica y, 4) finalmente, aquellas mas orientadas a cómo se vigilaría la actividad para que los puntos anteriores se cumpliesen.
El objetivo de la Corona era tratar de regular una actividad que parecía haber ido en aumento con los últimos descubrimientos a la par que se aseguraba la consiguiente participación en los beneficios obtenidos con la destrucción de los adora-torios de los naturales. A medida que se llevaban a cabo expediciones de conquista algunos adelantados o gobernadores impartieron instrucciones para la excavación de tumbas. Tales disposiciones ocasionaron, las más de las veces, conflictos y discrepancias entre los conquistadores. Juan de Castellanos, en sus afamados endecasílabos, hacía referencia a los conflictos antes mencionados en la Gobernación de Santa Marta, provocados por las disposiciones dictadas por el gobernador García de Lerma hacia el año 1530 para desenterrar y saquear sin pudor las tumbas de las poblaciones tayronas de la región:
Más el gobernador luego procura con toda la posible diligencia que ninguno sacase sepultura Si no fuese mediante su licencia: Parecióles a todos cosa dura Y renegaban ya de la paciencia; Y más que se tomaba las mejores Quitándolas a los descubridores (Castellanos, 1847, p. 276).
Las acusaciones a García de Lerma parecían presagiar lo que pasaría poco tiempo después en el Zenú. Alejados por miles de kilómetros del centro de poder de la monarquía hispánica los nombrados gobernadores o adelantados en los nuevos territorios actuaban como amos y señores absolutos en las expediciones de conquista, emitiendo órdenes y disposiciones sobre todo tipo de asuntos, de las cuales tenemos testimonio generalmente gracias a las quejas y denuncias de aquellos que debían acatarlas. Los hombres de García de Lerma perdían la paciencia al ver que tras descubrir las sepulturas estas les eran arrebatadas por el gobernador y, en caso de que les fuera otorgada la licencia para excavarlas, debían asumir las condiciones impuestas por la autoridad.
Y cuando venían algunos soldados a le pedir licencia para ir a sacar alguna sepultura que tenía visto, dabasela con aditamento, que le diesen a el dos partes para las personas que él sabía que tenían necesidad y llevabaselas él mas el tercio, y si esto no le concedían no les daba la licencia y proveialas a otro a quien el quería9.
De igual forma, tras la llegada al Zenú, Pedro de Heredia sería acusado de haber impedido a sus hombres quedarse explotando las sepulturas a libre antojo, haciéndoles regresar a Cartagena10. En la segunda expedición a la región dividiría a la hueste en tres grupos, y se quedaría en el Zenú comandando uno de ellos, dedicándose a explotar las sepulturas indígenas. Sin duda, serían estos conflictos los que provocarían la emisión de Cédulas, como la que sigue, sobre el libre albedrío de los conquistadores para descubrir, destruir y desenterrar tesoros de las tumbas de los naturales:
Y asimismo, mandamos que todos los pobladores que al presente hay o hubiere de aquí adelante cualquier dellos puedan descubrir y buscar las dichas sepulturas sin que el nuestro gobernador ni otras justicias ni persona alguna pongan en ello embargo o impedimento alguno, según y como lo podían hacer dándoles nos licencia para lo buscar11.
Ante las libres y en ocasiones interesadas disposiciones de los gobernadores García de Lerma o Pedro de Heredia, la Corona se arrojaba con esta Real Cédula de diciembre de 1535 la facultad de ser la única que podía otorgar la licencia pertinente para descubrir sepulturas, a la par que fomentaba dicho negocio afirmando que cualquier persona podía dedicarse a esta actividad sin freno alguno por parte de las autoridades locales. Cuando Pedro de Heredia tomó la decisión de impedir la fundación de un pueblo en el Zenú y de volver a Cartagena con toda su hueste lo hizo afirmando que no había mantenimientos suficientes para abastecerse en la región, argumento que no pareció convencer a sus hombres que estaban poseídos por la fiebre del oro. Sin embargo, curiosamente, el que sería a posteriori su juez de residencia y sucesor en la fiebre de desenterrar tumbas del Zenú, el oidor Juan de Vadillo, opinaría de forma similar sobre este particular, alegando que, si se daba libre licencia a cualquiera, nadie querría ir a descubrir la tierra o a buscar mantenimientos:
Decís que se os envió una cédula para que todos saquen oro de las sepulturas sin licencia la qual os parece dañosa para la población desa tierra porque todos las querrán ir a buscar y pensando de las hallar dejarán de ir al descubrimiento de la tierra [...] y no podrán ir a buscar mantenimiento12.
La Corona se mostró firme al insistir en "que todos gocen del descubrimiento y sepulturas", demostrando así que su principal prioridad era la recaudación que este desenfrenado desentierro de tumbas pudiera traer aparejado. Para ello estableció las disposiciones por las cuales se reservaba el derecho de tasar cualquier tesoro obtenido de estas sepulturas o adoratorios de indios, porque como afirmaba "nos pertenecen". Las diferentes normas sobre la cantidad que se debía abonar como gravamen Real difieren sin embargo entre sí e irán cambiando, concretándose a lo largo del tiempo por los sucesivos monarcas y virreyes, y aplicándose con mayor o menor eficacia según los casos y lugares. En la misma Real Cédula antes mencionada, dirigida a la provincia de Cartagena, se especificó que "de todo el oro que se sacare de las dichas sepulturas sea para nos la cuarta parte dello" 13. En una Carta Real, de febrero de 1536, a los oficiales de la misma provincia sobre diversos temas a tratar en la región, se incluía entre estos el asunto del "cuarto del oro de las sepulturas" y se decía lo siguiente sobre este asunto:
Está bien lo que decís que recibisteis la provisión que se os envió para que se pagase el cuarto del oro que se sacare de las sepulturas y que la enviaste a pregonar al pueblo del Zenú, y lo que decís que convenía que cada uno sacase oro sin que se lo pudiese impedir ninguna justicia he mandado remitir al dicho nuestro juez de residencia para que lo provea por la orden que por su carta veréis14.
Sin embargo, en este mismo año de 1536, se dictó una Real Cédula por parte del emperador Carlos V, fechada el 4 de setiembre en Valladolid, que establecía una clara distinción entre lo que los conquistadores habían de pagar por bienes de rescates y lo que habrían de abonar por este tipo de tesoros, distinguiendo así su procedencia y valor para la Corona, que, sin embargo, parece no tener efecto en los acontecimientos que se están sucediendo en la provincia de Cartagena.
... en batalla o entrada en un pueblo, o por rescate con lo indios o de minas ha de ser pagado el quinto [...] de todo el oro, plata, y piedras y perlas y otras cosas que se hallaren y movieren así en enterramientos, sepulturas o templos, tanto si se busca como si se halla, se pague la mitad15.
No parece que se hubiese aplicado en la provincia de Cartagena, ya que tan solo tres meses después, en diciembre de 1536, en otra carta a los oficiales de la provincia, afirmaba la Reina que todo lo hallado en sepulturas le pertenecía a la Corona, sin embargo, por gentileza y en recompensa de los trabajos que pasan los pobladores de la provincia se les cobraría tan solo el quinto y no el cuarto ordenado anteriormente:
(...) En lo que escribiste de las sepulturas como quiera que según lo que tenemos ordenado y mandado en otras provincias todo lo que se hallare en las sepulturas es nuestro por tal lo habemos mandado cobrar, pero consideramos los trabajos que en esta provincia al presente pasan los pobladores della y (.) habemos tenido por bien que por el tiempo que nuestra voluntad fuese no paguen del oro que sacaren de las sepulturas mas del quinto como veréis por la carta dada que con esta va conforme della haréis que lo que se hubiese de aquí adelante en tanto que no es otra cosa preveemos de mandar, a veinte e cuatro días de diciembre de 1536. Yo, la Reina16.
Por tanto, para una misma provincia, la de Cartagena, y en un mismo año, las disposiciones sobre la tasa aplicada a las sepulturas que están siendo ferozmente desenterradas en la región varían entre un cuarto o un quinto de las cantidades extraídas, como afirma la Reina "por el tiempo que nuestra voluntad fuese", sin que en ningún momento se haga alusión al pago de la mitad de lo hallado que establecía la Real Cédula de septiembre. Cabe mencionar que parecidas disposiciones a las mencionadas en el caso de Cartagena se darán para el Perú y Quito en los años inmediatamente posteriores donde se vuelve a mencionar la necesidad de cobrar un cuarto de lo obtenido de sepulturas en lugar de un quinto17.
Entre muchas otras cosas, Pedro de Heredia fue acusado en los repetidos juicios de residencia de haber defraudado al fisco, sacando oro de sepulturas que no se habría quintado ni cuarteado. Sin embargo, la investigadora Gómez Pérez recoge en el apéndice de su obra el listado de los quintos pagados por cada una de las sepulturas excavadas por los hombres de Heredia durante su primer gobierno (Gómez, 1985). Igualmente recoge los derechos pagados sobre el oro de sepulturas durante la posterior expedición de Juan de Vadillo, entre abril de 1536 y julio de 1537, que oscilarían entre el quinto y el cuarto según los días y meses en que fueron declarados (Gómez, 1985). Por lo tanto, aunque es muy probable que múltiples sepulturas no fueran declaradas, durante estos años de forma más o menos regular se quintó o cuarteó lo obtenido en las expediciones por el Zenú. De forma muy genérica, y según describió su tesorero, este sería el reparto del botín obtenido durante la primera expedición de Heredia en 1535, que habría incluido el pago de los correspondientes quintos (tabla 1).
Fuente: AGI, Santa Fe, 72, R.I. Carta del tesorero Alonso de Saavedra al Rey. Cartagena, 25/05/1535. Folio 1.
Parecía, por tanto, quedar en papel muerto la Real Cédula de septiembre de 1536 que obligaba a los saqueadores de tumbas a abonar la mitad de los tesoros encontrados. Sin embargo, un minucioso seguimiento de la normativa nos muestra que en la década de los años cuarenta se produjo un giro en la preocupación de la Corona por hacerla cumplir y aplicarla no solo en Cartagena, sino en todos los territorios americanos (es de suponer que sin duda imaginando que le permitiría obtener unos aún mayores beneficios procedentes de esta lucrativa actividad). El licenciado y gobernador del Perú Vaca de Castro recibiría en 1540 la instrucción de hacer cumplir la orden de septiembre de 1536, que ordenaba la entrega de la mitad de los tesoros, en las provincias de Perú, Nueva Toledo, Quito, Popayán y río de San Juan, bajo pena de perder todos los objetos hallados más la mitad de las posesiones del defraudador, si esto no se cumplía18. Así, por ejemplo, se haría ese mismo año cuando Pedro de Oñate, vecino de la ciudad de Cuzco, deseoso de descubrir "algunos tesoros, oro y plata y otras cosas que en esas tierras están escondidas" recibiera la orden de que se cumpliese con él la provisión del 36 y fuese a descubrir los tales tesoros, debiendo entregar la mitad de lo que hallare en su búsqueda a la Real Hacienda19. Este intento de aplicar la Real Cédula del 36, que suponía una mayor participación de la Corona en los beneficios, se manifestaría también en la provincia de Cartagena y demás provincias de la Audiencia de Santa Fe tras su ratificación en 1544, momento en el que además, según algunos de los protagonistas de los saqueos, comenzaban a agotarse las sepulturas del Zenú20.
Habrá tres o cuatro años que a este reino vino una provisión Real de V.A. por la cual manda que de todo el oro y piedras y esmeraldas que en este reino se hubieren de sepulturas o de ofrecimientos o de otras partes secretas y escondidas buscándolo de propósito o por acaecimiento se pague a V.A. la mitad de todo ello sin descuento alguno21.
Los buscadores de tesoros de la región evidentemente manifestaron su disgusto con esta nueva orden que disminuía sus ganancias y trataron de mostrar ahora que esas sepulturas, que antes habían sido descritas como muy ricas y llenas de objetos de oro, no lo eran tanto y pasaban muchas penurias y esfuerzos buscándolas:
(...) Son tan pobres las sepulturas que en este reino hay y tan costosas y tan trabajosas de sacar que, si esto se guardase y cumpliese, ningún provecho en pago de su trabajo tendría los que en ello se ocupasen. Antes no habrá quien en ello quisiese gastar el tiempo ni poner su trabajo de que los quintos reales de V.A. verían disminución y nosotros no recibiríamos pequeño daño"22.
Esta iniciativa de poner en vigor la antigua Cédula de 1536, que antaño quedara en papel mojado, causaría también gran enojo entre los vecinos de otras regiones americanas que alegaban argumentos similares a la del cabildo de Santa Fe, afirmando hallarse escandalizados y seguros de que ninguno querría dedicarse a este negocio si tuviera que pagar la mitad de lo obtenido a la Real Hacienda23. Ninguna de estas quejas parece que aplacaron al monarca, al menos de forma oficial en sus respuestas sobre el asunto.
Pero para hacer cumplir estas disposiciones fiscales, sea cual fuere el monto a pagar a la Corona, era fundamental establecer un adecuado control del negocio, conocer quién estaba sacando cuál sepultura y qué cantidad de objetos de valor depositados junto al difunto habían sido extraídos. Se había establecido, a pesar de las quejas de Heredia y Vadillo, que cualquier podría ir a desenterrar sepulturas, pero era necesario llevar a cabo un adecuado registro de aquellas sepulturas que estaban siendo trabajadas, a fin de evitar pleitos entre conquistadores y de controlar los tesoros que salieren. Pronto comprendieron que muchos de estos pobladores, que no habían de registrar o pedir autorización para abrir estas tumbas indígenas, omitían su obligación de pagar esa cuarta o quinta parte a la Corona. Una de las causas residía en el hecho de que las autoridades Reales en la región se encontraban demasiado lejos de los lugares donde un mayor número de sepulturas se estaban excavando y, por tanto, esta actividad se desarrollaba a sus espaldas.
Yo soy informado que en el pueblo del Cenú y en otras partes de dicha provincia se han hallado algunas sepulturas con mucho oro y que por no residir vosotros en los pueblos donde las dichas sepulturas se han hallado se ha sacado el dicho oro sin lo marcar ni quintar y porque como veis hoy a esto se diese lugar podría redundar en gran daño y perjuicio de nuestras rentas e hacienda24.
En mayo de 1536 se envió una Real Cédula que obligaba a los oficiales reales a residir en los pueblos más cercanos al lugar en que se hallaren sepulturas, destacando así la importancia de la actividad huaquera frente a otros asuntos concernientes a la recién fundada ciudad de Cartagena.
Yo vos mando que de aquí adelante los dos de vosotros residáis en los pueblos mas cercanos a las dichas sepulturas todo el tiempo que se sacare el dicho oro y el que de vosotros quedare resida aquel tiempo en la ciudad de Cartagena para las cosas que allí se ofrecieren tocantes a nuestra hacienda25.
En 1537 se ordenará que todo aquel que halle una sepultura antes de sacar el oro debía aparecer ante estos oficiales reales y registrara la tumba a trabajar cuanto antes para evitar conflictos26.
El desentierro de ancestros indígenas: entre su prohibición o su incentivo
Toda esta emisión de normativas iba dirigida a regular una actividad muy lucrativa para conquistadores y para la Corona que, sin embargo, en ningún momento abordaba de forma alguna el papel que las sociedades indígenas, propietarias materiales y simbólicas de estos enterramientos, tenían en este negocio. Los distintos textos normativos que trataban de regular la vida en Indias y la condición de las poblaciones autóctonas, los trabajos forzados, la conversión de los indígenas, etc., no reparaban de forma específica en la actividad de desentierro de sepulturas, aunque si en la obtención de oro a través de mecanismos como el rescate, la encomienda o el trabajo forzoso en la minería, asuntos que aparecieron ya recogidos en las Leyes de Burgos de 1512 (Sánchez, 2012).
La documentación relativa a las expediciones de Heredia y a los trabajos de desentierro de las estructuras suele hacer mención al empleo de población esclava de origen africano: "cuando Pedro de Heredia llegó al Zenú puso a treinta negros a sacar el oro" (Gómez, 1985, p. 174). En 1536, cuarenta esclavos de origen africano estuvieron durante cuatro meses excavando infructuosamente la gran sepultura denominada "del diablo" (Gómez, 1985, p. 290). La presencia de estos causaba mucho recelo entre el resto de la hueste de españoles que argumentaban que Heredia mantenía a sus negros sacando oro para poder apropiarse de todos los tesoros, motivo por el cual además les daría un excesivo buen tratamiento para mantenerlos contentos. Sin embargo, algunos de los que estuvieron en el Zenú excavando sepulturas escaparon a la sierra y ofrecieron mucha resistencia cuando los fueron a prender27, apareciendo en 1540 como los primeros negros apalencados de la región (Borrego, 1983).
Por tanto, durante estos primeros años de saqueo del Zenú los indígenas de la región no fueron, al menos mayoritariamente, la mano de obra empleada para desenterrar sus propias sepulturas. Trabajaron, sin embargo, en la fundición del oro extraído de las mismas (Gómez, 1985), y aunque no tenemos constancia de ello, es probable que en otros territorios de la Audiencia de Nueva Granada sí se empleara mano de obra indígena para desenterrar las sepulturas, ya que en 1549 el Rey emitiría una Real Cédula con el objeto de prohibir dicha práctica.
En las provincias subjetas a dicha audiencia se echan los indios dellas a buscar sepulturas y hoyos para sacar dellos tesoros lo qual di que es en mucho daño de los dichos indios porque pagan en ello gran trabajo y es causa de la disminución de sus vidas28.
Es probable que esta norma estuviera relacionada con los nuevos aires traídos al continente desde la aprobación de las Leyes de Nuevas de 1542. Estas, no solo venían a prohibir la esclavitud de los indios y a poner en entredicho el sistema de encomiendas, sino que venía a regular, aunque no prohibir, el trabajo forzado indígena (Menéndez, 2009). Ejemplo de ello es que, en 1546, tres años antes, la Audiencia había prohibido el trabajo indígena en las minas, aunque de facto no se cumpliría (Córdoba y Rodríguez, 1992).
Mediado el siglo, agotadas ya las sepulturas del Zenú, el ansia por desenterrar tumbas continuó entre la población llegada al Nuevo Reino de Granada (Botero, 2012). Una Real Provisión llegó a prohibir la búsqueda de sepulturas indígenas a principio de los años cincuenta (West, 1952), provocando una reacción por parte de los diferentes cabildos de la región, que decidieron elevar ante la Audiencia una información sobre el que consideraban un grandísimo perjuicio. Los interrogatorios a los testigos comenzaron en enero de 1554 y las preguntas efectuadas giraban en torno a varios asuntos. Por un lado, la riqueza de las sepulturas de la región: "después que los españoles entraron en este nuevo reino se ha sacado mucha suma de pesos de oro e piedras esmeraldas de mucho valor de sepulturas"29. Por otro lado, y como no podía ser menos, los testigos presentados en la probanza insistieron de forma reiterada en la cantidad de beneficios que la Corona había obtenido con el saqueo de sepulturas y los que había dejado de ganar desde que este negocio había sido prohibido.
En los últimos años, de diez o doce años a esta parte poco más o menos, se daban licencias para sacar las dichas sepulturas, santuarios e ofrecimientos, le vino a su magestad mucho provecho e renta de sus quartos e quintos (...)
y después que se ha prohibido el sacar de las dichas sepulturas, santuarios e ofrecimientos, su majestad ha perdido mucha suma de pesos de oro30.
Las razones de esta prohibición venían determinadas por el deseo de mitigar el grave daño ocasionado a las poblaciones indígenas de las diferentes provincias del Nuevo Reino, que en tan solo dos décadas habían sufrido una gran disminución demográfica y habían visto desestructuradas sus organizaciones sociopolíticas y arruinada su forma de vida. Por este motivo los diferentes testigos insistirán una y otra vez en que esta actividad no era dañina para ellos, que incluso recibían un beneficio indirecto del negocio expoliador.
Que los indios no reciben enojo alguno, antes a donde quiera que los cristianos lo sacan (el oro) los indios se llegan a llevarles comida e se la venden a trueco del oro que sacan de los santuarios, ofrecimientos e sepulturas de los dichos indios31.
Sobra decir que este intercambio donde los indios tenían que ofrecer comida y mantenimientos a cambio de los objetos ornamentales de sus antepasados, no parecía serles muy ventajoso.
Pero, entre los argumentos económicos que llamaban la atención de la Corona sobre los impuestos que habían dejado de cobrar, los argumentos que alegaban que por culpa de esta prohibición los honrados vecinos españoles estaban pasando muchos trabajos y padecimientos, y los que afirmaba que esto no era en absoluto perjudicial para los indígenas, comienza a aparecer un argumento novedoso. Algunos vecinos de Santa Fe afirmaron que no solo no era perjudicial para los indios, sino que sería en gran beneficio para la conversión de los naturales.32 La lucha contra la idolatría indígena comienza a presentarse como un elemento, no solo de justificación, sino como una cuasi obligación moral de los vecinos del Nuevo Reino de Granada, pues desenterrando a los ancestros de las sociedades originarias contribuirían a la conversión religiosa de los naturales. Es decir, sería el desentierro de sepulcros de sus ancestros en gran beneficio de la población indígena, pues esta, al ver que, al desenterrarlos y por tanto destruirlos, no pasaba nada, ni recibían castigo alguno de sus antepasados, entenderían que era simplemente una superstición o burlería y abandonarían sus antiguas creencias.
Sacando los cristianos oro de algunos ofrecimientos o santuario que los indios tenían por dedicado para sus ritos e ceremonias, e viendo los indios que los cristianos los sacaban sin ellos acaecer cosa se les espantaba e así cuando otras veces veían cristianos que venían para el mismo efecto salían a ellos con comida para se la vender, de donde se le seguía mucho provecho en su salvación viendo que era burlería lo que tenían creído33.
Por tanto, el negocio que se hubiera presentado fundamentalmente como un tema económico en cartas de conquistadores y tesoreros, en las páginas de los juicios de residencia, en las Reales Cédulas enviadas desde la corte peninsular... se torna ahora también un asunto religioso. La Corona no se va a limitar a regular, quién, cómo, cuándo... se podían desenterrar sepulturas y cuánto le correspondía, sino que va a convertir en una obligación la destrucción de santuarios y sepulcros indígenas con el fin de extirpar la idolatría. El expolio del Zenú, el agotamiento de sus sepulturas, la disminución de las poblaciones indígenas y el marco de debates sobre la legitimidad de la conquista estarían detrás, como afirmara Antonio de Herrera y Tordesillas, de que algunos legos en la materia comenzaran a disputar sobre si era lícito o no el desbaratamiento de sepulturas. Como ya mencionamos, el principal detractor de esta actividad será el padre Bartolomé de Las Casas, que afirmaba con rotundidad que aquellos que desenterraban sepulturas cometían pecado mortal de hurto y de rapiña, pero no faltarán detractores de sus ideas, que dedicarán páginas de sus escritos a justificar el desentierro de tumbas indígenas (Matienzo, 1967, cap. XXXIX34; Pérez, 1995; Solórzano, 1972, Lib.VI, cap. V35). Será esta postura, que hará de la destrucción de huacas y sepulturas indígenas una obligación moral en la lucha contra la denominada idolatría indígena la que acabe venciendo (Delibes, 2012; Pineda 1997). Así, por ejemplo, las visitas que tendrán como objetivo la extirpación de idolatría que se llevarán a cabo en 1577 en Boyacá, incluirán entre las obligaciones de sus visitadores la destrucción de los santuarios indígenas y la cobranza del quinto de los objetos extraídos de su interior (Cortes, 1960).
A modo de recapitulación
La excavación de sepulturas indígenas para extraer preciados objetos de oro, plata y piedras preciosas estuvo presente desde el inicio de la conquista del continente americano, y continuará durante los años coloniales y posteriores en gran parte del territorio donde aún queden tesoros por descubrir. Obviamente lo que supondría un gran beneficio para los buscadores de fortuna y para la Corona supuso también una pérdida irreparable de la cultura material y espiritual de los pueblos indígenas americanos.
El descubrimiento de las sepulturas indígenas del Zenú o Finzenú ocurrió durante las expediciones de descubrimiento y conquista de la Gobernación de Cartagena y durante su expolio se mezclarían las disputas personales, el descontento de los conquistadores por no recibir los mismos beneficios y la intervención de la Corona y de los oficiales Reales para tratar de regularlo y obtener los correspondientes beneficios. La Corona se encargó de administrar los derechos sobre las sepulturas de indios, de las que se declaró única poseedora, a través del otorgamiento de licencias. Gravó con un porcentaje específico los tesoros extraídos de tumbas o templos indígenas para ser partícipe de sus beneficios, y encargó a sus autoridades Reales en el territorio la vigilancia de esta actividad. El intenso saqueo de las sepulturas del Zenú a partir de 1534 sentó, de esta forma, las bases para la posterior regulación y organización de la actividad de búsqueda de tesoros en sepulturas y huacas indígenas en el continente. Esta normativa será recogida, completada e incluso repetida su formulación a lo largo del tiempo, como se puede observar en la Recopilación de las Leyes de Indias de 1680 (Libro XVIII, título XII, De los tesoros, depósitos y rescates)36.
Sin embargo, en poco más de una década, insinuaban ya los conquistadores, que el oro de las sepulturas del Zenú se encontraba casi agotado. Otras sepulturas y tesoros serían desenterrados en los nuevos territorios incorporados al Nuevo Reino de Granada. Sin embargo, habría sido el expolio y agotamiento de aquellas, como señalara el cronista Antonio de Herrera y Tordesillas, el que coincidiendo con la preocupación por la gravísima situación en que se hallaban los pueblos indígenas y los debates sobre la legitimidad de la conquista, provocaría el cuestionamiento de la legitimidad del desentierro de sepulturas, llegando incluso a prohibirla mediado el siglo.
En el momento en que surgió una corriente que cuestionaba la legitimidad de este negocio y criticaba el daño que infringía a las poblaciones indígenas sería contrarrestada con varios argumentos (históricos, económicos o jurídicos) pero sobre todo se comenzaría a hacer uso de la lucha contra la idolatría como justificación moral para el desentierro de sepulcros. Para algunos autores no sólo no se trataría de un pecado mortal de hurto o de rapiña como argumentara Las Casas, sino de una obligación moral que buscaba así la conversión de los naturales, a la vez que venía a legitimar tan lucrativo negocio.