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HiSTOReLo. Revista de Historia Regional y Local

On-line version ISSN 2145-132X

Historelo.rev.hist.reg.local vol.9 no.18 Medellín July/Dec. 2017

https://doi.org/10.15446/historelo.v9n18.58606 

Artículos

William Bollaert y sus descripciones geográficas, cartográficas y antropológicas sobre la provincia de Tarapacá en la etapa inicial de la formación republicana del Perú, 1827-1854

William Bollaert and his Geographical, Cartographic and Anthropological Descriptions about the Tarapacá Province at the Beginning Stage of Peru’s Republican Formation, 1827-1854

Luis Castro Castro* 

Carolina Figueroa Cerna** 

Paglo Guerrero Oñate*** 

Benjamín Silva Torrealba**** 

* Doctor en Historia por la Universidad de Chile (Santiago, Chile); Magister en Historia por la Universidad de Santiago de Chile (Santiago, Chile); Profesor de Historia y Geografía y Licenciado en Ciencias Sociales por la Universidad de Tarapacá (Arica, Chile). Es Investigador del Centro de Estudios Avanzados (CEA) de la Universidad de Playa Ancha (Valparaíso, Chile); y miembro del Grupo de Estudios de Historia adscrito al Fondo Nacional de Ciencia y Tecnología de Chile (FONDECYT). Es Investigador Principal del proyecto núm. 1140159 financiado por la misma institución y autor principal del artículo, encargado de la recopilación de datos, análisis histórico, problematización y redacción final. Este trabajo es resultado del proyecto núm. 1140159 “La historia de Tarapacá y Arica durante el siglo XIX: sociedad regional, poblaciones indígenas y el proyecto nacional-republicano peruano (1821-1879)”, financiado por Fondecyt. Correo electrónico: luis.castro-cea@upla.cl orcid.org/0000-0003-4669-4952

** Doctora (c) en Historia por la Universidad del Centro de la Provincia de Buenos Aires (Tandil, Argentina); Magister en Historia por la Universidad de Chile (Santiago, Chile); y Licenciada en Historia y Profesora de Historia y Ciencias Sociales por la Universidad de Valparaíso (Valparaíso, Chiles). Es investigadora del Instituto de Estudios Internacionales (INTE) de la Universidad Arturo Prat (Santiago de Chile, Chile) y del Centro de Educación y Cultura Americana (Valparaíso, Chile). Es Co-investigadora del Proyecto Fondecyt núm. 1140159 y participó en la recolección de datos, el análisis histórico y la redacción del presente texto. Correo electrónico: carocernaf@gmail.com orcid.org/0000-0002-3838-2126

*** Magister en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (Viña del Mar, Chile); Profesor de Historia y Ciencias Sociales y Licenciado en Historia y Educación por la Universidad de Valparaíso (Valparaíso,Chile). Es Investigador del Centro de Educación y Cultura Americana (Valparaíso, Chile); e Investigador Ayudante del presente proyecto. Colaboró en la recopilación de los datos y en la redacción. Correo electrónico: pablo@cecamericana.cl orcid.org/0000-0003-0552-3436

**** Doctor (c) en Historia por la Universidad de Chile (Santiago, Chile); Magister en Historia por la Universidad de Chile (Santiago, Chile); Profesor de Historia, Geografía y Educación Cívica y Licenciado en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile (Santiago, Chile). Es Investigador del Centro de Educación y Cultura Americana (Valparaíso, Chile); y Co-investigador del presente proyecto. Participó en la redacción. Correo electrónico: benjamin@cecamericana.cl orcid.org/0000-0003-4583-0908


Resumen

El Estado peruano depositó en la exploración científica su confianza para configurar el territorio nacional e incorporarlo a su control desde inicios del siglo XIX. Esta nacionalización territorial se realizó con mapas y estudios geográficos a cargo principalmente de naturalistas, los que le permitieron a la elite dominante delinear y legitimar la aspiración de soberanía, proceso que tuvo una singular expresión en aquellos espacios considerados periféricos pero ricos en recursos naturales, como la lejana y meridional provincia de Tarapacá y sus yacimientos de salitre. En este contexto, abordamos las distintas expediciones realizadas por el químico inglés William Bollaert entre 1827 y 1854 en el marco político de un Perú independiente y republicano, con el propósito de verificar los vínculos entre la necesidad de la novel agencia estatal peruana por conocer mediante un registro racionalizado su territorio nacional, los afanes científicos del mencionado naturalista y las dinámicas tarapaqueñas de la época condicionadas por el proceso de formación del Estado-nación.

Palabras clave: territorio nacional; cartografía; proceso republicano; Tarapacá

Abstract

The Peruvian State relied on the scientific exploration to configure the national territory and to incorporate it to its control from the beginning of the XIXth Century. This nationalization of the territory was performed with maps and geographical studies mainly in charge of natural scientists, who allowed the ruling elite to draw up and legitimize the sovereignty aspiration, a process that had a singular expression in those areas considered to be outlying but rich in natural resources, such as the far away and southern Tarapacá province and its saltpeter deposits. In this context, we address the various expeditions performed by the english chemist William Bollaert between 1827 and 1854 in a political context of an independent and republican Peruvian nation for the purpose of verifying the connections among the need of the novel Peruvian state agency to know its national territory through a rationalized record, the scientific endeavors of Bollaert, and the dynamics of Tarapacá at that time conditioned by the formation process of the Nation-state.

Keywords: national territory; cartography; republican process; Tarapacá

Introducción

En 1827 la máxima autoridad política de la provincia de Tarapacá, Ramón Castilla Marquesado,1 apremiado por un inestable y difícil contexto político propio de un Estado en formación, contrata los servicios de un joven químico inglés -quien había llegado a trabajar a la afamada mina de plata de Huantajaya dos años antes-2 para realizar un recorrido exploratorio destinado a tener una descripción acabada de la geografía física y humana de la circunscripción a su cargo. El resultado de esta expedición será, por un lado, la primera acción de una repartición del aparato estatal peruano por configurar a través de parámetros mensurables el espacio tarapaqueño como parte del territorio nacional; y, por otro, la confección de la primera cartografía oficial de la que era entonces la provincia más meridional del Perú. El mapa revelará, de manera primigenia, los yacimientos salitreros, determinantes en lo que restará del siglo XIX, respecto a la relación con el Estado central, el rentismo minero y la emergencia de planteamientos regionalistas (Castro 2016b).

En estos términos, tanto la exploración como el mapa vinieron a configurar un instrumento de gobierno al reproducir un saber útil que visibilizara el paisaje a la burocracia central (Garavaglia y Gautreau 2011; Craib 2000; 2002; 2014), más aún cuando el “territorio nacional” por aquél entonces era prácticamente desconocido. El Estado se encontraba fragmentado y disperso y la nación era más una insinuación de las élites que un sentimiento de comunidad compartido, haciendo por tanto que las expediciones científicas y la cartografía fuesen factores muy determinantes en la configuración de la nación peruana (McEvoy 2004; Mc Evoy 2007, 275-286).

Concluida la incursión mandatada por Castilla, William Bollaert llevará a cabo en 1828 una segunda expedición (que llegará hasta la isla Quiriquina ubicada en la bahía de Concepción en el sur de Chile) y una tercera en 1854,3 que lo terminarán convirtiendo en uno de los mayores conocedores de la extensa y variada geografía física y humana de Tarapacá desde la costa al altiplano.4 Esta característica permite afirmar que los antecedentes que recopiló durante estos recorridos, y que fueron publicados entre 1848 y 1868 en Inglaterra, configuran el panorama más detallado y fiable del territorio tarapaqueño en los años iniciales de vida independiente de la república peruana. Además de constituir una parte importante del soporte que influyó en la visión que se sostendrá en los centros de poder (como Lima y Arequipa) sobre esta alejada provincia durante la primera mitad del siglo XIX, más aún cuando dio a conocer profusamente sus rasgos geográficos, geológicos, económicos y culturales en instituciones científicas europeas.5

En estos términos, es de nuestro parecer que William Bollaert fue, tanto por el tiempo que estuvo en la zona como por la envergadura de sus expediciones, uno de los más importantes naturalistas que recorrieron los parajes de Tarapacá durante el siglo XIX,6 condición asentada en su adscripción a una metodología científica, a cierta afinidad con un discurso moderno de nación y a una comprensión moderna de la identidad racial, aspectos matriciales que dieron cuenta de una época paradigmática en cuanto a la relación territorio, progreso y recursos naturales (Poole 2000; Vallejo y Miranda 2010).

En efecto, en el caso de España desde el reinado de Carlos III a fines del siglo XVIII, importante agentes, como Pedro Rodríguez de Campomanes y José de Gálvez, persiguieron el progreso mediante la aplicación de los métodos de la ciencia a la sociedad (es decir, recopilando y analizando datos) con el propósito de promover con eficacia el crecimiento económico; un ambiente que provocó una seguidilla de expediciones a las colonias americanas, a cargo de científicos y exploradores, con el propósito de recoger información acerca de los recursos, la geografía y la población de zonas económicamente estratégicas para los intereses de la Corona española, provocando un proceso complejo y profundo de reconfiguración política, militar y territorial (Fisher 2000; Lynch 2004; Pietschmann 1996). Pero no sólo el conteniente americano fue pábulo de estas expediciones de reconocimiento del territorio, sino también el europeo. Bajo la lógica de la colonialidad del saber, se instauraron durante el siglo XIX las teorías sobre la modernización interna, elaborándose estrategias para estimular el avance por medio de un re-conocimiento de los territorios y los recursos. Ejemplo de esto es Italia y su dualismo Norte-Sur; Francia e Inglaterra, donde las elites promovieron la construcción nacional mediante narrativas referidas a espacios o colonias internas (Hechter 1999; Tanzi, Monorchio y Tonolio 2012; Zamagni 1993); y el Caúcaso, donde se registraron políticas de expansión interna planeadas desde Moscú como referencia a un Estado moderno que promovía una misión civilizadora sobre las poblaciones catalogadas como nómades o salvajes (Mouradian 2005).

A razón de lo anterior, en el presente artículo indagamos los vínculos que se generaron entre el proceso republicano en sus primeras décadas y las exploraciones científicas. Las fuentes son los registros de este naturalista inglés analizadas bajo un doble acercamiento: el de sus propias inquietudes geográficas y antropológicas, y la necesidad estatal de tener un conocimiento detallado y verificable de la naturaleza -mediante un registro racionalizado de ella-. Resultado por el cual se favoreciera la toma de posesión soberana del espacio tarapaqueño en respuesta al contexto político y las fuerzas económicas que controlaban la administración estatal en la primera mitad del siglo XIX (Núñez 1987, 20).7 Destacando, en estos términos, el valor del mapa que confeccionó Bollaert de la provincia de Tarapacá como la primera cartografía peruana del territorio más meridional.

De sus numerosas observaciones geográficas, cartográficas y antropológicas sobre Tarapacá publicadas en diversas revistas y libros editados en Londres, hemos escogido dos: “Observations on the Geography of Southern Peru, including survey of the Province of Tarapaca, and route to Chile by the coast of the Desert of Atacama” publicada en The Journal of the Royal Geographical Society of London en 1851 y el capítulo correspondiente de su libro “Antiquarian, Ethnological and other researches in New Granada, Equador, Peru and Chile, with observations on the Pre Incarial, Incarial, and other Monuments of Peruvian Nations” lanzado en 1860.8 La razón de lo anterior es que el texto de 1851 contiene en extenso los contenidos de sus exploraciones de 1827 y 1828, y el de 1860 incorpora los registros de su visita de 1854.

Inicios de la República y Conformación de un territorio nacional: Tarapacá y su ubicación en la geografía política del Perú

El proceso derivado de la independencia política hizo que el Perú se enfrentara a un conjunto amplio de desafíos y complicaciones que discurrieron a lo largo y ancho del siglo XIX. Dichos retos comprendieron desde la estabilización de la nueva república, la creación de una comunidad nacional de ciudadanos, la definición del tipo de relaciones económicas a nivel interno y externo, hasta el establecimiento de un territorio con fronteras bien definidas que permitieran la consolidación del naciente Estado-nación (Basadre 2002; Contreras 2014; Chiaramonti 2005; Mc Evoy 2013), más aún cuando tras la independencia el territorio se convirtió en un elemento adicional de la conformación de los valores patrios, provocando que la retórica progresista, característica del siglo XIX, transformara simbólicamente al territorio en un paisaje del progreso y a la descripción de los recursos en la narración de un futuro (Navarro Floria 2007).

Esto último revistió una dificultad mayor, principalmente por la indefinición de los límites nacionales producto del marcado desconocimiento general de la geografía física y humana y por el mecanismo jurídico del uti possidetis que se usó para configurar el territorio soberano,9 una práctica repetida tanto por otras emergentes repúblicas hispanoamericanas (García 2005, 220), como por países de latitudes más lejanas de África meridional e Italia (Ferro 2005; Calhoun 2007). Siguiendo tal principio, el Perú se organizó durante las primeras décadas de vida independiente en torno a aquellos territorios donde el sistema colonial estuvo bien consolidado (Fontana 1998, 10), dejando los espacios periféricos (con relación a la centralidad simbolizada por Lima) como regiones abiertas y sin control efectivo. Agregándose a esto la socialización entre la elite y la burocracia fiscal de una imagen del Perú como un territorio compuesto por tres grandes áreas (la costa, la sierra y la selva) escasamente articuladas, lo que terminó imponiendo una dinámica agencial centrada en aquellas zonas más accesibles y dinámicamente conectadas por mar respecto a los macizos cordilleranos, la selva amazónica y el desierto meridional que terminaron siendo, a la par de coyunturas y proyectos políticos, invisibilizados o escasamente priorizados (Mesclier 2001; Orlove 1993).

Tomando en cuenta la opinión de Craig Calhoun (2007, 11) de que la propagación del discurso nacionalista en el siglo XIX no solo fue resultado de una arremetida estatal y su consecuente manipulación política, sino que también dio cuenta de expresiones más autónomas en niveles inferiores y refractarios al Estado central, es dable pensar que para el caso de Tarapacá, respecto la configuración de sus límites políticos en el contexto de la formación republicana del Perú a inicios del siglo XIX, el uti possidetis vino a ser también un ejercicio local de ocupación que muchas veces no correspondió al discurso nacional.

Tuvo tal peso esta mirada agencial, que el primer esfuerzo oficial de envergadura por parte del aparato estatal por tener un registro cartográfico que abarcase la mayor extensión de su territorio, proviene de la obra “Geografía del Perú” de Mariano Paz Soldán publicada en 1862, es decir, cuarenta años después de conseguida la independencia.10 La orden y financiamiento para este esfuerzo monumental provino de la primera presidencia de Ramón Castilla (1845-1851), una determinación nada de excepcional si tomamos en cuenta que fue el propio Castilla, siendo subprefecto de Tarapacá, el que ordenó en 1827 la elaboración de la primera descripción y confección cartográfica de la provincia más meridional del país, además de prescribir, por decreto del 6 de diciembre de 1849, el ordenamiento de los departamentos, provincias y distritos de toda la república, requisito necesario en aquel momento para dar forma a la ubicación geográfica de los recursos naturales del Perú y así poder difundir las dimensiones materiales del progreso bajo un ideal romántico (Figueroa 2011; Hobsbawm 2012). Por tanto, al mandatar a Paz Soldán lo que hizo fue afianzar su perspectiva política -en tanto uno de los agentes estatales más importantes del periodo- sobre la relación Estado-nación, territorio y soberanía.11

Producto de la falta de un saber pormenorizado de la geografía física y humana del Perú durante las primeras cuatro décadas de vida independiente, posible además de desplegar en una cartografía científicamente validada, es lo que posibilitó entonces la instalación en vastos sectores sociales la una imagen del territorio nacional como un espacio fraccionado, disyuntivo y paradójico entre lugares (habitados, civilizados, visibles, estatizados) y áreas (deshabitadas, barbarizadas, desconocidas, sin ley y orden) (Lois 1999; Villavicencio 2008). Tierras por tanto disponibles para ser ocupadas y explotadas con el propósito de dar respuesta a las distintas coyunturas económicas y políticas existentes en un momento determinado (Navarro Floria 2002, 140). Cabe recordar, en estos términos, que el espacio no se limita solo a aquella observación que se revela, sino que está acompañada de imágenes simbólicas construidas como dobles que integran virtudes o falencias, que permiten articular discursos culturales sobre las formas de ocupación que transforman el espacio en territorio. El mapa o la cartografía surge entonces como la posesión simbólica del Estado a efecto de una “institucionalización de la sociedad” mediante una apropiación científica-discursiva (Claval 1999; Grimson 2000).

En el marco del proceso de consolidación del Estado-nación, los territorios que resultaban particularmente inhóspitos por no concentrar la atención e intereses de la elite dominante, fueron contextualizados discursivamente como “desiertos”, hayan sido páramos, estepas o regiones extremadamente áridas. En este sentido, el paradigma utilizado asignó la categoría de desierto no en función de los rasgos físico-naturales que describen que un paraje sea agreste, sino en torno a aquellos tópicos de orden social que configuraban a estos lugares como no apropiados según las pautas culturales dominantes e impuestas por el aparato estatal (Navarro Floria 2002, 140; Greco 2005, 1), superponiendo consecuentemente sobre estos “desiertos” otra cartografía, otra forma de concebir la realidad y otro desarrollo de la historia, en un esfuerzo por revertir el escaso control que se tenía sobre ellos (Moyano 2001-2002, 54). De esta forma, las implicancias ideológicas de la construcción de un mapa nacional fue la de naturalizar una imagen de Estado vinculada con un territorio homogéneo cultural y etnográficamente, lo que implicaba la domesticación de éste como unidad política o como soporte físico de la ciudadanía, lo que Brackette Williams (1991) denomina, siguiendo la teoría gramsciana, “transformismo”, es decir, la operación impulsada tanto por el nacionalismo oficial12 y las rutinas estatales en búsqueda de la hegemonía y la homogenización,13 y lo que Michel Foucault (2006, 139-159) describe como la transformación del modo como se comenzó a ejercer el poder político a partir del siglo XVIII mediante dos tipos de tecnologías: las disciplinas basadas en la vigilancia y los mecanismos de regulación basados en el estudio estadístico de los fenómenos masivos conducente a saberes globalizantes.

En tal categoría se enmarcó la meridional provincia de Tarapacá. Históricamente ligada a la explotación de los recursos mineros, pasó de ser una zona inicialmente poco considerada respecto a su potencial económico a razón de la decadencia de la extracción argentífera de Huantajaya y el escaso desarrollo de la explotación salitrera (1820-1850),14 a una región de interés estratégico por el valor que adquirió el salitre en tanto fertilizante (y no como insumo para la fabricación de pólvora) en el mercado mundial, transformándose en una alternativa cierta para complementar, e incluso reemplazar cuando fuera necesario, al guano como soporte de la renta minera (1860-1870).15

En efecto, durante las primeras décadas de vida independiente Tarapacá fue identificada desde la capital del país como “la tierra incógnita”, fuente de todo tipo de esperanzas, mitos y elucubraciones (Contreras y Cueto 2008, 637), y a la vez una región “vacía” pese a estar poblada por “otros” que por siglos habían practicado exitosamente sistemas económicos y culturales de adaptación al desierto, como por colonizadores extranjeros que vieron en los parajes tarapaqueños una opción de hacer fortuna. En estos términos, la provincia tarapaqueña fue pábulo de premisas centrípetas impulsadas extensamente durante el siglo XIX por las nacientes agencias estatales americanas a efecto de legitimar la incorporación de las regiones más distantes, menos conectadas y ricas en recursos naturales a los territorios nacionales en construcción. Por ejemplo, en Colombia los intelectuales hegemónicos (o letrados urbanos) construyeron y legitimaron la noción de “espacios del terror” para situar dentro del nuevo ordenamiento territorial la Amazonía y, de este modo, plasmar un discurso legitimador de la explotación del caucho (Tausssig 2000; Villegas 2006a y 2006b); en Ecuador, bajo la misma retórica de justificación de la extracción cauchera, se desarrolló un imaginario en torno al Oriente como la “tierra prometida” al cobijar las riquezas mineras y naturales que sustentarían el crecimiento y engrandecimiento del país (Esvertit 2008); en Chile, por su parte, la sureña región de la Patagonia-Aysén fue tipificada como la “tierra de entremedio” y “vacía”, provocando con ello que su condición periférica fuera resultado directo de una producción histórico-geográfica instalada en la agencia estatal con el propósito de solventar su controlar político y económico (Núñez, Aliste y Bello 2014; Núñez et al. 2016).

Por lo mismo, el territorio tarapaqueño (junto con las reivindicaciones de sus habitantes, las prácticas culturales de los indígenas y las reservas de minerales) fue entre las décadas 1820 y 1840 frecuentemente ignorado por su lejanía del centro de poder instalado en Lima; así su condición de frontera y/o periferia provocó que en este ciclo inicial fuera invisibilizada, en algunos momentos también excluida, a partir de una incorporación asimétrica a la nación, especialmente respecto a aquella población (como la indígena) que no cumplía con los parámetros de la civilización, un fenómeno de hegemonía estatal ilustrado en términos semejantes para el caso de la cordillera norpatagónica de Argentina (De Jong 2002) y de la Araucanía en Chile (Flores 2012 y 2013).

En contrapartida, los numerosos conflictos asociados a problemas de límites y soberanías tras el término de las guerras por la independencia y el impacto que provocó el explosivo incremento de la demanda externa de salitre y la necesidad de buscar un producto capaz de reemplazar la alicaída economía basada en la exportación del guano (García 2005, 217; Contreras y Cueto 2013, 113-164), hizo que a mediados del siglo XIX, en lo que por definición constituiría un acto político (Akerman 1995, 139), se iniciaran los primeros esfuerzos (por ejemplo la expedición de Antonio Raimondi mandatada por el presidente Echenique en 1853) por medir, racionalizar y adquirir un saber de Tarapacá que generara su incorporación efectiva tanto al control estatal como a la dinámica económica mundial (Bixio y Berberián 2007, 2). Escenario que provocó que los registros de Bollaert recobraran vigencia no solo por su contribución al conocimiento de la historia natural, sino por el valor que implicaron en la formación de la nación, ya que desde la narrativa constructivista ligada al concepto cívico presente en las naciones latinoamericanas del siglo XIX, el territorio apareció como el factor de cohesión social, un marco físico-económico sobre el que se desarrolló el mercado como factor político (Quijada 2000).

A partir de estas coyunturas políticas y económicas, la periférica provincia de Tarapacá experimentó a mediados del periodo decimonónico un despertar geopolítico y económico, transformándose -mediante las bases proporcionadas por el saber registrable- de un mero lugar a un espacio propiamente tal en tanto se configuraba una narrativa y una acción política, condición previa para su posterior conversión en territorio, es decir, una zona controlada por un poder estatal que la ocupará, organizará, explotará e incorporará definitivamente a su control (De Certeau 1996).

Importancia política de las expediciones de William Bollaert en la configuración de Tarapacá como un territorio nacional peruano

Su recorrido por la provincia de Tarapacá realizado en el año 1827 por encargo de Castilla y la posterior de 1828 a iniciativa personal, erigen a Bollaert como el primer explorador que recorrió sistemáticamente el territorio tarapaqueño (tanto por una necesidad y mandato estatal como por los afanes propios de los naturalistas de la época) en el periodo formativo de la República del Perú. Aunque en su momento la agencia estatal, especialmente la asentada en Lima, no dio la adecuada importancia a sus observaciones geográficas y etnográficas por estar interesada en otros rasgos y lugares del territorio nacional, su contribución resulta indiscutible en lo tocante a la ubicación de Tarapacá en el ordenamiento geopolítico decimonónico peruano.

En estos términos, concordamos con Horacio Larraín (1975, 461) respecto a que William Bollaert tuvo en los inicios del siglo XIX la misma importancia que Antonio O’Brien para mediados del siglo XVIII respecto a expedicionarios que fueron más allá del interés por lo desconocido o lo exótico y se adentraron en una metodología con fines científicos. De ahí que la revisión de su figura, como el contexto y su relación con el aparato estatal, permiten el dar cuenta de diversos fenómenos, entre ellos: a) la nacionalización del territorio más meridional de la naciente república peruana; b) el desarrollo de una frontera interna que fijó el espacio tarapaqueño como una parte soberana del Perú; y c) la construcción de una territorialidad lograda a partir de un saber científico.

A su llegada a Tarapacá en 1825, William Bollaert con 18 años se encontró en un lugar desértico y aparentemente aislado en todas sus direcciones, condiciones que hicieron precisamente a esta provincia ser distante y poco conocida para los centros de poder como Lima y Arequipa, más aún cuando a su arribo la escasa información confiable que se tenía de ella provenía de las cartas, descripciones y mapas elaborados por Antonio O’Brien por mandato del Virrey Amat a mediados del siglo XVIII (Hidalgo 2009, 7).

Entonces, durante la primera mitad del siglo XIX la provincia tarapaqueña solo cobraría importancia para las autoridades republicanas en periodos coyunturales o a razón de necesidades económicas específicas, especialmente aquellas vinculadas con la carga impositiva. Más aún todavía, para la élite republicana dominante serán tierras periféricas, inhóspitas y vacías, un desierto que engendraba únicamente salvajes y bárbaros (Navarro Floria 2002, 140).16 Así, en el ámbito de los agentes del Estado-nación peruano en formación se asumió que el par conceptual salvaje/desierto justificaría la indiferencia por este territorio (Lois 1999), vaciándolo discursivamente y haciendo que su incorporación efectiva al sistema nacional fuese únicamente funcional cuando las coyunturas políticas y económicas lo demandaran.17

Precisamente esto es lo que ocurrió en 1826 cuando el desinterés histórico por esta “desértica” provincia, -interrumpido durante el periodo colonial por los episodios de bonanza de Huantajaya y por los esporádicos acontecimientos bélicos en los primeros años de las luchas por la independencia-, se vio alterado por un antiguo litigio por tierras entre indígenas de Isluga y Cariquima (correspondientes a la zona de Tarapacá) y de Llicas y Sabayas (ubicados en Lípez y Carangas). Conflicto que puso en juego el principio de la soberanía nacional al invocarse, -para validar las potestades jurídicas exigidas por los litigantes-, la condición de territorio peruano en diferenciación de uno boliviano (Paz Soldán 1878, 32-33; Riso Patrón 1910, 55; Castro 2016a, 118-119). Asimismo, se resaltaron las indecisiones y ambigüedades con respecto a los límites entre Perú y Bolivia generadas en las negociaciones del tratado de Chuquisaca que contempló la posibilidad de traspasar la provincia de Tarapacá (además de Tacna y Arica) a la vecina república de Bolivia,18 fijando la frontera internacional peruana en la desembocadura y quebrada del río Sama (Zarco 1897, 5-7; Tudela 1909, 10; Porras Barrenechea 1926, 66-67).19

Tales conflictos, -que involucraban asuntos de soberanía territorial-, propiciaron en 1827, que el entonces subprefecto de la provincia, Ramón Castilla Marquezado, encomendara expresamente al joven William Bollaert, -quien se estaba desempeñando como experto de ensayos de metales y químico en las minas de plata de Huantajaya (Larraín 1975, 459)-, para realizar un reconocimiento científico de la vasta extensión de la provincia, que diera por resultado el primer mapa detallado de los límites, la geografía y la localización de los recursos existentes en los “vacíos” parajes tarapaqueños.20 La intención era aprovechar la experiencia adquirida por el químico inglés en sus constantes andanzas por lugares distintos de la provincia desde su arribo en 1825, lo cual le había permitido familiarizarse con la geografía, las condiciones climáticas, las prácticas culturales y las riquezas mineras (Bermúdez 1975, 3 y 14), atributos que lo erigieron como el más idóneo para efectuar dicha tarea al servicio del Estado.

Desde el punto de vista político-administrativo, el Estado peruano contó desde ese momento con un mapa e información útil y necesaria sobre la cual justificar sus decisiones en los litigios mencionados y hacer efectivo un ejercicio soberano que le permitiera acometer cualquier propuesta futura de reorganización, ocupación y explotación de los recursos existentes en él (Nadal y Urteaga 1990, 15).

Con dichos objetivos, la expedición de Bollaert contribuyó a la configuración de las bases para el diseño o planificación territorial a la que aspiraba el Estado peruano, más aún cuando expandiendo indefectiblemente sus límites nacionales este naciente Estado-nación terminó incorporando los meridionales parajes tarapaqueños a su soberanía. De este modo, el diseño territorial peruano contribuirá a la apropiación simbólica y a la naturalización del paisaje y la historia tarapaqueña por parte del Estado-nación y su élite gobernante, todavía más cuando esta “tierra de nadie” y “desértica”, es decir carente de historia y significación humana, estaba inevitablemente destinada a ser ocupada fácticamente (Ighina 2000).

Bollaert, en consecuencia, hizo visible la provincia de Tarapacá para el conjunto del país al localizar, geo-referenciar, describir y señalar las principales características morfológicas de un espacio que sería delimitado por primera vez tanto en lo económico como en lo político, pero incorporando además, gracias a una visión totalizadora propia de los exploradores del siglo XIX, antecedentes sobre variables que llamaron significativamente su atención: la potencialidad económica de la explotación del salitre y el bórax, las expresiones culturales indígenas y la agricultura con o sin riego adaptada al desierto

Descripciones geográficas, económicas y antropológicas de Bollaert sobre Tarapacá

En el marco de una naciente República y con enormes esfuerzos para consolidar un ordenamiento territorial “desde arriba”, que permitiera la expansión del ejercicio de su poder económico, institucional y simbólico (Benedetti 2008), la producción del mapa de Bollaert puede entenderse como una negociación entre el especialista, -la visión que tiene sobre el espacio el patrocinante del estudio- y el consumidor de los registros levantados. A esta nomenclatura Kapil Raj (2007) la ha denominado como la cartografía “al aire libre”, vale decir la articulación entre el científico y los grupos heterogéneos que permiten la legitimización de los saberes construidos por medio de la observación científica y la construcción política-cultural del orden republicano.

De este modo, el joven naturalista articuló y construyó su obra en torno a tres dimensiones: la geográfica, la económico-política y la etnográfica. Sin embargo, contextualizada por los cánones del positivismo decimonónico (Lois 1999) y las necesidades del incipiente Estado-nación peruano, la detallada descripción etnográfica se mantuvo durante décadas subordinada e invisibilizada por las otras, las cuales -en el contexto y coyuntura mencionada- cumplieron un rol fundamental para la estructuración y fundamentación de la acción estatal ejercida sobre el territorio tarapaqueño conducente a la toma de control del espacio, sus recursos y sociedad residente (Raffestin 1993; Sack 1986; Lopes de Souza 1995).

Por esta razón, las descripciones geográficas y económico-políticas de Bollaert se revistieron de una gran significancia al ser partes del proceso inicial de apropiación científico-discursivo de la provincia tarapaqueña, como del establecimiento narrativo de continuidades territoriales para una región que -desconocida en gran parte para el gobierno y la elite peruana- estaba sujeta al riesgo latente de quedar fuera de su soberanía. Mediante el saber y el relato, se desarrolló entonces una operación territorializadora, entendida como una actividad de apropiación de un espacio cuya pertenencia estaba en disputa. De allí que conocer estas tierras, cartografiarlas, trazar sus límites, relatarlas y describirlas se constituyeron en formas de estabilizar fronteras y asignar valores que sustentaran el funcionamiento e instalación de las tempranas y precarias instituciones estatales del Perú (Montalvo 1999, 16), un requerimiento que lo delatará con extraordinaria lucidez en 1877 el prefecto de la época a propósito de la precariedad de la escuela fiscal en esta meridional provincia:

Descuidada la ilustración de las masas en los funestos tiempos de un pretérito nunca bien lamentado, no era posible hallar en nuestros Departamentos inteligencias suficientes para desempeñar el honroso como delicado cargo del profesorado, sin quebrantar la Ley de Instrucción que es hoy el complemento recíproco de la orgánica. Nuestros pueblos a larga distancias diseminados en las desiertas llanuras, salares, como los agrícolas extendidos hasta las regiones nevadas, carecen casi en los absoluto de personas morales instruidos para dedicarlos a la enseñanza.21

Hasta la expedición de Bollaert, la provincia de Tarapacá era ante todo una región condicionada e identificable por el potencial de las riquezas mineras presentes en su suelo, especialmente de la plata yacente en las minas de Huantajaya y Santa Rosa, y en menor medida por el salitre y el bórax que recién se asomaban como recursos explotables pero al amparo de un manto de incertidumbres. El desarrollo regional, de esta manera, se articuló y supeditó respecto a un proyecto nacional que fijó sus objetivos más neurálgicos en la explotación de los recursos naturales comparativamente ventajosos, que poseía el territorio peruano para insertarlos en la economía mundial y generar renta. Un planteamiento por lo demás promovido por agentes muy influyentes como el Mercurio Peruano e intelectuales de la talla de Hipólito Unanue (Millones 2004).

El mismo Bollaert compartirá esta premisa al señalar que “celebrada primeramente por las ricas minas de Huantajaya” (Bollaert 1860, 155), además de las de Alcaparosa, Chanabaya, Chuchulai, Paquique, Santa Rosa, Paiquina y Chipana entre otras, la provincia de Tarapacá se ha hecho “tan celebrada en el Perú que a veces se ha llamado el Potosí del Sur” (Bollaert 1851, 107). En estos términos, los hermanos Paz Soldán en 1862 exclamarán tras un recuento de las potencialidades productivas de Tarapacá que “si la naturaleza se mostró tan mezquina con esta provincia en sus producciones vegetales, la enriqueció con asombrosa prodigalidad en el reino mineral”.22

Por ello, los informes elaborados por el químico inglés bajo una visión totalizadora poseen gran relevancia histórica, ya que recién a partir de ellos es que la provincia tarapaqueña adquirió una nueva dimensión. En efecto, a contrapelo de los intereses y prioridades de la agencia estatal peruana y sus dispositivos, Tarapacá se configuró como un espacio donde no solo existían riquezas minerales, sino también buenas tierras para la agricultura y una población indígena culturalmente relevante. Así, la condición de desierto se situará en lo estrictamente geográfico, denotando a la par las expresiones culturales de adaptación a este medio ambiente.

De esta manera, junto con resaltar el carácter agreste de la provincia a razón de las extensas planicies áridas, la extrema sequedad del suelo y la carencia de recursos hídricos mediante comentarios tales como “no hay madera, ni vegetación” (Bollaert 1851, 106) y el “agua apenas [es] suficiente para regar la tierra” (Bollaert 1851, 104), William Bollaert expondrá como un dato relevante la presencia de una “población mixta de alrededor de 11.000 almas, que consta de los descendientes de españoles, españoles e indios, algunos negros, siendo la mayor proporción indios” (Bollaert 1851, 104).

Este último dato será clave -en la perspectiva de este naturalista- para desestimar aquella identificación decimonónica de Tarapacá como un desierto más allá del ámbito físico-natural. Consecuentemente, Bollaert describirá las localidades serranas y costeras como asentamientos de indígenas que residían ahí exitosamente desde tiempos previos a la Conquista producto de una gran capacidad de adaptación. Por ejemplo, sobre las casas habitación de pueblos como Pachica, Laonsana, Puchultisa, Puchurca y Guatacondo resalta el hecho de que estaban “construidas de adobe o ladrillo secado al sol, y rara vez de más de un piso, como medida de precaución contra los terremotos que ocurren con frecuencia” (Bollaert 1851, 104). En cuanto a la pesca marítima comenta que se hace en “balsas ingeniosamente construidas” a partir de “flotadores hechos de pieles de lobo marino inflados con aire” (Bollaert 1851, 106), a lo que se sumaba la utilización de pieles, lana y algodón para la confección de las vestimentas (Bollaert 1851, 122-123). Al amparo de esta perspectiva etnográfica, el caso del oasis de Pica será significativo para el químico inglés en cuando a la reproducción y persistencia de logros culturales referidos a la adaptación de los residentes originarios de la provincia de Tarapacá al desierto. Por lo mismo le llamará la atención que, siendo limitada la tierra cultivable, los agricultores de este oasis revirtieran eficazmente esta carencia mediante un sistema de recolección de agua en cochas (o embalses) cuidadosamente distribuida a efecto de permitir el cultivo de uva, higos, guayabas, melones, chirimoyas, peras, duraznos, membrillos, pequeños limones, granadas, tunas, ají y pimienta (Bollaert 1851, 110-111).

Del mismo modo como sus observaciones sobre los poblados y formas de adaptación humana al entorno contribuyeron a de-construir la noción de desierto del espacio tarapaqueño, sus detallados informes sobre la localización de las principales fuentes de recursos minerales permitieron, especialmente al aparato estatal, contar con información útil y verás. Organizados sus informes en torno al eje económico-político, reveló de manera primigenia los yacimientos salitreros, los mismos que serán determinantes para el devenir del Estado peruano en lo que restará del siglo XIX así como en la emergencia de planteamientos regionalistas (Castro, 2016b).

En efecto, Bollaert dirá que la extensa geografía de la pampa tarapaqueña, desde Tiliviche por el norte hasta las cercanías de Quillagua por el sur, estaba en gran parte cubierta de arena, sal, nitrato de sodio y otros cuerpos salinos (Bollaert 1851, 103). También especificará que los “terrenos de caliche varían en amplitud”, siendo la media de “500 yardas (500 metros)” y de “7 a 8 pies (2 a 3 metros) de espesor” (Bollaert 1851, 113-114).23 Respecto a los intentos de hacer del salitre un producto exportable comentará:

La existencia de esta sustancia valiosa en la provincia de Tarapacá ha sido conocida en Europa alrededor de un siglo. En 1820 algunas muestras fueron enviadas a Inglaterra, pero por su peso fueron arrojadas por la borda. En 1827 los esfuerzos para que el salitre fuera elaborado por una casa inglesa y se exportara no tuvo éxito. En 1830 un cargamento fue enviado a los Estados Unidos, allí se encontró que era invendible. Otra parte de este cargamento fue mandada a Liverpool, pero fue devuelta al considerarse invendible en toda Inglaterra. (Bollaert 1851, 113)

Junto con lo anterior, afirmará que estos recursos iban a cobrar en el futuro inmediato una enorme importancia para el erario peruano a razón de la situación de desgaste de las tierras agrícolas de Europa y la necesidad, por lo mismo, de grandes cantidades de abono natural, a lo que se podía responder por la existencia de suficiente “nitrato para el consumo de Europa durante 3 años” (Bollaert 1851, 115). Por estas razones, Bollaert (1851, 106) no dudará en agregar que:

Con la actual navegación a vapor a lo largo del Pacífico, lo que facilita el transporte de mercancías y provisiones, me inclino a creer que tal vez la costa más árida del mundo, será tarde o temprano, cuidadosamente ‘cateada’ o examinada por las minas, y no me sorprendería oír hablar de descubrimientos importantes de metales preciosos, como también de los valiosos depósitos salinos.

Esta observación resulta notable, ya que tempranamente el joven naturalista inglés fue capaz de establecer lo que vendría para la provincia cuarenta años después, cuando los beneficios del guano comprometidos en el pago de la creciente deuda externa comenzaron a declinar y las coyunturas externas e internas se conjugaron para asentar en la explotación del salitre todas las esperanzas de construcción de una nación moderna.

Además del registro minero, Bollaert fue capaz de visualizar el valor de la actividad agrícola (con o sin riego) en tanto una adaptación notable al desierto; actividad económica que desafortunadamente a lo largo del siglo XIX no tuvo posibilidad alguna de expansión al no calzar con los intereses del Estado central ligados al rentismo minero. Así, por una parte, fue testigo de un proyecto exitoso en el pueblo de La Tirana, con el cual se hizo uso del agua de pozos y se logró cultivar trigo, alfalfa, maíz y hortalizas en el suelo más salino y seco de la provincia. También observó a Mariano Morales, quien utilizó la humedad obtenida de pozos subterráneos, cavados a cerca de 3 pies (1 metro), hasta hacer viable la existencia de una granja o “chacra sin riego” de la cual obtenía trigo, maíz, cebada, arroz y verduras (Bollaert 1851, 113).24

Consciente de la potencialidad que revestían dichas iniciativas agrícolas para el desarrollo de la provincia tarapaqueña, se limitó a señalar que, “en caso de éxito”, el asistir e impulsar este novedoso modo cultural de cultivar el desierto sería de “gran beneficio para la provincia” (Bollaert 1851, 113).

En cuanto a las observaciones de orden etnográfico, Bollaert puso atención en los rasgos culturales de la población indígena. De este modo, por una parte, señala que los “indios de la provincia” hablaban el aymara y que durante parte de su historia habían estado bajo el yugo español “con la barra de hierro del poder, tanto política como eclesiástica” (Bollaert 1851, 122).25 Por otra, los describe como individuos de “color marrón, pelo negro y liso” (Bollaert 1851, 122), que no conocían la poligamia, que eran pacientes y perseverantes, que practicaban la división de labores productivas entre hombres y mujeres y que vivían con significativas comodidades haciendo uso de los medios que la naturaleza les proveía, como el alimentarse de carne de llama, aves de corral, harinas, verduras y maíz -con el cual producían pan y chicha-; que vivían en casas de piedra de una pieza y confeccionaban sus vestimentas de lana de llama, alpaca y oveja (Bollaert 1851, 122-123). Además, que algunos de sus objetos de uso cotidiano eran peines de madera, huesos usados como leznas, espinas de cactus perforadas en su extremo más grueso para ser usados como agujas, anzuelos hechos en cobre para capturar peces, y puntas de proyectiles de piedra (Bollaert 1860, 158).

También será de su interés las prácticas culturales y religiosas, tales como los “curiosos restos antiguos indígenas llamados Pintados o Pictografía Indígena” (Bollaert 1860, 158) y las huacas. Respecto a esto último, dirá que desde los tiempos de los “indígenas antiguos paganos” se practicaban ritos, ceremonias y creencias particulares, que más allá de cumplir una función determinada (como lugares de enterramiento o culto) permitían fundamentalmente resguardar y preservar los recuerdos del pasado (Bollaert 1860, 159). Puntualmente sobre las huacas observará que:

los amontonamientos de piedras son llamadas apachitas [o apachetas] o cotorayarumi. El Mercurio Peruano de 1794 dice que estas pilas de piedras fueron adoradas como deidades; se les encuentra en todos los caminos montañosos, y parecen haber tenido su origen entre los indios de tempranos tiempos; en efecto, cuando ascendían una montaña o pasaban cargados por un sendero peligroso, ponían su carga en el suelo y como señal de gratitud ofrecían la primera cosa que se les venía a la mano (generalmente una piedra) o Pacha-camac, diciendo, ‘Apachecta’, que significa: ‘aquel que me ha dado vigor’ (Bollaert 1860, 165)

Este conjunto de observaciones de Bollaert constituyen, a nuestro juicio, la matriz de la cual se nutrirán los venideros expedicionarios (peruanos, chilenos, europeos y estadounidenses), quienes recorrerán la provincia en distintos momentos y coyunturas del siglo XIX. Su aporte al conocimiento geográfico, económico y etnográfico de la provincia, producido de manera articulada, estampará de forma gráfica la íntima relación de los habitantes y su medio ambiente, una mirada que en la actualidad nos parece común y moderna pero que a inicios del periodo decimonónico era novedosa y rupturista tomando en cuenta los cerrados moldes culturales civilizatorios asumidos por el proyecto republicano y la elite peruana, sobre todo limeña.

Primera cartografía peruana de la provincia de Tarapacá

El mapa de Bollaert de 1827 no sólo fue el primer registro cartográfico peruano de la provincia de Tarapacá, sino además el dispositivo mediante el cual se validaron un conjunto de características que serán determinantes respecto a su incorporación al territorio nacional peruano durante el siglo XIX. Por ejemplo, la visibilización de los yacimientos salitreros, los límites político-administrativos, la composición orográfica y el potencial económico asociado a ésta, y la distribución de la población. El primero de estos elementos quizá sea el más determinante por cuanto al ver el mapa de Bollaert (figura 1) como una inflexión agencial, queda constancia que es a partir de esta carta proyectiva que el salitre emergió en la retórica política de los tarapaqueños y otros tantos peruanos como el recurso natural más valioso de Tarapacá para el Perú. Así, es también la causal mayor para sostener la región como parte integrante del territorio nacional cuando. A razón de las diferencias limítrofes con Bolivia, estuvo latente hasta la década 1840 la posibilidad que toda esta zona fuera cedida a este vecino país (Paz Soldán 1874, 83-126; Basadre 2002, 155-156; Basadre 2014, 132-138). Tendríamos que agregar que desde fines del siglo XVIII intelectuales (como Hipólito Unanue y los ilustrados del Mercurio Peruano) buscaron promover la toma de conciencia de los productos únicos que poseía el entonces virreinato peruano, más tarde el Perú, y que estaban aguardando el momento preciso para darse a conocer al resto del mundo (Millones 2004); momento que llegará precisamente con el registro de Bollaert en un instrumento validado en lo científico y con un escenario político que dará pie a la demanda por ubicar al nitrato como una riqueza nacional.

Lo anterior adquiere relevancia si tomamos en cuenta que a partir del tratado de Westfalia el territorio se convirtió en soporte de las naciones, como aquél dominio en el que se ejercía la competencia exclusiva de los estados. Junto a esta característica utilitaria funcional, surgió la simbólica cultural que permitió entender el espacio como el lugar de inscripción de una historia, la misma que se ve determinada por la apropiación del paisaje, que pasa además a ser la percepción vivencial del territorio como símbolo metonímico de un área no visible en su totalidad (Giménez 1996, 9-30; Giménez 2001, 5-14). Entonces, como lo afirma Carolina Figueroa (2011, s/p), el:

sentido activo de intervención de un territorio, supone un proyecto de construcción o reconstrucción del espacio en función de un producto, o como resultado de una fabricación. La conformación de los territorios nacionales se puede leer, bajo este supuesto, como el elemento constitutivo del estado-nación como símbolo por excelencia de la comunidad nacional.

Desde esta perspectiva, es decir ante un escenario complejo donde todo estaba por hacer, incluyendo la delimitación del territorio a efecto de definir a quienes se debían considerar como peruanos (Chiaramonti 2005, 208-209), además con el inconveniente de que el reconocimiento de estos deslindes, se enfrentó al problema de la imprecisión territorial heredada por las autoridades hispanas (Figueroa 2011, s/p). El recorrido, que efectuó Bollaert por toda la extensión de esta provincia meridional, contribuyó al trazado y localización de los principales ríos y afluentes, quebradas, macizos y volcanes, además de la descripción de las distintas ciudades, poblados y localidades habitadas por grupos indígenas, mestizos y blancos. La geo-referencia junto con la enunciación de ciertos rasgos pasó entonces a configurar la posibilidad de dimensionar el espacio y, de este modo, el comenzar a territorializarlo y ubicarlo, de paso, en el corpus de la nación.

Fue así como, inscrito en un contexto económico determinado, la representación geográfica de Bollaert no solo fijó e hizo emerger los rasgos constitutivos del espacio en términos positivos, enfatizando el paisaje, la riqueza mineral de la zona y el capital humano disponible, sino que también contribuyó a la determinación de los principales obstáculos y dificultades que debían sortearse para conseguir la penetración transversal del territorio, desde la costa hasta los Andes (Ames 2011, 242). En estos términos, por ejemplo, señalará con precisión que el pueblo de Tarapacá situado a los 19º 56’ S y 69º 35’ W “es la sede del gobierno” (Bollaert 1851, 104), que Mamiña emplazado en los 20º 4’ 48” es una “gran ciudad india al Este de Tarapacá” (Bollaert 1851, 105), y que Maní ubicada en los 21º 10’ es el “lugar habitado más austral de la provincia” (Bollaert 1851, 115). Además, estableció las distancias entre ellos y presentó las principales deficiencias que las amenazaban: al pasar a la Estancia de Mauque “la pista se vuelve muy triste sobre el aumento de tierra estéril y sin un vestigio de vegetación” (Bollaert 1851, 118) y en un territorio en que abundan las riquezas minerales, en cerca de cincuenta minas se registra que solo en “una ha habido agua, pero tan impregnada con sales de cobre como para no ser apta para el consumo” (Bollaert 1851, 108).

En lo tocante a los intereses inmediatos del Estado peruano en formación, Bollaert estableció y delimitó los márgenes de la provincia: “se encuentra entre los 19º y 21º 30’ S y 68º 15’ y 70º 22’ W. Se limita al N por Arica, en el E por Bolivia, en el S por el desierto de Atacama, y en el W por el Océano Pacífico” (Bollaert 1851, 104), siendo la corriente del río Loa “el límite sur del Perú” (Bollaert 1851, 115). Esta última acotación fue de gran relevancia si tomamos en cuenta que la delimitación meridional será discutida tiempo después tanto por Mariano Paz Soldán como por Antonio Raimondi (Paz Soldán 1874, 4-6; Paz Soldán 1878; Raimondi 1879, 86-94; Basadre 2014, 133), a pesar que este último en sus notas de campo sobre la exploración a la provincia de Tarapacá que hizo entre fines de 1853 e inicios de 1854 ratificó lo señalado por Bollaert a efecto de sancionar que, al menos, llegaba hasta Tocopilla (Raimondi 1853, 30-32), es decir, bastante más al sur que el referido curso superficial de agua.

Por último, en tanto un relato, el periplo cartográfico de Bollaert se instalará en las observaciones sobre la imponente y majestuosa geografía tarapaqueña y sus relieves, multiplicándose la percepción de la grandeza del paisaje, componente que pasará a ser parte de la retórica republicana del periodo: al acercarse a la costa desde el mar, las montañas de la costa se levantan “a menudo abruptamente desde el mar, de 3000 a 6000 pies (entre 900 y 1800 metros) por encima de él, y unas 30 millas (48 kilómetros) de ancho” (Bollaert 1851, 102); cruzando la pampa del Tamarugal se presenta un territorio desértico y montañoso de “unos 7000 pies (2133 metros) sobre el mar, y 20 millas (32 kilómetros) de ancho” (Bollaert 1851, 103); el volcán de Isluga, lugar donde “retumbantes ruidos son oídos y los terremotos resultan habituales”, debe poseer una “elevación aproximada de 17000 a 18000 pies (5000 a 5500 metros) sobre el mar” (Bollaert 1851, 119).

Así, Tarapacá surge en la cartografía de Bollaert (en tanto una región geográfica y cultural) como un ensamble constituido por criterios múltiples, entre ellos: el geográfico, el económico y el socio-cultural, dando forma a una representación espacial derivada de una cultura etnográfica, es decir, espacio y grupos humanos modelándolo. En consecuencia, en la cartografía de Bollaert, Tarapacá es un resultado de un proceso cultural de adaptación al desierto.

Figura 1 Provincia de Tarapacá, Departamento de Arequipa, Perú 1827-1851 

Conclusiones

La obra de William Bollaert tuvo como escenario el valor asignado a las exploraciones científicas -por parte de quienes encabezaban la construcción del Estado peruano- a partir de la creencia que la civilización estaba destinada a expandirse en el nuevo orden capitalista, liberal y republicano. Sin embargo, esta valoración a la hora de su materialización fue estrictamente funcional respecto a enfrentar coyunturas que ponían en riesgo los intereses políticos y económicos en juego.

Fue así como enfrentado el Perú al desafío de controlar y ejercer soberanía en Tarapacá ante una amenaza externa, enviaron a Bollaert para contar con la información necesaria y fidedigna que permitiera institucionalizar la soberanía peruana en dicho espacio y, de esta manera, garantizar la propiedad de la tierra para el Estado. El proyecto republicano peruano que incorporó Tarapacá, se materializó entonces mediante la expansión de los límites de la frontera interna y la nacionalización de los recursos presentes en esta fronteriza región.

En este contexto de apropiación y nacionalización de territorios, la cartografía e informe geográfico elaborados por Bollaert contribuyeron significativamente al reforzamiento del interés que tenía el Estado peruano sobre Tarapacá ya no solo en cuanto al esfuerzo territorial de hacer coincidir los límites estatales con la nación, sino con la reproducción fehaciente y detallada de sus aspiraciones económicas. En este sentido, la obra de Bollaert marcó el precedente de la integración de Tarapacá al Estado en función de un claro proyecto orientado a la necesidad de articular el territorio del Perú en referencia a ciertos recursos naturales orientados al mercado mundial.

Al realizar una revisión crítica de las observaciones y anotaciones de Bollaert más allá de su rol como agente temporal del Estado peruano y la utilización arbitraria que se dio a su informe, resaltan como relevantes sus extensos registros sobre los aspectos culturales y etnográficos. Gracias a ellos, es posible advertir que sobre la perspectiva estatal racionalizada de Tarapacá como un desierto, había una práctica local de construcción social del espacio solventada en una dinámica y potente adaptación como de manejo sustentable de la aridez y la escasez de recursos hídricos. El cultivo sin riego de la Pampa del Tamarugal es una buena muestra de ello.

Del mismo modo como Bollaert efectuó su viaje, su discurso narró los hechos en función del eje geográfico que siguió, describiendo las características naturales de los espacios por los que transitó, acercando nombres de pueblos y lugares que permitieron su ubicación y deteniendo la descripción en los asientos en los que se detuvo. De esta manera, el espacio se comenzó a “discursivizar” según la lógica del lugar por el que se transitaba, se recorría o se pasaba (Zinni 2008, 3).

Los dos términos de la proposición, el espacial y la actividad social y productiva, aparecen entrelazados en una relación de causalidad: la región (el espacio o una porción específica del mismo) como resultado de la actividad de la sociedad que lo habita. No se niegan las características físicas de este fragmento espacial, pero su constitución, su delimitación hacia el exterior y en su interior es el resultado de la intervención humana (Fajardo 1996, 238-239).

El valor de la aportación de Bollaert al conocimiento histórico y constitución de Tarapacá como espacio socio-cultural fue obviado en su momento por las coyunturas, intereses y circunstancias mencionadas, las mismas que necesitaban dar adecuada satisfacción al proyecto político que tenía por objetivo originar una ocupación del espacio, organizarlo, explotarlo y, finalmente, apropiarse de él en términos funcionales y rentistas, donde los componentes culturales se obviaron.

Sin embargo, es posible colegir que la aportación de Bollaert al reconocimiento de Tarapacá como parte de la nación peruana, fue fundamental e indiscutible al constituirse en el primer esfuerzo de hacer del conocimiento científico un recurso valioso al servicio de los intereses del Estado en el territorio más meridional del Perú decimonónico. En segundo término, su trabajo representó una manera contenida de plantear la dinámica entre cartografía y límites, un aspecto no menor tomando en cuenta el momento en donde ejecutó las exploraciones y confeccionó el mapa. En efecto, más allá de la fijación formal de la frontera sur en el río Loa, no realizó mayores indagatorias al respecto, lo que podría sugerir que su prioridad no fue la construcción de la nación peruana a través de la definición de lo “otro”, sino más bien el reconocimiento de los territorios hacia dentro, es decir, posicionar Tarapacá como un importante y relevante espacio para el Perú. En tercer lugar, al igual que con el asunto de los límites, la posición de Bollaert en relación con el tema del vaciamiento discursivo de Tarapacá lo muestra como un explorador algo desarraigado de la posición política estatal. Como hemos señalado, a lo largo de sus observaciones y principalmente en su cartografía, el explorador inglés es generoso en la descripción de los asentamientos y poblados indígenas, sus lugares ceremoniales, principales estancias, reductos productivos y formas de desarrollo históricas, evidenciando un espacio dinámico, habitado y disociado de aquella creencia elitista y positivista de que aquellos territorios periféricos y no sometidos a la lógica estatal constituían espacios vacíos, desérticos y salvajes.

De este modo, Bollaert instauró una nueva posición en torno a la metáfora del desierto, creada intencionalmente para ocultar aquella frontera interna que inevitablemente entorpecía el proceso de constitución del Estado y de la nación al manifestar de manera escandalosa la existencia de una asimetría y de una otredad radical. En el proceso de territorialización que intentaba materializar y consolidar el Estado-nación peruano como una unidad política, la provincia de Tarapacá como un espacio diverso y heterogéneo debía ser incorporado a través del establecimiento de una frontera interna al espacio homogéneo y peruano propiamente tal, para así estandarizar su espacio, creando la ilusión de estar constituidos por apenas por dos ámbitos: uno interior, conocido y propio; y otro exterior, ajeno. No obstante, la obra de Bollaert terminó contribuyendo a la consolidación de dicho objetivo político-económico, más aún todavía cuando permitió dar figuración y hacer visible un territorio y una población que por largos y frecuentes lapsos se halló excluida del orden que el Estado-nación pretendió proyectar durante el siglo XIX por considerarlos como obstáculos para el progreso. Dentro de este contexto, la cartografía y estudio de Bollaert nos permite concluir que los esfuerzos por construir un Estado-nación peruano en un territorio alejado y en muchos sentidos periférico como el tarapaqueño fue un proyecto contradictorio, manipulado y elitista.

En síntesis, se trató de una primera modalidad de ocupación del espacio, la que genera el saber cartográfico a partir del cual se diseñó un mapa geográfico y social, esto es, un mapa político. La cartografía de Bollaert, consecuentemente, otorgó prestigio científico al nuevo Estado, al tiempo que configuró el cuerpo de la nación sirviendo como guía para los futuros proyectos de estatización y explotación económica del espacio tarapaqueño, más aún cuando la expedición en que se solventó generó un saber oficial que dio lugar -con sobresaltos, contradicciones y ambigüedades- a su control político y económico. En este sentido, la expedición fue la condición de posibilidad de la transformación de Tarapacá desde un espacio (toma de posesión simbólica) a un territorio propiamente tal (poseído por un poder estatal).

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1Castilla fue subprefecto de la provincia de Tarapacá entre los años 1825 y 1830.

2Huantajaya, el yacimiento argentífero más importante de la provincia de Tarapacá, comenzó a ser explotado durante el imperio inca. Abandonado tras la conquista, fue redescubierto y trabajado en periodos intermitentes entre el siglo XVI y XVIII, alcanzando su máximo esplendor con el descubrimiento de sus vetas más ricas en 1764. Finalmente, a partir del siglo XIX entra en una paulatina y persistente decadencia (Gavira 2005; Guerrero 2010).

3En este tercer recorrido, coincidió con la exploración de Antonio Raimondi contratada por el presidente José Rufino Echenique (1851-1855) para verificar el potencial de los yacimientos de salitre y bórax. De hecho Bollaert acompañará a Raimondi en su recorrido por la mina de Huantajaya en enero de 1854, la que conocía muy bien porque ahí se desempeñó como químico ensayista en sus primeros años de residencia en la región.

4Su primera estadía transcurrió entre 1825 y 1831; la segunda, en tanto, entro 1853 y 1854.

5Por ejemplo en la Royal Geographical Society de Londres, en la Sociedad Médica y Botánica de Inglaterra, en la Sociedad de Antropología de Londres y en la Sociedad de Artes de Londres.

6Al realizar esta afirmación no pretendemos menoscabar la importancia que tuvo el naturalista italiano Antonio Raimondi cuya obra, al recorrer todos los rincones del Perú, fue determinante en la configuración de una geografía nacional peruana, sino simplemente precisar que en el ámbito de la provincia de Tarapacá (región que adquirió relevancia en los procesos políticos decimonónicos por la riqueza salitrera en ella existente, siendo pábulo de la guerra con Chile que dio como resultado que este territorio pasara a la soberanía de este país a perpetuidad) William Bollaert fue el naturalista que más la indagó. No sólo permaneció en ella por alrededor de siete años, sino que la recorrió en tres oportunidades, a diferencia de Raimondi que la visitó una sola vez en su vida y por apenas algo más de un mes, o de las visitas de Alcides D’Orbigny de 1832 y Charles Darwin en 1834 que fueron muy breves y acotadas al borde costero.

7Respecto a la expansión de los Estado-nación y el nacionalismo en occidente con base al avance de la industria, la incorporación de mercados y la imposición de soberanías asimétricas, proceso que contextualizó la instalación de los Estado-nación latinoamericanos en torno a un territorio nacional y la explotación de sus recursos naturales para un mercado mundial, ver: Eric Hobsbawm 2012.

8Para una revisión biográfica de William Bollaert ver: Oscar Bermúdez (1975, 313-318).

9Raúl Porras Barrenechea (1926, 16-19), señala que el principio de uti possidetis fue utilizado por los países hispanoamericanos para fundamentar los límites soberanos de sus nuevos espacios nacionales, considerando que todo el territorio correspondiente a España debía ser heredado por cada Estado-nación en formación siguiendo los límites de las divisiones administrativas coloniales, independiente si fueron virreinatos, capitanías o audiencias.

10Mariano Paz Soldán, autor del primer mapa del Perú republicano, conjugó en este trabajo todas las aportaciones cartográficas producidas hasta esa fecha, destacando los levantamientos topográficos llevados a cabo por el coronel Clemente Althaus, quien recorrió el país hasta su muerte en 1836. La otra gran obra que reveló la geografía nacional peruana fue “El Perú” de Antonio Raimondi cuyo primer volumen se publicó en 1875.

11Castilla no sólo fue subprefecto de Tarapacá, sino además ocupó altos cargos en los gobiernos de Agustín Gamarra y Luis José de Orbegoso, fue dos veces presidente (1845-1851 y 1855-1862), tuvo un rol determinante en la conformación republicana del Perú a través de la modernización tecnológica y administrativa, y participó activa y protagónicamente en cuanta asonada, revuelta y revolución ocurrió en el periodo, muriendo precisamente en los parajes tarapaqueños, donde había nacido en 1797, cuando encabezaba una rebelión contra el presidente Mariano Ignacio Prado en 1867.

12Sobre la relación entre el Estado-nación y el nacionalismo, para el caso europeo particularmente y su expansión a África y Asia, consultar: Stanley Tambiah (1996).

13Raúl Díaz-Salazar (1991), y Dennis Mumby y Robin Clair (2000), sostienen que la hegemonía, es decir el ejercicio del poder, no sólo se ejerce por la fuerza, sino que también de modo indirecto, la manera más eficaz de lograr que los sujetos subalternos interpreten el mundo desde el punto de vista de los que tienen el poder.

14Salvo por William Bollaert, pero que en lo macro y en la órbita del quehacer estatal constituyó una excepción para las primeras décadas republicanas.

15Un ejemplo del giro ocurrido en este segundo periodo es el estanco del salitre promulgado por el gobierno civilista de Manuel Pardo a inicios de la década 1870, lo cual generó un intenso debate regionalista al ser considerado un intervencionismo oportunista.

16Estas nociones categoriales son identificadas como “contraconceptos asimétricos” que, en su calidad de binarios, se caracterizan por simbolizar la exclusión y/o eliminación de otro. Cf. Reinhart Koselleck (2004, 155-161).

17Este rasgo, funcional y oportunista, catalizará tempranamente entre los tarapaqueños sentimientos de abandono y negligencia por parte del aparato estatal central, convocando transversalmente reivindicaciones regionalistas. Ver: Luis Castro (2016b).

18En el tratado de Chuquisaca de 1826, impulsado por Simón Bolívar, para evitar la separación definitiva entre Perú y Bolivia —producto de la declaración de independencia de las provincias del Alto Perú del 6 de agosto de 1825—, se negociaron simultáneamente un tratado de límites y otro destinado a conformar una federación. Si bien el tratado de límites fue ratificado por el congreso boliviano, el gobierno peruano (ya sin Bolívar a la cabeza) lo rechaza, generando un escenario de tensión que perdurará hasta la década de 1840.

19Cf. “Variedades”. 1827.El Republicano, Arequipa, enero 6, 251.

20El mapa elaborado por William Bollaert y George Smith el cual se incorpora como figura 1 en este trabajo, fue comenzado en 1827 tal como se señala en el recuadro de presentación del mismo, instalándose dentro de la historia regional y nacional como el primer registro geográfico y cartográfico elaborado en los inicios de la república peruana sobre el territorio tarapaqueño del que se tenga conocimiento.

21Archivo Nacional de Chile, Fondo Prefectura de Tarapacá, vol. 79, Memoria Institucional de la Prefectura de Tarapacá, Iquique 1877, f. 2.

22Mariano Paz Soldán y Mateo Paz Soldán (1862, 517-518).

23A partir de este punto, los contenidos entre paréntesis son adiciones nuestras con el fin de incorporar información u homologar algunos valores desde el sistema anglosajón al sistema métrico.

24Esta zanja para el cultivo sin riego se llama “canchón”, técnica usada hasta la actualidad. Ver: Oscar Bermúdez (1979, 411-414).

25En el caso de la lengua señala algunas pronunciaciones: “la pp, siendo pronunciada emitiendo la respiración con fuerza contra los labios juntos, como en ppia: un agujero; ppampaña: enterrar. El tt se ejecuta colocando la lengua contra los dientes, como en ttanta: cabeza, pero al ser pronunciada con fuerza significa alguna picardía. La tercera, ck, o k se pronuncia en la garganta, como choka: árbol; kollke: dinero” Cf. William Bollaert (1860, 167).

Recibido: 23 de Junio de 2016; Aprobado: 27 de Enero de 2017

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