Introducción
A partir de una tradición de textos magisteriales que arranca con Rerum novarum de León XIII, el Compendio de la doctrina social de la Iglesia1 identifica y desarrolla explícitamente cuatro “principios de la doctrina social de la Iglesia”: la dignidad de la persona humana, el bien común, la subsidiariedad y la solidaridad. Junto a ellos reconoce como principio derivado el destino universal de los bienes, del que se sigue a su vez la opción preferencial por los pobres.
El pasaje que enumera estos principios2 remite en nota a las Orientaciones para el estudio y enseñanza de la doctrina social de la Iglesia en la formación de los sacerdotes3, frecuentemente citado a lo largo del Compendio, en particular, su Capítulo IV, referido a los principios. Este documento, que es antecedente directo del Compendio, identifica y expone, como “principios permanentes de reflexión”, la dignidad de la persona humana, sus derechos, su sociabilidad, el bien común, la solidaridad, la subsidiariedad, la participación, la concepción orgánica de la vida social y el destino universal de los bienes4.
Un antecedente apenas anterior, citado también en este pasaje, lo constituye la “Instrucción Libertatis conscientia” que, en su número 73, inmediatamente después de haber descrito la naturaleza de la doctrina social de la Iglesia, enuncia como “principios fundamentales” la dignidad de la persona humana y los principios de solidaridad y de subsidiariedad5.
Desde entonces, con muy pequeñas variantes, la manualística y la literatura especializada han sido unánimes en reconocer un lugar central a estos cuatro principios en la fundamentación de la doctrina de la Iglesia6.
Ninguno de estos documentos, sin embargo, señala explícitamente qué deba entenderse por “principio” en este contexto, limitándose a indicar que “constituyen los verdaderos y propios puntos de apoyo de la enseñanza social católica”7. Pese a las luces que da el mismo magisterio, una respuesta completa a esa pregunta está muy lejos de ser evidente; y es natural que así sea, pues su propósito explícito es enunciar “principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción”8, no la elaboración de un tratado de teoría política o social.
El problema, no obstante, está lejos de ser ocioso. Por lo pronto, y sin necesidad de discutir el sentido preciso de cada uno de ellos, resulta claro que la dignidad de la persona humana, en la cual “cualquier otro principio y contenido de la doctrina social encuentra fundamento”9, es principio en un sentido bien diverso de los otros tres, los cuales, aunque con profundas diferencias, tienen en común un carácter decididamente político y social.
Por otra parte, el criterio de identificación, en virtud del cual se determina cuáles y cuántos son estos principios, no es explícito ni fácilmente identificable. De hecho, tampoco hay razón para pensar que la enumeración pretenda ser definitiva; al contrario, dado el carácter eminentemente pastoral de los documentos pontificios, no se puede excluir que nuevas circunstancias sociales hagan necesario identificar principios “nuevos”, como sucedió con el principio de solidaridad10.
El objetivo del presente escrito es, precisamente, contribuir a identificar -a partir de los textos- los diversos sentidos de la expresión “principio de la doctrina social de la Iglesia”, distinguiendo de qué modo lo es cada uno de los que el Compendio, al recoger la tradición magisterial, identifica como tales. Dadas las particularidades del llamado “principio personalista”, relativo a la dignidad de la persona humana, se abordarán en primer lugar los tres principios propiamente sociales, y solo al final se volverá sobre aquel.
El trabajo, en consecuencia, está dividido en cuatro partes. En la primera se precisan los conceptos de “principio” y, más en particular, de “principio práctico” y “principio social”. La segunda describe brevemente los tres principios sociales comúnmente identificados como “principios de la doctrina social de la Iglesia” para discernir, después, en la tercera parte, en qué sentido es “principio” cada uno de ellos. Finalmente, en la cuarta parte se revisará en qué sentido la dignidad de la persona humana puede ser considerada como principio social.
Qué es un principio social
En su sentido más básico y literal, el término “principio” designa lo que está al comienzo de una cosa, “aquello de lo que algo procede de algún modo”11. Según qué sea lo que procede o comienza es posible distinguir diversos tipos de principio. Así, por ejemplo, existen principios lógicos, que son juicios a partir de los cuales es posible llegar a conocer algo, del modo en que las premisas son principios de la conclusión, y principios reales, que son aquellos de los que procede una cosa concreta en la realidad. En este último sentido, se dice, por ejemplo, que la causa es un cierto principio, pues de ella proceden las determinaciones particulares de su efecto.
Como resulta evidente, se trata de un término análogo, que posee un sentido primario o “focal” respecto de cada ámbito de la realidad al cual se aplica, pero que designa también una serie de realidades diversas según su proporción con ese sentido primario. Es esto lo que sucede con los principios propios de los saberes prácticos, relativos a las conductas libres de los hombres, entre los que se cuenta, como parte de la teología moral12, la doctrina social de la Iglesia.
Es principio práctico, en primer lugar o de modo “focal”, el fin13. En el momento de realizar una acción cualquiera, lo primero es determinar qué se desea obtener al culminarla; y mientras más precisa sea la descripción de ese fin, más coherente y ordenada será la conducta. En este sentido, el fin es causa de las realidades prácticas: las conductas, normas, instituciones o sociedades se constituyen a partir de la intención de un fin que, en último término, las define.
Las realidades prácticas son lo que son en virtud del fin al que se ordenan. Así, por ejemplo, dos actos físicamente idénticos pueden constituir actos específicamente distintos (como quien apunta y dispara un arma contra alguien puede estar cometiendo homicidio o defendiéndose de un agresor injusto), y un mismo grupo de personas puede constituir sociedades específicamente diversas según cuál sea el fin al que se ordenan (como un equipo de criquet o un club de aficionados a los palíndromos). Este primer sentido del término puede ser designado como “final”.
De manera secundaria, son principios prácticos los juicios imperativos capaces de influir sobre la conducta de una persona, ya sea motivándola o simplemente calificándola como lícita o ilícita. Ejemplo de principios prácticos rigurosamente sociales son las normas del código civil, las ordenanzas de un municipio o las sentencias de un juez. Ciertamente, este tipo de preceptos, normas o criterios de conducta sociales debe reunir una serie de condiciones para ser propiamente obligatorio; sin embargo, para nuestro propósito basta con señalar que su obligatoriedad brota siempre de una cierta proporción a aquel fin social que es principio de modo primario y “focal” o, al menos, inseparable de ese fin. Así, estos criterios de conducta son principios sociales en cuanto determinan al menos parcialmente el orden en el cual ellos mismos se insertan y contribuyen a conservarlo. Se trata, en consecuencia, de principios en sentido “normativo”.
Finalmente, en tercer lugar y de modo bastante más genérico y equívoco, pueden considerarse como principios de una realidad práctica compleja -como una institución o una sociedad- todos los aspectos que, aun cuando exigidos de modo necesario por su misma naturaleza, son susceptibles de ser confirmados y consolidados, o negados, disminuidos y deformados, bien mediante las mismas conductas de quienes participan en ellas o bien mediante teorías que aspiran a explicar o modificar su orden interno; aspectos cuya protección y fomento, por tanto, se plantea como deber primario y esencial.
En el caso de las sociedades, estos principios se presentan como criterios generales de su constitución y como fines intermedios o parciales de quienes las gobiernan14. Por eso, se caracterizan por una doble dimensión descriptiva y normativa: al mismo tiempo que indican un rasgo esencial de la vida social, prescriben ordenar las instituciones de acuerdo a este, aunque no mandan ningún tipo de acto en particular15. Así, por ejemplo, es principio de una empresa la eficiencia en el uso de los recursos; de un regimiento, la disciplina de sus miembros; de una familia, el respeto a los padres; y de la sociedad conyugal, la fidelidad de los esposos. En adelante, les llamaremos principios constitutivos.
Los principios prácticos de este tercer tipo, si bien son tales de modo secundario y derivado, son principios sociales de modo más propio que las normas o preceptos, en cuanto son más necesarios para la constitución de una sociedad. Por esta razón, serán analizados en segundo lugar, inmediatamente después del sentido primario o focal.
Los principios de la doctrina social de la Iglesia
Los principios de la doctrina social de la Iglesia son principios sociales. Esto significa que la Iglesia los reconoce como propios de toda sociedad, y no solo de una sociedad “buena”, “justa” o “cristiana”. Los mismos textos magisteriales los proponen, ciertamente, de modo prescriptivo, como ideales o modelos según los cuales debería ordenarse la sociedad, pero también de modo simplemente analítico, como elementos que de hecho son constitutivos de toda forma de vida política16: como principios “normativos”, pero antes como principios propiamente “constitutivos”.
En el contexto de la distinción de “los tres niveles de la enseñanza teológico-moral”, estos principios se ubican propiamente en el “nivel fundante de las motivaciones”17, en cuanto son “principios de reflexión”.
[En efecto] la Iglesia los señala como el primer y fundamental parámetro de referencia para la interpretación y la valoración de los fenómenos sociales, necesario porque de ellos se pueden deducir los criterios de discernimiento y de guía para la acción social, en todos los ámbitos.18
Dado que estos principios “constituyen la primera articulación de la verdad de la sociedad, que interpela toda conciencia y la invita a interactuar libremente con las demás”19, su valor primigenio no reside en la autoridad de la Iglesia en cuanto depositaria de la revelación, sino que surgen de una filosofía política asumida y elevada a un fin superior por la teología: “...la doctrina social de la Iglesia argumenta desde la razón y el derecho natural, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano”20, al punto de que “todo el contenido de la doctrina social de la Iglesia es accesible a la recta razón: la fe solo añade un suplemento de certeza, de coherencia y de incentivo”21.
El estatuto epistemológico de la doctrina social de la Iglesia fue ocasión de cierta controversia, relativa en particular a su pertenencia a la ciencia teológica. Diversos pronunciamientos magisteriales han definido de modo autoritativo que este saber forma parte de la teología moral22, atendiendo a la naturaleza del fin al cual se ordena (que es, en extrema síntesis y haciendo abstracción de muchas precisiones necesarias, la colaboración humana en la instauración del reino de Dios) y, en consecuencia, a la perspectiva desde la cual aborda los problemas sociales. Su contenido “material”, sin embargo, solo propone las verdades más básicas de la filosofía política y del derecho natural.
Desde el magisterio de Juan XXIII en adelante, las encíclicas sociales han sido dirigidas a los obispos y fieles católicos, como siempre, pero también a “todos los hombres de buena voluntad”23, en el entendido de que todo lo que allí se dice o propone puede ser aceptado sin reservas en su contenido rigurosamente práctico por cualquier persona que acepte la posibilidad de un genuino saber humano en estas materias, aun si carece de fe24.
Si bien no posee el valor magisterial de los documentos pontificios, el Compendio de la doctrina social de la Iglesia recoge y sintetiza ese magisterio25 de un modo que ha sido, a su vez, asumido y sancionado por documentos posteriores. Como es sabido, este documento identifica tres principios sociales fundamentales: bien común, subsi- diariedad y solidaridad, los cuales encuentran su raíz y fundamento en un principio previo: la dignidad de la persona humana26.
El bien común es el fin “al que debe referirse todo aspecto de la vida social para encontrar plenitud de sentido”, y consiste genéricamente en la plena realización de la persona, “con” y “para” los demás27. Este bien “abarca a todo el hombre, es decir, tanto las exigencias del cuerpo como las del espíritu. De ello se sigue que los gobernantes deben procurar dicho bien por las vías adecuadas y escalonadamente, de forma que -con respeto al recto orden de los valores- ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu”28.
Estos “valores” o “elementos esenciales” que son condición del bien común son fundamentalmente tres: el respeto a la persona humana; el bienestar social, que incluye a su vez la satisfacción de la necesidad de “alimento, vestido, salud, trabajo, educación y cultura, información adecuada, derecho de fundar una familia, etc.”; y, en tercer lugar, “la paz, es decir, la estabilidad y la seguridad de un orden justo”29. Considerado en sí mismo, “teniendo que ser el bien común de naturaleza tal que los hombres, consiguiéndolo, se hagan mejores, debe colocarse principalmente en la virtud”30.
El principio de subsidiariedad, por su parte, describe y regula el modo justo de las relaciones entre las sociedades intermedias y el Estado31. Según su enunciación más clara (que no es la más famosa),
...una estructura social de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al bien común.32
En este esquema, el fin del subsidium del superior es precisamente que el inferior logre emanciparse y asumir la responsabilidad de contribuir recíprocamente, con su propia riqueza personal, al bien de los demás33.
Las sociedades intermedias, si bien son menos autosuficientes que el Estado, son anteriores a este y, por tanto, más próximas al bien de las personas en que consiste, en último término, el bien común. Por lo mismo, Juan Pablo II las fundaba en la “subjetividad creativa” del ciudadano, cuya posibilidad de despliegue constituye un derecho fundamental34. El respeto de su autonomía en la consecución de sus fines propios, por una parte, y el positivo auxilio que requieren para alcanzarlos, por la otra35, son asunto de estricta justicia, y no el mero efecto de una exigencia económica de rentabilidad o eficiencia.
En concreto, el Compendio reconoce como exigencias del principio de subsidiariedad el respeto y la promoción efectiva del primado de la persona y de la familia; la valoración de las asociaciones y de las organizaciones intermedias; el impulso de la iniciativa de los particulares al servicio del bien común, con el consecuente reconocimiento de la función social del sector privado; la articulación plural de la sociedad; la descentralización burocrática y administrativa del país y las medidas adecuadas para que los ciudadanos se hagan crecientemente responsables por la vida política y social36.
La solidaridad, en fin, designa en primer lugar la profunda interdependencia de los hombres y los pueblos en relación con el bien común de cada comunidad y, en último término, de la humanidad entera, interdependencia en virtud de la cual no es posible que algunos estén realmente bien mientras haya otros que padecen graves injusticias o carecen de lo mínimo indispensable.
La constatación de este hecho tiene como consecuencia práctica la necesidad de ordenar la estructuras sociales y la misma actividad de los individuos al bien común, superando las estructuras que, fundadas en el pecado (en particular, en el afán de ganancia y la sed de poder), producen más pecado, pues institucionalizan relaciones sociales de abuso y de explotación de los más débiles37. En una eficaz síntesis, “la solidaridad es en primer lugar que todos se sientan responsables de todos”38.
El preciso significado del principio de solidaridad plantea desafíos teóricos cuya solución no ha sido definitivamente zanjada. Si bien estaba materialmente presente en el magisterio previo39, el primer documento pontificio que lo distingue como principio social especial es la relativamente reciente encíclica Sollicitudo rei socialis. Desde entonces, el término ha sido ampliamente utilizado por el magisterio.
Sin embargo, el lugar que ocupa dentro de la teoría política y social sigue prestándose a diversas interpretaciones. Así, por ejemplo, su estrecho vínculo con el bien común social del cual es condición indispensable, y su mismo carácter de “principio social”, inclinan a insertarlo en el ámbito de la justicia; pero al mismo tiempo buena parte de su importancia radica precisamente en su capacidad de incorporar la lógica del don y de la gratuidad en la vida social, superando de este modo la justicia, aunque sin identificarse linealmente con la caridad40. En el Capítulo 3 de Caritas in veritate, Benedicto XVI disuelve esta dicotomía insertando decididamente a la solidaridad en la lógica del don de la gratuidad y de la fraternidad, al tiempo que señala con fuerza que “sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia”41.
Más allá de toda controversia, Juan Pablo II lo señala como “uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la organización social y política”, y afirma que está presente desde siempre, aunque con diversos nombres, en el magisterio de la Iglesia, e incluso antes, en la filosofía griega, bajo el nombre de “amistad”42. Esta última indicación resulta particularmente sugerente, pues la noción clásica de amistad política, sobre todo en su versión aristotélica, comparte buena parte de los rasgos que el magisterio atribuye a la solidaridad y plantea desafíos teóricos muy semejantes43. Así, por ejemplo, es fundante respecto de la polis y referida a otros, pero gratuita y, por tanto, anterior y superior a la justicia; opuesta a toda forma de individualismo e instrumentalización del conciudadano, pero del género de la “amistad útil” en su manifestación más básica y elemental44.
Esta superación del individualismo ocupa un lugar central en el magisterio y nos permite diferir la discusión teórica sobre los otros aspectos más controvertibles. Al limitarnos a lo más esencial e indiscutido, el principio de solidaridad se presenta como una superación de una lógica individualista que explica las relaciones sociales en los mezquinos términos de la igualdad aritmética de los intercambios. Frente a esto, la Iglesia ha sostenido siempre que el fin de la vida social no es la mera supervivencia, sino el bien de un hombre que es naturalmente social y, por tanto, que “la sola justicia, por fielmente que se la observe, podrá ciertamente remover las causas de las luchas sociales, pero nunca podrá unir los corazones y enlazar los ánimos”45.
En qué sentido son principios los principios de la doctrina social de la Iglesia
Según lo dicho, se hace manifiesto que el bien común, la subsidiariedad y la solidaridad son principios del orden social y, por ende, de la doctrina social de la Iglesia, de un modo proporcionalmente diverso.
El principio "final" de la sociedad: el bien común
En su sentido primario y principal, como principio “final”, solo es principio del orden social el bien común46. Todos los demás principios, así como toda otra realidad social -sea política, económica, jurídica o genéricamente “cultural”- surgen y se explican por su relación con este bien común político, que es la causa y la razón de ser de toda la vida social47.
Ciertamente, el bien común no es en primer lugar una noción abstracta o especulativa, sino una realidad inmediatamente práctica. Este punto es fundamental para despejar buena parte de las históricas controversias sobre su contenido y significado. No parece ser necesario en modo alguno que los miembros de una sociedad sean capaces de definir o explicar en qué consiste el bien común. Sí es indispensable, en cambio, que lo conozcan vivencialmente y que lo persigan en la particularísima concreción de sus determinaciones históricas y locales, como bien propio y de todos.
El punto de partida, por tanto, no es una determinada doctrina filosófica sobre el bien común, sino la mera experiencia universal de los hombres y las sociedades en las que ellos viven. Lo que mantiene unidas a las sociedades no es un concepto más o menos preciso de aquello en lo que consiste el bien común social, sino la efectiva ordenación de las conductas exteriores de los ciudadanos a ese fin.
Sin embargo, dado su carácter de principio básico y fundamental, lo que se entienda (o no) a nivel teórico puede tener importantes consecuencias prácticas. Así, por ejemplo, una imperfecta comprensión del hecho de que el bien común social no es la simple suma de los bienes individuales o de que, en cuanto bien, es intrínsecamente superior al bien del individuo, puede generar una serie de instituciones, costumbres y actitudes profundamente individualistas, que terminarán transformando el modo como la gente común percibe la sociedad en la que vive y las relaciones que la componen.
En concreto, quienes de un modo más o menos implícito o confuso entienden el bien común como el mero contexto de su realización personal, tienden espontáneamente a relacionarse con la sociedad y con su prójimo en términos de utilidad e instrumentalización. Al contrario, quien conciba el bien común social como un bien superior del cual él mismo participa, ordenará su actividad a ese bien y tenderá a establecer y fomentar vínculos de solidaridad con sus conciudadanos48.
Los principios "constitutivos" del orden social
Son principios del orden social, en segundo lugar, ciertas propiedades constitutivas de ese mismo orden, que lo acompañan necesariamente y sin las cuales este sería radicalmente injusto y, en último término, imposible. La función propia de estos principios no es instaurar desde fuera cierto tipo de instituciones o determinada forma de relaciones sociales allí donde no estaban previamente, sino organizar la vida de una sociedad de acuerdo con las exigencias de su misma naturaleza.
Al enunciar estos principios, en consecuencia, la Iglesia no aspira a proponer un determinado tipo de régimen o estructura social49, sino simplemente a señalar ciertos requisitos básicos de la justicia y, en último término, de la subsistencia de una sociedad humana.
En cuanto se refieren a “lo social en términos propios, es decir, al ámbito de lo institucional, a la interacción social, consolidada en estructuras, órdenes y relaciones sociales”50, estos principios se constituyen efectivamente en orientaciones fundamentales de la acción, pero sin llegar a funcionar como normas aplicables a las situaciones concretas. En concreto, no hay un único modo de organizar la sociedad según estos principios; al contrario, cada sociedad es diversa precisamente por el modo singularísimo en que los realiza.
En su uso más común, la expresión “principios de la doctrina social de la Iglesia” parece referirse sobre todo a este tipo principios prácticos, cuyo sentido es el más remoto y derivado pero, al mismo tiempo, el más flexible y versátil. Lo característico de este modo de entender los principios reside en que, si bien nunca pueden estar completamente ausentes del orden social, la medida de su presencia es proporcional a la justicia de este orden.
Tomado en este sentido “constitutivo”, que no es el que le resulta más propio, el bien común es un principio básico de la vida social pues -precisamente en cuanto es fin de la sociedad política- opera también desde el inicio como vínculo de unidad entre los ciudadanos. El hombre es naturalmente social y político51; la pertenencia a una sociedad política es parte de su naturaleza y su propio bien es inseparable de la comunidad en la que se inserta.
Por eso, el bien común no es una especie de meta a la que en un determinado momento se llega de modo completo definitivo, sino un cierto modo de vivir juntos, profundamente condicionado por las cualidades de cada sociedad y por la circunstancias concretas de su historia52. En términos clásicos, se podría afirmar que el bien común es fin de la sociedad política, precisamente porque antes es su forma, de modo que la máxima perfección de la vida social es el pleno desarrollo y la ordenada realización de esos mismos vínculos personales que la constituyen.
En consecuencia, la forma más elemental del bien común social es el mismo vivir juntos como conciudadanos mutuamente dependientes, fundado en un mínimo consenso sobre ciertos valores imprescindibles para la convivencia; su forma más perfecta y acabada, en cambio, es la plenitud de esa misma convivencia en la amistad cívica y la caridad fraterna.
Puesto en tales términos, el principio de solidaridad, en su dimensión “constitutiva”, vendría a coincidir con la dimensión “normativa” del principio de bien común. En virtud del principio de solidaridad, “el hombre debe contribuir con sus semejantes al bien común de la sociedad, en todos sus niveles”53. En último término, se trata de que cada uno de los miembros y partes de la sociedad, desde sus autoridades y funcionarios hasta las instituciones políticas y las estructuras económicas, asuman este bien común como motivación subyacente a sus actividades cotidianas, bajo el presupuesto básico de que no es posible que algunos de ellos estén realmente bien mientras los demás carecen de lo indispensable.
El bien de la persona humana es un bien común, de modo que los hombres somos mutuamente solidarios respecto de nuestro propio bien personal. Esto supone asumir la presencia de la lógica del don y de la fraternidad en todas las estructuras sociales, incluido el mercado54: este es el significado propio de la solidaridad como principio social.
En consecuencia, aun existiendo ciertas diferencias de matiz, pues el término “solidaridad” enfatiza sobre todo en la comunión entre las personas y prescribe explícitamente una preferencia por los más desfavorecidos, el sentido “constitutivo” del principio de solidaridad -que le es más propio- no designa algo realmente distinto del bien común “normativo”.
Lo que el principio de solidaridad plantea como deber político (no solo ni primariamente individual), fundado en la conciencia de la interdependencia y de la igual dignidad de todos los hombres, en oposición a las estructuras de pecado, es lo mismo que exige el bien común como norma o principio de toda actividad al interior de la sociedad.
Bajo cualquiera de estos dos enfoques, la estructura de la sociedad requiere que todas las instituciones se ordenen al bien común “mediante la creación o la oportuna modificación de leyes, reglas de mercado, ordenamientos”55.
El principio de subsidiariedad, por su parte, es el ejemplo paradigmático (y menos equívoco) de este tipo de principios “constitutivos”56. Ciertamente se lo puede enunciar en términos normativos, como exigencia de justicia y, de hecho, así sucede en sus formulaciones más clásicas57; pero tales formulaciones están planteadas en el contexto de una crítica a ciertas ideologías y estructuras sociales que lo ignoran y que, por ende, es necesario corregir.
En su significado propio, el principio de subsidiariedad designa el modo justo y natural de las relaciones de las sociedades intermedias entre sí y respecto de las superiores58, de modo que en rigor es prescriptivo porque antes es descriptivo. Su dimensión normativa se funda sobre la constatación del hecho de que cada sociedad particular posee sus propios fines específicos respecto de los cuales, cada una de ellas, si bien no siempre es autosuficiente, es la única inmediatamente competente. Respetar este orden natural es, por tanto, un criterio elemental de justicia y el modo más eficaz de contribuir al bien común59.
Así, por ejemplo, la educación de los hijos compete de modo primario a las familias, y solo por vía subsidiaria -es decir, en cuanto tutela ese derecho y provee los medios necesarios para realizarlo- compete también al Estado60, de lo cual se sigue que toda estructura o norma que usurpe esta función educativa a la familia -o simplemente no la proteja como es debido- será radicalmente injusta. De hecho, de acuerdo con la lógica de Caritas in veritate 57, el mejor modo de alcanzar ese bien público de la educación, que el mismo Estado debe resguardar y fomentar, será proteger y fortalecer a la familia, la cual, libremente y desde sí misma, será capaz de comunicar al resto de la sociedad, a través de sus hijos, la riqueza de su propio ser personal.
El sentido "normativo" de los principios
Como se ha dicho previamente, cada uno de estos principios puede ser leído de modo “normativo”, es decir, como norma o criterio que dirigen inmediatamente la acción política concreta. Se trataría, en el fondo, de preceptos máximamente generales de la conducta social y política; estos, sin embargo, solo se harán realmente operativos en la medida en que sean precisados prudencialmente, de acuerdo con las determinaciones particulares y específicas del caso concreto.
Ahora bien, dado que la doctrina social de la Iglesia no propone soluciones técnicas61 ni determina qué se deba hacer en cada caso singular -pues esto compete a la deliberación política de cada sociedad y a la prudencia de sus gobernantes62- resulta claro que este sentido “normativo” no es el más propio e inmediato de los principios de la doctrina social de la Iglesia.
También en este orden el criterio primario está dado por el principio de bien común, el cual es norma y medida de toda justicia política. En el fondo, al usar términos más tradicionales, las exigencias concretas del principio de bien común se identifican con los preceptos de la justicia legal o general, la cual -como indica su nombre- manda sobre todo la observancia de unas leyes cuyo fin es ese bien común (y por eso es justicia “legal”), e incluye, por tanto, los actos de todas las virtudes en cuanto se refieren o afectan a los demás miembros de la sociedad (y por eso es virtud “general”).
Si, considerados como criterios de estructuración y gobierno de la sociedad pol ítica, estos preceptos no resultaban distintos de la solidaridad entendida como “principio social” -es decir, en sentido “constitutivo”-, ahora considerados como materia de un hábito especial del ciudadano, estos mismos preceptos de justicia se realizan bajo la forma de una “determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común”, a la cual el magisterio ha designado como “virtud de la solidaridad”63 y que, en los términos aquí propuestos, formarían parte de la solidaridad en sentido “normativo”.
En último término, como enfatizara Benedicto XVI, esta ordenación de la propia actividad al bien común, que es exigencia de rigurosa justicia, solo es posible en la medida en que dé espacio a la gratuidad como expresión de fraternidad64.
El principio de subsidiariedad, por su parte, puede ser leído como una especie de norma o criterio general de toda política pública y diseño institucional, que obliga sobre todo a la autoridad política. Como se sugirió arriba, una formulación “normativa” del principio se presenta en primer lugar bajo la forma de una prohibición según la cual no es lícito que las instancias sociales superiores usurpen sus funciones propias a las inferiores. Esta formulación, sin embargo, debe ser completada con una explícita referencia a su dimensión positiva, según la cual, por una parte, las diversas instancias sociales deben disponer los medios recíprocamente para que cada una pueda cumplir su propio fin y, por la otra, cada una de ellas debe asumir la responsabilidad de contribuir desde su propia singularidad al bien de todos65.
Son principios rigurosamente “normativos”, en cambio, la destinación universal de los bienes y la opción preferencial por los pobres, en cuanto no son aspectos constitutivos de la sociedad política, sino criterios de justicia del orden social. Probablemente sea este mismo carácter exclusivamente ético lo que los hace tan peculiares de la doctrina social cristiana66.
El destino universal de los bienes es el criterio básico de justicia para la distribución de los bienes materiales y, en consecuencia, el fundamento y el límite de la propiedad privada67, razón por la cual Juan Pablo II lo identificó como “primer principio de todo el ordenamiento ético-social”68.
Según este principio, el fin de la propiedad privada es precisamente el goce común de los bienes de la tierra, de modo que el propietario puede disponer libremente de esos bienes que lícitamente llama suyos, pero siempre en el marco de esta finalidad última69. En términos positivos, este principio manda usar la propia riqueza en beneficio común70, por ejemplo, eligiendo inversiones o emprendimientos que produzcan mayores beneficios sociales en términos de empleo, producción de riqueza o efectos semejantes; en términos negativos, prohíbe la dilapidación de la riqueza, su uso superfluo en lujos innecesarios, la propiedad ociosa y toda forma de acaparamiento71.
El modo como la autoridad del Estado puede exigir o simplemente incentivar o facilitar estas conductas mediante las leyes plantea grandes desafíos a su prudencia gubernativa, que no viene al caso abordar aquí. Lo importante es notar que, a diferencia de los otros principios más básicos, estos criterios se refieren propiamente a conductas individuales en contextos precisos y concretos.
Algo semejante puede decirse de la opción preferencial por los pobres, que, si bien se deriva del destino universal de los bienes, tiene sus propias fuentes evangélicas (por ejemplo, Mt 25,31-46) y resulta menos sencillo fundamentarlo como exigencia ética universal desde una perspectiva exclusivamente filosófica. Según el modelo y los preceptos de Cristo, el cristiano está llamado a ordenar el uso de su propiedad y su vida en general al beneficio de aquellos con los cuales el mismo Cristo se identificó explícitamente72.
Tal como sucede con la destinación universal de los bienes, la dimensión institucional de este principio puede ser reconducida al principio de bien común y, sobre todo, al de solidaridad; su aspecto normativo, en cambio, solo se realiza allí donde se supera el nivel de la mera justicia y se entra en el ámbito de la amistad cívica y la caridad social73.
La dignidad de la persona humana como principio social
Sobre todo a partir del magisterio de Juan XXIII, la Iglesia ha señalado de modo cada vez más explícito la dignidad de la persona humana como fundamento universal de los principios del orden social. Así lo reconoce también el Compendio, que le dedica un capítulo especial, inmediatamente anterior al que describe los principios discutidos aquí74. La importancia del pasaje de Mater et magistra que lo define por primera vez justifica la extensión de la cita:
La Iglesia Católica enseña y proclama una doctrina de la sociedad y de la convivencia humana que posee indudablemente una perenne eficacia. El principio capital, sin duda alguna, de esta doctrina afirma que el hombre es necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales; el hombre, repetimos, en cuanto es sociable por naturaleza y ha sido elevado a un orden sobrenatural. De este trascendental principio, que afirma y defiende la sagrada dignidad de la persona, la santa Iglesia, con la colaboración de sacerdotes y seglares competentes, ha deducido, principalmente en el último siglo, una luminosa doctrina social para ordenar las mutuas relaciones humanas de acuerdo con los criterios generales, que responden tanto a las exigencias de la naturaleza y a las distintas condiciones de la convivencia humana como al carácter específico de la época actual, criterios que precisamente por esto pueden ser aceptados por todos.75
Según este principio, al haber sido creado el hombre a imagen y semejanza de Dios, que lo ha destinado a una altísima vocación, “el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien”. Por esta razón, “es capaz de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar”76.
La dignidad humana incluye en su concepto la ordenación de la propia existencia a la amistad personal con Dios y una apertura a la comunión con el prójimo. La natural sociabilidad del hombre le exige que se una a otros para vivir de modo proporcionado a su dignidad, pues aunque ese bien al que está llamado es poseído de modo rigurosamente personal, considerado en sí mismo y en las condiciones que hacen posible su obtención es siempre un bien común, es decir, simultáneamente suyo y de su prójimo.
En términos clásicos, la consecuencia social y política de este principio es simplemente “civitaspropter cives, non civespropter civitatem”77. Tal como lo señala Pío XII en este mismo pasaje, es posible hallar formulaciones semejantes a lo largo de todo el magisterio social78. La sola consideración de la relación o proporción de la persona con el todo social, en consecuencia, no basta para fundar un orden justo, porque respecto de ella la persona no es simplemente un todo aislado que se sirve de los demás, ni simplemente una parte que se somete al todo social.
Con este principio, la doctrina de la Iglesia se sitúa en un plano superior (y no simplemente intermedio o “tercero”) respecto de las ideologías del individualismo y del colectivismo79, y rechaza los dos extremos opuestos de considerar al hombre como mera célula del organismo social, susceptible de ser utilizada como instrumento para los fines de la totalidad80, o como una individualidad clausurada en sí misma, absoluta y autorreferente81.
El modo concreto de esta superación está dado, precisamente, por los tres principios previamente enunciados82. En extrema síntesis, dado que el bien de la persona humana es un bien común, que solo puede ser alcanzado en sociedad, se concluye linealmente que el fin de la sociedad política es ese mismo bien común (principio de bien común) y, por tanto, el Estado debe proteger, coordinar y ponerse al servicio de aquellas instancias que proveen de modo más inmediato los bienes humanos que constituyen el bien común (principio de subsidiariedad), en un contexto en el que tanto los individuos como las mismas instituciones ordenan su propia actividad a la consecución del bien común (principio de solidaridad).
Si esto es así, la dignidad humana no es un principio específicamente político o social, sino el fundamento de todos ellos83; precisamente por su carácter fundante no puede ser entendido rigurosamente en ninguno de los tres niveles enunciados.
Algunos autores han entendido este principio de modo rigurosamente político, atribuyéndole la función sistemática que antes cumplía el principio de bien común, el cual quedaría, por su parte, subsumido como una especie de efecto del principio de solidaridad. En este esquema, los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia pasarían a ser estos tres: personalidad, solidaridad y subsidiariedad84, y la sociedad se vería reducida a un simple instrumento para la realización personal de cada individuo.
Sin embargo, no es directamente de la dignidad personal que se sigue la necesidad y conveniencia de la vida social, sino de la peculiar naturaleza de su bien propio. En efecto, el bien común social es bien de la persona humana, pero este último consiste sobre todo en la comunicación de la propia riqueza personal, la cual es posible en la medida en que la misma vida social ha sido capaz de proveer los bienes más elementales y urgentes.
Dicho en otros términos, mientras la perfección de la vida social consiste sobre todo en una comunicación de la abundancia de los bienes del espíritu, propios de la vida personal, su fundamento más próximo e inmediato, su grado mínimo esencial, radica en la indigencia del individuo aislado y en su incapacidad para asegurar su propia subsistencia. La vida social se ordena, en primer lugar, para la satisfacción de estas necesidades e inclinaciones fundamentales del hombre, y lo hace de modo constitutivamente subsidiario y solidario.
De este modo, la dignidad de la persona humana no funda la sociedad política, sino que constituye estas exigencias empíricas, que solo pueden ser satisfechas socialmente, como un imperativo moral.
Conclusiones
Al considerar la cantidad y variedad de sus autores, momentos históricos, circunstancias e interlocutores, resulta al menos notable el grado de unidad y continuidad del magisterio pontificio en una materia tan compleja, cambiante y contingente como la relativa al ordenamiento político, jurídico y económico de las sociedades. Con todas las diferencias y matices de los diversos documentos, o quizás precisamente por causa de ellas, esta continuidad se refleja especialmente en los llamados principios de la doctrina social de la Iglesia.
El solo hecho de que se pueda preguntar cuántos y cuáles son es ya suficientemente significativo; pero el caso reside en que no solo es posible preguntarlo, sino que la respuesta resulta profundamente unitaria y coherente. En efecto, la eventual utilidad de un trabajo como este no debe ser buscada en una originalidad que se evitó sistemáticamente, sino en una esquematización de estos principios que aspira a poner en diálogo los distintos documentos para manifestar su unidad.
Por eso, más allá del valor especulativo de sus respectivas argumentaciones, la principal objeción a los autores que -como Korff y Baumgartner- han propuesto principios diversos de los cuatro enunciados y sistematizados en el Compendio es la falta de apoyo textual en los documentos magisteriales.
Ciertamente la tesis de que el principio de bien común ha sido absorbido por la solidaridad supone una teoría política muy definida y controvertible, que merece ser discutida en su mérito; pero tratándose de un problema teológico, el principal problema consiste en que una tesis de este tipo, que niega su valor al bien común, supone una relectura de todo el magisterio social que sugiere una compleja superación (si no la abolición) del magisterio anterior a Juan XXIII y una muy peculiar lectura de todo el magisterio posterior.
Los documentos magisteriales no son tratados de filosofía política. Sus definiciones, si bien enfáticas, son abiertamente flexibles, a veces incluso ambiguas, y con frecuencia plantean serios problemas teóricos al intelectual católico. No obstante, los desafíos planteados por los enunciados disponibles de los principios de la doctrina social de la Iglesia se resuelven mucho mejor desde una decidida hermenéutica de la continuidad85 que mediante especulaciones autónomas que, por razonables y bien fundadas que sean, carecen de autoridad en la misma medida en que se apartan del magisterio.
Buen ejemplo de la utilidad de este criterio interpretativo ha sido la mentada evolución del principio de subsidiariedad, el cual fue sucesivamente precisado86 y profundizado87 respecto de su formulación original88, sin negar nada de su contenido original; por el contrario, fue reelaborando y proyectando esos mismos elementos a la luz de la evolución de los demás principios, en especial el de la dignidad humana.
En efecto, tal como adelantara Juan XXIII cuando lo definía como el fundamento de todos los demás89 -y en esto tienen un punto los personalismos más acentuados, como aquel al que aludíamos arriba- estos desarrollos han sido consecutivos a la paulatina profundización del principio de dignidad de la persona humana, que ha enfatizado el valor de su libertad como una dimensión esencial del don en que se haya su propia plenitud.
Respecto del principio de solidaridad, si bien la encíclica Caritas in veritate significó un importante avance que permitió, entre otras cosas, precisar más la diferencia entre el principio social y la virtud moral y, sobre todo, profundizar su relación con la justicia y con la caridad, es dable esperar ulteriores desarrollos que precisen su significado y aclaren ciertas ambigüedades.