Como se expuso en la editorial del número previo de nuestra revista, continuamos en la línea de análisis de la pandemia y de sus efectos en la administración de justicia. En esta ocasión, analizaremos la íntima relación entre la pobreza, la desigualdad y el acceso efectivo a la administración de la justicia como un derecho fundamental. La pandemia del COVID-19 ha puesto en evidencia dos problemas fundamentales que caracterizan a la sociedad colombiana: la desigualdad y la pobreza. A pesar de los múltiples programas puestos en marcha por la administración nacional (y las regionales), las cifras no resultan alentadoras. Para el 2020, de conformidad con las cifras difundidas por el DANE, la pobreza monetaria en el país ascendió a niveles históricos con un porcentaje de 42,5% (un aumento de 6,8% respecto al 2019) y la pobreza monetaria extrema (personas que viven -o sobreviven- con menos de 145 004 COP mensuales) alcanzó un porcentaje de 15,1%. Lo indicado -que, en el mejor de los casos, debería generar un profundo sentimiento de empatía- supone que, en el país, poco más de 21 millones de personas viven en condición de pobreza y que el coeficiente de Gini, para el año 2020, fue de 0.544 (2021).
En un documento suscrito por Busso y Messina (2020), las cifras descritas no corresponden a realidades exclusivas de Colombia ni a circunstancias coyunturales. Por el contrario, denotan una profunda persistencia en la incapacidad del Estado para adelantar un programa o una política efectiva de redistribución de la riqueza. Esta circunstancia, entre otras, obedece a factores como la ausencia de redes adecuadas de protección social, a la altísima informalidad laboral (48,5%), al reducido gasto social y a un sistema tributario regresivo e ineficiente.
Lo descrito previamente acredita la preocupación que motiva la redacción de este texto. Siguiendo a Sen (2000; 1997) y adoptando un concepto multidimensional y diferenciable de pobreza y desigualdad, es posible advertir que la pobreza es amplia y se extiende a la inexistencia de oportunidades o al acceso mínimo a los recursos necesarios para el desarrollo individual. La pobreza multidimensional se entiende como la "privación de necesidades básicas y no solo una renta baja" (Sen, 2000, p. 37) y la pobreza en sentido amplio, como la disparidad existente entre individuos en relación con sus oportunidades vitales, los recursos para acceder a bienes y servicios necesarios, la cobertura de necesidades básicas y las capacidades (Sen, 1997). En el ejercicio de comprensión multidimensional de los fenómenos expuestos, para este texto, la pobreza se hace extensiva a la noción de desigualdad digital y de brecha digital.
Existe una distancia importante entre tener acceso a internet, comprender su potencial y usarlo de forma adecuada para poder transformar el entorno. De la misma forma, existen variadas perspectivas en relación con el acceso material al servicio en cuestión, como la existencia de redes, de un operador que preste el servicio con calidad en la zona y la disponibilidad de equipos con conexión efectiva. Por ello, la noción multidimensional se hará extensiva a la brecha digital con la pretensión de que exceda el análisis reduccionista de cuántas conexiones fijas o móviles a internet existen en el país (Saavedra et al., 2021). Una mirada que indague simplemente por estos datos ofrecerá una revisión limitada.
Es por esto que la aproximación a la teleología del Decreto 806 de 2020 precisa un análisis de la inclusión digital multidimensional como condición esencial para su materialización. Esto se hace al considerar que, en Colombia, a pesar de la declaratoria de internet como un servicio público esencial -Ley 2108 de 2021-, de acuerdo con el índice de calidad de vida digital1, el país ocupa el puesto 62 entre 85 países. Solo 2 de cada 10 hogares rurales cuentan con conexión digital y de los 1123 municipios del país, en 700, menos del 10% de sus habitantes tienen acceso a internet. Esta circunstancia revela las dificultades que se presentan, no solo en materia de acceso a la administración de justicia. La garantía del acceso a internet y a otros derechos requiere del acceso digital para superar la denominada desigualdad digital entre usuarios, que limita el disfrute y el acceso a varios derechos fundamentales.
Tal como advierte Mori (2012), es posible identificar tres vertientes en materia de inclusión digital. La primera de ellas supone el acceso; la segunda, la alfabetización digital y la restante, la apropiación de las tecnologías. El acceso se encuentra ligado a la posibilidad real de contar con bienes y servicios que permitan alcanzar la infraestructura necesaria para las TIC. La alfabetización digital supone la educación en habilidades y en capacidades básicas en estas tecnologías. La apropiación va más allá y consulta por el manejo efectivo de estos recursos para que los usuarios se conviertan en reinventores y dejen de ser simples consumidores. Esta última alude a la capacidad de transformación y de resignificación de aquellas TIC.
Este concepto es pertinente para los efectos de este estudio, pues permite enlazar la conexión necesaria que existe entre la inclusión digital y el acceso a la administración de justicia. La imposibilidad de acceder físicamente a los despachos judiciales generada por la pandemia motivó la adopción de medidas normativas varias que hicieron efectiva la teleología de la Ley 270 de 1996 en materia de un plan de justicia digital.
Este plan precisa de ciudadanos que cuenten con destrezas en el uso de herramientas digitales como condición esencial para acudir a una diligencia judicial. También requiere de digitalizar un expediente, notificar una acción judicial y, en general, adelantar las actuaciones propias de un proceso judicial. La posibilidad de que los ciudadanos exijan la efectividad de sus derechos subjetivos está condicionada al conocimiento, al manejo y a la apropiación de las herramientas de las TIC. En este punto no se hace mención expresa y exclusiva de los abogados respecto de las acciones para la defensa de derechos fundamentales -como la acción de tutela o la activación del mecanismo de búsqueda urgente-, pues esta condición de abogado no es esencial y cualquiera puede impulsar el aparato jurisdiccional del Estado. La preocupación, entonces, por la necesaria materialización de la inclusión digital como un derecho fundamental no resulta cuestión de poca monta.